La Paz con Dios: Como entrar en ella

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1. La Paz Con Dios: Cómo Entrar En Ella

La Paz Con Dios: Cómo Entrar En Ella

¿Cómo puedo llegar a tener paz con Dios? Él «ha hecho la paz mediante la sangre de Su cruz». Esto no lo niego; lo creo; pero no gozo de paz. ¿Cómo puedo tener esta paz yo mismo?
«Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios» (Ro. 5:1).
Bien, sé que así está escrito, pero no tengo esta paz; esto lo sé: Quisiera tenerla, y a veces me parece que no creo en absoluto. Le veo feliz: ¿Cómo se puede conseguir esta felicidad del alma?
Entonces, ¿usted no piensa que sea una presunción estar en paz con Dios en la certidumbre de Su favor, y por ello tener la seguridad de nuestra propia salvación?
Creo que por mi parte lo sería; pero veo esta seguridad en la Escritura, y por ello debe ser cosa cierta; y veo a algunos que gozan del favor divino, algunos en los que se ve como realidad. Pero no sé como alcanzarla. Me siento afligido cuando pienso en esto, aunque voy pasando de día en día como otros cristianos; pero cuando se suscita esta cuestión, sé que no tengo paz, que no tengo la seguridad de que el favor divino repose sobre mí, así como veo a usted y a otros gozando de este favor. Y es algo grave, porque si «justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios», como usted dice, y como sé que dice la Escritura, yo no tengo paz con Dios; entonces, ¿cómo puedo ser justificado?
La razón es que usted no posee el verdadero conocimiento de la justificación por fe. No digo que usted no esté justificado delante de Dios, pero su conciencia no ha entrado en posesión de ello. Los Reformadores, todos ellos, iban más lejos que yo. Todos ellos sostenían que si alguien no tenía la certidumbre de su propia salvación, no estaba justificado en absoluto. Ahora bien, todo el que cree en el Hijo de Dios queda, delante de Dios, justificado de todas las cosas. Pero hasta que no contempla esto como enseñado de parte de Dios, hasta que no interioriza el valor de la obra de Cristo, no tiene conciencia de ello en su propia alma, y, naturalmente, si es sincero, como lo es usted, no posee paz; y esta paz no queda sólidamente establecida hasta que conoce que está en Cristo, así como que Cristo murió por él; y el ir pasando de día en día de tantos cristianos, como usted lo expresa, es algo falso y vacío, algo que en un momento u otro tiene que desmoronarse. Es esto lo que a menudo causa angustia en el lecho de la muerte. Y el carácter de la actividad cristiana queda tristemente afectado y se hace como un deber, una especie de medio para ser feliz, en lugar de ser una actividad en el poder del Espíritu que realiza un alma en paz.
Si alguien es verdaderamente sincero, y camina delante de Dios, no puede reposar en su espíritu hasta que goza de paz con Él, y cuanto más profundos sean estos ejercicios de corazón, tanto mejor. Pero Él ha hecho la paz mediante la sangre de la cruz. Todos estos ejercicios resultan sencillamente en llevar a la superficie las malas hierbas, como cuando se ara y luego se grada un campo. Son útiles en este sentido, y necesarios; pero no son la cosecha que produce la fe en la obra consumada de Cristo. Su obra está acabada. Él, «ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado» (He. 9:26); y Él ha «acabado la obra que Su padre le había dado que hiciera» (cp. Jn. 17:4). Esta obra, que quita nuestro pecado, está completa y ha sido aceptada por Dios. Si acudes a Dios por Él, si tus pecados no han sido todos quitados mediante esta obra, de una manera completa y para siempre, entonces nunca podrán serlo, porque Él no puede volver a morir; y esta obra ha sido realizada toda por «un solo sacrificio por los pecados» (He. 10:12), pues en otro caso, como razona el apóstol en Hebreos 9: «le hubiera sido necesario padecer muchas veces».
Veo esto ahora más claramente, y que es una obra perfecta, acabada, hecha una vez para siempre.
¿Entonces, qué más quiere, para tener paz?
Es precisamente esto lo que quiero ver con claridad.
Antes de hablar de su estado y de sus dificultades, deseo de verdad que la obra misma quede expresada claramente y que la comprendamos bien. ¿Quién llevó a cabo esta obra?
Cristo, naturalmente.
¿Y qué puso usted de su parte en la realización de esta obra?
Nada.
Nada, desde luego, a no ser que digamos sus pecados. ¿Y a qué estado de su alma es de aplicación: a un estado de piedad o de impiedad?
¿Pero ... no debo ser santo?
Desde luego, porque somos llamados a «la santidad, sin la cual nadie verá al Señor». Pero, ¿ve usted con qué rapidez, y con qué instinto de justicia propia, se aparta de la obra de Cristo hacia su propia santidad — a lo que usted es? Es muy curioso lo que le cuesta al hombre captar aquello que expone la nulidad de sus obras y de su autoaprobación. Sin embargo, su deseo de santidad es el deseo que procede del hombre renovado. Si usted fuese indiferente a la misma, entonces la primera tarea debería ser despertar su conciencia, en lugar de hablar de paz; más bien, se trataría de quebrantar una falsa paz. Pero ahora estamos indagando acerca de cómo un alma angustiada puede hallar la paz.
Así es. A veces me siento tristemente indiferente, y eso es una cosa que me aflige; pero no tengo paz, y daría cualquier cosa por conseguirla.
No me cabe duda de que tal indiferencia retarda en cierto sentido que usted pueda encontrar la paz, pero tenemos que aprender con humildad lo que somos; el deseo de ganar una cantidad de dinero daría más empuje a muchas almas. Pero le repito mi pregunta: «Sencillamente, esta obra de Cristo ¿se aplica a su impiedad o a su piedad, o al menos a un estado mejorado?»
Pues sencillamente a mi impiedad, claro.
Sin duda alguna. Por consiguiente, no a su santidad, si hubiera alguna, ni a ningún estado mejorado. Sin embargo, ¿qué es lo que está usted esperando para conseguir la paz? ¿Acaso a un estado mejorado del alma?
Pues, sí, claro.
Entonces está en un error, porque aquello mediante lo que Cristo «ha hecho la paz» se aplica a su impiedad. Su deseo es correcto, pero está invirtiendo los términos, y pone el carro delante del caballo, según el dicho popular: está buscando ser santo para conseguir a Cristo, en lugar de acogerse a Cristo para adquirir la santidad.
Pero espero Su ayuda para alcanzarla.
Esto lo creo, pero está usted buscando Su ayuda, no acogiéndose a Su obra o derramamiento de sangre para la paz. Usted necesita justicia, no ayuda. Necesitamos Su ayuda cada momento cuando estamos justificados. Él es el autor de cada buen pensamiento en nosotros antes de ello. Pero esto no es paz, ni Su derramamiento de sangre, ni justicia. Con todo, esta búsqueda no queda sin fruto, porque nos lleva a ver que uno no puede conseguir lo que busca. No será de esta manera que encontraremos santidad, ni paz. Pero, al descubrir que no podemos, y que cuando «el querer el bien está en mí», encontramos empero que no lo está «el hacerlo» (Ro. 7:18). Entonces esto le llevará, por la gracia, y sabiendo que no hay bien en uno mismo, a aquello que sí nos da la paz —la obra de Cristo—y no al propio estado y a la obra de gracia en uno mismo. Desde luego, esta obra la lleva Dios a cabo; pero no es para llevarnos a contemplarla como el camino a la paz, sino a través de ella y más allá de nosotros mismos, de manera sencilla y absoluta a la obra de Cristo y a Su aceptación de parte de Dios. Pero pasemos ahora a esto: ¿dónde se encuentra usted delante de Dios?
No lo sé. Y esto es precisamente lo que me aflige.
¿Está usted perdido?
Espero que no. Naturalmente, por naturaleza estamos perdidos; pero tengo la esperanza de que hay una obra de gracia en mí, aunque a veces lo dudo.
Supongamos que usted estuviese ahora delante de Dios, y que se tuviera que decidir su caso, ¿dónde quedaría usted, si, como debe serlo en un juicio, se tuviera que decidir por sus obras? ¿Tiene usted confianza?
Tengo la esperanza de que iría bien: no puedo dejar de pensar que hay en mí una obra de gracia; pero no puedo pensar en el juicio sin temor.
Tengo confianza de que hay una obra de gracia en usted — esto no lo dudo; pero aquí tenemos el punto crucial de nuestra indagación: Lo que usted necesita es estar en presencia de Dios, y saber allí que si Dios entra en juicio con usted (como tiene que ser en justicia y respecto a su estado y obras) que, sencillamente, ¡usted estaría perdido! Usted es pecador, y un pecador no puede mantenerse en absoluto ante Dios en cuestión de juicio. No es ayuda lo que usted necesita allí —es decir, si nos encontramos realmente en presencia de Dios—, sino justicia, y esto es lo que usted no tiene (me refiero por lo que respecta a su propia fe y conciencia, por medio de y en las que poseemos dicha justicia). Sólo la justicia puede ser suficiente delante de Dios; y además es la justicia de Dios, porque nosotros no tenemos ninguna, y es sólo esta la que podemos encontrar. Y esto tampoco lo produce la obra de gracia en nosotros. Es por fe, mediante la obra de Cristo, y es en Él que la poseemos; es por medio de Él que Dios justifica al impío.
Esto se puede ilustrar con el caso del hijo pródigo. Hubo una obra de Dios en él; volvió en sí, descubrió que estaba pereciendo, y emprendió el camino hacia su padre. Al emprender camino reconoce sus pecados, y añade: «hazme como a uno de tus jornaleros»  (Lc. 15:19). Aquí tenemos sinceridad, conciencia de la bondad divina, y conciencia de pecado, y estaba extrayendo conclusiones acerca de lo que podría esperar cuando se encontrase con su padre; y así le sucede a usted. Él tenía lo que en la Cristiandad se llama humildad y una humilde esperanza; estaba extrayendo conclusiones al modo que usted lo está haciendo, conclusiones que demostraban —¿qué?— que nunca había conocido a su padre. Él no podría razonar acerca de cómo sería recibido cuando llegase a su encuentro, si lo había conocido. Cuando llegó ante su padre, no se encuentra ni palabra pidiendo que le hiciese «como a uno de sus jornaleros». Hubo la plena confesión de pecado, y su previa experiencia lo había conducido en sus harapos hasta su padre, en sus pecados (no amándolos, sino en ellos y confesándolos). El efecto del proceso anterior fue que entonces se encontró con Dios, respecto de su conciencia, en sus pecados, y esto era todo; y su padre se echó sobre su cuello —la gracia reinó— y que obtuvo el mejor vestido, representando a Cristo, la justicia de Dios, la cual no se la había proporcionado ningún progreso, y de la que antes no había poseído nada. Era algo nuevo que le fue conferido.
En presencia de Dios, lo que necesitamos es Cristo, no progreso; la justicia y justificación mediante Él, no ayuda ni mejora. Dios nos ha ayudado, o no hubiésemos llegado ahí. Ha habido progreso, pero el progreso ha consistido en traernos a la presencia de Dios, no para juzgar el progreso y tener esperanza por el mismo, sino para juzgar el pecado delante de Él y saber que Él no puede aceptar nada del mismo, y para encontrar a Cristo como nuestra perfecta aceptación delante de Él en lugar de nosotros —a Cristo, que ha llevado nuestros pecados— a Cristo, justicia nuestra, perfecta, absoluta y eterna. No es contemplando nuestro progreso que encontramos paz. Si así fuere, tendríamos que decir: «Justificados, pues, por la experiencia, tenemos paz para con Dios», pero esto no lo dice en absoluto la palabra de Dios. El verdadero progreso en cuanto a esto es ser conducidos a la presencia de Dios como meros pecadores totalmente perdidos, confesando nuestros pecados, y que «en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien»; y con ello a la conciencia de que estamos perdidos por lo que respecta a nuestra propia condición presente.
No es cuestión de lo que seremos, o de cómo se juzgará lo que somos en el día del juicio, sino el descubrimiento de lo que somos —de nuestros pecados concretos y de nuestra naturaleza pecaminosa— lo que es el verdadero tormento de un alma recta, y de obtener a Cristo en lugar de todo lo anterior —«el mejor vestido» en lugar de nuestros «harapos»—, cuando lleguemos a la presencia de Dios en ellos. Hemos encontrado a Cristo y hemos creído en Él. Él ha sido la propiciación por nuestros pecados, siendo que los llevó en Su propio cuerpo en el madero; y, teniendo a Cristo, Él es nuestra justicia; Dios condenó el pecado en la carne cuando Él se presentó en ofrenda por el mismo (Ro. 8:3), y nosotros no estamos «en la carne», sino «en Cristo». En lugar de Adán y sus pecados, es decir, nosotros mismos, tenemos a Cristo y el valor de Su obra.
Esto es verdad de cada uno que cree en Él, que acude a Dios por Él. Si nosotros fuésemos tan sencillos como la Escritura, lo captaríamos en el acto. Pero no lo somos, y tenemos que ser curados de la pretensión de propia justicia en nuestros corazones, y descubrir, como meros pecadores delante de Dios, que Dios, en amor, ha afrontado la cuestión de nuestros pecados y de nuestra naturaleza malvada, ha anticipado el día del juicio, y ha resuelto la cuestión del pecado para cada uno que acude a Dios mediante Cristo, «una vez para siempre», en la cruz (He. 10:10), ha resuelto la cuestión de aquellos pecados por los que yo hubiera tenido que responder en el día del juicio; y la ha resuelto quitándolos de en medio según Su propia justicia, y que allí quedó resuelta nuestra forma más plena de pecado en la carne contra Dios, es decir, nuestra enemistad contra Dios, cuando Dios hizo frente al pecado, en gracia hacia nosotros, pero en juicio contra el pecado. El pecado y Dios se encontraron en la cruz, donde Cristo fue hecho pecado por nosotros, y por Su muerte hemos muerto al mismo, y somos el fruto de la aflicción de Su alma delante de Dios. Él ha llevado los pecados de muchos, y se presentó para quitar de en medio el pecado —glorificó a Dios acerca del pecado en justicia en aquella hora trascendental. Él tomó sobre Sí lo que yo merecía; yo recibo el fruto de lo que Él ha hecho.
Hablando de forma práctica, yo acudo a Dios como Abel, con aquel sacrificio en mi mano; Dios tiene que aceptar su valor; yo tengo el testimonio de que soy justo: este testimonio se da acerca de mis dones; soy aceptado en conformidad al valor del sacrificio de Cristo a los ojos de Dios; y acompañando a esto está la confesión de un justo fin de mí mismo; no de una mejora en mi estado; acudo con Cristo en mi mano, por así decirlo, con mi Cordero inmolado, y el testimonio se da acerca de mi don. Dios contempla este don cuando yo acudo por medio del mismo, y no contempla mi estado, el cual, al acudir yo así, es manifiestamente el de un pecador y sólo un pecador, por lo que se refiere a sus propios merecimientos, excluido de Dios.
Pero, ¿acaso no debo yo aceptar a Cristo?
¡Ah, como el «yo» se introduce a través de los más benditos testimonios de los caminos de Dios para con nosotros en gracia. Yo digo: aquí está Cristo de parte de Dios para usted —el Cordero de Dios. Usted responde: «Pero, ¿acaso no debo yo...» No me sorprende. No es una reprensión de mi parte; es la naturaleza humana, mi naturaleza en la carne; pero, dígame: ¿no se sentiría usted feliz de tenerlo a Él?
Desde luego que sí.
Entonces, su verdadera pregunta no es acerca de aceptarlo, sino acerca de si Dios realmente se lo ha presentado realmente a usted, y la vida eterna en Él. Un alma sencilla diría: «¿Aceptar? ¡Cuán agradecido estoy de poderlo recibir!», pero como no todos son tan sencillos, diré algo acerca de esto también. Si usted hubiera ofendido gravemente a alguien, y un amigo trata de ofrecerle una reparación, ¿quién debería aceptarla?
Pues, la persona ofendida, claro.
Desde luego. ¿Y quién fue ofendido por sus pecados?
Pues, Dios, claro.
¿Y quién debe aceptar la satisfacción?
Pues, Dios es quien debe hacerlo.
Así es. ¿Cree usted que Él la ha aceptado?
Sin duda alguna.
Y Él está—
Satisfecho.
Y usted, ¿no lo está?
¡Claro! Ahora lo comprendo. Cristo ha llevado a cabo toda la obra, y Dios lo ha aceptado, y no puede haber ya más cuestión acerca de mi culpa o de mi justicia. Él es esto último por mí delante de Dios. ¡Es maravilloso! ¡Y tan sencillo! Pero, ¿cómo no lo he visto antes! ¡Qué torpeza de mi parte!
Esto es fe en la obra de Cristo, no nuestra aceptación, aunque la aceptamos bien dispuestos, ni creer que Dios lo ha hecho. Ya no tiene usted necesidad de indagar acerca de si cree. El objeto lo tiene ahora delante de su alma, visto por ella: lo que Dios ha revelado es conocido al verlo así por fe. Usted tiene la certidumbre de esto, no de su propio estado. Igual que usted ve la lámpara que tiene delante, no porque conoce el estado de sus ojos; usted conoce el estado de sus ojos al ver la lámpara. Pero usted dice: ¡Qué torpeza de mi parte! Cierto, es siempre así. Pero deje ahora que le pregunte qué estaba buscando: ¿a Cristo, o la santidad en usted mismo y un mejor estado de alma?
Pues ... la santidad y un mejor estado de alma.
No es extraño entonces que no viera a Cristo. Ahora bien, esto es lo que Dios designa como sujetarse a la justicia de Dios (cp. Ro. 10:3), encontrar una justicia que ni procede de nosotros ni está en nosotros, sino encontrar a Cristo delante de Dios, y el sometimiento de una orgullosa voluntad, mediante la gracia, para ser salvos mediante aquello que no es nuestro ni está en nosotros. Es Cristo en lugar del yo, en lugar de nuestro lugar en la carne. Si usted hubiera alcanzado paz en la manera en que la buscaba, ¿de quién se hubiera sentido satisfecho?
De mí mismo.
Precisamente. ¿Y que hubiera sido una cosa así? Nada verdaderamente real, y por así decirlo, hubiera significado la exclusión de Cristo, excepto como ayuda; excluyéndolo como justicia y paz. Y como un alma recta verdaderamente enseñada por Dios no puede realmente quedar satisfecha consigo misma, y aunque confiando en amor si anda con Dios, permanece sin paz, durante años quizá, hasta que se sujeta por fin a la justicia de Dios. Y ahora observemos otro punto: que el alma en paz con Dios puede ahora contemplar a Cristo para aprender. Él no sólo llevó nuestros pecados, y murió al pecado, y clausuró toda la historia del viejo hombre en la muerte para los que creen, habiendo ellos sido crucificados juntamente con Él, sino que Él ha glorificado a Dios en esta obra (Jn. 12:31, 33; 17:4-5), y de este modo ha obtenido un lugar para el hombre en la gloria de Dios, y un lugar de aceptación efectiva y presente, según la naturaleza y el favor de Dios a quién Él ha glorificado; y este es nuestro lugar delante de Dios. No se trata sólo de que el viejo hombre y sus pecados hayan quedado fuera de la vista de Dios, sino que estamos en Cristo delante de Dios; y de esto tenemos conciencia por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Jn. 14:20), aceptados en el Amado, y con el favor divino descansando sobre nosotros como sobre Él. Y así también Él habita en nosotros; y esto conduce a una verdadera santidad práctica. Somos santificados, apartados para Dios por Su sangre; pero lo somos en la posesión de Su vida, o de Él como nuestra vida, y del Espíritu Santo; y éstos, o, si usted quiere, Él mismo, viene a ser la medida de nuestro andar y de nuestra relación con Dios. No somos nuestros, sino comprados por precio, y nada inconsecuente con Su sangre, y con su precio y con su poder en nuestros corazones es digno de un cristiano.
Esto queda expresado de una manera hermosa en figuras en el Antiguo Testamento (cp. Lv. 14). Cuando un leproso quedaba limpio, además del sacrificio que se ofrecía, se ponía de la sangre en el lóbulo de su oído derecho, en el pulgar de la mano derecha y en el pulgar del pie derecho. Todo pensamiento, toda acción, y todo andar que no puedan pasar la prueba de aquella sangre quedan excluidos del pensamiento y de la vida del cristiano. Qué dicha, quedar liberados de este mundo y del cuerpo de pecado en la práctica, y tener aquella preciosa sangre como el motivo, la medida y la seguridad de ello; que todo aquello que contrista al Espíritu Santo de Dios, por quien somos sellados cuando somos así rociados, es indigno de un cristiano, al considerar que habita en Él. Y aquella preciosa sangre, y el amor de Cristo manifestado al derramarla, vienen a ser el motivo, y el Espíritu Santo el poder, de la devoción y del amor al andar como Cristo anduvo. Si estamos en Cristo, Cristo está en nosotros; y lo sabemos por el Consolador que nos ha sido dado (Jn. 14); y nosotros somos la carta de Cristo en este mundo: la vida de Jesús se debe manifestar en nuestro cuerpo mortal.
Pero su norma es muy elevada.
Es sencillamente lo que tenemos en la Escritura. «El que dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo» (1 Jn. 2:6). Es Dios mismo que nos es presentado como modelo, siendo Cristo la expresión de lo que es divino en un hombre. «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante» (Ef. 5:1). Y aquí no hay límite: «En esto hemos conocido el amor, en que Él puso Su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos» (1 Jn. 3:16). «Ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz» (Ef. 5:8). Pero aquí se puede observar que no hay nada legalista, nada por lo que estemos tratando de justificarnos a nosotros mismos delante de Dios. Muchos dirían que la plena gracia y seguridad nos dan libertad para hacer como nos plazca; que, si somos totalmente salvos, ¿cuáles son los motivos o la necesidad de ningunas obras? Pero este es un argumento odioso. Como si no hubiera ningún otro motivo para obrar que «salvarnos», ningún otro motivo que una esclavitud y obligación legal, y que, si somos salvos, todo motivo se desvanece. ¿Acaso los ángeles no tienen un motivo? Un razonamiento así es un error total, un extravío absoluto, en el que no podríamos caer en cosas humanas. ¿Qué diríamos de la manera de razonar de alguien que nos dijese que los hijos de alguien están exentos de toda obligación porque son ciertamente y siempre sus hijos? Yo diría que ellos están siempre y ciertamente bajo obligación, precisamente porque son siempre y ciertamente sus hijos, y que si no lo fuesen, la obligación se desvanecería.
Esto está bien claro, aunque nunca lo había pensado así. Pero, ¿no querrá usted decir que no teníamos ninguna obligación antes de ser hijos de Dios?
No, no digo tal cosa, sino que no estábamos bajo aquella obligación en concreto. Uno no puede estar bajo la obligación de vivir como cristiano hasta que se es cristiano. Sí que estábamos bajo la obligación de vivir como los hombres debieran vivir, como hombres en la carne delante de Dios; y el perfecto criterio de esto era la ley. Pero en base a dicho criterio estábamos completamente perdidos, como ya hemos visto. Ahora estamos plenamente salvados, aquellos que creemos por gracia, y somos todos los tales hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Y nuestros deberes son los que corresponden a los hijos de Dios. Los deberes siempre emanan, como también los afectos correspondientes, de las relaciones en las que estamos, y la conciencia de la relación es la fuente y el carácter del deber; aunque nuestro olvido de la misma no altera la obligación. Y así, la Escritura siempre dice: «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados» (Ef. 5:1); «Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia» (Col. 3:12). Los afectos y deberes que se corresponden emanan de la posición en la que ya nos encontramos; nunca son el medio para alcanzar dicha posición. Gozamos de ella cuando andamos de manera correspondiente; más bien, gozamos de la luz y del favor de Dios, de comunión con Él en dicha posición. Pero, observemos, nuestro fallo en fidelidad no lleva a dudar de la relación, sino, debido a que estamos en ella, a censurarnos por nuestra inconsecuencia con nuestra posición. Es aquí que entra la actuación de Cristo como nuestro abogado, y otras verdades acerca de las que no puedo tratar ahora, pero que son del mayor valor en su lugar. Sólo quiero hacer notar que la abogacía de Cristo no es el medio por el que obtenemos justicia, sino que está fundada en dicha justicia y en que Cristo ha llevado a cabo la propiciación por nuestros pecados. Tampoco se trata de que acudimos a Él para que actúe abogando por nosotros, sino que Él se presenta por nosotros porque hemos pecado. Cristo ya había rogado por Pedro antes que él hubiera siquiera cometido el pecado (Lc. 22:32), y precisamente por aquello que era necesario; no para que no fuese zarandeado; lo necesitaba; pero para que su fe no faltase cuando fuese zarandeado. ¡Ah, si supiéramos cómo confiar en Él! Veamos cómo, en medio de Sus enemigos, lanzó una mirada hacia Pedro en el momento preciso para quebrantar su corazón!
¡Qué sencillas se ven las cosas cuando contemplamos la palabra de Dios; y cómo cambia todos nuestros pensamientos acerca de Dios! ¡Uno entra en un estado totalmente nuevo!
Cierto, muy cierto, y esto lleva a otros dos puntos que querría hacer observar. Hemos contemplado la obra de Cristo como dando satisfacción, más aún, glorificando a Dios, porque teníamos que ver cómo se podía obtener la justicia. Pero debemos recordar que fue el soberano amor de Dios el que dio a Cristo, y que en este mismo amor Él se ofreció a Sí mismo por nosotros. No es para nosotros que reina la justicia; esto será desde luego cierto en el porvenir, cuando el juicio vuelva para justicia, cuando Dios vendrá y juzgará la tierra. Pero para nosotros reina la gracia, la bondad soberana, Dios mismo, mediante la justicia, una justicia divina, como hemos visto, que nos da un puesto en la gloria en presencia de Dios en conformidad con la aceptación de Cristo, y como Él. Es la gracia soberana la que da a un pecador un puesto con el Hijo de Dios, hecho conformes a Su imagen. Sin embargo es en justicia; porque Su sangre y obra reclaman plena y necesariamente tal puesto, como hemos visto en Juan 13 y 17. Y ahora «nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo» (Ro. 5:11). Lo conocemos como amor (y este amor como la suma de todo nuestro gozo y bendición), pero en justicia en Cristo, porque somos hechos justicia de Dios en Él. Conocemos a Dios en amor, y somos reconciliados con Él. Es un lugar bendito, un lugar de afectos santos y de reposo en paz. Tenemos comunión con el Padre y con Su Hijo Jesucristo. ¿Qué es la comunión?
Está claro, pensamientos, gozos y sentimientos en común.
Pensemos en esto —con el Padre y con Su Hijo Jesucristo!
Esto es maravilloso. Me es difícil abarcarlo.
Bien, tenemos que buscar que Cristo habite por la fe en nuestros corazones, quedando arraigados y cimentados en amor, a fin de ser capaces de comprender. Pero si el Espíritu Santo que habita en nosotros es la fuente de nuestros pensamientos, gozos y sentimientos, aunque podamos ser unos seres pobres y débiles, no podrán ser discordantes con los del Padre y el Hijo. ¿No se deleita el corazón del cristiano en Cristo, en Sus palabras, en Su obediencia, en Su santidad, en Su sacrificio de Él mismo a la voluntad del Padre? ¿Y no se deleita el Padre en todo ello? Nosotros desde luego de una manera muy deficiente y limitada; Él, infinitamente; pero el objeto es el mismo. Él es el escogido de Dios y precioso, y para los que creen, Él es precioso. No voy más allá que citar esto como una ilustración. Esta es una cuestión de la vida diaria y de diligencia de corazón; pero se puede comprender que aquello que procede del Espíritu Santo tiene que amoldarse a la mente del Padre y del Hijo.
Esto es evidente, pero, ¡es tan nuevo para mí! ¡Me encuentro dentro de un mundo tan diferente! Si esto es así, ¿dónde estamos todos nosotros?
Esto dejaré que usted lo pondere, y que escudriñe la palabra para ver si estas cosas son así; si acaso la Escritura, que reconoce plenamente que pasamos a través de ejercicios de corazón en nuestra andadura hacia todo ello, contempla jamás al cristiano como algo menos que perdonado y aceptado en el Amado, o lo conoce más bien como uno que no ha recibido «el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!»
Pero, si aceptamos esto, entonces hay un pasaje de las Escrituras que no comprendo. Se nos manda: «Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe»; y lo que usted ha expuesto, me parece, descarta esto.
No se nos manda tal cosa. Muchas almas sinceras están haciendo esto mismo, y de natural todos pasamos por este camino.
Pero está ahí, en la Escritura.
Estas palabras forman parte de una oración en 2 Corintios 13:3,5. Pero el comienzo de la oración es este: «pues buscáis una prueba de que habla Cristo en mí ... [luego hay un paréntesis] ... examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe». Lo que aquí tenemos es una respuesta mordaz. Los corintios habían puesto en duda que Cristo hablase mediante Pablo y la realidad de su apostolado, como se puede ver leyendo ambas epístolas. Y les dice, como argumento final: «Será mejor que os examinéis a vosotros mismos: ¿cómo llegasteis a ser cristianos?», porque él había sido el medio de la conversión de ellos. Por esto añade luego: «¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?» ¿Cómo llegó a estar Él allí? Está apelando a la certidumbre de ellos para demostrar su apostolado, para vergüenza de ellos: pero lo que no hay es un mandamiento a examinarnos si estamos en la fe. Está muy bien examinar si estamos viviendo como es digno de esta fe, pero entonces estamos hablando de algo muy diferente. Un hijo hace bien en hacer esto con referencia a su conducta; sería muy triste hacer lo otro y examinar si es realmente hijo. La conciencia, la conciencia inalienable de una relación, es algo diferente de ser coherentes con ella; y no debemos confundir lo uno con lo otro. La pérdida de la conciencia de la relación (que, no obstante, no creo que suceda cuando se posee realmente, excepto en casos de una disciplina divina por pecados) destruye el fundamento del deber y la posibilidad de los afectos que se corresponden con la misma. Examinemos bien este pasaje en su contexto.
Lo veo bien claro. No hay nada que complete la cláusula, «pues buscáis una prueba de que habla Cristo en mí,» si no la conectamos con esto. Y, en todo caso, el sentido del razonamiento del apóstol queda claro, apela a la certidumbre de ellos: «¿O no os conocéis a vosotros mismos?» Esto último carecería de sentido si tuviesen el deber de examinarse si era así. Pero, ¿adónde habríamos llegado con la Escritura?
Más bien, ¿adónde habríamos llegado sin ella? No se lee e indaga como se debiera. Hágalo, y la verdad se le aclarará: sólo que con toda certeza necesitamos la gracia de Dios y buscarlo a Él, para poder recibir «como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada».
Tengo un punto todavía que quiero tratar rápidamente, para clarificar nuestros pensamientos sobre el tema acerca del que estamos indagando. Al recibir a Cristo recibimos la vida. «Y éste es el testimonio», dice Juan: «que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en Su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida» (1 Jn. 5:11-12). Entre esta vida y la carne no hay ningún pensamiento en común. Si no somos conscientes de la redención, ser vivificados (sin salir de bajo la ley y del sentimiento de nuestra responsabilidad) nos pone en aflicción de corazón al encontrar el pecado en nosotros, como vemos en Romanos 7. Si somos conscientes de la redención, y hemos sido sellados por el Espíritu, con todo «el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne» (Gá. 5:17); son contrarios como siempre entre sí. Pero si somos guiados por el Espíritu, no estamos bajo la ley. Ahora bien, usted ha estado tratando de llegar a conclusiones esperanzadoras intentando encontrar señales de vida en usted mismo; poseyendo sólo una comprensión general acerca de la bondad de Dios, que siempre acompaña a la verdadera conversión, fortalecida por el conocimiento de que Cristo murió. Pero todo este razonamiento acerca de usted mismo no es en absoluto fe en la redención. Esto lo dejó a usted todavía en perspectivas del juicio, aunque con una mejor esperanza; o, al menos, si al contemplar la cruz usted veía que allí estaba lo que usted necesitaba como pecador, seguía buscando alguna cosa mejor dentro de usted mismo; no podía decir que poseía lo que usted necesitaba en la cruz —más aún, que era el fruto de la misma, por lo que hace a su estado delante de Dios; y cuando se volvía para hacer frente al juicio, su estado no podía darle ninguna buena esperanza ante el mismo. La vida no es redención. Ambas cosas pertenecen al creyente, pero son cosas diferentes. Usted buscaba pruebas de vida, y concluía que, si estaban allí, podría pasar bien por el juicio; ¡y quizá, de alguna manera vaga, introducía a Cristo como suplemento!
Creo que ha descrito mi caso bastante bien.
Ahora bien, cuando las personas viven en cercanía de Dios con sencillez de corazón, predomina la conciencia de la bondad de Dios, y hay el sabor de la piedad; pero cuando no lo hacen así, hay intranquilidad y agitación; predomina una conciencia acusadora, y se sienten infelices, o incluso profundamente atemorizadas. Pero en ninguno de ambos casos se conoce realmente la redención; no se conoce que Cristo ha tomado nuestro puesto en el juicio y que nos ha dado el Suyo en gloria, y que sólo nos queda esperar la adopción misma, la redención del cuerpo. La manera en la que las Escrituras unen estas dos verdades es en la resurrección de Cristo. Ahí está el poder de la vida y el sello de la aceptación de Su obra —Su salida plena fuera de las consecuencias de nuestro pecado para entrar en otro estado. Y así nosotros con Él. Estábamos muertos en pecado, expuestos al juicio, y bajo muerte; Cristo desciende del cielo, cumpliendo al morir la obra de quitar nuestro pecado; y nosotros estamos muertos con Él; y luego Él y nosotros con Él somos resucitados, en consecuencia de la obra consumada y de la aceptación de la misma por parte de Dios. Él nos ha vivificado juntamente con Él, perdonándonos todos los pecados. Se trata de vida, cuyo pleno poder divino se manifiesta en resurrección; no sólo se trata de la comunicación de la vida eterna, sino de la liberación que nos sitúa fuera del estado en que estábamos, y de nuestra entrada en otro diferente; no externamente todavía, claro, pero de forma real por la posesión de esta vida. La redención significa, aunque mediante precio, una liberación que me saca del estado en que estaba, y que me introduce en otro, en libertad. Por ello hablamos de la redención del cuerpo, que todavía no tenemos. La vida por sí misma no da esto; por medio de ella sentimos la carga del antiguo estado en que nos encontramos; pero cuando descubrimos que estamos también redimidos, sabemos que hemos sido traídos, al precio de la muerte de Cristo, fuera del viejo estado en Adán en que estábamos, y a Cristo. De ahí que tenemos «confianza en el día del juicio; pues como Él es, así somos nosotros en este mundo».
No puedo seguir del todo el curso de los conceptos escriturarios que usted menciona. Tendré que aprender estas cosas; pero veo la diferencia entre la redención y la vida, aunque ambas cosas las tenemos ahora en Cristo. Él ha muerto y ha resucitado. Supongo que tenía vida antes; pero ahora he comprendido también, en cierta medida, la redención.
Sí, claro que usted estaba redimido. Y con seguridad Dios había obrado en gracia con usted, como usted decía; pero, como ya se ha dicho, usted contemplaba esto con vistas a un Dios de juicio, con vislumbres del amor divino, pero no tenía fe en una redención consumada. Vea como el razonamiento del Apóstol es de aplicación a esto en Romanos 5:19: «por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos». Entonces, cuando la carne reacciona diciendo: «Entonces puedo vivir en pecado», ¿cuál es la respuesta? La respuesta es: ¡No, de ningún modo! Esto significaría ponerse de nuevo bajo las demandas de la ley, y destruir de nuevo lo que se enseña acerca de la obediencia de Cristo. En absoluto: «los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?» Usted ha sido bautizado a la muerte de Cristo, y es cristiano al tener parte en Su muerte. ¿Cómo, si ha muerto con Él al pecado, puede vivir en pecado? Ahora somos libres para presentarnos a Dios, como vivos de entre los muertos.
Bien, en tanto que los viejos fundamentos permanecen, esto hace de todo algo nuevo. No es en absoluto la misma manera de presentar el cristianismo. Tengo que meditarlo, aunque ya contemplo de manera bien diferente mi fundamento para la paz; o, mejor dicho, tengo dicho fundamento para la paz, y antes no lo tenía. Pero veo que todo esto está en la Escritura, y tengo que escudriñarlo.
La verdad es que la gran mayoría de cristianos genuinos y sinceros están como los de fuera, con la esperanza de que todo vaya bien cuando entren; en lugar de estar adentro y manifestar lo que allí está ante el mundo, como carta de Cristo.
Pero según usted deberíamos ser cristianos radicales, muertos, como usted dice, al mundo y a todo.
Desde luego. «El hombre de doble ánimo es inconstante en todos sus caminos» (Stg. 1:8). Es el ojo sencillo el que hace que todo el cuerpo se llene de luz. No somos nuestros. El nuevo hombre no puede tener sus intereses aquí; sí su servicio, igual que Cristo lo tuvo; en nada tuvo Él aquí Sus intereses. Somos crucificados al mundo, y el mundo a nosotros; y así hemos crucificado la carne con sus pasiones y deseos. Es preciso recordar que la carne codicia contra el Espíritu, y que esto precisa de vigilancia, por lo que se refiere a nuestra peregrinación por el desierto: «ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor»; y esto no porque nuestra posición sea incierta, sino «porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Fil. 2:12-13); y es arriesgado mantener la causa de Dios cuando la carne está en nosotros, y Satanás dispone del mundo para obstaculizarnos y engañarnos. Pero no se desanime, porque Dios está obrando en usted; mayor es Aquel que está en nosotros que el que está en el mundo. No puede encontrarse con las dificultades del desierto a no ser que haya sido redimido de Egipto. «Bástate mi gracia», nos dice Cristo. «Mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Co. 12:9). «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Ro. 8:31). El secreto reside en la humildad de corazón y en la conciencia de nuestra dependencia, mirando confiados a Cristo, que nos ha salvado y nos ha llamado con llamamiento santo. Nunca desconfiará demasiado de sí mismo, ni confiará demasiado en Dios. Por la redención es llevado a Dios, y se encuentra en el lugar de Su pueblo, y ahora (podemos decir esto de Sus hijos, y de la iglesia, como tales) es puesto aquí para manifestar Su gloria. El verdadero conocimiento de la redención nos introduce en una perfecta paz, en una verdadera y constante dependencia del Redentor. Pero si no se tiene lo primero, no se puede tener lo segundo; y no se puede andar con Dios si no se está reconciliado con Él.
Es verdad. No crea que quiero plantear objeciones: pero tengo todavía una pregunta que hacer; quiero clarificar estas cuestiones. Se nos ha enseñado a depender de las promesas de Dios y a confiar en ellas para nuestra salvación; este es el lenguaje que oímos constantemente, y no veo, si usted está en lo cierto, cómo vincular exactamente esto con confiar en las promesas para salvación; y desde luego deberíamos poder hacerlo.
La respuesta es muy simple, y me alegra que haya planteado esta cuestión. Es precisamente en estas cuestiones que tenemos que indagar. Confiar en las promesas de Dios es algo ciertamente correcto; esto es cierto; y además tenemos promesas sumamente preciosas. Pero, dígame: ¿hay alguna promesa de que Cristo vendrá y morirá y resucitará de nuevo?
No: Él ha venido, ha muerto y ha resucitado, y está a la diestra de Dios.
Así, esto no puede ser una promesa, porque es un hecho consumado. Para Abraham era una promesa, e hizo bien en creerla como tal. Para nosotros es un hecho consumado, y tenemos que creerlo como tal. Y así es como habla la Escritura. Él creyó que aquello que Dios había prometido era también poderoso para hacerlo. Pero creemos que aquello cuya eficacia nos salva Él ya lo ha llevado a cabo. Sería incredulidad tratarlo como todavía una promesa; y así está escrito: «a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro» (Ro. 4:24). Encontraremos ambos pasajes juntos, hablando acerca de esta precisa cuestión, al final de Romanos 4. Por lo que se refiere a ayuda en nuestro peregrinar hacia nuestro destino, hay muchas y maravillosas promesas. «No te desampararé, ni te dejaré» (He. 13:5). «Fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir» (1 Co. 10:13). «[Mis ovejas] no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano» (Jn. 10:28). «El cual también os confirmará hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo» (1 Co. 1:8). Podría citar muchas otras que ofrecen la mayor consolación y que son de gran valor para nosotros en medio de las dificultades del camino. Pero la obra en la que tengo que creer como la que me justifica y me reconcilia con Dios, como aquella única que quita perfectamente mis pecados y me redime para Dios, no es una promesa, ni puede ser considerada como tal. Es un hecho consumado, una obra ya aceptada por Dios.
Queda claro; en verdad, nada puede ser más sencillo y claro cuando se expone. Lo que justifica ante Dios no es una promesa, en absoluto, sino un hecho consumado. Nunca había observado este pasaje en Romanos 4. Queda muy claro. ¡De qué manera tan descuidada llegamos a leer las Escrituras! Pero, desde luego, la verdad que usted expone resulta evidente por sí misma.
Déjeme ahora, ya que hemos tocado este punto, que le llame la atención a otra cosa acerca de la forma en que se expone la obra y el testimonio de la gracia. Puede observar que en el pasaje en Romanos 4 se menciona, no «creer en Cristo», cosa por otra parte muy cierta, sino «en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro». Igual con Pedro, «mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria» (1 P. 1:21). Y así habla el mismo Señor acerca de Su venida al mundo: «El que oye mi palabra, y cree al que me envió...» (Jn. 5:24). Y en realidad conocemos a Dios mismo solamente al conocerlo mediante Cristo. Si lo conozco así, lo conozco como Dios nuestro Salvador; como Aquel que no escatimó a Su propio Hijo por mí: como Aquel que, cuando Cristo estaba muerto por haber llevado nuestros pecados, lo levantó de los muertos. En una palabra, no sólo creo en Cristo, sino en Aquel que ha dado a Cristo y que ha reconocido Su obra; que ha dado al hombre gloria en Él; como un Dios que vino a salvar, no como uno que está esperando poder juzgarme. Creo en el por medio de Cristo. Cuando Israel hubo pasado el Mar Rojo, creyeron en un Dios que los había liberado y llevado a Sí mismo; y así es conmigo. No conozco otro Dios que este. Si creo en Él por Cristo, espero una promesa, la redención del cuerpo, como el pleno resultado de Su obra. Así el cristianismo nos proporciona afectos presentes, en paz, en una relación conocida, y el poder capacitador de la esperanza; las dos cosas que dan bendición y energía al hombre respecto de su posición; porque el amor es la fuente de todo. Amor, porque Él nos amó primero; y encontrar nuestro gozo en Él; amor hacia otros, como partícipes de Su naturaleza, y Cristo habitando en nuestros corazones, de modo que el amor nos constriñe.
Usted presenta al cristiano como una persona maravillosa en el mundo; pero somos muy débiles para una posición así.
Nunca podría presentarlo en mis palabras como Dios lo presenta en las Suyas. En cuanto a nuestra debilidad, cuanto más la sintamos, tanto mejor. El poder de Cristo se perfecciona en nuestra debilidad.