Mi tarea esta noche es una de la que estoy persuadido debiera ser la ocupación de todo hombre cristiano, no solamente de palabra, sino en hecho y en verdad — afirmar los derechos del Espíritu de Dios en la iglesia de Dios. Digo “afirmar Sus derechos”, porque asumo aquí la personalidad del Espíritu Santo. Es innecesario dar aquí ninguna prueba de ello, como tampoco de Su Deidad. Estas verdades pueden darse por sentadas, no como si no hubiera pruebas abundantes de ellas en la Palabra de Dios, sino porque por ahora no es necesario. Pero ya es otra cosa, queridos amigos, cuando hablamos de los derechos del Espíritu Santo — Su propia acción soberana en la iglesia, fluyendo de Su presencia personal como enviado del cielo. Sobre este tema muchos encuentran una gran cantidad de dificultades y oscuridad, y existe acerca de ello una gran ignorancia incluso entre los hijos de Dios, y también entre aquellos que pueden haber recibido bendiciones sobremanera grandes; en y por medio de los cuales el Espíritu Santo puede haber actuado poderosamente para el bien de las almas. A no ser, empero, que conozcamos esta verdad de Dios, a no ser que la tengamos como una certeza divina en nuestras almas, está claro que sea lo que fuere que la gracia pueda hacer para darnos una sujeción práctica, con todo ello habrá mucha cosa perdida si no conocemos las maneras especiales en que es voluntad de Dios que se honre el Espíritu Santo, que se halla presente tanto en el individuo como en la iglesia de Dios. Acerca de este tema — muy extenso para una sola conferencia — quiero ahora tratar.
Aquí también, como al tratar del “un cuerpo”, quisiera mostrar de la Palabra de Dios aquello que era siempre verdadero del Espíritu, y que por ello no tiene una relación especial con el tiempo presente, a fin de que podamos mejor discernir en qué se está ahora Dios manifestando a Sí mismo, y cómo es que los cristianos — porque es acerca de ellos de los que hablo — son susceptibles de equivocarse acerca de esto. Una equivocación aquí es una cosa mucho más seria, ya que se trata de una cuestión de reconocer a la divina persona de una manera apropiada. Si mantenemos el derecho del Espíritu Santo a actuar como Él quiera en la iglesia, no se suscita ya desde el principio ninguna duda acerca de Su obra en las almas. Ninguna persona familiarizada con las Escrituras de una forma inteligente dudará del hecho ni de su importancia; ni tampoco hay el menor pensamiento, deseo, ni motivo de hacerlo. El Espíritu Santo ha sido siempre el agente directo en todo aquello que Dios mismo ha puesto en práctica. Si contemplamos la creación, el Espíritu tuvo Su parte en ella. Si consideramos de nuevo a los antiguos que obtuvieron un buen testimonio por la fe, ni un creyente pone en duda ni por un momento que fue solamente por la operación del Espíritu Santo que el hombre creía, entonces como ahora. Él obró en Abel, Enoc, Noé, y en todos los otros de quienes las Escrituras dan testimonio como la línea de los santos. Así de nuevo, cuando Dios se desposó con Su pueblo Israel, si Él obró de alguna manera especial apropiada a la exhibición de Su gloria en medio de ellos, era el Espíritu de Dios el que era el poder energizante detrás y dentro de ello. Fue Él quien, por ejemplo, obró en desde un Moisés hasta un Bezaleel, desde un Sansón a un David. Cuando llegamos a los profetas, difícilmente será necesario decir que fue bajo el poder del Espíritu Santo que hablaron los santos hombres de Dios; el Espíritu de Cristo les hizo ser de antemano testigos de Sus sufrimientos, y de las glorias que debían seguir, por poco que ellos mismos comprendieran Sus sufrimientos. Así, en aquellos que se mantienen por los presentes privilegios, no hay deseo ninguno de oscurecer, sino al contrario de apreciar en todo su valor todo aquello que el Espíritu Santo ha obrado siempre; porque en verdad no hubo nada de Dios en lo que Él no obrara.
Pero cuando llegamos al Nuevo Testamento, una nueva cosa se presenta a la vista. Un Hijo del hombre crucificado, despreciado, y que partía, constituía algo muy extraño a sus oídos (Juan 12:34). Ellos esperaban que Cristo continuara para siempre, y reinar en gloria y en bendición justiciera sobre la tierra. Pero, gradualmente, al rechazarle el hombre, y en especial Israel, la verdad — asombrosa para el judío — se fue haciendo más y más clara, que Él, el Mesías y el Hijo de Dios, iba a dejar la tierra. Los gentiles, estoy bien consciente, no ven la importancia plena de ello; ¿pero acaso muestran en ello una sabiduría superior? Para el judío constituía un anuncio de lo más asombroso, y a primera vista irreconciliable con la ley y los profetas. Ellos habían estado esperándole a Él, al Prometido, y los corazones de ellos se deleitaron con Su presencia: era lo que los reyes y profetas habían deseado con mayor intensidad. Dios había puesto el deseo en sus almas; pero ahora que estaba satisfecho con Su venida, Él iba a dejarlos, a hundirse en la tristeza, vergüenza y muerte — ¡y muerte de cruz! bajo la mano del hombre, y ¡la de Dios! y no solo esto, sino que cuando resucitó — en lugar de mantener Su gloria desde el trono de Su padre David, y de llenar la tierra con la bendición que había sido predicha, y de cumplir, y más que cumplir, todo lo que sus corazones habían acariciado con tanta esperanza de que estaba a punto de amanecer y para siempre iluminar este mundo — Él iba a dejar este mundo en su oscuridad; en todo caso, iba otra vez a retirarse a los cielos de donde había venido. Pero si iba a ir arriba, no fue tal como descendió; porque como el Hijo de Dios, Él descendió a hacerse hombre — “el Verbo fue hecho carne”, y ahora, como hombre, resucitado de los muertos, dejaba este mundo para tomar Su lugar a la diestra de Dios; y, durante Su ausencia en lo alto, iba a enviar al Espíritu Santo de una manera jamás conocida antes. El Antiguo Testamento prepara el corazón para un Mesías presente, y el derramamiento del Espíritu Santo como el galardón apropiado rendido al reinado del Mesías sobre la tierra; pero el Mesías, muriendo y resucitando, y desapareciendo de la vista del mundo que Le había echado afuera, y entrando en una escena nueva y celestial, y el envío del Espíritu Santo aquí abajo, de una manera personal durante Su ausencia mientras Él está allí arriba — todas estas cosas eran algo completamente inesperado para el judío. Si los gentiles no se detienen y se asombran ante esta gran maravilla, no es ciertamente debido a un exceso de sentimiento o inteligencia espirituales. Naturalmente, podemos encontrar el asombro de la estupidez; pero también existe el caso en que no haya asombro debido a que uno no se para suficientemente a pensar acerca de ello. Creo que ésta es la verdadera razón del por qué, si hay por una parte el asombro de los hombres que se quedan sorprendidos, haya por otra parte la falta de asombro en otros, debido a que están demasiado ocupados en cosas terrenas como para preocuparse seriamente.
Ahora bien, sólo segunda a Cristo, ésta es la verdad central del Nuevo Testamento; pero lejos de ser ésta la sólida base sobre la que los cristianos están ahora andando, de hecho, todo ello queda reducido en sus mentes a una mera continuación de la influencia que el Espíritu Santo ha ejercido siempre. La consecuencia de ello es que todas las personas que rechazan Su presencia personal especial sobre la tierra como consecuencia de la redención son llevados a los manejos más penosos a fin de evadir los más claros pasajes de las Escrituras. Puedo limitarme a mencionar un solo caso: quizás sobresaltará a algunos que lleguen a hacerse tal tipo de afirmaciones, y ello especialmente por parte de una persona de gran reputación de conocimiento espiritual. Será útil para mostrar a dónde lleva la falta de fe en la gran verdad de la presencia real del Espíritu Santo, de una forma nunca antes experimentada, a aquellos que se oponen sistemáticamente a ella. A fin de escapar a la clara intimación acerca de una bendición nueva e incomparable en la persona del Consolador, alegan ellos que el Espíritu Santo (¡que siempre habría estado dado!) partió de la tierra cuando el Señor estaba aquí, a fin de que el Señor pudiera darlo otra vez a Su ascensión al cielo. Así, por lo que respecta al Espíritu de Dios, ¡la época de la presencia del Salvador sobre la tierra no hubiera sido una ocasión de fiesta y de regocijo, sino de escasez y penuria! Solamente menciono esta línea de pensamiento para mostrar hasta qué postura tan violenta reduce la incredulidad incluso a inteligentes hombres de Dios. ¿Es acaso preciso decir que, por el contrario, aquellos que rodeaban al Salvador y que recibieron la bendición de Su enseñanza, tuvieron todo lo que los santos del Antiguo Testamento jamás hubieran disfrutado, y mucho más? El Espíritu Santo había vivificado sus almas, como a sus predecesores, dándoles fe en Cristo. Además, los discípulos tenían la presencia del Mesías y la manifestación de la gracia y de la verdad en Él, y todas Sus palabras y caminos. Es indudable que había mucho que entonces no podían sobrellevar, como el mismo Señor les dijo; pero, con todo, eran tan verdaderamente creyentes como cualquiera que hubiera existido antes de ellos lo hubiera sido. El hecho es que tal tipo de razonamiento es el impotente esfuerzo humano para escapar a la solemne verdad de Dios.
El Nuevo Testamento es de lo más explícito. En primer lugar, nuestro Señor expone la doctrina del Espíritu; y esto en cuanto a que suple totalmente la necesidad del hombre de ser nacido del Espíritu y de tener al Espíritu Santo, a fin de ser capaz de adorar al Padre en espíritu y en verdad. Pero más que esto, Él prepara a los discípulos para la obra poderosa de esparcir la verdad y la gracia de Dios. Para esto era necesario el Espíritu Santo; y por ello lo tenemos en el capítulo 7 — una Escritura de la que es imposible escapar. El Señor lo puso en una forma figurada, que del vientre de aquel que creyera surgirían ríos de agua viva. “Esto dijo del Espíritu”, (que no tendría que ser dado a una persona a fin de que pudiera creer, sino) “que habían de recibir los que creyesen en Él; pues aun no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado”. Un razonamiento elaborado acerca de tal pasaje de las. Escrituras sería un deshonor a la Palabra de Dios. Allí donde pueda haber oscuridad, podemos tratar de explicar y de ilustrar; pero allí donde el lenguaje empleado es más claro que el que se pudiera emplear en su lugar, me parece que se le debe a las Escrituras que simplemente se apremie su significado llano.
En los últimos capítulos del mismo Evangelio tenemos de nuevo al Señor exponiendo no meramente el hecho de que después de la glorificación de Jesús el Espíritu Santo iba a ser dado de un modo como nunca lo había sido antes, sino que además tenemos Su acción personal, cuando ya es enviado y presente, explicada de una manera plena y definitiva. De ahí que en Juan 14 se habla de Él como el Consolador. Señalemos la importancia de ello. Podemos razonar acerca de la concesión del Espíritu Santo, como si no significara nada más que un poder espiritual, pero no podemos atenuar al Consolador que es enviado. ¿Quién es Él, sino el mismo Espíritu Santo? Nadie puede decir que “Consolador” significa un milagro, ni una lengua, ni ninguna operación que uno quiera. Es indudable que Él obra de estas varias formas; pero se trata de una persona real que toma el lugar del Mesías cuando Él deja la tierra. Leed tan solo unos cuantos versículos del capítulo a fin de que quede esto todavía más claro: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre”. De nuevo tenemos ante nosotros lo más evidente. Los milagros han sido; las lenguas cesan; la profecía y el conocimiento se desvanecen; pero aquí tenemos a una persona divina que permanece para siempre con los santos — “El Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no Le ve, ni Le conoce; pero vosotros Le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros”. El mundo estaba obligado a recibir a Jesús y, en una forma exterior, Le tuvo ahí; pero aquí hallamos a Uno que, no habiendo sido encarnado, no podría de ninguna manera ser traído ante los ojos del mundo. Naturalmente, admito que el mundo no puede recibir espiritualmente a Jesús más que al Espíritu Santo; pero de todas maneras tenemos una referencia expresa al modo de la presencia del Espíritu Santo aquí abajo, que Le excluye a Él como objeto de la percepción por parte del mundo, ya sea por la vista o por el conocimiento.
De nuevo tenemos en Juan 14:16, “El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en Mi nombre, Él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que Yo os he dicho”. No se trata meramente de un don, ni de un poder ni de una influencia, sino de Uno que es verdaderamente enviado —una persona que enseña todas las cosas y que lleva todos los dichos del Señor a su memoria. Tenemos entonces en el capítulo 15, versículo 26: “Cuando venga el Consolador”. En este caso no se trata meramente de que sea “enviado” (porque quizás algunos argumentarían acerca del envío de una influencia), sino “cuando venga”. “Cuando venga el Consolador, a quien Yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad [manteniendo de continuo este tema de suma importancia], el cual procede del Padre, Él dará testimonio acerca de Mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio”. Ciertamente tenemos aquí la venida del Espíritu Santo presentada con solemnidad y claridad. En el capítulo anterior el Padre Le envía en nombre de Cristo; en éste, Cristo Le envía procedente del Padre. En el primer caso se dice que Él trae a su recuerdo todas las cosas que Cristo les había hablado; en el otro caso Él viene enviado por el Hijo, y da testimonio de Él. Ellos Le habían conocido a Él sobre la tierra, y tenían que afirmarlo como testigos; también desciende el Espíritu de Él en el cielo, a fin de que hayan estos testigos conjuntos del Señor Jesucristo.
Después, en el capítulo dieciséis de Juan tenemos la verdad aún más desarrollada y, si fuera posible, con una mayor energía, ya que ciertamente es del interés más profundo y de la mayor importancia. En el capítulo 14 el Señor les había dicho que tenían que gozarse debido a que Él iba al Padre. Iba a dejar una escena de humillación y de sufrimientos para estar en el hogar del amor y de la gloria del Padre. Si el amor de ellos hubiera sido simple, si hubieran ellos estado pensando en Él, y no en sí mismos, se hubieran gozado debido a que Él estaba yendo al Padre. Pero ahora, en el capítulo 16, los pone en otro terreno: “Os conviene que Yo Me vaya al Padre”, (y no solamente como si Me conviniera a Mí). ¡Qué! ¿Conveniente para estos pobres, débiles y temblorosos discípulos sobre los que Él había estado velando, ante la amenaza de todo el Israel que Le había despreciado y que no quería congregarse bajo Él? De cierto que había reunido bajo Sus alas a estos pequeñitos, y les había dado refugio; en la mismísima hora de Su rechazamiento les había dado Su protección. Y ahora Él tenía que dejarlos. Les convenía a ellos que Él fuera al Padre. ¿Cómo podía ser esto? Hay solamente una respuesta; y es la respuesta que da el Señor. Es lo que para Él lo hacía conveniente. Cosa bendita como era tener al Mesías, Su presencia (precisamente debido a que Él era un hombre sobre la tierra con un grupo de discípulos a Su alrededor) estaba necesariamente limitada. No podía estar como hombre en todas las partes de la tierra al mismo tiempo. El Espíritu Santo, a diferencia del Hijo, no había tomado naturaleza humana en unión con Su persona. Pero más que esto, cuando se llevó a cabo la redención, Él podía llevar dentro de los corazones de los discípulos, de la manera más entrañable, todo el valor que surgía de Cristo y de Su obra — Cristo exaltado al cielo y la estimación que tenía allí por parte de Dios el Padre.
Así, pues, es como se echaron los grandes bases de la verdad. El Señor Jesús no iba a dejar este mundo ni a ir al Padre hasta que todas las cuestiones que Dios tenía con el hombre culpable quedaran para siempre solucionadas. Cuando el pecado fue quitado por el sacrificio de Sí mismo sobre la cruz, cuando la justicia quedó establecida en Cristo resucitado de los muertos y exaltado a lo alto, no era ya todo pura gracia como antes, sino que ahora vino a ser una cuestión de la justicia de Dios mediante la obra del Salvador. La eficacia de Su obra tumbó las balanzas en favor del hombre; porque era el hombre Cristo Jesús el que así había glorificado a Dios en cuanto al pecado. Es indudable que Él era Su propio amado Hijo, el don inestimable de Su propia gracia; y los hombres no se podían vanagloriar de nada, porque Él fue despreciado y desechado de los hombres — odiado sin causa. Con todo, quedaba el hecho de que Dios había estado contemplando la tierra, para hallar al hombre que lo sufriera todo a fin de que el mismo Dios pudiera ser glorificado. Esta verdad lo cambiaba todo. La cuestión ahora, por así decirlo, cambiaba de signo por Dios: ¿Qué podría Él hacer para este bendito Hombre? ¿Podía el hecho de que Él fuera el Hijo de Dios constituir una razón para que Él Le amara o exaltara menos? Él levanta de la tumba al hombre Cristo Jesús, y Lo pone a Su propia diestra. No fue éste solamente un acto personal en honor de Cristo, sino que para los creyentes constituye la medida, en infinita gracia, de la aceptación que ahora es de ellos en virtud de Él. Todo el cielo quedó lleno de asombro, de maravilla, y de alabanza a la vista del Hombre, hecho un poco menor que los ángeles, tomado en la persona de Cristo más allá de los principados y potestades, para que se sentara en el trono de Dios. Y además el mismo Dios ha hecho Su ocupación, y Su delicia, a partir de aquel momento, el de mostrar Su valoración de aquel hombre que, frente al pecado, la muerte, Satanás, y el juicio divino, justificó todo Su carácter, y dio gloria a Su nombre al librar, sufriendo por ellos, de una manera total y concluyente a los culpables. Antes de esto, el hombre había sido el agente público que constantemente deshonraba a Dios. Nunca fue Dios tan dejado a un lado, insultado, provocado por ninguna de Sus criaturas, como por parte del hombre. Satanás, cuando dejó su primer estado, perdió de una vez por todas su lugar. Puede que hubiera todavía algún juicio más terrible esperándole; pero no había misericordia — ningún rayo de esperanza rasgó las tinieblas a las que el pecado había arrojado a un ángel caído. Pero ahora, después que el hombre hubiera preferido las tinieblas a la luz, después que este multivariado curso de rebelión en contra de Dios llegara a su fin, se hizo retroceder la marea en la muerte de Cristo, y Dios quedó obligado en virtud de Su obra — por así decirlo — a bendecir al hombre por la fe por medio de y en Cristo el Señor.
De ahí es la expresión en la que tanto abunda el Apóstol Pablo, “la justicia de Dios”. Si bien estaba ahora más demostrado que nunca que el hombre estaba perdido, Dios tenía ahora también una deuda que pagar. Como parte de Su pago de ella, Él pone al Señor Jesús como hombre a Su propia diestra; justifica libre y totalmente a cada creyente; y envía al Espíritu Santo a fin de que Él pueda ser el vínculo divino entre aquel bendito Hombre en la gloria y aquellos que creen en Él, aquellos mismos, incluso, que habían temblado ante el solo pensamiento de Su partida. ¡Qué cambio tenemos aquí! No solamente había ahora inteligencia espiritual, sino también poder. Pedro, que había negado al Señor, podía ahora adelantarse atrevidamente y decir: “Mas vosotros negásteis al Santo y al Justo”. Quedaron todos enmudecidos. La negación de él había sido totalmente quitada, y me atrevo a decir que con más gloria para el Señor que si nunca la hubiera pronunciado. Una fortaleza y un triunfo positivos brillaban ahora en su alma, un conocimiento no sólo de su propia debilidad e indignidad, sino de Dios, de la resurrección, y de Su gracia — un sentido de lo que Cristo era para él que estaba más allá de todo lo que había conocido antes. No digo que más allá de la gracia, fuera lo que fuera lo que Pedro había hecho; lo cierto es que había un inmenso poder en sus palabras. Ellos sabían bien lo que él había hecho, en público, en el patio del sumo sacerdote, y ello ante gente muy bien dispuesta a ver las fallas de un discípulo. Y con todo ello, aquel que había negado repetida y recientemente a su Señor fue, mediante la abundancia de la gracia, tan lleno de valor como para estar de pie y confrontarlos a todos ellos con la acusación de que ellos eran los que habían negado “al Santo y al Justo”. Su conciencia se hallaba purificada; no tenía más conciencia de pecado (Heb. 10): todo lo que pudiera acusarlo estaba borrado, todo lo que pudiera estar en contra de él ante Dios. Estaba justificado de todo.
Éste era solamente un fruto, precioso como era; y ¿de dónde crecía? Pedro había sido antes un creyente, y ya había nacido de nuevo: ¿Cuál era pues la fuente de este cambio? Era en parte la consecuencia de la gran salvación certificada en el poder del Espíritu de Dios venido del cielo, y así obrando en Pedro. Es indudable que hubo unos ejercicios morales previos en el alma, un profundo arrepentimiento de sus pecados, y la restauración de su alma; — pero más que esto vino a continuación: el don y el poder positivos del Espíritu. Es en este punto, aunque no solamente en éste, que la iglesia muestra su debilidad debido a la incredulidad. Para el creyente no se trata meramente de una cuestión negativa, sino de un poder presente real; como fue dicho de Timoteo — que precisó ser recordado del hecho — que no se trataba de un espíritu de temor el que había recibido, sino de poder, de amor, y de dominio propio.
Pero tenemos que volver a la gran verdad: el Señor Jesús, en Juan 14, 15 y 16 muestra qué era lo que iba a tomar el lugar de Su presencia personal sobre la tierra — un real Paráclito divino, Aquel a quien llamamos la tercera persona de la Trinidad. No obstante, no me entusiasma la expresión “segunda” o “tercera” persona; y por la siguiente razón, que tiende a introducir una subordinación en la deidad allí donde la Escritura no lo hace. Uno puede introducir razonamientos humanos en este tema, y hablar acerca de un hijo, y su subordinación al padre; pero ahí está lo que es tan peligroso, y de lo que, a mi manera de entender, el diablo ha sacado un gran provecho. Las Escrituras muestran que el Padre es Dios, que el Hijo es Dios, que el Espíritu Santo es Dios; que ellos son uno y todos igualmente Jehová. La subordinación en cuanto a la Deidad es solamente una manera de minar la propia Deidad del Hijo y del Espíritu. La noción de subordinación es solamente cierta cuando contemplamos el lugar de humanidad que el Hijo se dignó tomar, o el oficio que el bendito Espíritu Santo está ahora cumpliendo para la gloria del Hijo, así como el Hijo sirvió y reinará aun a la gloria de Dios el Padre.
Volviendo a nuestro tema, empero — el Señor Jesús nos dice que era conveniente que Él se fuera; — “Os conviene que Yo Me vaya; porque si no Me fuere, el Consolador no vendría a vosotros, mas si Me fuere, os Lo enviaré. Y cuando Él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en Mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no Me veréis más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado”. No es ahora el momento de buscar los detalles de este pasaje, sino su verdad general. Éste era el propósito doble del Espíritu Santo al venir aquí abajo. Él demuestra que el mundo está bajo pecado; que no hay justicia aquí, sino solamente en el Justo con el Padre; y que por lo que respecta al príncipe de este mundo, está juzgado la sentencia no está aun ejecutada, pero está juzgado. Había esperanza para el mundo con el judío; pero ahora, desde el punto de vista desde el que el Señor habla de Su propia partida y de la venida del Espíritu Santo, el mundo está evidentemente perdido, y el Espíritu está aquí solamente con la misión de reprobar. A continuación, este mismo Espíritu Santo guiaría a los discípulos a la verdad, tomando de las cosas de Cristo, y glorificándolo. Así, el Espíritu Santo tiene una doble relación — con el mundo, como sistema exterior y condenado; con los santos, a los que conduce, mostrándoles las cosas que han de ser, todas las cosas que pertenecen a Cristo y a Su gloria. Esta es la clara doctrina del Apóstol Juan con respecto al Espíritu.
De ahí pasamos a los Hechos de los Apóstoles: ¿Hay allí algo que, de hecho, se corresponda con las promesas de Dios? No hay necesidad de albergar ninguna duda. En el capítulo 1, los discípulos están con el Señor, entrando, aunque muy débilmente, en aquello que había llenado Su corazón antes de que Él se fuera. Estaban ellos todavía esperando el reino con grandes cosas para la tierra y para Israel. Cierto es que no habían caído tan bajo como los pensamientos incrédulos de la cristiandad gentil — esto es, ¡un milenio sin Cristo! — la vergüenza de aquellos que lo proclaman de una manera tan soberbia en la actualidad; pero con todo no se habían elevado mucho por encima de los pensamientos ordinarios de los judíos. No habían entrado todavía en la preciosa esperanza cristiana, y ello por esta sencilla razón: los pensamientos del cristiano son los pensamientos del cielo. Son las comunicaciones del Espíritu Santo que van en línea con el Padre, debido a que se centran en el Hijo y en Su gloria celestial. Es a esta comunión que somos introducidos; y verdaderamente no es meramente con los profetas y con sus benditas visiones de la gloria que ha de venir para la tierra, sino “con el Padre y con Su Hijo Jesucristo”. Pero, por lo que respecta a los discípulos en Hechos 1, el poder de entrar en estas cosas no estaba allí todavía, porque el Espíritu Santo no había venido aun personalmente; y a pesar de ello, no solamente tenían ya vida en aquel tiempo, sino además vida en resurrección. El Señor había soplado sobre ellos mismos aquel día en que Él resucitó, y les había dicho: “Recibid el Espíritu Santo”. Naturalmente, no se trataba del don del Consolador como tal, de Aquel que había sido prometido para tomar el lugar de Cristo sobre la tierra; sino más bien la comunicación por el Espíritu Santo de Su propia vida de resurrección. Por ello es, creo yo, que sopló sobre ellos: una clara alusión al soplo de Dios sobre Adán. En la antigüedad fue dado a Adán el soplo de la vida natural. Aquí estaba sobre la tierra Uno que era Señor y Dios (como Tomás reconocería algo después), y también el hombre resucitado o último Adán, el Espíritu vivificante. Por ello, Él comunica esta vida, como la vida tiene siempre que ser comunicada, por el Espíritu Santo; y por ello se dice, “Recibid el Espíritu Santo”. Pero por todo ello sabemos de Hechos 1 que el Espíritu, el Consolador, no había venido todavía. En verdad, debiéramos poderlo ver a partir de este simple hecho, que el Señor no se había ido todavía. “Si no me fuese, el Consolador no vendría”. Él fue visto de ellos allí; y les ordena, cuando estaban reunidos juntos, que no se fueran de Jerusalén, sino que allí esperaran la promesa del Padre. Fuera cual fuera, entonces, la bendición que habían recibido el día de la resurrección, no se trataba del cumplimiento de la promesa del Padre.
El siguiente capítulo nos muestra al Espíritu Santo actuando en la tierra en ausencia de Cristo; y esto de varias maneras. Registra la extraordinaria exhibición de la gracia divina en el don de lenguas que, sin eliminarla, sobreabundó frente a la confusión que el pecado del hombre y el juicio divino habían introducido en el mundo en las varias naciones, tribus y lenguas que han subsistido desde Babel hasta la actualidad. Ahora el Espíritu estaba actuando como heraldo de las nuevas de las maravillosas obras de la gracia de Dios hacia todos, así como éstas demostraban que allí donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia. Al mismo tiempo, no nos olvidemos de que las nuevas lenguas, aunque siendo el fruto magnífico de la operación del Espíritu, no son lo mismo que Su presencia; fueron ellas un efecto y una señal característica de un Señor crucificado, pero ahora exaltado, el testigo de la gracia del evangelio y de su testimonio universal en contraste con la ley, pero no lo mismo que el don del mismo Espíritu Santo. Esto es de suma importancia, debido a que la incredulidad de algunos ha ido tan lejos como para pensar y decir que, si las lenguas ya no existen, el Espíritu Santo está ausente. ¡Qué ceguera a la promesa del Salvador! ¡Qué rebajamiento de la presencia del Espíritu Santo! ¡Qué negación del cristianismo y de la iglesia! La verdad es que las lenguas, y los otros poderes con que el Espíritu se complació en obrar, eran tan solo prendas milagrosas que acompañaban a Su presencia, además de inaugurar el evangelio y la iglesia. Era todo ello un estado de cosas nuevas y carente de precedentes. Cuando el Hijo estaba en la tierra, los milagros siguieron Sus pasos y palabras, como correspondía, y siendo también el cumplimiento de la profecía. Habiendo venido otra persona divina, ¿no era apropiado que hubiera pruebas de ello, más especialmente al no tomar Él forma permanente, siendo así visible, como lo había hecho el Hijo de Dios? Era por ello más necesario que hubiera efectos y prendas palpables que atrajeran a la mente, y que hicieran que el corazón valorara lo que Dios es y lo que está haciendo, no solamente en lo que reveló el Hijo, sino en lo que testifica el Espíritu Santo presente en la tierra.
Ésta es la verdad cardinal sobre la que gira todo lo que hallamos en el gran cuerpo del Nuevo Testamento. Había ante los hombres, ahora, un hecho sin precedentes, totalmente desconocido para el mundo, si es que no sorprendió además incluso a aquellos mismos que habían sido instruidos del Señor para que lo esperaran — el hecho maravilloso de que el Espíritu Santo había descendido personalmente, dando a conocer Su presencia mediante una singular firma de un poder lleno de gracia, a fin de ser conocido y leído de todos los hombres. Consecuentemente, a todo lo largo de los Hechos de los Apóstoles tenemos una y otra vez el testimonio no sólo de Su acción y de sus resultados, sino la gloriosa verdad de que Él mismo estaba allí. Observemos la primera explosión del rencor religioso del mundo en el capítulo 4, y Su respuesta a ello en el versículo 31. Tomemos de nuevo el primer pecado y escándalo público, en el que Ananías y Safira fueron acusados sobre el mismo terreno de haber mentido no a los hombres, sino a Dios. Pero, ¿cómo quedó esto demostrado? Habían mentido al Espíritu Santo que estaba allí. La norma por la que fueron juzgados fue aquella persona a la que habían deshonrado, y que estaba en medio de ellos. Esta medida de pecado, dejadme añadir, es tan cierta individualmente como lo es en la iglesia. Por ello, en Efesios 4:30 no se trata meramente de que no se debiera transgredir este o aquel mandamiento, sino “No contristéis al Espíritu Santo, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”. Notémoslo bien.
Cuanto más se reflexione sobre esto, tanto más será sentida su inmensa importancia por parte de los hijos de Dios. Supongamos que estés en presencia de una persona a la que aprecias en grado sumo, y con cuya presencia te deleitas, ¿Acaso su llegada no afecta todas tus maneras y palabras en la misma proporción en que te des cuenta de, y ames su presencia? Puede que estemos con toda comodidad; pero, aun así, si una persona así está con nosotros, que atrae nuestro aprecio y estimación, tal influencia se siente en el acto por parte de todos, excepto por una piedra. En el acto una piensa en aquello que complacerá a la otra persona; de una forma muy pertinente uno teme herirla; el corazón está alerta y activo, y es un gozo hacer aquello que complacerá a los que amamos. Y así, en virtud de la redención, está aquí el Espíritu Santo, debido a que por lo que respecta a cada creyente ha sido quitado todo lo que era ofensivo para Dios; y el santo se mantiene en justicia divina ante Dios — ha llegado a ser esta misma justicia en Cristo. Ciertamente, ¿Cómo pudiera el Espíritu Santo mantenerse apartado? Él tiene que tener Su parte cuando aquello que era del máximo valor para Dios y el hombre fue llevado a cabo. Si el Padre llevaba a cabo Sus intenciones en y mediante el Hijo, ¿podía acaso el Espíritu Santo estar ausente o inactivo? Y ahora Dios ha hecho la mayor de Sus obras — la obra expiatoria de Cristo. Por tanto, allí donde se halla la sangre del sacrificio aceptado, el Espíritu Santo no solamente puede obrar, sino que debe morar. Si Cristo, por Su propia sangre, ha entrado de una vez por todas en el Santísimo, habiendo hecho una redención eterna, el Espíritu Santo ha venido a habitar para siempre con nosotros. Todo pende de esto, y todo es medido por esto. Consecuentemente, el libro de Los Hechos es mucho más de los hechos del Espíritu Santo que de los apóstoles, aunque estos fueran vasos importantes de Su poder, bien que no ellos solamente. Hemos visto que, cuando se trata de una cuestión de pecado, Él juzga por Su presencia y actúa sobre este terreno. Hemos visto que, cuando estuvieron en peligro de ser alarmados por las amenazas de los hombres, el Espíritu dio una alentadora evidencia de Su poderosa presencia. No se trataba meramente de Pedro, ni de Juan, ni de nadie más; sino que el lugar en que estaban tembló. ¿Cuya presencia era ésta, o en quién, en particular? Era la presencia del Espíritu Santo, no meramente en este o en aquel individuo, sino en la asamblea de Dios. Más que esto, el Espíritu de Dios, en el capítulo 13 de los Hechos, asume un papel activo, y envía a Pablo y a Bernabé. “Apartadme”, dice Él, “a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado”. “Ellos, entonces, enviados por el Espíritu Santo, descendieron”. Me refiero ahora a este caso para evidenciar que no se trata de una cuestión de milagros, de lenguas, ni de poderes, sino de una persona divina real, que era el principal agente presente en la iglesia de Dios; y que esta presencia personal del Espíritu en el hombre era una cosa nueva, sin precedentes en el plan y en los caminos de Dios. (Comparar también Hechos 8:29, 39; 15:28; 16:7; 20:23; 21:11.)
Llegamos ahora a las Epístolas, y dejamos a un lado los pasajes que atestiguan de la presencia del Espíritu Santo en el individuo. Con toda la importancia que esto tiene, no se trata ahora del tema que estamos estudiando, sino de Su presencia en la iglesia. Por ello tenemos que omitir la Epístola a los Romanos, que se ocupa de nuestra relación individual con Dios, por la sencilla razón de que allí somos considerados como Sus hijos. Somos sacados del lugar de la ira, hechos hijos de Dios, y si hijos, entonces herederos: el Espíritu Santo da el espíritu de adopción, y llena el corazón de esperanzas de la herencia que ha de seguir. Pero en las Epístolas a los Corintios, tenemos no meramente el estado del hombre y la revelación de la justicia divina, con sus consecuencias en pecadores y en santos, como en Romanos, sino la iglesia de Dios, en un doloroso estado de pecado, vergüenza, y desorden, pero a pesar de todo todavía la iglesia de Dios. Consecuentemente, se exhibe la doctrina del Espíritu Santo como morando allí en su contexto capital. El pasaje que leemos (1 Co. 12:1-13) desarrolla Su acción en la iglesia. ¿Qué hay que pueda ser más claro? Tenemos aquí al Espíritu Santo contemplado como una persona real presente y obrando en dones de signo externo, indudablemente, así como en caminos de edificación. Pero, sea cual fuere la forma de Su acción, la gran verdad es que Él estaba allí y obrando en los muchos miembros de la asamblea de Dios. La cuestión aquí es, ¿se trataba todo esto de una exhibición temporal, o era Su presencia perpetua el sustentante de todo ello? Lo que aquí leemos, ¿queda confinado a una asamblea local particular y a una época especial ya pasada, o hay algo para nosotros, para la iglesia de Dios en general, para esta y todas las épocas? La respuesta no puede ser dudosa, si nos hallamos sujetos a la Palabra de Dios. Es evidente que en Juan 14 el Señor había establecido, en contraste a Su propia ausencia temporal, que el Espíritu de verdad tenía que morar para siempre con Sus discípulos.
Pero, además, la Primera Epístola a los Corintios tiene una introducción en la que el Espíritu Santo le da la aplicación de mayor alcance. El segundo versículo del primer capítulo leemos así: “A la iglesia de Dios que está en Corinto, es decir, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, juntamente con todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y el nuestro” (V.M.). Esto no se dice en la Segunda Epístola: ciertamente, no tengo conocimiento de que haya nada similar a esto en todo el Nuevo Testamento. ¿Tenemos que suponer que se trata de un error? Que no haya nadie que sea culpable de tal opinión ni dicho. Espero que no haya aquí ningún alma que no denunciara tal postura como un pecado contra Dios. ¡Un error en la Palabra de Dios! Por el contrario, me parece que se trata de una sabiduría y bondad especial del Espíritu, que previó la incredulidad de la cristiandad; era que el Espíritu de Dios sabía que esta Epístola sería tratada como si fuera de interpretación restringida, como si perteneciera a un tiempo y a un lugar ya pasados, como si no se aplicara a aquellos que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo “Señor de ellos y el nuestro”. Contra tal cosa nos previene Él en el mismo umbral de la Epístola, y hace que tal objeción sea resistirse de la manera más clara a la Palabra de Dios. Así, deja de tratarse de una cuestión de opiniones. Dios ha hablado y ha escrito a fin de que Le creamos a Él; y esta epístola amplia su alcance a propósito, de manera que la incredulidad con respecto a la perpetuidad de la acción del Espíritu Santo en la asamblea, en tanto que Él y Su acción estén aquí, fuera tratada como pecado, como un rechazo positivo de la llana Palabra de Dios. ¿No es acaso la incredulidad lo que nulifica y se opone a la presencia personal del Espíritu Santo en la iglesia?
No afirmamos en absoluto que el Espíritu Santo obre necesariamente en las mismas formas que en la antigüedad, y menos aún con la misma medida de poder. En la segunda parte del Nuevo Testamento no leemos mucho acerca de milagros muy poco — y menos y menos según va transcurriendo el tiempo. Podemos comprender que, en la inauguración de unos nuevos tratos de parte de Dios, hubiera, en Su bondad, una operación y exhibición maravillosa de estos grandes poderes a fin de despertar la atención incluso de los hombres negligentes. Pero al quedar establecida la verdad de Su presencia, y al irse registrando por escrito, de manera gradual, las nuevas comunicaciones de Dios, y al haber de esta manera ya no meramente la evidencia de prendas externas, sino una Escritura positiva confiada a la responsabilidad humana, podemos ver fácilmente que ya no eran tan precisas las pruebas externas, y que el Espíritu de Dios (contristado, como sabemos, por mucho de lo que se hallaba en aquellos que profesaban el nombre de Cristo) pudiera retirar gradualmente, no Su presencia, sino, la manifestación de señales poderosas, y rehusar poner un adorno externo a aquello que deshonraba al Señor Jesús.
Es cierto y evidente, por lo menos cuando llegamos a las iglesias de Apocalipsis, que ya no vemos ni oímos más de los poderes de la edad por venir. No tengo duda alguna de que se trataba de la sabiduría de Dios al ordenar así las cosas, en vista del estado de cosas que se estaba introduciendo con tanta rapidez. Creo que podemos discernir fácilmente, mediante consideraciones espirituales, por qué no hubiera sido apropiado para la gloria de Dios la continuación de aquellos poderes milagrosos. Supongamos, por ejemplo, que Dios fuera ahora a obrar de forma milagrosa, ¿no es evidente que tiene que ser de una entre dos maneras? O bien Él tiene que obrar allí donde el nombre de Cristo es predicado y conocido algo; ¿y cuál sería la consecuencia de ello? Milagros en Roma, milagros en Canterbury, milagros entre los Presbiterianos, Independientes, Wesleyanos, Bautistas, Paidobautistas, Calvinistas, Arminianos, Luteranos: ¡la iglesia Griega y todas las sectas y denominaciones de la cristiandad tendrían sus milagros! Puede haber quienes gozarían ante el espectáculo, pero no les envidio. Cada uno de los aquí presentes, espero yo, sentiría profundamente la anomalía de un sello tan externo y patente sobre tal masa de confusión. Por otra parte, supongamos que Dios se dignara decir que Él no podría dar estas prendas de Su poder y gloria allí donde la iglesia se hallara en tal desorden y rebelión, sino que tenía que señalar a — ¿a quién diremos? No puede ser, no debiera ser: Dios no quiera que ninguno de nosotros lo desee, tal como están las cosas.
Pero imaginemos por un momento que el Señor contempla a hijos de Dios reunidos en algún lugar, y que dice: “Veo dónde Mi pueblo está sometido a Mi Palabra; y allí donde Yo halle a dos o tres aquí y allá reunidos a Mi nombre, allí obraré milagros”. ¿Cuál sería la consecuencia? ¡No sabríamos cómo comportarnos! Tan débiles somos, tan necios, tan aptos para llenarnos de vanidad, incluso ahora ante el hecho de una continua debilidad, así como del odio y desprecio del que se nos hace objeto, que no sabríamos como contenernos si tuviéramos estas exhibiciones del poder divino. Además ¡qué desaire para aquellos a los que nosotros reconocemos como verdaderos miembros de Cristo, y tan ciertamente resididos por el Espíritu como cualquiera de nosotros!
Estoy entonces persuadido de que en esto hay una gracia y sabiduría perfectas en los caminos de Dios. Él ya no obra más de esta forma. Pero aquí está la verdad sobre la que me apoyo esta noche: el Espíritu Santo fue dado, no meramente como una exhibición de poder sobre la tierra sino, si puedo expresarlo así, a la vez como signo y sustancia del valor que le da Dios a la cruz. Dios el Padre dio al Espíritu Santo como el sello de aquella redención que es siempre inmutablemente perfecta e infinitamente eficaz. Me atrevo a decir, y lo digo con toda reverencia, que, si el Espíritu Santo fuera quitado ahora del más pobre y débil de Sus santos sobre la tierra, no sería esto una deshonra tan grande para este santo como para el Hijo de Dios y Su obra de expiación. Virtualmente, sería lo mismo que decir que la ruina de la iglesia ha hecho que la sangre de Cristo sea de menos valor; pero, ¿confirmará Dios jamás una mentira? Y aquí se halla el baluarte de la fe — en esto podemos estar confiados — no solamente en que el Señor Jesús ha expresado las intenciones y la mente de Dios, sino que a través de Su gracia podemos, y debemos, entrar según esta medida en su base, razón, carácter, y propósito, además de su significado.
Todo esto podemos, mediante la fe, apreciarlo y disfrutarlo, porque Él nos lo ha explicado. ¿Para qué, pues, se nos da la Palabra de Dios, si no para que comprendamos Su mente, sintamos Su amor, y estemos seguros de Su verdad, sabiduría y bondad? De ahí estamos conscientes de que Dios, al enviar al Espíritu para que more para siempre sea cual fuere la triste condición de los creyentes, ya individual o colectivamente, no dio una mera prenda de Su aprobación de ellos, sino más bien las adecuadas arras de Su deleite en la obra personal de Su amado Hijo. El Espíritu Santo, como sabemos, descendió sobre Cristo, sin derramamiento de sangre, cuando Él estaba sobre la tierra, debido a que Él fue siempre sin pecado, tan perfecto aquí moralmente como lo era y es en el cielo, no menos absolutamente santo como hombre que como Dios. Naturalmente, no se olvida que tenía todavía que ser hecho perfecto en otro sentido, al llegar a ser capitán y autor de nuestra salvación, y ser consagrado como celestial sacerdote. Está claro que había una obra a hacer, y que había un lugar oficial de la gloria a asumir; pero nada añadió ni podía añadir a Su perfección moral. Por ello, insisto, Él podía recibir, y recibió, al Espíritu Santo por Sí mismo como hombre, sin sangre. Pero cuando Cristo ascendió a lo alto, recibió del Padre la promesa del Espíritu Santo. ¡Qué asombroso consuelo, confianza, y descanso debiera darnos esto! Si el Espíritu Santo nos hubiera sido dado directamente a nosotros, bien podríamos pensar que, si no nos comportábamos como debíamos, pudiera haber una revocación. Podemos comprender a un alma perturbada por tal tipo de pensamientos; pero, gracias a Dios, el Padre Le dio el Espíritu Santo por segunda vez a Cristo. Cuando Él ascendió a lo alto, recibió del Padre la promesa del Espíritu Santo, y derramó aquello que fue visto y oído en Pentecostés. Así, el don se da enteramente en virtud de Cristo, después que Él quitara nuestros pecados y que lo recibiera como consecuencia. Aquí tenemos en esto la base más cierta y segura sobre la que descansa ante Dios la perpetuidad de la presencia del Espíritu Santo en el creyente y en la iglesia — Su amor a Cristo, y Su valoración de la obra de Cristo por nosotros, para no hablar de Su palabra inmutable.
Y ahora pasemos, antes de terminar, a una breve exposición práctica. Tendremos otras aplicaciones y resultados de ellas en conferencias posteriores, a fin de no alargarnos demasiado ahora. Si hay una persona divina sobre la tierra que está ahora individualmente en cada santo, y con todos ellos como la iglesia de Dios, pregunto yo, ¿puede esto considerarse de importancia secundaria? ¿Se trata de algo que pueda ponerse de lado con el fin de no perturbarse uno mismo o a los demás? ¿Pueden los hombres que piensan de tal manera, y que así hablan y actúan, creer en la realidad de la presencia personal del Espíritu y de Su operación presente de acuerdo con las Escrituras? ¿Saben ellos que el Espíritu Santo está realmente en la iglesia sobre la tierra? No estoy ahora, naturalmente, aludiendo a Su gloria divina mediante la que llena todas las cosas, porque esto siempre es verdadero — tan verdadero antes de que Cristo viniera como lo ha sido después, e igualmente cierto de todas las personas en la Trinidad. Pero así como el Hijo descendió del cielo y fue aquí un hombre durante unos treinta o más años sobre la tierra, pero ahora se ha ido realmente, así ahora el Espíritu Santo ha descendido personalmente para morar con nosotros y en nosotros de una manera tal que era desconocida anteriormente, excepto solamente en Cristo. El Espíritu Santo, digo, ha descendido para estar con nosotros personalmente; y así como Cristo fue el único verdadero templo de Dios, así ahora la iglesia es el templo de Dios; porque estas dos verdades se enseñan en la Palabra de Dios. Pero si se cree que esto es cierto, si se recibe como la verdad de Dios, ¿qué hay que pueda compararse con ello en importancia en cuanto a hecho presente práctico, así como privilegio, para el santo y para la iglesia? Por ello la responsabilidad de los cristianos, si la aplicamos a las reuniones de ellos, es que las asambleas debieran ser gobernadas por la verdad de que el Espíritu Santo está allí.
Pero, ¿cómo obra el Espíritu Santo cuando se Le reconoce como presente? Esto ya ha recibido respuesta, si tan solo en el pasaje de las Escrituras que ya hemos leído. Él distribuye, o reparte, a cada uno en particular como Él quiere. Entonces, ¿no ha de ser reconocida Su presencia? ¿No se ha de respetar Su actuación? ¿Qué es lo que hallamos, si examinamos el aspecto actual de la cristiandad mediante la Palabra de Dios? Lejos esté de mí desear perturbar a nadie innecesariamente, ni es mi deseo el de intentar provocar controversia; pero hay unas verdades que manifiestamente no admiten componendas: en verdad, toda verdad divina rechaza un manejo tan indigno como el de las componendas. Entonces, quisiera preguntar, ¿cómo están nuestras almas en cuanto al sentimiento, a la fe, a la adhesión que le damos a esta verdad, tan vital para la iglesia, tan esencial para darle la verdadera honra al Espíritu Santo y al mismo Señor? ¿Dudas tú que la iglesia de Dios se halle en desorden? ¿Dónde está el cristiano serio que no lo reconozca, en mayor o en menor grado? ¿Es que hay algún hombre espiritual que quisiera mantener que el estado presente de la iglesia se corresponde con lo que leemos en el Nuevo Testamento? ¿No tengo que tomar conciencia de este hecho y humillarme ante Dios por mi propio pecado, y por el de la iglesia, en este asunto tan serio? ¿No tengo que tratar de estar allí donde se reconoce la presencia del Espíritu Santo? No importa donde haya yo estado en mi ignorancia; indudablemente, he estado allí donde no había siquiera la sombra de reconocer Su presencia ni Su acción según las Escrituras; me puedo haber unido a otros orando a Dios para que derramara de nuevo el Espíritu Santo, como si Él no hubiera ya venido y no estuviera ya en la iglesia de Dios. ¿Y llamaréis a esta oración un reconocimiento espiritual de Su presencia? ¿Qué hay que se pueda concebir como un rechazo más evidente o más decidido de la verdad de que el Espíritu Santo está aquí? Si se orara que el Espíritu de Dios no fuera contristado, o que los santos puedan ser llenos de Él, esto sería acorde con las Escrituras. ¿Qué hubiera significado si un discípulo, en presencia de Jesús, hubiera orado al Padre que enviara a Su Hijo? — ¿Qué suscitara al Mesías cuando el Mesías estaba ya allí? ¿No es éste el espíritu del mundo, que no puede recibir al Espíritu, debido a que ni Le ve, ni Le conoce? Pero nosotros Le conocemos — o por lo menos debiéramos conocerlo. Bien, si sabemos que Él está aquí, ¿se trata de una cosa sin importancia el que nosotros seamos sujetos a Su operación en la iglesia? Es en vano decir, “reconozco la verdad de Su presencia;” y mucho peor, si no estoy sujeto a las Escrituras, que no nos dejan ninguna duda acerca de cómo actúa Él para la gloria de Cristo. Las meras palabras no son suficientes: Dios espera fidelidad de nuestra parte, sujeción a Su Palabra, y un reconocimiento práctico de la presencia del Espíritu Santo.
Nos reunimos, y puede que seamos muy pocos: ¿Con qué recursos contamos? Somos débiles e ignorantes, pero tenemos a Uno en medio de nosotros que conoce todas las cosas, y es la fuente de todo poder. ¿Estamos satisfechos con Él? ¿Podemos confiar en Él frente a peligros y dificultades? ¿Por qué es tan débil la iglesia? ¿Por qué hay una falta tan grande de poder y gozo, paz y consuelo entre los hijos de Dios? ¿Podemos asombrarnos de ello? De lo que más bien me asombro es de la misericordia y de la asombrosa paciencia de Dios, bendiciendo como lo hace a pesar de tanta incredulidad. ¿Creéis de veras que puede tratarse de una cosa de nula importancia para Dios? ¿Acaso no demanda Él mi adhesión sin vacilar a Su voluntad, mi apropiado reconocimiento de la presencia de Su Espíritu y de Su libre acción? ¿Y qué acerca de inclinaron ante el gran hecho actual, el hecho de que, en virtud de la redención, y en honor del Señor Jesús, el Espíritu Santo se halla aquí personalmente en la iglesia sobre la tierra? Esto pone al alma a prueba; en verdad, me parece a mí la mayor prueba para los cristianos. Cristo, naturalmente, sigue siendo la piedra de toque práctica para todo y para todas las personas; pero, con todo, si Él es conocido y si mi alma Le da valor como el camino, la verdad, y la vida, ¿Acaso no le es de Su incumbencia que mis caminos en la iglesia de Dios estén sobre la base que Él me ha dado — la fe en la presencia del Espíritu Santo? ¿No se trata acaso de la verdad que el mismo Dios presupone como el alma misma, la fuente de energía, de la iglesia?
Esto no toca, en el más mínimo grado, la obra de Dios mediante los individuos. Él envía a uno a que predique el evangelio a todo el mundo, suscita a otro a edificar a los hijos de Dios. Es otra rama de la verdad; y me refiero a ella ahora solamente para mostrar que, cuando luchamos por la inalienable obligación que la iglesia tiene que reconocer la presencia del Espíritu Santo, tal verdad no se interfiere en lo más mínimo con la acción individual del Espíritu Santo en el ministerio. Reconociendo esto en todo su valor, importancia e integridad, quisiera poner esta pregunta ante la conciencia de todos los que me oyen: ¿Dónde se halla una asamblea de los santos de Dios, que se reúna, y en la que Su Espíritu quede en perfecta libertad de acción a fin de que Él pueda emplear a quienes Él quiera como vasos de Su poder? ¿Hay aquí algunos cristianos que nunca se hallen de esta manera en la única asamblea que sanciona la Palabra de Dios? Si los hay, tan solo puedo decir, Sopesad estas palabras con oración, y preguntad a vuestra alma el qué de todo esto. ¡Vosotros, que sois miembros de la asamblea de Dios, y a pesar de ello no conocéis esta asamblea reunida conforme a las Escrituras, ni la acción del Espíritu Santo propia en ella! ¡Vosotros, miembros del cuerpo de Cristo, y a pesar de ello nunca se Le permite al Espíritu Santo que os utilice, a vosotros o a otros miembros de este cuerpo, para la gloria de Cristo y la edificación de vuestros hermanos! Si es así, ¿A qué se debe? ¿Por qué debierais seguir así?
Es de reconocerse que se hallan aquí unas cuestiones muy serias, y muchos obstáculos; y estoy cierto que debiéramos orar mucho por aquellos que se hallan así perturbados y abrumados. No vayamos a disfrazarles lo que cuesta en este mundo ser fieles al Señor y a la Palabra inerrante de Dios. No está bien en nadie (¡y que el Señor nos libre bien lejos de ello!) tomarse a la ligera o fríamente a aquellos que se hallan en medio de esta intensa prueba: puede que algunos de nosotros hayamos sentido su amargura. ¿Qué deseamos para los hijos de Dios? Nada menos que su liberación, sí, la liberación de cada uno de ellos. ¿No pertenecen al cuerpo todos los santos que descansan sobre la redención de Cristo? ¿No los ha puesto Dios como Le ha placido a Él en Su iglesia? Y nosotros, ¿qué es lo que estamos haciendo? ¿Nos estamos reuniendo juntos para mejorar la acción del Espíritu Santo en la Iglesia de Dios? Dios no quiera: más bien es para honrar al Señor en la certeza de que Él se halla en medio de nosotros. Nuestra única razón, si es que tenemos alguna razón divina en absoluto, para reunirnos en el nombre del Señor Jesús, es que ésta es Su propia voluntad y forma de hacer; es para complacerle. Y si se ha hecho teniendo que pagar un precio, Dios bendice esto en gran manera, y lo bendice también para la conformación del espíritu en la misma magnitud que el ejercicio de la fe: si no es así, hay entonces algo que no está bien con nuestras almas. Entonces, ¿me estoy aferrando, como centro de mi acción eclesial, a la presencia del Espíritu Santo? Si no, no tengo el centro de Dios para tal acción, y me hallo todavía bajo el dominio de la tradición en una u otra forma; continuando bien en lo que mi padre continuaba, o bien algo que va mejor con mi forma de pensar. Pero, ¿dónde está Dios en todo esto?
Se nos puede insultar, como todos bien sabemos, tratándonos de fanáticos y exclusivistas. ¿Acaso estos censores nuestros han sopesado lo que estas palabras significan? Yo llamo fanatismo a toda adhesión irrazonable, sin una base divina sólida, a la propia doctrina particular de uno, o a la propia práctica, en desafío a todos los demás. Dejad que pregunte, ¿se trata de fanatismo abandonar las asociaciones que uno más ama, debido a la Palabra de Dios, y a fin de hacer Su voluntad? ¿Es exclusivismo abandonar sectas, una y todas, a fin de reunirme siempre allí donde pueda encontrarme con santos conforme a la Palabra, y en dependencia del Espíritu Santo, reunido al nombre de Cristo? No estoy asumiendo esto para nadie que no reconozca las Escrituras como la verdad inmutable de Dios; pero os pregunto a vosotros que sí las reconocéis: ¿vais a permitiros el apartaron del terreno conocido como divino, sea cual fuera la prueba adentro, o la tentación afuera? Con frecuencia hay relaciones de otro tipo que crean dificultades. Los amigos pueden pediros que vayáis aquí o allá por lo menos una vez; y parece difícil rehusar, especialmente en tanto que ellos no comprenden la fuerza de una convicción divina, que ellos mismos no tienen. Es posible que tú les invites a venir contigo, y que declines ir con ellos. ¿No parece esto orgulloso y falto de fraternidad? Bien, puede que les parezca singular, pero debiera ser perfectamente llano para ti; puede que haya una verdadera humildad, y también amor, por mucho que la crasa ignorancia lo cuente como orgullo y falta de amabilidad. Imaginemos un clérigo piadoso, o un no conformista, que haga esta clara pregunta: “¿Cómo es que vosotros, que tenéis tanta libertad y gozo en recibir a cristianos en el nombre de Cristo, no venís conmigo a mi iglesia o capilla?” La respuesta es: “Bajo tus propios principios, como cristiano protestante, tú puedes venir aquí con una buena conciencia, sabiendo nosotros que el sencillo deseo sea el de estar sujeto al Señor y a Su Palabra, en la unidad de Su cuerpo, y en la libertad de Su Espíritu. De cierto que tú reconoces que no es pecado el reunirnos como nosotros lo hacemos, conforme a las Escrituras, y por ello tú puedes reunirte con nosotros. Pero yo, por mi parte, me hallo convencido de que es contra las Escrituras abandonar el terreno escritural para tomar el del Anglicanismo o el del no-conformismo, y por ello no se trata de falta de amor, sino de temor de pecar que me guarda de ir con vosotros, que no pretendéis estar reuniéndoos sobre la base de la asamblea de Dios”. Evidentemente sería un fanático, o algo peor, el que me demandara, o esperara de mí, que me uniera a él en contra de mi convicción positiva de que al hacerlo estaría pecando en contra de Dios. El pecado es el cumplimiento por parte del hombre de su propia voluntad, o de la voluntad de otro, que no sea la de Dios. Si uno me pide que me aparte de lo que conozco ser la voluntad de Dios, será, naturalmente, un pecado de mi parte al acceder. No se trata solamente de que una cosa sea en sí misma pecaminosa, sino que sería más especialmente un pecado en mí, debido a que yo sé, si otro lo ignora, que es una infidelidad a la operación del Espíritu en la iglesia.
No os conmováis, entonces, por los reproches, como tampoco por los argumentos halagadores. Porque no hay un verdadero amor, excepto en el contexto de la obediencia a Dios (1 Jn. 5:2, 3). Nunca os apartéis de lo que creéis ser Su voluntad. Puede que entraréis al principio poco familiarizados con la verdad, o con las solemnes responsabilidades que ella implica; quizás fue sobre esta razón que algunos os convirtierais aquí: Pero ahora, ¿qué de vosotros? ¿Habéis estado escudriñando la Palabra de Dios para descubrir Su mente y voluntad? ¿Veis que la presencia y acción del Espíritu Santo en la asamblea es la verdad de Dios? ¿No queda perfectamente claro y seguro que Dios ha enviado a Su Espíritu Santo, y que esta verdad tiene que ser reconocida y vivida por vosotros y por todos los cristianos? Esta verdad no la podéis negar; sabéis muy bien que es de Dios; puede que no le deis tanto valor como debierais (¿quién lo hace?) pero éste es ya otro tema. Quiera el Señor que todos nosotros le demos más y más valor.
Escudriñad las Escrituras, examinad la Palabra de Dios para vuestras propias almas; mediante esto obtendremos una verdadera inteligencia espiritual, pero esto solamente en obediencia, y no desearíamos que fuera de otra manera. La inteligencia que se consigue en desobediencia me parece peligrosa e indigna de confianza; aprender la verdad, paso a paso y viviéndola, es un camino más feliz y santo, y de fe más sencilla también. Al mismo tiempo que le damos valor a la inteligencia, tenemos que recordar que hay algo todavía más importante — la sencilla sujeción a la voluntad de Dios, incluso si parecemos carecer de inteligencia en cuanto a mucho de ella. “El principio de la sabiduría es el temor de Jehová”. Este pasaje no ha perdido vigencia; y creo que tal es el camino divino, y por lo tanto el mejor, como principio. Hay bendición en un crecimiento gradual en la verdad de Dios, sobre todo mirándole a Él a fin de ir andando en aquello que conocemos.
Ahora, ruego al Señor que las grandes verdades del “un cuerpo” y del “un Espíritu”, que hemos tenido ante nosotros, sean apremiadas en nuestros corazones por Su propio poder; de forma que nosotros que las conocemos podamos ser alentados y confirmados, y que aquellos que las desconocen puedan ser enseñados por Él mismo acerca de ellas.