Escritos Misceláneos: Volumen 1

Table of Contents

1. Prefacio a La Versión Española
2. La Biblia: Su Suficiencia Y Supremacía
3. El Ministerio De Cristo: En El Pasado, El Presente Y El Futuro
4. Job Y Sus Amigos
5. La Gracia Y El Gobierno De Dios
6. Legalismo Y Liviandad
7. El Yugo Desigual
8. Cartas a Un Amigo Sobre La Obra De La Evangelización
9. El Remanente: En El Pasado Y El Presente
10. Los Compañeros De David Y Los Amigos De Pablo
11. ¿Qué Eres: Ayuda O Estorbo?
12. La Asamblea De Dios: La Absoluta Suficiencia Del Nombre De Jesús

Prefacio a La Versión Española

Charles Henry Mackintosh (1820-1896) es un autor cristiano muy conocido en el mundo de habla inglesa, principalmente por sus Notes on the Pentateuch (Estudios sobre el Pentateuco) que desde hace tiempo se han traducido al español y han captado la atención de miles de lectores, no sólo de ambas lenguas, sino de tantísimas otras a las cuales se han traducido y siguen traduciéndose. Se ha dicho que si bien J. N. Darby fue el autor más prolífico de «los hermanos» — habiendo salido de su pluma más de 40 sustanciosos volúmenes — las obras de C. H. Mackintosh son las que mayor número de veces han salido de la imprenta. Sus escritos han sido de gran influencia en el mundo entero.
Para quienes deseen algunos datos biográficos acerca del autor, pueden consultar sus Estudios sobre el Pentateuco en castellano. Aquí sólo diremos que cuando tenía 24 años, C. H. Mackintosh abrió una escuela privada en Westport (Irlanda) y se dedicó a la actividad docente; pero pronto sintió que debía entregarse por entero al ministerio de la Palabra de Dios, tanto escrito como público. Entonces, tras resignar su tarea docente, publicó, durante 21 años, una revista mensual denominada Things New and Old (Cosas nuevas y cosas viejas). Muchos de los artículos que escribió para este periódico han sido recopilados, en inglés, en una serie de seis volúmenes (hoy en día se publican en un solo volumen) denominada Miscellaneous Writings (Escritos misceláneos). Desde entonces, la demanda por esta colección de escritos no ha cesado y han sido reimpresos una y otra vez.
Con profunda satisfacción, pues, entregamos a los creyentes de habla hispana, un primer volumen con algunos de los escritos que conforman la colección de los «Miscellaneous» y, Dios mediante, esperamos ir entregando todos los tomos de la colección completa.
Como su título bien lo indica, se trata de una colección de escritos misceláneos, es decir, que tratan una gran variedad de temas que fueron siendo recopilados sin ningún orden particular a medida que iban apareciendo. En inglés se llegaron a compilar seis volúmenes, pero sin ninguna secuencia lógica en cuanto a los temas. En la presente edición española de los «Miscellaneous», la distribución de los artículos que conforman la colección completa no será la misma que en la edición inglesa; pues cada volumen que, Dios mediante, vayamos entregando, estará constituido por una serie de artículos seleccionados al azar para su traducción y compilación.
Quiera el Señor utilizar este ministerio escrito para su gloria, y que los creyentes de habla hispana puedan ser instruidos y edificados en las preciosas verdades de la Palabra, que tan fielmente han sido presentadas por la pluma de su siervo.
El traductor

La Biblia: Su Suficiencia Y Supremacía

Sabemos de algunas personas que querrían persuadirnos con vehemencia de que las cosas están tan completamente cambiadas desde que la Biblia fue escrita que sería necesaria para nosotros otra guía distinta de la que nos proporcionan sus preciosas páginas. Esas personas nos dicen que la sociedad no es la misma ahora que la de entonces; que la Humanidad ha realizado progresos; que ha habido tal desarrollo de los poderes de la naturaleza, de los recursos de la ciencia y de las aplicaciones de la filosofía que sostener la suficiencia y supremacía de la Biblia en una época como la actual, sólo puede ser tildado de bagatela, ignorancia o tontería.
Ahora bien, aquellos que nos dicen estas cosas pueden ser personas muy inteligentes e instruidas, pero no tenemos ningún reparo en decirles que, a este respecto, yerran “ignorando las Escrituras y el poder de Dios” (Mateo 22:29). Por cierto que deseamos rendir el debido respeto al saber, al genio y al talento siempre que se encuentren en su justo lugar y en su debida labor; pero, cuando hallamos a tales individuos ensalzando sus arrogantes cabezas por encima de la Palabra de Dios, cuando les hallamos sentados como jueces, mancillando y desprestigiando aquella incomparable revelación, sentimos que no les debemos el menor respeto y les tratamos ciertamente como a tantos agentes del diablo que se esfuerzan por sacudir aquellos eternos pilares sobre los cuales ha descansado siempre la fe del pueblo de Dios. No podemos oír ni por un momento a hombres — por profundos que sean sus discursos y pensamientos — que osan tratar al Libro de Dios como si fuera un libro humano y hablar de esas páginas que fueron compuestas por el Dios todosabio, todopoderoso y eterno, como si fueran producto de un mero mortal, débil y ciego.
Es importante que el lector vea claramente que los hombres o bien deben negar que la Biblia es la Palabra de Dios, o bien deben admitir su suficiencia y supremacía en todas las épocas y en todos los países, en todos los períodos y en todas las condiciones del género humano. Dios ha escrito un libro para la guía del hombre, y nosotros sostenemos que ese libro es ampliamente suficiente para ese fin, sin importar cuándo, dónde o cómo encontremos a su destinatario. “Toda la Escritura es inspirada por Dios ... a fin de que el hombre de Dios sea perfecto (griego: artios), enteramente preparado para toda buena obra” (2.ª Timoteo 3:16-17). Esto seguramente es suficiente. Ser perfecto y estar enteramente preparado debe necesariamente implicar la independencia del hombre de todos los argumentos humanos de la Filosofía y de la pretendida Ciencia.
Sabemos muy bien que al escribir así nos exponemos a la burla del instruido racionalista y del culto e ilustre filósofo. Pero no somos lo suficientemente susceptibles a sus críticas.
Admiramos en gran manera cómo una mujer piadosa — aunque, sin duda, muy ignorante — contestó a un hombre erudito que estaba intentando hacerle ver que el escritor inspirado había cometido un error al afirmar que Jonás estuvo en el vientre de una ballena. Él le aseguraba que tal cosa no podría ser posible, ya que la historia natural de la ballena demuestra que ella no podría tragar algo tan grande. «Bueno — dijo la mujer — yo no conozco demasiado acerca de Historia Natural, pero sé esto: si la Biblia me dijera que Jonás se tragó el gran pez, yo le creería.» Ahora bien, es posible que muchos piensen que esta pobre mujer se hallaba bajo la influencia de la ignorancia y de la ciega credulidad; pero, por nuestra parte, preferiríamos ser la mujer ignorante que confiaba en la Palabra de Dios antes que el instruido racionalista que trataba de menoscabar la autoridad de esta última. No tenemos la menor duda en cuanto a quién se hallaba en la posición correcta.
Pero no vaya a suponerse que preferimos la ignorancia al saber. Ninguno se imagine que menospreciamos los descubrimientos de la Ciencia o que tratamos con desdén los logros de la sana Filosofía. Lejos de ello. Les brindamos el mayor respeto en su propia esfera. No podríamos expresar cuánto apreciamos la labor de aquellos hombres versados que dedicaron sus energías al trabajo de desbrozar el texto sagrado de los diversos errores y alteraciones que, a través de los siglos, se habían deslizado en él, a causa del descuido y la flaqueza de los copistas, de lo cual el astuto y maligno enemigo supo sacar provecho. Todo esfuerzo realizado con miras a preservar, desarrollar, ilustrar y dar vigor a las preciosas verdades de la Escritura lo estimamos en muy alto grado; pero, por otro lado, cuando hallamos a hombres que hacen uso de su sabiduría, de su ciencia y de su filosofía con el objeto de socavar el sagrado edificio de la revelación divina, creemos que es nuestro deber alzar nuestras voces de la manera más fuerte y clara contra ellos y advertir al lector, muy solemnemente, contra la funesta influencia de tales individuos.
Creemos que la Biblia, tal como está escrita en las lenguas originales — hebreo y griego — , es la Palabra misma del sabio y único Dios verdadero, para quien un día es como mil años y mil años como un día, quien vio el fin desde el principio, y no sólo el fin, sino todos los períodos del camino. Sería, pues, una positiva blasfemia afirmar que «hemos llegado a una etapa de nuestra carrera en la cual la Biblia ya no es suficiente», o que «estamos obligados a seguir un rumbo fuera de sus límites para hallar una guía e instrucción amplias para el tiempo actual y para cada momento de nuestro peregrinaje terrenal». La Biblia es un mapa perfecto en el cual cada exigencia del navegante cristiano ha sido prevista. Cada roca, cada banco de arena, cada escollo, cada cabo, cada isla, han sido cuidadosamente asentados. Todas las necesidades de la Iglesia de Dios para todos aquellos que la conforman, han sido plenamente provistas. ¿Cómo podría ser de otro modo si admitimos que la Biblia es la Palabra de Dios? ¿Podría la mente de Dios haber proyectado o su dedo haber trazado un mapa imperfecto? ¡Imposible! O bien debemos negar la divinidad, o bien admitir la suficiencia del «Libro». Nos aferramos tenazmente a la segunda opción. No existe término medio entre estas dos posibilidades. Si el libro es incompleto, no puede ser de Dios; si es de Dios, debe ser perfecto. Pero si nos vemos obligados a recurrir a otras fuentes para guía e instrucción referente a la Iglesia de Dios y a aquellos que la conforman — cualesquiera sean sus lugares — entonces la Biblia es incompleta y, por ende, no puede ser de Dios en modo alguno.
Querido lector, ¿qué debemos hacer entonces? ¿A dónde debemos recurrir? Si la Biblia no es el manual divino y, por tanto, no es plenamente suficiente, ¿qué queda? Algunos nos sugerirán que recurramos a la tradición. ¡Ay, qué guía miserable! Tan pronto como nos hayamos internado en el amplio campo de la tradición, nuestros oídos se verán sobresaltados por causa de diez mil extraños y discordantes sonidos. Puede ser que nos encontremos con una tradición que parezca muy auténtica, muy venerable, digna de todo respeto y confianza y nos encomendemos así a su guía; pero, no bien lo hagamos, otra tradición se cruzará por nuestro camino reclamando con fuerza nuestra atención y conduciéndonos en una dirección totalmente opuesta. Así sucede con la tradición. La mente se aturde y uno se acuerda del alboroto en Éfeso, respecto del cual leemos que “unos, pues, gritaban una cosa, y otros otra; porque la concurrencia estaba confusa” (Hechos 19:32). El caso es que necesitamos una norma perfecta, y esto sólo puede hallarse en una revelación divina, la cual, como lo creemos, debe ser hallada en las páginas de nuestra tan preciosa Biblia. ¡Qué tesoro! ¡Cómo debemos bendecir a Dios por este don! ¡Cómo debemos alabar su nombre por su gran misericordia, la que no dejó a su Iglesia pendiente de la voluble tradición humana, sino de la segura luz divina! No necesitamos que la tradición asista la revelación, sino más bien utilizamos esta última para poner a prueba a aquélla. Darle lugar a la tradición humana para que acuda en auxilio de la revelación divina, es lo mismo que si prendiéramos una débil vela con el objeto de ayudar a los potentes rayos solares del mediodía.
Pero existe aún otro muy engañoso y peligroso recurso presentado por el enemigo de la Biblia y, lamentablemente, aceptado por miles de integrantes del pueblo de Dios. Se trata de la conveniencia o del muy atractivo argumento de hacer todo el bien que podamos, sin prestar la debida atención a la manera en que hacemos tal bien. El árbol de la conveniencia es un árbol muy extendido, el cual produce los más atractivos frutos. Pero, ¡ah, querido lector, recuerde que esos frutos se sentirán amargos como el ajenjo al final! Sin duda, hacer todo el bien que podamos es algo bueno, pero reparemos con cuidado de qué manera lo hacemos. No nos engañemos a nosotros mismos por la vana ilusión de que Dios aceptará alguna vez servicios basados en una positiva desobediencia a su palabra. “Mi ofrenda a Dios”, decían los antiguos, a la vez que pasaban por alto descaradamente el claro mandamiento de Dios, como si Él fuese a sentir agrado en una ofrenda presentada de acuerdo con tal principio. Hay una íntima relación entre el viejo “Corbán” y la moderna «conveniencia», pues “nada hay nuevo debajo del sol” (Eclesiastés 1:9). La solemne responsabilidad de obedecer la Palabra de Dios era evadida mediante el plausible pretexto de “es Corbán”, o “mi ofrenda a Dios” (Marcos 7:7-13).
Así sucedió antiguamente. El “Corbán” de los antiguos justificó — o procuró justificar — un sinnúmero de transgresiones a la ley de Dios; y la «conveniencia» de nuestros tiempos seduce a otros tantos para que traspasen el límite trazado por revelación divina.
Ahora bien, reconocemos totalmente que la conveniencia ofrece los atractivos más codiciables. Parece algo muy placentero hacer mucho bien, lograr los fines de una benevolencia totalmente desinteresada, lograr resultados tangibles. No sería asunto fácil, por cierto, estimar debidamente las atrapantes influencias de tales cosas o la inmensa dificultad de arrojarlas por la borda. ¿Nunca nos hemos visto tentados, mientras nos manteníamos sobre la estrecha senda de la obediencia, a contemplar fuera de ella los brillantes campos de la conveniencia, a uno y otro lado, y exclamar: «¡Ay, estoy sacrificando mi utilidad por una idea!»? Sin duda; pero entonces, ¿qué ocurriría si tuviésemos un fundamento para esa «idea», así como lo tenemos para las doctrinas fundamentales de la salvación? La pregunta es: ¿Cuál es la idea? ¿Está ella basada sobre “así ha dicho el Señor”? (Amós 5:16). Si es así, entonces aferrémonos a ella tenazmente aunque diez mil partidarios de la conveniencia estuvieren profiriendo contra nosotros el penoso cargo de ciego fanatismo. Hay un inmenso poder en la respuesta breve pero tajante dada a Saúl: “¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1.º Samuel 15:22). La palabra de Saúl fue sacrificios, en cambio la de Samuel fue obediencia. Sin duda el balido de las ovejas y el bramido de los bueyes eran apasionantes y llamativos. Ellos serían considerados como pruebas sustanciales de que algo estaba siendo hecho; mientras que, por otro lado, la senda de la obediencia parecía estrecha, silenciosa, solitaria e infructuosa. Pero, ¡qué penetrantes aquellas palabras de Samuel: “El obedecer es mejor que los sacrificios”! ¡Qué victoriosa respuesta a los más elocuentes defensores de la conveniencia! Palabras concluyentes, de lo más convincentes, las cuales nos enseñan que es mejor mantenerse firme como una estatua de mármol sobre la senda de la obediencia que lograr los fines más deseables mediante la transgresión de un claro precepto de la Palabra de Dios.
Pero nadie vaya a suponer que uno debe ser como una estatua en aquella senda de la obediencia. Lejos de ello. Hay servicios preciosos y extraordinarios para ser realizados por los obedientes, servicios que sólo pueden ser desempeñados por hombres así y que deben toda su preciosidad al hecho de ser fruto de la simple obediencia. Ciertamente, esos servicios bien pueden no hallar lugar en el registro público de la ocupada y agitada actividad del hombre; pero ellos están registrados en lo alto y serán publicados a su debido tiempo. Como nos decía a menudo un querido amigo: «El cielo será el lugar más seguro y feliz para oír acerca de nuestra obra aquí abajo.» No perdamos esto de vista, y prosigamos nuestro camino con toda sencillez, acudiendo a Cristo, el Señor, para toda guía, poder y bendición. Que Su bendita aprobación sea suficiente para nosotros. Que no se nos halle mirando de reojo con la intención de conseguir la aprobación de un pobre mortal, cuyo aliento está en sus narices, ni anhelando hallar nuestros nombres en medio del reluciente registro de los grandes hombres de la época. El siervo de Cristo debe poner su mirada lejos de todas estas cosas. Su gran ocupación es obedecer. Su objetivo no debe ser hacer todo lo posible, sino simplemente hacer lo que se le ordena. Esto hace que todo sea claro y, además, hará de la Biblia algo precioso como la depositaria de la voluntad del Maestro, a la cual él debe acudir continuamente para saber lo que tiene que hacer y cómo lo debe hacer. Ni la tradición, ni la conveniencia, serán de utilidad para el siervo de Cristo. La pregunta vital es: “¿Qué dice la Escritura?” (Romanos 4:3).
Esto lo resuelve todo. No debe haber ninguna apelación respecto de una decisión de la Palabra de Dios. Cuando Dios habla, al hombre le corresponde la sumisión. De ninguna manera es esto una cuestión de obstinada adhesión a las ideas propias del hombre. Es justamente todo lo contrario. Es una adhesión reverente a la Palabra de Dios. Que el lector advierta esto claramente. Con frecuencia sucede que, cuando uno está decidido, a través de la gracia, a obrar de acuerdo con la Escritura, será declarado dogmático, intolerante e impetuoso; y, sin duda, uno tiene que velar por su temperamento, espíritu y estilo, aun cuando procure obrar de conformidad con la Palabra de Dios. Pero téngase muy presente que la obediencia a los mandamientos de Cristo es justo lo contrario de la arrogancia, del dogmatismo y de la intolerancia. No es de extrañar que, cuando un hombre consiente dócilmente en confiar su conciencia al cuidado de sus semejantes y en sujetar su inteligencia a las opiniones de los hombres, se lo considere como persona apacible, modesta y liberal; pero, no bien se someta con reverencia a la autoridad de la Santa Escritura, será tenido como alguien confiado en sí mismo, dogmático y de mentalidad estrecha. Que así sea. Viene rápidamente el tiempo en el cual la obediencia será llamada por su verdadero nombre y halle su reconocimiento y recompensa. El creyente fiel debe sentirse contento de esperar ese momento y, mientras lo aguarda, debe sentirse satisfecho de permitir que los hombres lo llamen como les plazca. “Jehová conoce los pensamientos de los hombres, que son vanidad” (Salmo 94:11).
Pero debemos finalizar nuestro tema, por lo cual añadiremos solamente, a modo de conclusión, que existe una tercera influencia hostil contra la cual el amante de la Biblia tendrá que estar en guardia. Se trata del racionalismo o la supremacía de la razón humana. El fiel discípulo de la Palabra de Dios deberá resistir a este audaz intruso con la más firme entereza. Éste tiene la presunción de colocarse como juez de la Palabra de Dios y resolver en qué parte es digna de Dios y en qué parte no, prescribiendo límites a la inspiración. En vez de someterse con humildad a la autoridad de la Escritura, la cual se remonta de continuo a una región a la cual la pobre y ciega razón jamás la puede seguir, el racionalismo, con todo orgullo, procura hacer descender a la Escritura por debajo de Su verdadero nivel y acomodarla al de él. Si la Biblia declara algo que no concuerde aun en lo más mínimo con las conclusiones del racionalismo, entonces — se alega — tiene que tener alguna falla. Si Dios dice algo que la pobre, ciega y pervertida razón no puede conciliar con sus propias conclusiones — las cuales, nótese, las más de las veces son los absurdos más groseros — Él es excluido de su propio libro.
Y esto no lo es todo. El racionalismo nos priva de la única norma perfecta de verdad y nos conduce hacia una región en la cual prevalece la más tenebrosa incertidumbre. Procura socavar la autoridad de un libro del cual podemos creer todo y conducirnos hacia un campo de especulación en el cual no podemos estar seguros de nada. Bajo el dominio del racionalismo, el alma es como una embarcación desprendida de sus amarras de seguridad en el puerto de la revelación divina y que se verá bamboleada como un corcho sobre la turbulenta y devastadora corriente del escepticismo universal.
Ahora bien, no esperamos convencer a un consumado racionalista, aun cuando el mismo condescendiera a examinar nuestras modestas páginas, lo cual es algo muy improbable. Ni podríamos esperar ganar para nuestro modo de pensar al decidido defensor de la conveniencia, o al ardiente admirador de la tradición. Ni tenemos la competencia, ni el tiempo libre, ni el espacio para entrar en tal línea de argumento como sería necesario si fuésemos a procurar tales fines. Pero estamos deseosos de que el lector cristiano perciba, a partir de la lectura cuidadosa de este artículo, de un modo más profundo la preciosidad de su Biblia. Deseamos fervientemente que las palabras LA BIBLIA: Su suficiencia y supremacía, se graben, en amplios y profundos caracteres, en la tabla del corazón del lector (véase Proverbios 7:3).
Sentimos que tenemos un solemne deber que cumplir, en un tiempo como el presente, en el cual la superstición, la conveniencia y el racionalismo están todos en plena actividad, como tantos otros agentes del diablo, en sus esfuerzos por socavar los fundamentos de nuestra santísima fe. Ésta la debemos a aquel bendito volumen inspirado del cual hemos bebido corrientes de vida y paz para dar nuestro débil testimonio a la divinidad de cada una de sus páginas, para dar expresión, de esta forma permanente, a nuestra profunda reverencia a su autoridad y a nuestra convicción por su suficiencia divina para todas las necesidades, ya sea del creyente individualmente o de la Iglesia colectivamente.
Instamos seriamente a nuestros lectores a valorar las Santas Escrituras más que nunca, y también, en los más acuciantes términos, a que se guarden de toda influencia — sea de la tradición, de la conveniencia o del racionalismo — que tienda a debilitar su confianza en aquellos oráculos celestiales. El espíritu y los principios que hoy prevalecen hacen que sea imperioso asirnos tenazmente a la Escritura, atesorarla en nuestros corazones y sujetarnos a su santa autoridad.
¡Quiera Dios Espíritu, el autor de la Biblia, producir en el escritor y en el lector de estas líneas un amor más ardiente por esa Biblia! Quiera Él acrecentar nuestro conocimiento práctico con su contenido y conducirnos a una sumisión más completa a sus enseñanzas en todas las cosas, para que Dios sea glorificado aún más en nosotros a través de Jesucristo nuestro Señor.

El Ministerio De Cristo: En El Pasado, El Presente Y El Futuro

(Éxodo 21:1-6; Juan 13:1-10; Lucas 12:37)
“Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10:45).
Es muy necesario, amados hermanos en Cristo, apartar ahora nuestros pensamientos del servicio y la obra que hacemos para el Señor, a fin de llenar nuestros corazones del servicio que él cumple para nosotros. Y no supongáis que con esto quiero debilitar en alguna medida el deseo de ningún corazón de esta asamblea por trabajar para Cristo, cualquiera sea la esfera de actividad que él haya abierto para cada uno de vosotros o el don que haya repartido a cada uno. Todo lo contrario; lo que deseo, en realidad, es estimular a cada uno de vosotros a hacer valer el talento que le ha sido confiado. Mas, ¿no es cierto — y ello está confirmado tanto por la experiencia como por la observación — que demasiado a menudo estamos tan ocupados con nuestra obra y con nuestros servicios, que nuestros corazones pueden llegar a perder de vista lo que Cristo es para nosotros en su maravilloso carácter de siervo?
Aquí aprovecho para decir que el tema que me propongo abordar a continuación es el Señor Jesús como siervo de las necesidades de su pueblo. Los pasajes leídos nos introducen en esta línea de pensamiento. El Señor Jesús es el siervo de todas las necesidades del alma en cada fase de la vida, de principio a fin: tanto en las profundidades de nuestra ruina y degradación moral como pecadores, como en todas nuestras debilidades y fracasos como santos; y así lo será día a día, hasta que nos haya introducido en el gozo de su propio reino. Y sus servicios hacia nosotros no terminarán allí; pues, como lo leemos en Lucas 12:37, se ceñirá y nos servirá aún en la gloria. Vemos pues que su obra de siervo se extiende al pasado, al presente y al porvenir, y abarca todos los períodos de nuestra historia. Él nos sirvió en el pasado, nos sirve al presente y nos servirá por siempre.
Y permítaseme decir aquí que la línea de verdad que voy a presentaros es de carácter enteramente individual. En otra ocasión hemos hablado de la verdad con respecto a nuestra condición y carácter corporativos, y, en consecuencia, me siento en esta oportunidad con tanta más libertad para considerar lo que atañe más a lo personal, es decir, para hablar de la verdad que se relaciona directamente con la condición y las necesidades personales de cada alma. Y os pediría que predispongáis vuestros corazones, por la gracia, en toda simplicidad y con seriedad, para considerar sin distracciones ni desvíos nuestro tema: Cristo, siervo de las necesidades del alma.
Es posible que haya almas que se hallen situadas al principio de la carrera que este preciosísimo tema abre ante ellas. Ellas quieren conocer a Cristo como Aquel que vino a este mundo para servirlas en todas sus profundas y diversas necesidades como pecadores perdidos, deshechos, culpables y merecedores del infierno. Si hubiere alguno de ellos, yo le suplicaría que sopese con la mayor solemnidad este versículo que acabamos de leer: “El Hijo del Hombre vino para servir y para dar.”
¡Ésta es una realidad maravillosa, divina! Jesús vino a este mundo para satisfacer nuestras necesidades, para servirnos en todo lo que requiera su precioso ministerio, y para dar su vida en rescate por muchos; para servirnos al llevar nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero, y al obtener para nosotros, por este sacrificio, una plena y eterna salvación. No vino aquí abajo para adquirir, para tomar, para ser servido ni para ser honrado; vino para que nosotros podamos hacer uso de sus servicios. Por eso, si una alma ejercitada se sintiera acosada por la siguiente pregunta: «¿Qué puedo hacer para el Señor?», la respuesta sería: «Detente y considera, y cree lo que el Señor ha hecho por ti. Debes estar tranquilo y ver la salvación de Dios.» Recuerda esas palabras de divina dulzura evangélica: “Al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Romanos 4:5). Nunca podremos servir a Cristo de forma inteligente y apropiada, si primero no conocemos y creemos cómo Cristo nos ha servido a nosotros. Debemos terminar con nuestras incansables obras para reposar en una obra divinamente cumplida. Entonces, y sólo entonces, podremos comenzar la carrera del servicio cristiano. Es muy necesario que toda alma deseosa de servir, sepa que todo auténtico ministerio cristiano comienza por la posesión de la vida eterna, y que no puede ser cumplido más que por el poder del Espíritu Santo que mora en el creyente, a la luz de las Santas Escrituras y bajo su divina autoridad. Éste es el pensamiento divino acerca de la obra y el servicio cristianos.
Aunque estas líneas tienen principalmente en vista a aquellos santos de Dios que han emprendido la carrera, no obstante, creemos que desconoceríamos el corazón y las simpatías de Cristo si pasáramos por alto el hecho de que puede haber algunas almas que necesitan, como dije, precisamente comenzar desde el principio mismo con este precioso misterio: Cristo el siervo; quienes nunca asumieron la posición de reposo que les da la obra consumada de Cristo. Puede que ellos hayan comenzado a pensar en la salvación de su alma y en la eternidad; pero lo que ocupa principalmente su mente es el pensamiento de que Dios reclama algo de ellos, algún servicio de su parte, y dicen: «Debo hacer esto o aquello, o más todavía.» Ahora bien, amados, lo repito con el más profundo énfasis: Debéis terminar por completo con vuestros propios actos, con vuestros propios razonamientos, con vuestros sentimientos personales; sabed que ni vuestros sentimientos, ni pensamientos, ni razonamientos ni ningún acto que hagáis os pondrá jamás en posesión de la salvación. Es menester que os detengáis para contemplar lo que Dios os presenta. Es menester que saquéis vuestros ojos de vosotros mismos y de vuestro servicio, y los fijéis en Cristo y en Su servicio; que dejéis vuestras incansables obras sin valor, y reposéis plenamente y con absoluta confianza en la obra completa de Cristo, la cual ha satisfecho perfectamente la justicia de Dios y lo ha glorificado plenamente en cuanto a la gran cuestión de vuestro pecado y vuestra culpa. Aquí estriba el divino secreto de la paz, de la paz en Jesús, de la paz con Dios, de la paz eterna. Nada estará bien jamás hasta que os emplacéis sólidamente sobre este terreno. Si estáis ocupados con vuestras obras para Cristo, nunca obtendréis la paz; pero si simplemente os aferráis a Dios en su Palabra y reposáis en su Cristo, poseeréis una paz que ni la tierra ni el infierno podrían jamás arrebatar ni perturbar.
Ahora bien, antes de proseguir quisiera formular una pregunta: ¿Habrá aquí algún corazón que no haya reposado aún? ¿Habrá un solo corazón que pueda decir: «No puedo estar satisfecho con el servicio de Cristo, no hallo ningún reposo en su obra»? ¡¿Qué?! El Hijo de Dios se inclinó para servirnos. Aquel que nos hizo, el que nos dio vida y aliento y todas las cosas, Aquel ante quien todos somos responsables, se inclinó para hacerse nuestro siervo. No se trata de demandar que hagamos algo o que demos algo. Él nos declara que “el Hijo del Hombre ... vino ... para servir, y para dar” (Marcos 10:45). Sopesad estas palabras. Ellas abarcan toda la vida del Hijo del Hombre; podéis tomarlas y aplicarlas a vosotros en todo su alcance y plenitud, como si fuerais el único objeto de este servicio en el mundo. Cristo no vino a adquirir ni a demandar. La mente legal os presenta a Dios como un exactor que reclama algo de vosotros, que exige vuestros servicios de una u otra forma. ¡Oh, os ruego que recordéis que nuestra primera gran ocupación, nuestra primordial y más importante obra, es creer en Jesús; reposar dulcemente en él, en lo que ha hecho por nosotros en la cruz, y en lo que hace por nosotros en el trono! “Ésta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado” (Juan 6:29). Recordemos la interesante pregunta del salmista — que formuló cuando sus ojos se fijaron en la grandeza y multitud de los beneficios de Jehová — : “¿Qué pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo?” ¿Cuál fue su respuesta?: “Tomaré la copa de la salvación, e invocaré el nombre de Jehová” (Salmo 106:12-13).
Tal es la manera de «pagar al Señor»; la que le complace y glorifica. Si queréis realmente pagar, debéis tomar. ¿Tomar qué? “La copa de la salvación” — una copa que desborda seguramente — ; y mientras que la lleváis a vuestros labios, mientras que las glorias de la salvación de Dios brillan en vuestra alma, de vuestro corazón agradecido fluirán ríos de alabanzas vivas hacia Él. Y sabéis que él ha dicho: “El que sacrifica alabanza me honrará” (Salmo 50:23). En una palabra, cuanto más permitís que vuestra alma se detenga a contemplar el maravilloso misterio del servicio que Cristo cumple para vosotros, en la profundidad de vuestras necesidades, tanto más seréis puestos en la verdadera actitud en que podáis servirle.
Tomemos otra ilustración. Cuando David, en ese notable pasaje del capítulo 7 del segundo libro de Samuel, recordaréis, se sentó en su casa de cedro y contempló a su alrededor todo lo que el Señor había hecho por él, en un sentimiento de gratitud dijo dentro de sí: «Me levantaré ahora y edificaré una casa a Su nombre.» De inmediato, el profeta Natán recibió de parte de Dios un mensaje para corregir a David sobre este punto, diciéndole: «Tú no me edificarás una casa, sino que yo te edificaré una casa a ti.» Debéis invertir el tablero. Dios quiere que os sentéis y contempléis más atentamente sus actos en favor de vosotros. Quiere que consideréis no sólo el pasado y el presente, sino también el porvenir glorioso delante de vosotros; toda vuestra vida alcanzada por su magnífica gracia.
Y ¿qué efecto tuvo todo esto en el corazón de David? Hallamos la respuesta en esa lacónica pero significativa declaración: “Entonces el rey David fue y se sentó delante de Jehová, y dijo: ¿Quién soy yo?” (2.º Samuel 7:18; V.M.). Notad su actitud, y sopesad la pregunta que hace. Ambas están llenas de significado. Él “se sentó”; ello era reposo, dulce reposo. David habría querido poner manos a la obra demasiado pronto; «no — le fue respondido — , siéntate y considera mis obras y actos en favor de ti en el pasado, el presente y el futuro».
Entonces, viene la pregunta: “¿Quién soy yo?” Aquí vemos el bendito hecho de que el yo, por el momento, fue perdido de vista. El brillo de la revelación divina eclipsó el yo de David. La gloria de Dios y la rica magnificencia de Sus actos en favor de su siervo hicieron a un lado el yo de David y la pobreza e insignificancia de sus actos.
Puede que algunos hayan pensado que David actuó como un hombre activo e inteligente cuando se levantó para tomar la paleta de albañil a fin de construir un templo a su Dios; mientras que podían considerarlo un inútil y haragán al permanecer sentado cuando había muchas obras para hacer. Pero, queridos hermanos, recordemos que los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos. Él aprecia nuestra adoración muy por encima de nuestro trabajo. Por cierto que sólo el verdadero e inteligente adorador puede ser un verdadero e inteligente obrero. No cabe duda de que Dios, en su infinita gracia, acepta nuestros débiles servicios, aun cuando estén marcados — como tan a menudo lo están — con el sello de nuestras tan variadas equivocaciones. Pero si se trata de comparar el valor del servicio con el de la adoración, el primero debe ceder el lugar a esta última. Amados, bien sabemos que cuando nuestra breve jornada de trabajo haya concluido, entonces comenzará nuestra eternidad de adoración. ¡Qué dulce y solemne pensamiento!
Que ninguno de vosotros, lo digo una vez más antes de abandonar esta parte de nuestro tema, vaya a temer en lo más mínimo que el efecto práctico de lo que he venido exponiendo es el de ataros de manos en vuestro servicio o induciros a quedaros de brazos cruzados en una fría indiferencia o una culpable indolencia. Todo lo contrario, y lo podéis comprobar en la historia de David mismo. Estudiad en algún rato libre y tranquilo 1.º Crónicas 28 a 29, y hallaréis no sólo un espléndido ejemplo de lo que es el servicio, sino también una respuesta concluyente a todos los que quisieran colocar el servicio delante de la adoración. Allí vemos, por decirlo así, al rey David presentándose, primero en la actitud de un adorador; luego, en la de un obrero; reúne inmensos materiales para edificar la misma casa de la que no se le permitió colocar una piedra. Y toda su obra no sólo estaba de acuerdo con la grandeza y la santidad del lugar, sino que era una necesidad real de su corazón. “Por cuanto tengo mi afecto en la casa de mi Dios, yo guardo en mi tesoro particular oro y plata que, además de todas las cosas que he preparado para la casa del santuario, he dado para la casa de mi Dios: tres mil talentos de oro, de oro de Ofir, y siete mil talentos de plata refinada para cubrir las paredes de las casas” (1.º Crónicas 29:3-4). En otras palabras, como lo expresaríamos comúnmente, él dio de su propio bolsillo la regia suma de 3.000 talentos para la casa que iba a ser levantada por mano de otro. Esto, tal como él nos lo dice, era aparte “de todas las cosas que había preparado para la casa del santuario.”
Así pues, vemos que sólo se puede ser un siervo eficaz cuando se es un verdadero adorador. Sólo después de habernos sentado y contemplado lo que Cristo hizo por nosotros, podemos, en alguna pequeña medida, actuar para él. Entonces, y sólo entonces, podemos decir como David cuando consideraba los incalculables tesoros preparados para construir la casa de Dios: “Todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos” (1.º Crónicas 29:14).
I. El Ministerio De Cristo En El Pasado
Ahora, amados, si abrimos el libro del Éxodo en el capítulo 21, leemos lo siguiente: “Si comprares siervo hebreo, seis años servirá; mas al séptimo saldrá libre, de balde. Si entró solo, solo saldrá; si tenía mujer, saldrá él y su mujer con él. Si su amo le hubiere dado mujer, y ella le diere hijos o hijas, la mujer y sus hijos serán de su amo, y él saldrá solo. Y si el siervo dijere: Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre; entonces su amo lo llevará ante los jueces, y le hará estar junto a la puerta o al poste; y su amo le horadará la oreja con lesna, y será su siervo para siempre” (Éxodo 21:2-6).
Aquí tenemos, pues, una de las sombras de los bienes venideros; una sombra o figura del verdadero Siervo, el Señor Jesucristo, ese Bendito que amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella. El siervo hebreo, tras haber servido a su amo el tiempo que marcaba la ley, era perfectamente libre de marcharse; pero él amaba a su mujer y a sus hijos, y eso, además, con un amor tal que le llevó a renunciar a su propia libertad. Él demostró su amor por ellos al sacrificarse a sí mismo. Bien podía haberse marchado y haber disfrutado de su libertad; pero, ¿qué habría sido de ellos? ¿Podía dejar en pos de sí a estos objetos de su afecto? ¡Imposible! Los amaba demasiado para elegir ese camino, y, en su amor por ellos, marchó resueltamente hacia el poste, donde, en presencia de los jueces, su oreja sería traspasada en señal de su servicio perpetuo.
Esto sí que era amor. No podía haber ninguna duda al respecto; y, cuando la mujer y los hijos de este siervo fiel dirigían sus miradas hacia esta señal indeleble de la servidumbre perpetua, podían comprender cuán profundo y poderoso era el amor que dimanaba del corazón de ese siervo.
Detengámonos un momento, amados. Aquí hay algo en que el corazón bien puede extasiarse: vemos en este tipo del Antiguo Testamento a Jesús, el eterno amante de nuestras almas; el verdadero siervo. Recordaréis esa notable escena de la vida de nuestro Salvador, cuando exponía, ante sus discípulos, la historia solemne e inminente de su pasión y de su crucifixión. Jesús “comenzó a enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días. Esto les decía claramente. Entonces Pedro le tomó aparte y comenzó a reconvenirle” (Marcos 8:31).
Pedro, sin saberlo, quiso estorbar al verdadero Siervo en Su marcha hacia el “poste”; quiso que tuviera compasión de Sí mismo, y que mantuviera Su libertad personal. ¡Mas, prestad oídos, amados, a la severa reprensión dirigida al mismo hombre que, momentos antes, había hecho tan excelente confesión de Cristo!: “Pero él, volviéndose y mirando a los discípulos, reprendió a Pedro, diciendo: ¡Quítate de delante de mí, Satanás! porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (v. 33).
Notad este hecho. Jesús se vuelve hacia sus discípulos y, mirándolos, es como si dijera: «¿Qué sería de ellos si atendiera tus consejos, Pedro; si tuviera compasión de mí; si me aparto de esta cruz hacia la cual marcho?» ¿No es esto, en toda su belleza moral, el siervo hebreo que dice: “Yo amo a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre”?
Jamás perdamos de vista, amados, pues es un punto de suprema importancia, el hecho de que no había nada que al Señor Jesucristo le impusiera la necesidad de marchar hacia la cruz. Nada le imponía la necesidad de dejar la gloria que tenía con el Padre desde la eternidad para descender a este mundo; y cuando vino aquí abajo y asumió una perfecta humanidad, no hubo ninguna causa que le impusiera la necesidad de ir a la cruz; pues en cualquier momento de su vida bendita — desde el pesebre de Belén hasta la cruz del Calvario — bien podía regresar al lugar de donde había venido. La muerte no tenía ningún derecho sobre él. El príncipe de este mundo vino, y no tuvo nada en él. Hablando de su vida, el Señor pudo decir: “Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo” (Juan 10:18). Y en Getsemaní, cuando se acercaba la hora suprema, le oímos proferir estas palabras: “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” (Mateo 26:53-54). ¡Ah, bien podemos decir que la verdad iba mucho más allá de lo que proferían las masas inconscientes que rodeaban la cruz, cuando hacían oír esos acentos burlones: “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar”! ¡Pero lo que tendrían que haber dicho más bien es: «a sí mismo no se quiere salvar»!
¡Oh, bendito sea su Nombre por siempre jamás! Jesús no tuvo compasión de sí mismo, sino de nosotros. Él nos vio sumidos en la ruina y la miseria, perdidos y sin esperanza. Vio que no había ningún ojo abierto a compasión, ningún brazo tendido para socorrernos; y — ¡alabad todos su Nombre sin par! — , dejando el trono de su gloria, Cristo descendió a este mundo de maldad y se hizo hombre, a fin de que, como hombre, por el sacrificio de sí mismo, pudiese librarnos del lago de fuego y unirnos a él, sobre el nuevo y eterno fundamento de una redención cumplida, en el poder de una vida de resurrección, conforme a los eternos consejos de Dios y para alabanza de su gloria.
No podríamos estimar la importancia de insistir en el hecho de que no había nada que impusiera a Cristo la necesidad de soportar la ira de Dios y de sufrir la cruz. No había en su persona, en su naturaleza ni en sus relaciones ninguna causa que lo hiciera digno de muerte. Él era el Hijo eterno, Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. En su humanidad era puro, sin pecado, sin tacha, perfecto. Siempre hacía las cosas que agradaban al Padre; le glorificó en la tierra y acabó la obra que le había sido dada que hiciese; nos salvó, de tal forma que glorificó a Dios de la manera más admirable. Para servirnos de la expresión típica del Éxodo, él era personalmente libre; pero, os pregunto, amados, si él no hubiera sacrificado esta libertad, ¿dónde estarían vuestro lugar y el mío? Inevitablemente en el lago de fuego y azufre por los siglos de los siglos. A todos los creyentes, el Espíritu Santo se complace en dar testimonio de estas cosas, tal como lo ha expresado dulcemente uno de nuestros poetas:
De tu competencia perfecta
Para desempeñar el papel de Salvador
El Espíritu Santo atesta
De los creyentes a cada corazón
¡Qué gran verdad!; y sería igualmente cierto si dijéramos: «Tu competencia perfecta para desempeñar el papel de siervo», por cuanto ello estaba a la altura de su gloria y era conforme a la dignidad de su persona. La gloria de donde Cristo descendió, fue aquello que lo hizo apto para inclinarse hasta las partes más bajas de la condición humana, a fin de que no quede ninguna necesidad — tanto de la vida del pueblo como de la bajeza de su condición — que Él no pudiese satisfacer plenamente en Su maravilloso carácter y en Su divino ministerio de siervo de las necesidades de su pueblo.
Hermanos, nunca olvidemos esto. Guardemos siempre en nuestros corazones el más grato recuerdo de ello. Cuanto más consideremos la altura de la gloria personal de Cristo, más comprenderemos la profundidad de su humillación. Cuanto más profundamente meditemos en la gloria de lo que él era, más nos detendremos a considerar la gracia de lo que él se hizo: “Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2.ª Corintios 8:9).
¿Quién podrá medir la altura y la profundidad de estos dos términos: rico y pobre aplicados a nuestro adorable Señor y Salvador? Ninguna criatura inteligente sería capaz de sondearlos; pero nosotros, cristianos, debemos seguramente cultivar el hábito de contemplar el amor que ilumina la senda que Cristo, el divino Siervo, transitó en su marcha hacia la cruz por amor de nosotros. En la medida que nos detengamos a considerar este amor divino hacia nosotros, nuestros corazones, empujados por el poder del Espíritu Santo, podrán responder a Su amor: “El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2.ª Corintios 5:14-15).
Ii. El Ministerio De Cristo En El Presente
Y ahora pasemos del ministerio que Cristo cumplió por nosotros en el pasado al ministerio que hoy día cumple continuamente por nosotros en la presencia de Dios. Este servicio nos es presentado de forma bendita en la primera parte del capítulo 13 de Juan. La misma gracia preciosa resplandece aquí como en todo aquello que hemos estado considerando detenidamente. En el pasado, vimos al Siervo Perfecto clavado en la cruz por nosotros. Hoy día, si le contemplamos en el trono, le vemos ceñido para el servicio, no sólo conforme a nuestras necesidades actuales, sino al perfecto amor de su corazón: su amor por el Padre, su amor por la Iglesia, su amor por cada creyente en particular, desde el principio hasta el fin de los tiempos.
“Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, que le entregase, sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios, y a Dios iba, se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido” (Juan 13:1-5).
Aquí tenemos, pues, una maravillosa exposición del servicio que Cristo cumple por “los suyos que estaban en el mundo.” Hay algo particularmente precioso en esta expresión: “Los suyos.” Ella nos coloca muy cerca del corazón de Cristo. Cuán dulce es pensar que él pueda contemplar esas pobres, débiles y culpables criaturas que somos, y decir: «Éstos son míos. No importa lo que otros puedan pensar acerca de ellos; ellos me pertenecen, y es menester que los coloque en una posición digna del lugar de donde vengo y adonde voy.»
Esto es inefablemente precioso y edificante para nuestras almas. Cristo pudo inclinarse para lavar los pies de sus discípulos, teniendo el sentido de Su gloria personal y estando perfectamente consciente de que venía de Dios y a Dios iba. No había nada ni podía haber nada más elevado que el lugar de donde Jesús descendió. No había ni podía haber nada más bajo que los pies sucios de sus discípulos. Mas — bendito y alabado sea su Nombre por siempre — en su divina Persona y en su admirable servicio, él cumple todos los oficios que se hallan entre estos dos extremos: pone una mano sobre el trono de Dios, y la otra bajo nuestros pies, pudiendo ser así el divino y eterno vínculo entre Dios y nosotros.
Ahora bien, hay tres cosas en este pasaje que estoy ansioso por poner claramente ante vosotros:
1. La acción especial del Señor respecto a los suyos que están en el mundo,
2. La fuente de esa acción, y
3. La medida de esta acción.
1. La Acción Especial Del Señor Por Los Suyos Que Están En El Mundo
Consideremos primero la acción misma. Quisiera recordaros, amados, que lo que os presento aquí, no es “el lavamiento de la regeneración.” Esta obra pertenecía a la primera fase del servicio de Cristo hacia nosotros. Se trata ahora de “los suyos que están en el mundo”, de todos los que pertenecen a esa clase altamente privilegiada, es decir, aquellos que creen en su Nombre y que, en virtud de haber pasado por ese gran lavamiento, él puede declararlos “todo limpios.”
No hay una sola mancha, ni una tacha, en el más débil de aquellos que Cristo llama “los suyos.” “El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros limpios estáis, aunque no todos” (Juan 13:10). Si una sola mancha fuese vista en uno de “los suyos”, ello sería una deshonra echada sobre Cristo mismo, puesto que él nos limpió de todos nuestros pecados, no solamente según la perfección de su obra como Siervo de nuestras necesidades, sino, sobre todo, como Siervo de los eternos consejos y propósitos de Dios y de la gloria del Padre. Él nos halló sin tener una pizca de limpios, para hacernos “todo limpios.”
Tal es la obra de la regeneración, la cual nunca se repite. Tenemos una figura de ella en la consagración de los sacerdotes bajo la economía mosaica. Los sacerdotes, en el gran día de su consagración, eran lavados con agua, ceremonia que no se repetía más. Pero, en lo sucesivo, a fin de hacerlos aptos para el desempeño de sus funciones sacerdotales cotidianas, debían lavarse las manos y los pies en la fuente de bronce si oficiaban en el tabernáculo (Éxodo 30:18), o en el altar de bronce, si oficiaban en el templo (2.º Crónicas 4:2). Precisamente este lavamiento diario es la figura de lo que se trata en Juan 13. Estos dos lavamientos son distintos, por lo que nunca deben ser confundidos. Es asimismo importante no separarlos, pues ambos están íntimamente relacionados. El lavamiento de la regeneración es divina y eternamente completo; el lavamiento de la purificación o santificación debe ser divina y continuamente llevado a cabo. El primero no se repite; el segundo nunca debe ser interrumpido. El uno nos da parte en Cristo, de la que nada nos puede privar; el otro nos da parte con Cristo, de la cual podemos ser privados por cualquier causa. El uno constituye el fundamento de nuestra vida eterna; el otro, la base sobre la cual se mantiene nuestra comunión cotidiana con el Padre y con su Hijo Jesucristo.
Examinad si habéis comprendido el significado de tener vuestros pies lavados, momento a momento, por las propias manos de Aquel bendito que se ciñe como Siervo divino de vuestras necesidades. No sabríamos apreciar en su justo valor la importancia de este acto; pero al menos podemos comprender un poco su valor por las palabras que Jesús dirigió a Pedro, quien, como nosotros, lamentablemente, estaba lejos de comprender el pleno significado de lo que estaba haciendo su Señor: “Entonces vino a Simón Pedro; y Pedro le dijo: Señor, ¿tú me lavas los pies? Respondió Jesús y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después. Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás. Jesús le respondió: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo” (Juan 13:6-8).
He aquí el gran punto: “no tendrás parte conmigo.” El bautismo de la regeneración nos da una parte en Cristo; el lavado diario de la santificación nos da una parte con Cristo. Es imposible gozar de una plena, inteligente y feliz comunión, sin tener una conciencia purificada y los pies perfectamente lavados. La sangre expiatoria de Cristo nos asegura el primero de estos privilegios; el agua de la purificación nos mantiene en el segundo. Pero tanto el agua como la sangre proceden de un Cristo crucificado. La muerte de Cristo es la base de todo: él murió para purificarnos; y vive para mantenernos así.
Recordemos que este maravilloso ministerio de Cristo a favor de nosotros, nunca cesa. En los lugares celestiales, él vive siempre para actuar por nosotros; y actúa sobre nosotros y en nosotros por su Palabra y su Espíritu. Él habla a Dios por nosotros, y habla de nosotros a Dios. Él vino de Dios para descender hasta lo más profundo de nuestras necesidades. Ha vuelto a Dios, para llevarnos siempre en Su corazón, para suplir nuestras necesidades de cada día, y para mantenernos en la integridad de la posición y relación en que nos ha introducido por su obra expiatoria.
Todas estas verdades llenan el alma de poderosos consuelos. Nos hallamos atravesando un mundo de pecado, donde a cada paso contraemos manchas de uno u otro tipo, que si bien no pueden tocar nuestra vida eterna, sí pueden afectar muy seriamente nuestra comunión. Sabemos que es imposible pisar el umbral del divino santuario con los pies sucios. De ahí la dicha inefable de tener siempre a Uno en la presencia de Dios por nosotros; a Uno que, habiendo atravesado la escena de este mundo, conoce su verdadero carácter, y que, al haber venido de Dios y retornado a Dios, conoce Sus reclamos en toda su magnitud, y puede bastar a todo lo que es necesario para mantenernos en una entera comunión con Él. La provisión es divina y perfecta. Ni el pecado ni la impureza pueden jamás ser hallados en la presencia de Dios. Nosotros podemos restar importancia a lo uno o a lo otro, pero Dios lo trata como lo que es. Y la santidad que requiere una pureza absoluta, brilla con un resplandor tan vivo como la gracia destinada a proveerla. La gracia ha provisto los medios de purificación, pero la santidad demanda la aplicación de los mismos. La bondad de Dios había provisto la fuente de bronce para los sacerdotes de antaño; pero la santidad de Dios exigía que hicieran uso de esa fuente. El gran lavamiento que los sacerdotes debían realizar el día de su consagración, los introducía en el oficio sacerdotal; el lavamiento llevado a cabo en la fuente de bronce, los hacía aptos para cumplir los deberes de ese oficio. ¿Habrían podido cumplir un servicio sacerdotal aceptable con las manos impuras? ¡Imposible! Con la misma verdad, podemos decir que es imposible que marchemos en la senda de la santidad, si nuestros pies no son lavados y enjugados por Aquel que se ciñó para servirnos perpetuamente en este importante oficio.
Todo esto es muy simple, divinamente simple. En el cristianismo existen dos vínculos: el vínculo de la vida eterna — que jamás puede romperse — , y el vínculo de la comunión personal, que puede ser roto en cualquier instante del día por el peso de una pluma. Ahora bien, nuestra comunión se mantendrá inquebrantable, siempre y cuando nuestros caminos sean purificados por la santificante acción de la Palabra, acompañada de la eficacia del Espíritu Santo. Pero si me sustraigo voluntariamente de esta acción, si temo enfrentar la Palabra de Dios, ¿cómo puedo gozar de la bendita comunión con Dios?
Y aquí, queridos hermanos, no hablo de ignorancia de la Palabra de Dios. El Señor soporta una asombrosa cantidad de ignorancia en nosotros, mucho más de lo que podríamos soportar unos a otros. No me refiero ahora a la cuestión de la ignorancia.
Permitidme hacer una pequeña digresión. Unas pocas semanas atrás, una joven ingresó a este recinto, y se sentó en uno de estos bancos. Estaba vestida conforme a la moda de este mundo: su cabeza adornada con plumas y flores, y sus dedos con joyas. Su corazón estaba lleno de vanidad e insensatez. Pero aquí la gracia de Dios, la gracia libre y pura de Dios, la encontró. La flecha de la convicción divina alcanzó su alma. Su corazón fue quebrantado bajo el poder de la Palabra, en manos del Espíritu Santo. Ella fue conducida al arrepentimiento para con Dios y a la fe en el Señor Jesucristo. En una palabra, fue salva ahí mismo y entonces, y se retiró del lugar con el gozo de la salvación. Este gozo continuó por varios días. La joven quedó embelesada con el tesoro que acababa de hallar. Nunca pensó en sus plumas, en sus joyas ni en sus vestidos. A la verdad, ella siguió vistiéndose y adornándose así, simplemente porque todavía no veía nada de malo en hacerlo. Todavía no sabía que hubiese tan siquiera una línea en la Palabra de Dios que tratara esas cosas.
Hermanos, permitidme recordaros que debemos estar preparados para hacer frente a casos como éste. Me temo que algunos de nosotros no tengamos sino poca paciencia y sabiduría para tratar con casos de esta naturaleza. Nos apresuramos demasiado por emprender lo que podría llamar «el proceso del despojamiento». Es un error. Debemos dar tiempo para que las virtudes del reino de Dios se desarrollen por sí solas. Debemos guardarnos de reducir la asamblea cristiana a un lugar donde se ha de adoptar un determinado uniforme. Esto nunca debería suceder. Ciertamente nunca podemos reducir todo a un nivel muerto. Debemos dejar que la Palabra de Dios actúe sobre la vida que el Espíritu de Dios ha implantado en un alma. No causaría sino perjuicio a los demás si, a mi sugerencia, hago que adopten un determinado estilo de vestir. La gran cuestión es que el reino de Dios ejerza su imperio sobre todo el carácter del individuo. En esto consiste el verdadero progreso, y en esto también se manifiesta la gloria de Dios.
Prosigamos con nuestro ejemplo. Nuestra joven amiga, en el curso de sus lecturas de la Palabra, quedó cautivada por el específico pasaje que todos conocemos: “Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad” (1.ª Timoteo 2:9-10). Y también: “Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios” (1.ª Pedro 3:3-4).
Ahora bien, aquí se nos ilustra el ministerio actual de Cristo; la acción de la Palabra sobre el alma; la aplicación del lebrillo a los pies; el lavamiento del agua por la Palabra. Es Jesús inclinándose para lavar los pies de esta joven discípula. La cuestión es si ella recibirá la acción. ¿La recibirá o se resistirá a ella? ¿Rechazará el lebrillo? ¿Rehusará el ministerio de gracia del Señor? “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo.”
Esto es muy solemne y reclama nuestra más seria atención. La purificación de nuestros caminos por la acción de la Palabra mediante el poder del Espíritu Santo, sigue en importancia al hecho de tener la conciencia purificada por la sangre de Cristo. Esto último nos da parte en Cristo, y nunca se repite; lo primero nos da parte con Cristo, y jamás debe interrumpirse. Si realmente deseamos gozar la comunión con Cristo, debemos permitir que él nos lave los pies momento a momento. No podemos pisar los impecables atrios del santuario de Dios con los pies sucios, como tampoco entrar en él con una conciencia sucia.
Así pues, sometamos nuestros caminos continuamente a la acción purificadora de la preciosa Palabra de Dios. Pongamos de lado todo aquello que la Palabra condena; abandonemos toda posición, toda asociación y toda práctica que ella condena, para que mantengamos así nuestra santa comunión con Cristo en su frescura e integridad. Nada es más peligroso que jugar con el mal, cualquiera sea la forma en que se presente. En su gracia, Dios soporta nuestra ignorancia; pero una resistencia deliberada a su Palabra, en un punto cualquiera, acarreará seguramente resultados desastrosos. El corazón se endurece, la conciencia se vuelve insensible, el sentido moral se embota y todo el ser moral cae en una muy deplorable condición. Si nos alejamos del Señor, haremos naufragio en cuanto a la fe y a una buena conciencia. ¡Quiera el Señor guardarnos cerca de él, andando con él con conciencias delicadas y corazones rectos. ¡Ojalá que su Palabra ejerza un vivo poder formativo en nuestras almas, para que así nuestros caminos sean siempre purificados según los reclamos de la santidad del santuario.
2. La Fuente De La Acción Del Señor Por Los Suyos
Pasemos ahora a la fuente de esta acción. Esta fuente nos es presentada con patético poder y dulzura en el primer versículo del capítulo 13 de Juan: “Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.” Aquí tenemos, pues, queridos hermanos, la fuente inagotable de donde procede el ministerio actual de Cristo: el inmutable amor de su corazón, un amor más fuerte que la muerte, y que las muchas aguas no podrán apagar. “Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra” (Efesios 5:25-26). He aquí el bendito fundamento y la fuente motora de ese maravilloso ministerio que Cristo está ahora llevando a cabo por nosotros y para nosotros. Él sabía lo que le esperaba cuando expresaba esas palabras del Salmo 40: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad.” Sabía el costo que le significaba tomar nuestro caso. Pero su divino amor es capaz de enfrentarlo todo. No debemos temer agotar ese amor que ha triunfado sobre los indescriptibles horrores del Calvario y que ha descendido hasta las sombrías regiones de la muerte y del juicio. A veces podemos sentirnos avergonzados de tener que traer tan a menudo nuestros pies sucios a Cristo para que los limpie; Pero su amor, lo repito, es capaz de enfrentarlo todo, y ese amor es la fuente de su precioso e indispensable ministerio.
Se oye decir a veces que «el amor es ciego»; a mi juicio, ello es una calumnia contra el verdadero amor. De hecho que no puede ni podría aplicarse al amor de Cristo. Él sabía todo lo que estaba oculto en lo más hondo de nuestro corazón; y sabe ahora de todos nuestros caminos, nuestras debilidades y nuestras necedades; pero, a pesar de todo, él nos ama, y, en el poder de este amor, actúa para librarnos de todo lo que ve en nosotros y cerca de nosotros que pudiera estorbar nuestra santa comunión con el Padre y consigo mismo.
Hermanos, os pregunto: ¿qué valor tendría para nosotros un «amor ciego»? Ninguno, seguramente. ¿Podríamos reposar confiados en un amor que sólo actuó ciegamente hacia nosotros, ignorando nuestras manchas y defectos? ¡Imposible! Lo que necesitamos es un amor superior a todas nuestras imperfecciones y que sea capaz de librarnos de ellas; y este amor lo hallamos en Cristo, y — bendito sea su Nombre — ¡en Cristo solamente! Es un amor que si bien pone de manifiesto nuestras faltas ante nosotros, nunca lo hace ante los demás. Es un amor que viene a nosotros con el lebrillo y la toalla, y se inclina en infinita ternura y en una gracia humilde e incomparable para borrar toda mancha, y para dejarnos en el precioso sentimiento de que somos “todo limpios.” Éste es el amor que necesitamos, y que hallamos en su plenitud y poder divinos en el corazón del Siervo perfecto que está ceñido por siempre para servirnos delante del trono de Dios.
“Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó” ¿hasta cuando? ¿En tanto se condujesen correctamente y anduviesen con los pies sin mancha? ¡Oh, no! Ello no les hubiera servido de nada a ellos ni a nosotros. Los amó “hasta el fin.” ¡Precioso, perfecto, divino y eterno amor!, amor que se sobrepone, que sobrevive a todas nuestras manchas e imperfecciones, a todos nuestros fracasos, nuestras fluctuaciones, nuestras faltas, nuestras debilidades, nuestros extravíos y nuestros caprichos; amor que ha venido a nosotros, armado de todo lo que requería nuestra condición, y que jamás dejará de actuar por nosotros y en nosotros, hasta que nos presente en una perfección sin tacha delante del trono de Dios.
3. La Medida De La Acción Del Señor Por Los Suyos
Por último, diremos algunas palabras sobre la medida de la acción presente de Cristo por nosotros y en nosotros. Éste es un punto de inestimable valor e importancia. Ya sea que consideremos el servicio de Cristo en el pasado o en el presente, es fundamental que sepamos que la medida de uno o de otro es y no puede ser sino según los justos reclamos del santuario, del trono y de la naturaleza de Dios. Podríamos haber supuesto que esta medida se establecía según nuestras necesidades, pero tal medida habría sido insuficiente. Bien sabemos, y nos gozamos en saberlo, si pensamos en la muerte expiatoria de Cristo, que esa preciosa obra ha hecho muchísimo más que responder a la medida más profunda de nuestras necesidades como pecadores. La obra de la cruz — ¡bendito sea Dios! — ha satisfecho divinamente todos los reclamos de Dios. El mero hecho de saber que los más elevados reclamos de la conciencia humana han sido satisfechos por la muerte expiatoria de Cristo, nunca daría a nuestra alma una paz sólida. Podemos estar seguros, sobre la base de la autoridad divina, de que los más elevados reclamos del gobierno, el carácter, la naturaleza y la gloria de Dios, han hallado una respuesta perfecta en la preciosa obra de Cristo.
Todo es fruto de la gracia infinita; y aquí toda alma divinamente ejercitada puede encontrar una paz inquebrantable y eterna. Nada cambia con respecto a la obra presente de Cristo por nosotros. Nunca podríamos estar satisfechos si se nos dijera que esa obra es medida de acuerdo con nuestras necesidades, con la más profunda de ellas. Todas estas necesidades, sin duda, son satisfechas; pero lo son por cuanto el ministerio actual de Cristo va mucho más allá de las mismas, hasta alcanzar la medida de los reclamos del santuario de Dios y satisfacerlos plenamente.
¡Qué gracia insondable!. Nuestras almas pueden reposar en una plena tranquilidad, pues tenemos, en lo alto, a Alguien que se ocupa de nosotros, viviendo siempre en la presencia de Dios por nosotros; a Aquel que no sólo conoce todas nuestras necesidades, sino también los derechos que Dios reclama; a Aquel que conoce la escena que atravesamos así como aquella en la cual entró, y — rendid todos alabanzas a su Nombre — su precioso y perfecto ministerio alcanza estos dos extremos. Él debe necesariamente satisfacer todos nuestros requerimientos, puesto que satisface plenamente todos los reclamos de Dios; pues lo menor debe siempre estar incluido en lo mayor; en otras palabras, si todas las exigencias de la justicia divina hallan su satisfacción en Él, con mucha más razón nuestras necesidades personales.
¡Qué sólido consuelo se halla aquí! ¡Qué reposo inconmovible! Todo lo que nos concierne está perfecta y divinamente seguro en las manos de Aquel que está a la diestra de Dios. Esas manos nunca fracasan, nunca fallan. Podemos afirmar que antes que el más débil de los que Cristo llama “los suyos que están en el mundo” pueda fallar alguna vez, Cristo mismo tendría que fallar, y eso no puede ocurrir nunca. Los suyos están en tan perfecta seguridad como Cristo mismo.
¡Qué gran realidad! ¡Con qué seguridad nos podemos referir a este divino Director, cuando su Persona o su carácter son atacados por cualquier objetor, acusador u oponente! ¡Y qué tontería de nuestra parte si intentáramos responder a sus adversarios por nosotros mismos! ¡Oh, amados, ojalá que podamos apoyarnos con una más plena confianza en Aquel bendito que se presenta ante nosotros ceñido para servirnos en nuestras más profundas y variadas necesidades! ¡Ojalá que apreciemos cada vez más su precioso ministerio por nosotros y para nosotros! ¡Ojalá que reposemos más dulcemente en la seguridad de que él habla al Padre por nosotros, en todos nuestros fracasos, en todas nuestras faltas y en todos nuestros pecados!
Recordemos, para nuestro consuelo, que aun antes que caigamos, él ruega por nosotros como rogó por Pedro: “Yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lucas 22:32). ¡Qué gracia incomparable vemos en estas palabras! Él no rogó que Pedro no cayese, sino que, cuando haya caído, su confianza no lo traicione; que su fe no falte. Así también él ruega por nosotros, para que seamos sostenidos en nuestros combates y levantados en nuestras caídas. Y si su divino ministerio no fuera ejercido incesantemente a favor de nosotros, pronto seríamos arrastrados, de caída en caída, hasta un completo naufragio. Mas, ¡alabado sea su Nombre, él “vive siempre para interceder por nosotros” (Hebreos 7:25)! Su precioso y poderoso ministerio nos sustenta a cada momento. No podríamos permanecer una sola hora sin Él. Si no tuviéramos a ese Bendito actuando por nosotros — cuya intervención a favor de nosotros nunca cesa — , irían apareciendo cosas que terminarían por destruir nuestra comunión. Él conoce no sólo nuestras necesidades, sino también las exigencias del santuario; y no sólo conoce todo esto, sino que provee para todo según Su infinita perfección y de una manera perfectamente agradable al Padre.
Ahora bien, uno se encuentra a veces con ciertas personas que no toman más que un lado de la verdad, en cuanto a la posición del creyente, a tal punto que echan por la borda el ministerio actual del Señor Jesús como sacerdote. Amados, nada es más peligroso que no ver o no querer más que un lado de la verdad. Temería mucho menos la influencia de un hombre que sale a enseñar públicamente un error palpable por toda la ciudad — error capaz de ser advertido por la mente más simple — , que lo que temería al ministerio de aquel que se apodera de un lado de la verdad de tal manera que excluye toda otra. Los resultados perniciosos se advertirían muchísimo menos con el ministerio del primero que con la enseñanza del segundo.
Ahora bien, es tal la armonía que existe en las Escrituras — y yo diría incluso que ello constituye una de sus más brillantes glorias morales — , que una verdad ajusta el poder de la otra. Por eso, mientras que la Palabra de Dios establece claramente el hecho de que el creyente está completo en Cristo, justificado de todas las cosas, que es hecho acepto en el Amado y que está “todo limpio”, también establece, con no menos claridad y fuerza, este otro gran hecho: que el creyente es en sí mismo una pobre y débil criatura, que está expuesto a diversas tentaciones, a innumerables trampas y a influencias hostiles; que está sujeto al error y al mal; que es incapaz de guardarse a sí mismo y de luchar con las dificultades y peligros que le rodean, y que puede, a cada paso, contraer manchas que lo inhabilitarían para gozar de la comunión y la adoración del santuario.
¿Cómo, pues, habríamos de enfrentar estas cosas? ¿Cómo podría el creyente ser guardado ante ellas? Expuestos, como estamos, a los ataques de un enemigo poderoso y astuto, llevando en nosotros una mala naturaleza y enfrentando a cada paso las hostilidades de un mundo que nos es contrario, ¿quién nos guardará de caer? ¿Quién nos hará volver de nuestros extravíos? ¿Quién nos levantará en nuestras caídas? La respuesta cierta a todas estas preguntas la hallamos en estas inspiradas expresiones: “Viviendo siempre para interceder por nosotros.” “Puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios” (Hebreos 7:25). Seremos “salvos por su vida” (Romanos 5:10). “Porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Juan 14:19), y en fin: “Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1.ª Juan 2:1).
¡Cómo se deleita el corazón al considerar y enunciar semejantes expresiones! Ellas son “meollo y grosura” que sacian el alma. ¿Cómo en presencia de tales declaraciones — por no decir nada de las propias experiencias con respecto a sí mismo y a las circunstancias imperantes — puede alguien cuestionar esta gran verdad fundamental del sacerdocio de Cristo, en su aplicación actual al creyente? ¡Ayayay, no podríamos dar cuenta de los errores en que podemos caer cuando damos rienda suelta a nuestra mente y no dejamos que las Santas Escrituras ejerzan toda su divina autoridad sobre nosotros! Y podemos verdaderamente decir que una muy palpable prueba de nuestra necesidad de la intercesión de Cristo la podemos hallar en el triste hecho de que alguno de sus siervos niega dicha necesidad.
Para terminar este punto, sólo quisiera advertir a todos los santos de Dios con respecto al tan funesto error de negar nuestra continua necesidad del ministerio sacerdotal, la preciosa intercesión y la abogacía plenamente eficaz de nuestro Señor Jesucristo; error que sigue, en cuanto a su importancia, a aquel que niega la necesidad de la obra expiatoria de Cristo. Pues seguramente la necesidad de su sacerdocio sigue en importancia a la necesidad de su sangre expiatoria: porque si bien esta obra redentora da la seguridad a nuestras almas, el sacerdocio de Cristo las mantiene en un estado de seguridad y paz duraderas.
Iii. El Ministerio De Cristo En El Futuro
Tras haber echado un ligero vistazo — aunque ¡ay!, muy imperfectamente — al ministerio de Cristo en el pasado y en el presente, diremos también, para terminar, unas palabras sobre su ministerio futuro. Puede que algunos se sientan dispuestos a decir: «No entiendo cómo el Señor nos servirá en el futuro. Entiendo que él nos sirve ahora en el trono; pero el hecho de que nos vaya a servir en el reino, lo confieso, es cosa que no entiendo.»
Éste es un hecho maravilloso; y si no tuviéramos las propias palabras del Señor respecto a ello, bien titubearíamos al declarar que Cristo servirá a los suyos en la gloria. Pero leamos lo que él mismo nos dice en el capítulo 12 de Lucas: “Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (v. 35-37).
¡Qué claro el sentido de lo que dice el Señor! Palabras maravillosas, por cierto; pero, además de maravillosas, muy claras. Cristo nos servirá en el reino. Él nos servirá siempre. Su ministerio se extiende a todas las fases de nuestra vida. Nos toma en lo más profundo de nuestras necesidades como pecadores, y nos lleva hasta la gloria más elevada. Se remonta al pasado, recorre el presente y se extiende hasta el porvenir infinito. Su corazón de amor se deleita en servirnos, y nos da la seguridad de que, tan pronto como entre en la gloria de su propio reino, por decirlo así, se complacerá en hacernos sentar en medio del resplandor mismo de esa gloria, y nos servirá con el mismo amor que caracterizó su servicio desde el comienzo de nuestra historia. ¡Que todos rindan alabanzas y eterno homenaje a su Nombre sin par!
Otra cosa, en este mismo capítulo de Lucas, merece nuestra atención. En el versículo 41, Pedro formula la siguiente pregunta: “Señor, ¿dices esta parábola a nosotros, o también a todos? Y dijo el Señor: ¿Quién es el mayordomo fiel y prudente al cual su señor pondrá sobre su casa, para que a tiempo les dé su ración? Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así. En verdad os digo que le pondrá sobre todos sus bienes.”
Dos cosas nos son presentadas en estas dos porciones leídas: velar y hacer. ¿Cuál de ellas es la que Cristo aprecia más? La primera, indudablemente; pues con ella se vincula la mayor recompensa: Cristo sirviéndonos en la gloria es algo muy superior a cualquier posición que su gracia nos pudiera asignar.
Hermanos, jamás perdamos de vista que lo que Cristo aprecia sobre todas las cosas es esa actitud de un corazón que vela mientras aguarda su retorno. Sin duda, es importante que el Señor nos halle haciendo también, en cualquier cosa que nos confíe, ya sea que nos llame a evangelizar una nación o que ponga en nuestras casas el servicio más ínfimo y oscuro. El más pequeño acto de servicio recibirá su recompensa. Pero el hecho de que él valore más la vigilancia de un corazón que suspira por su venida, no implica que tenga en menos el servicio; bien podemos entender esto. La naturaleza misma nos enseña a este respecto. Supongamos que un jefe de familia se ausenta del hogar; les dice a sus siervos que todas las cosas estén listas para cuando regrese, y cada uno será hallado haciendo la obra que se le hubo asignado. Ellos dirán: «Nuestro Amo está por regresar, debemos velar y tener todo en orden y en regla para cuando llegue.» Así debiera ser. Pero ¿no hay algo más profundo y elevado que esto? ¿No hay en la casa algo que responda al corazón de este jefe de familia ausente? ¡Seguramente que sí! Está el afecto vehemente de una esposa que vela, que espera, que vive pendiente del retorno de su marido, y sin la cual la casa mejor ordenada sería una morada pobre, fría y sin atractivo para quien haya de regresar.
Lo mismo ocurre — estad seguros de ello — con nuestro amado Salvador ausente. Él aprecia sobre todo los afectos y los suspiros de nuestro corazón por ver su faz, un corazón que experimenta algo del sentimiento que animaba a Mefi-boset cuando le dijo a David: “Deja que él las tome todas, pues que mi señor el rey ha vuelto en paz a su casa” (2.º Samuel 19:30).
¡Oh, amados, cultivemos más este sentimiento; examinemos si somos de aquellos que aman la aparición de nuestro adorable Señor y Salvador! ¡Que el clamor de nuestros corazones sea continuamente “¿Por qué tarda su carro en venir?” (Jueces 5:28)!
Y ahora, hermanos, quiero preguntaros: lo que acabamos de exponer ¿nos llevará a un relajamiento en el servicio? Al contrario, es eso lo que le dará un verdadero impulso y comunicará un santo perfume a la obra más pequeña y al acto menos importante que podamos hacer. Mientras que, cuando falta este profundo afecto personal por Cristo, el servicio más pomposo y altisonante a los ojos de los hombres, es considerado como nada para el corazón de Jesús. Las dos blancas que echó la viuda en el arca de las ofrendas eran más preciosas para Jesús que las más ricas ofrendas que podían echar los indiferentes donadores. Mostradme un corazón que vele por Cristo, y yo os mostraré un par de manos ocupadas en el servicio para él. Poco importa el tipo de servicio en que estemos ocupados, con tal que se aplique al objeto que el Señor mismo ha encomendado a nuestro cuidado; y nada nos dará más rápidamente la capacidad de saber qué servicio realizar, que un corazón lleno de afecto por Cristo. Hay en el verdadero afecto un instinto, un sentido por el cual somos llevados a descubrir en seguida lo que es agradable al objeto Amado.
Hermanos, esto es lo que nos falta. Puede haber muchísima actividad; se puede correr de acá para allá, ir y venir, dar y recibir; pero si el corazón no está ocupado con Cristo, todo lo que las manos, los pies y la cabeza puedan producir, es de poco valor. Cristo — bendito sea su Nombre por siempre — nos ha dado todo su corazón, y nada puede satisfacerle en cambio, a menos que le demos nuestro corazón entero. Todo su servicio, en el pasado, el presente y el futuro, es el resultado de su perfecto amor; y su deseo es hallar en nosotros un corazón que responda con sus afectos a Él. Y dondequiera que lo haya, expresará sus ansiosos y vehementes deseos por Su venida. Recordémoslo: “Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando.”
¡Quiera el Espíritu eterno llenar nuestros corazones de un profundo y genuino amor por la Persona de nuestro adorable Señor y Salvador, a fin de que nuestro único gran objeto sea vivir para él, en medio de un mundo que le ha rechazado, y de aguardar el momento en que le veremos tal como él es y seremos semejantes a él, estando con él para siempre!

Job Y Sus Amigos

El libro de Job ocupa un lugar muy particular en la Palabra de Dios. Tiene un carácter totalmente propio, y enseña lecciones que no las vamos a encontrar en ninguna otra parte del inspirado Volumen. No es nuestro propósito abordar la cuestión de la autenticidad de este precioso libro ni aportar las pruebas de su divina inspiración. Estas cosas las damos por ciertas; y no tenemos la más mínima duda en cuanto a su veracidad, por lo que dejamos tales pruebas en manos más capaces. Recibimos el libro de Job como parte de las Santas Escrituras y, por ende, para el provecho y bendición del pueblo de Dios. No necesitamos pruebas para nosotros, ni tampoco pretendemos ofrecer ninguna de ellas a nuestros lectores.
Y cabe agregar todavía que no tenemos intenciones de entrar a investigar respecto de la autoría de este libro, lo cual, por muy interesante que sea, creemos que se trata de algo puramente secundario. Recibimos el libro como procedente de Dios, y esto nos basta. Creemos de todo corazón que es un escrito inspirado, y sentimos que no nos incumbe discutir la cuestión referente a dónde, cuándo o por quién fue escrito.
Para resumir, nos proponemos, con la ayuda del Señor, ofrecer al lector algunos pensamientos sencillos y prácticos sobre este libro, el cual creemos que requiere un estudio más detenido para poder ser mejor comprendido. ¡Quiera el Espíritu eterno — el Autor del libro — explicarlo y aplicarlo a nuestras almas!
Prosperidad De Job
En la primera hoja de este notable libro vemos al patriarca Job rodeado de todo cuanto podía hacer el mundo agradable a sus ojos, así como de cosas que podían otorgarle un lugar importante en este mundo. “Hubo en tierra de Uz un varón llamado Job; y era este hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal.” Vemos aquí lo que era Job en su vida. Veamos ahora lo que tenía.
“Y le nacieron siete hijos y tres hijas. Su hacienda era siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas asnas, y muchísimos criados; y era aquel varón más grande que todos los orientales. E iban sus hijos y hacían banquetes en sus casas, cada uno en su día; y enviaban a llamar a sus tres hermanas para que comiesen y bebiesen con ellos” (v. 2-4). Por último, para completar el cuadro, se nos consigna lo que Job hacía.
“Y acontecía que habiendo pasado en turno los días del convite, Job enviaba y los santificaba, y se levantaba de mañana y ofrecía holocaustos conforme al número de todos ellos. Porque decía Job: Quizá habrán pecado mis hijos, y habrán blasfemado contra Dios en sus corazones. De esta manera hacía todos los días” (v. 5). Aquí tenemos, pues, un modelo de hombre bastante fuera de lo común. Era perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal. Además, la mano de Dios lo protegía en todo, y derramaba sobre su camino las más ricas bendiciones. Job tenía todo lo que el corazón pudiese desear: hijos, abundancia de riquezas, honor y distinción sobre todos los que le rodeaban. En una palabra, casi diríamos que la copa de su deleite terrenal estaba colmada.
El Orgullo De Job
Pero Job necesitaba ser probado. Abrigaba en su corazón una profunda raíz moral que tenía que ser sacada a la luz; una justicia propia que tenía que salir a la superficie y ser juzgada. Podemos, en efecto, vislumbrar esta raíz en los versículos que acabamos de leer. Él dice: “Quizá habrán pecado mis hijos” (v. 5). No parece haber contemplado la posibilidad de que él mismo haya cometido algún pecado. Un alma que realmente se ha juzgado a sí misma, un alma quebrantada ante Dios, verdaderamente consciente de su propio estado, de sus tendencias e incapacidades, habría pensado en sus propios pecados y en la necesidad de ofrecer un holocausto por sí misma.
Pero debe quedar claro al lector que Job era un verdadero santo de Dios, un alma divinamente vivificada, un poseedor de la vida divina y eterna. No podríamos insistir lo suficiente sobre este punto. Él era un hombre de Dios tanto en el primer capítulo como en el último. Si no nos percatamos de esto, nos privaremos de una de las grandes lecciones de este libro. El versículo 8 del primer capítulo establece este punto fuera de toda duda: “Y Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?”
Sin embargo, a pesar de eso, Job nunca había sondeado las profundidades de su propio corazón. No se conocía a sí mismo. Nunca había captado realmente la verdad de su propia condición de ruina, de su total corrupción. Jamás había aprendido a decir: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Romanos 8:18). Si no se comprende este punto, no se entenderá el libro de Job. No captaremos el objetivo específico de todos esos profundos y penosos ejercicios por los que Job tuvo que pasar, a menos que tengamos en claro el solemne hecho de que su conciencia nunca había estado realmente en la presencia divina, que él nunca se examinó ante la luz, que jamás se midió con la vara divina y que nunca se pesó en la balanza del santuario de Dios.
Si nos remitimos unos instantes al capítulo 29 hallaremos una fehaciente prueba de lo que acabamos de afirmar. Veremos allí de forma clara la profunda y robusta raíz de la satisfacción personal que había en el corazón de este querido y honrado siervo de Dios, y la manera en que esta raíz se nutría de las mismas señales del favor divino que le rodeaban. Este capítulo encierra un patético lamento por el brillo empañado de sus días pasados; además, el tono y el carácter de este lamento ponen de manifiesto cuán necesario era que Job se despojara de todo a fin de conocerse a sí mismo a la luz de la presencia divina que todo lo escudriña. Escuchemos sus palabras:
“¡Quién me volviese como en los meses pasados, como en los días en que Dios me guardaba, cuando hacía resplandecer sobre mi cabeza su lámpara, a cuya luz yo caminaba en la oscuridad; como fui en los días de mi juventud, cuando el favor de Dios velaba sobre mi tienda; cuando aún estaba conmigo el Omnipotente, y mis ojos alrededor de mí; cuando lavaba yo mis pasos con leche, y la piedra me derramaba ríos de aceite! Cuando yo salía a la puerta a juicio, y en la plaza hacía preparar mi asiento, los jóvenes me veían, y se escondían; y los ancianos se levantaban, y estaban de pie. Los príncipes detenían sus palabras; ponían la mano sobre su boca. La voz de los principales se apagaba, y su lengua se pegaba a su paladar. Los oídos que me oían me llamaban bienaventurado, y los ojos que me veían me daban testimonio, porque yo libraba al pobre que clamaba, y al huérfano que carecía de ayudador. La bendición del que se iba a perder venía sobre mí, y al corazón de la viuda yo daba alegría. Me vestía de justicia, y ella me cubría; como manto y diadema era mi rectitud. Yo era ojos al ciego, y pies al cojo. A los menesterosos era padre, y de la causa que no entendía, me informaba con diligencia; y quebrantaba los colmillos del inicuo, y de sus dientes hacía soltar la presa. Decía yo: En mi nido moriré, y como arena multiplicaré mis días. Mi raíz estaba abierta junto a las aguas, y en mis ramas permanecía el rocío. Mi honra se renovaba en mí, y mi arco se fortalecía en mi mano. Me oían, y esperaban, y callaban a mi consejo. Tras mi palabra no replicaban, y mi razón destilaba sobre ellos. Me esperaban como a la lluvia, y abrían su boca como a la lluvia tardía. Si me reía con ellos, no lo creían; y no abatían la luz de mi rostro. Calificaba yo el camino de ellos, y me sentaba entre ellos como el jefe; y moraba como rey en el ejército, como el que consuela a los que lloran. Pero ahora se ríen de mí los más jóvenes que yo, a cuyos padres yo desdeñara poner con los perros de mi ganado” (cap. 29:2 a 30:1).
Éstas, seguramente, son expresiones muy notables. En vano buscaremos aquí los suspiros de un espíritu contrito y quebrantado. No hay rastros de ningún aborrecimiento propio ni mucho menos de una desconfianza en sí mismo. Expresiones que manifiesten conciencia de debilidad o de insignificancia, brillan por su ausencia. En el curso de este solo capítulo, Job se menciona a sí mismo más de cuarenta veces, en tanto que sus pensamientos no se dirigen a Dios más que cinco veces. Este constante predominio del yo nos hace recordar el capítulo siete de Romanos; pero hay que señalar una importantísima diferencia, a saber, que en el capítulo siete de Romanos, el yo es una pobre, débil, inservible y miserable criatura que se halla en presencia de la santa ley de Dios; mientras que en Job 29, el yo es un personaje de destacada importancia e influencia, un personaje admirado y casi adorado por sus semejantes.
Ahora bien, Job tenía que despojarse de todo esto; y, si comparamos el capítulo 29 con el capítulo 30, podremos formarnos una idea de lo penoso que debió de haber sido el proceso de este despojamiento. Hay un énfasis particular en las palabras: “Pero ahora”, al inicio del capítulo 30. Job traza, entre estos dos capítulos, un agudo contraste entre su pasado y su presente.
En el capítulo 30 él se halla todavía ocupado en sí mismo: todavía es el yo el que predomina; pero ¡ah, cuán cambiado está todo! Los mismos hombres que lo adulaban en los días de su prosperidad, lo tratan con desprecio en el tiempo de su adversidad. Siempre es así en este pobre mundo, falso y engañoso; y bueno es percatarse de ello. Todos, tarde o temprano, terminarán descubriendo la hipocresía de este mundo; la veleidad de aquellos que están prestos a exclamar un día: “¡Hosanna!”, y al otro día: “¡Crucifícale!.” No se debe confiar en el hombre. Todo marcha perfectamente bien mientras el sol brilla; aguardemos, empero, que vengan las heladas ráfagas del viento invernal, y veamos entonces hasta dónde podemos confiar en las altisonantes promesas y declaraciones de la naturaleza. Mientras el «hijo pródigo» tuvo bienes en abundancia para dilapidar, se halló rodeado de multitudes de amigos con quienes compartía sus riquezas; mas cuando comenzó a padecer necesidad, “nadie le daba [nada]” (Lucas 15:16).
Lo mismo ocurrió con Job en el capítulo 30. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el despojamiento de uno mismo y el descubrimiento de la hipocresía y la veleidad del mundo no lo es todo. Uno puede experimentar todas estas cosas y no hallar finalmente más que sinsabores y desilusiones; y tal será el resultado seguro si no elevamos nuestra mirada a Dios. Mientras el corazón no encuentre en Dios su plena satisfacción, cualquier cambio adverso de circunstancias lo dejará sumido en la desolación; entonces, el descubrimiento de la veleidad y la hipocresía de los hombres lo llenará de amargura. Ésta es la explicación del lenguaje que Job emplea en el capítulo 30: “Pero ahora se ríen de mí los más jóvenes que yo, a cuyos padres yo desdeñara poner con los perros de mi ganado” (v. 1). ¿Era éste el espíritu de Cristo? ¿Habría hablado así Job al final del libro? Ciertamente que no; ¡Oh, no, querido lector! Una vez que Job se halló en la presencia de Dios, se terminaron el egotismo del capítulo 29 y la amargura del capítulo 30.
Empero oigamos todavía más expresiones de desahogo: “Hijos de viles, y hombres sin nombre, más bajos que la misma tierra. Y ahora yo soy objeto de su burla, y les sirvo de refrán. Me abominan, se alejan de mí, y aun de mi rostro no detuvieron su saliva. Porque Dios desató su cuerda, y me afligió, por eso se desenfrenaron delante de mi rostro. A la mano derecha se levantó el populacho; empujaron mis pies, y prepararon contra mí caminos de perdición. Mi senda desbarataron, se aprovecharon de mi quebrantamiento, y contra ellos no hubo ayudador. Vinieron como por portillo ancho, se revolvieron sobre mi calamidad” (v. 8-14).
Ahora bien, todo esto — bien podríamos decir — estaba muy pero muy lejos del blanco. Lamentaciones por una grandeza desvanecida y amargas invectivas contra nuestros semejantes, no servirán de nada para el corazón ni manifiestan para nada el espíritu y la mente de Cristo; como tampoco glorificarán su santo Nombre. Si contemplamos a la bendita Persona del Señor, veremos algo completamente diferente: El Señor Jesús, “manso y humilde de corazón”, recibe todo el desprecio de este mundo, sufre el desengaño en medio de su pueblo Israel, y se topa con la incredulidad y los desatinos de sus discípulos. Todo ello Jesús lo asumió diciendo simplemente: “Sí, Padre, porque así te agradó” (Mateo 11:26). Él fue capaz de apartarse de toda la agitación de los hombres y mirar simplemente a Dios, para proferir entonces estas fragantes palabras: “Venid a mí ... y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). Ningún disgusto, amargura, invectivas ni palabras duras u ofensivas podremos encontrar jamás en este graciable Salvador que descendió a este mundo frío y sin corazón para manifestar el perfecto amor de Dios y proseguir su senda de servicio a pesar de todo el odio de los hombres.
Pero el más excelente, el mejor de los hombres, cuando se mide con la vara perfecta de la vida de Cristo, no le llega ni a la sombra. La luz de Su gloria moral pone de manifiesto los defectos y las imperfecciones del más perfecto de los hijos de los hombres, “para que en todo tenga la preeminencia” (Colosenses 1:18). En cuanto a la paciente sumisión a todo lo que fue llamado a soportar, Él sobresale en vívido contraste con un Job o con un Jeremías. Job sucumbió bajo el peso de las pruebas por las que tuvo que pasar. No sólo dejó escapar un torrente de amargas invectivas contra sus semejantes, sino que hasta maldice el día de su nacimiento. “Después de esto abrió Job su boca, y maldijo su día. Y exclamó Job, y dijo: Perezca el día en que yo nací, y la noche en que se dijo: Varón es concebido” (3:1-3).
Encontramos algo idéntico en el caso de Jeremías, ese bienaventurado varón de Dios. Él también, no pudiendo resistir a la presión de las diversas pruebas que se le iban acumulando, dio paso a sus sentimientos con estos amargos acentos: “Maldito el día en que nací; el día en que mi madre me dio a luz no sea bendito. Maldito el hombre que dio nuevas a mi padre, diciendo: Hijo varón te ha nacido, haciéndole alegrarse así mucho. Y sea el tal hombre como las ciudades que asoló Jehová, y no se arrepintió; oiga gritos de mañana, y voces a mediodía, porque no me mató en el vientre, y mi madre me hubiera sido mi sepulcro, y su vientre embarazado para siempre. ¿Para qué salí del vientre? ¿Para ver trabajo y dolor, y que mis días se gastasen en afrenta?” (Jeremías 20:14-18).
¡Qué lenguaje! ¡Sólo piensa en maldecir al hombre que trae las nuevas de su nacimiento! ¡Y lo maldice porque no lo mató en el vientre! Todo esto, tanto en lo que se refiere al patriarca como al profeta, se halla en agudo contraste con el manso y humilde Jesús de Nazaret. Él, el Salvador inmaculado, sufrió pruebas mucho más numerosas y terribles que todos sus servidores juntos. Sin embargo, jamás un solo murmullo brotó de sus labios. Lo soportó todo con paciencia y afrontó la hora más sombría con estas palabras: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Juan 18:11). ¡Bendito Señor, Hijo del Padre, cuán digno eres de nuestra adoración! ¡Nos postramos a tus pies, sumidos en adoración, amor y alabanzas, reconociéndote como Señor de todo! ¡Señalado entre diez mil, y todo Él codiciable (Cantares 5:10,16)!
La historia de los caminos de Dios con las almas que nos presenta este libro constituye el campo más fértil para nuestro estudio; una historia de lo más interesante, sumamente instructiva y provechosa. El principal y gran objetivo de estos designios de Dios con las almas es el de producir una verdadera contrición y humillación de espíritu; apartar de nosotros toda falsa justicia; hacer que nos despojemos de toda confianza en nosotros mismos y enseñarnos a buscar en Cristo nuestro único amparo. Todos tienen que pasar a través de lo que podría denominarse «el proceso de despojamiento y vaciamiento de uno mismo». Unos experimentan este proceso antes de su conversión o nuevo nacimiento; otros, después. Algunos son traídos a Cristo pasando por terribles experiencias y penosos ejercicios de corazón y de conciencia, ejercicios que pueden durar años y, a veces, toda la vida. Otros, en cambio, obtienen esta misma gracia a través de ejercicios de alma relativamente fáciles. Estos últimos se apropian de inmediato de las buenas nuevas del perdón de los pecados que fue posible merced a la muerte expiatoria de Cristo. Su corazón se llena de gozo en seguida. Pero el despojamiento y el vaciamiento del yo viene después y, en muchos casos, puede sacudir al alma desde sus mismos cimientos y hasta hacerla dudar de su propia salvación.
Esto es muy doloroso, pero absolutamente necesario. En efecto, el yo, tarde o temprano, tiene que ser conocido y juzgado. Si uno no aprende a conocerlo en la comunión con Dios, terminará haciéndolo a través de la experiencia amarga de alguna caída; “a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1.ª Corintios 1:29). Y todos nosotros debemos aprender a conocer nuestra absoluta impotencia para todo, a fin de poder gustar la dulzura y el consuelo de esta verdad: que Cristo “nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1.ª Corintios 1:30). Dios quiere vasos vacíos. No lo olvidemos. Es una verdad solemne y necesaria. “Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados.” También leemos: “Jehová dijo así: El cielo es mi trono, y la tierra estrado de mis pies; ¿dónde está la casa que me habréis de edificar, y dónde el lugar de mi reposo? Mi mano hizo todas estas cosas, y así todas estas cosas fueron, dice Jehová; pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Isaías 57:15; 66:1-2).
¡Qué propicias son estas palabras para todos nosotros! Un espíritu contrito y quebrantado constituye una de las necesidades más urgentes de nuestro tiempo. La mayor parte de nuestras calamidades y dificultades pueden atribuirse a esta necesidad. Los progresos que hacemos día a día, en la vida familiar, en la asamblea, en el mundo, en toda nuestra vida práctica, cuando el yo es subyugado y mortificado, son verdaderamente admirables. Miles de cosas que sin este ejercicio serían como una llama que hace arder nuestros corazones, son estimadas como nada cuando nuestras almas se hallan en un estado verdaderamente contrito. Podemos entonces soportar reproches e insultos; pasar por alto menosprecios y afrentas; pisotear nuestros caprichos, predilecciones y prejuicios, como así también ceder ante otros cuando no se vean comprometidos principios fundamentales; estar dispuestos a toda buena obra, manifestar una agradable anchura de corazón en todas nuestras relaciones, y ser menos rígidos en nuestro trato con los demás de modo de adornar la doctrina de Dios nuestro Salvador. Pero, ¡ay, cuán a menudo ocurre lo contrario con nosotros! Manifestamos un temperamento reacio, inflexible; bregamos en favor de nuestros derechos; nos inclinamos hacia todo lo que nos otorgue algún beneficio; buscamos nuestros propios intereses personales; queremos imponer nuestras propias ideas. Todo esto demuestra claramente que nuestro yo no es ponderado ni juzgado de forma habitual en la presencia de Dios.
Sin embargo, lo repetimos con énfasis: Dios quiere vasos vacíos. Nos ama demasiado para dejarnos en nuestra dureza y tozudez; y por eso estima conveniente hacernos pasar a través de todo tipo de ejercicios a fin de traernos a un estado de alma en que pueda utilizarnos para su gloria. Es necesario que la voluntad sea quebrantada, que la confianza propia, la autosatisfacción y el orgullo sean arrancados de cuajo. Dios se valdrá de las escenas y circunstancias por las que tenemos que pasar, así como de las personas con que nos relacionamos en la vida diaria, a fin de disciplinar nuestro corazón, y quebrantar nuestra voluntad. Y, además, él mismo tratará directamente con nosotros a fin de lograr estos formidables resultados prácticos.
Todo esto se revela con gran claridad en el libro de Job, tornando sus páginas sumamente atractivas y fructíferas. Es muy evidente que Job necesitaba ser fuertemente zarandeado. Podemos estar seguros de que si ello no hubiera sido necesario, el Dios de gracia y de bondad no lo habría hecho pasar por semejantes pruebas. Sin duda, no fue sin un propósito que Dios permitió a Satanás disparar sus mortíferas flechas sobre Su amado siervo. Podemos afirmar, con absoluta seguridad, que Dios no habría procedido de esa forma si el estado de Job no lo hubiera necesitado. Dios amaba a Job con un amor perfecto; pero se trataba de un amor sabio y fiel, un amor que tenía en cuenta todos los detalles de su vida, y que podía penetrar en el corazón de este amado siervo de Dios, y descubrir una profunda y maligna raíz moral que Job jamás había visto ni juzgado. ¡Qué gracia es tener que ver con tal Dios! ¡Qué gracia es estar en las manos de Aquel que no escatima penas cuando tiene que avasallar en nosotros todo cuanto sea contrario a Él, y labrar Su bendita imagen en nosotros!
Pero, querido lector, ¿no hay algo profundamente interesante en el hecho de que Dios puede hasta servirse de Satanás como instrumento para la disciplina de Su pueblo? Vemos esto en la vida del apóstol Pedro, lo mismo que en la del patriarca Job. Pedro tenía que ser zarandeado, y Satanás fue utilizado para cumplir esta tarea: “Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo” (Mateo 26:31). Allí también había una necesidad imperiosa. Había una raíz profunda en el corazón de Pedro que tenía que ser puesta al descubierto: la raíz de la confianza en sí mismo. Y su fiel Señor consideró absolutamente necesario hacerlo pasar a través de un proceso severo y doloroso a fin de que esa raíz fuese traída a la luz y juzgada. Por eso se le permitió a Satanás zarandear a Pedro para que se condujese con mesura todos los días de su vida, y jamás volviese a confiar en su propio corazón. Dios quiere vasos vacíos, ya sea que se trate de un patriarca o de un apóstol. Todo, en el hombre, tiene que ser ablandado y sojuzgado a fin de que la gloria divina resplandezca en él con un brillo inextinguible. Si Job hubiese conocido este gran principio, si hubiese captado el objetivo divino, ¡cuán diferentemente se habría conducido! Pero él — como nosotros — tenía que aprender su lección; y el Espíritu Santo, en el texto inspirado, nos relata la manera en que Job aprendió esta lección, para que así también nosotros podamos sacar provecho de ella.
Sigamos leyendo el relato.
“Un día vinieron a presentarse delante de Jehová los hijos de Dios, entre los cuales vino también Satanás. Y dijo Jehová a Satanás: ¿De dónde vienes? Respondiendo Satanás a Jehová, dijo: De rodear la tierra y de andar por ella. Y Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal? Respondiendo Satanás a Jehová, dijo: ¿Acaso teme Job a Dios de balde? ¿No le has cercado alrededor a él y a su casa y a todo lo que tiene? Al trabajo de sus manos has dado bendición; por tanto, sus bienes han aumentado sobre la tierra. Pero extiende ahora tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia” (1:6-11).
¡Qué escena tenemos aquí de la malicia de Satanás! ¡Qué extraordinario testimonio de la manera en que él vigila y considera los caminos y las obras del pueblo de Dios! ¡Cuán perfectamente conoce el carácter humano! ¡Qué íntimo conocimiento posee de la mente y del estado moral del hombre! ¡Qué cosa terrible es caer en sus manos! Él está siempre al acecho, siempre listo — si Dios se lo permite — a emplear todo su maligno poder contra los cristianos.
¡Qué solemne es pensar en todo esto! ¡Debería inducirnos a seguir una senda humilde y vigilante en medio de la escena donde Satanás ejerce su dominio! Él se halla absolutamente impotente frente a una alma que permanece en la dependencia y obediencia; y — bendito sea Dios — Satanás no puede, en ningún caso, traspasar el límite trazado por prescripción divina. Así sucedió con Job: “Dijo Jehová a Satanás: He aquí, todo lo que tiene está en tu mano; solamente no pongas tu mano sobre él” (v. 12).
Aquí, pues, se le permite a Satanás extender su mano sobre las posesiones de Job, arrebatarle sus hijos y despojarle de todas sus riquezas. Y ciertamente no perdió un instante para llevar a cabo su obra. Con notable rapidez cumplió su misión. Un golpe tras otro caía sucesivamente sobre la cabeza del devoto patriarca. A duras penas uno de sus mensajeros pudo transmitirle su triste noticia; en seguida aparece otro con una noticia aún más terrible, hasta que por fin el afligido siervo de Dios “se levantó, y rasgó su manto, y rasuró su cabeza, y se postró en tierra y adoró, y dijo: Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito. En todo esto no pecó Job, ni atribuyó a Dios despropósito alguno” (1:20-22).
Todo esto es profundamente conmovedor. Ser privado en un santiamén de sus diez hijos y luego rebajado de las riquezas de un príncipe a la penuria absoluta, era, humanamente hablando, motivo suficiente para tambalear. ¡Qué notable contraste entre las primeras y las últimas líneas del primer capítulo! Al principio, vemos a Job rodeado de una numerosa familia, y gozando de sus muchas posesiones; mientras que, a lo último, lo vemos abandonado, sumido en la pobreza y desnudez. ¡Y pensar que fue Satanás quien — con permiso, y aun por encargo, de Dios — lo había reducido a este estado! Y ¿para qué se hizo todo esto? Para el provecho permanente y profundo de la preciosa alma de Job. Dios veía que su siervo necesitaba aprender una lección; y consideraba, además, que tal lección sólo podía enseñarse haciendo pasar a Job por una prueba penosa — por una ordalía — cuya sola mención llena la mente de solemne temor. Dios no dejará de enseñar a Sus hijos, aun si tuviere que despojarlos de todo a lo que el corazón se apega en este mundo.
Pero debemos seguir a nuestro patriarca en aguas todavía más profundas.
“Aconteció que otro día vinieron los hijos de Dios para presentarse delante de Jehová, y Satanás vino también entre ellos presentándose delante de Jehová. Y dijo Jehová a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal, y que todavía retiene su integridad, aun cuando tú me incitaste contra él para que lo arruinara sin causa? Respondiendo Satanás, dijo a Jehová: Piel por piel, todo lo que el hombre tiene dará por su vida. Pero extiende ahora tu mano, y toca su hueso y su carne, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia. Y Jehová dijo a Satanás: He aquí, él está en tu mano; mas guarda su vida. Entonces salió Satanás de la presencia de Jehová, e hirió a Job con una sarna maligna desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza. Y tomaba Job un tiesto para rascarse con él, y estaba sentado en medio de ceniza. Entonces le dijo su mujer: ¿Aún retienes tu integridad? Maldice a Dios, y muérete. Y él le dijo: Como suele hablar cualquiera de las mujeres fatuas, has hablado. ¿Qué? ¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos? En todo esto no pecó Job con sus labios” (2:1-10).
Éste es un pasaje muy notable. Nos instruye acerca del lugar que ocupa Satanás respecto del gobierno de Dios. Él no es más que un instrumento; y, si bien está siempre listo para acusar al pueblo de Dios, no puede hacer nada sino sólo lo que Dios le permite. Sus esfuerzos, en lo que a Job se refiere, se vieron frustrados y, tras agotar sus últimos recursos, desaparece, y no oímos nada más acerca de sus maniobras en el resto del libro, cualesquiera pudiesen haber sido sus intenciones. Job dio muestras de que pudo guardar su integridad; y, si las cosas hubieran terminado aquí, su paciencia en los sufrimientos no habría hecho otra cosa que robustecer las raíces de su propia justicia y alimentar su autosatisfacción. “Habéis oído — dice Santiago — de la paciencia de Job, y habéis visto el fin del Señor, que el Señor es muy misericordioso y compasivo” (Santiago 5:11). Si se hubiera tratado simplemente de una cuestión de la paciencia de Job, él habría tenido así más motivos para seguir confiando en sí mismo, y “el fin del Señor” no se habría alcanzado. Pues — y nunca lo olvidemos — la misericordia y la compasión del Señor sólo pueden ser gustadas por aquellos de espíritu contrito y corazón quebrantado. Ahora bien, Job no podía ser contado entre éstos, por más que estuviera sentado en medio de las cenizas. Él todavía no había quebrado por completo su cerviz delante de Dios. Todavía era el gran hombre — tan grande en sus infortunios como lo fuera en los tiempos de su prosperidad — ; tan grande bajo los vientos violentos y erosivos de la adversidad como lo era bajo el sol radiante de sus días mejores y más esplendorosos. El corazón de Job no había sido aún alcanzado. No estaba aún preparado para exclamar: “He aquí que yo soy vil”, ni había aprendido todavía a decir: “Me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (40:4; 42:6).
Estamos deseosos de que el lector capte con claridad este punto. Constituye, en gran parte, la clave de todo el libro de Job. El objetivo divino era exponer a los ojos de Job las profundidades de su propio corazón, a fin de que aprendiera a deleitarse en la gracia y la misericordia de Dios, y no en su propia bondad, la cual era “como nube de la mañana, y como el rocío de la madrugada, que se desvanece” (Oseas 6:4). Job era un verdadero santo de Dios; todas las acusaciones de Satanás se desplomaron en su propia cara; no obstante, Job seguía sin ser un vaso vacío y, por ende, no estaba preparado para “el fin del Señor”, ese fin bendito para todo corazón contrito, un fin caracterizado por la misericordia y la compasión. Dios — bendito sea su nombre — no tolerará que Satanás nos acuse; pero Él quiere hacernos ver qué hay en nuestro corazón a fin de que nos juzguemos a nosotros mismos y aprendamos a desconfiar de nuestros propios corazones y a descansar en la inquebrantable firmeza de su gracia.
Hasta ahora vemos que Job “retiene su integridad.” Enfrenta con calma las terribles aflicciones que Satanás le ocasionó con el permiso de Dios; y, además, rechaza el insensato consejo de su mujer. En una palabra, acepta todo como proveniente de la mano de Dios, e inclina su cabeza ante Sus misteriosas dispensaciones.
Todo esto sin duda era bueno. Sin embargo, la llegada de los tres amigos de Job produce un cambio notable. Su sola presencia, el mero hecho de ser testigos oculares de su miseria, influyó en él de una manera sorprendente. “Y tres amigos de Job, Elifaz temanita, Bildad suhita, y Zofar naamita, luego que oyeron todo este mal que le había sobrevenido, vinieron cada uno de su lugar; porque habían convenido en venir juntos para condolerse de él y para consolarle. Los cuales, alzando los ojos desde lejos, no lo conocieron, y lloraron a gritos; y cada uno de ellos rasgó su manto, y los tres esparcieron polvo sobre sus cabezas hacia el cielo. Así se sentaron con él en tierra por siete días y siete noches, y ninguno le hablaba palabra, porque veían que su dolor era muy grande” (2:11-13).
Bien podemos creer que estos tres hombres estaban motivados, ante todo, por buenos sentimientos hacia Job; y no les significó un gran sacrificio de su parte tener que dejar sus hogares para venir a condolerse de su acongojado y afligido amigo. Todo esto lo podemos comprender sin mayor dificultad. Pero es evidente que su presencia tuvo el efecto de despertar en el corazón de Job sentimientos y pensamientos que hasta entonces habían permanecido dormidos. Él había soportado con resignación la pérdida de sus hijos, de sus bienes y de su salud. Satanás había sido repelido, y el consejo de su mujer, rechazado. Pero la presencia de sus amigos abatió por completo el espíritu de Job. “Después de esto abrió Job su boca, y maldijo su día” (3:1).
Esto es muy notable. Sus amigos, por lo visto, no habían pronunciado una sola palabra. Se sentaron en absoluto silencio, con sus vestiduras rasgadas y sus cabezas cubiertas de polvo, contemplando una aflicción tan profunda que era imposible de sondear. Job mismo fue quien rompió el silencio. Todo el tercer capítulo consiste en un desahogo de sus amargos lamentos, evidenciando así, tristemente, un espíritu indómito. Podemos decir con seguridad que es imposible que alguien que haya aprendido a decir en alguna medida: “Hágase tu voluntad”, pueda alguna vez maldecir el día en que nació o emplear el lenguaje que vemos en el tercer capítulo de nuestro libro. Sin duda, alguno puede decir: «Es fácil hablar cuando a uno jamás le ha tocado tener que soportar las terribles pruebas de Job.» Esto es muy cierto; y podemos agregar que ningún otro hombre habría obrado mejor en semejantes circunstancias. Todo esto lo comprendemos perfectamente; pero no cambia en absoluto la gran enseñanza moral del libro de Job, enseñanza que tenemos el privilegio de aprender. Job era un verdadero santo de Dios; pero él — como todos nosotros — necesitaba conocerse a sí mismo. Necesitaba que las raíces ocultas de su ser moral fuesen descubiertas a sus propios ojos, de modo que pudiese verdaderamente aborrecerse y arrepentirse en polvo y ceniza. Y necesitaba, además, tener una percepción más profunda y verdadera de lo que Dios era, para así poder confiar en Él y justificarle en todas las circunstancias.
Todas estas cosas, empero, las buscaremos en vano en el primer discurso de Job. “Y exclamó Job, y dijo: Perezca el día en que yo nací, y la noche en que se dijo: Varón es concebido ... ¿Por qué no morí yo en la matriz, o expiré al salir del vientre?” (3:2,3,11). Éstos no son los acentos de un espíritu contrito y quebrantado, ni de alguien que ha aprendido a decir: “Sí Padre, porque así te agradó” (Mateo 11:26). Se ha alcanzado un hito importante en la historia del alma cuando se es capaz de inclinarse mansamente ante todas las dispensaciones de la mano de nuestro Padre. Una voluntad quebrantada es un don precioso y extraordinario. Se ha alcanzado un grado elevado en la escuela de Cristo cuando se es capaz de decir: “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación” (Filipenses 4:11). Pablo tuvo que aprender esto. No era conforme a su naturaleza; y seguramente jamás lo habría aprendido a los pies de Gamaliel. Tuvo que quebrarse por completo a los pies de Jesús de Nazaret antes de poder decir desde el fondo de su corazón: «Estoy contento.» Tuvo que sopesar el significado de estas palabras: “Bástate mi gracia”, antes de poder “gozarse en las debilidades” (2.ª Corintios 10:9-10). El hombre que fue capaz de emplear este lenguaje es el antípoda del que pudo maldecir el día en que nació, y exclamar: “Perezca el día en que yo nací.” Piense sólo en un santo de Dios, en un heredero de la gloria, diciendo: “Perezca el día en que yo nací.” ¡Ah, si Job hubiera estado en la presencia de Dios, nunca habría podido pronunciar semejantes palabras! Habría sabido perfectamente bien por qué había quedado con vida. Habría tenido un sentido claro y satisfactorio para su alma de lo que Dios tenía reservado para él. Habría justificado a Dios en todas las cosas. Pero Job no se hallaba en la presencia de Dios, sino en la de sus amigos, los cuales demostraron claramente tener poco — o ningún — conocimiento del carácter de Dios y del verdadero objetivo de Sus designios para con Su querido siervo Job.
Discursos De Los Amigos De Job
No es de ninguna manera nuestro propósito realizar un examen minucioso de las extensas discusiones que se sucedieron entre Job y sus amigos, discusiones que abarcan más de 29 capítulos. Sólo citaremos algunos fragmentos de los discursos de los tres amigos, lo cual posibilitará al lector formarse una idea del verdadero terreno en el que se hallan estos errados hombres.
Elifaz Y La Experiencia
Elifaz es el primero en tomar la palabra. “Entonces respondió Elifaz temanita, y dijo: Si probáremos a hablarte, te será molesto; pero ¿quién podrá detener las palabras? He aquí, tú enseñabas a muchos y fortalecías las manos débiles; al que tropezaba enderezaban tus palabras, y esforzabas las rodillas que decaían. Mas ahora que el mal ha venido sobre ti, te turbas. ¿No es tu temor a Dios tu confianza? ¿No es tu esperanza la integridad de tus caminos? Recapacita ahora; ¿qué inocente se ha perdido? Y ¿en dónde han sido destruidos los rectos? Como yo he visto, los que aran iniquidad y siembran injuria, la siegan” (4:1-8). Asimismo: “Yo he visto al necio que echaba raíces, y en la misma hora maldije su habitación” (5:3; véase también 15:17).
A partir de estas declaraciones resulta evidente que Elifaz pertenecía a esa clase de gente que le gusta argüir basándose en su propia experiencia. Su máxima era: “Yo he visto.” Ahora bien, es posible que lo que «hayamos visto», hasta donde fuere, sea absolutamente verdadero. Pero es un error garrafal hacer de nuestra experiencia individual una regla general; no obstante, miles tienen esta inclinación. ¿Qué tenía que ver, por ejemplo, la experiencia de Elifaz con la situación de Job? Tal vez él jamás se encontró con otro caso exactamente igual al de Job; y con que hubiera habido un solo rasgo de disparidad entre los dos casos, todo el argumento basado en la experiencia de uno de ellos, no habría sido de ninguna utilidad para el otro. Y esto se hace patente en lo sucedido con Job: tan pronto como Elifaz terminó de hablar, Job — quien no le había prestado la más mínima atención — prosiguió hablando de sus propias aflicciones, intercalando palabras de justificación propia y amargas recriminaciones contra los designios de Dios (caps. 6 y 7).
Bildad Y La Tradición
Bildad es el segundo en hablar. Él se emplaza sobre un terreno completamente diferente del de su amigo. No menciona ni una sola vez sus experiencias ni lo que era resultado de su propia observación. Apela a la antigüedad. “Porque pregunta ahora a las generaciones pasadas, y disponte para inquirir a los padres de ellas; pues nosotros somos de ayer, y nada sabemos, siendo nuestros días sobre la tierra como sombra. ¿No te enseñarán ellos, te hablarán y de su corazón sacarán palabras?” (8:8-10).
Ahora bien, debemos admitir que Bildad nos conduce a un campo mucho más vasto que el de Elifaz. La autoridad de una multitud de «padres» tiene mucho más peso y respetabilidad que la experiencia de un simple individuo. Por otro lado, dejarse guiar por la voz de una multitud de hombres sabios y eruditos sabe mucho más a modestia que hacerlo por la luz de la experiencia de tan sólo uno de ellos. Pero el asunto es que ni la experiencia ni la tradición servirán de algo. La primera, hasta donde llega, puede ser verdadera; pero a duras penas hallaremos a dos personas cuyas experiencias coincidan de forma exacta. En cuanto a la última, es un raudal de confusión; pues un padre difiere de otro, y nada puede ser más voluble e incierto que la voz de la tradición o la autoridad de los padres.
En consecuencia, como era de esperarse, las palabras de Bildad no hicieron más mella en Job que las de Elifaz. El uno estaba tan lejos de la verdad como el otro. Si ellos hubieran apelado a la revelación divina, ¡cuán diferentes habrían sido los resultados! La verdad de Dios es la única regla, la única gran autoridad. Es según su medida que todo debe ser medido; y todos, tarde o temprano, habrán de inclinarse bajo su autoridad. Ninguno tiene derecho a establecer su experiencia como regla para los demás. Y si ningún hombre tiene este derecho, tampoco lo tiene una multitud de hombres. En otras palabras, es la voz de Dios — no la voz del hombre — la que nos debe gobernar. Ni la experiencia ni la tradición, sino la Palabra de Dios sola es la que pronunciará el juicio en el día postrero. ¡Hecho solemne e importante! ¡No lo perdamos nunca de vista! Si Bildad y Elifaz hubieran discernido esto, sus palabras habrían ejercido mucha más influencia en su afligido amigo.
Zofar Y El Legalismo
Consideremos ahora brevemente la primera parte del discurso de Zofar naamatita:
“¡Oh, quién diera que Dios hablara, y abriera sus labios contigo, y te declarara los secretos de la sabiduría, que son de doble valor que las riquezas! Conocerías entonces que Dios te ha castigado menos de lo que tu iniquidad merece.” Leemos también: “Si tú dispusieres tu corazón, y extendieres a él tus manos; si alguna iniquidad hubiere en tu mano, y la echares de ti, y no consintieres que more en tu casa la injusticia, entonces levantarás tu rostro limpio de mancha, y serás fuerte, y nada temerás” (11:5-6; 13-15).
Estas palabras saben fuertemente a legalismo. Muestran claramente que Zofar no tenía un sentido justo del carácter de Dios. No conocía a Dios. Ninguno que posea un verdadero conocimiento de Dios podría hablar de Él como de alguien que abre su boca contra un pobre pecador afligido o que exige algo de una criatura desvalida y necesitada. Dios — bendito sea su Nombre por siempre — no es contra nosotros, sino por nosotros (Romanos 8:31). Él no es un exactor o demandante legal, sino un generoso dador. Fijémonos en los últimos versículos que leímos; Zofar dice: “Si tú dispusieres tu corazón” (v. 13). Ahora bien, ¿qué pasaría si Job no hubiera dispuesto su corazón? Es cierto que un hombre debería tener siempre dispuesto su corazón; pero ello será posible en tanto y en cuanto su estado moral sea bueno. Job, lamentablemente, no se hallaba en un buen estado, por lo que, cuando intenta disponer su corazón, no encuentra en él otra cosa que iniquidad. Y ¿qué debería hacer entonces? Zofar no se lo podía decir — como tampoco se lo podía decir ninguno de su escuela — . Ellos solamente conocían a Dios como un severo opresor, como alguien que sólo abre su boca para hablar contra el pecador.
¿Habremos, pues, de asombrarnos de que Zofar estuviera tan lejos de redargüir a Job como sus dos compañeros? Todos ellos estaban completamente equivocados. La tradición, la experiencia y el legalismo son todos igualmente defectuosos, limitados y falsos. Ninguna de estas tres cosas — ni las tres juntas — podían ser de ayuda para Job. Ellas sólo “oscurecían el consejo con palabras sin sabiduría” (38:2). Ninguno de los tres amigos comprendió a Job; es más, ellos no conocían ni el carácter de Dios ni su propósito respecto de la prueba de su querido siervo. Estaban completamente en el error. No sabían cómo presentar a Dios ante Job, y, por consiguiente, tampoco supieron llevar la conciencia de su amigo a la presencia misma de Dios. En lugar de conducirlo al juicio de sí mismo, sólo contribuyeron a su propia justificación. No introdujeron a Dios en sus pláticas. Dijeron algunas cosas verdaderas, pero no poseían la verdad. Sacaron a relucir sus experiencias, su tradición y su legalismo, pero no expusieron la verdad.
Por esta razón, los tres amigos no pudieron persuadir a Job. Su ministerio era de una naturaleza parcial y, en vez de taparle la boca a Job, sólo lograron llevarlo a un campo de discusión que parecía interminable. Job, entonces, no deja de contestarles palabra por palabra, y de agregar muchas más: “Ciertamente — afirma — vosotros sois el pueblo, y con vosotros morirá la sabiduría. También tengo yo entendimiento como vosotros; no soy yo menos que vosotros; ¿y quién habrá que no pueda decir otro tanto?” “Porque ciertamente vosotros sois fraguadores de mentira; sois todos vosotros médicos nulos. Ojalá callarais por completo, porque esto os fuera sabiduría.” “Muchas veces he oído cosas como éstas; consoladores molestos sois todos vosotros. ¿Tendrán fin las palabras vacías? ¿O qué te anima a responder? También yo podría hablar como vosotros, si vuestra alma estuviera en lugar de la mía; yo podría hilvanar contra vosotros palabras, y sobre vosotros mover mi cabeza.” “¿Hasta cuándo angustiaréis mi alma, y me moleréis con palabras? Ya me habéis vituperado diez veces; ¿no os avergonzáis de injuriarme?.” “¡Oh, vosotros mis amigos, tened compasión de mí, tened compasión de mí! Porque la mano de Dios me ha tocado” (12:2-3; 13:4-5; 16:2-4; 19:2-3,21).
Todas estas expresiones demuestran que Job estaba lejos de tener ese espíritu quebrantado y esa actitud humilde que surgen como resultado de estar en la presencia de Dios. Sin duda, sus amigos estaban errados, completamente errados en sus nociones acerca de Dios al igual que en su manera de tratar con él. Pero sus errores no justificaban a Job. Si su conciencia hubiera estado en la presencia de Dios, él no habría replicado a sus amigos, aun cuando su error hubiese sido mil veces más grande y su manera de tratarlo mil veces más severa. Habría inclinado humildemente su cabeza y permitido que la marea de los reproches y las acusaciones lo arrollara. Se habría beneficiado con la misma severidad de sus amigos al considerarla como una disciplina saludable para su corazón. Pero no; Job aún no había logrado acabar consigo mismo. Se justificaba a sí mismo, profería invectivas contra sus semejantes y estaba lleno de pensamientos erróneos acerca de Dios. Necesitaba otro ministerio que lo guiara a una actitud correcta de alma delante de Dios.
Cuanto más detenidamente estudiamos las extensas discusiones que se sucedieron entre Job y sus amigos, más claramente advertimos la imposibilidad de que ellos alguna vez llegaran a entenderse. Job estaba empeñado en justificarse a sí mismo; mientras que sus amigos trataban por todos los medios de inculparlo. Él permanecía inquebrantable, indoblegable; y el trato equivocado de sus amigos sólo logró endurecer aún más su postura. Si tanto él como ellos hubieran adoptado otra actitud, las cosas habrían resultado totalmente diferentes. Si Job se hubiera condenado a sí mismo, si hubiera asumido una posición humilde, si hubiera considerado que no era nada ni nadie, no habría dado lugar a que sus amigos le dijeran nada. Y si, por otro lado, ellos se hubieran dirigido a él con suavidad, con ternura y con dulzura, habrían tenido mayor probabilidad de ablandar su corazón. Como estaban dadas las cosas, no se vislumbraba ninguna salida. Job no podía ver nada malo en sí mismo; sus amigos no podían ver nada bueno en él. Él estaba firmemente decidido a mantener su integridad; ellos, en cambio, a escarbar hasta encontrar defectos y manchas. No había ningún acercamiento entre ellos, ninguna base común sobre la cual entenderse. Job no mostraba indicios de arrepentimiento; ellos no tenían ninguna compasión de él. Viajaban en dirección opuesta y, por ende, jamás podían encontrarse. Concretamente, hacía falta un ministerio de una naturaleza completamente diferente; y este ministerio es introducido en la persona de Eliú.
El Acertado Ministerio De Eliú
“Cesaron estos tres varones de responder a Job, por cuanto él era justo a sus propios ojos. Entonces Eliú hijo de Baraquel buzita, de la familia de Ram, se encendió en ira contra Job, por cuanto se justificaba a sí mismo más que a Dios. Asimismo se encendió en ira contra sus tres amigos, porque no hallaban qué responder, aunque habían condenado a Job” (32:1-3).
Eliú, con una lucidez y un vigor extraordinarios, va al nudo del problema en cada una de las partes. Resume, en dos breves sentencias, las extensas discusiones que abarcaron 29 capítulos. Job se justificaba a sí mismo en vez de justificar a Dios; sus amigos, por otro lado, lo habían condenado en vez de guiarlo al enjuiciamiento de sí mismo.
Es de trascendental importancia moral ver que cuando nos justificamos a nosotros mismos, condenamos a Dios; en tanto que, cuando nos condenamos, lo justificamos a Él. “La sabiduría es justificada por todos sus hijos” (Lucas 7:35). Ésta es una gran verdad. El corazón realmente contrito y quebrantado reivindicará a Dios cueste lo que costare. “Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso; como está escrito: Para que seas justificado en tus palabras, y venzas cuando fueres juzgado” (Romanos 3:4). Dios, finalmente, habrá de quedar victorioso; y darle a él la primacía ahora, es el camino de la verdadera sabiduría. Tan pronto como el alma es humillada mediante el recto juicio de sí misma, Dios, con toda la majestad de su gracia, se presenta ante ella como Justificador. Pero entretanto seamos gobernados por un espíritu de justificación propia y de autosatisfacción, desconoceremos por completo la sublime bienaventuranza del hombre a quien Dios le imputa justicia sin obras. La mayor insensatez de la que uno puede ser culpable es la de justificarse a sí mismo; ya que Dios, en tal caso, tendrá que imputarle pecado. Pero la verdadera sabiduría consiste en condenarse totalmente a sí mismo; pues, de ese modo, Dios se vuelve Justificador.
Pero Job todavía no había aprendido a caminar por esta senda maravillosa y bendita. Todavía estaba revestido de su propia justicia. Todavía hallaba plena complacencia en sí mismo. Por ello Eliú se encendió en ira contra él. La ira habrá de caer seguramente sobre la propia justicia. No podría ser de otra manera. El único terreno legítimo para el pecador es el de un sincero arrepentimiento. Allí no encuentra más que la pura y preciosa gracia que reina “por la justicia mediante Jesucristo, Señor nuestro.” En ella permanece inconmovible por siempre. A la propia justicia no le espera otra cosa que la ira; mas al yo juzgado, sólo la gracia.
Querido lector, recuerde esto. Deténgase unos instantes y considere. ¿En qué terreno se halla Ud.? ¿Se ha inclinado ante Dios con un verdadero arrepentimiento? ¿Se ha medido de veras alguna vez en Su santa presencia? ¿O se halla en el terreno de su propia justicia, de su justificación personal y de su autosatisfacción? Le rogamos encarecidamente que sopese estas solemnes preguntas. No las deseche. Nuestro deseo es llegar al corazón y a la conciencia del lector. No apuntamos meramente a su entendimiento, a su mente o a su intelecto. Sin duda, es bueno tratar de iluminar el entendimiento por la Palabra de Dios; pero lo lamentaríamos profundamente si todo nuestro trabajo tuviera que terminar allí. Hay mucho más que esto. Dios quiere obrar en el corazón, en el alma, en el hombre interior. Quiere tenernos delante de él en nuestro estado real. De nada vale que edifiquemos sobre nuestra propia opinión; pues nada puede ser más seguro que el hecho de que toda nuestra obra, construida con tales materiales, será demolida. El día del Señor estará contra todo ensalzamiento y altivez; es sabio, pues, ocupar ahora una posición humilde y tener un corazón culpable; ya que, cuando somos humildes, apreciamos con la mayor claridad a Dios y a su salvación. ¡Que el lector penetre, con el poder del Espíritu, en la realidad de todas estas cosas! ¡Que todos recordemos que Dios se deleita en ver un espíritu contrito y quebrantado, y que él siempre halla su morada con los tales, mas al altivo mira de lejos!
Así pues, podemos entender por qué la ira de Eliú se enciende contra Job. Él estaba del lado de Dios. Job, en cambio, no. No oímos hablar de Eliú sino hasta el capítulo 32, aunque es del todo evidente que había sido un atento oyente durante toda la discusión. Había prestado oídos pacientemente a las dos partes, hallando que ambas estaban equivocadas. Job hizo mal en tratar de defenderse; sus amigos, en tratar de condenarlo.
¡Cuán a menudo ocurre lo mismo con nosotros en nuestras discusiones y controversias! ¡Oh, qué tristes manifestaciones son éstas! En el noventa y nueve por ciento de los casos de disputas entre personas, se hallará el mismo resultado que el que vemos en Job y sus amigos. Un poco de contrición en una de las partes, o un poco de suavidad en la otra, contribuirían de forma significativa a zanjar la cuestión. Naturalmente que no nos referimos a las situaciones en que se ve comprometida la verdad de Dios. En estas últimas, uno debe ser denodado, decidido e inflexible. Ceder cuando está en juego la verdad de Dios o la gloria de Cristo, no sería otra cosa que deslealtad a Aquel a quien le debemos todo. Clara decisión y una tenaz firmeza es lo único que nos conviene siempre que se trate de los derechos de Aquel bendito que, para asegurar nuestros intereses, lo sacrificó todo, hasta su propia vida. Que Dios nos guarde de dejar escapar una palabra o de escribir una sola línea que tienda a debilitar la fuerza con que tenemos asida la verdad o a disminuir nuestro ardor en la contienda por la fe que ha sido una vez dada a los santos. ¡Oh, no, querido lector!; éste no es momento para desceñir los lomos, deponer los arneses ni rebajar la medida de las normas divinas. Todo lo contrario. Nunca como hoy existió tan urgente necesidad de tener ceñidos nuestros lomos con la verdad, los pies calzados y de mantener la norma de los principios divinos en toda su integridad. Decimos estas cosas con reflexión. Las decimos a causa de los múltiples esfuerzos del enemigo por empujarnos fuera del terreno de la pura verdad al señalarnos las faltas de aquellos que han fracasado en mantener una conducta pura. ¡Ayayay, hay fracasos, tristes y humillantes fracasos! No lo negamos; ¿quién se atrevería a hacerlo? Es demasiado patente, demasiado flagrante, demasiado grosero. Nuestro corazón se desgarra cuando pensamos en ello. El hombre falla siempre y en todas partes. Su historia, desde el Edén hasta nuestros días, lleva la marca del fracaso. Todo esto es innegable; pero — bendito sea su Nombre — el fundamento de Dios está firme, y el fracaso humano no puede tocarlo jamás. Dios es fiel. Él conoce a los suyos; y todo aquel que invoca el nombre de Cristo debe apartarse de la iniquidad (2.ª Timoteo 2:19). No creemos — ni podemos creer — que para mejorar nuestra conducta debamos abatir la bandera de los principios de Dios. Humillémonos delante de nuestros fracasos; pero nunca abandonemos la preciosa verdad de Dios.
Todo esto es una digresión que nos permitimos con el objeto de evitar que al haber urgido en el lector la importancia de cultivar un espíritu quebrantado y dócil, éste pudiera haber inferido que con ello quisimos decir que es necesario abandonar una jota o una tilde de la divina revelación. Ahora regresemos a nuestro tema.
El ministerio de Eliú tiene características muy peculiares y notables. Eliú se halla en vívido contraste con los tres amigos. Su nombre significa «Dios es él» y, sin duda, podemos considerarlo como un tipo de nuestro Señor Jesucristo. Eliú pone a Dios en escena, y pone fin también a las tediosas contiendas y disputas que se sucedieron entre Job y sus amigos. Él no discurre basándose en la experiencia; tampoco apela a la tradición ni profiere los acentos del legalismo, sino que introduce a Dios. Es la única forma de poner fin a las controversias, de apaciguar los altercados y de hacer el alto el fuego en una guerra de palabras. Oigamos las palabras de este notable personaje:
“Y Eliú había esperado a Job en la disputa, porque los otros eran más viejos que él. Pero viendo Eliú que no había respuesta en la boca de aquellos tres varones, se encendió en ira” (32:4-5). Nótese esto: “No había respuesta.” En todos sus razonamientos, en todos sus argumentos, en todas sus alusiones a la experiencia, al legalismo y a la tradición, “no había respuesta.” Esto es muy instructivo. Los amigos de Job habían recorrido, por decirlo así, un vasto campo; habían dicho muchas cosas ciertas y esgrimido muchas objeciones; pero, nótese bien, no habían hallado ninguna respuesta. No está dentro de los alcances de la tierra ni de la naturaleza hallar una respuesta para un corazón que tiene asida su propia justicia. Dios solamente puede dar la justa respuesta, como lo veremos a continuación. En ningún otro sino en Dios, el corazón no quebrantado puede hallar una réplica siempre pronta. Esto resulta obvio en la historia que estamos considerando. Los tres amigos de Job no hallaron ninguna respuesta. “Y respondió Eliú hijo de Baraquel buzita, y dijo: Yo soy joven, y vosotros ancianos; por tanto, he tenido miedo, y he temido declararos mi opinión. Yo decía: los días hablarán [pero, ¡ay! o bien ellos no hablarán en absoluto o bien dirán un gran número de errores y necedades] y la muchedumbre de años declarará sabiduría. Ciertamente espíritu hay en el hombre, y el soplo [o la inspiración] del Omnipotente le hace que entienda” (v. 6-8). Aquí la luz divina — la luz de la inspiración — comienza a fluir sobre la escena y a disipar las espesas nubes de polvo que se generaron por una disputa de palabras. Tan pronto como este bienaventurado siervo del Señor abre sus labios, se dejan sentir la autoridad y el peso moral de sus palabras. Es evidente que nos hallamos en presencia de un hombre que habla como los oráculos de Dios; un hombre que se halla perceptiblemente en la presencia divina. No se trata de alguien que recurre a la magra bodega de su limitada y deficiente experiencia, ni de uno que apela a la venerable antigüedad, a la desconcertante tradición o a las contradictorias voces de los Padres. No; ahora tenemos ante nosotros a un hombre que nos pone de inmediato bajo la influencia del “soplo del Omnipotente.”
He aquí la única autoridad segura; la única norma infalible. “No son los sabios los de mucha edad, ni los ancianos entienden el derecho. Por tanto, yo dije: Escuchadme; declararé yo también mi sabiduría. He aquí yo he esperado a vuestras razones, he escuchado vuestros argumentos, en tanto que buscabais palabras. Os he prestado atención, y he aquí que no hay de vosotros quien redarguya a Job, y responda a sus razones. Para que no digáis: Nosotros hemos hallado sabiduría; lo vence Dios, no el hombre. Ahora bien, Job no dirigió contra mí sus palabras, ni yo le responderé con vuestras razones. Se espantaron, no respondieron más; se les fueron los razonamientos” (v. 9-15).
La experiencia, la tradición y el legalismo son barridos fuera de la plataforma para dejar lugar al “soplo del Omnipotente”; al ministerio poderoso y directo del Espíritu de Dios.
El ministerio de Eliú golpea el alma con una fuerza y una profundidad extraordinarias. Se halla en vívido contraste con el incompleto y tremendamente defectuoso ministerio de los tres amigos. Era el remedio para poner fin a una controversia que parecía interminable; una controversia entre un férreo egotismo de parte de Job, y una fluctuante experiencia, una voluble tradición y un presuntuoso legalismo de parte de sus amigos; una controversia que no servía de nada, al menos para Job, y que terminaría dejando a las partes mucho más enfrentadas de lo que lo estaban al principio. No obstante, dicha controversia no deja de tener su valor e interés para nosotros. La clara enseñanza que nos deja es ésta: dos partes en disputa jamás podrán llegar a entenderse a menos que haya, de una u otra parte, cierto grado de quebrantamiento y avasallamiento del corazón. Ésta es una valiosa lección a la que todos debemos prestar atención. No sólo en el mundo, sino también en la Iglesia hay una gran cuota de obstinación y de arrogancia; una gran cantidad de actividades centradas en el hombre; una fuerte dosis de «yo, yo, yo» para todo; y eso, además, prevalece donde menos lo esperaríamos, a saber, en las cosas que se relacionan con el santo servicio para Cristo. ¡Cuán repugnante! Podemos afirmar con total seguridad que nunca el egotismo es más detestable que cuando se manifiesta en el servicio de ese Bendito que se despojó a sí mismo, de quien toda la vida fue un completo renunciamiento propio, y quien nunca buscó su propia gloria ni sus propios intereses como tampoco agradarse a sí mismo.
¡Ay!, a pesar de todo esto, ¿no hay, querido lector, un largo y tendido despliegue de este yo aborrecible y no subyugado en el terreno de la profesión cristiana y del ministerio cristiano? ¿Quién podría negarlo? A medida que nuestros ojos escudriñan el relato de la notable discusión entre Job y sus amigos, descubrimos con sorpresa que sólo en lo que va de los capítulos 29 a 31, Job se menciona a sí mismo alrededor de cien veces. En resumidas cuentas, todo es «yo», «mi», «me», etc. a lo largo de todos esos capítulos.
Mas dirijamos nuestras miradas a nosotros mismos. Juzguemos nuestro propio corazón en sus actividades más íntimas y profundas. Revisemos nuestros caminos a la luz de la presencia divina. Pongamos todas nuestras obras y servicios sobre la santa balanza del santuario de Dios. Entonces descubriremos cuánto hay de ese detestable yo, el cual se extiende como un tejido negruzco y contaminante por entre todo el ropaje de nuestra vida cristiana y de nuestro servicio cristiano. ¿A qué se debe, por ejemplo, que siempre que nos tocan el yo, aunque sea en lo mínimo, tengamos tanta predisposición a asumir una actitud arrogante? ¿Por qué nos ofendemos con tanta facilidad y nos irritamos tanto ante las reprimendas, por más delicado y dulce que sea el tono de éstas? ¿Por qué esa tan fuerte tendencia a ofenderse ante el menor menosprecio que nos hagan? ¿Por qué, en fin, nuestras simpatías, nuestro respeto y nuestras preferencias se dirigen con tanta energía hacia aquellos que tienen un buen concepto de nosotros, que aprecian nuestro ministerio, que están de acuerdo con nuestras opiniones y que adoptan nuestras ideas?
Todas estas cosas, ¿no nos dicen nada? ¿Acaso no nos llaman a despojarnos primeramente de nuestro gran egotismo antes de condenar el de nuestro antiguo patriarca? Seguramente que él no procedió bien; pero nosotros estamos mucho más enredados en el mal. El hecho de que un hombre que vivía en el ensombrecido crepúsculo de las lejanas épocas patriarcales se viera enredado en la trampa del orgullo, debería asombrarnos muchísimo menos que el de un santo en igual situación pero que se halla bajo la plena luz del cristianismo. Cristo aún no había venido. Ninguna voz profética había llegado todavía a oídos de los hombres. Ni siquiera la misma ley había sido dada cuando Job vivía, hablaba y pensaba. Podemos formarnos una muy somera idea, por cierto, del tan tenue rayo de luz que alumbraba la senda de los hombres en los tiempos de Job. Pero nosotros tenemos el elevado privilegio y la santa responsabilidad de andar en la luz cenital de un cristianismo cumplido. Cristo vino. Vivió, murió, resucitó y ascendió al cielo. Él envió al Espíritu Santo para morar en nuestros corazones, como testigo de Su gloria, como el sello de la redención cumplida y como las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida. El canon de la Escritura está cerrado. El círculo de la revelación está completado. La Palabra de Dios está concluida. Tenemos ante nosotros la historia divina de Aquel que se despojó a sí mismo y que iba de lugar en lugar haciendo el bien; el maravilloso relato de lo que hacía y de cómo lo hacía; de lo que decía y de cómo lo decía; de quién era y de lo que era. Sabemos que él murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras; que condenó el pecado y lo quitó de en medio; que nuestra vieja naturaleza — esa odiosa cosa llamada el yo, el «pecado», la carne — ha sido crucificada y enterrada a los ojos de Dios; que se puso fin a su poder sobre nosotros para siempre. Sabemos, además, que somos partícipes de la naturaleza divina; que tenemos el Espíritu Santo que mora en nosotros; que somos miembros del cuerpo de Cristo, de su carne y de sus huesos; que somos llamados a andar así como él anduvo; que somos herederos de su gloria, herederos de Dios y coherederos con Cristo.
Ahora bien, ¿qué sabía Job de todo esto? Nada. ¿Cómo podía saber lo que no fue revelado hasta cinco siglos después de él? La medida del conocimiento de Job se pone de manifiesto al leer sus vehementes y conmovedoras palabras al final del capítulo 19: “¡Quién diese ahora que mis palabras fuesen escritas! ¡Quién diese que se escribiesen en un libro; que con cincel de hierro y con plomo fuesen esculpidas en piedra para siempre! Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha ésta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mi mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí” (v. 23-27).
Éste era el conocimiento de Job — su credo — . En un sentido, su conocimiento era grande; pero, en comparación con el extenso y prominente círculo de verdades en medio del cual tenemos el privilegio de ser introducidos, es muy pequeño. Job miraba adelante, a través de un débil crepúsculo, hacia algo que habría de cumplirse en un porvenir lejano. Nosotros, en cambio, desde el tope de las aguas de la revelación divina, miramos atrás, hacia algo consumado. Job pudo decir de su Redentor que “al fin se levantará sobre el polvo.” Nosotros sabemos que nuestro Redentor, después de haber vivido, trabajado y muerto en la tierra, se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos.
En resumidas cuentas, la medida de la luz y de los privilegios de Job no admite comparación con lo que nosotros gozamos; y por eso nosotros tenemos menos excusas para entregarnos a las diversas formas de egotismo o de amor propio que se manifiestan en nosotros. Nuestro renunciamiento propio debe ir en proporción a la medida de nuestros privilegios espirituales. Lamentablemente, no siempre es así. Profesamos las más elevadas verdades; pero ellas no forman nuestro carácter ni gobiernan nuestra conducta. Hablamos de nuestra vocación celestial; pero nuestros caminos son terrenales y algunas veces carnales o todavía peores. Profesamos disfrutar la más alta posición; pero nuestro estado práctico no está a tono con ella. Nuestra verdadera condición no responde a nuestra asumida posición. Somos presumidos, susceptibles, caprichosos y fácilmente irritables. Somos tan propensos a embarcarnos en la empresa de la justificación propia como nuestro patriarca Job.
Por otro lado, cuando nos sentimos obligados a dirigirnos a alguien en actitud y tono de reprensión, ¡con qué rudeza, tosquedad y aspereza desempeñamos esta necesaria labor! ¡Qué poco tacto y qué poca suavidad en el tono! ¡Cuánta falta de dulzura y de ternura! ¡Qué poca bondad, qué poco de ese “bálsamo excelente” (Salmo 141:5)! ¡Qué difícil es hallar entre nosotros corazones quebrantados y ojos llorosos! ¡Qué miserable capacidad para guiar a nuestro hermano extraviado a agachar la cabeza y a humillarse! ¿A qué se debe? Simplemente a que nosotros mismos no cultivamos el hábito de agachar la cabeza y de humillarnos. Si, por un lado, permitimos, como Job, dar rienda suelta a nuestro egotismo y a nuestra propia justificación, seremos, por el otro, tan incapaces como sus amigos de provocar en nuestro hermano el juicio de sí mismo. ¡Cuán a menudo hacemos gala de nuestra experiencia, como Elifaz; o gustamos de un espíritu legal, como Zofar; o introducimos la autoridad humana, como Bildad! ¡Cuán poco se ve en nosotros el espíritu y la mente de Cristo! ¡Cuán poco se ve el poder del Espíritu Santo o la autoridad de la Palabra de Dios!
No es nada agradable escribir estas cosas. Todo lo contrario. Pero sentimos que es nuestro deber hacerlo. Nos aflige sobremanera ver — y ello con la mayor solemnidad — la creciente frivolidad e indiferencia de la época en que vivimos. Nada es más aterrador que la desproporción entre nuestra profesión y nuestra práctica. Se profesan las más elevadas verdades en relación inmediata con una mundanalidad y una licencia groseras. En algunos casos, pareciera como si el andar fuese más bajo cuanto más altas son las doctrinas profesadas. Vemos en medio de nosotros una extensa difusión de la verdad; pero, ¿dónde está su poder formativo? Torrentes de luz se derraman en la inteligencia, pero ¿dónde están los profundos ejercicios de corazón y de conciencia en la presencia de Dios? La regla de presentar la verdad en forma precisa y exacta se cumple con extremo rigor; pero, ¿dónde están los resultados prácticos? Se desarrolla la sana doctrina según la letra; pero, ¿dónde está el espíritu? Vemos la forma de las palabras; pero, ¿dónde está la representación viviente?
¿Queremos decir con esto que no apreciamos la sana doctrina? ¿Queremos decir que subestimamos la amplia difusión de las preciosas verdades de la Palabra en sus formas más elevadas? ¡Lejos, lejos está de nosotros ese pensamiento! El lenguaje humano sería insuficiente para expresar nuestra estima de estas cosas. Que Dios nos guarde de escribir una sola línea que pudiera de alguna manera hacer mermar en la mente del lector el inefable valor y la importancia de mantener una elevadísima — en rigor, la más elevada — norma de verdad, al igual que la sana doctrina. Estamos plenamente persuadidos de que jamás mejoraremos nuestra conducta rebajando — aun si fuese el ancho de un cabello — la medida de los principios de Dios.
Mas, querido lector, le preguntamos con amor y solemnidad: ¿No le aflige el hecho de que en medio de nosotros haya tan trágica ausencia de conciencias delicadas y de corazones ejercitados? ¿Marcha pareja nuestra piedad práctica con la profesión de nuestros principios? ¿Está la medida de nuestra conducta práctica a la misma altura que la medida de la doctrina que profesamos? ¡Ay, prevemos la respuesta del lector serio y reflexivo! Sabemos muy bien los términos en que ella habrá de expresarse. Salta a la vista que la verdad no actúa en nuestras conciencias como sería de esperar, que la doctrina no brilla en nuestra vida y que la práctica no está a tono con la profesión.
Hablamos por y para nosotros. Escribimos estas líneas en un espíritu de juicio propio; en la misma presencia de Dios, ya que Dios es nuestro testigo. Es nuestro ardiente deseo que la espada de la verdad penetre en nuestra propia alma y llegue hasta las más profundas raíces ocultas en ella. El Señor sabe lo mucho que es preferible dar un hachazo a la raíz del yo y dejar que haga su trabajo. Sentimos que tenemos un sagrado deber que cumplir hacia cada lector como también hacia la Iglesia de Dios; pero también sentimos que ese deber no podría ser plenamente cumplido si presentáramos meramente todo lo precioso, todo lo bello y todo lo puro. Estamos convencidos de que Dios no sólo quiere que la voz de advertencia haga mella en nuestros propios corazones y conciencias, sino también que procuremos ejercitar los corazones y las conciencias de todos aquellos con quienes nos relacionamos.
Es verdad que cosas tales como la mundanalidad, la carnalidad, el relajamiento en todas las facetas de la vida cotidiana — en el guardarropa, la biblioteca, el equipaje, la mesa, etc. — , la moda y el estilo de vestir, la vanidad y la insensatez, el orgullo de casta, de talento o intelecto y de riqueza, no pueden tratarse cabalmente. Ninguna de estas cosas — bien lo sabemos, es cierto — pueden escribirse, exponerse o censurarse de forma abierta y acabada. Pero, ¿acaso no podemos apelar a la conciencia? ¿Acaso la voz de la santa exhortación no debe alcanzar los oídos de todos nosotros? ¿Cómo podríamos tolerar la relajación, la indiferencia y la tibieza laodiceana — preparando así el camino hacia el escepticismo universal — , la infidelidad y el ateísmo práctico, sin despertar nuestra conciencia ni tratar de despertar la de los demás? ¡Dios nos guarde de ello! Sin duda, el camino más elevado y excelente es que el mal sea expulsado por el bien, la carne subyugada por el Espíritu, el yo desplazado por Cristo y el amor del mundo reemplazado por el del Padre. Todo esto lo creemos plenamente y lo admitimos con entera libertad; pero, con todo, debemos todavía urgir en nuestras propias conciencias y en la del lector la necesidad de someternos, con respecto a toda nuestra carrera, a un solemne y escrutador examen de corazón; a un profundo juicio de nosotros mismos. ¡Bendito sea Dios, podemos llevar a cabo estos ejercicios delante del trono de la gracia, delante del precioso propiciatorio! “La gracia reina” (Romanos 5:21). ¡Qué preciosa y consoladora verdad! ¿Podría ella debilitar el valor del juicio de nosotros mismos? ¡De ninguna manera! Ella sólo podría infundir en nosotros el tono y el carácter correctos para este necesario ejercicio de alma. Nosotros tenemos que ver con la gracia triunfante; esto es precisamente lo que nos enseña a no dar rienda suelta al yo, sino a mortificarlo enteramente.
¡Quiera el Señor hacernos realmente humildes, celosos y devotos! Que la expresión íntima de nuestro corazón sea: «Señor, soy tuyo, tuyo solamente, todo tuyo, tuyo por siempre.»
Esto puede parecer a algunos una digresión de nuestro tema principal; pero confiamos que esta pequeña digresión que nos hemos permitido no será en vano, sino que, por la gracia de Dios, dejará algún provecho al corazón y a la conciencia del escritor y del lector; y así estaremos mejor preparados para entender y apreciar el poderoso ministerio de Eliú, hacia el cual dirigiremos ahora nuestra atención confiándonos a la guía de Dios.
El lector no puede dejar de advertir el doble efecto que produce este notable ministerio: su efecto sobre nuestro patriarca y su efecto sobre sus amigos. No podría esperarse otra cosa. Eliú, como ya lo hicimos notar, había escuchado pacientemente los argumentos esgrimidos por ambas partes. Él había dejado, por así decirlo, que hablaran hasta el cansancio, que dijeran todo lo que tenían para decirse: “Y Eliú había esperado a Job en la disputa, porque los otros eran más viejos que él” (v. 4). Esto está en un hermoso orden moral. Con toda certeza, era el camino del Espíritu de Dios. La modestia es un ornamento que sienta bien a un joven. ¡Ojalá abunde más en medio de nosotros! No hay nada más atractivo en un joven que un espíritu calmo y discreto. Cuando la verdadera dignidad yace oculta debajo de un manto de modestia y humildad, ella seguramente atraerá los corazones con una fuerza irresistible. Por el contrario, nada es más repulsivo que la temeraria confianza en sí mismo, el denodado atrevimiento y la arrogancia de muchos jóvenes de hoy día. Bueno sería que estos jóvenes consideraran las palabras introductorias de Eliú, e imitaran su ejemplo.
“Y respondió Eliú hijo de Baraquel buzita, y dijo: Yo soy joven, y vosotros ancianos; por tanto, he tenido miedo, y he temido declararos mi opinión. Yo decía: Los días hablarán, y la muchedumbre de años declarará sabiduría” (32:6-7). Éste es el orden natural. Presuponemos que la sabiduría está en la cabeza de los hombres en la misma medida que sus canas; es, pues, razonable y conveniente que los jóvenes sean prontos para oír y tardos para hablar en presencia de sus mayores. Podemos sentar, como un principio casi invariable, que un joven impetuoso no es conducido por el Espíritu de Dios; que jamás se ha medido en la presencia divina, y que nunca ha quebrantado su corazón delante de Dios.
No cabe duda de que — como sucedió con Job y sus amigos — muchas veces hombres mayores profieren muchas cosas sin sentido. Los cabellos encanecidos y la sabiduría no siempre marchan parejos; y también es un hecho no poco frecuente que hombres de edad, apoyándose meramente en el número de sus años, se arrogan un lugar para el cual no tienen ningún poder moral, intelectual ni espiritual. Todo esto que decimos es perfectamente cierto, y digno de la consideración de aquellos que pudieran sentirse identificados con estas cosas. Pero todas estas miserias no empañan en lo más mínimo el delicado sentimiento moral que se echa de ver en las primeras palabras de Eliú: “Yo soy joven, y vosotros ancianos; por tanto, he tenido miedo, y he temido declararos mi opinión.” Esto siempre estará bien. Siempre es hermoso y agradable que un joven tema declarar su opinión. Podemos perder cuidado que un hombre que posee fuerza moral interior — uno que, como decimos, «la lleva adentro» — jamás procurará tomar la delantera con precipitación; sino, al contrario, cuando se pone adelante, está seguro de que va a ser escuchado con respeto y atención. La modestia en combinación con la fuerza moral comunica un irresistible atractivo al carácter de uno; en tanto que los talentos más espléndidos pierden su brillo a causa de una personalidad confiada en sí misma.
“Ciertamente — sigue diciendo Eliú — espíritu hay en el hombre y el soplo del Omnipotente le hace que entienda” (v. 8). Aquí se introduce un elemento completamente diferente. Cuando el Espíritu de Dios entra en escena, ya no se trata de una cuestión de juventud ni de vejez, pues Él, para hablar, puede servirse de un joven o de un hombre mayor. “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Zacarías 4:6). Esto rige siempre. Fue verdadero para los patriarcas, verdadero para los profetas, verdadero para los apóstoles y es verdadero para nosotros y para todos. No se trata aquí de la fuerza ni del poder humano, sino del Espíritu eterno.
En esto estriba el secreto del calmo poder de Eliú. Él estaba lleno del Espíritu; y entonces, olvidamos su juventud para prestar oídos a las palabras de peso espiritual y de sabiduría celestial que brotan de sus labios; y ello nos hace recordar a Aquel que hablaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. Hay una notable diferencia entre un hombre que habla como los oráculos de Dios y otro que habla meramente de forma rutinaria y oficial; entre uno que habla desde el corazón, con la santa unción del Espíritu, y otro que habla desde el intelecto con la autoridad humana. ¿Quién podría estimar debidamente la diferencia entre estas dos cosas? Nadie excepto aquellos que poseen y ejercitan la mente de Cristo.
Mas volvamos a las palabras de Eliú: “No son los sabios” — nos dice él — “los de mucha edad, ni los ancianos entienden el derecho [¡gran verdad!]. Por tanto, yo dije: Escuchadme; declararé yo también mi sabiduría. He aquí yo he esperado a vuestras razones, he escuchado a vuestros argumentos, en tanto que buscabais palabras. Os he prestado atención, y he aquí que no hay de vosotros quien redarguya a Job, y responda a sus razones” (v. 9-12). Notemos particularmente esto: “No hay de vosotros quien redarguya a Job.” Esto claramente era suficiente. Job, al final de la discusión, estaba tan lejos de haber sido redargüido como lo estaba al comienzo de la misma. Y podemos decir, en efecto, que cada nuevo argumento extraído del tesoro de la experiencia, de la tradición y del legalismo no sirvieron más que para provocar nuevas y más profundas manifestaciones de la naturaleza no juzgada, no subyugada y no mortificada de Job.
Pero, ¡cuán instructiva es la razón de todo esto!: “Para que no digáis: Nosotros hemos hallado sabiduría; lo vence Dios, no el hombre” (v. 13). Ninguna carne se gloriará en la presencia de Dios. La carne puede jactarse fuera de esta presencia. Puede elevar sus pretensiones, gloriarse en sus recursos y enorgullecerse de sus empresas, mientras que Dios no es tenido en consideración. Pero, lector, al introducir a Dios, toda altanería, jactancia, y vanagloria, toda ilusión presuntuosa, todo engreimiento y arrogancia se disipa en un abrir y cerrar de ojos. Recordemos esto. “La jactancia queda excluida” (Romanos 3:27). Sí, toda jactancia; la jactancia de Job y la de sus amigos. Si Job hubiese logrado establecer sus pretensiones, se habría jactado. Si, por otro lado, sus amigos hubieran conseguido taparle la boca, ellos se habrían jactado. Pero no, “lo vence Dios, no el hombre.”
Así fue, así es y así ha de ser siempre. Dios sabe cómo humillar un corazón soberbio y avasallar una voluntad inflexible. De nada sirve que uno se enaltezca a sí mismo; pues podemos perder cuidado que quienquiera que se enaltezca será, tarde o temprano, humillado. El gobierno moral de Dios ha dictaminado que todo lo que se eleve y se ensalce deba ser derribado hasta el polvo. Ésta es una verdad saludable para todos nosotros; pero especialmente para los jóvenes entusiastas y para los ambiciosos. La senda humilde, recatada y oculta es, incuestionablemente, la mejor, la más segura y dichosa. ¡Ojalá podamos seguirla siempre, hasta que alcancemos esa escena brillante y bendita, donde el orgullo y la ambición son cosas desconocidas!
Las palabras de apertura de Eliú produjeron un efecto sorprendente en los tres amigos de Job: “Se espantaron, no respondieron más; se les fueron los razonamientos. Yo, pues, he esperado, pero no hablaban; más bien callaron y no respondieron más. Por eso yo también responderé mi parte; también yo declararé mi juicio.” Y, seguidamente, para que nadie vaya a suponer que él estaba hablando sus propias palabras, agrega: “Porque lleno estoy de palabras, y me apremia el espíritu dentro de mí” (v. 15-18). Ésta es la verdadera fuente y poder de todo ministerio en todas las épocas. Si no es “la inspiración” o “el soplo del Omnipotente”, todo es en vano.
Lo repetimos, ésta es la verdadera fuente del ministerio en todos los tiempos y en todos los lugares. Y, al decir esto, no debemos olvidar que cuando nuestro Señor Jesucristo ascendió al cielo y se sentó a la diestra de Dios en virtud de una redención cumplida, tuvo lugar un gran cambio. En otras oportunidades, ya nos hemos referido muchas veces a esta gloriosa verdad, por lo que no abundaremos en detalles al respecto. La mencionamos aquí meramente para que el lector no vaya a suponer que cuando hablamos de la verdadera fuente del ministerio en todas las épocas, estamos olvidando lo que es característico y distintivo de la Iglesia de Dios en la presente dispensación, como consecuencia de la muerte y resurrección de Cristo y de la presencia y morada del Espíritu Santo tanto en el creyente individual como en la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo en la tierra. ¡Nada más lejos de nuestros pensamientos! Gracias a Dios tenemos un sentido demasiado profundo del valor, importancia y alcance práctico de esa grande y gloriosa verdad como para perderla de vista por un momento. De hecho, es precisamente este sentido profundo — junto con el recuerdo de los incesantes esfuerzos de Satanás por desconocer la verdad de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia — lo que nos conduce a escribir este párrafo admonitorio.
No obstante, el principio de Eliú tiene vigor en todos los tiempos. Todo aquel que tenga que hablar con fuerza y eficacia, deberá ser capaz de decir, en alguna medida: “Porque lleno estoy de palabras, y me apremia el espíritu dentro de mí.
De cierto mi corazón está como el vino que no tiene respiradero, y se rompe como odres nuevos. Hablaré, pues, y respiraré; abriré mis labios, y responderé” (v. 18-20). Así ha de ser siempre, al menos en alguna medida, entre aquellos que quieran hablar con verdadera fuerza y eficacia al corazón y a la conciencia de sus semejantes.
Al leer las ardientes palabras de Eliú nos viene forzosamente al pensamiento ese memorable pasaje del capítulo 7 de Juan: “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva.” Es cierto que Eliú no conocía la gloriosa verdad declarada aquí por nuestro Señor, ya que la misma tuvo su cumplimiento quince siglos más tarde. Pero sí conocía entonces el principio; él poseía el germen de lo que, siglos más tarde, alcanzaría una plena florescencia y madurez. Sabía que para hablar de una manera decidida, incisiva y enérgica, debía hacerlo con el «soplo del Omnipotente». Había escuchado hasta el hartazgo a hombres que dijeron un montón de cosas infructuosas; que dijeron algunas perogrulladas extraídas de su experiencia o de las mustias bodegas de la tradición humana. A Eliú casi se le había agotado la paciencia con todo esto, y entonces se levanta con la energía del Espíritu para dirigirse a sus oyentes como uno que era apto para hablar como oráculo de Dios.
En esto estriba el gran secreto de la fuerza y del éxito ministerial. “Si alguno habla — dice Pedro — sea como los oráculos de Dios” (1.ª Pedro 4:11; V.M.). No se trata simplemente — nótese con cuidado — de hablar conforme a las Escrituras: algo, seguramente, sumamente importante y esencial. Pero es más que eso. Un hombre puede levantarse y dirigirse a sus semejantes durante una hora, sin pronunciar, a lo largo de todo su discurso, una sola palabra que sea antiescrituraria; y, sin embargo, todo ese tiempo pudo no haber sido oráculo de Dios; pudo no haber sido el portavoz de Dios ni el expositor presente de Sus pensamientos para las almas que lo hayan estado escuchando.
Esto es especialmente solemne, y demanda la seria consideración de parte de todos aquellos que son llamados a abrir sus labios en medio del pueblo de Dios. Una cosa es exponer cierta cantidad de conceptos correctos y verdaderos, y muy otra ser el vehículo de comunicación viviente entre el mismísimo corazón de Dios y las almas de Su pueblo. Esto último — y ello solamente — es lo que constituye la esencia del verdadero ministerio. Un hombre que habla como oráculo de Dios llevará la conciencia de sus oyentes a la misma luz de la presencia divina, a tal punto que cada rincón del corazón quedará descubierto, y cada móvil moral tocado. He aquí un verdadero ministerio. Todo el que no es así carece de fuerza, de valor y de provecho. Nada puede ser más deplorable y humillante que tener que oír a un hombre que echa mano en forma evidente de sus propios recursos miserables y escasos, o que ofrece al público verdades por conducto ajeno y por pensamientos prestados de otros, como mercader en la feria. Nada mejor para ellos que guardarse en silencio, tanto por sus oyentes como por sí mismos. Pero esto no lo es todo. A menudo podemos oír a un hombre exponiendo ante sus semejantes lo que su propia mente meditó en privado con mucho interés y provecho. Él puede decir verdades, y verdades importantes; pero no la verdad que necesitan las almas de los santos, la verdad para ese momento. En lo que respecta a su tema, habló todo el tiempo conforme a las Escrituras; pero no habló como oráculo de Dios.
Así pues, que todos aprendamos esta importante lección de la actuación de Eliú; una lección, sin duda, muy necesaria. Algunos pueden sentirse dispuestos a decir que se trata de una lección muy dura y difícil. Pero no; si vivimos en la presencia del Señor, en el sentimiento de que no somos nada y de que él basta para todo, aprenderemos a conocer el precioso secreto de un ministerio eficaz. Sabremos apoyarnos siempre en Dios solamente, para ser, en el buen sentido, independientes de los hombres; podremos entender el significado y la fuerza de las siguientes palabras de Eliú: “No haré ahora acepción de personas, ni usaré con nadie de títulos lisonjeros. Porque no sé hablar lisonjas; de otra manera, en breve mi Hacedor me consumiría” (v. 21-22).
Al estudiar el ministerio de Eliú, hallamos en él dos grandes elementos: “La gracia y la verdad.” Ambos eran esenciales para tratar con Job; y, en consecuencia, los dos brillan con extraordinario poder. Eliú le dice a Job y a sus tres amigos muy claramente que no sabe hablar lisonjas, que no sabe dar títulos lisonjeros a los hombres. La voz de la “verdad” llega con gran claridad a los oídos. La verdad pone a cada uno en su propio lugar; y, precisamente por eso, no puede otorgar títulos lisonjeros a un pobre mortal culpable, por mucho que ese mortal fuese gratificado por ellos. El hombre debe ser llevado al conocimiento de sí mismo, a ver su verdadera condición y a confesar lo que realmente es. Esto era precisamente lo que necesitaba Job. Él no se conocía a sí mismo, y sus amigos no pudieron darle este conocimiento. Necesitaba ser conducido a lo profundo; pero sus amigos no pudieron conducirlo allí. Necesitaba el juicio de sí mismo; pero sus amigos fueron totalmente incapaces de provocarlo.
Eliú comienza, pues, diciéndole a Job la verdad. Presenta a Dios en su verdadero carácter. Esto es precisamente lo que no habían hecho los tres amigos. Sin duda, ellos habían aludido a Dios; pero sus alusiones eran oscuras, distorcionadas y falsas. Esto lo vemos claramente al leer en el capítulo 42:7-8, estas palabras: “Jehová dijo a Elifaz temanita: Mi ira se encendió contra ti y tus dos compañeros; porque no habéis hablado de mí lo recto, como mi siervo Job. Ahora, pues, tomaos siete becerros y siete carneros, e id a mi siervo Job, y ofreced holocausto por vosotros, y mi siervo Job orará por vosotros; porque de cierto a él atenderé para no trataros afrentosamente, por cuanto no habéis hablado de mí con rectitud, como mi siervo Job.” Su falta consistió en que ellos no habían presentado a Dios ante el alma de su amigo, imposibilitando así que Job se juzgara a sí mismo.
Pero Eliú no cometió ese error. Él siguió un criterio totalmente diferente. Hizo que la luz de la “verdad” actuase sobre la conciencia de Job y, a la vez, derramó el precioso bálsamo de la “gracia” en su corazón, cuando dijo: “Por tanto, Job, oye ahora mis razones, y escucha todas mis palabras. He aquí yo abriré ahora mi boca, y mi lengua hablará en mi garganta. Mis razones declararán la rectitud de mi corazón, y lo que saben mis labios, lo hablarán con sinceridad. El Espíritu de Dios me hizo, y el soplo del Omnipotente me dio vida. Respóndeme si puedes; ordena tus palabras, ponte en pie. Heme aquí a mí en lugar de Dios, conforme a tu dicho; de barro fui yo también formado. He aquí, mi terror no te espantará, ni mi mano se agravará sobre ti” (33:1-7). Con estos acentos, el ministerio de la “gracia” se revela de forma grata y poderosa al corazón de Job. El ministerio de los tres amigos carecía por completo de este excelentísimo ingrediente. Ellos no se mostraban más que dispuestos a «agravar su mano» sobre el pobre Job. Eran jueces implacables, drásticos censores e intérpretes falsos. Podían ver con malos ojos y con frialdad las heridas sufridas por su afligido amigo, y asombrarse de cómo llegaron allí. Consideraban las ruinas de su casa, y llegaban a la dura conclusión de que no eran sino consecuencia de su mala conducta. Contemplaban su desvanecida fortuna y, con inexorable severidad, sacaban la conclusión de que la pérdida de su fortuna se debió a sus faltas. No demostraron ser jueces totalmente imparciales. No comprendieron en absoluto los designios de Dios, ni percibieron toda la fuerza moral de estas importantes palabras: “Jehová prueba al justo” (Salmo 11:5). En una palabra, se extraviaron totalmente. Su punto de vista era falso, y, por ende, todo su campo visual, defectuoso. En su ministerio no había ni “gracia” ni “verdad”, y, por consiguiente, no pudieron redargüir a Job. Lo condenaron — eso sí — pero sin redargüirlo; cuando lo que tendrían que haber hecho era redargüirlo a fin de que se condenara a sí mismo.
El proceder de Eliú presenta aquí un vívido contraste con el de ellos. Él anuncia a Job la verdad; pero no «agravó su mano» sobre él. Eliú había aprendido a conocer el misterioso poder del “silbo apacible y delicado” (1.º Reyes 19:12); conocía la virtud de la gracia que subyuga el alma y derrite el corazón. Job había proferido un montón de falsas nociones acerca de sí mismo, y esas nociones habían brotado de una raíz a la cual era preciso aplicar la afilada hacha de la “verdad.” “De cierto — dice Eliú — tú dijiste a oídos míos, y yo oí la voz de tus palabras que decían: Yo soy limpio y sin defecto; soy inocente, y no hay maldad en mí” (v. 8-9). ¡Qué palabras temerarias para un pobre mortal pecador! Seguramente, aunque aquella “luz verdadera” en la que andamos todavía no había alumbrado el alma de este patriarca, bien podemos maravillarnos de tal lenguaje. Mas, ¿qué viene después? Aun cuando Job era, a sus ojos, tan limpio, tan inocente y tan libre de maldad, dice de Dios: “He aquí que él buscó reproches contra mí, y me tiene por su enemigo; puso mis pies en el cepo, y vigiló todas mis sendas” (v. 10-11). He aquí una palpable discrepancia. ¿Cómo podía un Ser santo, justo y recto considerar como Su enemigo a un hombre puro e inocente? O bien Job se engañaba a sí mismo o bien Dios era injusto. Sin embargo, Eliú, como ministro de la verdad, no es lento para pronunciar su juicio y decirnos quién tiene razón: “He aquí, en esto no has hablado justamente; yo te responderé que mayor es Dios que el hombre” (v. 12). ¡Qué verdad simple! A pesar de ello, ¡qué poco comprendida! Si Dios es mayor que el hombre, entonces, obviamente, Él — y no el hombre — debe ser el Juez que declara lo que es justo. El corazón incrédulo rechaza esto, y de ahí viene la constante tendencia a juzgar las obras, los caminos y la Palabra de Dios; a juzgar a Dios mismo. El hombre, en su impía e infiel insensatez, toma entre manos pronunciar su juicio acerca de lo que es digno de Dios y de lo que no lo es; osa decidir lo que Dios debe — o no debe — decir y hacer. Da muestras de total ignorancia acerca de esa tan simple, evidente y necesaria verdad, a saber, que “mayor es Dios que el hombre.”
Ahora bien, cuando nuestro corazón se inclina ante el peso de esta gran verdad moral, nos hallamos entonces en la actitud adecuada para discernir el objeto de los designios de Dios respecto a nosotros. Él seguramente habrá de tener la primacía. “¿Por qué contiendes contra él? Porque él no da cuenta de ninguna de sus razones. Sin embargo, en una o en dos maneras habla Dios; pero el hombre no entiende. Por sueño, en visión nocturna, cuando el sueño cae sobre los hombres, cuando se adormecen sobre el lecho, entonces revela al oído de los hombres, y les señala su consejo, para quitar al hombre de su obra, y apartar del varón la soberbia. Detendrá su alma del sepulcro, y su vida de que perezca a espada” (v. 13-18).
El verdadero secreto de todos los falsos razonamientos de Job estriba en el hecho de que él no comprendió el carácter de Dios ni el objeto de todos Sus caminos. No vio que Dios lo estaba probando, que Él estaba detrás de las escenas y que se servía de diversos agentes para el cumplimiento de Sus sabios y graciables propósitos. Aun Satanás mismo es un mero instrumento en las manos de Dios; él no podía traspasar siquiera el ancho de un cabello el límite divinamente prescripto. Es más, una vez que llevó a cabo la tarea que se le había asignado, fue despedido, y no oímos hablar más de él en el resto del libro. Dios llevaba adelante sus designios con Job. Lo probaba para instruirlo, para apartarlo de sus ideas y para quebrantar el orgullo de su corazón. Si Job hubiese discernido este importante punto, habría evitado un mundo de altercados y contiendas. En vez de enfadarse con los hombres y con las cosas — con los individuos y con las influencias — , se habría juzgado a sí mismo e inclinado delante del Señor en humildad y en una verdadera contrición y quebrantamiento de corazón.
Esto es de inmensa importancia para todos nosotros. Somos muy propensos a olvidar el prominente hecho de que “Jehová prueba al justo.” “No apartará de los justos sus ojos” (Job 36:7). Estamos de continuo en Sus manos y bajo Su mirada. Somos los objetos de Su amor profundo, tierno e invariable; pero somos también los objetos de Su sabio gobierno moral. Sus designios para con nosotros son diversos. Algunas veces son preventivos; otras, correctivos; pero siempre son instructivos. A veces nos empeñamos en seguir nuestros propios caminos, el fin de los cuales sería nuestra ruina moral. Entonces, Dios irrumpe en nuestra marcha y nos disuade de nuestras intenciones. Hace trizas nuestros castillos de ilusiones, disipa nuestros sueños dorados y frustra muchos planes queridos que apasionan nuestro corazón, mas cuya realización habría significado nuestra ruina. “He aquí, todas estas cosas hace Dios dos y tres veces con el hombre, para apartar su alma del sepulcro, y para iluminarlo con la luz de los vivientes” (v. 29-30).
Si el lector se vuelve un momento hacia Hebreos 12:3-12, hallará muchas instrucciones preciosas acerca del tema de los caminos de Dios con su pueblo. No es nuestro propósito detenernos en este pasaje, sino simplemente hacer notar que el mismo presenta tres maneras diferentes en que podemos recibir el castigo de la mano de nuestro Padre. En primer lugar, podemos «menospreciar» la disciplina, tomándola como si la mano y la voz del Padre no interviniesen en el asunto. En segundo lugar, podemos «desmayar» bajo la disciplina, como si fuese algo intolerable, y no el precioso fruto de su amor. Por último, podemos ser «ejercitados» por medio de ella, y así recoger, en su tiempo, los “apacibles frutos de justicia.”
Ahora bien, si nuestro patriarca tan sólo hubiera comprendido el brillante hecho de que Dios estaba llevando a cabo Sus designios para con él; que lo estaba probando para su provecho ulterior; que empleaba las circunstancias, los hombres, los sabeos y al mismo Satanás como instrumentos en Sus manos; si hubiera comprendido que todas sus pruebas, la pérdida de todo lo que poseía, sus desgracias y sus padecimientos, no eran otra cosa que las operaciones maravillosas de Dios para llevar a cabo sus sabios y misericordiosos designios, y que Él quería seguramente perfeccionar cosas que consideraba necesarias en su querido y muy amado siervo, porque para siempre es su misericordia; en una palabra, si Job tan sólo hubiese apartado de su vista todas las circunstancias y causas secundarias, y hubiese fijado sus pensamientos nada más que en el Dios vivo y aceptado todo como proveniente de Su benévola mano, habría ciertamente obtenido más rápidamente la divina solución de todas sus dificultades.
Éste es precisamente el gran escollo contra el que de ordinario nos estrellamos. Todo en nuestra mente gira en torno a los hombres y a las circunstancias. No vemos más que ello y su incidencia sobre nosotros. No caminamos con Dios a través — o, más bien, por encima de — las circunstancias, sino que más bien permitimos que ellas nos dominen. En vez de ver a Dios entre nosotros y las circunstancias, dejamos que ellas se interpongan entre Dios y nosotros, velándolo así de nuestros ojos. De este modo perdemos el sentido de Su presencia, la luz de Su faz y la santa tranquilidad de estar en Sus amantes manos y bajo Su paternal mirada. Nos volvemos gruñones, impacientes, irritables y criticones. Nos alejamos cada vez más de Dios, de la comunión con él; caemos en todo tipo de errores, juzgando a todos menos a nosotros mismos, hasta que, finalmente, Dios nos toma de la mano y, mediante su directo y poderoso ministerio, nos trae de nuevo a él en una verdadera contrición de corazón y humildad de mente. Éste es “el fin del Señor.”
Debemos concluir este artículo. Con mucho gusto nos extenderíamos más sobre el bendito ministerio de Eliú. Con placer y provecho podríamos citar sus demás apelaciones al corazón y a la conciencia de Job, sus tajantes argumentos y sus incisivas preguntas. Pero debemos dejar que el lector medite por sí solo los capítulos restantes. Cuando lo hayamos hecho, veremos que tan pronto como Eliú termina su ministerio, Dios mismo comienza a tratar directamente con el alma de Su siervo (caps. 38-41). Con el objeto de hacer sentir a Job su propia insignificancia, Dios apela a las obras de la Creación que hacen ver su poder y sabiduría. No es nuestra intención entresacar fragmentos de una de las partes más sublimes y magníficas del inspirado canon. Estos pasajes deben ser leídos en su conjunto. No necesitan ninguna explicación. Lo único que podría hacer el dedo del hombre es empañar su lustre. Su claridad sólo puede igualarse a su grandeza moral. Todo lo que queremos hacer es simplemente llamar la atención al poderoso efecto producido en el corazón de Job a través del ministerio más maravilloso que pudo haber escuchado jamás un mortal, a saber, el ministerio directo del mismo Dios viviente.
Este efecto fue triple. Tocaba a Dios, a Job mismo y a sus amigos; tres puntos en los que precisamente estaba tan completamente errado. En cuanto a Dios, Eliú había señalado el error de Job en estas palabras: “Que Job no habla con sabiduría y que sus palabras no son con entendimiento. Deseo yo que Job sea probado ampliamente, a causa de sus respuestas semejantes a las de los hombres inicuos. Porque a su pecado añadió rebeldía; bate palmas contra nosotros, y contra Dios multiplica sus palabras ... ¿Piensas que es cosa recta lo que has dicho: Más justo soy yo que Dios?” (34:35-37; 45:2). Nótese el cambio aquí. Préstese oídos a los suspiros de un espíritu verdaderamente arrepentido, a las expresiones escuetas — aunque completas — de un juicio rectificado: “Respondió Job a Jehová, y dijo: Yo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti. ¿Quién es el que oscurece el consejo sin entendimiento? Por tanto, yo hablaba lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía. Oye, te ruego, y hablaré; te preguntaré, y tú me enseñarás. De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven” (42:1-5).
Retractación De Job
Aquí, entonces, comienza la retractación de Job. Todas sus anteriores declaraciones acerca de Dios y de Sus caminos él las señala ahora como «palabras sin entendimiento». ¡Qué confesión! ¡Qué momento en la vida de un hombre cuando éste descubre que había estado sumido completamente en el error! ¡Qué notable vuelco! ¡Qué profunda humillación! Nos hace recordar a Jacob cuando fue tocado en el sitio del encaje de su muslo, y tuvo que aprender así su absoluta debilidad e insignificancia. Éstos son momentos transcendentales en la historia de las almas; épocas espléndidas, que dejan, en todo el ser moral y en el carácter, una huella indeleble. Cuando uno empieza a tener pensamientos correctos acerca de Dios, entonces empieza a juzgar correctamente todas las cosas. Si mis juicios acerca de Dios son inexactos, también lo serán los que tenga acerca de mí, acerca de mis semejantes y acerca de todo.
En esto estribaba el problema de Job. Sus nuevos pensamientos acerca de Dios generaron de inmediato en él nuevos pensamientos acerca de sí mismo. Su elaborada apología de su propia justificación, su apasionado egotismo, su vehemente satisfacción y regocijo de sí mismo, los espaciosos argumentos en favor de sí mismo, todo fue hecho a un lado; todo quedó eclipsado por el brillo de estas tres lacónicas palabras: “Yo soy vil” (40:4). ¿Y que debía hacerse con este yo vil? ¿Hablar acerca de él? ¿ensalzarlo? ¿ocuparnos en él? ¿deliberar sobre él? ¿proveer a sus deseos? De ninguna manera: “Me aborrezco” (v. 6).
Éste es el verdadero terreno en que todos nosotros debemos guardarnos. A Job le costó mucho tiempo alcanzarlo, y lo mismo puede costarnos a muchos de nosotros. Muchos de entre nosotros se figuran haber logrado acabar con el yo cuando dieron un asentimiento nominal a la doctrina de la corrupción humana o juzgaron algunas trazas de la misma que se manifestaban en la conducta exterior. Pero, ¡ay!, es de temerse que poquísimos de entre nosotros conozcamos realmente la plena verdad acerca de nosotros mismos. Una cosa es decir: «Nosotros somos viles», y muy otra, exclamar con humillación, desde lo profundo del corazón: «Yo soy vil.» Esto último sólo puede ser conocido y experimentado en forma habitual en la inmediata presencia de Dios. Las palabras: “Ahora mis ojos te ven” y “por tanto me aborrezco”, siempre van juntas. Cuando la luz de lo que Dios es ilumina mi entendimiento acerca de lo que yo soy, me aborrezco a mí mismo; el aborrecimiento propio viene a ser entonces una cosa real. No es de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad. Se manifestará en una vida de renunciamiento propio, en un espíritu humilde, en una mente sumisa y en un andar en gracia a través de las escenas por las que somos llamados a transitar. De poco vale profesar pensamientos viles acerca del yo cuando, al mismo tiempo, somos prontos a resentirnos de cualquier menoscabo que nos hagan; a ofendernos de cualquier insulto imaginario, de cualquier menosprecio o detracción. El verdadero secreto para tener un corazón quebrantado y contrito consiste en permanecer en la presencia de Dios, y entonces seremos capaces de conducirnos rectamente para con todos aquellos con quienes nos relacionamos.
Así, vemos que tan pronto como Job enderezó sus pensamientos acerca de Dios y de sí mismo, también hizo lo mismo acerca de sus amigos, pues aprendió a orar por ellos. Sí, él pudo orar por los “consoladores molestos” y por los “médicos nulos” (13:4); por los mismos hombres con quienes había sostenido tan largas disputas con tanta entereza y vehemencia. “Y quitó Jehová la aflicción de Job, cuando él hubo orado por sus amigos” (v. 10).
Esto es de una gran belleza moral. Es perfecto. Es el fruto singular y exquisito de la primorosa labor divina. Nada puede ser más conmovedor que ver a los tres amigos de Job cambiando su experiencia, su tradición y su legalismo por un precioso “holocausto”, y ver a nuestro querido patriarca cambiando sus amargas invectivas por una grata oración de amor. En resumidas cuentas, tenemos ante nosotros una escena que apabulla por completo al alma. Todo está cambiado; los contendientes están como en el polvo delante de Dios y en los brazos los unos de los otros. La contienda llegó a su fin; la guerra de palabras terminó; y, en su lugar, tenemos las lágrimas del arrepentimiento, el grato olor del holocausto y el abrazo del amor.
¡Qué magnífica escena! ¡Fruto precioso del ministerio divino! ¿Qué falta? ¿Qué más es necesario? ¿Qué más podemos agregar si Dios colocó la última piedra de este precioso edificio? Y vemos también que no hay carencias de ninguna naturaleza, pues leemos: “Y [Jehová] aumentó al doble todas las cosas que habían sido de Job.” Pero, ¿cómo se logró esto? ¿Con qué recursos? ¿Fue acaso por la propia industria independiente de Job y por su hábil administración? No; todo está cambiado. Job se halla moralmente en un nuevo terreno. Él tiene nuevos pensamientos acerca de Dios, acerca de sí mismo, de sus amigos y de todas sus circunstancias; en una palabra, todas las cosas son hechas nuevas. “Y vinieron a él todos sus hermanos y todas sus hermanas, y todos los que antes le habían conocido, y comieron con él pan en su casa, y se condolieron de él, y le consolaron de todo aquel mal que Jehová había traído sobre él; y cada uno de ellos le dio una pieza de dinero y un anillo de oro. Y bendijo Jehová el postrer estado de Job más que el primero ... Después de esto vivió Job ciento cuarenta años, y vio a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, hasta la cuarta generación. Y murió Job viejo y lleno de días” (v. 11-17).

La Gracia Y El Gobierno De Dios

Es probable que el tema indicado por el título de este artículo sea uno de aquellos al cual algunos de nuestros lectores no han prestado la suficiente atención. Sin embargo, hay pocos temas tan importantes para considerar. Creemos que la dificultad que se experimenta al explicar muchos pasajes de las Sagradas Escrituras y al interpretar muchos actos de la providencia divina se debe precisamente a una falta de claridad sobre la inmensa diferencia que existe entre estas dos cosas: Dios obrando en gracia y Dios manifestándose en gobierno. Ahora bien, puesto que el objetivo que tenemos constantemente en vista en nuestros escritos es satisfacer las necesidades reales de nuestros lectores, nos proponemos, en dependencia de la enseñanza del Espíritu, desarrollar en alguna medida los pasajes más importantes de la Escritura donde se establece de forma amplia y clara la distinción entre la gracia y el gobierno.
El tercer capítulo del libro del Génesis nos proporciona nuestro primer ejemplo. Allí encontramos la primera manifestación de la gracia de Dios, así como de su gobierno. En este capítulo vemos al hombre pecador, un pecador arruinado, culpable y desnudo. Pero aquí también encontramos a Dios en gracia dispuesto a remediar la ruina, a expurgar la culpa y a cubrir la desnudez. Todas estas cosas Dios las hace de acuerdo con sus propios caminos. Silencia a la serpiente y la relega a la ignominia eterna. Establece las bases de Su propia y eterna gloria, y provee para el pecador tanto la vida como la justicia; y todo ello por medio de la herida de la Simiente de la mujer.
Ahora bien, esto era la gracia; la pura gracia; la gracia libre, incondicional y perfecta; la gracia misma de Dios. Jehová Dios da a su propio Hijo para que, en su condición de simiente de la mujer, sea herido para la redención del hombre. Lo da para ser muerto a fin de proveer, por este medio, un vestido de justicia divina para un pecador desnudo. Esto, reitero, era verdaderamente la gracia, la gracia del carácter más puro.
Pero, entonces, notemos con cuidado que, en inmediata relación con este primer gran despliegue de la gracia, tenemos el primer acto solemne del gobierno divino. Fue la gracia la que vistió al hombre. Fue el gobierno lo que lo expulsó de Edén. “Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió” (Génesis 3:21). Aquí tenemos un acto de la más pura gracia. Pero luego leemos: “Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida” (Génesis 3:24). Aquí tenemos un solemne e importante acto de gobierno. La túnica de piel era la dulce prenda de la gracia; la espada encendida, la solemne insignia del gobierno. Adán fue objeto de estos dos principios. Cuando contemplaba la túnica de piel, podía pensar en la gracia divina, en cómo Dios proveyó un manto para cubrir su desnudez; mas cuando miraba la espada, le venía a la mente el firme y resuelto gobierno de Dios.
Por eso, la túnica de piel y la espada pueden considerarse como la más antigua expresión de la gracia y el gobierno. De hecho, estos principios nos son presentados de nuevas y variadas formas a medida que recorremos las páginas del inspirado Libro. La gracia brilla con más viva luz, y el gobierno se viste con ropajes más serios y solemnes. Además, estos dos principios, la gracia y el gobierno, asumen un aspecto menos simbólico a medida que se van desarrollando en la historia del pueblo de Dios con el correr de los siglos; sin embargo, sigue siendo sumamente interesante hallar estas grandes realidades tan claramente representadas mediante las primitivas figuras de la túnica y de la espada.
Puede que el lector se sienta movido a plantearse la siguiente pregunta: «¿Por qué motivo Jehová Dios echó al hombre fuera del Edén si lo había perdonado previamente?» La misma pregunta puede repetirse con respecto a tantos otros episodios que encontramos en la Palabra de Dios y en la historia del pueblo de Dios, en los que se ejemplifica la acción conjunta de la gracia y el gobierno. La gracia perdona; pero las ruedas del gobierno (Ezequiel 1) siguen avanzando con toda su terrible majestad. Adán fue perfectamente perdonado; pero su pecado produjo sus propios resultados. La culpa quedó borrada de su conciencia, pero no así el sudor de su frente. Salió de Edén perdonado y vestido; pero salió en dirección a una tierra con “espinos y cardos” (Génesis 3:18). En secreto, pudo comer de los preciosos frutos de la gracia, a la vez que reconocía en público los solemnes e inevitables decretos del gobierno divino.
Así fue con Adán; así fue desde entonces, y así también es ahora. Debemos procurar entender claramente este tema a la luz de las Escrituras. Merece que lo atendamos con oración. Demasiado a menudo sucede que la gracia y el gobierno se confunden; y la consecuencia inevitable es que la gracia es privada de su perfume, y el gobierno despojado de su solemne dignidad; de ahí que raramente se comprenda el pleno e ilimitado perdón de los pecados — que el pecador puede gozar sobre la base de la libre gracia de Dios — debido a que el corazón se preocupa más de los severos decretos del gobierno.
Ambas cosas — la gracia y el gobierno — son tan distintas como pueden serlo dos cosas de naturaleza absolutamente diferente; y esta distinción se mantiene tan claramente en Génesis 3 como en cualquier otro lugar del inspirado Volumen. ¿Acaso los “espinos y cardos” de los que Adán se vio rodeado tras su expulsión del Edén constituyeron un obstáculo para ese perdón absoluto que la gracia le había asegurado de antemano? Claro que no. Su corazón se vio regocijado con los brillantes rayos de la lámpara de la promesa, y su persona fue revestida con las vestiduras que la gracia había confeccionado para él antes de ser enviado a una tierra maldita y gimiente, para trabajar y sufrir de acuerdo con el justo decreto del trono del gobierno. El gobierno de Dios echó fuera al hombre; pero no antes de que la gracia de Dios lo perdonara y lo vistiera. El divino gobierno lo mandó a un mundo de tinieblas; pero no sin que la gracia pusiera primero en sus manos la lámpara de la promesa para consolarle a través de las tinieblas. Adán pudo soportar el solemne y duro decreto del gobierno en la medida que experimentó las ricas provisiones de la gracia.
Basta con lo dicho en cuanto a la historia de Adán en tanto que esclarece nuestro tema. Ahora pasaremos a considerar el arca y el diluvio en los días de Noé, los cuales, al igual que la túnica de piel y la espada encendida, ejemplifican, de una manera sorprendente, la gracia y el gobierno de Dios.
El inspirado relato acerca de Caín y de su posteridad presenta, invariablemente, el «progreso» del hombre en su condición caída; en tanto que, la historia de Abel y de su descendencia directa nos muestra, en agudo contraste, el progreso de aquellos que fueron llamados a vivir una vida de fe en medio de la escena donde terminaron nuestros primeros padres tras su expulsión de Edén por el decreto del trono del gobierno. Los primeros siguieron, con impetuosa rapidez, la carrera «cuesta abajo», hasta que su pecado consumado dio lugar al drástico juicio del trono del gobierno. Los últimos, por el contrario, siguieron, por la gracia, una marcha «ascendente», y fueron llevados a salvo, a través del juicio, a una tierra restaurada.
Ahora bien, es interesante notar que, antes de que el acto de juicio gubernativo se sustanciara, la familia escogida junto con todos sus acompañantes, fueron puestos a salvo en el arca — el vaso de la gracia. Noé, a salvo en el arca, al igual que Adán revestido de las pieles, fue testigo de la maravillosa gracia de Jehová; y, como tal, pudo contemplar sin temor el trono del gobierno cuando derramaba su terrible juicio sobre un mundo corrompido. Dios en gracia salvó a Noé, antes que Dios en gobierno barriera la tierra con la escoba del juicio. De nuevo vemos los dos principios: la gracia y el gobierno. La gracia actúa en salvación; el gobierno, en juicio. Se ve a Dios en ambos. Cada ápice del arca llevaba la dulce impronta de la gracia; mientras que cada ola del diluvio reflejaba el solemne decreto del gobierno.
Sólo citaremos un ejemplo más del libro del Génesis, de carácter sumamente práctico, en el cual se ven reunidas en el mismo individuo la acción conjunta de la gracia y el gobierno de una manera solemne e importante. Me refiero al patriarca Jacob. Toda la historia de este hombre — por demás instructiva — presenta una serie de eventos que ilustran nuestro tema. Sólo mencionaré el hecho de que engañara a su padre Isaac con el objeto de suplantar a su hermano Esaú. La soberana gracia de Dios le había asignado — mucho antes de su nacimiento — una preeminencia de la cual ningún hombre podía privarle jamás; pero, no satisfecho con esperar los tiempos y los caminos de Dios, emprendió la tarea de manejar las cosas por sí mismo.
¿Cuál fue el resultado de ello? Toda su vida siguiente nos ofrece la respuesta admonitoria: Desterrado de la casa de su padre; veinte años de dura servidumbre; su salario fue cambiado diez veces; nunca se le permitió ver de nuevo a su madre; aterrado de que su agraviado hermano lo asesine; la deshonra cae sobre su familia; teme por su vida a manos de los siquemitas; fue engañado por sus diez hijos; sumido en un profundo dolor por la supuesta muerte de su favorecido hijo José; temeroso de perecer de hambre, y, finalmente, muerto en tierra extranjera.
¡Qué lección tenemos aquí para nosotros! Jacob, seguramente, fue el objeto de la gracia, de la gracia soberana, inmutable y eterna. Éste es un hecho indisputable. Pero, al mismo tiempo, fue también objeto del gobierno de Dios; y téngase bien presente que ningún ejercicio de la gracia puede jamás interferir con las arrasadoras e imparables ruedas del gobierno. Nada detiene su avance. Sería mucho más fácil detener el avance de las aguas de un caudaloso río con una pluma, o contener un tifón con una telaraña, que intentar detener, mediante cualquier poder — angélico, humano o diabólico — , el poderoso movimiento del gubernativo carro de Dios.
Todo esto es tremendamente solemne. La gracia perdona; sí, perdona libre, plena y eternamente; pero, al mismo tiempo, “todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.” Un amo manda a su criado a sembrar un campo de trigo. El criado, por ignorancia, dejadez o flagrante desatención, en lugar de sembrar el trigo, llena la tierra de un grano nocivo. El amo se entera de la equivocación de su criado y, poniendo en ejercicio su gracia, lo perdona; lo perdona libre y plenamente. Ahora bien, ¿acaso el benigno perdón cambiará la naturaleza de la cosecha? Seguro que no; por eso, a su debido tiempo, en vez de ver el campo cubierto de doradas espigas — como hubiera esperado — , el criado verá con amargura el campo del amo repleto de malas hierbas. ¿Acaso el cuadro de esta maleza que contempla el criado le hará dudar de la gracia de su amo? De ninguna manera. Así como la gracia del amo no alteró en absoluto la naturaleza de la cosecha, tampoco ésta modificará en lo más mínimo la gracia y el perdón que dimanan del amo. Ambas cosas son totalmente distintas. Tampoco se infringiría este principio si el amo, haciendo uso de su ciencia o de sus artes extraordinarias, fuese a extraer de entre esas malezas alguna sustancia o producto de muchísimo más valor que el trigo mismo. Aun así, todavía seguiría siendo válido el principio de Gálatas 6:7: “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.”
Esto ilustrará, al menos en cierta medida, la diferencia que existe entre la gracia y el gobierno. El pasaje de Gálatas que acabamos de citar es una breve pero amplísima declaración del gran principio gubernamental; un principio del carácter más solemne y práctico, y de la más amplia aplicación: “Todo lo que el hombre sembrare.” No importa de quién se trate; tal cual sea vuestra siembra, tal cual será vuestra cosecha. La gracia perdona; es más, puede elevaros más y haceros más felices que nunca. Pero si sembráis malas hierbas en primavera, no podéis esperar cosechar trigo. Este principio es tan claro como práctico. Está ilustrado y establecido en la Escritura y es demostrado por la experiencia de todos los días.
Consideremos a Moisés. Habló imprudentemente con sus labios en las aguas de Meriba (Números 20). Y ¿cuál fue el resultado?: El decreto gubernamental de Jehová le prohibió la entrada a la tierra prometida. Pero nótese bien que, aun cuando el decreto del trono le mantuvo fuera de Canaán, la infinita gracia de Dios le permitió subir hasta la cumbre del monte Nebo (Deuteronomio 34), desde donde vio la tierra prometida, no tal como fue tomada por mano de Israel, sino tal como había sido dada por el pacto de Jehová. ¿Y qué sucedió luego? ¡Jehová mismo sepultó a su querido siervo! ¡Qué gracia brilla en esto!
Ciertamente, si el espíritu se llena de temor por el solemne decreto del trono en Meriba, el corazón se siente extasiado al contemplar la incomparable gracia de Dios en la cumbre del Nebo. El gobierno de Jehová mantuvo a Moisés fuera de Canaán. La gracia de Jehová elevó a Moisés en el Nebo y le cavó una tumba en las llanuras de Moab. ¿Hubo alguna vez una sepultura similar? ¿No podemos decir que la gracia que cavó la tumba de Moisés sólo es excedida en brillantez por la gracia que ocupó la tumba de Cristo? Sí, Jehová pudo cavar una tumba y hacer una túnica; pero la gracia que brilla en estos actos tan maravillosos es considerablemente realzada cuando se la contempla en relación con los solemnes decretos del trono del gobierno.
Consideremos todavía a David “en lo tocante a Urías heteo” (1.º Reyes 15:5). Aquí tenemos una muy notable manifestación de la gracia y el gobierno. En un triste momento, David cae de su santa elevación. Bajo el enceguecedor influjo de sus pasiones, quedó sumido en un profundo y horrible pozo de corrupción moral. Allí, en ese profundo hoyo, la convicción de su falta, como una flecha, alcanzó su conciencia, y, desde lo profundo de su quebrantado corazón, arrancó los siguientes acentos de arrepentimiento: “Pequé contra Jehová” (2.º Samuel 12:13). Y bien, ¿qué acogida recibió su arrepentimiento? Una clara y pronta respuesta de esta gracia, en la cual nuestro Dios se complace. “Jehová ha remitido tu pecado” (2.º Samuel 12:13). Esto era la gracia absoluta. El pecado de David fue perfectamente perdonado. No puede caber duda alguna en cuanto a esto. Pero aun cuando los dulces acentos de esta gracia alcanzaron los oídos de David tras la confesión de su pecado, el solemne movimiento de las ruedas del gobierno se oía a la distancia. Tan pronto como la tierna mano de misericordia hubo remitido el pecado, la “espada” fue desenvainada de su funda para ejecutar el insoslayable juicio. Esto es tremendamente solemne. David fue plenamente perdonado, pero Absalón se alzó en rebelión contra su padre.
“Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.” El pecado de sembrar malas hierbas puede ser perdonado, pero la cosecha deberá estar en relación con las semillas. Lo primero es la gracia; lo segundo, el gobierno. Cada uno actúa en su propia esfera, y jamás lo uno interfiere con la actividad de lo otro. El lustre de la gracia y la dignidad del gobierno son igualmente divinos. A David se le permitió caminar en los atrios del santuario cual objeto de la gracia que había recibido (2.º Samuel 12:20); mas en seguida se vio obligado a trepar las escarpadas laderas del monte de los Olivos como objeto del gobierno (2.º Samuel 15:30); y podemos afirmar con total seguridad que el corazón de David nunca tuvo un más profundo sentido de la divina gracia que cuando experimentó la severa acción del divino gobierno.
Se ha dicho lo suficiente ya como para introducir al lector en un tema que puede seguir analizando con facilidad por sí mismo. Las Escrituras abundan en ejemplos a este respecto, y la experiencia de la vida humana lo ilustra cada día. Cuán a menudo vemos a personas gozando la gracia en plenitud, conscientes del perdón de todos sus pecados, andando en una transparente comunión con Dios, pero que, sin embargo, sufren en su cuerpo o en su situación particular — civil, social, etc. — las terribles consecuencias de sus desatinos pasados o de los excesos en los cuales habían caído. En estos casos se advierte de nuevo la gracia y el gobierno. Éste es un tema sumamente práctico e importante; y se verá que constituye una valiosa y efectiva ayuda en el estudio no sólo de las páginas del inspirado Libro, sino también de las páginas de la biografía humana.
No quisiera terminar este artículo sin citar un pasaje que demasiado a menudo se cita erróneamente como una manifestación de la gracia, y que en realidad es una manifestación del divino gobierno: “Y pasando Jehová por delante de él, proclamó: ¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación” (Éxodo 34:6-7). Si tomamos este pasaje como una expresión de lo que Dios es en el Evangelio, tendríamos seguramente un muy falso concepto de lo que es el Evangelio. El Evangelio habla de la manera siguiente: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (2.ª Corintios 5:19). “Visitar la iniquidad” y “no tomar en cuenta los pecados” son dos cosas totalmente diferentes. La primera es Dios actuando en gobierno; la última, Dios en gracia. Es siempre el mismo Dios, pero manifestándose de dos maneras diferentes.

Legalismo Y Liviandad

Dado que sentimos, en alguna pequeña medida, nuestra responsabilidad para con las almas de nuestros lectores y para con la verdad de Dios, nos vemos animados por el deseo de elevar una breve pero tajante voz de advertencia contra dos males antagónicos que podemos ver claramente operando entre los cristianos de la actualidad. Se trata del legalismo, por un lado, y de la liviandad, por el otro.
En cuanto al primero de estos males ya tratamos, en muchos de nuestros primeros escritos, de librar a las preciosas almas de un estado legal, el cual, a la vez que deshonra a Dios, subvierte por completo la paz y la libertad de las mismas. Hemos procurado presentar la libre gracia de Dios, el valor de la sangre de Cristo, la posición del creyente delante de Dios en perfecta justicia y aceptación en Cristo. Estas preciosas verdades, cuando se aplican al corazón, por el poder del Espíritu Santo, habrán de librarlo de toda influencia legal.
Pero entonces a menudo ocurre que los creyentes, una vez que son manifiestamente librados del legalismo, incurren en el mal opuesto de la liviandad o frivolidad. Ello puede deberse al hecho de que las doctrinas de la gracia han sido aprendidas tan sólo de un modo intelectual, en vez de haber sido alojadas en el alma por el poder del Espíritu de Dios. Se pueden adoptar muy livianamente una gran cantidad de verdades evangélicas cuando no ha tenido lugar un profundo trabajo de conciencia, un verdadero quebrantamiento del viejo hombre y una subyugación de la carne en la presencia de Dios. En este caso, habrá sin duda liviandad de espíritu de una u otra forma. Se habrá de dejar un amplísimo margen para la mundanalidad en sus diversas formas; una libertad dada a la vieja naturaleza completamente incompatible con el cristianismo práctico.
Además de estas cosas, se hará manifiesta una muy deplorable falta de conciencia en los detalles prácticos de la vida cotidiana: deberes descuidados, trabajos mal hechos, compromisos no fielmente cumplidos, obligaciones sagradas tratadas con poca seriedad, deudas contraídas, hábitos extravagantes tolerados. Todas estas cosas las ponemos bajo el título de liviandad, y, por desgracia, son demasiado comunes entre los más altos profesantes de lo que se denomina «verdad evangélica».
Ahora bien, deploramos profundamente todo esto, y quisiéramos que nuestras propias almas, así como las de todos nuestros lectores cristianos, se hallasen realmente ejercitadas en cuanto a ello. Nos asusta el hecho de que haya entre nosotros un considerable porcentaje de profesión hueca, una gran falta de seriedad, veracidad y realidad en nuestros caminos. No estamos lo suficientemente impregnados del espíritu del cristianismo auténtico, ni somos gobernados en todas las cosas por la Palabra de Dios. No prestamos suficiente atención al «cinto de la verdad» ni a la “coraza de justicia” (Efesios 6:14).
En este camino el alma termina en muy mal estado; la conciencia no responde; las sensibilidades morales resultan atrofiadas. Los reclamos de la verdad no son debidamente atendidos. Se juega con males positivos. Se tolera la relajación moral. Lejos de existir el constrictivo poder del amor de Cristo — que conduce a actividades de bondad — , ni tan siquiera está el restrictivo poder del temor de Dios — que impide las actividades de maldad — .
Apelamos solemnemente a las conciencias de nuestros lectores en lo que respecta a estas cosas. El tiempo presente es tremendamente solemne para los cristianos. Hay urgente necesidad de una ferviente y vigorosa devoción a Cristo; pero ésta difícilmente puede existir en tanto se descuiden las demandas corrientes de la justicia práctica. Siempre debemos recordar que la misma gracia que libera eficazmente al alma del legalismo es la única salvaguardia contra toda liviandad. Habremos hecho muy poco en favor de un hombre — por no decir nada — si lo sacamos de un estado legal para terminar llevándolo a una frívola, indolente, descuidada e insensible condición de corazón.
Sin embargo, a menudo hemos observado la vida de las almas, y advertido este triste hecho concerniente a ellas: que cuando fueron libradas de las tinieblas y de la esclavitud, se volvieron mucho menos atentas y sensibles. La carne está siempre dispuesta a convertir la gracia de Dios en libertinaje (Judas 4), y, por ende, debe ser subyugada. Es menester que el poder de la cruz se aplique a todo lo que es de la carne. Necesitamos mezclar las “hierbas amargas” con nuestra fiesta pascual. En otras palabras, necesitamos esos profundos ejercicios espirituales que resultan de una positiva entrada en el poder de los sufrimientos de Cristo. Necesitamos meditar más profundamente sobre la muerte de Cristo: su muerte como víctima bajo la mano de Dios y como mártir bajo la mano del hombre.
Éste es el remedio eficaz contra el legalismo y la liviandad. La cruz, en su doble aspecto, libera de ambos males. Cristo “se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre” (Gálatas 1:4). Por la cruz, el creyente es tan completamente librado del presente siglo malo como perdonado de sus pecados. Él no es salvo para disfrutar del mundo, sino para romper definitivamente con él.
Conocemos pocas cosas más peligrosas para el alma que la combinación de verdades evangélicas con mundanalidad, holgura y desenfreno; la adopción de un cierto vocabulario de verdades cuando la conciencia no está en la presencia de Dios; una aprehensión meramente intelectual de la posición en Cristo, sin una vigorosa ocupación en el estado práctico; una claridad en la doctrina en cuanto al título, sin una concienzuda relación con la condición moral.
Confiamos en que nuestros lectores soportarán la palabra de exhortación. Si nos refrenáramos de pronunciarla, tendríamos que considerarnos deficientes en fidelidad. Es verdad que no es una tarea agradable llamar la atención respecto de males prácticos, urgir el solemne deber del juicio propio e inculcar en la conciencia las demandas de la verdad práctica. Sería mucho más grato al corazón exponer verdades abstractas, versar sobre la libre gracia y lo que ella ha hecho por nosotros, espaciarse en las glorias morales del inspirado Libro; en una palabra, explayarse en los privilegios que son nuestros en Cristo.
Pero hay momentos en que la verdadera y práctica condición de cosas entre los cristianos pesa demasiado fuertemente sobre el corazón y mueve al alma a hacer un urgente llamado a la conciencia en lo que se refiere a asuntos de marcha y de conducta; y nosotros creemos que dicho momento es precisamente el actual. El diablo está siempre ocupado y en guardia. El Señor ha arrojado mucha luz sobre su Palabra durante los últimos años. El Evangelio ha sido presentado con una claridad y un poder particular. Miles de almas han sido libradas de un estado legal; y ahora el enemigo procura ofuscar el testimonio conduciendo a las almas a una condición fútil, descuidada y carnal, llevándolas a descuidar el saludable e indispensable ejercicio del juicio propio. Profundamente conscientes de esto, nos sentimos impulsados a ofrecer unas palabras de admonición acerca de LEGALISMO Y LIVIANDAD. “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador y Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:11-14).

El Yugo Desigual

Toda persona que procura sinceramente una marcha cristiana más pura y elevada, tanto para sí como para los demás, no puede dejar de experimentar un sentimiento inefable de tristeza y abatimiento al contemplar el cristianismo de nuestros días. Su tono está tan extremadamente bajo, su aspecto tan insalubre y su espíritu tan débil, que uno, a veces, se siente tentado a perder toda esperanza de encontrar algo que se asemeje a un auténtico y fiel testimonio a un Señor ausente. Todo esto es tanto más deplorable cuando recordamos los motivos imperiosos que, por privilegio especial, deberían animarnos. Ya sea que consideremos al Maestro a quien somos llamados a seguir, a la senda por la cual somos llamados a andar, al objeto en que debemos mantener fija nuestra mirada o a las esperanzas que deberían animarnos, no podemos sino reconocer que si penetráramos más en la realidad de todas estas cosas y si las mismas fuesen llevadas a cabo con una fe más simple, presentaríamos, con toda seguridad, una marcha cristiana más ferviente. “El amor de Cristo — dice el apóstol — nos constriñe” (2.ª Corintios 5:14). Éste es el motivo más poderoso de todos. Cuanto más lleno está el corazón del amor de Cristo, y más fijo está el ojo espiritual en su bendita Persona, tanto más de cerca procuraremos seguir sus huellas celestes. Sus pisadas sólo pueden ser advertidas por un «ojo sencillo»; y a menos que la voluntad propia sea quebrantada, la carne mortificada y el cuerpo puesto en sujeción, fracasaremos por completo en nuestra marcha como discípulos y “haremos naufragio en cuanto a la fe y a una buena conciencia.”
Que el lector no me mal interprete. Aquí no se trata en absoluto de la cuestión de la salvación personal. Se trata de otra cosa totalmente diferente. Nada puede ser más miserablemente egoísta — tras haber obtenido la salvación como el fruto de la agonía de Cristo, de su sudor de sangre, de su cruz y de su pasión — que mantenernos a la mayor distancia posible de su sagrada Persona sin perder nuestra seguridad personal. Esto, hasta para el juicio natural, no puede ser considerado sino como un egoísmo digno del más rotundo desprecio. Mas cuando este carácter es manifestado por un hombre que profesa deber todo lo que tiene en el presente y en la eternidad a un Maestro rechazado, crucificado, resucitado y ausente, ningún lenguaje podría expresar esta bajeza moral. «Con tal que haya escapado del fuego del infierno, poco importa mi marcha como discípulo.» Lector, ¿acaso no detestaría, en lo más profundo de su alma, este sentimiento? Si es así, entonces procure con vehemencia apartarse de él y situarse en el polo opuesto de la brújula, y que su lenguaje fiel sea: «Con tal que mi bendito Maestro sea glorificado, poco importa, comparativamente, mi seguridad personal.» Quiera Dios que ésta sea la sincera expresión de muchos corazones en el día de hoy, cuando, ¡ay, se puede decir en verdad que “todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21)!
Quiera Dios que el Espíritu Santo, con su irresistible poder y con su energía celestial, suscite una cuadrilla de discípulos separados del mundo, y de devotos seguidores del Cordero, donde cada uno se halle unido, mediante los lazos del amor, a los cuernos del altar; una compañía, semejante a los trescientos de Gedeón en los tiempos de antaño, capaz de confiar en Dios y de renunciar a la carne. ¡Oh, cómo suspira el corazón por ver esto! ¡Cómo el espíritu, sometido, a veces, a la congelante y desecante influencia de una profesión fría y hueca, anhela con ahínco un más riguroso y sincero testimonio para Aquel que se despojó a sí mismo y dejó su gloria para que nosotros, por su sangre preciosa derramada en la cruz, pudiésemos ser elevados hasta ser sus compañeros en una felicidad eterna!
Ahora bien, entre los numerosos obstáculos que se oponen a esta plena consagración de corazón a Cristo que yo deseo ardientemente para mí y para mis lectores, el yugo desigual, tal como lo veremos, ocupa uno de los primeros lugares. “No os unáis en yugo desigual [heterozugeô] con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo [metochê] tiene la justicia con la injusticia [griego: anomia = anomia]? ¿Y qué comunión [koinônia] la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo [apistos]? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2.ª Corintios 6:14-18).
La economía mosaica nos enseña el mismo principio moral: “No sembrarás tu viña con semillas diversas, no sea que se pierda todo, tanto la semilla que sembraste como el fruto de la viña. No ararás con buey y con asno juntamente. No vestirás ropa de lana y lino juntamente.” “No harás ayuntar tu ganado con animales de otra especie; tu campo no sembrarás con mezcla de semillas y no te pondrás vestidos con mezcla de hilos” (Deuteronomio 22:9-11; Levítico 19:19).
Estos pasajes de la Escritura bastarán para mostrar el mal moral de un yugo desigual. Se puede afirmar, con absoluta seguridad, que nadie puede ser un seguidor de Cristo, libre de toda atadura, estando, de una u otra manera, bajo un yugo desigual. Puede ser que a pesar de su yugo desigual sea una persona salva, un verdadero hijo de Dios, un creyente sincero; pero lo que no puede ser es un discípulo cabal; y no solamente eso, sino que hay un obstáculo positivo que impide una plena manifestación de lo que él efectivamente podría ser. “Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso.” Esto es como decir: «Sacad vuestros cuellos de debajo del yugo desigual, y yo os recibiré, y entonces habrá una manifestación plena, notoria y práctica de vuestra relación con el Señor Todopoderoso.» Esta idea es evidentemente diferente de la que se expresa en la epístola de Santiago: “Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad” (1:18). Y asimismo en la primera epístola de Pedro leemos: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1:23). También en la primera epístola de Juan: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (3:1). Y en el evangelio de Juan todavía leemos: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (1:12-13). En todos estos pasajes, la relación de hijos se funda en el consejo y la operación de Dios, y se nos presenta como si fuese la consecuencia de un acto que no depende de nosotros; mientras que en 2.ª Corintios 6, ella nos es presentada como el resultado de haber roto con el yugo desigual. En otras palabras, aquí se trata de una cuestión puramente práctica.
Así pues, en Mateo 5 leemos: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (v. 44-45). Aquí también encontramos el establecimiento práctico y la declaración pública de la relación, así como la influencia moral que deriva de ella.
Conviene que los hijos de un Padre tal actúen de un modo tal. En resumidas cuentas, tenemos, por un lado, la posición o relación de hijos en abstracto, fundada en la soberana voluntad de Dios y en su propia operación; y, por otro lado, tenemos el carácter moral que surge como consecuencia de esta relación, el cual provee el terreno apropiado para que Dios, con justicia, reconozca públicamente esta relación. Dios no puede reconocer de forma plena y pública a aquellos que se hallan unidos en yugo desigual con los incrédulos, pues, si lo hiciera, ello equivaldría a reconocer el yugo. Él no puede reconocer ni a “las tinieblas” ni a “la injusticia” ni a “Belial” ni a un “incrédulo.” ¿Cómo podría hacerlo? Por eso, si me uno voluntariamente en yugo desigual con cualquiera de estas cosas, me identifico moral y públicamente con ella, y de ningún modo con Dios. Me situaría en una posición que Dios no puede reconocer y, por consiguiente, tampoco puede reconocerme a mí; pero, si abandono esa posición, si “salgo y me aparto”, si retiro mi cuello del yugo desigual, entonces, y sólo entonces, podré ser pública y plenamente recibido y reconocido como “hijo o hija del Señor Todopoderoso.” Éste es un principio solemne y escudriñador para todos aquellos que sienten que lamentablemente se han colocado bajo tal yugo. Ellos no marchan como discípulos, ni tampoco se hallan pública y moralmente sobre el terreno de hijos. Dios no puede reconocerlos. Su secreta relación con Dios no tiene nada que ver aquí. El hecho es que ellos mismos se han colocado completamente fuera del terreno de Dios. Metieron sus cuellos insensatamente en un yugo que, al no ser el yugo de Cristo, ha de ser necesariamente el de Belial; y, hasta que no abandonen este yugo, Dios no los podrá reconocer como sus hijos e hijas. La gracia de Dios, sin duda, es infinita; y puede venir al encuentro de nosotros en todos nuestros fracasos y debilidades; mas si nuestras almas suspiran tras una marcha más elevada como discípulos, debemos abandonar de inmediato el yugo desigual, cueste lo que costare, siempre que podamos hacerlo; en el caso contrario, sólo nos queda inclinar nuestra cabeza con vergüenza y pesar, y mirar a Dios para una plena liberación.
Hay cuatro aspectos distintos en que podemos considerar el yugo desigual:
El doméstico o matrimonial
El comercial,
El religioso, y
El filantrópico o caritativo.
Algunos creyentes tal vez estarían dispuestos a restringir el sentido de 2.ª Corintios 6:14 al primero de estos aspectos; mas el apóstol no lo hace. Sus palabras son: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos.” Él no especifica el carácter o el objeto de este yugo, lo que nos autoriza a dar a este pasaje la más amplia aplicación, dejando que su filo haga mella por sí mismo en todo tipo de yugo desigual; y veremos la importancia de este proceder, antes de que concluyamos estas observaciones, si el Señor lo permite.
1. El Yugo Desigual Matrimonial
Consideremos, primeramente, el yugo doméstico o conyugal. ¿Qué pluma sería capaz de describir las angustias del alma, la miseria moral, así como las perniciosas consecuencias para la vida espiritual y el testimonio, que surgen del matrimonio de un creyente con una persona inconversa? Creo que nada podría ser más deplorable que la condición de alguien que descubre, cuando ya es demasiado tarde, que se ha unido por toda su vida a una persona con la cual no puede tener un solo pensamiento o sentimiento en común. Uno desea servir a Cristo; el otro, puede servir únicamente al diablo. Uno suspira tras las cosas de Dios; el otro no aspira sino a las cosas de este mundo. Uno procura mortificar con vehemencia la carne con todos sus afectos y deseos; el otro, no busca más que contribuir a sus deseos y satisfacerla.
Se puede trazar un paralelo con una oveja y un chivo amarrados el uno al otro. La oveja deseará comer los verdes pastos de la pradera, mientras que, el chivo, suspirará por las zarzas que crecen a lo largo de las zanjas. La triste consecuencia de ello es que ambos padecerán de hambre. Uno no quiere comer el pasto de la pradera; el otro, no puede alimentarse de zarzas, y así, ni uno ni otro obtiene lo que requiere su naturaleza, a menos que el chivo, merced a su mayor fuerza, logre arrastrar a su compañero — que lleva el yugo con él, aunque desigual — hasta las zarzas, para mantenerlo allí hasta que desfallezca y muera.
La enseñanza moral de esto es bastante simple; y además es algo que, por desgracia, ocurre demasiado a menudo. El chivo, por lo general, logra alcanzar su objetivo. El cónyuge mundano casi siempre termina saliéndose con la suya. Se verá casi sin excepción que, en el caso de un yugo desigual matrimonial, el pobre creyente es el que sufre, tal como lo evidencian los frutos amargos de una mala conciencia, un corazón abatido, un espíritu umbroso y una mente deprimida. Seguramente se paga un precio demasiado elevado a cambio de la satisfacción de algún afecto natural o de la adquisición, tal vez, de alguna miserable ventaja mundana. Un matrimonio de este tipo es, de hecho, la estocada mortal contra el cristianismo práctico y contra el progreso de la vida espiritual. Es moralmente imposible ser un discípulo de Cristo sin cadenas, teniendo el cuello bajo el yugo matrimonial con un incrédulo. Tampoco un corredor en los Juegos Olímpicos — o en los juegos ístmicos — habría esperado obtener la corona de la victoria atando a su cuerpo una carga pesada o un cuerpo muerto. Basta, seguramente, con tener el propio cuerpo que cargar, sin agregarle otro más. No ha habido jamás un verdadero cristiano que no se viera sumamente ocupado en combatir, con todos sus esfuerzos, los males de su propio corazón, sin pensar en cargar con los males de dos. Sin duda, el hombre que, con insensatez y en abierta desobediencia, se casa con una mujer inconversa, o la mujer que se casa con un hombre inconverso, está cargando con toda la gama de males que reúnen dos corazones; y ¿quién es suficiente para estas cosas? Un creyente puede contar, en forma absoluta, con la gracia de Cristo para lograr subyugar su propia naturaleza perversa; pero no puede ciertamente contar, de la misma manera, con esta gracia en lo que se refiere a la perversa naturaleza de su cónyuge incrédulo. Si él se puso bajo este yugo en ignorancia, el Señor vendrá en su ayuda, sobre la base de una plena confesión, y llevará su alma a una completa restauración; pero, en lo que respecta a su condición de discípulo, no la recuperará jamás. Pablo podía decir: “Golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado.” Y dijo esto en inmediata relación con la lucha por obtener el premio: “¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como quien golpea el aire” (1.ª Corintios 9:24-27). No se trata aquí de una cuestión de vida o de salvación, sino simplemente de una cuestión de carrera en el estadio; de correr de tal manera que obtengamos el premio, no la vida, sino una corona incorruptible. El hecho de ser llamados a correr da por supuesto que tenemos la vida, pues nadie instaría a correr en el estadio a hombres muertos. Es evidente que yo debo tener la vida antes de comenzar a correr y, por consiguiente, no la podré perder, aunque no vaya a ganar la corona prometida; pues no es la vida lo que se propone como el premio a obtener. No somos llamados a correr a fin de obtener la vida, pues ella no proviene de aquel que corre, sino de Dios por la fe en Jesucristo, quien, por su muerte, obtuvo la vida para nosotros, y nos la comunica por el poder del Espíritu Santo. Ahora bien, esta vida, al ser la vida de un Cristo resucitado, es eterna; pues él es el Hijo eterno, como él mismo lo dice al dirigirse al Padre en Juan 17: “Le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste” (v. 2). Esta vida es dada por gracia, sin ninguna condición. El no da la vida a nosotros como pecadores para luego llamarnos como santos a correr a fin de obtenerla con la oscura posibilidad de perder esta preciosa gracia al tropezar en nuestra carrera. Ello sería correr “como a la ventura”, tal como muchos, lamentablemente, tratan de hacerlo, quienes profesan estar en la carrera, sin saber, no obstante, si tienen o no la vida. Tales personas corren para obtener la vida y no una corona; pero Dios no ofrece la vida al fin del estadio, como premio al vencedor; él la da en el punto de partida, como la fuerza por la cual corremos. La capacidad de correr y el objeto tras el cual corremos son dos cosas muy diferentes; sin embargo, ellas son continuamente confundidas por aquellos que ignoran el glorioso Evangelio de la gracia de Dios, en el cual Cristo es manifestado como la vida y la justicia de todos cuantos creen en su nombre; y eso, además, como el gratuito don de Dios y no como la recompensa por haber corrido bien.
Ahora bien, consideramos las terribles y perniciosas consecuencias de un yugo desigual matrimonial principalmente por su influencia sobre nuestra marcha como discípulos. Digo principalmente porque ello afecta profundamente todo nuestro ser moral y todas nuestras experiencias. Dudo mucho si alguien es capaz de propinar un golpe más destructivo a su prosperidad en la vida divina que al contraer un yugo desigual. En realidad, el solo hecho de haberlo contraído demuestra que el declino de la vida espiritual ya ha comenzado con los más alarmantes síntomas; mas en cuanto a su condición de discípulo y a su testimonio, pueden ser considerados como una lámpara casi extinta, y si ella ocasionalmente diera una luz tenue y vacilante, ello sólo pondría de manifiesto su miserable posición de espantosas sombras, y las aterradoras consecuencias de haberse unido en yugo desigual con un incrédulo.
Hasta aquí he hablado del yugo desigual en relación con la influencia que ejerce sobre la vida, el carácter, el testimonio y la condición de discípulo del hijo de Dios. Ahora quisiera decir unas palabras respecto a su efecto moral tal como se manifiesta en el círculo doméstico. Aquí también las consecuencias son verdaderamente desastrosas. No podría ser de otra manera. Dos personas se han unido para vivir en la más estrecha e íntima relación, con gustos, hábitos, sentimientos, deseos, tendencias y aspiraciones diametralmente opuestos. No tienen nada en común, de modo que todo movimiento que haga cualquiera de ellos, de seguro molestará al otro. El incrédulo, en realidad, no puede andar con el creyente, y si, gracias a una extrema amabilidad o a una profunda hipocresía, hubiere una apariencia de armonía — de que todo está bien — , ¿qué valor tendría a los ojos del Señor, quien juzga, no las apariencias externas, sino el verdadero estado del corazón en relación con Él? Poco y nada, por cierto; y diría que todo ese esfuerzo es más que inútil. Luego, insisto, si el creyente desgraciadamente tuviera que ponerse de acuerdo, en alguna medida, con su compañero de yugo, sólo podría hacerlo a expensas de su condición de discípulo, lo que traerá como consecuencia una conciencia que lo condena delante del Señor; y esto todavía dará lugar a un espíritu abrumado y, casi con seguridad, a un temperamento agrio que se manifestarán en el círculo familiar, de modo que la gracia del Evangelio no puede ser puesta en evidencia, y el incrédulo no es atraído ni ganado. El yugo desigual parece, pues, desde todo punto de vista, algo muy triste. Deshonra a Dios; atenta contra el bienestar espiritual; tiende a destruir la condición de discípulo y el testimonio, y es completamente contrario a la paz y a la bendición domésticas. Produce alejamiento, enfriamiento y desavenencias. Con todo, si no se dieran estas cosas, al menos seguramente haría que el creyente perdiera su carácter de discípulo y su buena conciencia, pudiendo hallarse tentado a sacrificar ambas cosas sobre el altar de la paz doméstica. Así pues, sea cual fuere el punto de vista, el yugo desigual no puede conducir sino a las consecuencias más deplorables.
En cuanto a sus efectos sobre los niños, es igualmente triste. Los niños se inclinan naturalmente a seguir el ejemplo de su padre o madre inconverso. “La mitad de sus hijos hablaban la lengua de Asdod, porque no sabían hablar judaico, sino que hablaban conforme a la lengua de cada pueblo” (Nehemías 13:24). No puede haber ninguna unión de corazones en la educación de los niños; ninguna armonía, ninguna confianza mutua en su trato. Uno desea criarlos en disciplina y amonestación del Señor; el otro, según los principios del mundo, de la carne y del diablo; y como las simpatías de los niños, a medida que crecen, son propensas a ponerse de este último lado, no es difícil prever en qué terminará todo esto. En resumidas cuentas, arar bajo un “yugo desigual” o sembrar el campo “con mezcla de semillas” es un esfuerzo vano, inconveniente y antiescriturario, que sólo puede producir sufrimientos y confusión.
Antes de terminar esta parte de nuestro tema, quisiera hacer una observación sobre las razones que generalmente animan a los cristianos a ponerse bajo el yugo del matrimonio moralmente desigual. Lamentablemente, todos sabemos cuán fácilmente el pobre corazón se convence a sí mismo de que es correcta una determinada decisión que desea tomar, y cómo el diablo nos provee de argumentos plausibles para persuadirnos de que ello está bien; argumentos que el triste estado moral de nuestra alma nos hace considerar como claros, satisfactorios y concluyentes. El hecho mismo de haberle dado lugar a tales pensamientos demuestra que somos incapaces de sopesar — con una mente lúcida y con una conciencia espiritualmente justa — las graves consecuencias de tal decisión. Si nuestro ojo fuese sencillo (es decir, si fuésemos gobernados por un solo objeto: la gloria y el honor del Señor Jesucristo), nunca contemplaríamos la idea de poner nuestro cuello bajo un yugo desigual; y, en consecuencia, no tendríamos dificultades ni estaríamos perplejos respecto de este tema. Un corredor que tiene los ojos puestos en la corona no se afligiría por ninguna duda en cuanto a si debiera detenerse para atarse un peso de un quintal al cuello. Jamás se le cruzaría por la cabeza un pensamiento semejante; y no sólo eso, sino que un corredor escrupuloso posee una clara y casi intuitiva percepción de todo aquello que pudiera significar un obstáculo para su carrera. Naturalmente que, cualquier cosa de este tipo que él lograra percibir, la rechazaría con la mayor firmeza.
Ahora bien, si ocurriera lo mismo con los cristianos en lo que respecta al matrimonio antiescriturario, se ahorrarían un mundo de sufrimientos y perplejidades; pero no es así. El corazón procura escapar de la comunión con el Señor y es moralmente incompetente para discernir las cosas que difieren; y, mientras persiste en esa condición, el diablo gana terreno con facilidad y en seguida logra tener éxito en sus perniciosos esfuerzos para inducir al creyente a unirse en yugo con “Belial”, con la “injusticia”, con las “tinieblas”, con un “incrédulo.” Cuando el alma goza de plena comunión con Dios, es absolutamente sumisa a su Palabra; ve las cosas tal como Dios las ve, y las llama de la misma manera que Él las llama y no como el diablo o su propio corazón carnal quisiera llamarlas. De esta manera, el creyente escapa al lazo y a la influencia de un engaño del cual casi siempre es víctima en esta cuestión: una falsa profesión de religión de parte de la persona con quien desea contraer matrimonio. Esto es algo que ocurre muy a menudo. Es fácil simular inclinación por las cosas de Dios, y el corazón es bastante vil y pérfido para hacer una profesión de religión a fin de lograr su objetivo; y no sólo eso, sino que el diablo, quien “se disfraza como ángel de luz”, provocará esta falsa profesión a fin de encadenar lo más eficazmente posible los pies y el corazón de un hijo de Dios. De este modo logra hacer que los cristianos, en estos asuntos, se contenten o parezcan contentarse con una prueba de conversión que, en otras circunstancias, habrían considerado totalmente dudosa e insuficiente. Pero, lamentablemente, la experiencia no tarda en abrir los ojos a la realidad de las cosas. Pronto se descubre que la profesión no era más que una vana apariencia, y que el corazón está enteramente en el mundo y es del mundo. ¡Terrible descubrimiento! ¿Quién podría expresar las amargas consecuencias de tal descubrimiento, las angustias del corazón, los reproches y los remordimientos de la conciencia, la vergüenza y la confusión, la pérdida del poder, la paz, la bendición y el gozo espirituales, y el sacrificio de una vida útil? ¿Quién podría describir todas estas cosas? El hombre, vuelto en sí de su sueño ilusorio, abre sus ojos ante la espantosa realidad de que se ha unido de por vida bajo el mismo yugo con “Belial.” Sí, así es como lo llama el Espíritu. Esto no es una consecuencia o una deducción a la que se llega tras un proceso de razonamiento, sino una simple y positiva declaración de la Santa Escritura, a los efectos de confrontar a todo aquel que se ha puesto bajo un yugo conyugal bíblicamente desigual, cualesquiera sean los motivos, las razones o las falsas apariencias que lo hayan seducido.
¡Oh, mi querido lector cristiano, si está en peligro de colocarse bajo un yugo semejante, permítame suplicarle con insistencia, afecto y seriedad que se detenga primero y sopese este asunto en la balanza del santuario, antes de dar un solo paso adelante en ese fatal camino! Puede estar seguro de que no bien dé este paso, su corazón estallará en lamentos desesperados y su vida se verá llena de amargos e innumerables pesares. ¡Que nada en el mundo lo induzca a unirse en yugo desigual con un incrédulo! ¿Tiene comprometidos sus afectos? Recuerde entonces que ésos no pueden ser los afectos del nuevo hombre en Ud. Tales sentimientos — esté seguro de ello — provienen de la vieja naturaleza carnal, a la que somos llamados a mortificar y a desechar. Debemos, pues, clamar a Dios a fin de que nos dé el poder espiritual necesario para remontarnos por encima de la influencia de tales afectos; incluso para sacrificarlos por Él. Pregunto también: ¿Están comprometidos sus intereses? Recuerde, pues, que sólo se trata de sus intereses; y si ellos son favorecidos, los intereses de Cristo resultan sacrificados al unirse Ud. en yugo desigual con “Belial.” Además, aquí se trata tan sólo de sus intereses temporales y no de los que son eternos. De hecho que los intereses del creyente y los de Cristo deberían ser idénticos; y es evidente que los intereses de Cristo, su honor, su verdad, su gloria, son inevitablemente sacrificados cuando uno de sus miembros se asocia con “Belial.” ¿Qué son unos pocos cientos o unos pocos miles para un heredero del cielo? Dios puede darle mucho más que esto. ¿Sacrificaríamos la verdad de Dios, así como nuestra propia paz, prosperidad y felicidad espirituales por una suma vil e insignificante de bienes materiales, todo lo cual habrá de perecer por el uso? ¡Oh, no! ¡Dios no lo permita! Huyamos de esto, como lo hace un ave al ver y percibir la trampa. Echemos mano de un discipulado firme, auténtico y sincero; tomemos el cuchillo y sacrifiquemos en el altar de Dios todos nuestros afectos e intereses personales. Entonces, aun si no oyésemos ninguna voz de los cielos que aprobara nuestra acción, con todo tendríamos el invalorable testimonio de una conciencia aprobadora y de un Espíritu no contristado: una rica recompensa, seguramente, para el sacrificio más costoso que pudiéramos hacer. Quiera el Espíritu de Dios darnos el poder necesario para resistir las tentaciones de Satanás.
Apenas es necesario observar aquí que, en los casos en que la conversión tiene lugar después del matrimonio, la cuestión cambia notablemente de color. Entonces no habrá desgarramientos de conciencia, por ejemplo, y todo se verá modificado en una cantidad de detalles. Sin duda, todavía habrá dificultades, pruebas y aflicciones; la única y gran diferencia es que uno puede llevar con mucha más felicidad su prueba y su aflicción a la presencia del Señor cuando no ha caído de forma voluntaria y deliberada en ellas; y — bendito sea Dios — sabemos cuánto está Él dispuesto a perdonar, restablecer y purificar de toda injusticia al alma que confiesa plenamente sus errores y fracasos. Esto puede consolar el corazón de aquel que ha sido llevado a los pies del Señor después del matrimonio. Además, el Espíritu de Dios le ha dado directivas especiales y preciosas consolaciones en el siguiente pasaje: “Si algún hermano tiene mujer que no sea creyente, y ella consiente en vivir con él, no la abandone. Y si una mujer tiene marido que no sea creyente, y él consiente en vivir con ella, no lo abandone. Porque el marido incrédulo es santificado en la mujer, y la mujer incrédula en el marido; pues de otra manera vuestros hijos serían inmundos, mientras que ahora son santos ... Porque ¿qué sabes tú, oh mujer, si quizá harás salvo a tu marido? ¿O qué sabes tú, oh marido, si quizá harás salva a tu mujer?” (1.ª Corintios 7:12-16).
2. El Yugo Desigual Comercial
Consideremos ahora el yugo desigual en su aspecto comercial, tal como lo vemos en el caso de las sociedades comerciales. Si bien no presenta un aspecto tan serio como el que acabamos de considerar — pues en éste uno puede librarse con mayor facilidad que en el conyugal — , no deja de ser un obstáculo positivo al testimonio del creyente. Cuando un creyente se une en yugo desigual con un incrédulo con fines comerciales — al margen de que el socio incrédulo sea o no un pariente — , o cuando llega a ser socio de una empresa del mundo, abandona virtualmente su responsabilidad individual. De ahí en adelante, todos los actos de esa razón social serán también sus propios actos, y es completamente evidente que no se puede hacer que una firma comercial establecida sobre principios mundanos, actúe sobre la base de principios celestiales. Todos se reirían de semejante idea, puesto que ello sería un positivo obstáculo para el éxito de las operaciones. Los socios mundanos se sentirán completamente libres para adoptar los recursos que les parezcan convenientes a fin de llevar adelante sus negocios, y tales medios empleados bien pueden ser — por no decir que serán — contrarios al espíritu y a los principios del reino de Dios, donde está el creyente, y de la Iglesia de la cual forma parte. Por eso, un cristiano asociado a un incrédulo se hallará continuamente en una posición sumamente penosa. Él podría servirse de su influencia para buscar cristianizar el modo de conducir los asuntos; pero los demás lo obligarían a manejar los negocios de la misma manera que lo hacen todos, y así no tendría más remedio que derramar sus lágrimas en secreto por su anómala y difícil posición, o bien retirarse, sufriendo una gran pérdida pecuniaria para sí y para su familia.
Si el ojo fuera sencillo, no tendría ninguna duda acerca de cuál de las dos soluciones tendría que adoptar; pero, ¡ay, el mismo hecho de haberse colocado en tal posición demuestra la falta de un ojo sencillo!; y el hecho de hallarse en ella demuestra la falta de discernimiento espiritual para poder apreciar el valor y la autoridad de los principios divinos, que de otro modo no dejarían de hacer salir a un cristiano de tal asociación. Un hombre que tuviera el ojo sencillo, no podría colocarse bajo el mismo yugo con un incrédulo con el propósito de ganar dinero. Este hombre no tendría que tener ante sí ningún otro objeto que la gloria de Cristo; y este objeto jamás podría ser alcanzado por una transgresión positiva de un principio divino. Esto simplifica todo el asunto. Si el hecho de que un cristiano se haya hecho socio de una casa de comercio mundana, no glorifica a Cristo, ello, sin duda, no puede sino favorecer los designios del diablo. No existe una posición intermedia entre ambos extremos. Pero es claro que Cristo no es glorificado por ello, pues su Palabra dice: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos” (2.ª Corintios 6:14). Tal es el principio que no puede ser violado sin perjudicar el testimonio y sin hacer perder bendiciones espirituales. Es cierto que la conciencia de un cristiano que peca en este asunto puede buscar aliviarse de diversas maneras; puede tener recursos para diversos subterfugios; puede esgrimir diversos argumentos para persuadirse de que todo está bien. Se dirá que «podemos ser muy devotos y espirituales, en lo que concierne a lo personal, aun cuando nos encontremos, por asuntos comerciales, unidos bajo un mismo yugo con un incrédulo». Esto se verá que no puede ser más que una falacia, cuando se lo somete a la prueba de la práctica cotidiana. Un siervo de Cristo se verá trabado de mil maneras por su asociación mundana. Si en lo que atañe a su servicio para Cristo él no encuentra una abierta hostilidad, tendrá que luchar contra los esfuerzos secretos y continuos del enemigo para apagar su ardiente celo y arrojar agua fría sobre todos sus proyectos. Recibirá burlas y desprecios, y se le recordará continuamente el efecto que su entusiasmo y fanatismo producirá en lo que respecta a las perspectivas comerciales de la firma. Si el creyente emplea su tiempo, sus talentos o sus recursos pecuniarios para lo que cree que es el servicio del Señor, se le dirá que es un necio o un loco, y se le hará entender que el único modo conveniente y razonable de servir al Señor, para un hombre ocupado en el comercio, es «dedicarse a sus negocios y nada más que a sus negocios». Tal es la dedicación exclusiva de los pastores y ministros ocupados en los asuntos religiosos, pues ellos son puestos aparte y se les paga para eso.
Ahora bien, aunque la mente renovada de un cristiano pueda estar totalmente convencida de la falacia de todos estos razonamientos; aunque sea capaz de advertir que esta sabiduría mundana no es sino un débil y raído manto que se arroja sobre las ambiciosas prácticas del corazón, con todo, ¿quién podría decir hasta qué punto el corazón puede ser influido por tales cosas? Nos cansamos de una resistencia continua. La corriente se torna demasiado fuerte para nosotros, y vamos cediendo poco a poco a su fuerza y nos dejamos arrastrar por la superficie. Puede que la conciencia intente efectuar algunos últimos movimientos de resistencia; pero la energía espiritual está paralizada, y la sensibilidad de la nueva naturaleza, debilitada, de modo que no hay nada que responder a estos clamores de la conciencia, ningún esfuerzo suficientemente poderoso para resistir al enemigo. La mundanalidad de un cristiano se liga con las influencias contrarias de afuera; las obras exteriores son atacadas por la tormenta, y la ciudadela de los afectos del alma es vigorosamente asaltada; y, finalmente, tal hombre sucumbe en una vida de completa mundanalidad, realizando así, en su propia persona, el conmovedor lamento del profeta: “Sus nobles fueron más puros que la nieve, más blancos que la leche; más rubios eran sus cuerpos que el coral, su talle más hermoso que el zafiro. Oscuro más que la negrura es su aspecto; no los conocen por las calles; su piel está pegada a sus huesos, seca como un palo” (Lamentaciones 4:7-8). Ese hombre que un día era conocido como siervo de Cristo — un colaborador para el reino de Dios — , que hacía uso de sus recursos sólo para fomentar los intereses del Evangelio de Cristo, ahora, lamentablemente, no es conocido más que como un astuto e infatigable negociante que hace grandes y ventajosos negocios, de quien el apóstol bien podría decir: “Demas me ha desamparado, amando este mundo [griego: ton vuv aiôna = al presente siglo]” (2.ª Timoteo 4:10).
Pero quizás no haya nada que actúe tanto sobre el corazón para inducir a los cristianos a colocarse bajo un mismo yugo comercial con los incrédulos que el hábito de buscar mantener a un mismo tiempo los dos caracteres: el de cristiano y el de negociante. Ésta es una trampa lamentable. En efecto, tal cosa no existe. Un hombre debe ser o una cosa o la otra. Si soy cristiano, mi cristianismo debe manifestarse como una realidad viviente, en la posición donde me encuentre; y si no puedo manifestarlo donde estoy, no debo permanecer más allí; pues si continúo en una esfera o posición en la cual la vida de Cristo no puede manifestarse, no poseeré muy pronto nada de cristianismo más que el nombre, sin realidad — la forma exterior sin el poder interior — , la cáscara sin la almendra. Yo debo ser siervo de Cristo no sólo el domingo, sino también del lunes por la mañana al sábado por la noche. No sólo debo ser siervo de Cristo en una asamblea pública, sino también en mi lugar de trabajo, en mis ocupaciones temporales, cualesquiera que sean. Mas no puedo ser un verdadero siervo de Cristo si he puesto mi cuello bajo yugo con un incrédulo; pues ¿cómo los siervos de dos amos enemigos podrían trabajar bajo el mismo yugo? Es absolutamente imposible; tan imposible como intentar unir los rayos solares del mediodía con las profundas tinieblas de la medianoche. Hago aquí también, pues, un solemne llamado a la conciencia de mis lectores, en presencia del Dios Todopoderoso, quien juzgará los secretos del corazón de los hombres por Jesucristo, también en relación con este importante asunto. Quisiera decirle, si ha pensado meterse en sociedad con un incrédulo: ¡Huya de allí! Sí, huya aunque esta sociedad le prometa millones. Se va a hundir en un laberinto de dificultades y de dolores. “Arará” el campo con un hombre cuyos sentimientos, instintos y tendencias son diametralmente opuestos a los suyos. «Un buey y un asno», ¿no son tan diferentes, en todo respecto, como un creyente y un incrédulo? ¿Cómo podría alguna vez concordar? Él quiere ganar dinero — sacar buenas ganancias — , congeniar con el mundo y progresar en él; en cambio Ud. siente (o al menos debería sentir) la necesidad de crecer en la gracia y la santidad, de promover los intereses de Cristo y de su Evangelio en la tierra y de proseguir su camino rumbo al reino eterno de nuestro Señor Jesucristo. El objeto de él es el dinero; el suyo, espero, Cristo. Él vive para este mundo; Ud., para el mundo venidero. Él está ocupado en las cosas temporales; Ud., en las que pertenecen a la eternidad. ¿Cómo, pues, podría encontrarse en el mismo terreno? Sus principios, motivaciones, objetos y esperanzas son completamente opuestos. ¿Cómo sería posible que tuvieran algo en común? Seguramente sólo basta considerar todo esto con un ojo sencillo para verlo en su verdadera luz. Es imposible que uno que tiene el ojo fijo en Cristo y el corazón lleno de Él, pueda alguna vez unirse bajo un yugo desigual con un socio mundano para el objeto que sea. Permítame, pues, querido lector cristiano, suplicarle una vez más, antes que dé un paso tan terrible — un paso que puede traer consecuencias funestas, tan lleno de peligros para sus mejores intereses así como para el testimonio de Cristo, con el cual es honrado — que considere todo este asunto, con un corazón honesto, en el santuario de Dios, y lo sopese en Su sagrada balanza. Pregúntele a Dios qué piensa de ello, y escuche con una voluntad sumisa y una buena conciencia Su respuesta. Ella es simple y poderosa; tan simple y poderosa como si cayese directamente del cielo: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos.”
Pero si, por desgracia, mi lector se hallara ya bajo el yugo, quisiera decirle: Rompa con él lo más pronto posible. Me asombraría sobremanera si todavía no ha descubierto que este yugo es una pesada carga. Sería superfluo para Ud. que detallara las tristes consecuencias de hallarse en tal posición. Sin duda las conoce perfectamente. Sería inútil imprimirlas sobre un papel o dibujarlas en un cuadro, para uno que ya las está experimentando efectivamente. Mi querido hermano en Cristo, no pierda un instante para renunciar a este yugo. Debe hacerlo en la presencia del Señor, de acuerdo con Sus principios y en virtud de Su gracia. Es más fácil meterse en una falsa posición que salir de ella. Una sociedad que data de diez o veinte años, no puede disolverse en un momento. Deberá hacerse con calma, con humildad y con oración, como en la presencia del Señor y para su gloria solamente. Yo puedo deshonrar al Señor tanto por mi manera de salir de una falsa posición como por entrar en ella. Por eso, si me encuentro asociado con un incrédulo, y mi conciencia me dice que hice mal, es menester que le declare honesta y francamente a mi socio que ya no podré seguir con él; y una vez hecho esto, mi deber es realizar todos los esfuerzos posibles para que los asuntos de la firma se liquiden con rectitud, buena fe y seriedad, a fin de no darle ninguna ocasión al adversario de hablar de una manera injuriosa y que el bien que hago no sea motivo de calumnias.
Debemos evitar la precipitación, la imprudencia y la presunción, cuando actuamos claramente para el Señor y en defensa de sus santos principios. Si un hombre se encuentra preso en una trampa o extraviado en un laberinto, no por audaces y violentos movimientos quedará libre. No; deberá humillarse, confesar sus pecados delante del Señor, y luego volver sobre sus pasos con paciencia y en una entera dependencia de la gracia que no sólo es capaz de perdonarlo por haberse metido en una falsa posición, sino también de encaminarlo e introducirlo en una buena.
Además, como ocurre con el yugo conyugal, la cuestión se ve enormemente modificada por el hecho de una sociedad contraída antes de la conversión. No estoy diciendo en absoluto que éste sea un justificativo para que uno persevere en ella. De ninguna manera; mas ello nos evitará muchísimos sufrimientos de corazón y manchas de conciencia relacionados con tal posición, los que deberán influir considerablemente en el modo de retirarse de la sociedad. Por otra parte, el Señor es glorificado por la inclinación moral del corazón y de la conciencia en la dirección correcta, lo cual, seguramente, le será agradable. Si me juzgo a mí mismo cuando me hallo en un mal camino, y la inclinación moral de mi corazón y de mi conciencia producen en mí el deseo de salir, Dios lo aceptará y, sin ninguna duda, me pondrá en el buen camino. Mas al hacerlo, él no tolerará que viole una verdad al procurar obedecer otra. La misma Palabra que dice: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulo”, también dice: “Pagad a todos lo que debéis.” “No debáis a nadie nada.” “Procurad lo bueno delante de todos los hombres.” “A fin de que os conduzcáis honradamente para con los de afuera” (Romanos 13:7-8; 12:17; 1.ª Tesalonicenses 4:12). Si he ofendido a Dios al asociarme con un incrédulo, debo guardarme de ofender a cualquier hombre por la manera de separarme de la sociedad. Una profunda sumisión a la Palabra de Dios, por el poder del Espíritu Santo, pondrá todas las cosas en orden, nos conducirá por sendas derechas y nos dará la capacidad de evitar extremos peligrosos.
3. El Yugo Desigual Religioso
Al echar ahora una ojeada al aspecto religioso del yugo desigual, quisiera asegurarle a mi lector que no es de ninguna manera mi deseo herir los sentimientos de nadie describiendo las pretensiones de las diferentes denominaciones que veo alrededor de mí. No es ésa en absoluto mi intención. El tema de este escrito es lo suficientemente importante como para que uno le haga sombra mediante la introducción de otras ideas. Además, es demasiado preciso como para permitir semejante mezcla. Nuestro tema es El yugo desigual, y en él habremos de centrar nuestra atención.
Al recorrer las Escrituras, hallamos innumerables pasajes que expresan ese espíritu de separación que debería siempre caracterizar al pueblo de Dios. Ya sea que nuestra atención se dirija hacia el Antiguo Testamento — en el cual vemos a Dios en sus relaciones con su pueblo terrenal, Israel, y en sus tratos con él — , o que se fije en el Nuevo Testamento — en el que tenemos las relaciones de Dios con su pueblo celestial, la Iglesia, y sus tratos con ella — encontramos la misma verdad puesta en evidencia de manera prominente, a saber, la entera separación de aquellos que pertenecen a Dios. La posición de Israel es reafirmada así en la parábola de Balaam: “He aquí que este pueblo habitará solo, y entre las demás naciones no será contado” (Números 23:9; V.M.). Su lugar estaba fuera de todas las naciones de la tierra, y ellos eran responsables de mantener esta separación. A lo largo de los cinco libros de Moisés, ellos son instruidos, advertidos y amonestados a ese respecto; y en los Salmos y los Profetas se registran sus fracasos relativos al mantenimiento de esta separación; fracasos que, como lo sabemos, atrajeron sobre sí los severos juicios de la mano de Dios. Este breve artículo se transformaría en un volumen si tan sólo me propusiese citar todos los pasajes que se refieren a este punto. Doy por sentado que mis lectores conocen lo suficiente su Biblia como para hacer innecesarias tales citas. Pero si el lector no estuviere lo suficientemente versado en el estudio de su Biblia, puede buscar en su Concordancia los pasajes donde se hallan las palabras “separar” y “separación”, las que bastarán para darle un panorama de todo el conjunto de evidencias que la Escritura aporta sobre este tema. El pasaje de Números que acabo de citar es la expresión de los pensamientos de Dios acerca de su pueblo Israel: “He aquí que este pueblo habitará solo.”
Es lo mismo — sólo que sobre un terreno mucho más elevado — con respecto al pueblo celestial de Dios, la Iglesia, el cuerpo de Cristo, compuesta por todos los verdaderos creyentes. Ellos también son un pueblo separado.
Examinemos ahora el principio de esta separación. Hay una gran diferencia entre estar separados sobre la base de lo que somos nosotros, y estar separados sobre la base de lo que Dios es. Lo primero hace de un hombre un fariseo; lo último lo hace un santo. Si le digo a uno de mis pobres pecadores semejantes: «No te me acerques, yo soy más santo que tú», soy un detestable fariseo e hipócrita; pero si Dios en su infinita condescendencia y en su perfecta gracia me dice: «Yo te he puesto en relación conmigo, en la persona de mi Hijo Jesucristo; por tanto, sé santo y separado de todo mal; sal de en medio de ellos y sepárate de ellos.» Yo tengo la obligación de obedecer, y mi obediencia es la manifestación práctica de mi carácter de santo — carácter que poseo, no a causa de algo que se halle en mí mismo, sino simplemente porque Dios me ha traído cerca de sí mismo por la sangre preciosa de Cristo — . Bueno es que tengamos en claro esto. El fariseísmo y la santificación divina son dos cosas muy diferentes, y, sin embargo, se las confunde con frecuencia. Aquellos que se esfuerzan por conservar este lugar de separación, que pertenece al pueblo de Dios, son constantemente acusados de ponerse por encima de sus semejantes, y de pretender tener un grado más elevado de santidad personal que el que de ordinario se posee. Esta acusación surge por no prestar atención a la distinción de la que acabo de hablar. Cuando Dios llama a los hombres a separarse, lo hace sobre la base de lo que él ha hecho por ellos en la cruz, y del lugar que les ha asignado en una eterna asociación con él en la persona de Cristo. Pero si yo me separo sobre la base de lo que soy en mí mismo, ello sería la más absurda y fútil presunción, que tarde o temprano será hecha manifiesta. Dios manda a su pueblo a ser santo sobre la base de lo que Él es: “Sed santos, porque yo soy santo” (1.ª Pedro 1:16). Esto evidentemente es muy diferente de: «No te acerques, porque soy más santo que tú.» Si Dios puso a los hombres en relación con él, Él tiene el derecho de prescribir cuál debiera ser su carácter moral, y ellos tienen la responsabilidad de responder a ello. Así pues, vemos que la más profunda humildad es la base de la separación de un santo. No hay nada más adecuado para ponernos en el polvo, que la inteligencia de la verdadera naturaleza de la santidad divina. Es una humildad enteramente falsa la que surge de contemplarnos a nosotros mismos; en efecto, ella en realidad está basada en el orgullo, el cual nunca ha visto todavía hasta el fondo de su propia y total indignidad. Algunos se imaginan que pueden alcanzar la más profunda y verdadera humildad al contemplarse a sí mismos, en tanto que ello sólo es posible contemplando a Cristo. Como lo expresa un poeta:
Cuanto más tus glorias deslumbren mis ojos,
Más humilde seré.
Éste es un sentimiento justo, fundado en un principio divino. El alma que se pierde en el esplendor de la gloria moral de Cristo es verdaderamente humilde, y ninguna otra lo es. Tenemos motivos para humillarnos, sin duda, cuando pensamos en las pobres criaturas que somos; pero basta reflexionar un momento de manera justa, para ver que es pura falacia el buscar producir algún buen resultado práctico al contemplarse a sí mismo. Somos verdaderamente humildes sólo cuando nos encontramos en presencia de una excelencia infinita. Por eso un hijo de Dios debería rehusar llevar el yugo con un incrédulo, ya sea con fines domésticos, comerciales o religiosos, simplemente porque Dios le dice que se separe, y no a causa de su propia santidad personal. Poner en práctica este principio, en materia religiosa, debe necesariamente implicar muchas pruebas y dolores; será tildado de intolerancia, fanatismo, estrechez de miras, exclusivismo, etc.; mas nada podemos hacer para remediar esto. Con tal que nos mantengamos separados según un principio justo y con un espíritu recto, podemos sin temor dejar a Dios todos los resultados. Sin duda, el remanente en los días de Esdras debía parecer excesivamente intolerante al rehusar la cooperación de los pueblos circunvecinos para la construcción de la casa de Dios: pero, al rehusar esta ayuda, ellos actuaron sobre un principio divino. “Oyendo los enemigos de Judá y de Benjamín que los venidos de la cautividad edificaban el templo de Jehová Dios de Israel, vinieron a Zorobabel y a los jefes de casas paternas, y les dijeron: Edificaremos con vosotros, porque como vosotros buscamos a vuestro Dios, y a él ofrecemos sacrificios desde los días de Esar-hadón rey de Asiria, que nos hizo venir aquí ... ” (Esdras 4:1-2). Ésta parecía una propuesta muy atractiva; una propuesta que manifestaba una muy decidida inclinación por el Dios de Israel; sin embargo, el remanente la rechazó porque esta gente, a pesar de su bella profesión, no eran en el fondo más que incircuncisos y adversarios. “Zorobabel, Jesúa, y los demás jefes de casas paternas de Israel dijeron: No nos conviene edificar con vosotros casa a nuestro Dios, sino que nosotros solos la edificaremos a Jehová Dios de Israel” (Esdras 4:3). Ellos no quisieron llevar el yugo con los incircuncisos; no quisieron “arar con buey y con asno juntamente” ni “sembrar su campo con mezcla de semillas”; se mantuvieron separados, aun cuando se expusieran por eso a ser tratados de fanáticos, estrechos de miras, iliberales e intolerantes.
Así también leemos en Nehemías: “Y habíase ya separado el linaje de Israel de todos los hijos de tierra extraña; y poniéndose en pie hicieron confesión de sus pecados, y de las iniquidades de sus padres” (9:2; V.M.). Esto no era sectarismo, sino una positiva obediencia. Su separación era esencial para su existencia como pueblo. No habrían podido gozar de la presencia divina sobre ningún otro terreno. Así debe ser siempre con el pueblo de Dios en la tierra. Es menester que los cristianos se separen, pues, de lo contrario, no sólo serían inútiles, sino malsanos. Dios no puede reconocerlos ni marchar con ellos si se unen en yugo desigual con los incrédulos, sobre cualquier terreno o con el objeto que sea. La gran dificultad estriba en combinar un espíritu de intensa separación con un espíritu de gracia, dulzura e indulgencia, o, como otro lo ha expresado: «Mantener los pies en el camino estrecho, con un corazón amplio.» Esto es realmente difícil. Pues así como el mantenimiento estricto y sin compromiso de la verdad, tiende a estrechar el círculo alrededor de nosotros, así también necesitamos el poder expansivo de la gracia para mantener un corazón amplio y nuestros afectos vivos y cálidos. Si contendemos por la verdad de otra manera que no sea en gracia, sólo presentaremos un lado del testimonio, e incluso el menos atractivo. Por otra parte, si mostramos la gracia a expensas de la verdad, ello demostrará ser, a la larga, tan sólo la manifestación de un liberalismo vulgar a expensas de Dios: una cosa muy indigna.
Así pues, en lo que respecta al objeto por el cual los verdaderos cristianos se unen ordinariamente en yugo desigual con aquellos que, según su propia confesión y según el juicio de la caridad misma, no son para nada cristianos, se encontrará, finalmente, que no se puede jamás alcanzar un objeto verdaderamente divino y celestial transgrediendo una verdad de Dios. «Per fas aut nefas» jamás puede ser una divisa divina. Los medios no son santificados por el fin; sino que tanto los medios como el fin deben estar conformes con los principios de la santa Palabra de Dios; de lo contrario, todo desembocará en confusión y deshonra. Rescatar a Ramot de Galaad de las manos del enemigo podía parecer un muy digno objeto para Josafat; además, podría haber parecido un hombre muy liberal, grato, popular y de corazón amplio, cuando, en respuesta a la propuesta de Acab, dijo: “Yo soy como tú, y mi pueblo como tu pueblo; iremos contigo a la guerra” (2.º Crónicas 18:3). Es fácil ser liberales y tener un corazón amplio a expensas de los principios divinos; pero ¿cómo terminó esto? Acab fue muerto y Josafat a duras penas escapó con vida, tras haber hecho naufragio en cuanto al testimonio. Vemos, pues, que Josafat ni siquiera alcanzó el objetivo por el cual se había puesto bajo un yugo desigual con un incrédulo; y aun si lo hubiera alcanzado, este suceso no habría sido ningún justificativo válido de su proceder. Nada puede justificar el yugo desigual de un creyente con un incrédulo; y, en consecuencia, por más hermosa, atractiva y plausible que haya podido parecer la expedición de Ramot a los ojos de los hombres, ella, para el juicio de Dios, era dar ayuda al impío, y amar a los que aborrecen a Jehová (2.º Crónicas 19:2). La verdad de Dios despoja a los hombres y a las cosas del falso brillo del que quisieran revestirlos aquellos que se dejan llevar por el espíritu de la conveniencia; ella los presenta en su verdadera luz; y es una gracia inefable tener el claro juicio de Dios acerca de todo lo que acontece alrededor de nosotros: ello confiere calma al espíritu, da firmeza a la marcha y al carácter, y nos libra de esa desgraciada fluctuación de pensamientos, sentimientos y principios que nos vuelve completamente ineptos para la posición de testigos firmes y consecuentes para Cristo. De seguro erraremos el blanco si intentamos formar nuestro juicio según los pensamientos y las opiniones de los hombres; pues ellos juzgan siempre según las apariencias exteriores, y no según el carácter intrínseco y el principio de las cosas. Con tal que los hombres alcancen lo que ellos creen que es un objetivo justo, poco les importa el modo de llegar a tal fin. Pero el verdadero siervo de Cristo sabe que debe hacer la obra de su Maestro según los principios y en el espíritu de su Maestro. El tal jamás podrá estar satisfecho de alcanzar el objetivo más loable, a menos que lo haga por un camino trazado por Dios. Los medios y el fin deben ser ambos divinos. Admito, por ejemplo, que es un muy deseable objetivo propagar las Santas Escrituras — la Palabra pura y eterna de Dios — . Pero si yo no pudiera propagarlas por otro medio que no sea unirme en yugo desigual con un incrédulo, debería abstenerme, ya que no debo hacer el mal para que venga el bien. Pero — bendito sea Dios — su siervo puede propagar su precioso libro sin violar los preceptos contenidos en él. Él puede, bajo su propia responsabilidad individual, o en comunión con aquellos que están verdaderamente del lado del Señor, propagar en todas partes la preciosa semilla, sin por eso asociarse con aquellos cuya marcha y conducta en conjunto demuestran que son del mundo.
Lo mismo puede decirse con respecto a cualquier objeto de carácter religioso. El mismo sólo puede y debe cumplirse según los principios de Dios. Se nos objetará, quizás, que la Biblia nos dice que no juzguemos — que no podemos leer en el corazón — , y que debemos esperar que todos aquellos que colaboran en buenas obras, tales como la traducción de la Biblia, la distribución de tratados y el apoyo de obras misioneras, deben ser cristianos; y que, por consecuencia, no puede ser malo que nos liguemos con ellos. A todo eso respondo que a duras penas encontramos un pasaje en el Nuevo Testamento tan mal comprendido y tan mal aplicado que Mateo 7:1: “No juzguéis, para que no seáis juzgados.” En el mismo capítulo leemos: “Guardaos de los falsos profetas ... por sus frutos los conoceréis” (v. 15). Ahora bien, ¿cómo podemos “guardarnos” si no ejercemos nuestro juicio? Asimismo, leemos en 1.ª Corintios 5: “Porque, ¿qué razón tendría yo para juzgar a los que están fuera? ¿No juzgáis vosotros a los que están dentro? Porque a los que están fuera, Dios juzgará. Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros” (v. 12-13). Aquí se nos enseña claramente que aquellos que están “dentro” pasan a depender inmediatamente del juicio de la Iglesia; y, sin embargo, según la interpretación ordinaria de Mateo 7:1, no deberíamos juzgar a nadie; esta interpretación, pues, debe necesariamente ser falsa. Si las personas — aun los que lo profesan — asumen la posición de estar “dentro”, se nos manda juzgarlas. “¿No juzgáis vosotros a los que están dentro?” En cuanto a los que están “fuera”, nada tenemos que ver con ellos, más allá de presentarles la gracia pura, perfecta, rica, ilimitada e insondable que brilla con un esplendor inefable en la muerte y resurrección del Hijo de Dios.
Todo esto es bastante simple. Se le ordena al pueblo de Dios que ejerza su juicio en cuanto a todos aquellos que profesan estar “dentro”; se le dice que se guarde “de los falsos profetas”; se le manda a “probar los espíritus” (1.ª Juan 4); y ¿cómo podríamos probarlos si no debiéramos juzgar en absoluto? ¿Qué quiso decir, pues, nuestro Señor con estas palabras: “No juzguéis”? Yo creo que él quiso decir precisamente lo que San Pablo dijo por el Espíritu Santo, cuando nos manda a “no juzgar nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1.ª Corintios 4:5). Lo que no debemos juzgar son los motivos del corazón, pero sí debemos juzgar la conducta y los principios de los demás; es decir, la conducta y los principios de todos aquellos que profesan estar “dentro.” Y de hecho que los mismos que dicen: «No debemos juzgar», no dejan de librar juicios. No hay ningún cristiano verdadero en quien el instinto moral de la naturaleza divina no pronuncie virtualmente juicios sobre el carácter, la conducta y la doctrina; y éstos son precisamente los puntos que se hallan dentro del ámbito de juicio del creyente.
Todo lo que quisiera, pues, urgir en la conciencia del lector cristiano, es el deber que tiene de ejercer un juicio sobre aquellos con quienes se coloca bajo yugo en materia religiosa. Si él en este momento estuviera trabajando en yugo con un incrédulo, ello sería una positiva violación del mandamiento del Espíritu Santo. Puede que lo haya hecho en ignorancia hasta este día; si es así, la gracia del Señor está presta a perdonar y restaurar. Pero si, tras haber sido advertido, persiste en la desobediencia, no es posible que pueda esperar la bendición de Dios y Su presencia con él, cualquiera sea el valor o la importancia del objeto que se proponga alcanzar. “El obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1.º Samuel 15:22).
4. El Yugo Desigual Filantrópico
Sólo nos resta considerar el aspecto filantrópico del yugo desigual. Muchos dirán: «Admito plenamente que no deberíamos unirnos para el culto o el servicio para Dios con incrédulos declarados; pero sí tenemos libertad de unirnos a ellos para promover objetos de filantropía, como, por ejemplo, para proveer a las necesidades de los pobres, distribuirles pan y ropas, recuperar personas entregadas a diversos vicios tales como alcohólicos, drogadictos, etc., establecer asilos para ciegos, manicomios, fundar hospitales y sanatorios para la atención de enfermos y heridos, lugares de refugio para los abandonados, para las viudas y los huérfanos; en una palabra, para todo aquello que pueda contribuir a mejorar el estado físico, moral e intelectual de nuestros semejantes.» Esto, a primera vista, parece sobradamente bello; pues alguien me podría preguntar si yo no quisiera ayudar a un hombre en la ruta a sacar su vehículo atascado en el barro; a lo que contesto: por cierto que sí. Pero si se me pregunta si quisiera hacerme miembro de una sociedad mixta de creyentes e inconversos que tuviera por objeto remolcar vehículos atascados, entonces me rehusaría; no a causa de pretender una santidad superior, sino porque la Palabra de Dios dice: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos.” Tal sería mi respuesta, cualquiera fuese el objeto de tal sociedad. Al siervo de Cristo se le ordena estar “dispuesto a toda buena obra”; “hacer bien a todos”; “visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones” (Tito 3:1; Gálatas 6:10; Santiago 1:27). Pero debe hacer todo eso como siervo de Cristo, y no como miembro de una sociedad o un comité donde se admiten indistintamente inconversos, ateos y todo tipo de personas malvadas e impías. Además, debemos recordar que toda la filantropía de Dios está relacionada con la cruz del Señor Jesucristo. Éste es el canal a través del cual Dios quiere dispensar sus bendiciones; la poderosa palanca por medio de la cual quiere elevar al hombre física, moral e intelectualmente. “Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres [griego: filantropía], nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador” (Tito 3:4-6). Ésta es la filantropía de Dios; tal es su manera de mejorar la condición del hombre. El cristiano puede colocarse cómodamente bajo el yugo con todos aquellos que comprenden el valor de este modo de actuar, pero con nadie más.
Los hombres del mundo ignoran todo esto y no les importa en lo más mínimo. Pueden procurar realizar reformas, pero son reformas sin Cristo. Pueden promover mejoras, pero se trata de mejoras sin la cruz. Quieren hacer progresos de todo tipo, pero Jesús no es su punto de partida ni el objeto de su curso. ¿Cómo, pues, un cristiano podría colocarse bajo el yugo con ellos? Ellos quieren trabajar sin Cristo, el mismo a quien el cristiano debe todo. ¿Puede estar contento de trabajar con ellos? ¿Puede tener algún objeto en común con ellos? Si alguien viene y me dice: «Necesitamos su colaboración para distribuir ropas y alimentos a los pobres, para fundar hospitales y manicomios, para proveer a la manutención y la educación de los huérfanos, para mejorar el estado físico de nuestros semejantes; pero le avisamos que según un principio fundamental de la sociedad, el consejo o la comisión que se formó para tal objetivo, el nombre de Cristo no debe pronunciarse, puesto que ello daría lugar a controversias. Nuestros objetivos no son en absoluto religiosos, sino exclusivamente filantrópicos; por tanto, la religión debe ser asiduamente excluida de todas nuestras reuniones públicas. Nos reunimos como hombres para una obra de beneficencia, por lo que, incrédulos, ateos, socinianos, arrianos, católicos romanos y toda clase de gentes pueden unirse alegremente bajo el mismo yugo con el objeto de poner en marcha la gloriosa máquina de la filantropía.» ¿Cuál debería ser mi respuesta a tal demanda? El hecho es que, uno que ama verdaderamente al Señor Jesús, y quisiera dar respuesta a un llamado tan horroroso, se quedaría sin palabras. ¿¡Qué!? ¿Hacer bien a los hombres con la exclusión de Cristo? ¡Dios no lo permita! Si no puedo obtener los objetos de la pura filantropía, sin dejar de lado a este Salvador bendito que vivió y murió, y que vive eternamente para mí, entonces ¡afuera con su filantropía!, pues ella no es seguramente de Dios, sino de Satanás. Si ella fuera de Dios, la Palabra es: “el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador”, Aquel mismo a quien vuestros estatutos dejan completamente de lado. De ello se sigue que vuestros reglamentos deben de haber sido dictados por Satanás mismo, el enemigo de Cristo. Satanás ama siempre dejar de lado al Hijo de Dios; y cuando él logra que los hombres hagan lo mismo, les permite ser benevolentes, caritativos y filántropos. Pero, en honor a la verdad, tal benevolencia y tal filantropía deberían ser propiamente denominadas malevolencia y misantropía; pues ¿de qué manera más eficaz podría uno mostrar mala voluntad y aversión a la humanidad que dejando de lado a Aquel único que puede realmente bendecirlos para el tiempo y la eternidad? Pero ¿en qué condición moral se halla un corazón, con respecto a Cristo, que fue capaz de tomar lugar en una junta o sobre un estrado, con la condición de que ese Nombre bendito no sea pronunciado? ¡Seguramente ese corazón debe de estar muy frío!; esto demuestra que los proyectos y las obras de los hombres inconversos son, a su juicio, lo suficientemente importantes como para arrojar a su Amo por la borda, por así decirlo, a fin de llevarlos a cabo. Pero no confundamos las cosas. Éste es el verdadero aspecto en que debemos considerar la filantropía del mundo. Los hombres del mundo pueden “vender el perfume por trescientos denarios, y darlo a los pobres”, a la vez que declaran que es una pérdida derramar este perfume sobre la cabeza de Cristo. ¿Puede el cristiano adherir a este juicio? ¿Podrá ponerse bajo yugo con tales hombres? ¿Podrá proponerse mejorar el mundo sin Cristo? ¿Podrá unirse a aquellos que buscan adornar y embellecer una escena que está manchada con la sangre de su Maestro? Pedro pudo decir: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda” (Hechos 3:6). Pedro quiso sanar a un inválido por el poder del nombre de Jesús, pero ¿qué habría dicho si alguien le hubiera propuesto unirse a un comité o a una sociedad para asistir a los inválidos, con la condición de dejar totalmente de lado ese nombre? Podemos, sin grandes esfuerzos de la imaginación, concebir lo que habría contestado. Habría repudiado con toda su alma semejante pensamiento. Él sanó al inválido solamente con el fin de exaltar el nombre de Jesús, de manifestar todo el valor, la excelencia y la gloria de ese nombre a los ojos de los hombres; pero el objeto de la filantropía del mundo es justamente lo contrario; ya que hace totalmente a un lado ese bendito Nombre, y excluye a Cristo de sus consejos, comités y programas. ¿No tenemos, pues, derecho a decir: «¡Qué vergüenza que un cristiano se halle en un lugar del que su Maestro es excluido!»? ¡Oh, que salga de allí, y que, con la energía del amor por Jesús y con el poder de ese Nombre, haga todo el bien que pueda!; pero que no se coloque bajo el yugo con los incrédulos con el objeto de contrarrestar los efectos del pecado excluyendo la cruz de Cristo. El gran objeto de Dios es exaltar a su Hijo, “para que todos honren al Hijo como honran al Padre” (Juan 5:23). Éste también debería ser el objeto del cristiano; con este fin él debiera “hacer bien a todos”; mas si se une a una sociedad o a un comité para hacer bien, él no actuará “en el nombre de Jesús”, sino en el nombre de la sociedad o del comité, sin el nombre de Jesús.
Esto debiera bastar a todo corazón sincero y fiel. Dios no tiene otro medio de bendecir a los hombres que a través de Jesucristo, ni tiene otro objeto al bendecirlos que exaltar a Cristo. Como en el tiempo de Faraón, cuando las multitudes de egipcios hambrientos acudían a él, y él les dijo: “Id a José” (Génesis 41:55), así también la Palabra de Dios nos dice a todos: “Id a Jesús.” Sí, es necesario que acudamos a Jesús para el alma y para el cuerpo, para el tiempo y la eternidad; pero los hombres del mundo no le conocen, ni tampoco le quieren; ¿qué, pues, tiene que ver el cristiano con ellos? ¿Cómo podría trabajar bajo un mismo yugo con ellos? No podría hacerlo más que negando de forma práctica el nombre de su Salvador. Hay muchos que no ven esto; pero ello no modifica en absoluto la realidad de las cosas. Debiéramos actuar con honestidad, como en la luz; y aun cuando los sentimientos y los afectos de la nueva naturaleza no fueren lo suficientemente fuertes en nosotros para hacer que rechacemos de inmediato el mero pensamiento de colocarnos en las filas de los enemigos de Cristo, la conciencia, al menos, debería inclinarse ante la imperativa autoridad de esa palabra: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos.”
¡Que el Espíritu Santo revista su Palabra del poder celestial, y agudice su filo para que penetre en la conciencia, a fin de que los santos sean librados de todo escollo que impida correr “la carrera que tenemos por delante” (Hebreos 12:1)! El tiempo es breve. El Señor mismo aparecerá pronto. Entonces, más de un yugo desigual será roto en un santiamén: ovejas y chivos serán entonces eternamente separados. Ojalá que seamos capaces de purificarnos de toda asociación impura, y de toda influencia profana, a fin de que, cuando Jesús venga, “no nos alejemos de él avergonzados”, sino que podamos ir a su encuentro con corazones gozosos y con conciencias que nos aprueben.

Cartas a Un Amigo Sobre La Obra De La Evangelización

Primera Carta
Querido amigo A.:
Ha sido de mucho interés y, espero, de mucho provecho en estos últimos tiempos seguir en los Evangelios y en los Hechos las variadas huellas de la obra de la evangelización; y me ha parecido que no estaría fuera de propósito presentarte — y justamente a ti que estás muy ocupado en la bendita obra — algunos pensamientos que me vienen a la mente. Me sentiría mucho más a mis anchas al emplear este medio que si escribiera un tratado formal.
Ante todo, me sorprende sobremanera la simplicidad con que se llevaba adelante la obra de evangelizar en los primeros tiempos; algo muy diferente, en gran parte, de lo que prevalece entre nosotros. Me parece que nosotros, hombres modernos, nos dejamos embrollar muchísimo más por reglas convencionales, y encadenar más por las costumbres de la cristiandad. Somos tristemente deficientes en lo que podría llamar «elasticidad espiritual». Somos llevados a pensar que para evangelizar hace falta un don especial, y que, aun allí donde se halla este don especial, hace falta que la maquinaria y la organización humanas tengan mucho que ver. Cuando hablamos de hacer la obra de evangelista (2.ª Timoteo 4:5), la mayoría de nosotros tenemos ante los ojos grandes salas públicas y un gran número de gentes, que exigen un don y un poder para hablar considerables.
Ahora bien, tanto tú como yo creemos plenamente que, para predicar el Evangelio en público, hace falta un don especial proveniente de la Cabeza de la Iglesia; y además, creemos, siguiendo Efesios 4:11, que Cristo ha dado y da todavía “evangelistas.” Esto está claro, si hemos de ser guiados por la Escritura. Pero en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles encuentro que una buena parte de la tan bendita obra evangelista fue cumplida por personas que no eran del todo dotadas de una manera especial, sino que tenían un amor ardiente por las almas y un sentimiento profundo del valor de Cristo y de su salvación. Además, encuentro en aquellos que eran especialmente dotados, llamados y establecidos por Cristo para predicar el Evangelio, una simplicidad, libertad y naturalidad tales en su manera de obrar que desearía vivamente para mí y para todos mis hermanos.
Examinemos un poco la Escritura. Tomemos esa hermosa escena de Juan 1:36-45. Juan derrama su corazón como testimonio a Jesús: “He aquí el Cordero de Dios.” Su alma estaba absorbida por el glorioso Objeto. ¿Cuál fue el resultado? “Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús.” ¿Y qué sigue? “Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús.” ¿Y qué hizo? “Éste halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo). Y le trajo a Jesús.” Y también: “El siguiente día quiso Jesús ir a Galilea, y halló a Felipe, y le dijo: Sígueme ... Felipe halló a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José ... Ven y ve.”
He aquí, pues, querido A., el estilo, la manera que tan fervientemente deseo; esta obra individual, que consiste en echar mano de la primera persona que se nos cruza por el camino; en encontrar a nuestro propio hermano y llevarlo a Jesús. Siento que nuestros esfuerzos en este sentido son insuficientes. Nos parece que todo está más que bien al tener reuniones y dirigirse a los que asisten, según la capacidad y la ocasión que Dios da. No escribiría una sola palabra en desmedro del valor de esta línea de trabajo. Procuremos por todos los medios alquilar salas, salones y teatros; distribuyamos tarjetas de invitación para que venga la gente; probemos todos los medios legítimos de propagar el Evangelio. Procuremos llegar a las almas lo mejor que podamos. Lejos esté de mí desalentar a cualquiera que trabaja en la obra de esta manera pública.
Pero, ¿no te resulta llamativo que nos falte más de la obra individual; más de este trato privado, serio y personal con las almas? ¿No crees que si tuviéramos más Felipes, también tendríamos más Natanaeles? ¿Y que si tuviéramos muchos Andrés, también tendríamos muchos Simón? No puedo sino creerlo. Hay un poder admirable en un llamado personal y vehemente. ¿No descubres a menudo que sólo después de la predicación pública más formal, cuando comienza la íntima obra personal, las almas son alcanzadas? ¿A qué se debe, pues, que se vea tan poco este último tipo de actividad? ¿Acaso no sucede a menudo en nuestras predicaciones públicas que, cuando el discurso finaliza, se canta un himno y se ofrece una oración, todos se dispersan sin que ningún hermano intente acercarse a uno de los oyentes? Yo no hablo aquí, nótalo bien, del predicador — que no podría seguramente atender a cada uno en detalle — , sino de las veintenas de cristianos que lo han estado escuchando. Éstos vieron entrar gente nueva en la sala; se han sentado a su lado; han notado tal vez su interés, y hasta vieron que se les escaparon algunas lágrimas; sí, pero, sin embargo, los han dejado pasar sin demostrar el menor esfuerzo de amor por llegar a ellas o por continuar la buena obra.
Sin duda se puede decir: «Es mucho mejor dejar al Espíritu Santo cumplir su obra. Nosotros podríamos hacer más daño que bien. Además, a la gente no le gusta que uno les dirija la palabra; ello les podría parecer una indiscreción y podría ahuyentarlas definitivamente del lugar de reunión.» Hay mucho de verdad en todo esto. Lo tengo muy en cuenta, y estoy seguro de que tú también, mi querido A. Temo que groseras equivocaciones se cometen por personas poco juiciosas, que se entrometen en la sagrada privacidad de los santos y en los profundos ejercicios del alma. Ello requiere tacto y discernimiento; en resumidas cuentas, se requiere ser guiados espiritualmente para ser capaces de tratar con las almas, para saber a quién se va a hablar y qué se va a decir.
Pero al admitir todo esto, como lo hacemos de la manera más plena posible, pienso que coincidirás conmigo en que, por regla general, hay algo que falta en relación con nuestras predicaciones públicas. ¿No hay acaso demasiado poco de este interés afectuoso, profundo y personal por las almas, que podría expresarse de mil maneras diferentes, todas adecuadas para actuar eficazmente sobre el corazón? Confieso que solí estar apenado de lo que he podido observar en nuestras reuniones para predicación. Entra gente nueva y desconocida y se les deja que busquen un asiento como puedan. Nadie parece pensar en ellos. Hay cristianos presentes, pero difícilmente se molestarían para hacerles lugar. Nadie les ofrece una Biblia o un himnario. Y una vez que finaliza la predicación, se les deja ir tal como entraron; ni una palabra de afecto para inquirir si gozaron o no de la verdad anunciada; ni siquiera un gesto de cordialidad que podría ganar la confianza y dar lugar a una conversación. Al contrario, hay una fría reserva que va casi hasta la repulsión.
Todo esto es muy triste; y puede que mi querido A. me diga que he dibujado un cuadro demasiado colorido. ¡Ay, el cuadro, en realidad, es sólo demasiado verdadero! Y lo que lo hace más deplorable todavía, es el hecho de que uno sabe que muchas personas frecuentan nuestros lugares de predicación y de lectura, pasando por grandes luchas y profundos ejercicios de alma, deseando abrir sus corazones a cualquiera que les ofrezca algún consejo espiritual; pero, ya por timidez, por reserva o por estado nervioso, ellas rehúyen de tomar iniciativas, y tienen que retirarse solitarios y tristes a sus hogares y recámaras, para derramar sus lágrimas en la soledad, ya que nadie se interesó por sus preciosas almas. Ahora bien, siento la convicción de que ello podría remediarse en gran parte si los cristianos que escuchan las predicaciones del Evangelio tuviesen más en el corazón la búsqueda de las almas; si ellos no asistieran únicamente para su propio provecho, sino también para ser colaboradores con Dios al procurar traer a las almas a Jesús. Sin duda, es muy refrescante para los cristianos oír el Evangelio predicado plena y fielmente. Pero no sería menos refrescante para ellos interesarse vivamente en la conversión de los pecadores y orar más por este asunto. Además, su gozo y provecho personales no se verían para nada afectados — sino, más bien, todo lo contrario — si cultivasen y manifestasen un vivo y afectuoso interés por aquellos que los rodean, y si al término de la reunión procurasen ayudar a alguno que pudiera tener la necesidad y el deseo de ser ayudado. Un efecto sorprendente puede ser producido en el predicador, en la predicación y en toda la reunión cuando los cristianos que asisten sienten de veras sus santas y elevadas responsabilidades que desempeñan para con Cristo y las almas. Ello comunica cierto tono y crea cierta atmósfera que debiera ser sentida para ser comprendida; mas, una vez sentida, uno no puede prescindir de la misma.
Pero, ¡lamentablemente, cuán a menudo ocurre lo contrario! ¡Cuán frío, triste y desalentador es ver a menudo a toda la congregación irse tan pronto como termina la predicación! No vemos que haya grupos alrededor de los jóvenes convertidos o de inquiridores ansiosos, que se demoren por amor a estas almas. Viejos cristianos experimentados han estado presentes; pero en lugar de detenerse con la bella esperanza de que Dios los empleará para decir una palabra oportuna a uno que esté abatido, se apresuran por marcharse, como si se tratase de un asunto de vida o muerte el estar en casa a determinada hora.
No supongas, querido A., que deseo establecer reglas para mis hermanos. Lejos está de mí ese pensamiento. Doy simplemente, en toda libertad, libre curso a los pensamientos de mi corazón, al dirigirme a uno que, durante muchísimos años, ha sido mi compañero de obra en la evangelización. Estoy convencido de que falta algo. Tengo la firme persuasión de que ningún cristiano puede hallarse en buen estado si no busca, de una u otra forma, ganar almas para Cristo. Y, siguiendo el mismo principio, ninguna asamblea de cristianos está en un buen estado, si no es una asamblea enteramente evangelista. Todos deberíamos estar tras la búsqueda de las almas; y entonces — de ello podemos estar seguros — veríamos, por resultado, almas conmovidas y despertadas. Pero si nos conformamos con ir semana a semana, mes a mes y año a año, sin que se mueva una sola hoja, sin ver una sola conversión, nuestro estado debe ser verdaderamente lamentable.
Pero creo que te oí decir: «¿Dónde se hallan, pues, todos los pasajes de la Escritura que debiéramos tener? ¿Dónde están las numerosas citas de los Evangelios y de los Hechos?» Bien, me he puesto a anotar sobre el papel los pensamientos que tanto tiempo ocuparon mi mente; y ahora el espacio no me permite continuar por el momento. Pero si lo deseas, te escribiré una segunda carta sobre el mismo tema. Mientras tanto, ¡quiera el Señor, por su Espíritu, hacernos más celosos por procurar la salvación de las almas inmortales mediante toda acción legítima! ¡Ojalá que nuestros corazones estén llenos de un verdadero amor por estas preciosas almas, y entonces podremos estar seguros de encontrar la forma y los medios de llegar a ellas!
Siempre, créeme, querido A.
Vuestro afectísimo compañero de servicio,
C.H.M.
Segunda Carta
Querido amigo A.:
Hay un punto en relación con nuestro tema que ha ocupado mucho mi mente. Se trata de la inmensa importancia de cultivar una fe ardiente en la presencia y bajo la acción del Espíritu Santo. Es menester que recordemos, en todo momento, que nosotros no podemos hacer nada, y que el Espíritu Santo lo puede hacer todo. En la gran obra de la evangelización, como en toda otra, rige plenamente el principio que dice: “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Zacarías 4:6). Tener el sentimiento permanente de esto nos mantendrá humildes, pero también llenos de gozosa confianza. Humildes, por cuanto nosotros no podemos hacer nada; llenos de gozosa confianza, por cuanto Dios lo puede hacer todo. Además, tendría el efecto de mantenernos sobrios y tranquilos en nuestra obra; no quiero decir fríos e indiferentes, sino calmos y serios, lo cual es una gran cosa precisamente en este tiempo de sensacionalismo religioso. Me ha causado gran impresión una observación hecha recientemente por un viejo obrero, en una carta dirigida a uno que acababa de entrar en el campo de la cosecha. «La excitación — dice el autor — no es una muestra de poder, sino de debilidad. El fervor y la energía proceden de Dios.»
Esto es muy cierto y valioso. Pero a mí me gusta tomar las dos oraciones juntas, no por separado. Así puede advertirse su contraste. Si tuviésemos que elegir una de las dos, pienso que, para evitar confusiones, preferiríamos la segunda; la razón es obvia: muchos, me temo, confunden «excitación» con lo que en realidad es «fervor y energía». Ahora bien, confieso que amo un profundo fervor en lo que respecta a la obra. Un hombre que comprende en alguna medida la inmensidad de la eternidad y el terrible estado de aquellos que mueren en sus pecados, no puede manifestarse de otra manera que no sea con un profundo y completo fervor. ¿Cómo puede uno ver las almas inmortales al borde del infierno, en continuo peligro de ser arrojadas en él, y no ser serios y fervientes a ese respecto?
Pero no se trata de excitación. Precisemos los términos. Por excitación entiendo la actividad de la vieja naturaleza y el empleo de los esfuerzos de esa naturaleza tendientes a actuar sobre los sentimientos naturales; el empleo de métodos altamente persuasivos; de todo aquello que tiene que ver con lo puramente sensacional. Todo esto carece completamente de valor. Se desvanece como el rocío de la madrugada. Es una causa más de debilidad. No encontramos nada de «excitación» en el ministerio de nuestro bendito Señor y de sus apóstoles; y, sin embargo, ¡qué fervor! ¡Qué energía inagotable! ¡Qué ternura! Vemos un fervor que parecía ir más allá de los límites propios de uno; una energía que difícilmente se tomaba un momento de descanso o de recreo; una ternura que pudo derramar sus lágrimas ante los pecadores impenitentes. Vemos todo esto, pero no excitación. En una palabra, todo era fruto del Espíritu eterno, y todo era para gloria de Dios; además, todo se caracterizaba siempre por esa calma y solemnidad que conviene en la presencia de Dios; pero no faltaba ese profundo fervor que demostraba que se había comprendido plenamente la terrible condición en que se encuentra el hombre delante de Dios.
Pues bien, querido hermano, esto es precisamente lo que necesitamos, y lo que debiéramos cultivar con diligencia. Es una gran bendición ser guardados de todo lo que es puramente «excitación natural»; y, al mismo tiempo, vernos profundamente afectados por la magnitud y la solemnidad de la obra. De esta manera, la mente se mantendrá en su debido equilibrio, y seremos preservados de la tendencia a ocuparnos de nuestra obra por el solo hecho de ser nuestra. Nos gozaremos de que Cristo sea glorificado y de que las almas sean salvas, quienquiera que sea el instrumento empleado.
Últimamente he estado pensando mucho en esos tiempos memorables, hace exactamente diez años atrás, cuando el Espíritu de Dios operó de forma tan maravillosa en la provincia de Ulster. Creo haber extraído algunas valiosas instrucciones de lo que pude observar entonces. Fue un tiempo que nunca habrán de olvidar aquellos que tuvieron el privilegio de ser testigos presenciales de la magnífica ola de bendición que entonces inundó la región. Pero yo ahora hago alusión a ello en relación con el tema de la acción del Espíritu. No tengo la menor duda de que el Espíritu Santo fue contristado y estorbado en el año 1859 por la intromisión del hombre.
Recordarás, querido A., cómo comenzó esa obra. Recordarás la pequeña escuela al borde del camino, donde dos o tres se reunían semana tras semana para derramar sus corazones en oración a Dios, a fin de que Él tuviera a bien irrumpir en medio de la muerte y la oscuridad que reinaban en derredor, y despertar Su obra y enviar Su luz y Su verdad con poder para la conversión de las almas. Tú sabes bien cómo estas oraciones fueron oídas y respondidas. Tanto tú como yo tuvimos el privilegio de movernos en medio de esas escenas que despertaban a las almas en la provincia de Ulster, y no dudo de que esas escenas se mantienen frescas en tu memoria, así como en la mía.
Ahora bien, ¿cuál era la característica distintiva de esa obra en sus inicios? ¿No era manifiestamente una obra del Espíritu de Dios? ¿Acaso Él no empleó instrumentos que a los ojos de los hombres serían considerados incompetentes y sin preparación para el cumplimiento de los propósitos de Su gracia? ¿No recordamos acaso el estilo y el carácter de los instrumentos que fueron principalmente utilizados en la conversión de las almas? ¿No eran en su mayoría “hombres sin letras y del vulgo”?
Además, ¿no podemos recordar claramente el hecho de que todo arreglo humano y toda rutina oficial eran dejados de lado muy decididamente? Hombres trabajadores venían del campo, de la fábrica y del taller para dirigirse a grandes multitudes de oyentes; y hemos visto a cientos, con vivo interés, pendientes de los labios de hombres que no eran capaces de proferir cinco palabras en un lenguaje gramaticalmente correcto. En resumidas cuentas, la poderosa marea de la vida y el poder espiritual arrasó con nosotros, y barrió de momento gran parte de la maquinaria humana, ignorando toda cuestión referente a la autoridad humana en las cosas de Dios y el servicio para Cristo.
Bien podemos recordar que la gloriosa obra progresaba en la medida que el Espíritu Santo era reconocido y honrado; en tanto que la misma era estorbada y neutralizada en la medida que el hombre, con su agitada y pomposa presunción, se entrometía en el dominio del Espíritu eterno. Pude comprobar la veracidad de lo que digo en innumerables casos. Se realizaban vigorosos esfuerzos tendientes a hacer que las aguas vivas fluyan por los canales oficiales y denominacionales, y esto no podía contar con la aprobación del Espíritu Santo. Además, había, en muchos lugares, un fuerte y manifiesto deseo de aprovecharse del bendito movimiento con fines sectarios, lo cual era una ofensa contra el Espíritu Santo.
Y esto no era todo. La obra y el obrero eran puestos sobre las nubes en todo sentido, tratándoselos como una celebridad, como objetos de gran interés e importancia. Los casos de conversión considerados «sorprendentes», eran dados a conocer en público y exhibidos ostentosamente en los impresos corrientes. Viajeros y turistas provenientes de todas partes visitaban a estas personas y tomaban nota de sus palabras y conducta, llevando el informe referente a ellas hasta los confines de la tierra. Gran número de pobres criaturas, que hasta entonces habían vivido en oscuridad, desconocidas e inadvertidas, vinieron a ser de repente objetos de interés para los ricos, los nobles y el público en general. El púlpito y la prensa proclamaban sus dichos y actos y, como era de esperarse, perdieron por completo su equilibrio. Bribones e hipócritas abundaron por todas partes.
Cobraba gran importancia el hecho de tener alguna extraña y extravagante experiencia para contar; algún sueño o visión extraordinarios que describir. Y aun cuando esta desacertada línea de acción no diera como resultado bribonería e hipocresía, los jóvenes convertidos se volvían temerarios y altivos, y miraban con cierto desprecio a los viejos cristianos establecidos en la fe o a aquellos que no hubiesen sido convertidos a la manera que lo fueron ellos: «alcanzados», como lo llamaban.
Además de esto, algunos personajes muy notables, hombres de gran notoriedad por su mala fama, que parecían haberse convertido, eran llevados por todas partes y anunciados en carteles por las calles; y las multitudes se agolpaban para verlos y oírlos relatar su historia, la cual casi siempre consistía en un detalle desagradable de inmoralidades y excesos cometidos: cosas que nunca tendrían que ser mencionadas. Varios de estos notables personajes después se fueron a pique, cayendo de vuelta con redoblado ardor en sus prácticas pasadas.
Pude ser testigo de estas cosas en varios lugares. Creo que el Espíritu Santo fue contristado y estorbado, y la obra echada a perder por esos motivos. Estoy absolutamente convencido de esto; y por eso pienso que deberíamos procurar con vehemencia honrar al bendito Espíritu; depender de Él en toda nuestra obra; seguirlo adonde nos conduce, y no correr delante de Él. Su obra permanecerá. Se sabe que «todo lo que Dios hace, permanece para siempre». «Las obras hechas en la tierra, son obra de Sus manos.» Tener presente estas cosas, siempre mantendrá la mente en sano equilibrio. Los jóvenes obreros corren gran peligro de excitarse por su obra, por su predicación, por sus dones, a tal punto de perder de vista al Maestro mismo. Además, son propensos también a hacer de la predicación el fin y no el medio. Esto trae como consecuencia perniciosos resultados; les ocasiona perjuicios a ellos mismos y echa a perder su obra.
Tan pronto como haga de mi predicación un fin, me sitúo fuera de la corriente del pensamiento de Dios, cuyo fin es glorificar a Cristo; me sitúo también fuera de la corriente del corazón de Cristo, cuyo fin es la salvación de las almas y la plena bendición de Su Iglesia. Pero cuando se da al Espíritu Santo el lugar que le corresponde, cuando se le da el debido reconocimiento y se confía en Él, todo saldrá bien. No habrá ninguna exaltación del hombre, ninguna manifestación de presunción, ningún intento por hacer alarde de los frutos de nuestra obra; ninguna excitación. Todo será calmo, silencioso, real y sin pretensiones. Se esperará en Dios con sencillez, con vehemencia, con fe y con paciencia. El yo quedará apagado, y Cristo será exaltado.
Siempre me acuerdo, querido A., de una expresión tuya. Una vez me dijiste: «El cielo será el mejor y más seguro lugar para oír acerca de los resultados de nuestra obra.» Éstas son palabras saludables para todos los obreros. Me estremezco cuando veo los nombres de los siervos de Cristo exhibidos en las publicaciones periódicas, con halagüeña alusión a su obra y a los frutos de la misma. Seguramente aquellos que escriben tales artículos deberían reflexionar en lo que hacen; deberían considerar que bien pueden estar alimentando aquello mismo que deberían desear ver mortificado y subyugado. Estoy plenamente persuadido de que la senda silenciosa, secreta y velada es la mejor y más segura para el obrero cristiano. Ello no lo hará menos fervoroso, sino todo lo contrario. No apagará su energía, sino que la incrementará y la intensificará.
Dios no permita que tú ni yo escribamos una sola línea o expresemos una sola frase que pudiese tender de alguna manera a desanimar o a estorbar a un solo obrero en toda la viña de Cristo. Éste no es el momento para nada de ese tipo. Queremos ver a los obreros del Señor ocupados fervientemente en el servicio; pero creemos, y con toda seguridad, que el verdadero fervor siempre será el resultado de una absoluta dependencia de Dios y del Espíritu Santo.
Pero me asombro de cómo avancé con este tema sin detenerme para hacer referencia a los pasajes de las Escrituras que tratan sobre lo que hablé en mi carta anterior. Bueno, mi querido y amado en el Señor, sé que me dirijo a uno que felizmente está familiarizado con los Evangelios y los Hechos, y que conoce perfectamente que el mismo Señor Jesucristo — el Obrero por excelencia — y todos aquellos que procuraron seguir Sus benditas pisadas, reconocieron y honraron al Espíritu eterno como Aquel por cuyo poder todas sus obras debían ser hechas.
Debo concluir mi carta por el momento, querido y amado hermano y compañero de labores, y lo hago desde el fondo de mi corazón, encomendándote en espíritu, alma y cuerpo a Aquel que nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos llamó al honroso puesto de trabajo en Su campo evangelístico. ¡Quiera Él bendecirte a ti y a los tuyos muy abundantemente, y hacerte mil veces más útil para Él!
Vuestro afectísimo compañero de servicio
C.H.M.
Tercera Carta
Querido amigo A.:
Hay otro punto que guarda estrecha relación con el tema de mi última carta, a saber, el lugar que ocupa la Palabra de Dios en la obra de la evangelización. En mi última carta, como recordarás, hice referencia a la obra del Espíritu Santo y a la inmensa importancia de darle el lugar que le corresponde. Cuán claramente — y no necesito decirlo — la preciosa Palabra de Dios se relaciona con la acción del Espíritu Santo. Ambas se vinculan inseparablemente en esas memorables palabras que nuestro Señor dirigió a Nicodemo — palabras tan poco comprendidas y, lamentablemente, tan mal aplicadas — : “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5).
Ahora bien, tanto tú como yo creemos plenamente que en este pasaje, la Palabra es presentada bajo la figura del “agua.” Gracias a Dios, no estamos dispuestos a dar ningún crédito al absurdo rito de la regeneración bautismal. Creo que estamos plenamente convencidos de que nadie obtuvo ni podrá obtener jamás la vida mediante las aguas del bautismo. Admitimos plenamente que todos los que creen en Cristo debieran ser bautizados; pero esto es algo totalmente diferente del fatal error que sustituye la muerte expiatoria de Cristo, el poder regenerador del Espíritu Santo y las virtudes de la Palabra de Dios para dar la vida, por una ordenanza. No emplearé mi tiempo ni el tuyo para combatir este error, pues supongo que coincidirás conmigo en el hecho de que cuando nuestro Señor habla de “nacer de agua y del Espíritu”, se refiere a la Palabra y al Espíritu Santo.
Así pues, la Palabra de Dios es el gran instrumento empleado para la obra de la evangelización. Muchos pasajes de la Santa Escritura establecen este punto con tal claridad y determinación que no deja lugar a disputa alguna. En Santiago 1:18 leemos: “El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad.” Asimismo 1.ª Pedro 1:23 dice: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre.” Es menester que cite todo el pasaje debido a su inmensa importancia en relación con nuestro tema: “Porque toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada” (v. 24-25).
Esta última cláusula es de incalculable valor para el evangelista. Lo liga, de la manera más clara posible, a la Palabra de Dios como el instrumento único y plenamente suficiente que debe utilizar para la bendita obra. Él debe dar la Palabra a la gente; y tanto mejor cuanto más sencilla sea la forma en que lo haga. Debe permitir que el agua pura corra desde el corazón de Dios hacia el corazón de los pecadores, evitando a la vez que el canal por el que corre esta agua ceda alguna traza de sí y la contamine. El evangelista debe predicar la Palabra; y debe hacerlo en simple dependencia del poder del Espíritu Santo. Éste es el verdadero secreto del éxito en la predicación.
Pero si bien insisto en este punto de fundamental importancia en la obra de la predicación — y creo que no podría insistir tanto como debiera — , lejos estoy de pensar que el evangelista deba presentar a sus oyentes una determinada cantidad de verdades. Considero que ello es un grave error. Él debe dejar esta tarea en manos de un maestro, un conferenciante o un pastor. Siempre me asusta el hecho de que gran parte de nuestra predicación apunte a la inteligencia de la gente; esto obedece al hecho de que preferimos más buscar desarrollar la verdad que alcanzar a las almas. Puede que nos conformemos con haber dado un mensaje muy claro y enérgico, con haber hecho una exposición de las Escrituras muy interesante e instructiva — algo muy valioso, seguramente, para el pueblo de Dios — . Pero el oyente inconverso aguantó sentado hasta el fin de la predicación sin haber sido impresionado ni alcanzado. No hubo nada para él. El conferenciante estuvo más ocupado con su exposición que con el pecador; más interesado y absorbido en su tema que en las almas.
Estoy absolutamente convencido de que éste es un grave error, y un error en el cual todos nosotros — al menos yo — somos muy propensos a caer. Lo lamento profundamente y anhelo corregirlo con todas mis energías. Dudo si este error no puede ser considerado como la verdadera causa de nuestra falta de éxito. Pero quizá no deba hablar de «nuestra falta», sino de mi falta. No creo que sea justo — hasta donde conozco tu ministerio — atribuirte el defecto a que me refiero. Respecto de éste, tú mismo serás el mejor juez. Pero de una cosa estoy seguro: que el evangelista más exitoso es aquel que tiene sus ojos fijos en el pecador; aquel que tiene su corazón puesto en la salvación de las almas; sí, aquel para el cual el amor por las preciosas almas es casi una pasión. El que más garantías tendrá para su ministerio, no es el hombre que desarrolla mayor número de verdades, sino aquel que más suspira por las almas.
Digo todo esto — nótalo bien — reconociendo de la manera más clara y absoluta el hecho con el cual comencé esta carta, a saber, que la Palabra de Dios es el gran instrumento en la obra de la conversión. Nunca debemos perderlo de vista ni debilitar la fuerza de esta gran realidad. No interesa la herramienta utilizada para hacer el trabajo, la forma de que pueda revestirse la Palabra ni el vehículo por el que pueda ser transmitida, pues las almas sólo pueden nacer de nuevo “por la Palabra de verdad.”
Todo esto es divinamente cierto, y siempre deberíamos tenerlo presente. Pero ¿no vemos a menudo que aquellos que toman entre manos predicar el Evangelio (y sobre todo cuando permanecen mucho tiempo en un mismo lugar) son muy propensos a abandonar el territorio propio del evangelista — ese tan bendito territorio — y a adentrarse en el terreno que pertenece al maestro y al conferenciante? Esto es lo que desapruebo y lo que tan profundamente deploro. Sé que yo mismo he faltado a este respecto, y grande ha sido mi aflicción por dicha falta. Te confieso estas cosas con entera libertad. Últimamente el Señor me ha hecho sentir mucho más profundamente la inmensa importancia de predicar el Evangelio a las almas perdidas con todo fervor. No pretendo — y Dios jamás lo permita — subestimar en lo más mínimo la obra de un maestro o de un pastor. Creo que dondequiera que haya un corazón que ame a Cristo, habrá un verdadero amor por apacentar y cuidar de los corderos y ovejas del rebaño de Cristo, rebaño que él ganó por su propia sangre.
Pero las ovejas deben estar reunidas antes de poder ser apacentadas; ¿y cómo podrían estarlo sino por la ferviente predicación del Evangelio? La gran ocupación del evangelista es salir en dirección a los lóbregos montes del pecado y el error, tocar la trompeta del Evangelio y reunir las ovejas; y tengo la firme convicción de que él cumplirá mejor esta obra, no mediante una elaborada exposición de verdades; ni ofreciendo grandes conferencias, por más claras, instructivas y valiosas que sean; ni mediante un bello y ameno desarrollo de verdades proféticas, dispensacionales o doctrinales, por preciosas e importantes que sean en su debido lugar; sino ocupándose fervientemente de las almas inmortales; haciendo oír la voz de advertencia, el ruego solemne; disertando fielmente acerca de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero, presentando la muerte y el juicio de tal manera de despertar a las almas, así como las terribles realidades del castigo eterno, el lago de fuego y el gusano que nunca muere.
En resumidas cuentas, creo que necesitamos predicadores que despierten a las almas. Admito plenamente que están las dos cosas: la enseñanza del Evangelio y la predicación del Evangelio. Pablo, por ejemplo, enseña el Evangelio en Romanos 1 a 8; pero también le vemos predicando el Evangelio en Hechos 13 y 17. La enseñanza del Evangelio, en todos los tiempos, es de suprema importancia, puesto que seguramente debe de haber una multitud de almas con conciencias ejercitadas en nuestras reuniones públicas, que necesitan un evangelio liberador: el pleno, claro y elevado Evangelio de la resurrección.
Pero si bien admito todo esto, mi querido A., aún creo que lo que se necesita para una evangelización exitosa no es tanto un gran número de verdades, sino un intenso amor por las almas. Considera a ese eminente evangelista George Whitefield. ¿Cuál crees que haya sido el secreto de su éxito? Sin duda habrás examinado sus sermones impresos. ¿Notaste que haya algún énfasis en la exposición de verdades? Yo creo que no. En realidad, debo confesarte que, para sorpresa mía, he hallado justamente lo contrario. Había algo en Whitefield que tanto tú como yo haríamos bien en suspirar por cultivarlo: un ardiente amor por las almas, un vehemente anhelo por su salvación, una tenaz lucha con sus conciencias, un trato denodado, vigoroso y frontal con las almas acerca de sus caminos pasados, de su estado presente y de su destino futuro. Estaban todas las cosas que Dios reconocía y bendecía; y Él quiere reconocerlas y bendecirlas todavía hoy. Estoy persuadido — y escribo como si lo hiciera bajo la misma mirada de Dios — de que si nuestros corazones estuviesen empeñados en la salvación de las almas, Dios nos utilizaría para esa divina y bendita obra. Por otra parte, si nos entregamos a las desecantes influencias de un fatalismo frío, desprovisto de corazón y de Dios; si nos contentamos con una declaración formal y oficial del Evangelio — algo apagado y sin gracia — ; si nuestra predicación se basa en el principio que dice — sirviéndonos de una frase vulgar — : «tómalo o déjalo», ¿nos hemos de asombrar si no vemos conversiones? Nos asombraríamos más bien si viésemos alguna.
No; creo que deberíamos examinar seriamente este gran tema práctico. Ello demanda la solemne e imparcial consideración de todos aquellos que están dedicados a la obra. Hay peligro de todos lados; opiniones contradictorias por todas partes. Pero no puedo concebir que un cristiano pueda estar satisfecho de faltar a la responsabilidad de buscar almas. Alguien puede decir: «Yo no soy un evangelista; no es mi ámbito de acción; mi orientación va más por el lado de un maestro o de un pastor.» Bien, entiendo todo esto; pero ¿me dirá alguno que un maestro o un pastor no pueden salir a buscar almas con un deseo ardiente? No puedo admitirlo ni un instante. Es más, no importa en lo más mínimo cuál sea el don que se tenga o incluso si se posee algún don prominente; uno puede y debe, de una u otra forma, cultivar un deseo vehemente por la salvación de las almas. ¿Sería correcto pasar delante de una casa que se está incendiando sin dar una voz de alarma, aun cuando no perteneciésemos al cuerpo de bomberos? ¿Acaso no trataríamos de salvar a alguien que se estuviese ahogando, aun cuando no pudiésemos ordenar que un bote salvavidas viniese a rescatarlo? ¿Quién que no estuviera en su sano juicio podría sostener algo tan monstruoso? Así pues, en lo que respecta a la salvación de las almas, lo que se necesita no es tanto un don o conocimiento de la verdad, sino un profundo y ardiente deseo por ellas, tener el sentimiento de su estado de peligro y suspirar por su rescate.
Vuestro afectísimo compañero de servicio
C.H.M.
Cuarta Carta
Querido amigo A.:
Cuando tomé mi pluma por primera vez para escribirte una carta, nunca imaginé que se diera la ocasión de extenderme hasta escribirte una cuarta. No obstante, el tema es de gran interés para mí; y todavía quedan dos o tres puntos más que quisiera considerar brevemente.
En primer lugar, siento profundamente que nos falta un espíritu de oración para llevar adelante la obra de la evangelización. Ya me referí a la obra del Espíritu Santo, y también al lugar que debe ocupar siempre la Palabra de Dios; pero me llama mucho la atención que seamos tan deficientes en lo que respecta a orar con fe, con perseverancia y con fervor. En esto estriba el secreto del poder. “Nosotros — dicen los apóstoles — persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra” (Hechos 6:4).
Fíjate en el orden: “La oración” — primero — y “el ministerio de la palabra” — en segundo lugar — . Esto es precisamente lo que necesitamos. No es el poder de la elocuencia, sino el poder de Dios; y éste sólo puede obtenerse esperando en él: “El da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas. Los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; y correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán” (Isaías 40:29-31).
Me parece que estamos muy mecanizados, por decirlo así, en la obra. Se ve mucho de lo que podría llamar «cumplir un servicio». Me temo mucho que algunos de nosotros estemos más sobre nuestras piernas que sobre nuestras rodillas; más en el vagón del tren que en el retrete; más en camino que en el santuario; más ante los hombres que ante Dios. Esto nunca debería ser así. Es imposible que nuestra predicación esté caracterizada por el poder y coronada con resultados positivos, a menos que esperemos en Dios. Mira al bendito Maestro, a ese gran Obrero. Fíjate cuán a menudo lo hallamos en oración: En su bautismo; en la transfiguración; momentos antes de designar y enviar a los doce. En resumidas cuentas, una y otra vez vemos a ese Bendito en una actitud de oración. En una ocasión lo vemos levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, a fin de entregarse a la oración. En otra ocasión pasa toda la noche en oración, por cuanto el día era dedicado al trabajo.
¡Qué ejemplo para nosotros! ¡Ojalá que lo sigamos! ¡Ojalá que sepamos un poco más lo que es luchar hasta la agonía en oración! ¡Qué poco sabemos de esto! Y lo digo por mí mismo. A veces me parece que estuviésemos tan ocupados en la predicación — tan absorbidos por compromisos e invitaciones — que no tenemos tiempo para orar, para dedicarnos a esa obra en privado, para estar a solas con Dios. Nos metemos en una especie de torbellino de obra pública; corremos precipitadamente de un lugar a otro, volamos de una reunión a otra, en un estado de alma sin oración, incapaz de dar fruto. ¿Hemos de asombrarnos ante los pobres resultados? ¿Cómo podría ser de otra manera si hemos dejado de esperar en Dios? Nosotros no podemos convertir almas. Dios solamente puede hacerlo; y si seguimos así sin esperar en Dios; si permitimos que las predicaciones públicas desplacen a la oración en privado, podemos estar seguros de que nuestra predicación resultará estéril y sin valor. Debemos realmente “persistir en la oración” si queremos tener éxito en “el ministerio de la palabra.”
Pero esto no es todo. No se trata simplemente de que nos haga falta poner en práctica la oración en privado. Esto, lamentablemente, como lo he dicho, es absolutamente cierto. Pero hay algo más. Fallamos en nuestros cultos de oración. No nos acordamos lo suficiente de la obra de la evangelización en aquellas ocasiones en que la asamblea se reúne para orar. Siempre deberíamos presentarla delante de Dios, con insistencia y determinación. Puede que en ocasiones se haga mención de ella muy por encima y de una manera puramente formal, y luego quede en el olvido. Siento de veras que hace falta ahínco y perseverancia en nuestros cultos de oración en general, no meramente en lo que respecta a la obra del Evangelio, sino también en cuanto a otras cosas. Hay a menudo mucha formalidad y debilidad. No somos como quienes están resueltos a perseverar. Nos falta el espíritu de la viuda de Lucas 18, quien venció al juez injusto simplemente merced a su importunidad. Parece que nos olvidáramos de que Dios quiere que lo consultemos, y de que es galardonador de los que le buscan.
Es inútil que alguien diga: «Dios puede obrar igual sin nuestras insistentes súplicas; él de todas maneras cumplirá sus propósitos; igual recogerá a los suyos.» Sabemos todo esto; pero sabemos también que Aquel que determinó el fin, también determinó los medios para alcanzarlo; y si dejamos de esperar en él, entonces él se valdrá de otros para llevar a cabo Su obra. La obra, sin duda, será hecha; pero nosotros perderemos la dignidad y el privilegio de llevarla a cabo; perderemos el galardón. ¿No significa nada esto? ¿No significa nada ser privados del dulce privilegio de ser colaboradores de Dios, de tener comunión con él en la bendita obra que lleva adelante? ¡Ay, qué poco lo valoremos! Sin embargo, es una bendición poder valorarlo; creo que en ninguna otra circunstancia podemos gozar más plenamente de este privilegio que cuando oramos unidos y con fervor. Aquí todos los santos pueden unirse; todos pueden agregar su cordial «Amén». Puede que no todos sean predicadores, pero todos pueden orar; todos pueden unirse en oración y gozar de la comunión.
¿No encuentras que siempre hay una abundante corriente de bendición cuando la asamblea se siente movida a orar fervientemente por el Evangelio y por la salvación de las almas? Lo he comprobado invariablemente; y por eso, siempre que veo a la asamblea animada a orar, mi corazón se llena de gozo, consuelo y aliento, pues entonces estoy seguro de que Dios va a derramar copiosas lluvias de bendición.
Además, cuando ello tiene lugar, cuando este excelentísimo espíritu invade toda la asamblea, puedes estar seguro de que no habrá ninguna dificultad respecto a lo que se denomina «la responsabilidad de predicar». No tendrá importancia quién haga la obra, con tal que sea hecha tan bien como se pueda. Si la asamblea busca a Dios y espera en él, intercediendo fervientemente por el progreso de la obra, no surgirá ninguna cuestión respecto a quién habrá de llevar a cabo la predicación, con tal que Cristo sea predicado y las almas bendecidas.
Pero entonces hay otra cosa que desde hace tiempo me ha hecho pensar mucho, a saber, la manera en que nos ocupamos de los jóvenes convertidos. Seguramente necesitamos tener mucho cuidado y precaución al respecto, no sea que nos encontremos dando crédito a aquello que no es en absoluto la auténtica obra del Espíritu Santo. Hay un gran peligro en esto. El enemigo busca continuamente introducir elementos espurios en la asamblea con el fin de destruir el testimonio y desacreditar la verdad de Dios.
Todo esto es muy cierto, y demanda nuestra seria consideración. Pero, por otro lado, ¿no sucede que nosotros fallamos a menudo? ¿No echamos a menudo agua fría sobre los jóvenes convertidos por nuestra particular dureza de estilo? ¿No hay a menudo en nosotros un espíritu y un proceder un tanto repulsivos? Esperamos que los jóvenes cristianos estén a la altura de una medida de inteligencia que a nosotros mismos nos ha costado años poder alcanzarla. Y esto no es todo. A veces los hacemos pasar por un proceso de examinación que sólo puede provocar hostigamiento y perplejidad.
Seguramente que esto no está bien. El Espíritu Santo nunca pondría perplejo ni causaría ninguna repulsión a un inquiridor ansioso y querido; no, nunca jamás. Nunca podría ser conforme al corazón de Cristo enfriar el espíritu del más débil cordero de su rebaño, que Él ganó con su propia sangre. Él quisiera más bien que los conduzcamos con toda suavidad y ternura; que los confortemos, los abriguemos y los acariciemos conforme al profundo amor de Su corazón. Es una gran cosa tomar una posición donde no estorbemos, y mantenernos abiertos para discernir y apreciar la obra de Dios en las almas, y no echarla a perder poniendo nuestros miserables caprichos — nuestras propias opiniones y preferencias personales — como obstáculos en su camino.
Necesitamos en esto la guía divina, del mismo modo que la necesitamos para cualquier otro ramo de nuestra obra. Pero, gracias a Dios, Él es suficiente para esto, así como para todo lo demás. Solamente esperemos en Él, aferrémonos a Él y echemos mano de sus inagotables tesoros para satisfacer todo lo que requiera Su gracia, en cualquier momento y en cualquier caso. Dios nunca le fallará al alma que confía en él, que le espera con un corazón dependiente.
Debo terminar mi serie de cartas. Creo haber considerado la mayoría de los puntos, por no decir todos, que tenía en mi mente. Tendrás en cuenta, espero, el hecho de que, en todas estas cartas, no he hecho más que expresar en papel y tinta mis pensamientos con la mayor libertad posible, y con la absoluta confianza que implica la verdadera amistad fraternal. No me he puesto a escribir un tratado formal, sino que he abierto mi corazón a un amado amigo y fiel compañero de yugo. Esto han de tener presente todos aquellos que puedan leer estas cartas.
¡Quiera Dios bendecirte y guardarte! ¡Quiera él coronar tus labores con las más ricas y exquisitas bendiciones! ¡Quiera él guardarte de toda obra mala, y preservarte para su reino eterno!
Vuestro afectísimo compañero de servicio
C.H.M.
Quinta Carta
Querido amigo A.:
Parece como si una vez más debiera tomar mi pluma para escribirte acerca de ciertos asuntos relacionados con la obra de la evangelización, que me han llamado la atención desde hace algún tiempo. Hay tres ramas en la obra de la evangelización que se distinguen claramente, y que desearía que ocuparan un lugar más definido y prominente entre nosotros; se trata de las librerías cristianas, la predicación del Evangelio y la Escuela Dominical.
Me sorprende que el Señor esté despertando la atención respecto a la importancia de la librerías cristianas como medio valioso para la obra de la evangelización; pero dudo si de este lado del Atlántico tomamos el tema con la debida eficacia y empeño. ¿A qué se debe esto? ¿Han perdido interés y valor a nuestros ojos los libros y los tratados cristianos? ¿O acaso la falta estriba en el modo de conducir nuestras librerías cristianas? A mi juicio, parece que faltara algo respecto a este asunto.
Cómo me gustaría ver una librería cristiana bien conducida en cada ciudad importante; cuando hablo de «bien conducida», me refiero a alguien que, como servicio directo para el Señor y motivado por un verdadero amor hacia las almas, siente un profundo interés por difundir la verdad y, a la vez, por conducir el negocio sanamente. He conocido varias librerías que han fracasado por falta de hábito de negocio de parte de los conductores. Ellos parecían ser personas muy serias y sinceras, pero completamente incompetentes para conducir un negocio. En resumidas cuentas, cualquier negocio en manos de esas personas fracasaría por completo. Por eso en tantos lugares se puede advertir el lamentable fracaso en cuanto a la valiosa e interesante obra de conducir una librería.
¿Cómo podríamos alcanzar mejor a las almas para las cuales han sido preparados los tratados y los libros? Yo creo que, siempre que sea posible, ello se puede lograr exhibiendo los libros y tratados para la venta en una vidriera, de modo que la gente pueda verlos al pasar, y entrar y comprar lo que les haga falta. Muchas almas han sido alcanzadas por este medio. Muchos, no tengo dudas, han sido salvados y bendecidos por medio de tratados que vieron por primera vez en una vidriera o sobre un mostrador. Pero cuando no se tiene esa oportunidad, entonces el local donde se reúne la asamblea es el lugar natural para la librería.
Evidentemente, hay una real necesidad de tener una librería cristiana en toda gran ciudad, que sea conducida por alguien con conocimiento del asunto y de sanos hábitos de negocio, que sea capaz de hablar a los demás acerca de los tratados y de recomendar aquellos que sean de verdadera ayuda para los inquiridores ansiosos en busca de la verdad. En este sentido — de ello estoy persuadido — se podría hacer mucho bien. Los cristianos de la ciudad sabrían adonde ir a buscar tratados, no sólo para su lectura personal, sino también para la distribución general. Seguramente si una cosa merece ser hecha, entonces merece ser bien hecha; y la librería cristiana no puede ser una excepción.
La librería cristiana debe ser emprendida como un servicio directo para Cristo. Estoy seguro de que cuando es emprendida y llevada adelante de esta manera, con energía, con celo y con integridad, el Señor la reconocerá y hará de ella una bendición. ¿Habrá alguno que quiera emprender esta obra por amor a Cristo y no a una remuneración? ¿Habrá alguno que quiera abordar esta obra con simple fe, mirando únicamente al Dios viviente?
En esto estriba el quid de la cuestión. Pues para esta rama de la obra evangelista, así como para cualquier otra, se necesitan creyentes que confíen en Dios y que se nieguen a sí mismos. Me parece que se habrá alcanzado un grado elevado cuando la librería cristiana haya sido establecida sobre su propia base, y considerada como parte integral de la obra evangelista, la que ha de ser emprendida en responsabilidad al Señor y llevada adelante con la energía de la fe en el Dios viviente. Cada rama de la obra evangelista — la librería, la predicación y la Escuela Dominical — , debe ser llevada adelante de acuerdo con estos principios. Está perfectamente bien y es algo preciosísimo tener comunión — una plena y cordial comunión — en todos nuestros servicios; pero si esperamos comunión y colaboración para iniciar una obra que pertenece al ámbito de la responsabilidad personal — aunque también colectiva — estaremos muy por detrás del punto de partida, o tal vez jamás llegaremos a iniciarla.
Tendré oportunidad de referirme más particularmente a este punto cuando trate el asunto de la predicación y la Escuela Dominical. Ahora sólo quiero establecer el hecho de que la librería cristiana es una rama — una muy importante y eficiente rama — de la obra evangelista. Si nuestros amigos comprendieran bien esto, se alcanzaría así un grado elevado. Debo confesarte que ofende gravemente el sentimiento moral el estilo frío y comercial con que se manejan las publicaciones y la venta de libros y tratados; un estilo más propio quizás de un negocio meramente comercial, pero muy ofensivo cuando es adoptado en relación con la preciosa obra de Dios.
Admito plenamente — en realidad lo sostengo — que la propia dirección de la librería demanda una sana y buena conducta de negocio, además de principios rectos en lo que hace a un negocio. Pero a la vez estoy persuadido de que la librería cristiana nunca ocupará su verdadero terreno — nunca concretará la verdadera idea, nunca alcanzará la deseada meta — hasta que esté firmemente asentada sobre su santa base, y sea considerada como parte integral de esa gloriosa obra a la cual somos llamados: la obra de la evangelización activa, enérgica y perseverante.
Esta obra, repito, debe ser emprendida en un sentimiento de responsabilidad hacia Cristo y con la energía de la fe en el Dios viviente. De nada servirá que una asamblea de cristianos o un individuo rico tomen a un ineficiente protegido y le encomienden la dirección del asunto a fin de que con ello se gane la vida. Es una gran bendición para todos el tener comunión en la obra; pero estoy plenamente convencido de que la obra debe ser emprendida como un servicio directo para Cristo y llevada adelante en amor por las almas y con un auténtico interés por difundir la verdad.
Vuestro afectísimo compañero de servicio
C.H.M.
Sexta Carta
Querido amigo A.:
En una de las primeras cartas de esta serie, insistí acerca de la importancia de mantener con celo y con constancia una fiel predicación del Evangelio: una clara obra de evangelización llevada adelante con la energía del amor por las preciosas almas y con directa referencia a la gloria de Cristo; una obra que atañe por entero a los inconversos y, por ende, completamente distinta de la obra de la enseñanza, de la disertación o de la exhortación, la que tiene lugar en el seno de la asamblea, pero — y no necesito decirlo — de igual importancia que esta última a los ojos de nuestro Señor Jesucristo.
Mi propósito al referirme de nuevo a este tema, querido A., es llamar tu atención respecto a un punto en relación con él, sobre el cual me parece que hay una gran falta de claridad entre algunos de nuestros amigos. Me pregunto si por lo general tenemos perfectamente en claro el hecho de que la obra de la evangelización atañe a la responsabilidad individual. Admito naturalmente que el maestro o el conferenciante son llamados a ejercer su don, en gran parte, sobre el mismo principio que el evangelista, es decir, sobre la base de su propia responsabilidad personal hacia Cristo; y admito también que la asamblea no es responsable por sus servicios individuales, a menos, claro está, que enseñe falsas doctrinas, en cuyo caso la asamblea tiene la obligación de censurarlas.
Pero ahora me quiero ocupar de la obra del evangelista. Él debe llevar adelante su obra fuera de la asamblea. Su esfera de acción es el vasto mundo, el mundo en toda su extensión. “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:14). He aquí la esfera de actividad del evangelista: “Todo el mundo”, y su objeto: “toda criatura.”
El evangelista puede salir del seno de la asamblea, y volver allí cargado de sus preciosas gavillas; sin embargo, él sale con la energía de la fe personal en el Dios viviente y sobre la base de la responsabilidad personal hacia Cristo; tampoco la asamblea es responsable por el modo peculiar en que él pueda llevar adelante su obra.
Sin duda la asamblea tiene que actuar cuando el evangelista introduce el fruto de su trabajo en la forma de almas que profesan estar convertidas, y que desean ser recibidas en comunión a la mesa del Señor. Pero esto se trata de algo completamente distinto, y debemos marcar bien la diferencia.
Sostengo que el evangelista debe ser dejado en libertad. No debe ser sometido a ciertas reglas o reglamentos, ni restringido por determinadas formalidades o convencionalismos. Hay muchas cosas que un evangelista de corazón ancho se sentiría perfectamente libre para hacer, pero que pueden no recomendarse al juicio y al sentimiento espiritual de algunos integrantes de la asamblea; pero con tal que él no transgreda ningún principio vital o fundamental, tales personas no tienen derecho a interferir con él.
Uso la expresión «juicio y sentimiento espiritual», a fin de considerar el asunto con la mayor amplitud posible, y de tratar al objetor con el mayor de los respetos. Siento que esto es lo correcto y lo conveniente. Todo hombre fiel tiene derecho a que sus sentimientos y su juicio — por no decir nada de su conciencia — sean tratados con el debido respeto. ¡Lamentablemente, hay por doquier hombres de miras estrechas que objetan todo lo que no cuadre con sus propias ideas! Hombres que con gusto querrían someter al evangelista a un preciso modo de acción y ajustarlo a una línea de cosas que, conforme a sus pensamientos, irían perfectamente bien en aquellas ocasiones en que los integrantes de la asamblea se reúnen para el culto alrededor de la Mesa del Señor.
Todo esto es un completo error. El evangelista debe seguir el propio curso de su camino, sin tener en cuenta semejante estrechez e intromisión impertinente y oficiosa.
Considera, por ejemplo, querido A., el asunto de cantar himnos. El evangelista puede sentirse perfectamente libre de utilizar cierta clase de himnos o de canciones evangélicas que serían absolutamente inapropiados para la asamblea. El hecho es que él canta el Evangelio con el mismo objeto con que lo predica, a saber, para alcanzar el corazón del pecador. Está justamente tan dispuesto a cantar «Ven» como a predicarlo.
Tal es el juicio que he tenido sobre este tema durante muchos años, aunque no estoy completamente seguro de que se pueda recomendar plenamente a tu mente espiritual. Me sorprende que estemos en peligro de caer en la falsa idea de la cristiandad en cuanto a «establecer una causa» y «organizar un cuerpo». Por eso las cuatro paredes en que se reúne la asamblea son consideradas por algunos como una «capilla», y el evangelista que se encuentra casualmente predicando allí es considerado como «el ministro de la capilla».
Debemos guardarnos con sumo cuidado de todo esto. Pero mi intención al referirme a ello ahora es aclarar el punto con respecto a la predicación del Evangelio. El verdadero evangelista no es el ministro de ninguna capilla, ni el órgano de ninguna congregación, ni el representante de un determinado cuerpo, ni el agente pago de ninguna sociedad. No; es el embajador de Cristo; el mensajero de un Dios de amor; el heraldo de las Buenas Nuevas. Su corazón está lleno de amor por las almas, sus labios ungidos por el Espíritu Santo, y sus palabras revestidas del poder celestial. ¡Dejémosle en paz! ¡No lo encadenemos con reglas y reglamentos! ¡Dejémosle con su obra y con su Maestro!
Además, ten en cuenta que la Iglesia de Dios puede proveer una plataforma lo suficientemente amplia para toda suerte de obreros y para todo posible estilo de trabajo, únicamente a condición que no se alteren las verdades fundamentales. Es un fatal error tratar de reducir a todos y a todas las cosas a un nivel muerto. El cristianismo es una realidad viva, divina. Los siervos de Cristo son enviados por él, y a él son responsables. “Tú quien eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae” (Romanos 14:4). Estas cosas demandan nuestra seria consideración, no sea que la bendita obra de la evangelización se eche a perder en nuestras manos.
Tengo sólo un punto más al que quisiera referirme antes de terminar mi carta, puesto que ha sido más bien una cuestión batallona en ciertos lugares. Me refiero a lo que ha sido denominado «la responsabilidad de la predicación». ¡Cuántos de nuestros amigos han sido y son acosados por esta cuestión! ¿A qué se debe? Estoy persuadido de que la causa de ello es que no se comprende la verdadera naturaleza, carácter y esfera de acción de la obra de la evangelización. Por eso ha habido personas que sostienen que la predicación de los domingos a la noche debe dejarse abierta. «¿Abierta a qué?» Ésta es la cuestión. En demasiadas ocasiones hemos comprobado que ha quedado «abierta» a un carácter de discurso completamente inadecuado para muchos de los que habían asistido o que habían sido traídos por amigos, esperando oír un pleno, claro y enérgico mensaje evangelístico. En tales ocasiones nuestros amigos se llevaron un chasco, y los inconversos fueron totalmente incapaces de comprender el significado del servicio. Seguramente tales cosas no debieran suceder. Nunca ocurrirían si sólo se discerniera la cosa más simple posible, a saber, la distinción entre todas las reuniones en que los siervos de Cristo ejercen su ministerio sobre la base de su propia responsabilidad personal y todas las reuniones que son puramente reuniones de la asamblea, ya sea para celebrar la Cena del Señor, para la oración o para cualquier otro propósito.
Vuestro afectísimo compañero de servicio
C.H.M.
Séptima Carta
Querido amigo A.:
Por falta de espacio me vi obligado a finalizar mi última carta sin siquiera haber tocado el tema de la Escuela Dominical. Sin embargo, debo dedicar una o dos páginas a una rama de la obra que ha ocupado un amplísimo lugar en mi corazón por treinta años. Siento que mi serie de cartas quedaría incompleta si no considerara este tema.
Algunos pueden cuestionar cuánto la Escuela Dominical puede ser considerada como parte integral de la obra de la evangelización. De mi parte, sólo puedo decir que la considero principalmente desde este punto de vista. La veo como una gran y muy interesante rama de la obra evangelista. El director y el maestro de la Escuela Dominical son obreros que sirven en el vasto campo evangelístico, tan claramente como lo son el evangelista o el predicador del Evangelio.
Sé perfectamente que una Escuela Dominical difiere sustancialmente de una predicación evangelista ordinaria. No es convocada ni dirigida de la misma manera. En la persona del obrero de la Escuela Dominical se encuentran reunidos, si puedo expresarlo así, el padre o la madre, el maestro y el evangelista. Mientras tanto él toma el lugar de un padre; procura cumplir con el deber de un maestro, pero el objetivo al que apunta es el de un evangelista: el inapreciable objeto de la salvación de las almas de esos pequeños que han sido encomendados a su cuidado. En cuanto al modo en que logra su objetivo, a los detalles de su obra y a las variadas agencias que pueda emplear con eficacia para el menester, solamente él es responsable.
Sé que algunos objetan la obra de la Escuela Dominical, alegando que tiende a entrometerse en la educación doméstica o de los padres. Debo confesar que no puedo ver ninguna fuerza en esta objeción. El verdadero objetivo de la Escuela Dominical no es reemplazar la educación de los padres, sino servir de ayuda en los casos en que la haya, o, de no existir, suplir su falta. Hay, como tú y yo lo sabemos perfectamente, cientos de miles de queridos niños que no reciben ninguna instrucción de parte de sus padres. Hay miles de niños que no tienen padres, y miles más cuyos padres están en peor situación que ninguno. Mira las multitudes de niños que llenan los callejones, los corredores y los patios de nuestras grandes ciudades, que parecen estar apenas un grado arriba de la escala animal; y hasta muchos de ellos parecen pequeños demonios encarnados.
¿Quién podría pensar en todas estas preciosas almas sin desear una cordial bienandanza a todos los verdaderos obreros de las Escuelas Dominicales, y sin suspirar por un más pleno fervor y energía en esa bendita obra?
Digo «verdaderos» obreros de Escuela Dominical, porque temo que haya muchos dedicados a ese servicio que no sean verdaderos, reales ni competentes obreros. Me temo que muchos toman la Escuela Dominical como una pequeña parte de la obra religiosa de moda, que se acomoda bien a los jóvenes miembros de las comunidades religiosas. Muchos también la consideran como una especie de contrapeso a una semana de insensatez y mundanalidad, en que se ha dado rienda suelta a los propios deseos. Todas estas personas constituyen un verdadero estorbo más que una ayuda para este sagrado servicio.
Pero también hay muchos que aman sinceramente a Cristo, y que desean servirle mediante la Escuela Dominical, pero que no son realmente idóneos para desempeñar esa obra. Les falta tacto, energía, orden y autoridad. Les falta esa capacidad de poder adaptarse a los niños y de atraer sus tiernos corazones, lo cual es tan esencial para el obrero de Escuela Dominical.
Es un grave error suponer que todo aquel que permanece ocioso en la plaza del mercado es apto para entrar en esta particular rama de labor cristiana. Al contrario, se requiere una persona enteramente preparada por Dios para la obra; y si se preguntara: «¿Cómo debemos disponer regularmente de agentes idóneos para esta rama del servicio evangelístico?, respondo: Precisamente de la misma manera con que debemos disponer de ellos para cualquier otro departamento de la obra: orando con fe, con perseverancia y con fervor.
Estoy absolutamente persuadido de que si los cristianos se sintieran más movidos por el Espíritu Santo a sentir la importancia de la Escuela Dominical; si sólo pudieran asir la idea de que ella, al igual que la librería cristiana y la predicación del Evangelio, es parte integrante de esa gloriosa obra a la que somos llamados en estos últimos días de la historia de la cristiandad; si estuvieran más impregnados de la idea de la naturaleza y objeto evangelísticos de la obra de la Escuela Dominical, estarían más dispuestos a orar con toda insistencia, tanto en secreto como en público, para que el Señor levante en medio de nosotros una cuadrilla de obreros devotos, sinceros y diligentes para la Escuela Dominical.
He aquí la falta. ¡Quiera Dios, en su abundante gracia, suplirla! Él puede hacerlo, y seguramente lo desea. Pero entonces es menester esperar en él y consultarle a él. No olvidemos que Dios “es galardonador de los que le buscan.” Creo que tenemos muchos motivos de agradecimiento y alabanza por lo que ha sido hecho mediante las Escuelas Dominicales durante los últimos años. Recuerdo muy bien el tiempo cuando muchos de nuestros amigos parecían pasar completamente por alto esta rama de la obra. Aun ahora muchos la tratan con indiferencia, debilitando así las manos y desanimando los corazones de aquellos que están ocupados en ella.
Pero no me detendré en esto, puesto que mi tema es la Escuela Dominical, y no aquellos que la descuidan o que se oponen a ella. Bendigo a Dios por todo lo que veo que anima el corazón en ese sentido. A menudo he sido abundantemente refrescado y deleitado al ver a algunos de nuestros más viejos amigos levantarse de la mesa de su Señor para ordenar los bancos donde pronto se habrán de sentar esos queridos pequeños para oír las dulces historias de amor del Salvador. Y ¿qué podría ser más bello, más conmovedor o más moralmente conveniente que el hecho de que aquellos que acaban de recordar la muerte del Salvador procuren de corazón — aun por el arreglo de los bancos — poner en práctica Sus vivas palabras: “Dejad a los niños venir a mí” (Marcos 10:14)?
Hay muchas más cosas que me gustaría agregar acerca del modo de llevar adelante la labor de la Escuela Dominical; pero quizás también sea bueno que cada obrero acuda él mismo a la presencia del Dios vivo en busca de consejo y de ayuda en lo que respecta a los detalles. Siempre debemos recordar que la Escuela Dominical, al igual que la librería cristiana y la predicación del Evangelio, es enteramente una labor de responsabilidad individual. Éste es un punto de fundamental importancia; y cuando se lo comprende plenamente, cuando hay un corazón verdaderamente atento y un ojo sencillo, creo que no habrá grandes dificultades en lo que toca al modo particular de trabajo. Un corazón amplio y un firme propósito de llevar adelante esta gran obra y de cumplir la gloriosa misión que nos ha sido encomendada, nos liberará efectivamente de la desecante influencia de los caprichos — es decir, de las propias opiniones y preferencias personales — y de los prejuicios; de esos miserables obstáculos a todo lo amable y a lo que es de buen nombre.
¡Quiera Dios derramar su bendición sobre todas las Escuelas Dominicales, sobre los alumnos, los maestros y los directores! ¡Quiera El también bendecir a todos los que, de alguna manera, se ocupan en la instrucción de los jóvenes! ¡Quiera El alegrar y refrescar sus espíritus permitiendo que cosechen muchas preciosas gavillas en su particular rincón de ese vasto y glorioso campo evangelístico!
Vuestro afectísimo compañero de servicio
C.H.M.

El Remanente: En El Pasado Y El Presente

Seguir, a través de las Escrituras, la historia de lo que se conoce como el remanente, es, además de interesante, muy instructivo y alentador. Podemos señalar desde el principio que la existencia misma de un remanente demuestra el fracaso del testimonio visible o cuerpo profesante, ya sea judío o cristiano. Si todos fueran fieles, naturalmente no habría ninguna razón moral para que exista un remanente, ninguna necesidad de distinguir a unos pocos del cuerpo general de profesantes. El remanente, en todos los tiempos, se halla constituido por aquellos que reconocen y sienten el fracaso y la ruina comunes, y que cuentan con Dios y se aferran a su Palabra. Éstas son las grandes marcas que caracterizan al remanente en todas las épocas. Hemos fallado, pero Dios permanece fiel, y su misericordia es desde la eternidad hasta la eternidad.
A medida que sigamos las huellas del remanente en los tiempos del Antiguo Testamento, veremos que cuanto más decadente es la condición moral del pueblo, más rico es el despliegue de la gracia divina, y que cuanto más profundas son las tinieblas morales, más intenso es el brillo de la fe individual. Esto está cargado del más bendito estímulo para todo fiel hijo de Dios y siervo de Cristo que reconozca y sienta el naufragio y la irremediable ruina de toda la iglesia profesante. Es algo indeciblemente alentador para toda alma fiel estar segura de que, por más que la Iglesia haya fracasado, tiene el privilegio de gozar individualmente de una tan plena y preciosa comunión con Dios, y de andar en una senda de obediencia y bendición tan elevada como en los días más brillantes de la historia de la Iglesia. Veamos algunos ejemplos en las Escrituras.
I. El Remanente En Los Tiempos Del Antiguo Testamento
En el capítulo 30 del segundo libro de Crónicas tenemos el confortante y alentador relato de la Pascua celebrada en los tiempos de Ezequías, cuando la unidad visible de la nación no existía más y cuando todo estaba en ruinas. No citaremos todo el pasaje, por interesante que sea, sino que sólo leeremos las líneas finales en relación con nuestro tema: “Hubo entonces gran regocijo en Jerusalén; porque desde los días de Salomón hijo de David rey de Israel, no había habido cosa semejante en Jerusalén” (v. 26). Aquí tenemos, pues, una hermosa ilustración de la gracia de Dios reuniendo a aquellos de entre su pueblo que reconocieron su fracaso y sus pecados y asumieron su verdadero lugar de humillación en Su presencia. Ezequías y aquellos que estaban con él estaban plenamente convencidos de su pobre condición y, en consecuencia, no se atrevieron a celebrar la Pascua en el mes primero. Ellos se valieron de las provisiones de la gracia, como aparecen en Números 19, y celebraron la fiesta en el mes segundo. “Porque una gran multitud del pueblo ... no se habían purificado, y comieron la pascua no conforme a lo que está escrito. Mas Ezequías oró por ellos, diciendo: Jehová, que es bueno, sea propicio a todo aquel que ha preparado su corazón para buscar a Dios, a Jehová el Dios de sus padres, aunque no esté purificado según los ritos de purificación del santuario. Y oyó Jehová a Ezequías, y sanó al pueblo” (v. 18-20).
Vemos aquí la gracia de Dios reuniendo — como lo hace siempre — a aquellos que confesaron sinceramente sus fracasos y su debilidad. No había allí ninguna arrogancia ni pretensión, ninguna dureza de corazón ni indiferencia. Ellos no buscaron encubrir su verdadera condición ni semejar que todo estaba bien; no, ellos asumieron su verdadero lugar de humillación, y se abalanzaron sobre esa gracia inagotable que nunca deja sin consuelo a un corazón contrito. ¿Cuál fue el resultado?: “Así los hijos de Israel que estaban en Jerusalén celebraron la fiesta solemne de los panes sin levadura por siete días con grande gozo; y glorificaban a Jehová todos los días los levitas y los sacerdotes, cantando con instrumentos resonantes a Jehová. Y habló Ezequías al corazón de todos los levitas que tenían buena inteligencia en el servicio de Jehová. Y comieron de lo sacrificado en la fiesta solemne por siete días, ofreciendo sacrificios de paz, y dando gracias a Jehová el Dios de sus padres. Y toda aquella asamblea determinó que celebrasen la fiesta por otros siete días con alegría” (v. 21-23).
Ahora bien, podemos estar seguros de que todo esto fue muy grato al corazón de Jehová, el Dios de Israel. La debilidad, el fracaso y las faltas eran patentes. Exteriormente, las cosas eran muy diferentes de lo que habían sido en los días de Salomón. Sin duda, muchos habrán considerado presuntuosa la actitud de Ezequías de convocar semejante asamblea bajo las circunstancias que se vivían. Ciertamente se nos dice que su preciosa y conmovedora invitación fue objeto de burla y risas por toda la tierra de Efraín, de Manasés y de Zabulón. ¡Lamentablemente, esto ocurre demasiado a menudo! Los actos de la fe no se comprenden porque la preciosa gracia de Dios no se comprende.
Sin embargo, “algunos hombres de Aser, de Manasés y de Zabulón se humillaron, y vinieron a Jerusalén.” Fueron ricamente bendecidos por venir a celebrar una fiesta que no se había celebrado en Jerusalén desde los días de Salomón al modo que está escrito. No hay límite para la bendición que la gracia tiene reservada para el corazón contrito y humillado. Si todo Israel hubiese respondido al patético llamado de Ezequías, habría participado de la bendición; pero ellos tuvieron un corazón inquebrantable y, en consecuencia, no fueron bendecidos. Todos debemos recordar esto; seguramente encierra una voz y una lección necesarias para nosotros. ¡Oigamos y aprendamos!
Ahora pasaremos a considerar el reinado del piadoso y devoto rey Josías, cuando la nación se hallaba en vísperas de su disolución. Aquí tenemos una muy notable y hermosa ilustración de nuestro tema. Tampoco es nuestro objetivo aquí considerar los detalles, pues ya lo hicimos en otra oportunidad. Sólo citaremos las últimas líneas del pasaje: “Y los hijos de Israel que estaban allí celebraron la pascua en aquel tiempo, y la fiesta solemne de los panes sin levadura por siete días. Nunca fue celebrada una pascua como ésta en Israel desde los días de Samuel el profeta; ni ningún rey de Israel celebró pascua tal como la que celebró el rey Josías; con los sacerdotes y levitas, y todo Judá e Israel, los que se hallaron allí, juntamente con los moradores de Jerusalén. Esta pascua fue celebrada en el año dieciocho del rey Josías” (2.º Crónicas 35:17-19).
¡Qué notable testimonio! En la Pascua de Ezequías, somos transportados hasta el esplendoroso reinado de Salomón; pero aquí tenemos algo más brillante todavía. Y si se nos preguntase qué fue lo que arrojó semejante aureola de gloria sobre la Pascua de Josías, contestamos que nosotros creemos que se debió al hecho de ser el fruto de una santa y reverente obediencia a la Palabra de Dios en medio de tan abundante ruina y corrupción, del error y de la confusión. La actividad de la fe de un corazón obediente y devoto, fue puesto de relieve por el oscuro fondo de la condición moral del pueblo.
Todo esto está lleno de consuelo y aliento para todo aquel que ama de corazón a Cristo. Muchos pueden haber pensado que era una gran presunción de parte de Josías, proceder de la manera que lo hizo, en semejante momento y bajo tales circunstancias. Pero era todo lo contrario a la presunción, como lo demuestra el bendito mensaje enviado al rey por el Señor a través de la boca de Hulda, la profetisa: “Jehová el Dios de Israel ha dicho así: Por cuanto oíste las palabras del libro, y tu corazón se conmovió, y te humillaste delante de Dios al oir sus palabras sobre este lugar y sobre sus moradores, y te humillaste delante de mí, y rasgaste tus vestidos y lloraste en mi presencia, yo también te he oído, dice Jehová” (2.º Crónicas 34:26-27).
Tenemos aquí la base moral de la notable carrera de Josías, y, seguramente, no vemos en ella nada que tuviera traza de presunción. Un corazón contrito, ojos llorosos y vestidos rasgados no son indicios de presunción ni de confianza propia. No; estas cosas son los preciosos resultados de la acción de la Palabra de Dios en el corazón y en la conciencia, que produce una vida de profunda devoción personal, cuya contemplación está llena de consuelo y edificación para nosotros. ¡Ojalá que ello abunde más y más entre nosotros! El corazón verdaderamente lo anhela; y ojalá que la Palabra de Dios resuene en todo nuestro ser moral, de tal manera que en vez de conformarnos a la condición de cosas que nos rodea, podamos elevarnos por encima de ellas para caminar sobre ellas como testigos de la eterna realidad de la verdad de Dios y de las imperecederas virtudes del nombre de Jesús.
Pero debemos dejar atrás la interesante historia de Josías y presentar al lector más ilustraciones que confirman nuestro tema. Tan pronto como este amado siervo de Dios abandonó la escena de este mundo, toda traza de su bendecida obra desapareció, y la ascendente marea del juicio — contenida durante todo ese tiempo por la paciente misericordia de Dios — arrasó entonces la tierra elegida. Jerusalén quedó convertida en ruinas, el templo fue consumido por las llamas y todos los que pudieron escapar de la muerte fueron llevados cautivos a Babilonia. Allí colgaron sus arpas sobre los sauces y derramaron sus lágrimas por el brillo empañado de sus días pasados (véase el Salmo 137).
Pero — bendito sea por siempre el Dios de toda gracia — Él jamás se deja a sí mismo sin testimonio. Por ello, durante el largo y penoso período de la cautividad, encontramos pruebas muy notables y bellas de la verdad que ya afirmamos, a saber, que cuanto mayor es la ruina, más rica es la gracia, y que cuanto más profundas son las tinieblas morales, más brillantes se tornan los rayos de la fe individual. Hubo entonces, como siempre, “un remanente escogido por gracia” (Romanos 11:5); un puñado de hombres devotos que amaban al Señor y fueron fieles a su Palabra en medio de la corrupción y de las abominaciones de Babilonia; hombres dispuestos a afrontar el horno de fuego y el foso de los leones antes que faltar a la verdad de Dios.
Los primeros capítulos del libro de Daniel nos muestran algunos magníficos resultados de la fe y de la devoción individual. Consideremos, por ejemplo, el v. 2 del capítulo 2. ¿Dónde vemos en la historia del pueblo de Israel, un hecho más sorprendente que el que se registra aquí? El más grande monarca de la tierra se postra a los pies de un exiliado cautivo y rinde este maravilloso testimonio: “El rey habló a Daniel y dijo: Ciertamente el Dios vuestro es Dios de dioses, y Señor de los reyes, y el que revela los misterios, pues pudiste revelar este misterio” (v. 47).
Pero, ¿dónde obtuvo Daniel el poder para revelar el misterio del rey? Los versículos 17 y 18 nos dan la respuesta: “Luego se fue Daniel a su casa e hizo saber lo que había a Ananías, Misael y Azarías, sus compañeros, para que pidiesen misericordias del Dios del cielo sobre este misterio.” Aquí tenemos una reunión de oración en Babilonia. Estos queridos hombres de Dios eran de un solo corazón y de una misma mente. Fueron unánimes en su decisión de rehusar la comida y el vino del rey. Habían resuelto, por la gracia de Dios, seguir juntos la santa senda de la separación, aunque estuviesen cautivos en Babilonia, lejos de su país, y entonces se reunieron para orar, y obtuvieron una respuesta notable.
¿Puede haber algo más excelente que esto? ¡Qué consuelo para el amado pueblo del Señor, en los días más oscuros, asirse con tesón de la Palabra de Cristo y no negar su precioso nombre! ¿No es de lo más alentador y edificante hallar durante esos lóbregos días de la cautividad en Babilonia un puñadito de hombres fieles andando en santa comunión en el camino de la separación y de la dependencia? Ellos permanecieron fieles a Dios en el palacio del rey, y Dios estuvo con ellos en el horno de fuego y en el foso de los leones, y les confirió el elevado privilegio de estar ante el mundo como siervos del Dios Altísimo. Rehusaron la comida del rey; no quisieron adorar la imagen del rey; guardaron la Palabra de Dios y confesaron su nombre sin medir en absoluto las consecuencias. No dijeron: «Debemos ponernos a tono con los tiempos; hacer lo que todo el mundo hace; no hace falta aparecer como extraños ante los demás; debemos someternos exteriormente al culto público, a la religión oficial del país, guardando para nosotros mismos nuestras opiniones personales; no somos llamados a oponernos a la fe de la nación. Si estamos en Babilonia, debemos conformarnos a la religión de Babilonia.»
Gracias a Dios, Daniel y sus amados compañeros no adoptaron esta política detestable y acomodaticia. No; y es más, tampoco esgrimieron el pretexto del completo fracaso de Israel como nación con el objeto de hacer descender el nivel de la fidelidad individual. Ellos sintieron esta ruina, y no podían menos que sentirla. Confesaron sus pecados y el pecado de la nación toda; sintieron que no les convenía otra cosa que el cilicio y las cenizas; pusieron todo su ser moral bajo el peso de estas solemnes palabras: “Te perdiste, oh Israel” (Oseas 13:9). Todo esto, lamentablemente, era muy cierto. Pero no constituía una razón para contaminarse con la comida del rey, adorar su imagen o renunciar al culto debido al único Dios vivo y verdadero.
Todo esto está lleno de preciosísimas enseñanzas para todo el pueblo del Señor en la actualidad. Existen dos males principales contra los cuales debemos estar en guardia. En primer lugar, debemos guardarnos de la pretensión eclesiástica, es decir, de jactarnos de tener una posición eclesiástica sin una conciencia ejercitada y sin el santo temor de Dios en el corazón. Se trata éste de un mal terrible respecto del cual todo amado hijo de Dios debería velar con la mayor diligencia. Nunca debemos olvidar que la Iglesia profesante ha sido arruinada por completo y en forma irreversible, y que todo esfuerzo por restaurarla no es sino una vana ilusión. No somos llamados a organizar un cuerpo, y de ahí que no tengamos la competencia para ello. El Espíritu Santo es quien organiza el cuerpo de Cristo.
Pero, por otro lado, no debemos aducir como pretexto la ruina de la Iglesia para debilitar la verdad o para descuidar nuestro andar personal. Corremos gran peligro de caer en estas cosas. No hay ninguna razón para que un hijo de Dios o un siervo de Cristo haga o apruebe lo que está mal o continúe un solo instante asociado con lo que no cuente con la autoridad de: “Así ha dicho el Señor” (Amós 5:16). ¿Qué dice la Escritura? “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2.ª Timoteo 2:19). ¿Y qué se debe hacer después? ¿Permanecer solos? ¿No hacer nada? ¡Oh no, gracias a nuestro benévolo Dios! Hay un camino: seguir “la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor” (v. 22), un corazón fiel a Cristo y a sus intereses.
Pero debemos proseguir con nuestro tema, por lo que solicitaremos al lector que se remita al capítulo 8 de Nehemías. Hemos considerado al remanente antes del cautiverio y durante este período; y ahora lo veremos en su amada tierra tras su retorno del destierro, hecho que fue posible merced a la rica misericordia de Dios. No es nuestro propósito considerar los detalles; nos bastará considerar un solo hecho de inmensa importancia para toda la Iglesia de Dios en el día de hoy, el cual ayudará a esclarecer nuestro tema. Citaremos algunos versículos de este hermoso pasaje de las Escrituras: “Y leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura ... Al día siguiente se reunieron los cabezas de las familias de todo el pueblo, sacerdotes y levitas, a Esdras el escriba, para entender las palabras de la ley. Y hallaron escrito en la ley que Jehová había mandado por mano de Moisés, que habitasen los hijos de Israel en tabernáculos en la fiesta solemne del mes séptimo ... Y toda la congregación que volvió de la cautividad hizo tabernáculos, y en tabernáculos habitó; porque desde los días de Josué hijo de Nun hasta aquel día, no habían hecho así los hijos de Israel. Y hubo alegría muy grande. Y leyó Esdras en el libro de la ley de Dios cada día, desde el primer día hasta el último; e hicieron la fiesta solemne por siete días, y el octavo día fue de solemne asamblea, según el rito.”
Esto es muy llamativo. Aquí encontramos un endeble remanente reunido en torno a la Palabra de Dios para orar y procurar entender la verdad y sentir su poder en el corazón y en la conciencia. ¿Cuál fue el resultado? Nada menos que la celebración de la fiesta de los tabernáculos, la cual nunca había sido celebrada desde los días de Josué, hijo de Nun. Durante todo el tiempo de los jueces, durante los días de Samuel, el profeta, y de los reyes, aun durante los gloriosos reinados de David y de Salomón, la fiesta de los tabernáculos jamás había sido celebrada. Una débil compañía de exiliados que habían regresado a su tierra, tuvieron el privilegio de celebrar esta preciosa y magnífica fiesta — tipo del glorioso porvenir de Israel — en medio de las ruinas de Jerusalén.
¿Era esto presunción? De ninguna manera; era simple obediencia a la Palabra de Dios. Se hallaba escrito en “el libro de la ley de Dios”; escrito para ellos, y ellos obraron de acuerdo con lo que estaba escrito, “y hubo alegría muy grande.” No había ninguna pretensión, no se creían ser algo, no se jactaban ni tampoco buscaban encubrir su verdadera condición. No eran más que un pobre remanente, débil y despreciado, tomando su lugar de humillación, quebrantados y contritos, confesando sus fracasos y sintiendo profundamente que ellos no eran como el pueblo en los días de Salomón, de David y de Josué. Mas ellos oyeron la Palabra de Dios, oyeron y entendieron; se sometieron a su santa autoridad y observaron la fiesta, “y hubo alegría muy grande.” Ésta, seguramente, constituye otra notable y bella ilustración de nuestro tema, a saber, que cuanto más grande es la ruina, tanto más rico es el despliegue de la gracia, y cuanto más profundas son las tinieblas, más luminoso es el resplandor de la fe individual. En todos los tiempos y en todos los lugares, el corazón contrito que confía en Dios halla una gracia infinita e inconmensurable.
Dirijámonos ahora, por un momento, al final del Antiguo Testamento, al profeta Malaquías. Muchos años habían pasado desde los brillantes días de Esdras y Nehemías, y aquí nos encontramos con un cuadro muy triste de la condición en que había caído Israel. ¡Ayayay, qué rápido se había seguido el «camino descendente»! La triste historia se repite: “Te perdiste, oh Israel.” Leamos algunos versículos: “En que ofrecéis sobre mi altar pan inmundo. Y dijisteis: ¿En qué te hemos deshonrado? En que pensáis que la mesa de Jehová es despreciable ... ¿Quién también hay de vosotros que cierre las puertas o alumbre mi altar de balde? Yo no tengo complacencia en vosotros, dice Jehová de los ejércitos, ni de vuestra mano aceptaré ofrenda ... Y vosotros lo habéis profanado cuando decís: Inmunda es la mesa de Jehová, y cuando decís que su alimento es despreciable. Habéis además dicho: ¡Oh, qué fastidio es esto! y me despreciáis, dice Jehová de los ejércitos; y trajisteis lo hurtado, o lo cojo, o enfermo, y presentasteis ofrenda. ¿Aceptaré yo eso de vuestra mano? dice Jehová” (cap. 1:7,10,12,13. Véase también el cap. 3:5-9).
¡Qué deplorable estado de cosas! Contemplarlo nos llena de tristeza. La adoración pública de Dios, despreciada; los ministros religiosos trabajando sólo por un salario; venalidad y corrupción involucradas en el santo servicio de Dios; toda suerte de depravación moral practicada por el pueblo. En resumidas cuentas, era una escena de profundas tinieblas morales, en extremo desalentadora para todos los que velaban por los intereses del Señor.
Y, sin embargo, en medio de esta terrible escena, tenemos una muy conmovedora y exquisita ilustración de nuestro tema. Como siempre, no deja de haber un remanente, una pequeña compañía de fieles que honraba y amaba al Señor, y que halló en Él su centro, su objeto y su deleite. “Entonces los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero; y Jehová escuchó y oyó, y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre. Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe; y los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve” (cap. 3:16-18).
¡Cuán bello es todo esto! ¡En qué contraste se halla con el estado general de las cosas! Si recorremos toda la historia de la nación de Israel, no encontraremos nada semejante. ¿Dónde leemos que fuera “escrito libro de memoria delante de Jehová”? Solamente aquí. No encontramos nada de ello ni siquiera durante las brillantes victorias de Josué y de David, ni tampoco en los esplendorosos días de Salomón. Puede alegarse que ello no era necesario. Pero no se trata de eso. Lo que debemos ponderar es el notable hecho de que las palabras y los caminos de este endeble remanente, en medio de una creciente iniquidad, fueron tan placenteros al corazón de Dios que Éste hizo escribir un libro de memoria acerca de ellos. Y podemos afirmar sin titubeos que las palabras de estas almas fieles fueron más gratas al corazón de Dios que los cantores y trompeteros del tiempo de Salomón: “Hablaron cada uno a su compañero.” “Los que temen a Jehová y ... piensan en su nombre.” Había una fidelidad individual, una devoción personal; amaban al Señor, y esto los atrajo y mantuvo juntos.
Nada podría ser más hermoso. ¡Ojalá que haya más de este espíritu entre nosotros! ¡Cuánta necesidad tenemos de obrar como este remanente, al margen de todo el conocimiento del que podamos jactarnos! Estos santos no hicieron nada grandioso ni rimbombante a los ojos de los hombres; pero ¡ah! amaban al Señor, pensaban en Él, y su común fidelidad a Dios los juntó para hablar de Él. Esto es precisamente lo que hacía encantadoras sus reuniones, gratas y deleitables para el corazón de Dios. Ellos brillaban con un intenso y hermoso resplandor sobre el fondo sombrío de la religión mercenaria, motivada sólo por el salario y por la rutina, sin un corazón para Dios, en medio de la cual estaban envueltos. Ellos no estaban unidos por ciertos puntos de vista o por ciertas opiniones comunes; ningún servicio ritualista ni observancia ceremonial los unía; no, lo que los unía era una profunda devoción personal al Señor, grata a Su corazón. Él estaba cansado de todo este sistema ritualista y sin realidad que profesaba la masa, pero halló agrado en la genuina devoción de algunas almas preciosas que procuraban estar reunidas tantas veces como podían para hablarse unas a otras y para animarse mutuamente en el Señor.
¡Oh, si esto se experimentase más entre nosotros! Es mucho lo que lo anhelamos. Confesamos al lector que nuestro deseo vehemente al escribir estas líneas es fomentar esta devoción. Nos asusta sobremanera la influencia desecante y paralizante del formalismo y de la rutina religiosa. Corremos el peligro de caer en una rutina y de proseguir la marcha día a día, semana tras semana, año tras año, de una manera pobre, fría y puramente formal, ofensiva para el corazón lleno de amor de nuestro adorable Salvador y Señor, quien desea verse rodeado de una compañía de seguidores sinceros y piadosos, fieles a su nombre y a su Palabra; fieles los unos a los otros por amor de su nombre; una compañía de discípulos que busque servirle de toda manera justa entretanto espera ardientemente su bendita aparición. ¡Que el Espíritu Santo obre con poder en el corazón de todo el pueblo de Dios, reanimando, restaurando, reavivando y preparando una compañía que reciba con regocijo al Novio celestial! No cesamos de pedir por ello a nuestro Dios.
Ii. El Remanente En El Nuevo Testamento
Antes de concluir este escrito, deseo presentar todavía al lector dos o tres ilustraciones más tomadas de las preciosas páginas del Nuevo Testamento.
Al comienzo del evangelio de Lucas tenemos el hermoso cuadro de un remanente en medio de una profesión vacía y sin corazón. Oímos las piadosas expresiones de los corazones de María, de Elisabet, de Zacarías y de Simeón. Vemos a Ana, la profetisa, que hablaba de Jesús a todos los que esperaban la redención en Jerusalén. Recuerdo haber oído decir a mi querido y venerado amigo J.N.D. respecto de Ana: «No sé exactamente cómo ella se las arreglaba para llegar a todos, pero sé que lo hizo.» Ella llegaba a todos porque amaba al Señor y a aquellos que le pertenecían, y era su deleite dar con ellos para hablarles de Jesús. Es el mismo caso del remanente que vimos en Malaquías. Nada puede ser más precioso ni más refrescante para el corazón. Era el fruto exquisito y fragante de un verdadero y profundo amor por el Señor, en contraste con las fatigantes y odiosas formas de una religiosidad muerta.
Pasemos ahora a considerar la epístola de Judas. Allí vemos a la cristiandad apóstata bajo todas sus terribles formas de iniquidad, así como en Malaquías habíamos visto al judaísmo apóstata. Pero nuestro objetivo no es ocuparnos de la cristiandad apóstata, sino del remanente cristiano. Bendito sea el Dios de gracia que nunca deja de haber un remanente, distinguido de la masa de profesión corrupta, y caracterizado por la fidelidad y devoción a Cristo, por el celo hacia Sus intereses y por el afecto genuino hacia cada miembro de Su amado cuerpo.
A este remanente, el inspirado apóstol dirige su solemne y trascendente epístola. No se dirige a ninguna asamblea en particular, sino “a los llamados, santificados, en Dios Padre, y guardados en Jesucristo: Misericordia y paz y amor os sean multiplicados” (v. 1-2).
¡Qué bendita posición! ¡Qué preciosa porción! Son llamados, santificados (separados) y guardados. Tal era su posición; mientras que su porción era ésta: Misericordia, paz y amor. Y todo esto es presentado como perteneciente seguramente a todo verdadero hijo de Dios sobre la faz de la tierra antes de que fuera escrita una sola palabra acerca de la embravecida marea de la apostasía que estaba por arrollar a toda la iglesia profesante.
Repetimos y quisiéramos hacer hincapié en la expresión todo verdadero hijo de Dios. No basta con ser un profesante bautizado, un miembro afiliado a una denominación eclesiástica, por muy respetable y ortodoxa que sea. En la iglesia profesante — al igual que en el Israel de antaño — el remanente se compone de aquellos que son fieles a Cristo, que se aferran tenazmente a su Palabra en toda circunstancia, que se dedican por entero a sus intereses y que aman su venida. En una palabra, no se trata de ser miembro de una iglesia ni de estar en comunión sólo de nombre aquí o allí, con éstos o con aquéllos, sino de una realidad viviente. Tampoco se trata de una arrogación, de tomar el nombre, sino de pertenecer de veras al remanente; no es cuestión del nombre, sino del poder espiritual. Como lo dijo el apóstol: “ ... conoceré, no las palabras, sino el poder ... ” (1.ª Corintios 4:19). ¡Palabras de peso para todos nosotros!
Consideremos ahora las preciosas palabras de exhortación dirigidas al remanente cristiano. ¡Que el Espíritu las invista de poder para el bien de nuestras almas!
“Pero vosotros, amados, tened memoria de las palabras que antes fueron dichas por los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo.” Los santos son remitidos a las Santas Escrituras y a ellas solamente. No son encomendados a ninguna tradición humana, ni a los Padres de la Iglesia, ni a los decretos de los concilios, ni a mandamientos y doctrinas de hombres; no, a ninguna de estas cosas ni a todas ellas juntas. Éstas no pueden sino perturbar, confundir y extraviar. Somos exhortados a dirigirnos a la preciosa y pura Palabra de Dios, a esa perfecta revelación que Él, en su infinita bondad, ha puesto en nuestras manos, y que puede hacer a un niñito “sabio para salvación”, y a un hombre, “perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2.ª Timoteo 3).
¡El Señor sea alabado por este inefable favor! No hay lenguaje humano capaz de expresar la importancia de poseer, para nuestra guía, una autoridad divinamente establecida. Todo lo que necesitamos es ser absoluta y completamente gobernados por ella, atesorarla en nuestros corazones, tenerla actuando en nuestras conciencias, formando nuestro carácter, y gobernando nuestra conducta en todas las cosas. Darle a la Palabra de Dios su lugar, es uno de los rasgos que caracterizan al remanente cristiano. No lo es la infundada e intrascendente fórmula: «La Biblia y sólo la Biblia es la religión de los Protestantes.» El protestantismo no es la Iglesia de Dios; no es el remanente cristiano. La Reforma fue el resultado de una obra bendita operada por el Espíritu de Dios; pero el protestantismo, en todas sus ramas y denominaciones, es lo que el hombre ha hecho de la Reforma. En el protestantismo, la organización humana ha desplazado a la obra viva del Espíritu, y la forma de la piedad ha desplazado al poder de la fe individual. Ninguna denominación, como quiera que se llame, puede ser considerada como la Iglesia de Dios o como el remanente cristiano. Es de suprema importancia moral ver esto. La iglesia profesante ha fracasado por completo; su unidad corporativa y visible se ha desintegrado de forma irremediable, tal como lo vemos en la historia de Israel. Pero el remanente cristiano está integrado por todos aquellos que sienten y reconocen de todo corazón la ruina, que son gobernados por la Palabra de Dios y conducidos por el Espíritu en separación del mal para esperar a su Señor.
Examinemos de qué manera estos rasgos vuelven a aparecer en las preciosísimas palabras con que Judas se dirige al remanente: “Pero vosotros, amados, edificándoos sobre vuestra santísima fe, orando en el Espíritu Santo, conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna” (v. 20-21).
Aquí, pues, tenemos una vista preciosa del verdadero remanente cristiano y de las actividades de quienes lo componen. Nada puede ser más bello. Se puede preguntar: «¿A quiénes se dirigen estas palabras?» He aquí la respuesta: “A los llamados, santificados en Dios Padre, y guardados en Jesucristo”, en la época que fuera y dondequiera se encuentren. Nada puede ser más simple y excelente. Es perfectamente evidente que estas palabras no se aplican ni pueden aplicarse a meros profesantes, ni a ningún cuerpo eclesiástico debajo del sol. En una palabra, ellas se aplican únicamente a los miembros vivos del cuerpo de Cristo. Todos ellos deberían hallarse juntos, edificándose sobre su santísima fe, orando en el Espíritu Santo, conservándose en el amor de Dios y esperando a su Señor.
Tal es el remanente cristiano, así como en Malaquías habíamos visto al remanente judío. Nada puede ser más hermoso. Es la posición en que deberían hallarse todos los verdaderos cristianos. No hay ninguna pretensión de ensalzarse para ser algo, ningún esfuerzo por negar o ignorar el triste y solemne hecho de la completa e irremediable ruina de la iglesia profesante. Es el remanente cristiano en medio de las ruinas de la cristiandad, el remanente fiel a la Persona de Cristo y a su Palabra, unido en amor, en el verdadero amor cristiano; no en el amor de una secta, de un partido o de un círculo exclusivista; es el amor en el Espíritu, el amor hacia “todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo con amor inalterable.” Es el amor que se expresa en una verdadera devoción a Cristo y a sus intereses; un ministerio de amor hacia todos los que le pertenecen y procuran reflejar su Persona en todos sus caminos. No es descansar simplemente en una posición a pesar de estar uno en una mala condición espiritual, pues tal indiferencia sería caer en una terrible trampa del diablo. Por el contrario, se trata de una saludable unión de posición y condición en una vida caracterizada por principios sanos y por un andar práctico rebosante de gracia. Es, en resumidas cuentas, el reino de Dios establecido en el corazón y desarrollándose en toda la vida práctica.
Tal es, pues, la posición, la condición y la práctica del verdadero remanente cristiano. Y podemos estar seguros de que cuando estas cosas son realizadas y llevadas a cabo, se experimentará un tan riquísimo deleite en Cristo, una tan plena comunión con Dios y un tan claro testimonio de la gloriosa verdad del cristianismo del Nuevo Testamento como jamás se vio siquiera en los días más esplendorosos de la historia de la Iglesia. En una palabra, tendrá lugar aquello que glorifique el nombre de Dios, que regocije el corazón de Cristo y que hable con vivo poder al corazón y a la conciencia de los hombres. Quiera Dios, en su infinita bondad, concedernos la gracia de ver estas brillantes realidades en este día sombrío y malo, de manera de ser un nuevo ejemplo de este gran hecho de que cuanto mayor es la ruina, más rica es la gracia; y cuanto más profundas son las tinieblas, más brillantes son los destellos de la fe individual.
Echemos todavía una ojeada a los mensajes dirigidos a las cuatro últimas de las siete iglesias mencionadas en los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis. La iglesia de Tiatira nos brinda la historia de la Iglesia durante esos largos y tristes siglos de la Edad Media, cuando densas tinieblas cubrían la tierra, y cuando el papado — la mancha moral más negra que jamás ha conocido el Universo — reinaba con el consabido carácter de Jezabel.
En el mensaje dirigido a la asamblea de Tiatira se observa un pronunciado cambio, cuando uno lo compara con los tres precedentes, indicado por tres hechos notables:
1. Por primera vez encontramos un mensaje que hace referencia a un remanente.
2. Allí también leemos por primera vez acerca de la venida del Señor.
3. Vemos que la exhortación a oír ya no se dirige más a la Asamblea, sino al vencedor.
Ahora bien, estos hechos demuestran, fuera de toda duda, que en Tiatira se abandona toda esperanza de restaurar a la Iglesia como cuerpo. “Y le he dado tiempo para que se arrepienta, pero no quiere arrepentirse” (v. 21). En lo que respecta a la iglesia profesante, su situación es irremediable. Pero aquí, un remanente es distinguido y alentado, no con la esperanza de un mundo convertido y de una iglesia restaurada, sino con la brillante y bienaventurada esperanza de la venida del Señor como “la estrella de la mañana.” “A vosotros empero os digo, a los demás que están en Tiatira, a cuantos no aceptan esta enseñanza, y que no han conocido las cosas profundas de Satanás (como dicen ellos): No echaré sobre vosotros otra carga. Sin embargo lo que tenéis, retenedlo seguro, hasta que yo venga” (v. 24-25; V.M.).
Tenemos, pues, aquí una vista muy interesante del remanente cristiano. No es la iglesia restaurada, sino un cierto número de fieles que forman una compañía distintiva, purificada de la doctrina de Jezabel, que había rechazado “las profundidades de Satanás” y que persevera hasta el fin. Es de la mayor importancia que el lector tenga en claro el hecho de que las cuatro últimas iglesias — es decir, los cuatro estados de la Iglesia que ellas representan — continúan juntas, de forma sincrónica, hasta el fin. Esto simplifica notablemente todo nuestro estudio, y nos presenta al remanente cristiano de una manera muy práctica y definida. No se menciona ningún remanente sino recién en Tiatira. Entonces se da por perdida toda esperanza de restauración colectiva. Este simple hecho derriba completamente las pretensiones de la iglesia de Roma desde sus mismos cimientos. Ella nos es presentada como un sistema apóstata e idólatra, amenazada con el juicio de Dios; mientras que el Señor se dirige a un remanente que nada tiene que ver con ella. Baste con lo dicho en cuanto a la pretendida iglesia infalible y universal de Roma.
Pero, ¿qué diremos de Sardis? ¿Se trata de la Iglesia restaurada? Nada de eso. “Tienes nombre de que vives, y estás muerto” (3:1). Ésta no es ninguna iglesia restaurada o reformada, sino algo muerto, a la que el Señor amenaza con venir como ladrón, en lugar de alentarla con darle “la estrella de la mañana.” Concretamente, se trata del protestantismo, de un “nombre” solamente, de obras que no son halladas “perfectas” delante de Dios. ¿Y qué viene luego?: El remanente cristiano. “Pero tienes unas pocas personas en Sardis que no han manchado sus vestiduras; y andarán [no que tú andarás] conmigo en vestiduras blancas, porque son dignos” (v. 4). Aquí tenemos un vívido y llamativo contraste entre una fría y muerta profesión nominal y un pequeño número de sinceros y ardientes amantes de Cristo. Es la diferencia entre las apariencias y el verdadero poder; entre la vida y la muerte.
Este contraste continúa más extendido y más pronunciado en las dos últimas asambleas. En Filadelfia tenemos un hermosísimo cuadro de una compañía de verdaderos cristianos, humildes, sencillos y escasos de fuerzas, pero que han sido fieles a Cristo, han guardado su Palabra y no han negado su Nombre. Cristo y su Palabra son atesorados en el corazón y confesados en la vida práctica. Se trata de una realidad viviente y no de una forma sin vida. Nada puede superar la belleza moral de todo esto. Con sólo contemplarlo, el corazón es indeciblemente refrescado y edificado. En resumidas cuentas, es Cristo mismo representado, por el Espíritu Santo, en un muy amado remanente. No hay ninguna pretensión de ser algo grande, ninguna arrogación de superioridad: Cristo es todo. Su palabra y su Nombre son de gran precio para el corazón. Parece que aquí hubiésemos arrancado y juntado un hermoso racimo con todos los rasgos morales de los diversos remanentes que hemos estado considerando, exhalando todos juntos, cual flores abiertas, un muy fragante perfume.
Ahora bien, todo esto es muy grato al corazón de Cristo. No es cuestión de realizar grandes servicios, de emprender obras poderosas ni de hacer nada llamativo ni espléndido a los ojos de los hombres. No; es algo mucho más precioso para el Señor; es la calma, completa y profunda apreciación de Él mismo y de su palabra. Esto es mucho más caro para Él que los servicios más vistosos y los sacrificios más suntuosos que pudieran realizarse. Lo que el Señor busca es un lugar en el corazón. Sin esto todo es vano: ceremonias, sacramentos, servicios ritualistas, actividades religiosas; todo carece absolutamente de valor. Pero el más leve suspiro de los afectos del corazón por Él, le es preciosísimo. Oigamos lo que dice nuestro adorable Señor, cuando derrama su amante corazón ante esta querida compañía filadelfa, el verdadero remanente cristiano: “Esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre: Yo conozco tus obras; he aquí, he puesto delante de ti una puerta abierta, la cual nadie puede cerrar; porque aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre. He aquí, yo entrego de la sinagoga de Satanás [aquellos emplazados sobre el presuntuoso terreno de la religión tradicional] a los que se dicen ser judíos y no lo son, sino que mienten; he aquí, yo haré que vengan y se postren a tus pies, y reconozcan que yo te he amado” [¡Hecho precioso y bendito; base y garantía de todos los fieles hoy y por la eternidad!]. Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia [no de mi poder], yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra” (v. 7-10).
El Señor Jesucristo se compromete en su gracia a guardar a su amada Asamblea fuera de la terrible hora de la prueba que vendrá sobre toda la escena de este mundo. Antes que un solo sello se haya abierto, que una sola trompeta haya sonado o que una sola copa haya sido derramada, Él tendrá a su pueblo celestial consigo en su hogar celestial. ¡Bendito sea su Nombre por esta esperanza resplandeciente, bienaventurada y tranquilizadora, que colma de gozo el corazón! ¡Ojalá que vivamos en el poder de ella entretanto aguardamos que nuestro gozo sea cumplido!
Pero tenemos que leer todavía la última parte de este exquisito mensaje dirigido a la iglesia de Filadelfia, tan lleno de consuelo y estímulo para los santos: “He aquí, yo vengo pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona. Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá de allí; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo, de mi Dios, y mi nombre nuevo.”
Nada podría sobrepasar la gracia que resplandece en estas palabras. Jehová habló palabras de gracia a su amado remanente en los días de Malaquías: “Y serán para mí especial tesoro ... en el día en que yo actúe; y los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve. Entonces os volveréis, y discerniréis la diferencia entre el justo y el malo, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve. Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama. Mas a vosotros ... ” ¿Quiénes? ¿Los que han hecho grandes cosas, grandes sacrificios, una gran profesión religiosa o los que tienen un gran nombre? No, sino: “los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada. Hollaréis a los malos, los cuales serán cenizas bajo las plantas de vuestros pies, en el día en que yo actúe, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Malaquías 3:17-4:3).
Comparando los dos pasajes, vemos que entre los remanentes judío y cristiano existen puntos de similitud y de contraste. No podemos detenernos a considerarlos aquí debido a que nuestro objetivo es simplemente ilustrar que en los días más oscuros hallamos un remanente piadoso, querido para Dios y para Cristo, a quien Él se dirige en los términos más dulces y tiernos, que consuela con la seguridad más preciosa y que alienta con las más brillantes esperanzas. Esto es lo que tenemos sobre todo en el corazón para presentar a toda la Iglesia de Dios a los efectos de urgir a todo miembro del amado cuerpo de Cristo sobre la faz de la tierra a apartarse de todo lo que sea contrario al pensamiento de Dios, tal como está revelado en su Palabra, y a abrazar la posición, la actitud y el espíritu del verdadero remanente cristiano.
Sólo haré referencia a un punto que marca la diferencia entre los dos remanentes de la manera más clara. El remanente judío es alentado por la esperanza de la aparición del «Sol de justicia» (Malaquías 4:2), mientras que al remanente cristiano se le concede un privilegio muchísimo más elevado, esplendoroso y dulce: el de esperar «la estrella resplandeciente de la mañana» (Apocalipsis 2:28). Una criatura es capaz de entender la diferencia entre estas dos cosas. La estrella de la mañana aparece en el cielo mucho antes de que salga el sol, y así también la Iglesia encontrará a su Señor como «la estrella de la mañana» antes de que los rayos del Sol de justicia caigan, con su poder sanador, sobre el remanente de Israel, temeroso de Dios.
No quisiera terminar sin decir unas palabras sobre Laodicea. Nada puede ser más vívido o notable que el contraste que existe, en todos los aspectos, entre Laodicea y Filadelfia. Laodicea representa el último período del cuerpo profesante cristiano. Está a punto de ser vomitada como algo intolerablemente nauseabundo para Cristo. No se trata aquí de crasa inmoralidad. A los ojos de los hombres podrá tener una apariencia muy respetable, pero para Cristo, es un estado muy repugnante, caracterizado por la tibieza y la indiferencia: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, te vomitaré de mi boca” (v. 15-16).
¡Cuán solemne es hallar a la iglesia profesante en semejante condición! ¡Cuán rápidamente pasamos de las delicias de Filadelfia — con todo lo que ella tenía de precioso para el corazón de Cristo — a la atmósfera desecante de Laodicea, donde no existe ningún rasgo compensatorio, nada que dé reposo al alma! Lo único que se ve es una fría indiferencia hacia Cristo y sus intereses, junto con la más triste satisfacción de sí mismo. “Tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas.”
¡Cuán solemne es todo esto! La gente se jacta de sus riquezas y pretende no tener necesidad de nada, ¡y Cristo está afuera! Han perdido el sentido de la justicia divina — simbolizada por el «oro» — y de la justicia humana práctica — representada por las «vestiduras blancas» — ; sin embargo, están llenos de sí mismos y de sus propias obras — todo lo contrario a la querida compañía filadelfa — . En Filadelfia no hay nada que reprobar; en Laodicea, nada que encomiar. En la primera, Cristo es todo; en la segunda, él está efectivamente fuera y la iglesia es todo. ¡Qué espantoso es considerar esto! Estamos precisamente en el fin; hemos llegado a la última fase solemne de la Iglesia como testigo de Dios en la tierra.
Sin embargo, aun en medio de este deplorable estado de cosas, la gracia infinita y el inmutable amor de Cristo no dejan de brillar con su incomparable esplendor. Cristo está afuera — esto nos dice lo que es la Iglesia — . Mas él golpea, llama y espera — esto nos dice lo que Él es — . ¡Que el universo entero alabe su Nombre por la eternidad! “Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete” (v. 19). Se ofrecen oro, vestiduras blancas y colirio. El amor desempeña distintas funciones, se reviste de diversos caracteres; pero todavía es el mismo amor. “El mismo ayer, y hoy, y por los siglos”, aun cuando tenga que “reprender y castigar.” Aquí la actitud del Señor y su acción son de suma significación, tanto con respecto a la Iglesia como a sí mismo. “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (v. 20).
En la iglesia de Sardis se habla del remanente como de “unas personas”; en Laodicea leemos: “si alguno ... ”; aparece un “si.” Mas si hubiere un solo oído que oyere, si hubiere uno solo que abriere la puerta, ése de seguro tendrá el elevado privilegio, el inmenso favor de cenar con Cristo, de tener a ese preciado Salvador por huésped e invitado. “Yo con él y él conmigo.” Cuando el testimonio colectivo ha quedado reducido a su mínima expresión, la fidelidad individual es recompensada por una comunión íntima con el corazón de Cristo. Tal es el amor infinito y eterno de nuestro amado Salvador y Señor. ¡Oh, quién no querría confiar en Él, alabarle, amarle y servirle!
Y ahora, querido lector cristiano, al despedirme de Ud., quisiera suplicarle encarecida y afectuosamente que se una a nosotros en oración para pedirle a nuestro Dios, al Dios de gracia, que avive los corazones de su amado pueblo por todo el mundo para procurar una marcha cristiana más pronunciada, sincera y devota; para apartarse de todo lo que sea contrario a su Palabra; para ser fieles a ella y a su nombre en este día sombrío y malo, y para hacer realidad la verdad que hemos considerado en este escrito, a saber, que cuanto mayor es la ruina, más rica es la gracia; y cuanto más profundas son las tinieblas, más brillante es el resplandor de la fe individual.
P.S. — Siento que no podría cerrar estas páginas sin agregar unas palabras sobre la inmensa importancia de mantener un amplio, claro y enérgico testimonio evangelístico. “Haz obra de evangelista” es la exhortación que el amado apóstol Pablo dio a su querido hijo Timoteo desde su prisión en Roma en vista de la ruina total de la iglesia profesante (2.ª Timoteo 4:5); y verdaderamente, las circunstancias en que estas palabras fueron escritas les confiere una fuerza muy conmovedora y particular. Venga lo que viniere, Timoteo debía continuar anunciando las buenas nuevas de la salvación de Dios. Él podría haber sido tentado a abandonarlo todo desesperadamente y a decir: Todo está en ruinas, la gente no quiere escuchar el Evangelio, “no sufrirán la sana doctrina.”
La fe dice: No; nunca debemos darlo todo por perdido; el Evangelio de Dios debe ser predicado a toda criatura debajo del cielo. Y aunque los hombres lo rechacen, Dios es glorificado y su corazón reconfortado cuando el precioso mensaje de su amor llega a oídos de los pecadores perdidos. Quisiéramos alentar a todo amado evangelista sobre la faz de la tierra recordándole que por mucho que haya fracasado la Iglesia como testigo de Dios ante el mundo, el precioso Evangelio proclama lo que Él es para todo pobre, angustiado y arruinado pecador que sólo quiera confiar en Él. Éste es el pensamiento que nos ha animado durante 48 años de obra evangelista, cuando desgarra a uno el alma contemplar el miserable estado en que se hallaba, y se halla, la Iglesia.
Y cuando hablamos de la obra de evangelización, no debemos limitarla a los salones o edificios donde se reúne la asamblea, para lo cual se requiere naturalmente un don específico proveniente de la Cabeza de la Iglesia. Creemos que es el dulce privilegio de todo hijo de Dios hallarse en una condición de alma tal que exhale las buenas nuevas hacia las almas individuales en la vida privada. Debemos confesar que nuestro anhelo es que esto abunde más entre nosotros. Independientemente de cuál sea nuestra posición en la vida o nuestra esfera de actividad, debemos procurar con vehemencia y con oración la salvación de aquellos con quienes estamos en contacto a diario. Fallar en esto implica que no estamos en comunión con el corazón de Dios ni con la mente de Cristo. En los evangelios y en los Hechos de los Apóstoles tenemos muchísimos ejemplos de esta hermosa obra individual. Así, “Felipe halló a Natanael”, y Andrés “halló primero a su hermano Simón” (Juan 1:45,41).
¡Cuánto más quisiéramos ver de esta importante y bella obra personal en privado! Es reconfortante para el corazón de Dios. Somos muy propensos a caer en una suerte de rutina y a estar satisfechos con invitar a la gente a los locales de reunión para escuchar una predicación. Esto está muy bien y es muy importante en su lugar. No escribiríamos una sola línea en desmedro del valor de este servicio; pero, al mismo tiempo, no podemos menos que tomar conciencia de nuestra triste falta en esta obra personal de amor hacia las almas.
¡Quiera el Señor de gracia despertar los corazones de todo su amado pueblo, a fin de que sientan un más vivo interés por la bendita obra de la evangelización, dentro y fuera de casa, en público y en privado!

Los Compañeros De David Y Los Amigos De Pablo

(léase 2.º Samuel 23 y Romanos 16)
¡Cuán preciosos son esos vínculos especiales formados por la mano de Dios! Hay un gran vínculo general que nos une a todos los hijos de Dios — a todos los miembros del cuerpo de Cristo. Pero existen vínculos especiales que siempre deberíamos reconocer y procurar fortalecer y perpetuar por todos los medios posibles y rectos.
Últimamente nos hemos estado ocupando, con mucho interés y provecho, de los valientes de David, mencionados en el capítulo 23 del segundo libro de Samuel, y de los amigos de Pablo en Roma, mencionados en el último capítulo de la epístola a los Romanos. Entre los millares de Israel — todos miembros circuncidados de la congregación de Israel e hijos de Abraham — , había relativamente pocos que se distinguían por una devoción personal y una entera consagración de corazón. Incluso entre esos pocos había notables diferencias. Estaban los treinta valientes, los tres y los tres primeros. Cada uno tiene su lugar específico en el libro de la vida responsable y práctica, según lo que fue y lo que hubo hecho. Además, se nos dice exactamente lo que cada uno ha hecho y cómo lo ha hecho. Nada se olvida, sino que todo es fielmente registrado, y ninguno de ellos puede jamás tomar el lugar de otro. Cada uno hace su propia obra, ocupa su lugar y recibe su recompensa.
Vemos lo mismo en el capítulo 16 de la epístola a los Romanos. Nada puede ser más sorprendente ni más notable que las bellas distinciones que caracterizan esta exquisita porción de las Escrituras. Notemos primeramente de qué manera Febe es recomendada a la asamblea de Roma. “Os recomiendo además nuestra hermana Febe.” ¿Sobre qué base el apóstol la recomienda? ¿Porque «parte el pan» o porque «está en comunión» en Cencrea? No, sino porque “es diaconisa de la iglesia”, y “porque ella ha ayudado a muchos, y a mí mismo.”
Pablo, en un lenguaje conmovedor y enérgico, nos presenta la base moral de los derechos de Febe a la hospitalidad y a la ayuda de la asamblea. Decir que una persona «parte el pan», lamentablemente no ofrece ninguna garantía en lo que respecta a su devoción personal. Debiera ser así, pero no lo es. Por eso, esperar la simpatía, la ayuda y la confianza de los hijos de Dios sobre tal terreno, no ofrece ninguna garantía. El apóstol mismo, cuando demanda las oraciones de los hermanos, presenta la base moral de su demanda: “Orad por nosotros.” ¿Sobre qué base? ¿Porque «partimos el pan» o porque «estamos en comunión»? Nada de eso, sino porque “confiamos en que tenemos buena conciencia, deseando conducirnos bien en todo” (Hebreos 13:18).
Notemos luego lo que se dice de Priscila y Aquila. ¿Qué habían hecho? Habían sido ayudantes — o colaboradores — del apóstol. Expusieron su vida por él. Y agrega: “A los cuales no sólo yo doy gracias, sino también todas las iglesias de los gentiles.” Esto es extraordinariamente exquisito. Habían “ganado para sí un grado honroso.” Habían ganado la confianza y la estima del apóstol y de todas las asambleas. Así debe ser siempre. No podemos introducirnos de golpe en los afectos y en la confianza de la gente. Debemos recomendarnos por una vida de justicia práctica y de devoción personal. “Recomendándonos a toda conciencia humana delante de Dios” (2.ª Corintios 4:2).
Notemos luego, en el versículo 12, el tacto perfecto del apóstol: “Saludad a Trifena y a Trifosa, las cuales trabajan en el Señor. Saludad a la amada Pérsida, la cual ha trabajado mucho en el Señor.” ¡Qué bella distinción vemos aquí! ¿Por qué el apóstol no clasifica juntas a las tres? La razón es muy simple: las dos primeras habían tan sólo trabajado, mientras que la tercera había trabajado mucho. Cada cual tiene su lugar, según lo que fue y lo que hubo hecho.
Tampoco para Trifena y Trifosa podía ser un motivo de envidia y de celo contra Pérsida el hecho de que ésta fuera calificada como “la amada”, mientras que ellas no lo fueran. Tampoco habrían tenido tales sentimientos porque el adjetivo “mucho” haya sido adjuntado a su trabajo y no al de ellas. ¡Oh no, la envidia y los celos son los frutos perniciosos de una miserable ocupación con uno mismo, y no pueden tener cabida en un corazón enteramente consagrado a Cristo y a sus intereses!
Ahora bien, considero estos pasajes del segundo libro de Samuel y de la epístola a los Romanos como un ejemplar de las páginas del libro de la vida responsable y práctica, en el cual el nombre de cada uno está escrito según lo que fue y lo que hubo hecho. Huelga decir que todo descansa sobre la gracia. Cada uno se complacerá en decir que “por la gracia de Dios soy lo que soy” (1.ª Corintios 15:10). Además, todos los hijos de Dios, todos los miembros de Cristo, son igualmente “aceptos en el Amado”; todos se hallan en la misma relación. El más débil miembro del cuerpo de Cristo es amado por Dios como Cristo mismo. La cabeza y los miembros no pueden separarse. Como él es, así somos nosotros. El más débil hijo de la familia tiene su lugar en el corazón del Padre, y nadie podrá jamás interponerse entre ellos (Efesios 1:6: Juan 17:26; 1.ª Juan 4:17).
Todo esto es verdadero y precioso; nada puede alterarlo. Mas cuando se trata de la gran cuestión de la vida práctica y de la devoción personal, ¡qué variedad infinita! Vemos a los tres, los tres primeros y los treinta. Una cosa es ser “aceptos”, y muy otra es ser “aceptables” o “agradables” (2.ª Corintios 5:9). Una cosa es ser un hijo amado, y muy otra es ser un siervo devoto. Está el amor que se refiere a la relación en que uno se halla, y el amor que deriva de la satisfacción que causa el objeto amado.
Estas dos cosas no deben confundirse, y, seguramente, todo hijo de Dios “acepto”, debería desear ardientemente ser un siervo “aceptable” o “agradable” a Cristo. ¡Oh, que así sea más y más en estos días de fría indiferencia en los que sólo se busca los propios intereses y en los cuales la mayoría de los creyentes están satisfechos con el simple hecho de estar en comunión — como comúnmente se dice — , con participar formalmente del partimiento del pan!; día en que tan pocos, relativamente, procuran seguir esa elevada senda de la devoción personal que, sin duda, es “agradable” al corazón de Cristo.
Que no se nos vaya a mal interpretar. La verdadera comunión en el Espíritu — la comunión de los santos — es preciosa más allá de toda expresión; y el partimiento del pan con verdad y sinceridad, en memoria de nuestro adorable Señor y Salvador Jesucristo, quien nos amó y se dio a sí mismo por nosotros, es uno de los más elevados y ricos privilegios para aquellos cuyos corazones son fieles a él. Todo esto se comprende bien y lo admito plenamente.
Pero, por otro lado, jamás debemos olvidar la fuerte tendencia de nuestros pobres corazones a estar satisfechos con meras formas y fórmulas cuando el poder no está más presente. Una cosa es estar en comunión de nombre y tomar parte en la forma exterior del partimiento del pan, y muy otra es ser un discípulo de Cristo serio, devoto y decidido. Todos deberíamos desear ardientemente esto último; pero inclinarse por lo primero es una miserable decepción que apaga la conciencia, endurece el corazón y engaña al alma.

¿Qué Eres: Ayuda O Estorbo?

Una Pregunta Para Todos Los Miembros De La Asamblea
Entre todas las gracias que nos ha concedido el Señor, una de las más grandes es el privilegio de estar presentes en la asamblea de su amado pueblo, donde Él ha puesto su Nombre. Podemos afirmar con absoluta confianza que toda alma que ama verdaderamente a Cristo se complacerá en hallarse allí donde Él ha prometido estar. Cualquiera que sea el carácter especial de la reunión, ya sea alrededor de la mesa del Señor para anunciar su muerte, alrededor de la Palabra para aprender Sus pensamientos o alrededor del trono de la gracia para presentarle nuestras necesidades y extraer de los tesoros inagotables de su bondad, todo corazón devoto deseará estar allí; y podemos estar seguros de que aquel que de deliberado propósito — sin un motivo de fuerza mayor — descuida la asamblea, se encuentra en un estado de alma frío, muerto y peligroso. Dejar de “congregarnos” es el primer paso en el plano inclinado que conduce al abandono total de Cristo y de sus preciosos intereses (véase Hebreos 10:25-27).
Y aquí, ante todo, quisiera recordar al lector que mi objetivo en estas breves líneas no es discutir la tan a menudo suscitada cuestión: «¿Con quién debemos reunirnos?». Ella, seguramente, es de fundamental importancia, y todo cristiano — hombre, mujer o niño — antes de tomar su lugar en una asamblea, tiene la obligación y el privilegio de tener resuelta esta cuestión según el pensamiento de Dios. Ir a una reunión sin saber sobre qué base se reúne, es un acto de ignorancia o de indiferencia enteramente incompatible con el temor del Señor y el amor a su Palabra.
Pero, repetimos, tal no es el tema a considerar aquí. No voy a hablar sobre el terreno en el que se reúne la asamblea, sino de nuestro estado y nuestra conducta sobre ese terreno: una cuestión seguramente de tremenda importancia moral para toda alma que profesa estar reunida en o al nombre de Aquel que es el Santo y el Verdadero. En una palabra, nuestro tema puntual se detalla en el título de este escrito. Damos por sentado que el lector tiene en claro el terreno en el que se reúne la asamblea; ahora, pues, quisiera despertar en su corazón y en su conciencia esta solemne pregunta: «¿Soy yo una ayuda o un estorbo para la asamblea?» El hecho de que cada miembro individualmente sea lo uno o lo otro, es algo tan claro como importante y práctico.
Si el lector abre su Biblia y, con atención y oración, lee el capítulo 12 de la primera epístola a los Corintios, hallará claramente establecida esa gran verdad práctica de que cada miembro del cuerpo ejerce una influencia sobre todos los demás. En el cuerpo humano, si algún mal afecta al miembro más débil o al más inadvertido, todos los miembros lo sienten — a través de la cabeza. Una uña desgarrada, un diente enfermo, un pie dislocado, un miembro cualquiera, un músculo o un nervio fuera de su lugar, constituyen un estorbo que hace sufrir a todo el cuerpo. Lo mismo ocurre con la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo: “Si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan” (1.ª Corintios 12:26). El estado de cada miembro afecta todo el cuerpo. Se sigue, pues, que cada miembro es una ayuda o un estorbo para todos los demás. ¡Qué profunda verdad! Sí, es tan práctica como profunda.
Téngase presente que el apóstol no habla de una mera asamblea local, sino de todo el cuerpo, del cual, sin duda, cada asamblea particular debiera ser la expresión local. Así lo expresa al dirigirse a la asamblea de Corinto: “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular” (1.ª Corintios 12:27). Es cierto que había otras asambleas; y si el apóstol le hubiera escrito a cualquiera de ellas sobre el mismo tema, habría empleado el mismo lenguaje; pues lo que era cierto de una, era cierto de todas, y lo que era cierto del conjunto, lo era también de cada expresión local del cuerpo. Nada puede ser más claro, simple y práctico. El tema en conjunto da tres preciosos y poderosos motivos para una vida seria, devota y santa. En primer lugar, que no deshonremos a Cristo, la Cabeza del cuerpo, a quien estamos unidos; en segundo lugar, que no contristemos al Espíritu Santo por el que estamos unidos a Cristo; y, por último, que no causemos perjuicio a los miembros del cuerpo con quienes estamos unidos.
¿Habrá algo que sobrepase el poder moral de estos motivos? ¡Ojalá que ellos puedan ser más plenamente realizados entre los amados redimidos del Señor! Una cosa es sostener y enseñar la doctrina de la unidad del cuerpo, y otra muy distinto es manifestar y participar de su poder santificante y formativo. ¡Lamentablemente, la pobre inteligencia humana puede razonar y especular sobre las más elevadas verdades, mientras que el corazón, la conciencia y la vida nunca han sentido su santa influencia! Esto es algo solemne, digno de la más seria consideración por cada uno de nosotros. ¡Ojalá que podamos sopesarlo en nuestro corazón y que pueda actuar sobre toda nuestra vida y nuestro carácter! Ojalá que la verdad referente a “un cuerpo” sea una gran realidad moral para cada miembro de ese cuerpo en la tierra.
Podría concluir aquí, sintiendo que si la gloriosa verdad de que acabo de hablar fuese guardada en el poder viviente de la fe por todos los amados del Señor, seguramente seguirían luego todos los preciosos resultados prácticos. Pero me senté a escribir en vista de mis lectores, precisamente porque me viene a la mente una aplicación muy especial de este tema. Me refiero a la manera en que las diversas reuniones se ven afectadas por la condición del alma, la disposición del corazón y el estado de la mente de todos los asistentes; sí — y lo repetimos con énfasis — de todos los asistentes; pues no me refiero solamente a aquellos que toman una parte activa en la reunión, sino a todos los que la componen.
Sin duda que una responsabilidad especial y muy seria reposa en aquellos que de alguna manera toman parte en el ministerio, ya sea indicando un himno, haciendo oraciones o acciones de gracias, leyendo la Palabra, ocupándose en la enseñanza o en la exhortación. Ellos deberían siempre estar seguros de que no son otra cosa que meros instrumentos en las manos del Señor para cualquier actividad que fuere. De lo contrario, causarían graves daños a la reunión. Podrían así apagar al Espíritu, estorbar la adoración, interrumpir la comunión y cortar el hilo de la reunión.
Todo esto es muy serio, y demanda una santa vigilancia de parte de todos aquellos que ejercen algún tipo de ministerio en la asamblea. Un mero himno mal indicado puede llegar a ser un positivo estorbo; puede interrumpir la corriente del Espíritu en la asamblea. Sí, la preciosa Palabra de Dios misma puede ser leída en el momento inoportuno. En resumidas cuentas, todo lo que no sea el fruto directo de la acción del Espíritu, sólo puede estorbar la edificación y la bendición de la asamblea. Todos los que toman parte en el ministerio, deben tener, al actuar, el claro sentimiento de que son conducidos por el Espíritu. Todos deberían ser gobernados por un solo objeto preponderante y cautivante: la gloria de Cristo en la asamblea y la bendición de la asamblea en Él. “Hágase todo para edificación” (1.ª Corintios 14:26). Si no fuera así, más les convendría a los tales mantenerse quietos y en silencio, en dependencia del Señor. Cristo sería más glorificado y la asamblea más bendecida por una apacible espera que por una acción precipitada y discursos sin provecho.
Pero si bien sentimos y reconocemos la gravedad de lo que se ha dicho en relación con la responsabilidad de aquellos que ministran de alguna manera en la asamblea, también estamos plenamente persuadidos de que el tono, el carácter y el resultado general de las reuniones están muy íntimamente relacionados con la condición moral y espiritual de cada uno de los presentes. Esto es precisamente — y lo confesamos — lo que pesa en el corazón y lo que nos lleva a escribir unas breves líneas dirigidas a toda asamblea debajo del sol. Cada persona en una reunión es una ayuda o un estorbo; cada cual contribuye al bien común o a la ruina. Todos los que asisten a la reunión con un espíritu serio, devoto y lleno de amor, que vienen únicamente para encontrar al Señor mismo, que se congregan en el lugar donde se halla Su precioso Nombre, que se regocijan de estar allí porque él está allí; todos ésos son una verdadera ayuda y bendición para la asamblea. ¡Quiera Dios aumentar el número de estas almas! Si todas las asambleas estuvieran compuestas de tales elementos benditos, ¡qué testimonio diferente rendirían!
Y ¿por qué habría de ser de otra manera? No se trata de una cuestión de don o de conocimiento, sino de gracia y de bondad, de verdadera piedad y oración. En una palabra, se trata simplemente de la condición de alma en la cual debería estar todo hijo de Dios y todo servidor de Cristo, y sin la cual los más brillantes dones y el más profundo conocimiento son un obstáculo y una trampa. Los dones y la inteligencia solos, sin una conciencia ejercitada y sin el temor de Dios, pueden ser empleados — y de hecho que lo han sido — por el enemigo, para la ruina moral de las almas. Pero allí donde hay verdadera humildad, y esa seriedad y realidad que siempre produce el sentimiento de la presencia de Dios, allí, con toda seguridad, haya o no dones, hallaremos aquello que comunica un tono profundo, frescura y un espíritu de adoración a la asamblea.
Hay una gran diferencia entre una reunión de personas reunidas alrededor de un hombre dotado de un don, y una asamblea reunida simplemente al nombre del Señor, sobre el terreno de la unidad del cuerpo. Una cosa es estar reunidos por medio del ministerio, y muy otra es estarlo por causa del ministerio. Si uno se reúne meramente a causa del ministerio, y el ministerio desaparece, uno pronto se va con él también. Mas cuando las almas serias, sinceras y devotas se reúnen simplemente alrededor del Señor, entonces, si bien están muy agradecidas de recibir un verdadero ministerio (si les es dado), ellas, sin embargo, no dependen de él. Ellas no subestiman el don, sino que aprecian más al Dador. Están agradecidas por los ríos de agua, pero dependen solamente de la Fuente.
Se verá invariablemente que aquellos que pueden ser dichosos y bendecidos en las reuniones sin un ministerio, son los que más lo valoran cuando se ejerce. En una palabra: le dan al ministerio su verdadero lugar. Pero aquellos que le dan una importancia excesiva a los dones, que siempre se quejan de la falta de dones y que sin ellos no pueden gozar de una reunión, son un estorbo y una fuente de debilidad en la asamblea.
¡Lamentablemente hay otros obstáculos y otras fuentes de debilidad que demandan una seria consideración de parte de todos nosotros! Cada uno de nosotros, cuando toma su lugar en la asamblea, debería plantearse en su corazón la pregunta: «¿Soy una ayuda o un estorbo; contribuyo al bien de la asamblea o le significo una carga?». Si venimos en un estado de alma frío, endurecido e indiferente; de una manera puramente formal, sin ser juzgados, ejercitados en nuestra conciencia ni quebrantados en nuestro corazón; si estamos allí para hallar faltas en los demás, con un espíritu de queja y de murmuración, juzgando todas las cosas y a cada uno, excepto a nosotros mismos, entonces, con toda seguridad, seremos un serio estorbo para la bendición, el provecho y el gozo de la asamblea. Seremos la uña desgarrada, el diente enfermo o el pie dislocado. ¡Qué doloroso, humillante y terrible es todo esto! ¡Ojalá que podamos velar a este respecto y que podamos orar para ser guardados de tal estado!
Por otro lado, aquellos que vienen a la asamblea en un espíritu de amor y de gracia — en el espíritu de Cristo — ; que se regocijan con simplicidad de encontrar a sus hermanos, ya a la mesa del Señor, ya a la fuente refrescante de las Santas Escrituras, ya ante el trono de la gracia para la oración; que, en las tiernas y profundas afecciones de sus corazones, incluyen a todos los miembros del cuerpo de Cristo; cuyos ojos no son oscurecidos, ni sus afectos enfriados por suposiciones oscuras, conjeturas malévolas o sentimientos poco amigables hacia todos los que los rodean; que han sido enseñados por Dios a amar a sus hermanos, a contemplarlos “de la cumbre de las peñas”, y a verlos en “la visión del Omnipotente” (Números 23:9; 24:4); que están prestos a beneficiarse de todo lo que el Señor de gracia les envía, aun cuando no fuere por medio de un don brillante o por algún maestro favorito; todos ellos son una bendición de Dios para la asamblea. Lo repetimos, y con todo el corazón: ¡Quiera Dios incrementar el número de los tales! Si todas las asambleas estuvieren compuestas de tales personas, se respiraría allí la atmósfera misma del cielo. El nombre de Jesús sería como ungüento derramado; todos los ojos estarían fijos en él; todos los corazones ocupados intensamente con él, y se daría a Su nombre y a Su presencia en medio de nosotros un testimonio más poderoso que el que pudiera ser dado por el don más brillante.
¡Que el Señor de gracia derrame Su bendición sobre todas las asambleas a lo largo de todo el mundo! ¡Quiera El librarlas de todo estorbo, de todo lo que represente una carga, una piedra de tropiezo o una raíz de amargura! ¡Que todos los corazones puedan estar ligados unos a otros por una dulce confianza y un verdadero amor fraternal! ¡Y que el Señor corone con sus más ricas bendiciones los trabajos de todos sus amados servidores dentro y fuera de casa, regocijando sus corazones y fortaleciendo sus manos, haciendo que estén firmes y constantes, creciendo en la bendita obra del Señor siempre, con la seguridad de que su trabajo en el Señor no es en vano (1.ª Corintios 15:58)!

La Asamblea De Dios: La Absoluta Suficiencia Del Nombre De Jesús

En un tiempo como el presente, cuando casi toda nueva idea se convierte en el centro o punto de reunión de alguna nueva asociación, no podemos menos que percibir el valor de tener convicciones divinamente formadas acerca de lo que es realmente la Asamblea de Dios. Vivimos en un tiempo de inusitada actividad intelectual y, en consecuencia, existe la más urgente necesidad de estudiar la Palabra de Dios con calma y oración. Esa Palabra — bendito sea su Autor — es como una roca que en medio del océano del pensamiento humano se mantiene inconmovible a pesar de la furia de la tempestad y del incesante embate de las olas. Y no sólo se mantiene inconmovible ella misma, sino que comunica su propia estabilidad a todos los que simplemente se emplazan sobre ella. ¡Qué gracia es poder escapar así del oleaje y de las sacudidas del tempestuoso océano y hallar la calma y el reposo en esa roca eterna!
Esto, verdaderamente, es una gran bendición. Si no fuera porque tenemos “la ley y el testimonio”, ¿dónde estaríamos? ¿Adónde iríamos? ¿Qué haríamos? ¡Qué oscuridad! ¡Qué confusión! ¡Qué perplejidad! Diez mil voces discordantes llegan, a veces, al oído, y cada voz parece hablar con tanta autoridad que, si uno no conoce bien la Palabra y se apoya en ella, hay un gran peligro de ser disuadido o, al menos, tristemente conmovido y turbado. El uno le dirá a Ud. que esto es lo correcto; el otro le dirá que lo es aquello; un tercero le dirá que todo es correcto y un cuarto le afirmará que nada es correcto. Con referencia a la posición eclesiástica, Ud. se encontrará con algunos que vienen aquí, otros que van allá, algunos que van a todos lados y también algunos que no van a ninguna parte.
Ahora bien, ¿qué debe hacer uno en tales circunstancias? No todo puede ser correcto; y, sin embargo, seguramente hay algo que tiene que serlo. No puede ser que estemos obligados a vivir en el error, en las tinieblas y en la incertidumbre. “Hay una senda” — bendito sea Dios — aun cuando “nunca la conoció ave, ni ojo de buitre la vio; nunca la pisaron animales fieros, ni león pasó por ella” (Job 28:7-8). ¿Dónde está esta senda segura y bendita? Oiga Ud. la respuesta divina: “He aquí que el temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal, la inteligencia” (Job 28:28).
Procedamos, pues, con temor del Señor, a la luz de su infalible verdad y en humilde dependencia de la enseñanza de su Santo Espíritu, a examinar el tema indicado en el encabezamiento de este escrito; y tengamos gracia para no confiar en nuestros propios pensamientos ni en los de otros, de modo que nos sometamos sinceramente para ser enseñados sólo por Dios.
Ahora, para tratar provechosamente el grande e importante tema de la Asamblea de Dios, primero tenemos que consignar un hecho y, en segundo lugar, hacer una pregunta. El hecho es éste: Hay una Asamblea de Dios en la tierra. La pregunta es: ¿Cuál es esa Asamblea?
I. Hay Una Asamblea De Dios En La Tierra
Primeramente, pues, veamos el hecho. Hay algo en la tierra que se llama y es la Asamblea de Dios. Éste es un hecho importantísimo, por cierto: Dios tiene una Asamblea en la tierra. Lo que entiendo por tal no se relaciona con ninguna organización puramente humana — tal como la iglesia Griega, la iglesia de Roma, la iglesia Anglicana, la iglesia de Escocia — ni con ninguno de los varios sistemas salidos de ellas, formados y elaborados por la mano del hombre y mantenidos con los recursos del hombre. Me refiero simplemente a la Asamblea reunida por el Espíritu Santo alrededor de la persona del Hijo de Dios para adorar a Dios el Padre y tener comunión con El. Nuestra capacidad para reconocer y apreciar esta Asamblea es un asunto totalmente diferente, el que dependerá de nuestra espiritualidad, del despojamiento de nuestro yo, del quebrantamiento de nuestra voluntad, de nuestra infantil sumisión a la autoridad de las Santas Escrituras. Si comenzamos nuestra investigación acerca de la Asamblea de Dios, o de lo que puede ser su expresión, con nuestra mente llena de prejuicios, ideas preconcebidas o predilecciones personales; o si, en nuestras investigaciones, recurrimos a la vacilante luz de los dogmas, de las opiniones y de las tradiciones de los hombres, podemos estar perfectamente seguros de que no arribaremos a la verdad. Para reconocer a la Asamblea de Dios, debemos ser enseñados exclusivamente por la Palabra de Dios y guiados por su Espíritu; porque de la Asamblea de Dios, lo mismo que de los hijos de Dios, se puede decir: “El mundo no la conoce.”
De ahí que, si de alguna manera somos gobernados por el espíritu del mundo; si deseamos exaltar al hombre; si procuramos hacer valer nuestros méritos ante los hombres; si nuestro objetivo es lograr lo que nos parece más atrayente, a saber, una posición honorable que, sin embargo, sea una trampa para nuestras almas, desde ya podemos abandonar nuestra investigación sobre la Asamblea de Dios y refugiarnos en la de las formas de la organización humana, la cual se acomoda mejor a nuestros pensamientos o a nuestra íntimas convicciones.
Además, si nuestro objetivo es encontrar una asociación religiosa en la cual se lea la Palabra de Dios, o donde se halle pueblo de Dios, en seguida podremos ver satisfecho ese propósito, pues sería difícil, por cierto, encontrar una sección del cuerpo profesante en la cual no se vea realizada una de esas condiciones (o ambas).
Por último, si meramente pretendemos hacer lo mejor que podamos, sin examinar cómo lo hacemos; si nuestro lema es “Per fas aut nefas” en cualquier cosa que emprendamos; si estamos dispuestos a trastrocar aquellas serias palabras de Samuel y decir que «el sacrificio es mejor que la obediencia y la grosura de los carneros que el prestar atención», entonces es más que inútil que prosigamos nuestra investigación sobre la Asamblea de Dios, tanto más cuanto esta Asamblea sólo puede ser descubierta y aprobada por alguien que haya aprendido a huir de las diez mil sendas floridas de la conveniencia humana y a someter su conciencia, su corazón, su inteligencia, todo su ser moral a la suprema autoridad de “Así dice el Señor.” En una palabra, pues, el discípulo obediente sabe que existe una Asamblea de Dios, y él también estará capacitado, por gracia, para encontrarla y para reconocer que su propio lugar está allí. Quien estudia con inteligencia la Escritura, advierte muy bien la diferencia que hay entre un sistema fundado, formado y gobernado por la sabiduría y la voluntad del hombre y la Asamblea que se reúne alrededor de Cristo el Señor y que es gobernada por Él. ¡Cuán vasta es la diferencia! Es justamente la que existe entre Dios y el hombre.
Pero se nos puede pedir que presentemos las pruebas bíblicas de que hay en esta tierra una Asamblea de Dios, por lo cual procederemos de inmediato a proporcionarlas; pero antes permítasenos decir que, sin la autoridad de la Palabra, todas las afirmaciones sobre puntos como éste carecen totalmente de valor. Por lo tanto, “¿qué dice la Escritura?” (Romanos 4:3).
Nuestra primera cita será ese famoso pasaje de Mateo 16: “Viniendo Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista, otros Elías; y otros Jeremías, o alguno de los profetas. Él les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi asamblea (ekklesia) y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (v. 13-18).
Aquí nuestro bendito Señor anuncia su propósito de edificar una asamblea, y revela el verdadero fundamento de ella, a saber: “Cristo, el Hijo del Dios viviente.” Éste es un punto sumamente importante en nuestro tema. El edificio está fundado sobre la Roca, y esa Roca no es el pobre Pedro, quien puede fallar, tropezar, errar, sino Cristo, el eterno Hijo del Dios viviente; y cada piedra de ese edificio participa de la Roca viviente, la cual, al ser victoriosa sobre todo el poder del enemigo, es indestructible.
Además, un poco más adelante en el evangelio de Mateo llegamos a un pasaje igualmente familiar. “Por tanto, si tu hermano peca contra ti, vé y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aun contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no lo oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano. De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo. Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (18:15-20).
Tendremos ocasión de referirnos nuevamente a este pasaje en la segunda división de nuestro tema. Lo introducimos aquí meramente como un eslabón en la cadena de evidencias bíblicas acerca del hecho de que existe una asamblea de Dios en la tierra. Esta asamblea no es un nombre, una forma, una pretensión o una suposición. Es una realidad divina, una institución de Dios que posee Su sello y aprobación. Es algo a lo cual debe apelarse en todos los casos de ofensas y disputas personales que no pueden ser arregladas por las partes involucradas. Esta asamblea puede consistir sólo de “dos o tres” personas, la menor pluralidad, si Ud. quiere; pero ahí está, reconocida por Dios y sus decisiones ratificadas en el cielo.
Ahora bien, no tenemos que dejarnos espantar y desviar de la verdad sobre este tema por el hecho de que la iglesia de Roma haya intentado basar sus monstruosas pretensiones en los dos pasajes que acabamos de citar. Esa iglesia no es la Asamblea de Dios, edificada sobre Cristo — la Roca — y reunida al nombre de Jesús, sino una apostasía humana, fundada sobre un frágil mortal y gobernada por las tradiciones y doctrinas de los hombres. Por consiguiente, no debemos tolerar que seamos privados de la realidad de Dios por causa de la impostura de Satanás. Dios tiene su Asamblea en la tierra y nosotros somos responsables de reconocerla y de encontrar nuestro lugar en ella. Esto puede ser dificultoso en un tiempo de confusión como el actual. Ello demandará un ojo sencillo, una voluntad sumisa, un espíritu humillado. Pero el lector esté seguro de que es su privilegio poseer tanto una seguridad divina con relación a su lugar en la Asamblea de Dios como con respecto a la verdad de su propia salvación por medio de la sangre del Cordero; y no debería estar satisfecho sin esto. Yo no estaría contento de vivir una hora sin la seguridad de que estoy asociado, en espíritu y en principio, a la Asamblea de Dios. Digo en espíritu y en principio porque puede ocurrir que me halle en un lugar donde no exista ninguna expresión local de la Asamblea, en cuyo caso debo contentarme con tener comunión, en espíritu, con todos aquellos que se encuentran en el terreno de la Asamblea de Dios, y esperar que Él me franquee el camino, de manera que yo pueda gozar del privilegio real de estar presente, en persona, con su pueblo para gustar las bendiciones de su Asamblea, como así también para compartir las santas obligaciones de ella.
Esto simplifica admirablemente el asunto. Si no puedo tener la Asamblea de Dios, no tendré nada a ese respecto. No me basta concurrir a una comunidad religiosa en la que hay algunos cristianos, en la que se predica el Evangelio y se administran las ordenanzas. Debo estar convencido, por la autoridad de la Palabra y por el Espíritu de Dios, que aquélla está verdaderamente congregada sobre el principio de la Asamblea de Dios y que posee todas las características de ella; de otro modo, no puedo reconocerla. Puedo reconocer a los hijos de Dios que están allí, si me permiten hacerlo fuera de los límites de su sistema religioso; pero no puedo reconocer ni aprobar ese sistema en modo alguno. Si lo hiciera, sólo sería como si afirmara que es totalmente indiferente que yo tome mi lugar en la Asamblea de Dios o en los sistemas del hombre, que reconozca el Señorío de Cristo o la autoridad del hombre, que reverencie a la Palabra de Dios o a las opiniones del hombre.
Sin duda, estas afirmaciones chocarán a muchos. Se hablará de santurronería, prejuicio, estrechez de miras, intolerancia y cosas similares. Pero esto no debe apenarnos mucho. Todo lo que tenemos que hacer es cerciorarnos de la verdad respecto a la Asamblea de Dios y adherirnos a ella con el corazón y enérgicamente, a toda costa. Si Dios tiene una Asamblea — y la Escritura dice que la tiene — , entonces debo estar allí y no en otra parte. Es evidente — y cada uno debe convenir en ello — que, donde hay varios sistemas antagónicos, no todos pueden ser divinos. ¿Qué debo hacer? ¿Debo contentarme con elegir el menor de los dos males? Por cierto que no. ¿Qué, entonces? La respuesta es clara, enfática y directa: la Asamblea de Dios o nada. Si donde Ud. vive hay una expresión local de esa Asamblea, bien; esté allí en persona. Si no, conténtese con tener comunión espiritual con todos aquellos que, humilde y fielmente, reconocen y ocupan esta santa posición.
Se puede tomar por liberalismo la disposición a aprobarlo todo e ir con todo y con todos. Puede parecer muy fácil y placentero estar en un lugar «donde se da rienda suelta a la voluntad de todos y donde no es ejercitada la conciencia de ninguno», donde podemos sostener y decir lo que nos gusta, hacer lo que nos agrada e ir adonde nos plazca. Todo esto puede parecer muy deleitoso, muy plausible, muy popular, muy atractivo; pero será estéril y amargo al final; y, en el día del Señor, con toda seguridad que todo ello será consumido por completo como tanta madera, heno y hojarasca que no podrá resistir la acción de Su juicio.
Pero prosigamos con nuestras pruebas bíblicas. En los Hechos de los Apóstoles, o más bien los Hechos del Espíritu Santo, encontramos la Asamblea formalmente establecida. Un pasaje o dos serán suficientes: “Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (Hechos 2:46-47). Tal era el sencillo orden apostólico del principio. Cuando una persona se convertía, tomaba su lugar en la Asamblea; no había dificultad para admitirla, no había sectas ni partidos que reclamaran para sí el derecho a ser considerados una iglesia, como si tuvieran una causa propia o un interés particular. Sólo había una cosa: la Asamblea de Dios, donde él moraba, actuaba y gobernaba. No era un sistema formado según la voluntad, el juicio o incluso la conciencia del hombre. El hombre aún no había emprendido la tarea de hacer una iglesia. Ése era trabajo de Dios. Era sólo incumbencia y prerrogativa de Dios tanto reunir a los salvos como salvar a los dispersos.
¿Por qué — podemos preguntar con razón — esto debe ser diferente ahora? ¿Por qué el regenerado debe buscar algo que esté más allá, o algo que sea diferente a la Asamblea de Dios? ¿No es suficiente estar en la Asamblea de Dios? El lugar donde Él mora, actúa y gobierna, ¿no es, acaso, el único lugar donde todos los suyos deberían estar? Sin duda que sí. ¿Deberían contentarse con alguna otra cosa? Seguro que no. Reiteramos enfáticamente: o eso o nada.
Lamentablemente, es cierto que la caída, la ruina y la apostasía han entrado. Ha crecido la vigorosa corriente del error y ha arrasado muchos de los antiguos hitos de la Asamblea. La sabiduría del hombre y su voluntad, o, si se lo prefiere, su razón, su juicio y su conciencia han puesto manos a la obra en asuntos eclesiásticos, y el resultado aparece ante nosotros en las casi innumerables y desconocidas sectas y partidos de la actualidad. No obstante, nos atrevemos a decir que la Asamblea es siempre la Asamblea, a pesar de toda la decadencia, el error y la consecuente confusión que le sobrevino. La dificultad para llegar al conocimiento de la Asamblea puede ser grande, pero, una vez logrado, su realidad es inalterada e inalterable. En los tiempos apostólicos, la Asamblea surge intrépidamente, dejando tras sí la tenebrosa región del judaísmo, por un lado, y del paganismo, por el otro. Era imposible confundirse; ella estaba allí como una gran realidad, una compañía de hombres vivientes reunidos, habitados, gobernados y dirigidos por el Espíritu Santo, de modo que el indocto o el incrédulo, cuando entraban, eran convencidos por todos e impulsados a reconocer que Dios estaba allí (véase cuidadosamente 1.ª Corintios 12 al 14).
De manera que, en el Evangelio, nuestro bendito Señor revela su propósito de edificar una Asamblea; esta Asamblea nos es presentada históricamente en los Hechos de los Apóstoles; luego, cuando nos dirigimos a las epístolas de Pablo, le vemos dirigirse a la asamblea de siete lugares diferentes, a saber, Roma, Corinto, Galacia, Éfeso, Filipos, Colosas y Tesalónica; y, finalmente, al principio del libro del Apocalipsis tenemos cartas dirigidas a siete iglesias distintas. Ahora bien, en todos estos lugares, la Asamblea de Dios era algo evidente, real, palpable, establecido y mantenido por Dios mismo. No era una organización humana, sino una institución divina, un testimonio, un candelero para Dios en cada lugar.
Muchas son, pues, las pruebas bíblicas del hecho de que Dios tiene una Asamblea en la tierra, reunida, habitada y gobernada por el Espíritu Santo, quien es el único y verdadero Vicario de Cristo en la tierra. El Evangelio anuncia proféticamente a la Asamblea, los Hechos la presentan históricamente y las epístolas se dirigen formalmente a ella. Todo esto es claro. Y nótese con cuidado que, sobre este tema, no deseamos prestar oídos más que a la voz de la Santa Escritura. Que no hable la razón, porque no la reconoceremos. Que la tradición no alce la voz, porque no le haremos caso. Que la conveniencia o lo que parece oportuno no espere que le prestemos atención. Nosotros creemos en la suficiencia absoluta de la Santa Escritura, la que basta para equipar por completo al hombre de Dios, a fin de prepararlo de un modo perfecto para toda buena obra (2.ª Timoteo 3:16-17). La Palabra de Dios o es suficiente, o no lo es. Nosotros creemos que ella es ampliamente suficiente para todo lo que le es necesario a la Asamblea de Dios. No puede ser de otro modo, ya que Dios es su Autor. Debemos o bien negar la divinidad de la Biblia, o bien admitir su suficiencia. No hay término medio, pues es imposible que Dios haya escrito un libro imperfecto o insuficiente.
Éste es un principio muy solemne en relación con nuestro tema. Muchos escritores protestantes (evangélicos) han mantenido, en su ataque contra el catolicismo, la suficiencia y la autoridad de la Biblia; pero nos parece muy claro que ellos siempre están en falta cuando sus oponentes contestan el ataque pidiéndoles pruebas bíblicas que apoyen muchas cosas aprobadas y adoptadas por las congregaciones protestantes. Hay, en la iglesia del Estado y en las otras comunidades evangélicos, muchas cosas admitidas y practicadas que no tienen aprobación en la Palabra; y cuando los inteligentes y sagaces defensores del catolicismo llamaron la atención sobre estas cosas y preguntaron sobre qué autoridad bíblica se fundaban, la debilidad del protestantismo se manifestó de manera sorprendente. Si admitimos por un momento que, sobre algún punto, debemos recurrir a la tradición y a la conveniencia ¿quién se encargará entonces de determinar su límite? Si es permisible apartarse de las Escrituras siquiera en algo, ¿hasta dónde podemos ir en tal dirección? Si se admite en alguna medida la autoridad de la tradición, ¿quién deberá fijar su extensión? Si abandonamos la bien definida y estrecha senda de la revelación divina y entramos en el vasto y enmarañado campo de la tradición humana, ¿no tiene un hombre tanto derecho como otro de elegir en él lo que desea? En resumen, es obviamente imposible enfrentar a los adherentes del catolicismo romano en cualquier otro terreno que no sea aquel en el cual la Asamblea de Dios toma posición, a saber, la suficiencia absoluta de la Palabra de Dios, del nombre de Jesús y del poder del Espíritu Santo. Tal es — bendito sea Dios — la invencible posición ocupada por su Asamblea; y, por más débil y despreciable que pueda ser esta Asamblea a los ojos del mundo, sabemos, porque Cristo lo dijo, que “las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.” Esas puertas prevalecerán, sin duda, contra todo sistema humano, contra todas esas corporaciones y asociaciones que los hombres han erigido. Y nunca hasta ahora ese triunfo del Hades ha sido manifiesto más terriblemente que en el caso de la propia iglesia de Roma, aunque ella haya pretendido arrogantemente hacer de esta misma declaración de nuestro Señor el baluarte de su poder. Nada puede resistir el poder de las puertas del Hades, salvo esta Asamblea edificada sobre la «Piedra viviente»; y la expresión local de esta Asamblea puede estar constituida por esos “dos o tres reunidos en el nombre de Jesús,” un pobre, débil y miserable puñado, la basura del mundo, los peores de todos.
Es bueno ser claros y decididos en cuanto a esto. La promesa de Cristo nunca puede fallar. Él — bendito sea Su Nombre — descendió hasta el punto más bajo posible al cual Su Asamblea puede ser reducida, aun a “dos.” ¡Qué misericordioso! ¡Qué compasivo! ¡Qué considerado! ¿Quién como él? Él vincula toda la divinidad, todo el valor, toda la eficacia de su propio e inmortal Nombre divino a un oscuro y reducido número reunido alrededor de Él. Debe ser muy evidente para la mente espiritual que el Señor Jesús, al hablar de los “dos o tres”, no pensaba en aquellos vastos sistemas que surgieron en tiempos antiguos, en la Edad Media y en la Moderna, en Oriente y en Occidente, que contaban sus adherentes y promotores no por “dos o tres”, sino por reinos, provincias y parroquias. Es evidente que un reino de bautizados y “dos o tres” almas vivientes, reunidas en el Nombre de Jesús, no significan ni pueden significar lo mismo. La cristiandad bautizada es una cosa y la Asamblea de Dios es otra. Pronto veremos lo que es esta última, pero desde ya afirmamos que ellas no son ni pueden ser la misma cosa. Se las confunde constantemente, pese a que no existen dos cosas que puedan ser más distintas.
Si deseamos saber bajo qué figura presenta Cristo al mundo bautizado, sólo tenemos que mirar la “levadura” y el “grano de mostaza ... que se hace árbol”, de Mateo 13. La primera representa el carácter interno y el segundo el carácter externo del “reino de los cielos”, de aquello que había sido originalmente establecido en la verdad y la pureza como una cosa real, aunque pequeña, la cual, por la pérfida acción de Satanás, vino a ser interiormente una masa corrompida, si bien exteriormente resultó algo popular, de gran apariencia y muy extendido en la tierra, reuniendo toda clase de gente bajo la sombra de su patrocinio. Tal es la lección — la sencilla, aunque profundamente solemne, lección — a extraer, por la mente espiritual, de la “levadura” y del “árbol de mostaza” de Mateo 13. Y podemos agregar que, de esta lección bien comprendida, resultaría la capacidad para distinguir entre el “reino de los cielos” y la Asamblea de Dios. El primero se puede comparar con una vasta ciénaga y la última con un arroyo que corre a través de la ciénaga y que está en constante peligro de perder su carácter distintivo, así como su propia dirección, por entremezclarse con las aguas circundantes. Confundir las dos cosas es dar el golpe mortal a toda disciplina piadosa y, consecuentemente, a la pureza en la Asamblea de Dios. Si el reino y la Asamblea significan la misma cosa, entonces ¿cómo actuaríamos en el caso de “esa persona perversa” de 1.ª Corintios 5? El apóstol nos dice que la “quitemos fuera.” ¿Dónde debemos ponerla? Nuestro Señor mismo nos dice positivamente que “el campo es el mundo”; y también, en Juan 17, nos dice que los suyos no son del mundo. Esto hace que todo sea bastante claro. Pero los hombres nos dicen, pese a la declaración del propio Señor, que el campo es la Iglesia, y que la cizaña y el trigo — los impíos y los piadosos — tienen que crecer juntos y que de ninguna manera tienen que ser separados. Así, la clara y positiva enseñanza del Espíritu Santo en 1.ª Corintios 5 es puesta en abierta oposición a la igualmente clara y positiva enseñanza de nuestro Señor en Mateo 13; y todo esto surge del esfuerzo por confundir dos cosas distintas, a saber, el “reino de los cielos” y la “Asamblea de Dios.”
El objetivo que me propuse no me permite dedicarme más al interesante tema del “reino.” Bastante se ha dicho si con ello el lector ha sido convencido de la inmensa importancia de distinguir debidamente entre aquel reino y la Asamblea. Vamos ahora a examinar lo que es esta última. ¡Que el Espíritu Santo sea nuestro Maestro!
Ii. Qué Es La Asamblea De Dios
Al tratar el tema relacionado con lo que es la Asamblea de Dios consideraremos, para dar claridad y precisión a nuestros pensamientos, los cuatro puntos siguientes, a saber:
Primero: Cuál es el terreno en el que se reúne la Asamblea.
Segundo: Cuál es el centro alrededor del que se reúne la Asamblea.
Tercero: Cuál es el poder por el que se reúne la Asamblea.
Cuarto: Cuál es la autoridad según la que se reúne la Asamblea.
1. El Terreno En El Que Se Reúne La Asamblea
En primer lugar, entonces, con respecto al terreno en el cual se reúne la Asamblea de Dios, digamos que es, en una palabra, la salvación, o la vida eterna. No entramos a la Asamblea con el objeto de ser salvos, sino como siendo ya salvos. La palabra es: “sobre esta roca edificaré mi iglesia.” El Señor no dice: «Sobre mi iglesia edificaré la salvación de las almas.» Uno de los dogmas de los que Roma se jacta es éste: «Fuera de la verdadera iglesia no hay salvación.» Sí, pero podemos ir más hondo y decir: «Fuera de la verdadera Roca no hay iglesia.» Quítese la Roca y no habrá nada más que una obra sin base, errónea y corrupta. ¡Qué miserable engaño es pensar que se puede ser salvo por ella! Gracias a Dios, esto no es así. Nosotros no llegamos a Cristo a través de la Iglesia, sino a la Iglesia a través de Cristo. Invertir este orden es desplazar a Cristo por completo y, de tal modo, no tener ni Roca, ni Iglesia, ni salvación. Nosotros encontramos a Cristo como un Salvador dador de vida antes de tener algo que ver con la Asamblea; de ahí que podríamos poseer la vida eterna y gozar plenamente de la salvación aunque no existiera una Asamblea de Dios en la tierra.
No podemos ser demasiado ingenuos al asir esta verdad, en un tiempo como el presente, en el cual las pretensiones clericales se elevan tan alto. La falsamente llamada iglesia abre su seno con engañosa ternura e invita a las pobres almas cargadas de pecado, fatigadas del mundo y agotadas, a refugiarse allí. Ella, con pérfida liberalidad, abre de par en par la puerta de sus tesoros y los pone a disposición de las almas desnudas y gimientes. Y por cierto que esos recursos tienen un poderoso atractivo para aquellos que no están sobre “la Roca.” Hay un sacerdocio ordenado que pretende estar ligado, por una línea ininterrumpida, a los apóstoles, pero, lamentablemente, ¡cuán diferentes son los dos extremos de la línea! Hay un sacrificio continuo, pero, lamentablemente, es un sacrificio sin efusión de sangre y, por consiguiente, sin valor (Hebreos 9:22). Hay un espléndido ritual, pero, lamentablemente, tiene su origen en las sombras de una época pasada, sombras que han sido para siempre reemplazadas por la Persona, la obra y los oficios del eterno Hijo de Dios. ¡Sea por siempre adorado su Nombre sin par!
El creyente tiene una respuesta concluyente para todas las pretensiones y promesas del sistema romano. Él puede decir que ha encontrado su todo en un Salvador crucificado y resucitado. ¿Tiene necesidad del sacrificio de la misa? Él está lavado en la sangre de Cristo. ¿Acaso necesita de un pobre sacerdote pecador y mortal que no puede salvarse a sí mismo? Él tiene al Hijo de Dios por sacerdote. ¿Necesita de un pomposo ritual con todos sus imponentes accesorios? Él adora, en espíritu y en verdad, dentro del Lugar Santísimo, donde entra con seguridad por la sangre de Jesús.
No sólo tenemos que considerar al catolicismo romano al desarrollar nuestro primer punto. Tememos que, además de los católicos romanos, haya miles de personas que, en sus corazones, estén pendientes de la Iglesia, si no para lograr la salvación, al menos como si ella fuese un peldaño para alcanzarla. De ahí la importancia de ver claramente que el terreno en el cual se reúne la Asamblea de Dios es la salvación o la vida eterna; de modo que, cualquiera sea el objetivo de la Asamblea, no es por cierto el de proveer salvación a sus miembros, ya que todos éstos son salvos antes de franquear el umbral de ella. La Asamblea de Dios es una casa de salvación de un extremo al otro. ¡Bendito hecho! No es una institución establecida con el propósito de proveer salvación a los pecadores, y ni siquiera para proveer a sus necesidades religiosas. Es un cuerpo vivo, salvado, formado y reunido por el Espíritu Santo para dar a conocer a los “principados y potestades en los lugares celestiales, la multiforme sabiduría de Dios” y para declarar ante el universo entero la absoluta suficiencia del Nombre de Jesús.
Ahora bien, el gran enemigo de Cristo y de la Iglesia está bien enterado del poderoso testimonio que la Asamblea de Dios está llamada y destinada a dar en la tierra; por eso él despliega toda su energía infernal para aplastar ese testimonio de cualquier manera. Él aborrece el Nombre de Jesús y todo aquello que tienda a glorificar ese Nombre. De ahí proviene su ardiente oposición a la Asamblea como un todo y a cada expresión local de ella en cualquier lugar en que se halle. Él no tiene ninguna objeción contra una mera institución religiosa erigida con el propósito de proveer a las necesidades religiosas del hombre, ya sea que esté mantenida por el esfuerzo voluntario o por el Gobierno. Ud. puede establecer lo que quiera. Puede asociarse a lo que quiera. Puede ser lo que quiera; ser algo y todo para Satanás, menos la Asamblea de Dios, pues eso es lo que él aborrece entrañablemente y lo que procurará oscurecer y arruinar por todos los medios a su alcance. Pero esos acentos reconfortantes de Cristo el Señor suenan con divina fuerza a oídos de la fe: “Sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.”
2. El Centro Alrededor Del Cual Se Reúne La Asamblea
Esto nos conduce naturalmente a nuestro segundo punto, a saber, cuál es el centro alrededor del que se reúne la Asamblea de Dios. El centro es Cristo, la Piedra viviente, tal como lo leemos en la epístola de Pedro: “Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1.ª Pedro 2:4-5).
Entonces, la Asamblea de Dios se reúne alrededor de la Persona de un Cristo vivo. No lo hace en torno a una doctrina, por más cierta que sea; ni alrededor de una ordenanza, por importante que sea, sino alrededor de una Persona divina, viva. Éste es un punto vital y capital que debe ser captado claramente, sostenido tenazmente y fiel y constantemente admitido y llevado a cabo. “Acercándoos a él.” No se dice «Acercándoos a lo cual.» No nos acercamos a una cosa, sino a una Persona. “Salgamos, pues, a Él” (Hebreos 13:13). El Espíritu Santo nos conduce únicamente a Jesús. Sólo eso será de provecho. Se puede hablar de asociarse a una iglesia, de hacerse miembro de una congregación, de adherirse a un partido, a una causa o a un interés. Todas estas expresiones tienden a oscurecer y confundir el entendimiento, como así también a nuestra vista la idea divina de la Asamblea de Dios. No nos incumbe asociarnos a algo. Cuando Dios nos convierte, él nos asocia, por su Espíritu Santo, a Cristo, y eso debería ser suficiente para nosotros. Cristo es el único centro de la Asamblea de Dios.
Y podemos preguntar: ¿No es él suficiente? ¿No es del todo suficiente para nosotros estar “unidos al Señor”? (1.ª Corintios 6:17). ¿Por qué agregar algo a eso?
“Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). ¿Qué más podemos necesitar? Si Jesús está en medio de nosotros, ¿por qué pensaríamos en establecer un dirigente humano? ¿Por qué no dejamos unánimemente y de corazón que Él tome el puesto directivo y nos sometemos humildemente a Él en todo? ¿Por qué instituir una autoridad humana — bajo una u otra forma — en la casa de Dios? Pero es lo que se hace, y es conveniente hablar claramente al respecto. El hombre se ha establecido en lo que se dice que es la Asamblea. Vemos que la autoridad humana se ejerce en esa esfera en la que sólo la autoridad divina debería ser reconocida. Poco importa, en cuanto al principio fundamental, que sea un papa, un pastor, un cura o un dirigente. Es un hombre que se erige en el lugar de Cristo. Puede ser el papa que designa a un cardenal, legado pontificio u obispo en su esfera de acción; o puede ser un dirigente que designa a un hombre para exhortar u orar durante diez minutos. El principio es el mismo. Es la autoridad humana que actúa en esa esfera en la cual sólo debería ser reconocida la autoridad de Dios. Si Cristo está en medio de nosotros, podemos contar con él para todo.
Ahora bien, al decir esto prevemos una muy probable objeción por parte de los defensores de la autoridad humana: ¿Cómo andaría una asamblea sin ningún tipo de dirección humana? ¿No conduciría esto a todo tipo de confusión y desorden? ¿No abriría esto la puerta a cualquiera que quisiera entremeterse en la Asamblea prescindiendo por completo de los dones o capacidades? ¿No tendríamos hombres que aparecieran en toda ocasión, acosándonos con su vana cháchara y tediosa presunción?
Nuestra respuesta es muy sencilla: Jesús es todo lo que nos hace falta. Podemos confiar en él para mantener el orden en su casa. Nos sentimos mucho más seguros en su poderosa y benévola mano que en las manos del más hábil dirigente humano. Tenemos los dones espirituales acumulados en Jesús. Él es la fuente de toda autoridad y de todo ministerio. “Tiene en su diestra siete estrellas” (Apocalipsis 1:16). Confiemos sólo en él, y él proveerá al orden de nuestra asamblea tan perfectamente como para la salvación de nuestras almas. Ésta es justamente la razón que nos ha hecho agregar, al título de este artículo — LA ASAMBLEA DE DIOS — el subtítulo «La absoluta suficiencia del Nombre de Jesús». Creemos que el Nombre de Jesús es realmente suficiente, no sólo para la salvación personal, sino también para todas las necesidades de la Asamblea: para el culto, la comunión, el ministerio, la disciplina, el gobierno; en una palabra, para todo. Teniéndolo a él, lo tenemos todo, y en abundancia.
Esto constituye la médula y la sustancia de nuestro tema. Nuestro único propósito es exaltar el Nombre de Jesús, y creemos que él ha sido deshonrado en lo que se llama su casa. Él ha sido destronado y la autoridad del hombre ha sido establecida. En vano Él concede un don ministerial; el poseedor de ese don no se atreve a ejercitarlo sin el sello, la aprobación y la autoridad del hombre. Y no solamente eso, sino que si el hombre piensa que es propio dar su sello, su aprobación y su autoridad a uno que no posee ni una pizca de don espiritual — y hasta inclusive ni una pizca de vida espiritual — , él es, a pesar de todo, un ministro reconocido. En resumen, la autoridad humana sin el don otorgado por Cristo hace de un hombre un ministro; mientras que un don de Cristo no lo hace si no media la autoridad del hombre. Si esto no es una deshonra para Cristo el Señor, ¿qué es?
Lector cristiano, haga una pausa aquí y considere profundamente este principio de la autoridad humana. Le confesamos que estamos ansiosos por que Ud. llegue a la raíz del asunto y que lo juzgue a fondo, a la luz de las Santas Escrituras y de la presencia de Dios. Este principio es — esté seguro de ello — la gran línea divisoria, el punto de separación entre la Asamblea de Dios y todo sistema religioso humano debajo del sol. Si Ud. examina todos esos sistemas, desde el catolicismo romano hasta la forma más refinada de asociación religiosa, encontrará en todos la autoridad del hombre reconocida y demandada. Con ella Ud. puede ministrar; sin ella no debe hacerlo. Por el contrario, en la Asamblea de Dios sólo el don de Cristo hace de un hombre un ministro, prescindiendo de toda autoridad humana. “No de hombres, ni por hombre, sino por Jesucristo, y por Dios el Padre que lo resucitó de los muertos” (Gálatas 1:1). Éste es el gran principio del ministerio en la Asamblea de Dios.
Ahora bien, si el catolicismo romano es puesto en la misma categoría que todos los demás sistemas religiosos de la actualidad, entiéndase, de una vez por todas, que lo es sólo con relación al principio de la autoridad del ministerio. Dios nos guarde de pretender comparar un sistema — que excluye la Palabra de Dios y que enseña la idolatría, el culto de los santos y de los ángeles y una masa de errores y de supersticiones groseras y abominables — con aquellos sistemas en los cuales la Palabra de Dios es sostenida y donde se proclama más o menos la verdad bíblica. Nada puede estar más lejos de nuestros pensamientos. Creemos que el catolicismo romano es la obra maestra de Satanás como sistema religioso, si bien muchos hijos de Dios han estado y pueden aún estar allí incluidos. Además, en esta ocasión, afirmamos abiertamente que nosotros creemos que en toda comunidad o congregación protestante se hallan santos de Dios, tanto ministros como simples fieles, y que el Señor los utiliza de muchas maneras, bendice sus obras, su servicio y su testimonio personal.
Finalmente, sentimos que es justo declarar que no moveríamos un dedo para tocar cualquiera de esos sistemas. No tenemos nada que ver con los sistemas. El Señor se encargará de ellos. Nuestra atención está centrada en los santos que se hallan en esos sistemas, para procurar, por toda acción bíblica y espiritual, conducirlos hacia su verdadera posición en la Asamblea de Dios.
Queda dicho lo suficiente como para prevenir errores, por lo cual volvemos con renovada fuerza a nuestro principio, a saber, que el hilo de la autoridad humana corre a través de todos los sistemas religiosos de la cristiandad, y que, ciertamente, no hay ni el grosor de un cabello de consistencia entre el terreno ocupado por la iglesia de Roma y el de la Asamblea de Dios. Creemos que un alma que busca sinceramente la verdad y sale de entre las tinieblas del catolicismo, no puede detenerse hasta encontrar la clara y bendita luz de la Asamblea de Dios. Le puede tomar años recorrer el espacio intermedio. Sus pasos pueden ser lentos y mesurados; pero hasta que ella no encuentre la luz, con sencillez y sinceridad piadosa, no encontrará descanso entre estos dos extremos. La Asamblea de Dios es el lugar verdadero para todos los hijos de Dios. Lamentablemente, no todos están allí; pero esto es sólo una pérdida para ellos y una deshonra para el Señor. Ellos deberían estar allí, no sólo porque Dios también lo está, sino porque a Él se le deja actuar y gobernar allí.
Esto último es de suma importancia en vista de que puede ser dicho: ¿No está Dios en todos lados? ¿No actúa en varios lugares? Por cierto, él está en todas partes y obra en medio del error y del mal palpables. Pero no le es permitido gobernar en los sistemas humanos, ya que lo supremo en ellos es la autoridad humana, como lo hemos demostrado ya. Además, si el hecho de que las almas se convierten y son bendecidas por Dios en un sistema es una razón para que nosotros estemos allí, entonces deberíamos estar también en la iglesia de Roma, pues ¡cuántos se han convertido y han sido bendecidos en ese terrible sistema! Incluso en el reciente avivamiento hemos oído de personas alcanzadas en capillas católicas romanas. Lo que prueba demasiado no prueba absolutamente nada; por eso ningún argumento puede ser basado en el hecho de la actuación de Dios en un lugar. Él es soberano y puede obrar donde le plazca. Nosotros debemos sujetarnos a su autoridad y trabajar donde se nos ordena hacerlo. Mi Señor puede ir adonde le plazca, pero yo debo ir adonde él lo dispone.
Pero alguno puede preguntar: ¿No hay ningún peligro de que hombres incompetentes introduzcan su ministerio en la Asamblea de Dios? En esa eventualidad, ¿dónde está la diferencia entre esa Asamblea y los sistemas humanos? Respondemos: Con toda seguridad que ese peligro existe. Pero entonces ello acontecería a pesar y no en virtud del principio. Esto marca toda la diferencia. Lamentablemente, con frecuencia vemos de pie, en medio de nuestras asambleas, hombres cuyo sentido común — sin hablar de espiritualidad — los debería mantener sentados. Con frecuencia nos hemos detenido a mirar con asombro a algunos hermanos a los que oímos esforzarse por obrar como ministros en la asamblea. Tal vez hemos pensado que la Asamblea ha sido considerada por cierta clase de hombres ignorantes, amigos de oírse hablar a sí mismos, como una esfera en la cual podrían figurar cómodamente sin tener que pasar por las aulas de la Universidad ni esforzarse por obtener un título académico.
Todo esto es horrible y humillante. Nadie se imagine que, al luchar por la verdad tocante a la Asamblea de Dios, ignoramos u olvidamos los escollos y pruebas a los cuales ella está expuesta. Lejos de ello. Nadie podría estar, como nosotros, durante veintiocho años en ese terreno sin estar penosamente consciente de lo difícil que es mantenerlo. Pero entonces las pruebas mismas, los peligros y las dificultades se revelan como otras tantas pruebas — penosas, si se quiere, pero pruebas de la verdad de la posición — ; y, si no hubiera otro remedio que apelar a la autoridad humana, a un establecimiento del hombre en el lugar de Cristo, a un retorno a los sistemas humanos, declararíamos sin titubeos que el remedio sería mucho peor que la enfermedad. Porque si fuésemos a adoptar ese remedio, ello sólo manifestaría los más enojosos síntomas de la enfermedad, a saber, el rechazo a dolernos del mal y, por el contrario, la disposición a jactarnos de él como fruto de un pretendido orden.
Pero — bendito sea Dios — hay un remedio. ¿Cuál es? “Allí estoy yo en medio de ellos.” Esto es suficiente. No hay un papa, un sacerdote, un ministro o un dirigente en medio de ellos, alguien que los encabece, alguien que ocupe el sillón o el púlpito. No existe un solo pensamiento de algo semejante de un extremo al otro del Nuevo Testamento. Aun en la asamblea de Corinto, donde reinaba la confusión y el desorden más grave, el apóstol inspirado jamás insinúa siquiera cosa tal como un dirigente humano, bajo un título cualquiera. “Dios no es Dios de confusión, sino de paz” (1.ª Corintios 14:33). Dios estaba allí para guardar el orden. Ellos tenían que depender de El y no de un hombre, cualquiera fuese su título. Establecer a un hombre para que guarde el orden en la Asamblea de Dios es pura incredulidad y un abierto insulto a la Presencia Divina.
Se nos ha pedido con frecuencia que proporcionemos textos de la Escritura para probar la idea de la dirección divina en la Asamblea. A ello contestamos: “Allí estoy yo”, y “Dios no es Dios de confusión, sino de paz.” Sobre estos dos pilares, aunque no tuviéramos más, podemos apuntalar con éxito la gloriosa verdad de la dirección divina, verdad que debe salvaguardar — a todos aquellos que la reciben y la tienen como proveniente de Dios — de todos los sistemas del hombre, llámense como Ud. quiera. A nuestro juicio, es imposible reconocer a Cristo como el centro y soberano gobernante en la Asamblea y continuar aceptando el establecimiento del hombre. Cuando hemos probado una vez la dulzura de estar bajo la dependencia de Cristo, nunca más podremos volver a colocarnos bajo la servil esclavitud impuesta por el hombre. Esto no es insubordinación ni impaciente temor a todo control. Es tan sólo la absoluta negativa a someternos a una falsa autoridad, a aprobar una culpable usurpación. Desde el momento en que vemos al hombre usurpar la autoridad en lo que se llama la iglesia, preguntamos simplemente: «¿Quién es Ud.?» y nos retiramos a una esfera en la cual sólo Dios es reconocido. «Pero hay errores, males y abusos aun en esta misma esfera.» Indudablemente; pero, si los hay, tenemos a Dios para corregirlos o remediarlos. Luego, si una asamblea es turbada por la intrusión de hombres torpes e ignorantes, hombres que nunca guardan mesura en la presencia de Dios, hombres que, saltando descaradamente por encima del amplio dominio en el que impera el sentido común, el buen gusto y la rectitud moral, se jactan de ser guiados por el Espíritu Santo, hombres inquietos que quieren ser algo y que mantienen a la asamblea en un continuo estado de zozobra por temor a lo que puede ocurrir, una asamblea así afligida gravemente ¿qué debería hacer? ¿Abandonar el terreno con impaciencia, pena y decepción? ¿Renunciar a todo como si fuera un mito, una fábula o una vana ilusión? ¿Regresar a lo que se dejó una vez? Lamentablemente, es lo que algunos hicieron, probando así que nunca comprendieron lo que estaban haciendo o que, si lo comprendieron, no tuvieron fe para proseguir. Quiera el Señor tener misericordia de ellos y abrir sus ojos para que puedan ver de dónde han caído y obtener la exacta noción de la Asamblea de Dios en contraste con los más atractivos sistemas humanos.
Pero ¿qué debe hacer la asamblea cuando los abusos se deslizan en su seno? Sencillamente mirar a Cristo como el Señor de Su casa. Reconocerle en el lugar que le pertenece. Valerse del Nombre de Jesús para obrar sobre los abusos, cualesquiera sean. ¿Dirá alguno que esto no es suficiente? ¿Alguna vez esto demostró ser ineficaz? No lo creemos; no podemos creerlo. Y podemos decir con toda seguridad que, si el Nombre de Jesús no es suficiente, nunca tendremos recursos en el hombre y en su miserable orden. Con el socorro de Dios, nunca borraremos ese Nombre incomparable del estandarte a cuyo alrededor el Espíritu Santo nos ha reunido, para colocar en su lugar el perecedero de un hombre mortal.
Estamos plenamente enterados de las inmensas dificultades y de las penosas pruebas que se presentan en conexión con la Asamblea de Dios. Creemos que sus dificultades y sus pruebas son perfectamente características. No hay nada bajo la bóveda celeste que el diablo aborrezca más que a la Asamblea de Dios. Él removerá cielo y tierra contra esa Asamblea. Hemos visto muchos ejemplos de ello. Un evangelista que va a un lugar a predicar la absoluta suficiencia del Nombre de Jesús para la salvación del alma, tendrá a miles pendientes de sus labios. Si el mismo siervo retorna allí más tarde y, al predicar el mismo Evangelio, da un paso más y proclama la absoluta suficiencia de ese mismo Jesús para responder a todas las necesidades de una asamblea de creyentes, se verá combatido de todos lados. ¿Por qué ocurre esto? Porque Satanás aborrece la más débil expresión de la Asamblea de Dios. Ud. puede ver una ciudad librada por siglos y generaciones a su ignorante y tonta rutina de formalismo religioso, un pueblo muerto que se reúne una vez por semana para oír a un hombre muerto que cumple un servicio muerto, y que todo el resto de la semana vive en el pecado y en la insensatez. No hay ni un soplo de vida, ni una hoja que se mueva. Esto le agrada mucho al diablo. Pero venga alguien y despliegue la bandera del Nombre de Jesús — Jesús para el alma y Jesús para la Asamblea — y pronto verá Ud. un poderoso cambio. Se excita la rabia del infierno y se levanta la sombría y terrible marea de la oposición.
Creemos plenamente que éste es el verdadero secreto de muchos de los mordaces ataques recientemente dirigidos contra aquellos que ocupan el terreno de la Asamblea de Dios. Sin duda, debemos deplorar los errores, equivocaciones y caídas. Le hemos dado demasiada ocasión al adversario con nuestros desatinos e inconsecuencias. Hemos sido una pobre epístola borrosa, un testimonio débil y languideciente, una luz vacilante. Por todo ello tenemos que estar profundamente humillados delante de nuestro Dios. Nada podría ser más indigno para nosotros que la pretensión de arrogarnos orgullosamente títulos pomposos y derechos eclesiásticos altisonantes. Nuestro lugar está en el polvo. Sí, amados hermanos, el lugar de la confesión y del juicio propio nos conviene en la presencia de Dios.
No obstante, no debemos abandonar la gloriosa verdad de la Asamblea de Dios porque hayamos fracasado tan vergonzosamente en llevarla a cabo; no debemos juzgar la verdad por lo que hemos mostrado de ella, sino que debemos juzgar nuestro comportamiento por medio de la verdad.
Una cosa es ocupar el terreno según Dios, y otra conducirnos apropiadamente en ese terreno; y mientras que es perfectamente legítimo juzgar nuestras prácticas por nuestros principios, no obstante la verdad es la verdad para todo ello, y podemos estar seguros de que el diablo aborrece la verdad de la Asamblea. Un mero puñado de gente humilde, reunida en el Nombre de Jesús para partir el pan, es una espina en el costado para el diablo. Es cierto que tal asamblea excita la ira de los hombres, por cuanto echa por la borda su oficio y autoridad, lo cual no pueden soportar. Sin embargo, creemos que la raíz de todo el asunto se halla en el odio de Satanás por el testimonio especial que la Asamblea da acerca de la absoluta suficiencia del Nombre de Jesús para responder a todas las necesidades posibles de la Asamblea de Dios.
Éste es un testimonio verdaderamente noble, y nosotros anhelamos con ardor verlo más fielmente manifestado. Podemos contar con una violenta oposición. Ocurrirá con nosotros como con los cautivos que regresaron en los días de Esdras y Nehemías. Podemos esperar que encontraremos muchos Rehum y muchos Sanbalat. Nehemías pudo haber ido a cualquier lugar del mundo entero a construir un muro que no fuese el de Jerusalén, y Sanbalat nunca lo habría molestado. Pero reconstruir el muro de Jerusalén era una ofensa imperdonable. ¿Por qué? Justamente porque Jerusalén era el centro terrenal de Dios, alrededor del cual él quiere todavía reunir las restauradas tribus de Israel. Éste era el secreto de la oposición del enemigo. Y nótese su afectado desprecio: “Lo que ellos edifican del muro de piedra, si subiere una zorra lo derribará” (Nehemías 4:3). Y, sin embargo, Sanbalat y sus aliados no fueron capaces de derribarlo. Ellos podrían haber hecho cesar la obra a causa de la falta de fe y energía de los judíos; pero no habrían podido derribarlo una vez que Dios lo hubiera levantado. ¡Qué parecido con el momento actual! Seguramente no hay nada nuevo bajo el sol. Hoy también existe un afectado desprecio, pero, además, una real alarma. Si aquellos que se reúnen en el Nombre de Jesús tuviesen solamente un corazón más fiel a su bendito centro, ¡qué testimonio darían! ¡Qué poder! ¡Qué victoria! ¡Con qué fuerza llamaría la atención a su alrededor! “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo.” No hay nada semejante bajo el sol, por débil y despreciable que sea. El Señor sea loado por levantar semejante testimonio para Sí en estos últimos días. ¡Quiera Él incrementar grandemente la eficacia del mismo por el poder del Espíritu Santo!
3. El Poder Por El Cual Se Reúne La Asamblea
Enfoquemos ahora nuestro tercer punto, a saber: cuál es el poder por el que se reúne la Asamblea. Aquí también el hombre y su acción son puestos a un lado. No es la voluntad del hombre la que elige, ni su razón la que descubre, ni su juicio el que prescribe, ni su conciencia la que exige: es el Espíritu Santo el que reúne a las almas en torno a Jesús. Como Jesús es el único centro, así también el Espíritu Santo es el único poder que congrega. El uno es tan independiente del hombre como el otro. Ocurre “donde están dos o tres congregados.” No dice «donde dos o tres se congregan.” Las personas pueden congregarse alrededor de un centro, en un terreno, por una influencia cualquiera, y meramente formar un club, una sociedad, una asociación, una comunidad. Pero el Espíritu Santo congrega a las almas hacia Jesús, en el terreno de la salvación; y dondequiera que ello tenga lugar, eso es la Asamblea de Dios. Puede no abarcar a todos los santos de Dios de la localidad, pero ella está realmente en el terreno de la Asamblea de Dios, y nada más lo está. Puede consistir solamente de “dos o tres”, y puede haber centenares de cristianos en los diversos sistemas religiosos que les rodean; con todo, los “dos o tres” estarían en el terreno de la Asamblea de Dios.
Ésta es una verdad muy sencilla. Un alma, guiada por el Espíritu Santo, se reunirá sólo hacia el Nombre de Jesús; y si nosotros nos reunimos hacia cualquier otra cosa, sea hacia algún punto de la verdad, o de alguna ordenanza, en ese aspecto no somos guiados por el Espíritu Santo. No es cuestión de vida o de salvación. Miles son salvos por Cristo sin que por eso le reconozcan como su Centro. Ellos se reúnen alrededor de alguna forma de gobierno eclesiástico, alrededor de alguna doctrina favorita, de alguna ordenanza especial, de algún hombre dotado. El Espíritu Santo jamás congregará en torno a alguien o a alguna cosa. Él sólo congrega alrededor de un Cristo resucitado. Esto es verdad respecto de toda la Iglesia de Dios en la tierra; y cada asamblea local, dondequiera se reúna, debería ser la expresión de la Iglesia en su totalidad.
Ahora bien, el poder de la Asamblea dependerá muchísimo de la medida en la cual cada miembro del cuerpo de ella esté reunido con corazón íntegro en torno al Nombre de Jesús. Si me uno a un partido enarbolando opiniones particulares, si soy atraído por las personas o por la enseñanza, si, en una palabra, no es el poder del Espíritu Santo el que me guía hacia el verdadero centro de la Asamblea de Dios, sólo resultaré un obstáculo, una carga, una causa de debilidad. Yo sería para la Asamblea lo que un apagador es para una vela, y, en lugar de contribuir a la iluminación y a la utilidad general, haría precisamente lo contrario.
Todo esto es profundamente práctico y debería ejercitar nuestros corazones y conducirnos al juicio de nosotros mismos con respecto a lo que nos ha atraído a la Asamblea y con relación a nuestro andar en medio de ella. Estamos completamente persuadidos de que el carácter y el testimonio de la Asamblea han sido grandemente debilitados por la presencia de personas que no entienden su posición. Algunas concurren a ella porque reciben enseñanzas y bendiciones que no pueden recibir en ningún otro lado. Algunas se allegan porque gustan de la simplicidad del culto. Otras lo hacen buscando amor. Ninguna de estas cosas está a la altura de nuestro Centro de reunión. Debemos estar en la Asamblea sencillamente porque el Nombre de Jesús es el único estandarte elevado allí y porque el Espíritu Santo nos ha “congregado” en torno a él.
Sin duda, el ministerio es muy precioso, y nosotros lo tendremos, con mayor o menor poder, donde todo esté bien ordenado. Así también, con respecto a la simplicidad del culto, estamos seguros de ser sencillos y veraces cuando la presencia divina es sentida, la soberanía del Espíritu Santo plenamente reconocida y uno se somete a ella. Con relación al amor, si allí lo vamos a buscar, seguramente nos sentiremos desilusionados; pero si somos capaces de cultivarlo y manifestarlo, podemos estar seguros de recibir bastante más de lo que esperamos o merecemos. Generalmente se encontrará que aquellas personas que se quejan constantemente de falta de amor en los demás, ellas mismas carecen de él; y, por otro lado, aquellos que andan realmente con amor le dirán que ellos reciben diez mil veces más de lo que merecen. Recordemos que la mejor manera de sacar agua de una bomba seca es echando un poco de agua en ella. Ud. puede darle a la bomba hasta cansarse y luego marcharse contrariado, impaciente, quejándose de esa horrible bomba; en tanto que, si Ud. justamente vierte dentro de ella un poco de agua, conseguirá un borbotante chorro de agua que satisfará sus mayores deseos.
Nosotros no podemos formarnos más que una débil idea de lo que sería la Asamblea si cada uno se dejara guiar por el Espíritu Santo y se reuniera solamente en torno a Jesús. Entonces no tendríamos que quejarnos de reuniones muertas, pesadas, sin provecho y fatigosas. No veríamos la intrusión profana y la acción agitada de la naturaleza humana fabricando una oración, hablando por el solo hecho de hablar, indicando un himno para llenar un vacío. Cada uno sabría su lugar en la presencia inmediata del Señor, cada vaso dotado sería llenado, adecuado y utilizado por la mano del Maestro, cada mirada sería dirigida hacia Jesús, cada corazón estaría dedicado a Él. Si fuese leído un capítulo, sería oído como la voz misma de Dios. Si fuera dicha una palabra, ella hablaría al corazón. Si fuera ofrecida una oración, ésta guiaría a las almas a la misma presencia de Dios. Si fuera cantado un himno, éste elevaría el espíritu hasta Dios y resonaría como las cuerdas del arpa celestial. No tendríamos ningún sermón preparado, ninguna enseñanza o predicación en las oraciones, como si le explicáramos doctrinas a Dios o le dijéramos un conjunto de cosas acerca de nosotros mismos, ninguna oración por nuestro prójimo, o petición de todo tipo de gracias para él de las cuales nosotros mismos estamos lamentablemente desprovistos, ningún cántico por amor a la música o que turbe nuestra tranquilidad si la armonía nos preocupa. Todas estas miserias serían evitadas. Nos sentiríamos en el mismo santuario de Dios y disfrutaríamos de un goce anticipado de aquel momento en que adoraremos en los atrios celestiales, de los cuales no saldremos más. Puede ser que se nos pregunte: «¿Dónde encontrará Ud. todo esto aquí abajo?». ¡Ah! ésta es la cuestión. Una cosa es presentar un bello ideal sobre el papel y otra realizarlo en medio del error, de la caída y de la flaqueza. Merced a la gracia, algunos de nosotros hemos probado, a veces, un poco de esta bendición. Hemos gozado, ocasionalmente, momentos celestiales en la tierra. ¡Ojalá podamos tenerlos más! Quiera el Señor, en su gran misericordia, elevar el carácter de la Asamblea de Dios en todo lugar! ¡Quiera él aumentar grandemente nuestra capacidad para gustar una comunión más profunda y un culto más espiritual! ¡Quiera él también capacitarnos para caminar así, en la vida privada de cada día, juzgándonos a nosotros y a nuestra marcha, en su santa presencia, para que, al menos, no resultemos una masa de plomo o un detrimento para la Asamblea!
Y luego, aun cuando tal vez seamos capaces de llegar prácticamente a la verdadera noción de lo que es la Asamblea, no nos contentemos con algo menos. Aspiremos sin vacilación a alcanzar el nivel más elevado, y pidamos ardientemente que podamos lograrlo. Con respecto al terreno de la Asamblea, debemos asirnos a él con celosa tenacidad y nunca avenirnos a ocupar, ni por un instante, cualquier otro. Con respecto al tono y carácter de la Asamblea, ellos pueden variar y variarán inmensamente, lo que dependerá de la fe y espiritualidad de aquellos que están reunidos. Cuando se sienta que ese tono está bajo, cuando se sienta que las reuniones no son provechosas, cuando frecuentemente se digan y se hagan cosas que los hermanos espirituales sientan que están totalmente fuera de lugar, que todos aquellos que lo sientan esperen en Dios, esperen continuamente, esperen con fe, y El, con toda seguridad, escuchará y responderá. De este modo, las mismas pruebas y ejercicios que son peculiares de la Asamblea de Dios, tendrán el feliz efecto de impulsarnos tanto más hacia El, y así del devorador saldrá comida, y del fuerte saldrá dulzura (Jueces 14:14). Podemos contar con que tendremos pruebas y dificultades en la Asamblea, justamente porque es la genuina y única cosa divina en esta tierra. El diablo realizará todos los esfuerzos para apartarnos de aquel santo y verdadero terreno. Él irritará la paciencia, el temperamento, herirá el amor propio, causará ofensas de mil maneras, hará cualquier cosa para hacernos olvidar de la Asamblea.
Es bueno que recordemos esto. Nosotros sólo podemos mantenernos en el terreno divino por la fe. Esto caracteriza a la Asamblea de Dios y la distingue de todo sistema humano. Ud. no puede situarse allí más que por la fe. Y, además, si Ud. quiere ser alguien, si está procurando una posición, si quiere exaltarse a sí mismo, no es necesario que piense en la Asamblea. Ud. encontrará pronto su nivel allí, con tal que sea, en cualquier medida, el que deba ser. Una grandeza terrenal o mundana, de cualquier forma, jamás será tomada en cuenta en la Asamblea de Dios. La presencia divina desluce todo lo que tiene esta naturaleza y arrasa todas las pretensiones humanas. Finalmente, Ud. no puede continuar andando en la Asamblea si está viviendo en pecado secreto. La presencia divina no le satisfará. ¿No hemos experimentado con frecuencia en la asamblea un sentimiento de incomodidad causado por la reminiscencia de muchas cosas que habían escapado a nuestra consideración durante la semana? Malos pensamientos, palabras alocadas, comportamientos poco o nada espirituales, ¡todas estas cosas se amontonan en la mente y ejercitan la conciencia en la Asamblea! ¿Por qué ocurre esto? Porque la atmósfera de la Asamblea es más tónica que aquella que hemos estado respirando durante la semana. No hemos estado en la presencia de Dios en nuestra vida privada. No nos hemos juzgado a nosotros mismos; y de ahí que, cuando tomamos nuestro lugar en una asamblea espiritual, nuestros corazones son descubiertos, nuestros caminos son expuestos a la luz; y ese ejercicio que debió haber ocurrido en privado — incluso el ejercicio tan necesario de juzgarnos a nosotros mismos — debe ocurrir cuando estamos a la Mesa del Señor. Éste es un pobre y miserable trabajo para nosotros, pero prueba el poder de la presencia de Dios en la Asamblea. Es preciso que el estado de cosas esté miserablemente bajo en la Asamblea para que los corazones no sean así descubiertos y manifestados. Es una admirable evidencia de poder espiritual en la Asamblea cuando personas sin principios, descuidadas, carnales, mundanas, ambiciosas, amantes del dinero y sin conciencia son repelidas por la propia intensidad de la atmósfera divina. La Asamblea de Dios no es lugar para tales personas. Ellas pueden respirar más libremente fuera.
No podemos menos que juzgar a aquellas multitudes que se han apartado del terreno de la Asamblea porque su andar práctico no estaba de acuerdo con la pureza del lugar. Sin duda que es fácil, en todos los casos semejantes, encontrar una excusa para la conducta de aquellos que son dejados atrás. Pero si en todos los casos las raíces de los hechos fuesen puestas al desnudo, encontraríamos que muchos dejan la Asamblea por causa de su incapacidad o aversión a soportar la luz escrutadora. “Tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre” (Salmo 93:5). El mal debe ser juzgado, pues Dios no puede aprobarlo. Si una asamblea lo tolera, no es para nada la Asamblea de Dios aunque esté compuesta de cristianos, como decimos. Pretender ser una asamblea de Dios y no juzgar falsas doctrinas y malos caminos, implicaría la blasfemia de decir que Dios y la iniquidad pueden habitar juntos. La Asamblea de Dios debe guardarse pura a sí misma porque ella es el lugar donde él mora. Los hombres pueden consentir el mal y llamar a esta actitud liberalidad y magnanimidad; pero la casa de Dios debe conservarse pura a sí misma. Que esta gran verdad práctica penetre profundamente en nuestros corazones y produzca su influencia santificadora sobre nuestro curso y nuestro carácter.
4. La Autoridad Según La Cual Se Reúne La Asamblea
Pocas palabras serán suficientes para manifestar, en último término, «la autoridad» conforme a la cual se reúne la Asamblea de Dios. Esa autoridad es la Palabra de Dios solamente. El estatuto de la Asamblea es la eterna Palabra del Dios vivo y verdadero. No lo son las tradiciones, ni las doctrinas, ni los mandamientos de los hombres. Un pasaje de la Escritura al cual nos hemos referido más de una vez, en el curso de este escrito, contiene, simultáneamente, el estandarte alrededor del cual se reúne la Asamblea, el poder por el cual se reúne y la autoridad según la cual está reunida: “el Nombre de Jesús”, “el Espíritu Santo” y “la Palabra de Dios.”
Ahora bien, estos tres elementos son los mismos en todo el mundo. Sea que se vaya a Nueva Zelanda, a Australia, al Canadá, a Londres, a París, a Edinburgo o a Dublín, el centro, el poder que reúne y la autoridad son una misma cosa. No podemos reconocer otro centro más que Cristo, ninguna otra energía que congregue además del Espíritu Santo, ninguna otra autoridad que no sea la Palabra de Dios, ninguna otra característica salvo la santidad de vida y la pureza de la doctrina.
Tal es la Asamblea de Dios, y no podemos reconocer ninguna otra. Podemos reconocer a los santos de Dios, amarlos y honrarlos como tales, dondequiera que los encontremos; pero a los sistemas humanos los consideramos deshonrosos para Cristo y hostiles al verdadero interés de los santos de Dios. Anhelamos ver a todos los cristianos en el verdadero terreno de la Asamblea. Creemos que éste debe ser el lugar de real bendición y de testimonio eficaz. Creemos que hay un carácter de testimonio producido por la Asamblea que no podría existir si la Asamblea estuviera dividida y cada miembro fuese un Whitefield por su poder evangelizador. Decimos esto sin desmedro de la obra evangelizadora. Dios no lo permita. Quisiéramos que todos fuesen Whitefield. Pero no podemos cerrar nuestros ojos al hecho de que muchos menosprecian con frecuencia la Asamblea bajo el pretexto de salir a evangelizar; y cuando rastreamos sus pasos y examinamos los resultados de su obra, encontramos que no tienen ninguna provisión para las almas que fueron convertidas por su intermedio. Parece que no supieran qué hacer con ellas. Extraen piedras de la cantera, pero no las ensamblan para hacer con ellas un edificio. Por consecuencia, las almas son dispersadas acá y allá, algunas siguen un curso inconstante, otras viven en el aislamiento, todas extraviadas con relación al verdadero terreno de la Iglesia.
Ahora bien, nosotros creemos que todas estas personas encontrarían su lugar en la Asamblea de Dios. Deberían ser agregadas a la Asamblea para tener “comunión en el partimiento del pan y en la oración.” Deberían “reunirse el primer día de la semana, para partir el pan”, pendientes del Señor Jesús para que él las edificase por boca de quien él lo deseara. Ésta es la senda sencilla, la idea normal, divina, la que tal vez exija más fe para ser realizada, a causa de las numerosas sectas que actualmente están en conflicto, pero, sin embargo, es el camino simple y verdadero con respecto a la congregación.
Prevemos, por supuesto, que todo esto será tildado de proselitismo, prejuicio y espíritu partidista por aquellos que parecen considerar como el más elevado ideal de liberalidad cristiana y magnanimidad hacia el cristianismo poder decir: «Yo no pertenezco a nada.» ¡Extraña y anómala posición! Se reduce simplemente a esto: es alguien que profesa el nihilismo con el objeto de eludir toda responsabilidad e ir con todos y con todo. Ésta es una senda muy fácil para la naturaleza — particularmente la afable — , pero veremos lo que resultará de ella en el día del Señor. Por ahora la consideramos como una positiva infidelidad a Cristo, de la cual quiera el buen Señor liberar a su pueblo.
Pero ninguno se imagine que nosotros querríamos así señalar oposición entre el evangelista y la Asamblea. Nada está más lejos de nuestros pensamientos. El evangelista debería salir del seno de la Asamblea en plena comunión con ella; debería trabajar no sólo para reunir las almas en torno a Cristo, sino también para llevarlas a la Asamblea, en la cual los pastores dotados por Dios las instruirían. No tenemos el menor deseo de cortarle las alas al evangelista sino tan sólo de guiar sus movimientos. Estamos maldispuestos para ver una auténtica energía espiritual derrochada en un servicio incierto o incompleto. Sin duda, es un gran resultado traer almas a Cristo. La unión de un alma con Cristo es un trabajo hecho para siempre. Pero los corderos y las ovejas ¿no deben estar reunidos y cuidados? ¿Alguien puede estar satisfecho de adquirir ovejas y luego dejarlas errar por donde ellas quieran? Seguramente que no. Pero ¿dónde deberían estar reunidas las ovejas de Cristo? ¿En los corrales dispuestos por el hombre o en la Asamblea de Dios? En la última, incuestionablemente, pues ella, aunque sea débil, despreciada, denigrada y maldecida, es el lugar apropiado para todos los corderos y ovejas del rebaño de Cristo.
Aquí, sin embargo, habrá responsabilidad, cuidado, ansiedad, trabajo, una constante necesidad de vigilancia y oración, todo lo que la carne y la sangre querrían evitar en lo posible. Hay algo muy agradable y atractivo en la idea de ir por todo el mundo como evangelista, teniendo a miles pendientes de sus labios y a centenares de almas como sellos de su ministerio; pero ¿qué deberá hacerse con esas almas? Mostrarles por todos los medios que su verdadero lugar está en la Asamblea de Dios, en la cual, a pesar de la ruina y apostasía del cuerpo profesante, ellas pueden gozar de la comunión espiritual, del culto y del ministerio. Ello implicará muchas pruebas y ejercicios penosos. Esto fue así en los tiempos apostólicos. Aquellos que realmente cuidaban del rebaño de Cristo tenían que derramar muchas lágrimas, hacer subir oraciones fervientes, pasar noches en vela. Pero también, con todo ello, gustaron la dulzura de la comunión con el Pastor principal; y, cuando él aparezca, aquellas lágrimas, oraciones y desvelos serán recordados y recompensados; mientras que los falsos pastores que, sin compasión, sólo toman el báculo pastoral para usarlo como un instrumento de crueldad contra las ovejas y de vergonzosa ganancia, tendrán sus rostros cubiertos con eterna confusión.
Podríamos concluir aquí si no fuera porque estamos ansiosos por responder a tres preguntas que podrían acudir a la mente del lector.
En primer lugar, se nos puede preguntar: «¿Dónde podemos encontrar lo que Ud. llama ‘la Asamblea de Dios’, desde los días de los apóstoles hasta el siglo XIX? Y ¿dónde la podemos hallar ahora?». Nuestra respuesta es sencillamente ésta: Tanto entonces como ahora, encontramos la Asamblea de Dios en las páginas del Nuevo Testamento. Poco importa para nosotros que Neander, Mosheim, Milner y otros numerosos historiadores eclesiásticos no hayan advertido, en sus interesantes investigaciones, ni trazas de la verdadera noción de la Asamblea de Dios desde el final de la era apostólica hasta el principio del corriente siglo. Es muy posible que haya habido, aquí y allá, entre las densas tinieblas de la Edad Media, “dos o tres” realmente reunidos en el Nombre de Jesús; o, al menos, que suspiraran tras esa verdad. Pero, de cualquier manera, esta verdad permanece completamente intacta. No edificamos sobre los documentos de los historiadores, sino sobre la infalible verdad de la Palabra de Dios; por eso, aunque pudiera probarse que por dieciocho siglos no hubo siquiera “dos o tres” reunidos en el Nombre de Jesús, ello no afectaría en absoluto la cuestión, la cual no es: ¿Qué dice la historia de la Iglesia? sino: ¿Qué dice la Escritura?
Si hubiera alguna fuerza en el argumento fundado sobre la historia, se aplicaría, igualmente, a la preciosa institución de la Cena del Señor. En efecto, ¿qué sucedió con esa ordenanza por más de mil años? Fue despojada de uno de sus grandes elementos, velada en una lengua muerta, enterrada en una tumba de superstición e intitulada: «Un sacrificio incruento por los pecados de los vivos y de los muertos». Y aun cuando, en el tiempo de la Reforma, se le permitió nuevamente a la Biblia que hablase a la conciencia del hombre y difundiera su viva luz sobre el sepulcro en el cual yacía la Eucaristía, ¿qué fue lo que se vio? ¿Bajo qué forma aparece ante nosotros la Cena del Señor en la Iglesia Luterana? Bajo la forma de consubstanciación. Lutero negó que el pan y el vino fuesen cambiados en el cuerpo y la sangre de Cristo, pero sostuvo — y ello, además, en feroz e inflexible oposición a los teólogos suizos — que había una presencia misteriosa de Cristo con el pan y el vino.
Pues bien, ¿no deberíamos celebrar la Cena del Señor, en medio de nosotros, según la orden consignada en el Nuevo Testamento? ¿Deberíamos adherirnos al sacrificio de la misa, o a la consubstanciación, porque la verdadera noción de la Eucaristía parece haber estado perdida para la Iglesia profesante durante tantos siglos? Seguramente que no. ¿Qué debemos hacer? Tomar el Nuevo Testamento y ver lo que dice al respecto, inclinarnos con reverente sumisión ante su autoridad, aderezar la Mesa del Señor en su divina sencillez y celebrar la fiesta según la orden dada por nuestro Amo y Señor, quien dijo a sus discípulos, y por consecuencia a nosotros: “Haced esto en memoria de mí.”
Pero también se nos puede preguntar: «¿No es más que inútil procurar realizar la verdadera noción de la Asamblea de Dios, viendo que la Iglesia profesante está en una ruina tan completa?.» Respondemos preguntando: ¿Debemos ser desobedientes porque la Iglesia esté en ruinas? ¿Debemos continuar en el error porque la dispensación ha fracasado? Seguro que no. Reconocemos la ruina, nos condolemos por ella, la confesamos, tomamos nuestra parte en ella y en sus tristes consecuencias, procuramos caminar silenciosa y humildemente en medio de ella, reconociendo que nosotros mismos somos muy infieles e indignos. Pero, aunque nosotros hayamos fracasado, Cristo no ha fracasado. Él permanece fiel; él no puede negarse a sí mismo. Él prometió estar con los suyos hasta el fin del siglo. La promesa formulada en Mateo 18:20 es tan segura hoy en día como hace casi 2.000 años atrás. “Sea Dios veraz y todo hombre mentiroso” (Romanos 3:4). Rechazamos completamente la idea de que los hombres se pongan a crear iglesias o se consideren con derecho a ordenar ministros. La consideramos como pura pretensión, enteramente desnuda de autoridad bíblica. Es la obra de Dios reunir una Iglesia y suscitar ministros. No nos atañe constituirnos en iglesia y ordenar funcionarios. Sin duda, el Señor es muy misericordioso y está lleno de compasión. Él soporta nuestra debilidad y gobierna nuestros errores y, si nuestro corazón le es fiel, aun en la ignorancia, él no dejará de conducirnos a una luz superior.
Pero no debemos usar la gracia de Dios como pretexto para actuar de un modo contrario a la Escritura, como tampoco debemos servirnos de la ruina de la Iglesia como excusa para aprobar el error. Tenemos que confesar la ruina, contar con la gracia y actuar con sencilla obediencia a la Palabra del Señor. Tal es la senda de bendición en todas las épocas. Los fieles del remanente, en los días de Esdras, no pretendían el poder y el esplendor de los días de Salomón, sino que obedecieron la Palabra del Señor de Salomón y su obra fue abundantemente bendecida. Ellos no dijeron: «Las cosas están en ruinas y, por consiguiente, más vale permanecer en Babilonia y no hacer nada.» No, ellos confesaron sencillamente sus propios pecados y los del pueblo, y contaron con Dios. Esto es precisamente lo que debemos hacer. Debemos reconocer la decadencia y contar con Dios.
Finalmente, si se nos preguntase «¿Dónde está la Asamblea de Dios actualmente?», responderíamos: Donde dos o tres están congregados en el Nombre de Jesús. Ésta es la Asamblea de Dios. Y nótese con cuidado que, a fin de obtener resultados divinos, es preciso estar en las condiciones divinas. Pretender aquellos resultados sin estar en estas condiciones, es sólo una vana ilusión. Si no estamos realmente congregados en el Nombre de Jesús, no tenemos ningún derecho a esperar que Él esté en medio de nosotros; y si Él no está en medio de nosotros, nuestra asamblea será un asunto de poco valor. Pero es nuestro feliz privilegio estar congregados de manera tal que podamos gozar de su bendita presencia entre nosotros, y, teniéndolo a Él, no necesitamos establecer a un pobre mortal para que nos dirija. Cristo es Señor de su propia casa; que ningún mortal se atreva a usurpar su lugar. Cuando la Asamblea se reúne para el culto, Dios dirige en medio de ella, y, si El es plenamente reconocido, la corriente de la comunión, de la adoración y de la edificación fluirá sin agitación, sin trabas y sin desvíos. Todo estará en armonía. Pero, si se permite que la carne actúe, el Espíritu será contristado y apagado, y todo se echará a perder. La carne debe ser juzgada en la Asamblea de Dios, lo mismo que debería serlo en nuestro andar individual de cada día. Debemos recordar también que los errores y faltas de la Asamblea no son argumentos válidos contra la verdad de la Presencia Divina allí, como no lo son tampoco nuestros errores y faltas individuales para ser usados contra la verdad bíblica de la morada del Espíritu Santo en el creyente.
Alguno puede decir: «¿Sois vosotros, pues, el pueblo de Dios?». La pregunta no es: «¿Somos nosotros el pueblo de Dios?», sino: «¿Estamos en el terreno divino?». Si no lo estamos, cuanto antes abandonemos nuestra posición será mejor. Que hay un terreno divino, a pesar de toda la oscuridad y confusión, difícilmente será negado. Dios no ha dejado a su pueblo expuesto a la necesidad de permanecer en conexión con el error y el mal. Y ¿cómo podemos saber si estamos o no en el terreno divino? Sencillamente por la Palabra divina. Probemos honesta y seriamente, mediante la confrontación con la Escritura, todo aquello con lo cual nos hallamos ligados, y, si no puede soportar la prueba, abandonémoslo de inmediato; sí, inmediatamente. Si nos detenemos para razonar o para pesar las consecuencias, seguramente equivocaremos nuestro camino. Deténgase Ud., ciertamente, para cerciorarse de cuál es el pensamiento del Señor, pero nunca para argumentar una vez que se ha cerciorado de él. El Señor nunca da luz para dar dos pasos a la vez. Él nos da luz y, cuando obramos en consecuencia, nos da más. “La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto” (Proverbios 4:18). ¡Preciosa divisa, alentadora para el alma! La luz “va en aumento.” No hay ninguna detención, ningún alto, ningún descanso en su logro. Ella “va en aumento” hasta que seamos introducidos en la cabal esfera de luz del perfecto día de gloria.
Lector, ¿está Ud. en este divino terreno? Si es así, aférrese a él con toda su alma. ¿Está Ud. en esta senda? Si es así, avance con todas las energías de su ser moral. Nunca se contente con algo inferior a lo que es Su morada en Ud. y a la conciencia de su cercanía respecto de él. No permita que Satanás le despoje de su propia porción al inducirle a quedarse en lo que no es más que un mero nombre. Que él no le tiente hasta el punto de hacerle tomar su ostensible posición por su real condición. Cultive la comunión íntima, la oración personal, el constante juicio de sí mismo. Esté alerta contra toda esa forma de orgullo espiritual. Cultive la humildad, la mansedumbre, el quebrantamiento de espíritu, la sensibilidad de conciencia en su propio andar privado. Procure combinar la gracia más dulce hacia los demás con el coraje de un león, cuando se trate de la verdad. Entonces será Ud. una bendición para la Asamblea de Dios y un testigo eficaz de la absoluta suficiencia del Nombre de Jesús.