11: El Hechicero Atemorizado

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Reuní al personal. La enfermera principal y yo habíamos estado pensando seriamente varios días y al fin estábamos en condiciones de poner en marcha un plan en el que habíamos soñado por largo tiempo. Daudi estaba sentado en una banqueta de tres patas. Sechelela, con su bisnieta a la espalda, estaba en un banco, junto a Yuditi, la maestra, mientras Kefa y Sansón compartían un tanque de petróleo como asiento. La enfermera estaba en mi sillón de escritorio y yo me quedé de pie para hablar al grupo.
—Desde hace mucho hemos estado haciendo averiguaciones y parece que algunos de los jefes están impidiendo que la gente venga al hospital porque los hechiceros les dan vacas para que lo hagan.
—Es cierto, Bwana —dijo Daudi, confirmándolo con la cabeza.
—Bueno, vamos a hacer una exhibición especial para los jefes —dije—. Los invitaremos a venir. Traeremos al bwana comisionado provincial (un alto oficial del gobierno) y le mostraremos nuestro trabajo, nuestros microscopios, la forma en que administramos nuestras medicinas. Las alumnas de la escuela de enfermeras les harán demostraciones de curaciones. Daudi les dará una conferencia sobre dudus y les mostrará los insectos y microbios por los lentes de aumento de los microscopios. Traeremos a personas que han estado enfermas y que ahora se han recuperado. Miren, tengo fotos de algunas de ellas cuando vinieron aquí y ellos podrán ver la diferencia. Les mostraremos el laboratorio y cómo se preparan las medicinas.
Hubo un movimiento general de cabezas diciendo que sí.
Bwana, es una buena idea —dijo Kefa—. Mira, así podrán opinar por sí mismos sobre el valor de nuestro trabajo.
—Yo también pienso que es una buena idea, y todos debemos hacer nuestra parte —dijo Sansón.
—Sí, yo reuniré a los niños para que vengan a la clínica —dijo Yuditi— y le pediremos a los jefes que traigan a sus mujeres e hijos y, bueno, ellos verán la diferencia entre sus hijos y los que han venido a la clínica.
Pero Sechelela sacudió la cabeza.
Bwana, no les demos demasiado para pensar a la vez. Primero hagámoslos reír y entonces escucharán y recordarán.
—Y así podremos dar un buen golpe a la hechicería mostrando al pequeño Mbuli en el momento adecuado —comenté.
Miré Sechelela.
—Sí, eso es sabio, pero, ¿cómo lo haremos? —dijo.
— ¿Qué opinan? —pregunté al personal.
Bwana, es buena idea —dijo Daudi—. A la gente de nuestra tribu le gustan los cuentos, especialmente los cuentos de animales. ¿No podríamos hacer una representación sobre esta historia que yo leí el otro día?
Todos se rieron en la habitación.
—Vamos, Daudi, cuéntanos cuál es esa última historia.
Se sentó cómodamente, se apoyó contra la pared, estiró los pies y dijo:
—El piojo le dijo a la cucaracha...
Yo miré a la enfermera y ella se sonrió:
—Daudi, ¡espero que sea una buena historia!
Él se rio y continuo:
—El piojo le dijo a la cucaracha: “El hombre es mi más antiguo enemigo y la mujer es mi más antigua enemiga y yo sé cómo tratarlos a los dos. Sé cómo esconderme y sé cómo correr. Me gustan las ropas sucias con arrugas y los vestidos mugrientos; me gustan los pantalones viejos y me gustan todas las cosas roñosas. Me encantan las personas que usan esas prendas, aunque me odien y me persigan. Mientras yo tenga piernas y la sabiduría de mis antepasados, me escaparé de la furia de esa gente, porque yo y mis hijitos estaremos bien escondidos en su ropa. Pero aborrezco a la mujer que pone agua en un cacharro, y el cacharro lo pone sobre el fuego para lavar la ropa y la ropa de su familia, y la pone a hervir en el cacharro. Mi amigo, cuando pienso en esas cosas, me muero. Cuando veo cierta clase de mujeres: aseadas, ordenadas, pulcras, sin una mancha encima, con el cuerpo como el de un recién nacido, bueno, yo sé cómo vive esa mujer y su familia. ‘Allí tienen a su gran enemiga’ le digo a mi familia. ‘Escapen de una mujer así si no quieren morirse de hambre o vivir en los troncos y pescados muertos. Porque una mujer así, no tiene bondad. No piensa sino en sus hijos. Los herviría a ustedes como si fueran granos de arroz’.
“‘Piensas demasiado en tus problemas’, respondió la cucaracha. ‘Yo conozco a esa mujer. Siempre anda con una escoba. Veo sus ojos que me persiguen cuando mi trabajo me obliga a cruzar por el piso. Mis hijos y yo ya no viajamos más de día. Tenemos que hacer nuestro viaje de noche. No puedo ni decirte cuántas docenas de hijos he perdido cuando ella ha visto a mi familia corriendo y los ha barrido y arrojado al fuego. Los he perdido para siempre, sin tener siquiera un cadáver para enterrar y llorar. Pero, ya que tú eres tan inteligente, dime ¿por qué tienes que morir? En el pasado, tú siempre estabas diciendo con orgullo que el Hombre, el gran cazador, podía matar al elefante, al león, al jabalí salvaje, a la víbora escondida y al pájaro veloz, pero que tú y tus hijos se escaparían de él para siempre’.
“‘¡Ah, los viejos tiempos!’, exclamó el piojo. ‘Me haces llorar. ¿Quién hervía una ropa en aquellos viejos tiempos? Nadie. En ese entonces yo decía a mis hijos: ‘Ahora la mujer va al río y se lavará el cuerpo y la ropa en el río. Por supuesto, eso no es nada agradable, pero es una de las molestias de esta vida. Quédense quietos, agárrense bien, no se suelten y todo andará perfectamente’. ¡Pero ahora! No puedo ver un lindo cacharro sin ponerme a temblar. Me imagino enseguida que es donde lavan las mujeres. Sí, cualquier cacharro grande puede ser para lavar... Cuando lo ponen en el fuego y el agua hierve en el cacharro y agregan la ropa recién lavada en el agua del río y ahí hierve, mientras esa mujer mala prepara las nueces para la comida, bueno, ¿a dónde van a parar mis hijos? Soy el último que queda de mi familia en esta casa’”.
—Bravo, Daudi —dije—. Es un cuento divertido. Kefa puede representar al piojo.
Sansón lanzó una fuerte carcajada y dijo:
¡Yoh! Jiih. ¡Kefa haciendo de piojo!
— ¡Y Sansón puede hacer de cucaracha! —agregué yo.
Jongo, ¡muy adecuado! —dijo Kefa.
Esto hizo reír a todos.
—Mira, Bwana, eso es lo que queremos. Los jefes se reirán, pero después dirán a sus esposas: “¿Vas a cuidar de mis ropas? ¿Vas a hervir mi kanzu? Estoy cansado de rascarme”.
—Después de eso —dijo Daudi— démosle té con mucha azúcar. Entonces, verás que escucharán nuestras palabras. Podremos tomar a algunos de ellos y mostrarles los dudus, y a otros cómo se higieniza.
—No —dije—. Ustedes tienen un proverbio que dice: “Nada se gana con mucho, mucho apurón”. Vean, vamos a dedicarle a los jefes un tiempo muy especial, que durará tres días. Mataremos varias vacas. Preparemos comida para que ellos escuchen sobre Dios cuando sus mentes y cuerpos estén descansados.
Nuestra conferencia fue interrumpida bruscamente cuando apareció un hombre alto, de aspecto furtivo, que traia una lanza.
¿Jodi? (¿Se puede?) —preguntó en la puerta.
Karibu (Entra) —le respondí.
Se abalanzó adentro y después de muy breves saludos, dijo:
Bwana, ¿alguna vez has tenido dolor de muelas?
—Sí, a menudo. ¿Por qué?
¡Kah! Desde hace muchos días he tenido dolor en mi boca. Late y late.
Con la expresión más indiferente que pudo lograr, Daudi me habló en inglés:
Bwana, este hombre es un hechicero. En realidad es el que le hizo tanto mal a los ojos de Mbuli. Preparemos para él algunas de nuestras demostraciones.
Asentí y me dirigí al hombre del dolor de muelas, que dijo llamarse Mhonya. Le expliqué:
—Has llegado al hospital, justo a tiempo como para ver cómo aquí las cosas son muy diferentes cuando se comparan con lo que hace un muganga (hechicero).
Se acarició con suavidad la mandíbula y dijo:
—Pero, Bwana, me duele la cara.
Yah —dijo Daudi—, ¡bien dolorida debe estar si algún brujo ha trabajado en ella!
Kefa y Sansón se deslizaron afuera, mientras Daudi representaba un terrible cuadro de los esfuerzos de un hechicero, que hacían poner cada vez más incómodo a nuestro paciente.
Tayari (listo), Bwana —oímos decir a Sansón.
Afuera vimos un espectáculo interesante. Kefa, vestido con una sábana raída y disfrazado de hechicero, estaba mascullando entre dientes, y jugando con una curiosa colección de armas: la punta de un rastrillo, una cuchilla rústica y un trozo de hierro, que afilaba alegremente sobre un trozo de arenisca. La cara de Sansón demostraba que sufría. Se aferraba la mandíbula y gruñía de una manera muy realista. Al verlo, el brujo también gruñó y no precisamente de simpatía.
De repente, Kefa se volvió e indicó a Sansón que se sentara en un banquito. Le puso los brazos sujetos a los costados, mientras avanzaba con su trozo de rastrillo en posición de alerta. El auditorio de pacientes, personal y muchachitos, estaba en puntas de pie.
¡Yah! ¡Yaaa gwe! ¡Yaa gwe! —chillaba Sansón.
Sin apresurarse, Kefa continuó con su demostración. En verdad, de la hinchazón de Sansón parecía brotar sangre pero en realidad venía de un algodón empapado en tinta roja. El hilillo que le salía de la boca entretenía al público y los quejidos de Sansón eran cada vez más salvajes a medida que Kefa sacaba pedacitos de hueso de los lugares más inimaginables de la boca de la víctima.
Las lágrimas me corrían por la cara de la risa, y la enfermera tosía sin parar por la misma razón. ¡La cara de Mhonya era de lo más graciosa! De repente apareció Daudi con un par de relucientes pinzas de dentista, un frasco de anestesia local y todos los implementos necesarios para un dentista en la selva.
Me enjuagué las manos en media lata de queroseno transformada en cubeta, me coloqué bien el gorrito, le puse inyecciones a Mhonya en la boca, y se la hice enjuagar por lo menos durante cinco minutos. Sansón le tomó por los brazos y Daudi por la cabeza y ¡listo!: ¡arranqué el diente! Miró el diente y luego me miró a mí, mientras se recorría la boca con la lengua.
¡Yah! Eso es magia —dijo—. No hubo dolor.
¡Jiii! —dijo Sansón, haciendo girar los ojos— ¡pero a mí sí que me dolió que me lo sacaran!
El público aplaudió con entusiasmo.
—Y ahora dime, ¿cuál es la mejor medicina? ¿la tuya o la del hospital cristiano? –preguntó Daudi.
Asombrado, el hechicero sacudió la cabeza.
—Mira, debes venir cuando hagamos nuestra fiesta para los jefes —dije— para ver cómo los caminos de Dios son mucho mejor que los caminos de la hechicería.
—Sí, seguir a Dios es tener vida, vida eterna —intervino Daudi—. Seguir los caminos de la hechicería, de los pensamientos propios, implica dolor y muerte.
Sentado y serio, con las piernas cruzadas, en la galería estaba el pequeño Mbuli. Me acerqué a él.
—Bueno, amiguito, ¿has visto el show? —le pregunté.
Movió la cabeza diciendo que sí. Hubo un momento de silencio. Luego el pequeño suspiró, comenzó a hablar, pero se detuvo y se fue apresuradamente hacia adentro. Era difícil adivinar lo que la hechicería significaba para aquel niño africano.