El sendero cruzaba por medio de una arboleda de baobabs. Entre aquellos grandes troncos podíamos divisar más adelante la aldea. A medida que nos acercábamos, íbamos distinguiendo las casuchas redondas. Pero no se veía nada de la habitual actividad matutina de los hombres y los muchachos que llevan las vacas y cabras al pastoreo. Todo el mundo parecía concentrado en un rincón de la aldea. Bajo un espinoso árbol, en forma de sombrilla, descubrimos una animada escena. Un grupo de hombres, con el cabello lleno de barro rojo, terminaban de sacar el cuero del león y se preparaban para estirarlo y clavarlo en el suelo, mientras un hombre más viejo y enclenque, con enormes lóbulos en las orejas llenos de adornos que casi le llegaban al hombro, estaba arrodillado junto al león muerto sacando de él los puños llenos de un material de extraño aspecto de la región del estómago del león. Luego lo echaba en un cacharro y se enjuagaba cada dedo de una manera que me hacía estremecer.
Daudi me dijo:
— Mafuta ga simba, Bwana. (La grasa del león, Señor).
Alguno de ellos miró hacia arriba y por un momento hubo una pausa rara y hostil. Finalmente yo hablé en chigogo, el idioma de las llanuras centrales de Tanganica.
— Mbukwa (Buenos días).
Algunos de ellos se pusieron de pie de un salto, y contestaron:
— Mbukwa.
— Zo wugono wenynu? (¿Cómo han dormido?) — pregunté.
Vino como respuesta un rumor no muy amistoso, frente al tradicional saludo matutino.
El brujo se paró, con la grasa del león chorreándole por las manos que parecían garras. No era un espectáculo muy hermoso.
— Mbukwa — dije — , díganme, ¿quién mató ese león?
— Yali bahalya (Está allí) — contestó brevemente el brujo, señalando con su mentón hacia una casa de barro al otro extremo de la aldea. Rápidamente se dio vuelta y volvió a su horrible tarea. Caminamos entre ellos hacia la estrecha puerta de mimbre que se nos indicó. Estábamos aun a unos treinta o cuarenta metros cuando apareció repentinamente una mujer corriendo, con el terror dibujado en sus ojos. Tropezó luego de pasar a nuestro lado sin prestarnos atención, salimos corriendo, deteniéndonos por un segundo para preguntar antes de cruzar la puerta.
— ¿Jodi? (¿Se puede?).
Una voz áspera contestó desde adentro.
— ¡Winjile! (¡Entre!).
Daudi pasó cuidadosamente y detrás entré yo. En la opaca luz de la choza de barro podíamos ver una alta figura, echada inerte sobre una piel de vaca en el suelo. Amontonados alrededor, agachados sobre el suelo, había de ancianos en grupos de ambos sexos. Se sacudían de aquí para allá sobre los talones y gruñían.
Entonces Daudi, inclinándose, murmuró:
— Bwana, es demasiado tarde: está muerto.
Me apoyé en una rodilla junto al infortunado cazador y le sentí el pulso. No podía sentírselo en la muñeca. Entonces puse mi mano sobre su pecho desnudo y cubierto de sangre y allí pude captar un ligero golpeteo.
— NO, Daudi, todavía vive; quizás podamos salvarlo. Rápido, consigue agua hirviendo y algunas sábanas.
Daudi se dirigió rápidamente a los impresionados parientes.
— Escuchen — dijo — , el europeo es un gran doctor. Tiene medicinas que traen vida. Él dice que este hombre no está muerto y que, si traen agua caliente y si hay algunas sábanas, quizás pueda traerlo por el camino de la salud.
Varios se pusieron de pie y procedieron a hacer lo que se les pedía con una velocidad que, a mi juicio, no era la más adecuada. Levanté la mecha del farol e hice un rápido examen de las heridas. El hombre estaba terriblemente destrozado. Saqué mi pañuelo y me las arreglé para contener algo de la hemorragia.
Daudi volvió corriendo con una calabaza llena de agua tibia, que estaba notablemente barrosa. Coloqué dos píldoras de morfina en la jeringa y luego la llené con algo de aquella agua.
— Daudi, nunca hagas esto sino en un caso de extrema urgencia –dije — . Posiblemente esta agua esté repleta de microbios, pero si no le colocamos esta medicina, se morirá y unos pocos microbios más dentro de un hombre vivo son mejor que nada de medicina calmante en un hombre muerto.
Media docena de sucias sábanas de algodón fueron traídas en ese momento y con ellas cubrí cuanto fue posible a mi paciente, sin ponerlas en contacto directo con las heridas. Podía ver a varias ancianas soplando las llamas de un rojo carbón que resplandecía bajo una gran calabaza.
— Mbera, mbera! (¡Rápido, rápido!) –las apuré.
— Yoh, no vale la pena apurarse –dijo una de las ancianas levantando los ojos — . De esta manera no vamos a calentar el agua.
A la luz inadecuada del farol, hice un examen completo de las heridas. El muslo izquierdo había sido gravemente maltratado por el león y no menos el resto de la pierna. Ahora podía sentir algo de pulso en la muñeca del cazador. Una cama de emergencia fue preparada y a dos muchachos con ramas les di el encargo de mantener alejadas las moscas.
— Daudi, ¿con que podemos cubrir estas heridas? Necesitamos algo que usar como vendaje. Mira si puedes encontrar algo por la aldea.
Salió a toda velocidad y volvió a los pocos minutos.
— Bwana, no hay nada de nada, absolutamente nada.
Pensé un momento.
— Bueno, Daudi, aquí hay una sola que sirve: nuestras camisas.
— Koh — repuso Daudi mirando la suya, que era nueva color kaki — . Bwana, su camisa es da material blanco y es usada. La mía es kaki y está nueva.
Así fue como mi camisa terminó en la calabaza. Para entonces, Daudi encontró en alguna parte dos calabazas más chicas, así que me quite mi camisa y la hice tiras. Algunas las hice para que sirvan de vendas, otros trozos más pequeños como estropajos y otras varias cosas que podrían necesitarse. Cuando el agua estaba hirviendo, se hecho un poco sobre la camisa antes de tomarla. También hervimos mi navaja. Me enjuagué las manos cuanto pude, sin jabón, en una de aquellas calabazas que, sin duda, no eran para eso y entonces me puse a la tarea de practicar una operación que consistía especialmente en limpiar las heridas y sacar de ellas toda clase de objetos extraños que pudieran contener gérmenes. Hacer aquello cuidadosa y efectivamente con las manos sin guantes y con una hoja de navaja no estaba muy de acuerdo con mis ideas sobre cirugía. No hubiera sido una operación fácil aún en condiciones normales, pero trabajando con la pobre luz de un farol, con el enfermo echado sobre un cuero en el suelo, las cosas difícilmente podrían ser más difíciles. Vi una cucaracha que salió por debajo de los cacharros y se arrastraba a través del piso. También se veía toda clase de insectos más pequeños, que no resultaban una compañía amable, pero que me daba cuenta que estaban tomando un interés excesivo en mi.
Daudi me iba proveyendo todo el tiempo de trozos de mi camisa destrozada. Envolví la herida más grande con ellos y vendé provisoriamente todas las otras. Luego desaté el torniquete. El enfermo lanzó una mirada estremecedora. Vigilé mis vendajes, pero no había señal de hemorragia.
Entonces ya parecía que los que estaban alrededor se encontraban muy entretenidos. Me volví a Daudi y le pregunté en inglés:
— ¿De qué se divierten, Daudi?
— Bwana, están muy curiosos, porque nunca han visto antes una piel tan blanca al descubierto.
De repente tuve plena consciencia de que estaba sin camisa.
El enfermo estaba tratando de murmurar algo.
— ¡Malenga! (Agua) — jadeó.
Le puse té caliente en los labios. Tragó un poco.
Detrás de mí oí una aguda voz de mujer anciana que decía:
— Koh, no es más que pintura.
Casi podía sentir la sonrisa de Daudi al inclinarse.
— Bwana, aquí hay algunos que piensan que eres como los muchachitos que son sometidos a la iniciación tribal y que la blancura de tu piel es solo un tizne.
Me di cuenta que era fundamental que lleváramos con nosotros al enfermo, pero para ello era necesario ganar la buena voluntad de los parientes. Comprendí que mi piel blanca era un método tan bueno como cualquier otro. Luego de hacer el último nudo, me paré, miré a la anciana y le dije:
— Bibu (Abuela), ¿tienes alguna duda sobre mi piel?
— Yoh, no, no tengo ninguna — dijo la anciana retrocediendo.
— Ven, no tengas dudas — dije sonriendo — , no tengas miedo. Fíjate, es toda carne.
La mujer soltó una risita y extendió un dedo huesudo y no muy limpio, me arañó con prudencia el hombro y luego se acercó un poco más.
— Yoh — dijo.
Entonces, ya convencida de que se trataba de piel y nada más que piel, se volvió a sus camaradas y dijo:
— Jeh, ¡estos europeos sí que son gente rara!
— Acérquense, no gastemos más palabras — agregué — . Ahora necesitamos un nzeg-nzeg (palanquín hamaca). Si queremos salvar a su pariente, tenemos que llevarlo a nuestro hospital, más allá de las malezas.
Señalé hacia el este, con el mentón, según la costumbre africana.
Durante un buen rato, nadie hizo nada.
— Daudi, cada minuto es importante — dije — . Llama al jefe y consigamos que colabore.
Pero aún cuando éste vino, tuvimos mucha dificultad en conseguir que los parientes acordaran pagar una vaca para el traslado del enfermo al hospital. Vi que se movían los labios del herido y me incliné para oírlo murmurar:
— ¿Acaso la vida de un hombre no vale una vaca? Hay muchas vacas en mi rebaño y en el de mi familia.
Salté poniéndome de pie y en voz alta repetí esas palabras. Cuando los parientes las oyeron, salieron de mala gana a buscar el animal. Mientras duraba la terrible tardanza, que me irritó bastante, ayudé a mi paciente a tomar un poco más de té tibio y dulce. Me dio la impresión de que su estado mejoraba, a juzgar por lo que sentía en mi dedo sobre su pulso. Al fin trajeron la vaca y con ella una gran caña de bambú. Para empezar, pusimos la caña por encima del paciente y sobre éste doblamos la sábana en que estaba recostado el enfermo, abrochándola en su lugar con espinas, duras como el hierro, de unos cinco centímetros de largo. Entonces lo levantaron del suelo. Nuestro safari inició lentamente la marcha de vuelta al hospital. Hice un ceremonioso adiós a los africanos de la aldea y mirando hacia atrás, vi la piel del león estaqueada en el sol, y al brujo aún afanosamente ocupado en sacar la grasa del animal muerto.
El sol ya estaba calentando mucho. Después de unas horas de camino, nos detuvimos a descansar a la sombra de un baobab muy grande. Cuidadosamente, apoyamos en el suelo al enfermo. Le di otra inyección. Su pulso era rápido y su respiración muy dificultosa. Después de unos diez minutos de reposo reaccionó un poco.
— Bwana, yo maté a ese león con mi lanza — dijo — . Me saltó encima, pero le clavé la lanza en el corazón. Kah, Bwana, pero sus garras me deshicieron. ¡Ay! el dolor es muy grande. Déjame morir.
— No hay necesidad de que te mueras. Jeh, mejor déjame que te rehaga para que vivas y mates otros leones. ¿Qué te parece si te doy un nuevo nombre? Te voy a llamar Simba, el león, pensando en el rey de la selva que mataste en buena lucha anoche.
Los cargadores se rieron entre dientes y asintieron con la cabeza.
— Jeh, jeh, Bwana, esas son buenas palabras.
Dos horas después, calurosas y cansadoras, Simba yacía entre las sábanas blancas de una cama de nuestro hospital. Había un solo tratamiento que podía salvarlo de la muerte: una transfusión de sangre. Fui hasta donde estaban los cargadores que lo habían llevado.
— Escuchen: podemos salvar a Simba si ustedes dan algo de sangre. Eso no quiere decir otra cosa que ponerles una aguja dentro de una vena. No hay ningún peligro, es muy poco dolor y de esa manera simple podrán salvar la vida de ese valiente.
Durante un momento, se miraron fijamente el uno al otro con la boca abierta y entonces uno de ellos habló apresuradamente.
— No, Bwana, nos negamos, está contra nuestras costumbres.
Ni amenazas, ni insistencia ni discusiones tuvieron efecto alguno en aquel grupo de hombres africanos. Se había reunido mucha gente para escuchar lo que pasaba, entre ellos algunas de las muchachas que se estaban capacitando como maestras en la escuela misionera situada del otro lado de la colina. Se encontraban visitando el hospital. Una de ellas, llamada Perisi, dijo:
— Bwana, si sacas algo de mi sangre, ¿podré enseñar mañana en la escuela?
— Jongo. Sí. Podrás sentirte algo mareada por una media hora, más o menos, pero nada más.
— Entonces, Bwana, usa mi sangre.
— Pero tú no eres de sus parientes –intervino uno de los hombres que habían llevado a Simba.
— Kah, ¿voy a dejar que un hombre muera cuando puedo ayudarlo? — dijo Perisi.
Rápidamente hice las pruebas necesarias y a la media hora había recogido toda una botella de sangre, lo que significaría la vida para Simba.
— Acuéstate, Perisi — dije — mientras le doy tu “donación” al cazador. Pronto te sentirás bien.
— Kah, Bwana, es mi sangre. ¿No puedo ver cuando se la das? Bwana, es un pedido muy pequeño.
De esa manera, sentada en una silla, observó cómo su propia sangre entraba en las venas de un cazador, que estaba muy cerca de las puertas de la muerte. Había entrado a las venas del hombre una cuarta parte de la sangre cuando todo su cuerpo se estremeció. Su pulso parecía estar mejorando. Al llegar a la mitad, bostezó.
— Tranquilo, Simba. No te muevas. Quédate quieto.
Cuando ya terminaba la transfusión, abrió casi completamente los ojos, ojos que no resultaban una vista muy hermosa, porque las enfermedades en los ojos son muy comunes en aquellas llanuras centrales de Tanganica. Me miró.
— Bwana, ¿qué estás haciendo? — preguntó.
— Es sangre — le expliqué — , sangre que te ha sido dada para salvarte la vida.
— Pero, Bwana, ¿quién me la dio?
Como tenía las manos llenas de agujas y tubos de goma, señalé con el mentón a la muchacha africana sentada en el sillón bajo la ventana.
— Perisi, ella te la dio.
— Pero, ¿por qué?
La joven africana que había estado sentada tranquilamente durante todo el proceso, contestó rápidamente:
— ¿Acaso el Bwana Yesu Kristo (Señor Jesucristo) no dio su vida por mí para que yo pudiera vivir? ¿No te daré yo mi sangre para que vivas tú?
Simba miró asombrado y cerró sus hinchados párpados.
— No lo entiendo — repuso.
— No lo intentes — , sugerí — , pero luego lo entenderás.
Desconecté el aparato. Por centésima vez aquel día, apreté con los dedos la arteria de su muñeca. Latía con fuerza y con la regularidad de un reloj. Me volví para agradecer a Perisi por lo que había hecho, pero se había deslizado afuera suavemente.