4ª Conf. - La adoración, el partimiento del pan, y la oración: Juan 4:10-24

John 4:10‑24  •  56 min. read  •  grade level: 15
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La primera y más importante de las partes del tema que tenemos ahora ante nosotros es la adoración. Esto nos concierne más que ninguna otra cosa, debido a que es lo que toca más de cerca al mismo Dios; y éste, estoy convencido, es el verdadero criterio, así como el más seguro y el más saludable para nuestras almas. Es indudable que el partimiento del pan puede incluirse en la adoración, pero demanda una consideración por separado, al ser de una naturaleza compleja y teniendo un aspecto distintivo hacia los santos mismos; en tanto que la adoración, como tal, se dirige esencialmente hacia Dios. Así, parece acorde con su importancia darle un lugar propio, al proveer de una manera impresionante, y en un acto que ocupa a todos los corazones, aquello que expone ante nuestras almas la revelación más profunda y solemne de la santidad y gracia divinas en la muerte del Señor, en presencia de la cual todos hallan su nivel, todos reconocen lo que eran sin Su preciosa sangre, lo que ahora son en virtud de ella, y por encima de todo lo que Él es, Aquel que murió en expiación por ellos, a fin de que ellos Le puedan recordar — y ello para siempre — en una paz agradecida y en adoración.
El pasaje leído esta noche muestra no solamente que la adoración forma una parte bendita, elevada, y sumamente fructífera de la vida cristiana, sino que además el Señor mismo la pone en contraste con aquello que Dios había demandado en el pasado. Así como en ocasiones previas nos ayudó la consideración de los caminos de Dios en el pasado para ver más definidamente las nuevas revelaciones de Dios en el Nuevo Testamento, así veremos que sucede también en el tema de la adoración.
Primero de todo dejemos sentado que es necesario un cierto estado del alma para la adoración. Dios busca la adoración de Sus hijos, y se trata de un deber en el que todos ellos tienen un interés directo e inmediato; pero hay una base necesaria tanto por parte de Dios como de ellos, a fin de que pueda haber una adoración propiamente cristiana. Así era con respecto al un cuerpo, a la asamblea de Dios, y al don del Espíritu Santo. Si existe un dominio en el que la intrusión de la voluntad sea a la vez un pecado y una vergüenza, es cuando ésta se entromete en la adoración de Dios. Y con todo, ¿hay acaso algo que se haga más frecuentemente y con menos consciencia? ¿Hay acaso un acto en el que el hombre se exalte más a sí mismo, e ignore más olímpicamente el Espíritu de gracia? Que nadie suponga que estas palabras tienen una severidad exagerada. ¿Se puede hablar acaso demasiado intensamente en contra de una interferencia que engaña al mundo, que contamina a la iglesia, y que destruye la gloria moral de Cristo? Subido encima de una falsa base, o, mejor dicho, sin base alguna, el hombre está continuamente dedicado a deshonrar a Dios activamente, y esto frente a la más brillante de las manifestaciones que Él haya hecho o pueda hacer de Sí mismo; porque es en Su Hijo. Si en verdad Dios ha hablado y actuado de tal manera, entonces tenemos a Dios en una plena revelación; y tendríamos que tener a uno superior al Hijo de Dios a fin de hallar una revelación más brillante y más plena que la que tenemos en Cristo.
Ésta es pues la fuente de todas nuestras esperanzas y de toda nuestra bendición, y la base sobre la que procede la adoración cristiana. No obstante, aunque sea totalmente esencial para la adoración cristiana que haya una perfecta revelación de Dios en Cristo, esto, por infinito que sea, no es suficiente. Hay una necesidad por parte del hombre que tiene que ser suplida según la gloria divina. Dios no ha dejado de revelarse a Sí mismo plenamente; nada ha dejado sin hacer; nada ha hecho que no sea absolutamente perfecto; y todo ello es así de forma que no es preciso que haya dudas ni cuestiones acerca de ello.
Indudablemente hubo un desarrollo gradual de la mente, voluntad y gloria de Dios: de cierto creo que podríamos decir que Él no hubiera podido expresar todo lo que estaba en Su mente hasta que dio a Su Hijo. Pero ahora que el Hijo de Dios ha venido, podemos, como creyentes, decir sin presunción alguna — "Nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero." De hecho, deberíamos estar dejando deliberadamente a un lado, o desobedeciendo maliciosamente, lo que Dios nos ha dado a fin de que Él pudiera ser conocido, si no dijéramos confiadamente: "conocemos." ¿No es algo magnífico y grande en un mundo oscuro como éste que Dios prepare, incluso para Sus bebés, un lenguaje como "conocemos"? Sí, y Él quisiera que nosotros probáramos la verdad de esta palabra "conocemos," no solamente acerca de nosotros, sino de Él mismo. Es una gran cosa tener un libro divino en el que podemos, conducidos por el Espíritu, mirar hacia atrás en el pasado, hacia adelante en el futuro, en el laberinto del presente, y decir, acerca de todo: "conocemos." Es infinitamente más y mejor que podamos decir humilde y verdaderamente: "Nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en Su Hijo Jesucristo" (1 Juan 5).
No se trata aquí de cuanto la inteligencia pueda haberse desarrollado en el hijo de Dios. Existe el crecimiento en el conocimiento; pero juntamente con ello tenemos que defender también la gran bendición y verdad fundamental, que cada alma que Dios ha traído a Sí mismo tiene una unción del Santo y conoce todas las cosas. Ahora bien, la posesión de esta capacidad divina va mucho más allá que ninguna medida de diferencia que pueda haber en el desarrollo práctico. Naturalmente que existen tales diferencias, y existe así lugar para el ejercicio de una mente espiritual, e indudablemente el Espíritu de Dios actúa a través de la verdad sobre nosotros a fin de que podamos hacer progreso. Pero entonces podemos descansar confiados, al pensar en los hijos de Dios, que, estén donde estén, quizás en las circunstancias más irregulares, Dios les ha dado una nueva naturaleza, una naturaleza capaz, por el Espíritu, de comprender y apreciar y gozar de Él. Todo el tiempo pasado aquí abajo es o debiera ser tan solo la época de crecimiento. Es la escuela en la que tenemos que aprender la verdad en la práctica; pero, con todo, se trata de la aplicación y de la profundización en nuestras almas de aquello que ya tenemos en la gracia de Dios. "No os he escrito," dice el Apóstol, "como si ignoraseis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira procede de la verdad" (1 Juan 2). Ésta es la porción de cada hijo de Dios.
Pero este mismo privilegio indica el gran punto esencial de parte del hombre a fin de ser un adorador. El hombre, como tal, a no ser que nazca de Dios, es incapaz de adorar a Dios no más capaz de ello que un caballo sea capaz de entender ciencia o filosofía. Niego enteramente y en principio que haya ninguna capacidad en el hombre, tal cual él es naturalmente, para adorar a Dios. Tiene que ser una nueva criatura en Cristo; precisa poseer de una nueva naturaleza que es de Dios, a fin de ser capaz de comprender o de adorar a Dios. No que el simple hecho de la vida eterna, que cada alma recibe al creer en el Hijo de Dios, sea lo único que califica para adorar; pero tampoco Dios la da sola. Él ha dado provisión de otros medios de la mayor importancia, y los ha concedido no solamente a algunos, sino a todos Sus hijos. No obstante, y es lamentable decirlo, en muchos casos puede obstaculizarse la patentización y el goce de esta gran gracia. Puede que sea a duras penas posible discernir bien la capacidad divina, bien el poder de adoración. Pero siempre tenemos título a contar con el Señor, con la infalible verdad de Su Palabra, y con la plenitud de Su gracia.
Si Dios ha dado una nueva vida a Sus hijos, y los ha reconciliado a Sí mismo mediante Aquel que ha llevado los pecados de ellos sobre Su propio cuerpo en la cruz, ¿para qué fin se ha llevado esta obra a término? Indudablemente que para Su propia gloria y debido a Su propio amor; pero constituye una parte de esta gloria y una respuesta a Su amor que Él llama a Sus hijos a la alabanza así como a Su servicio ahora. Y tenemos ante nosotros la consideración de este mismo tema la adoración cristiana, que demanda el don del Espíritu de Pentecostés tanto como puedan hacerlo la asamblea o el ministerio — una parte del homenaje de los hijos de Dios, y una vuelta de corazón que Dios demanda de todos los que son Suyos.
Así, el primer gran requisito para el hombre, a fin de adorar como cristiano, es que sea nacido de Dios como objeto de Su gracia en Cristo, y que reciba al Espíritu Santo para que more en él. El Señor enseña este principio en la respuesta que le da a la mujer de Samaria — "Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú Le pedirías, y Él te daría agua viva." Ahí tenemos, por así decirlo, el meollo de la adoración — "Si conocieras el don de Dios." No se trata de la ley, aunque sea del mismo Dios, aunque ella ni la ley conocía como los que estaban bajo ella; porque los samaritanos eran un pueblo mestizo, gentiles en realidad, aunque parcialmente judíos en profesión y en forma. Pero incluso si la ley de Dios hubiera sido conocida en toda su plenitud, no distorsionada ni corrompida por el hombre, cierto es que no hubiera sido adecuada para la adoración cristiana. Pero la Palabra fue: "Si conocieras el don de Dios" — Su libre don; si conociera a Dios como Dador — que Él está actuando en base de Su libre plenitud y amor. Ésta es la primera verdad. Pero en siguiente lugar, "Si conocieras [...] quien es el que te dice: Dame de beber; tú Le pedirías, y Él te daría agua viva."
Durante todo el tiempo que Dios dio Su aprobación a la ley como sistema, Él moró en espesas tinieblas; esto es, no se revelaba, sino que se escondía, por así decirlo. Pero cuando el Hijo unigénito declaró al Padre, Dios no ocupó ya más la posición de acreedor del hombre, que era necesariamente la forma en que la ley presentaba Su carácter. Naturalmente que este carácter era recto, y justo, y bueno, como el mandamiento mismo; y el hombre hubiera debido inclinarse y haber correspondido a Su demanda. Pero el hombre era un pecador; y el efecto de apremiar la demanda fue el de exponer con más claridad aun los pecados del hombre. Si la ley hubiera sido la imagen de Dios, como algunos teólogos ignorantes y perversos enseñan, el hombre se hallaría perdido y dejado a un lado sin remedio. Pero esto está lejos de ser verdad. La ley, aunque de Dios, ni es Dios ni un reflejo de Dios, sino solamente la medida moral de lo que el hombre pecador debe a Dios. Dios es luz; Dios es amor; y si el hombre se halla en lo más profundo de la necesidad, Él da libre y plenamente, como corresponde a Su naturaleza. Ciertamente, esto es lo que sale de Él, y lo que es Su deleite. "Mejor es dar que recibir." Sería cosa extraña que Dios fuera defraudado de aquella que es la más bendita de las dos cosas. Según la ley Él hubiera debido ser un receptor, si el hombre no se hubiera arruinado. En el Evangelio Él es inequívocamente el Dador y, lo que es más, un Dador de lo mejor de lo Suyo a aquellos cuyo único merecimiento es la destrucción eterna.
Pero esto se hace solamente posible a través de la gloria y de la humillación del Hijo de Dios, descendiendo y sufriendo hasta lo indecible por los pecadores. Cuán hermosa y verdaderamente dice entonces el Señor: "Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú Le pedirías, y Él te daría agua viva": en otras palabras, si ella hubiera conocido la gracia de Dios y la gloria de Aquel que hablaba libremente con ella, ella hubiera buscado y hallado todo lo que anhelaba. Poco sospechaba ella quién era Aquel hombre humilde a quien tenía solamente por un judío, aunque se asombrara de que un judío pudiera ser tan solícito y rebajarse ante una mujer samaritana. Bien poco se imaginaba ella que se hallaba ante el Señor Dios del cielo y de la tierra, el unigénito en el seno del Padre, si ella hubiera conocido algo de esto, Le hubiera pedido y Él le hubiera dado agua viva. Por esta agua "viva" se entiende al Espíritu Santo. Así tenemos, de una u otra manera, a toda la Trinidad mencionada de una u otra forma en este versículo. La propia gracia de Dios es el primer pensamiento, la fuente; tenemos a continuación la gloria de la Persona del Hijo, y Su presencia en humillación entre los hombres en la tierra; finalmente el Hijo da conforme a Su propia gloria agua viva — el Espíritu Santo — a las almas sedientas y necesitadas. ¿Es acaso necesario decir que nadie sino una persona supremamente divina podría impartir tal bendición?
Aquí tenemos, pues, el testimonio por parte de nuestro Señor Jesús de las bases necesarias para la adoración cristiana: ante todo, Dios revelado como Lo es en el Evangelio, en contraste con la ley — Dios en Su gracia; en segundo lugar, el Hijo descendiendo en perfecta bondad, y dispuesto a ser el deudor del hombre en lo menos a fin de que Él pudiera bendecirle en lo más mediante un amor que puede ganarse a los más descuidados y endurecidos. Y, en tercer lugar, el don del Espíritu Santo. ¡Qué no será la adoración cristiana en su verdadero carácter y objeto en la mente de Dios, si son necesarias todas estas cosas a fin de que pueda tener lugar! En su misma existencia supone de parte de Dios una revelación plena de lo que Él es en Su propia naturaleza y en Su gracia al hombre. Asume que el Hijo ha venido entre los hombres en amor para hacer efectiva esta revelación quitando los pecados mediante el sacrificio de Sí mismo. Supone también que el corazón, despertado a sus verdaderas necesidades, ha pedido y recibido del Señor agua viva, el Espíritu Santo, no solamente como el agente de la vida y de la renovación, sino como un manantial interior de refrigerio continúo saltando a vida eterna.
Consiguientemente, algo más adelante del capítulo tenemos una instrucción más desarrollada acerca de este tema, aunque hemos tenido el fundamento de ello en el versículo 10. La mujer, al serle tocada la conciencia, y al darse cuenta de que estaba en presencia de un profeta, aunque no reconociendo en Él al Mesías aún, puso ante Él sus dificultades religiosas para que les diera solución, teniendo la certeza de que Él traía la verdad de Dios — "me parece que Tú eres profeta." Señalemos de pasada que la idea esencial de un profeta, tanto en el sentido del Antiguo como del Nuevo Testamento, es tal que lleva la conciencia directamente ante la presencia de Dios, para así tener Su luz derramada sobre el alma. Hubo muchos profetas que poco predijeron, pero no por ello eran menos profetas. Hallándose entonces en presencia de uno que podía anunciarle la verdad de Dios, ella desea tener respuesta a las cuestiones que había en su alma. Se dirigió a Él con aquello en lo que en toda época y en todas partes ha tenido y debe tener un interés máximo y sin rival. El mundo mismo, ciego y muerto, no luchará por nada más intensamente que por su religión. Había diferencias entonces como ahora. "Nuestros padres," dijo ella, "adoraron en este monte; y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar." El Señor le dice solemnemente: "Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre." La reprende también: "Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos." Es evidente que fueran las que fueran las esperanzas de salvación prometidas a los judíos, éstas se basaban en su fe en Cristo. Pero en tanto que Él vindica la posición (que no la condición) de los judíos, proclama también el amanecer de un día más radiante: "Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque también el Padre tales adoradores busca que Le adoren." Él podía hablar así de clara y poderosamente debido a que Él era Él mismo el Hijo en el seno del Padre, y tenía título, en virtud de la gloria de Su Persona, a introducir una adoración apropiada a Su propio conocimiento íntimo y revelación perfecta del Padre.
Sigue a continuación el carácter pleno y distintivo de la adoración cristiana. Se da a conocer a Dios como un Padre llamando y adoptando hijos; más aún, que está buscando hijos. En esto es que sale la plenitud del amor divino del cielo y para el cielo. En Israel las personas tenían que buscar a Jehová, y ello mediante unos ritos y rígidas ceremonias cuidadosamente prescritas: tan solo de aquella manera podía el pueblo elegido en su adoración presentarse y aparecer ante Dios. A pesar del cuidado más estricto, nadie podía comparecer a Su misma presencia — ni siquiera el mismo sumo sacerdote; y si le hubiera sido posible a él aproximarse y quedarse cerca, no hubiera sido a Dios revelado como Padre. Dios no era más Padre a Aarón, o Finées, o Sadoc, que lo era al último miembro de la más oscura tribu de Israel. En aquel tiempo Dios no se manifestaba de esta manera. Pero ahora la hora estaba viniendo, y en principio había llegado, en que el Padre estaba buscando adoradores. El sistema judío había sido juzgado, y hallado falto, y estaba ahora sentenciado. Ante Dios el santuario terreno estaba ya caído, y Cristo era el verdadero templo. El Hijo de Dios había venido, y esto no podía por menos que cambiar todas las cosas — no solamente a enseñar, sino a cambiarlo todo. No es entonces para asombrarse que hubiera, en y mediante Su presencia, una nueva revelación, plena, de Dios, una declaración del nombre del Padre. Aquí Cristo da a conocer lo nuevo en este punto de vista; cómo tenía que desvanecerse la adoración terrena, no meramente en el monte Gerizim, sino incluso en Jerusalén; que se trataba a partir de ahora de una cuestión de adorar al Padre, y esto en espíritu y en verdad; porque, maravilloso es decirlo, ¡el Padre estaba buscando los tales que Le adoraran!
¡Qué verdad! ¡Dios el Padre saliendo en Su propio amor incausado, creador, en busca de adoradores! Naturalmente, Él estaba cumpliendo esta obra por Su Hijo, y en la energía del Espíritu Santo. Con todo, éste era el principio, en contraste directo con la naturaleza y el judaísmo — que el Padre buscara adoradores. No solamente se trataba de un carácter enteramente nuevo de adoración, apropiado a la nueva revelación de Dios, y demandándola, sino que necesariamente apagaba totalmente las antiguas lámparas del santuario todavía reconocido del judaísmo. No solamente quedaba condenada más que nunca la adoración falsa de Samaria, sino que el resplandor del cielo, ahora brillando libremente, eclipsó los débiles rayos que en Israel tenían la misión de hacer por lo menos que se pudieran apreciar las tinieblas, y mantener un testimonio a la luz que iba a venir. Lo que había sido reconocido y utilizado por parte de Dios temporalmente estaba ahora pasando a ser algo sin valor y un estorbo; y Dios, como sería de esperar, introdujo con toda justicia el inmenso cambio. Hasta este momento el hombre había estado bajo prueba. El judío, como muestra de hombre elegido y favorecido, estaba siendo probado: ¿Y cuál fue el resultado? La cruz y la vergüenza del Señor Jesucristo. Rechazaron y mataron a su propio Mesías, sabiendo bien poco que Él era Jehová, Dios sobre todo, bendito para siempre. En justicia, por ello, y después de un largo ejercicio de paciencia, los judíos fueron puestos a un lado. Tal fue el desarrollo moral de los caminos de Dios. No había nada arbitrario, como cada uno de los que creen lo que Dios declara en Su palabra con respecto al rechazo del Mesías por parte de Israel tiene que ver y sentir en el acto. En la vida y en el ministerio de Cristo hubo una manifestación de tal gracia y paciencia como jamás se había testificado, ni tan solo concebido, en la tierra. Pero ahora había llegado el fin para Dios. Los judíos, con su conducta, estaban deshaciendo los últimos lazos que un pueblo en la carne pudiera tener con Dios. Al rechazar a su Mesías se rechazaron a sí mismos. Pero cuando la cruz constituyó un hecho, y la redención fue consumada, cuando Jesús fue resucitado de los muertos, la gracia y la verdad que habían venido con Él brillaron en Su obra en la cruz, y la abundante redención, no prometida ahora, sino cumplida, fue dada a conocer por el Espíritu Santo. Consiguientemente, aquellos que creyeran se hallaban en la capacidad de adorar al Padre. No se trata meramente de que tuvieran fe en el Mesías, porque esta fe la tenían ya cuando Él estaba aquí. Pero ahora que tenían redención en Él por Su sangre, el perdón de los pecados; ahora que Cristo había dado a conocer a Dios mismo como Su Padre y el Padre de ellos, Su Dios y el Dios de ellos (y esto en el poder y en la presencia del Espíritu Santo enviado del cielo), podían aproximarse al lugar santísimo, y adorar en verdad al verdadero Dios; podían decir, no solamente mediante el Señor Jesús, sino con Él, "Abba, Padre."
No solamente se necesitaba la vida espiritual y la redención, sino que también se precisaba del Espíritu Santo; y consiguientemente el Señor añade aquí que "Dios es Espíritu; y los que Le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que Le adoren." Señalemos la diferencia del lenguaje. Cuando Él habla de Su Padre buscando adoradores, se trata de la pura gracia que surge libremente; se trata de Él que está buscando. No se trata meramente de que acepte la adoración de Su pueblo, sino de que busca adoradores. Pero recordemos que nuestro Padre es Dios. Es una cosa fácilmente olvidada, por extraño que resulte decirlo; pero esto surge de nuestra carnalidad, y no de nuestro privilegio que tenemos, en Su misericordia infinita, de cercanía a Él, que no debiera en ningún grado difuminar, sino incrementar y fortalecer nuestro sentido de Su majestad. "Dios es Espíritu," dice Él; "y los que Le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que Le adoren." Hay aquí una cierta necesidad moral, sin la cual no se puede pasar. La verdad es que Cristo crea, en tanto que la ley nunca lo hace. La ley mata; ¿qué otra cosa pudiera o debiera hacer a criaturas pecadoras? Sería una ley mala si nos dejara tranquilos. Si yo merezco morir como hombre culpable responsable ante Dios, entonces, digo yo, la ley es justa, santa, y buena en condenarme. Es el papel exclusivo del Salvador el de darme vida, y no esto meramente, sino de darme vida por Su muerte y resurrección, sin pecado, raíz o fruto, para que pueda estar yo en Él, poseído de una nueva naturaleza, totalmente liberada por gracia de la miseria, culpa, poder y juicio del hombre viejo.
Éste es el lugar para cada cristiano. Estos son los elementos sencillos, pero de la mayor bendición, de su vida y de su posición ante Dios; pero, ya que son inseparables del don del Espíritu Santo, así Él es absolutamente imprescindible para que podamos adorar a nuestro Dios y Padre; y es con éste y otros propósitos que nos es dado. Así, vemos el significado del agua viva. "El que bebiere del agua que Yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que Yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna." Es el Espíritu Santo dado por Cristo para que esté en el creyente; sin Él no puede existir el poder ni la capacidad de la adoración. Pero Él es dado, y la hora de la adoración cristiana ha llegado ya en el sentido más estricto.
Y vosotros que estáis aquí reunidos esta noche, ¿estáis dispuestos a reconocer, por cualquier consideración que sea, una adoración que no sea de este carácter? Vosotros especialmente, los jóvenes, y también, quizás, poco arraigados en la verdad de Dios, oíd bien. Podéis ser tentados, no solamente debido a una apetencia del mundo y de su adoración, sino que tenéis parientes, amigos, relaciones, que creen que es muy duro de vuestra parte que no os unáis a ellos. ¿En qué? ¿En adoración cristiana? En ello uníos a ellos totalmente. En todo lugar y en todo momento en que halléis adoración en espíritu y en verdad, no temáis tomar parte; buscadlo, sí, buscadlo intensamente. Más bien os preguntaría, ¿estaríais dispuestos a dejar de lado esta adoración por aquella que hace todo lo que puede para volver a la montaña de Samaria, ya que no puede llegar a Jerusalén; por un servicio religioso que es a la vez falso y formal; y un orden que mezcla algunos adoradores genuinos en una multitud de adoradores falsos? ¿Cuántos hay en la actualidad que, pretendiendo de palabra poseer una liturgia celestial, pasan en realidad rápidamente a través de ella con un evidente desinterés que demuestra que el sermón es todo lo que les interesa? Uno se imagina que se trata de personas que todo lo que quieren oír es el camino de salvación, en lugar de ser hijos de Dios, llamados y capacitados para adorar al Padre en espíritu y en verdad. Pero ésta es la miseria que proviene de estar en una posición que está atada a lo que ellos aprecian en la carne y en el mundo; posición en la que no se puede conocer ni se conoce la adoración al Padre según Su Palabra.
Admito que incluso tal cosa es mejor que pertenecer a otra clase de religionistas, nominalmente en la misma secta, que estando en ignorancia de la redención de Cristo, aguantan el discurso evangélico por mor de los servicios, cuya oscuridad les es deleitosa, debido a que se corresponde con la propia condición de ellos. La adoración carnal es apropiada a un estado carnal.
Mi acusación no estriba en que un hipócrita pueda estar entre los verdaderos — es indudable que estos se deslizan por todas partes. El punto principal en que insisto es en el error y pecado de abrazar al mundo en una adoración conjunta a Dios debido a un falso principio, que es sumamente común en la actualidad, y a los ojos de algunos de lo más deseable. Es evidente que no se trata de una adoración cristiana; pero a pesar de todo recibe este nombre; es aceptado y justificado como tal; y el rechazo del tal es popularmente presentado como el fruto de un espíritu censor y falto de amor, en lugar de ser considerado como lo que es, un deseo que surge del corazón de cumplir la voluntad del Señor. Adoración no la pueda haber, a no ser que se tome el terreno de la gracia: tiene que ser en el Espíritu, nada menos que la vida divina y el poder del Espíritu Santo obrando en el adorador.
Insisto, no debiera ser muy difícil discernir donde se halla la adoración cristiana. Se puede ver fácilmente dónde no está. ¿Cómo puede estar donde no hay un reconocimiento de la asamblea de los fieles en separación del mundo? ¿Dónde formularios humanos desplazan en buena medida la Palabra divina? ¿Dónde el Espíritu Santo no es aceptado para que obre según el orden establecido en las Escrituras? ¿Donde cualquiera puede hallarse en la membresía, y los inconversos pueden unirse o incluso conducir los más serios servicios? El efecto invariable es que como no se puede levantar al mundo a las alturas de la fe, los creyentes que lo mezclan todo indiscriminadamente tienen que descender al nivel del mundo. Por ello, pueden introducirse, gradualmente los hermosos edificios, las ceremonias imponentes, la música conmovedora, el sentimiento poético, allí donde la adoración cristiana es desconocida u olvidada. De ahí también la necesidad de un orden legal, porque parece temerario confiar en la gracia de Dios.
Se pueden tener adoradores cristianos en este estado de cosas; porque no quiero exagerar: pero no puede haber adoración cristiana. ¿Lo dudáis? Quizás porque nunca hayáis conocido realmente lo que es la adoración. Esto es en gran medida lo que sucede en la actualidad. Los pensamientos de los cristianos son sumamente vagos, informes, y oscuros, de manera que para muchos de ellos se pierde el significado mismo de la adoración. ¡Cuántos de ellos llaman al edificio en el que se van a reunir un lugar de adoración; y cuando van a escuchar algo, creen y dicen que van a adorar! ¿No demuestra todo esto que la misma idea de adoración es desconocida? Tampoco esto tiene por qué causar asombro. La verdad es que hay mucha predicación de Cristo en nuestros días, mucho que está calculado para despertar y también para ganar almas, pero, ¿dónde tenemos una plena exposición del Evangelio de la gracia de Dios? Que Cristo sea predicado es algo por lo que tenemos que dar gracias a Dios. Las almas son convertidas, y aprenden, hasta allí adonde llega el testimonio ortodoxo normal, lo que es totalmente cierto de sus pecados y del peligro en que se hallan; pero queremos que se proclame plenamente el evangelio de Dios — el evangelio tal como lo vemos expuesto en las epístolas — las gratas nuevas no solamente de que la obra de Cristo ha quitado el pecado, sino que el creyente se halla en una nueva vida y en una nueva relación con Dios, de la cual el Espíritu Santo es dado como el sello. Allí donde esto es un hecho conocido, la adoración es el fruto simplemente necesario; el corazón, puesto así en libertad por la gracia, sale a la presencia de Dios en acción de gracias y en alabanza.
Así, en el capítulo con el que empezamos, el creyente disfruta no solamente de una nueva vida que se le comunica, sino de un manantial de agua dentro de él, que salta a vida eterna. Así, mediante la energía del Espíritu Santo que nos es dada, poseemos, y ello de una manera consciente, una paz perfecta y imperturbada, y no podemos dejar de alentar el gozo de nuestras almas redimidas para la alabanza de nuestro Dios Salvador. De hecho, puede que esto no se halle entre los hijos de Dios; relativamente hablando solamente en unos pocos, debido a que, en general, allí donde hay una percepción de Cristo, ponen la ley en lugar del Espíritu Santo, y así caen en la incertidumbre que, invariablemente, allí donde exista la conciencia, brota de la ley así mal utilizada, en lugar de disfrutar de la luz, y del poder, y de la paz en Cristo y en Su redención, que constituye el fruto propio del testimonio del Espíritu Santo acerca de Cristo y del hecho de que Él mora en el creyente. Es solamente en este caso que se puede tener adoración cristiana. Pero no solamente esto: porque Dios es Espíritu, y la consecuencia de ello es que la adoración cristiana repudia la formalidad. "Dios es Espíritu; y los que Le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que Le adoren." Ahí tenemos revelada la naturaleza de Dios, y de ahí se deduce la necesidad moral de adorarlo en espíritu y en verdad, no según una forma terrena o una voluntad humana.
Ésta es, pues, la fuente, la base, y el carácter de la adoración cristiana. Pero tenemos otro elemento adicional cuando proseguimos con las posteriores instrucciones del Nuevo Testamento. En 1 Co. 14 la hallamos relacionada con la asamblea. Aprendemos allí sobre qué principio, y por quién, se da adoración a Dios. Ésta es una importante adición a nuestro conocimiento de la voluntad de Dios. Nadie pretende ni por un momento que el evangelio no deba ser predicado, ni que los creyentes no deban ser instruidos en la verdad. Éstos son deberes claramente conformes con las Escrituras. En ellas tenemos una completa provisión para todo aquello que pueda ser necesario para el bien de la iglesia, y para el bienestar de las almas; tenemos a la vez el principio y el hecho de que todo servicio cristiano se halla establecido de la manera más clara en la Palabra de Dios. Entre todo ello no hay duda alguna acerca de la manera en que se deba llevar a cabo la adoración cristiana. Hemos visto que no hay nadie que pueda rendir a Dios una adoración aceptable salvo los cristianos: De ella queda claramente excluido el mundo, según las enseñanzas de las Escrituras. No se trata de cerrar la puerta, ni de excluir a nadie del lugar donde los fieles se reúnen; pero se hallan incapacitados para rendir una adoración propia y aceptable a Dios, debido a que ni tienen la nueva naturaleza, ni el Espíritu Santo, quien es el único poder para la adoración; tampoco conocen la redención, que es la base de la adoración, ni tampoco conocen al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo que, juntamente con el Hijo, es el objeto de la adoración. Así, desde todos los puntos de la vista, el mundo queda necesariamente afuera del palio de la adoración cristiana, y el haber introducido al mundo constituye una gran parte del pecado y de la ruina de la cristiandad.
De nuevo tenemos en 1 Co. 14 el puesto que la acción de gracias tiene en la adoración de Dios; y ello relacionado no solamente con el individuo, ni con una clase separada, sino con el orden y la operación de Dios en la asamblea. Por ello leemos (v. 15), "¿Qué, pues? Oraré con el espíritu, pero oraré también con el entendimiento; cantaré con el espíritu, pero cantaré también con el entendimiento." Por importante que sea el canto, su fin no es evidentemente el dulce son que tiene: lo esencial, como se nos dice, es "cantar con el espíritu y también con el entendimiento." ¡Qué prueba de que Dios busca el servicio inteligente de Su pueblo! Así, leemos en el versículo 16, "Porque si bendices sólo con el espíritu, el que ocupa lugar de simple oyente, ¿cómo dirá el Amén a tu acción de gracias? pues no sabe lo que has dicho." Si en la adoración cristiana hubiera expresión en una lengua desconocida al dar gracias o al bendecir a Dios, se traspasarían las normas de edificación de la asamblea, debido a que se dejaría de lado a aquellos que no pudieran decir "Amén" de una manera inteligente. Este pasaje se utiliza también para mostrar que la acción de gracias y la bendición, así como el canto, y otros componentes de la adoración que nos son familiares, se hallaban desde el principio en la asamblea cristiana.
Pero precisamente ahí se halla la dificultad. Miremos a la derecha o a la izquierda — mirad a donde queráis: ¿dónde halláis la asamblea cristiana? ¿Dónde se halla la reunión de los hijos de Dios en el nombre del Señor Jesús dedicados a la acción de gracias y a la bendición, a la alabanza y al canto, como leemos aquí? Y, con todo, la asamblea de Dios, reunida como tal, es esencial para la adoración cristiana. Pudiera haber los mejores hombres elegidos para llevar el servicio, y también el orden de la alabanza y de la oración pudiera ser tan impecable como abiertas a la crítica son las liturgias existentes. ¿Pero qué entonces? ¿Sería esta la adoración de la familia de Dios? Si no, ¿cómo puede ser verdaderamente de carácter cristiano? Dios busca la adoración de Sus hijos en el Espíritu. ¿Dirá alguno que después de todo se trata solamente de la ligera diferencia de que sean varios los que tomen parte, en lugar de solamente uno? Pero, por grave que pudiera ser, tal diferencia no constituye el punto esencial, sino esto — que pueda haber una perfecta apertura para la acción del Espíritu mediante aquel por medio del cual Él se complazca en hablar. No se trata por tanto de una cuestión de que se trate de un hombre o de media docena. En algunas ocasiones el Espíritu Santo pudiera utilizar a uno o dos; en otras, a más de seis en varias formas. Lo que demanda la Escritura es que haya fe en la presencia del Espíritu, demostrada al reconocerle a Él Su debido derecho a emplear a tantos como Él quiera. No se trata, por tanto, de una mera cuestión de uno, ni de unos pocos, ni de muchos oradores para dar las gracias, o para bendecir, o para tomar parte en actos de adoración cristiana. La característica real y esencial es que el Espíritu Santo, hallándose Él presente, sea tenido en cuenta, y que se tenga en cuenta el empleo que Él haga de este o de aquel cristiano como Él quiera. En una asamblea en la que haya muchos hombres espirituales, sería sorprendente si tan solamente uno o dos de ellos tomaran una parte activa en la adoración del Señor. Con todo esto, sea que sean pocos o muchos los que hablen en un momento dado, el único modo por el que se hace aceptable la adoración es allí donde se reúne toda la asamblea en la libertad del Espíritu, con corazón y mentes unidos, en la ofrenda de sus alabanzas y acciones de gracia a Dios por medio del Señor Jesucristo. El Espíritu Santo, actuando en la asamblea mediante sus miembros, puede ver adecuado el emplear a uno o a doce para que proclamen las alabanzas apropiadas a Su intención, y ello conforme a la condición de la asamblea. Y ¿qué hay que pueda ser más dulce para todos, sea que sean así empleados o no como canales audibles de adoración, que el tener la consciencia de que el Espíritu Santo se digna de hecho en guiar en cada uno y en todos? El punto que tiene valor es que Él sea libre para dirigirlo todo para la gloria de Cristo.
Hay otra observación de tipo práctico que debe hacerse en cuanto a la adoración. Tenemos que guardarnos en contra de introducir en la asamblea nuestros propios pensamientos de la adoración que tenga que ofrecerse a Dios. Un individuo puede dar un himno que a él le guste para que sea cantado, y que puede que sea no solamente bello sino además verdadero y espiritual en sí mismo; pero puede que sea un fallo de su parte el darlo — un himno totalmente inadecuado para la ocasión en que él desea que se cante. De nuevo, puede que haya algunos afuera de la asamblea, conocidos o desconocidos que, por curiosidad, vengan a ver qué es la adoración. Y ¿vais vosotros acaso, temiendo que se asombren del silencio de vez en cuando, a leer un capítulo, o a proponer un himno bello? ¿Tengo acaso que mostrar que un acto así es indefendible, y que está por debajo del carácter de las personas que creen en la presencia del Espíritu Santo? Algunos podrán pensar que hay libertad para hacer esto o algo parecido, pero, ¿quién puso estos pensamientos en la mente? ¿Creéis que el Espíritu Santo se halla preocupado por lo que puedan decir o pensar los de afuera, ni por nada por el estilo? ¿No está al contrario lleno de Sus propios pensamientos sobre Cristo, y comunicándonoslos? Por ello, lo pertinente a hacer en tales circunstancias es quitar la mirada de sobre nosotros mismos y de aquellos dentro y afuera, dirigiéndola a Dios a fin de que Él, obrando por el Espíritu, nos pueda dar comunión con los pensamientos presentes del Espíritu de Dios sobre el Señor Jesucristo.
Cuando tal es el caso, ¡cuán simple es el brote de acción de gracias por Sus misericordias especiales a nosotros y a todos los santos! ¡Cuán fragante el sentido que Dios nos da de Su deleite en Cristo! ¡Qué alabanza de Su gracia! ¡Qué anticipaciones de Su gloria, y de Cristo mismo allí! Todos estos y más aún son solamente ingredientes; y predominarán de varias maneras en la forma que el Señor lo vea adecuado. Incluso un carácter inferior de adoración es, si está apropiado a un estado determinado, más agradable a Dios, a mi juicio, que cualquier línea elevada que no posea la energía presente del Espíritu de Dios conectada con ella.
Más acerca de las críticas: No puedo creer que la asamblea de Dios sea el sitio correcto para que nadie se ponga en pie y muestre en ella su superior sabiduría; por el contrario, ella es, por encima de todas las ocasiones, el lugar para que los más grandes muestren su pequeñez delante de Dios. Pueden surgir ocasiones y circunstancias en que un juicio de lo que se está dando no sea un error, sino un deber; pero la asamblea de Dios no es el lugar para un curso tal de acción. ¿Puedo tomarme la libertad de aplicar a esto lo que el Apóstol establece con respecto a otra innovación: "Si alguno quiere ser contencioso, nosotros no tenemos tal costumbre, ni las iglesias de Dios"? ¿Cómo, dónde, pudiera uno hallar una práctica así en la Palabra de Dios? Ni me confino aquí, ni en estas observaciones en general, a un texto limitado, sino que estoy hablando de todo el tenor, y esencia, y objeto de todo lo que nos es dado en las Escrituras. Consiguientemente, así como no hay autorización para ello, el resultado no puede ser otra cosa que pernicioso. ¿Qué otro efecto puede tener la crítica en la asamblea de Dios sino la siembra de discordia y de distracción allí donde debieran prevalecer la unidad y la concordia? Y a pesar de todo puede que sea una cosa que se hace demasiado a menudo; es en contra de ello que quisiera advertir fervientemente a mis oyentes. Todos somos propensos a cometer equivocaciones, y todos merecemos ocasionalmente el ser corregidos; pero, como norma general, los comentarios acerca de otro están fuera de lugar en la asamblea cristiana. Existe un tiempo y un lugar apropiados para cada verdadero deber; y nunca puede ser justo tratar de rectificar una equivocación mediante otra, por muy piadosa que sea la intención.
A continuación, con respecto al partimiento del pan, serán suficientes unos pocos pasajes. La Cena del Señor, no el bautismo, fue revelado por el Señor, como todos sabemos, al Apóstol Pablo, como se expone en la misma epístola (1 Co. 11), de la cual ya se ha citado mucho. Es una institución santa, íntimamente ligada con la unidad del cuerpo de Cristo, constituyendo la expresión exterior distintiva de ella, lo que fue precisamente misión especial del Apóstol Pablo el desarrollar. Él no había enviado a Pablo a bautizar, como él mismo dice, sino a predicar el evangelio. No hay la menor duda de que él bautizara, ni tampoco de que fuera perfectamente correcto de su parte que bautizara. Pero el bautismo, tan expresamente encomendado a los once, después de la resurrección del Señor, no constituye solamente una observancia iniciadora sencilla "un bautismo" — sino que es para cada individuo la confesión de la verdad fundamental de la muerte y resurrección de Cristo. El sujeto del bautismo se manifiesta como un creyente en Aquel que murió y resucitó; ya no se trata por tanto más de un judío, ni de un pagano, sino de un confesor de Cristo. La Cena del Señor, por otra parte, pertenece a la asamblea, y forma un objeto importante y conmovedor en la adoración de los santos de Dios. Es primariamente y estrictamente la señal permanente de nuestra sola base; constituye el testimonio de Su amor hasta la muerte, y de Su obra, en virtud de la cual podemos nosotros adorar. No es de asombrar entonces que tengamos al Apóstol Pablo mostrando el lugar solemne y bendito que la Cena del Señor tiene en las revelaciones que el Señor le concedió: "Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es Mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de Mí. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en Mi sangre, haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de Mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que Él venga." Es evidente, a la luz de esta afirmación, el puesto importante y prominente que tiene la muerte del Señor en Su Cena. No se puede permitir por un momento que el gozo, ni el resplandor del favor de Dios en el cielo, ni la consiguiente comunión, ni las esperanzas de bendición eterna con Él, nos distraigan, o ensombrezcan la muerte del Señor. Pero también es cierto lo opuesto; porque cuanta más importancia central tenga la muerte del Señor ante el cristiano, todas estas cosas brillan no solamente más resplandecientemente, sino más dulce y conmovedoramente para el corazón. Y así es que el mismo hombre que fue el instrumento bendito de Dios para desarrollar en toda su extensión la verdad de los privilegios cristianos es el mismo que nos reúne alrededor de la muerte del Señor como aquello que atrae y llena de una manera preeminente los corazones de aquellos que aman Su nombre.
Está claro por Hechos 20:7 que los santos debieran partir el pan el primer día de la semana, no del mes o del trimestre. Pero se trata del día de la resurrección, no del día de Su muerte, como si se nos llamara en tal día al duelo por el muerto. Pero Él está resucitado, y por ello tomamos la Cena, con un gozo solemne y lleno de gratitud, en el día que nos habla de Su poder en resurrección. No puedo dejar de creer que el Espíritu Santo registra este día para nuestra instrucción, así como primariamente para el objeto que convocaba a los creyentes a la reunión. Es indudable que el Apóstol, yéndose después de una corta estancia, se dirigió a los que se habían reunido; pero ellos se habían reunido aquel día para partir el pan. ¿Hemos consentido a otros pensamientos o arreglos? ¿O actuamos como si creyéramos que el Espíritu Santo conoce y nos muestra la manera más buena, más verdadera, más santa y más feliz de complacer a Dios y de honrar a Cristo? La muerte del Señor mantiene constantemente ante el alma nuestra necesidad absoluta como habiendo sido una vez pecadores culpables, demostrado ello por la cruz; que nuestros pecados fueron totalmente borrados por Su sangre; la glorificación de Dios hasta, y por encima de, la muerte misma; la manifestación de una gracia absoluta, y con ello la justicia de Dios al justificarnos; la gloria perfecta del Salvador; — todas estas cosas, y una infinidad de otras, son traídas ante nosotros mediante estas palabras sencillas pero maravillosas: "La muerte del Señor."
El tomar la Cena en recuerdo del Señor, y mostrar así Su muerte, es lo que nos reúne juntos en cuanto a nuestro deseo principal. No puede haber duda alguna acerca del significado de la Palabra de Dios, la cual lo registra para nuestro consuelo y edificación. Pero ¿cómo podríamos inferir que ésta es Su voluntad si consideráramos la práctica de los cristianos? Comparemos lo que hacen domingo tras domingo frente a las lecciones evidentes de las Escrituras, y la intención del Señor al revelarnos Su mente de esta manera, y digamos si en la mayor parte de las veces este memorial sencillo, conmovedor, no ha sido devaluado por los mismos verdaderos creyentes, y si su verdadero carácter no ha sido cambiado de forma universal en la cristiandad. No hablo de puntos de forma, sino de su principio — de una interferencia tal con respecto a su modo de celebración que difícilmente deja nada que sea conforme a la institución del Señor.
Librémonos de pensar que nada pueda ser de la misma importancia que el mostrar adecuadamente la muerte del Señor. La Cena del Señor demanda una importancia sobresaliente en la adoración de los santos. No que uno piense en el mero hecho de celebrarlo, con referencia al tiempo, en el momento central de la reunión. Ciertamente, es notable cómo el Espíritu Santo evita establecer leyes acerca de la Cena (y lo mismo es cierto acerca del cristianismo en general) circunstancia de la que los faltos de fe abusan, pero que da un alcance infinitamente mayor al espíritu de los afectos y de la obediencia cristiana. No obstante, podemos decir sin temor a errar que no se trata de una cuestión del instante en que tiene lugar el acto del partimiento del pan. La cosa de importancia suma es que la Cena del Señor sea el pensamiento que gobierne cuando los santos se reúnen para este propósito el día del Señor; que no las oraciones de muchos, ni las enseñanzas de nadie, le hagan sombra al gran objeto de la reunión. En el ministerio, por espiritual que éste sea, el hombre tiene su lugar; en la Cena, si es correctamente celebrada, solamente se exalta al humillado Señor. Pudiera haber ocasiones en que la conducción evidente del Espíritu lo adelanta, o lo pospone hasta adelantada la reunión, y así cualquier norma técnica con respecto a su limitación al inicio, en el momento central, o a su fin, sería una limitación humana sobre Aquel que es el único autorizado para decidirlo en cada ocasión.
Esta apertura puede parecer extraña a los que estén habituados a formas rígidas, incluso cuando no hay formularios rígidos, pero esta extrañeza aparente se debe más bien a su falta habitual de familiaridad con la verdadera presencia y conducción del Espíritu Santo en la asamblea. No obstante, allí donde queda abierta la puerta a la acción del Espíritu según las Escrituras, y allí donde la asamblea queda saturada de un sentido justo de lo que conviene, el Espíritu de Dios, de una u otra forma, según la verdad de las cosas que tenga a la vista, sabe cómo ajustar el momento adecuado así como también todas las otras cosas, y darnos el consuelo de Su guía, si tan solo el Señor es la confianza de nuestras almas.
Puede ser que algunas veces vais a la mesa del Señor y que salís decepcionados, debido a que no haya habido exposición de la Palabra, ni exhortación. ¿Es posible que se haya ido a recordar y a anunciar la muerte de Cristo, y que se salga de allí con un sentimiento de decepción? ¿Cómo puede ser esto así? ¿No es ésta la morbosa influencia del estado en que se halla la cristiandad? Es indudable que en el corazón natural hay aquello que sintoniza con lo que está ahora de moda, y que le gusta; y es fácil desear los apetitosos alimentos de Egipto, en tanto que el maná celestial es aborrecido como alimento ligero. Es indudable que hay dentro de nosotros mismos aquello que ayuda a lo que se halla afuera; pero es algo que es humillante y que aflige a mi propia mente que pueda parecer indispensable un discurso para adornar el partimiento del pan, y que haya un sentido de necesidad en una reunión en la que la muerte del Señor ha estado ante los corazones, ¡cuando se ha estado reunido alrededor del Señor a Su propio nombre con aquellos que Le aman! ¿Suponéis acaso que hay un servicio más aceptable para Dios mismo que el simple recuerdo de Cristo en Su propia Cena?
Pero, sea como sea que se valore esto, todo esto ha sido olvidado, llana y frecuentemente, y la Cena del Señor ha sido hecha, en muchos casos, no sola una cosa mucho más infrecuente de lo que la Escritura permite, sino que se ha manipulado su carácter propia, y se han dejado completamente a un lado los límites que el Señor mismo había establecido, de forma que la celebración ha llegado a ser cualquier cosa que los hombres quieran llamarle, excepto la Cena del Señor. Decid, si queréis, que se trata de un sacramento; pero podría dudarse que, si es así, se trate de la Cena del Señor. Los corintios acostumbraban a tomar una comida juntos el domingo; porque en aquellos tiempos los cristianos sentían fuertemente el carácter social del cristianismo, y es de lamentar que desde entonces se haya perdido tanto de vista. Después de la comida, celebraban la Cena del Señor. No obstante, el diablo consiguió introducir vergüenza y confusión entre los de Corinto mediante la licencia en esta fiesta; algunos de ellos se emborrachaban. Indudablemente, se trataba de una terrible deshonra para el nombre del Señor; pero difícilmente les conviene hablar duramente a aquellos que están prontos a pronunciar los más duros de los reproches. Tenemos que recordar que en aquella época acababan de salir del paganismo; y que acostumbraba a ser parte de la adoración de los falsos dioses el emborracharse en honor de ellos. Los gentiles no sentían la inmoralidad de ello de la manera que todo el mundo la conoce en la actualidad. No se creía que fuera una cosa impropia el excitarse así, y peor, en sus ritos religiosos y, ciertamente, en otras ocasiones. Es por ello probable que en esta iglesia acabada de nacer en Corinto no se contara una enormidad tal, como en la actualidad sabemos que es, que los cristianos se olvidaran hasta tal punto del Señor en el ágape. Lo que agravaba el pecado era que se mezclaba la Cena del Señor, entonces y allí, con el festín de amor. Tal conducta era subversiva del carácter de Su Cena. Comer y beber de esta manera era así comer juicio (1 Co. 11:2929For he that eateth and drinketh unworthily, eateth and drinketh damnation to himself, not discerning the Lord's body. (1 Corinthians 11:29)). Lo que había empezado en el Espíritu terminaba en la carne. Me refiero a esto meramente con el propósito de mostrar que, al introducir una forma de placer carnal en una asamblea tan santa, perdemos o destruimos su verdadera naturaleza y propósito.
Así, sin confinarnos a designar un cuerpo en particular, la práctica de designar a oficiales en particular, que tengan en exclusiva1 el derecho de administrar el pan y el vino a cada comunicante, es claramente contraria a la práctica de las Escrituras, y se opone patentemente a la evidente intención de Dios, tanto como la penosa conducta de los mismos corintios. Porque ¿qué es la Cena del Señor? ¿No se trata acaso de la fiesta de familia? Cuando uno perturba el orden entre los miembros de Su familia, o cuando se introducen aquellos que no pertenecen a Su familia, su carácter se ha perdido, ya no se trata más de la fiesta de familia. Asumamos entonces la suposición menos desfavorable de que se trate de una compañía cristiana, y de que se trate exclusivamente de cristianos. Suponiendo, además, que la administración, como dicen los hombres, de la Cena del Señor es confiada a un verdadero ministro de Cristo, o a todos los que son Sus ministros, como prerrogativa exclusiva de aquellos solamente que ministran — y con ello presento la forma más favorable que se pueda concebir para la noción popular — esto es, bajo cualquier circunstancia, una invención humana, no solamente sin la autoridad de Cristo, sino decididamente en contra de la doctrina y de los hechos registrados en las Escrituras. Admito plenamente el ministerio; pero la Cena del Señor no tiene relación alguna con ello. Hagamos una función necesaria de aquellos que tienen el gobierno el administrar el pan y el vino, y deja de tener siquiera un parecido exterior con la Cena del Señor. Viene a ser un sacramento, no Su Cena; una innovación manifiesta, un apartamiento decidido y completo de lo que el Señor ha dispuesto en Su Palabra. La idea misma de que una persona se ponga aparte y pretenda administrarla como un derecho altera y arruina la Cena del Señor. Aquella Cena, según las Escrituras, no deja lugar para la exhibición de la importancia humana en las pretensiones de un clericalismo; y menos que nunca cuando había apóstoles en la tierra. Bendecidos y honrados de parte de Dios como lo eran en la celebración de la Cena del Señor, ellos estaban allí en Su presencia como almas que habían sido salvadas del pecado y de su juicio mediante la muerte del Señor. En la reglamentación de las iglesias, en la elección de ancianos, en la designación de diáconos, tenían ellos su propio lugar de dignidad apostólica. La Palabra de Dios demuestra clara y plenamente que la administración de la cena por un ministro es un invento y una tradición de los hombres, totalmente carente del apoyo de las Escrituras.
Pero hay otro punto que a menudo perturba a algunas almas, y que pudiera acosar, incluso allí donde se parte el pan de una manera santa, sencilla, y escritural — el peligro de comer indignamente y de por ello incurrir en "juicio." Permitidme que afronte esto en el acto mediante la certeza de que, aunque uno tiene que ser vigilante en contra de una participación descuidada, o indigna por alguna otra razón, no se trata aquí de condenación, que ciertamente perturbaría al creyente, desarraigándolo del consuelo del evangelio y de la línea general de la Palabra de Dios. Pero puede que algunos pregunten, ¿no es esto lo que dice la Palabra de Dios? No es de condenación de lo que aquí se trata. El Apóstol nos está mostrando en este pasaje lo esencial que es que vayamos a la mesa del Señor, a la cual estamos invitado cada día primero de la semana, para estar allí con corazones llenos del recuerdo agradecido del amor abnegado y sacrificado de Cristo, que murió en expiación por nuestros pecados a fin de que fuéramos salvados por Él. ¿Cuál es el resultado de un estado superficial y falto de atención en la Cena del Señor? Si tomamos el pan y el vino en aquella fiesta santa como comemos el alimento común que Dios provee para nosotros en nuestras propias casas, no discerniendo el cuerpo del Señor — en otras palabras, si comemos y bebemos indignamente, no es la Cena del Señor lo que estamos comiendo, sino más bien juicio para nosotros mismos. La mano del Señor estará sobre los tales, como el Apóstol muestra en el caso de los desordenados corintios; pero incluso en este grave caso, era expresamente un juicio temporal, a fin de que no fueran "condenados con el mundo." Por otra parte, no hay excusas para ausentarse de la mesa del Señor. No hay forma de escapar a la mano del Señor, excepto por la propia humillación y la vindicación de Él mediante el juicio propio, y compareciendo entonces. La Cena del Señor no es más un dulce privilegio que un deber solemne para todos los Suyos, excepto para aquellos que se hallan bajo disciplina; y cuando pensamos del amor que Él nos ha mostrado en el sacrificio sin límites que Él ha hecho por nosotros — la liberación totalmente inmerecida que Él ha obrado por nosotros en Su propia humillación profunda y sufrimiento bajo la ira de Dios en la cruz, juntamente con todo el aliento lleno de gracia que Él nos ha traído para nuestra consolación, exhortación y apoyo en nuestro conflicto a través del mundo, no podemos sino considerar la agradecida conmemoración de la muerte del Señor como una obligación que no debiera ser dejada a un lado bajo ninguna circunstancia.
El fallo de otra persona no debiera mantenerme apartado a mí: si actuara justamente en una persona, debiera de impedir a todas. ¿Se tiene entonces que olvidar al Señor porque haya uno que merezca censura? Que el individuo que haya cometido la falta sea reprendido o que se trate con él de alguna otra forma según las Escrituras; pero mi lugar es el de "hacer esto en memoria de Cristo." Además, tampoco me debiera mantener remiso el sentimiento de mi propia indignidad. "Pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan" — no que se mantenga aparte. El que se abstiene de la Cena del Señor está virtualmente diciendo que no es de Él.
Esto será suficiente en cuanto al partimiento del pan, por mucho que solamente se haya arañado el tema. Quedan por decir unas pocas palabras con respecto a la oración. Se comete muy frecuentemente un gran error con respecto a la oración. Algunas veces oímos hablar del "don de la oración;" pero ¿dónde lo hallamos? Mostradme un pasaje de las Escrituras en el que se hable del "don de la oración" en el sentido en que la gente utiliza comúnmente el término. ¿Cuál es el efecto? Que con frecuencia se obstaculiza a almas sencillas y modestas, que de otra manera se unirían de corazón a la oración en público. Pero no pueden considerarse dotados del "don de la oración." Se atemorizan por lo que es solamente una mala manera de hablar — por lo que en realidad es, si ellos tan solo lo supieran, un error. La consecuencia que ellos sacan de ello es que se mantienen remisos, y se callan, cuando la reunión se beneficiaría en gran manera por su ayuda. ¿No hay algunos presentes aquí que bien saben que han tenido en muchas ocasiones el deseo de orar, y de expresar de esta manera la necesidad de la asamblea de Dios ante Él, pero que se han refrenado debido a que temían su carencia de un "don de oración," y que pudieran ser incapaces de orar el suficiente rato, o de una forma aceptable a algunos a los que ellos han oído hablar insistentes acerca del "don de la oración"? ¿No es esto un hecho? Os apremio, queridos amigos, a que no escuchéis más sus voces, ni a vuestros propios pensamientos y sentimientos.
Examinad por vosotros mismos la Palabra de Dios, y hallaréis que el Apóstol establece (1 Ti. 2), incluso de manera perentoria, su deseo de que los hombres oren en todas partes.
Que se confíen al Señor sin duda alguna, y que recuerden al mismo tiempo que las Escrituras nunca señalan, en ningún caso, nada de un "don de oración." Esto nos lleva a otro punto relacionado con el que acabo de tratar de exponer. Es en mi opinión una opinión perjudicial que aquellos que poseen un don ministerial deban ser considerados como las únicas personas apropiadas para levantar sus voces en la asamblea de Dios.