El Nuevo Hogar

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“Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se juntará a su mujer. Y los que eran dos, serán hechos una carne: así que no son más dos, sino una carne” (Mr. 10:7-8).
La Palabra de Dios enseña que es mejor que la pareja recién casada no se establezca en el hogar de sus padres. El esposo debe dejar a su padre y a su madre y ha de unirse a su esposa. En Rebeca vemos cómo la esposa dejó a su padre y a su madre para unirse a su esposo. De la única manera que ellos pueden crear su orden piadoso en su casa, es el de formar un nuevo hogar, por humilde que éste sea. Nunca podría el nuevo esposo ser la cabeza de su familia estando en el hogar del padre, sea suyo o el de su esposa, como tampoco la esposa podría a su vez tomar la nueva responsabilidad en hogar ajeno.
Hablamos en el capítulo anterior de la necesidad de pesar nuestras responsabilidades en cada nueva posición que asumamos. También esto afecta a los padres de los nuevos esposos, pues podrá ser también para ellos una experiencia totalmente nueva, y digna de ser seriamente considerada delante de Dios, buscando su guía para obrar consecuentemente; se necesita mucha gracia para ser buenos suegros.
Lo más importante para los padres de ambos es que descubran por las Escrituras que la pareja joven empieza un hogar totalmente nuevo y por lo tanto deben estar completamente libres para establecer su propia casa según sus propias aspiraciones y fe en Dios, para así arreglar todas las cosas. Pueden pedir consejo a sus mayores buscando más sabiduría y prudencia, pero aprendiendo que su deber es obrar bajo su propia responsabilidad. Nunca será motivo de gozo ver a los jóvenes llenos de ínfulas de independencia y propia confianza, aunque también muchos matrimonios han fracasado por exceso de buena voluntad pero no conforme con las Escrituras, o por la inoportuna intromisión de unos padres preocupados en demasía por los asuntos de la sola incumbencia de sus hijos recién casados. Ningún joven debe casarse hasta sentirse capaz (por ambas partes) de emprender el camino bien unidos y por sí mismos. Y a menos que tanto uno como el otro estén decididos a dejar el hogar paterno y empezar juntos una vida enteramente nueva, no deben dar tal paso. Cuantos piensen casarse deben entender así las cosas y poder decir con toda decisión cual Rebeca: “Sí, iré.”
Una de las exclamaciones más desafortunadas que pueda brotar de los labios de la joven esposa a la primera dificultad o desavenencia surgida es: “Vuelvo con mi madre.” Ella debió pesar las cosas de tal manera delante del Señor, y estar tan segura de Su aprobación antes de tomar el paso, que no hubiera cabida ni por asomo en su pensamiento de volverse atrás. Y lo mismo cabe decir cuanto al marido. Deben siempre recordar: “así que no son más dos, sino una carne.” Están unidos por un lazo tan indisoluble que solamente la muerte puede deshacer.