6ª Conf. - El recurso de los fieles en las ruinas actuales: 2 Timoteo 2:11-22

Narrator: Luiz Genthree
2 Timothy 2:11‑22  •  54 min. read  •  grade level: 14
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¡Cuántos elementos solemnes se hallan apiñados en el tema que tenemos ahora ante nuestra consideración! Es solemne contemplar la cristiandad y ver sus ruinas, ahora demasiado palpables para negarlas. Es solemne, por otra parte, pensar en la fiel bondad de Dios, que lo sabía de antemano, lo predijo en la inerrante palabra de Su gracia, y que nos ha mostrado que, si Él sentía el mal que estaba a punto de cubrir la escena de la profesión del nombre de Cristo sobre la tierra, Su amante sabiduría ha revelado un camino cierto — un camino que ni el ojo del buitre vio, pero que a pesar de todo Él hace que Su pueblo discierna, y mediante el cual Su pueblo puede tener la feliz certeza de que está agradando a Dios.
Para aquellos que por causa del Señor y de la verdad lamenten las actuales prácticas de la cristiandad, y rehúsan tener comunión con ellas, puede haber una cierta necesidad de dar unas pruebas tan evidentes como sea posible de aquellos males que son ahora abundantes, y de los cuales Dios advirtió de antemano cuando estaban solamente en embrión. Ciertamente, puede haber una cierta tentación a probar el mal, cuando sentimos de algún modo la necesidad de una justificación para el camino de separación a Dios. Pero tal tendencia es prontamente corregida, y el corazón recibe su tono debido y su actitud apropiada, cuando pensamos quién es después de todo el que se halla más afectado, y cuyo honor es el que tenemos que justificar. ¡Quiera el Señor librarnos de pensar en nosotros mismos! Es indigno de aquellos que pertenecen a Cristo. Que sean nuestra gloria la de justificarle a Él solo.
Será ahora mi ocupación la de mostrar, no que Él necesite nada de nosotros, no que Sus palabras luminosas necesiten de las pobres antorchas humanas para hacerlas más visibles, sino que el amor divino busca la bendición de cada uno, especialmente de aquellos que son relativamente jóvenes y precisados de información acerca de la verdad de Dios. Espero dar suficiente evidencia, por lo menos, para mostrar de la manera más llana cuál sea la voluntad del Señor; cuán fielmente Su Palabra trata con nosotros; cuán digno de confianza es Él mismo, y aquello que Él ha puesto en nuestras manos. Esto puede alentar a los más apocados de entre los hijos de Dios para que miren hacia arriba con confianza, siendo que el fin estaba tan claro para Él como el principio, y que para nosotros el único camino es el de Cristo, porque no puede haber dos. Él es el camino, y como hay solamente un Cristo, así solamente puede haber un camino que satisfaga al corazón y a la mente de Cristo para aquellos que Le aman.
¿Voy acaso a presentar razones de peso, como si se tuviera que justificar tal cosa? Será suficiente explicar lo que Él ha señalado. Para aquellos que Le conocen a Él habrá en ello la justificación completa y la razón más poderosa en el hecho de que se trate de Su camino para nosotros, aunque ciertamente Su bondad ha dado también pruebas seguras y abundantes en la profundidad necesaria.
Tendré más adelante la oportunidad, esta noche, de repasar brevemente el terreno sobre el que hemos pasado en ocasiones anteriores, y de mostrar como todo lo que es más precioso ha sido puesto a buen recaudo para los fieles. No que el Señor no se haya complacido en quitar mucho. No que debiéramos carecer de sentimientos acerca de nada que competa al poder del Señor y de Su gloria en la iglesia. Pero si afirmamos rectamente un puesto más elevado en aquello que conviene a Dios en sus caminos morales; si debiéramos sentir que lo que trae y mantiene ante nosotros la gracia de Cristo tiene que ser de un valor más profundo que ninguna exhibición de poder ante los hombres; con todo, por otra parte, queridos hermanos, sería un pecado ante el Señor si contempláramos con fría indiferencia la debilidad absoluta de nuestra época, y la deshonra que así se impone sobre el nombre de Jesús en la misma cristiandad. ¡Ay!, no hay ningún lugar entre los extraños afuera del Señor Jesús donde se cometan unas enormidades más atrevidas que las que se cometen en la misma escena donde los hombres se hallan bautizados a Su nombre. Cuando miramos hacia atrás a las épocas ya pasadas, a los tempranos días de la peregrinación de la iglesia sobre la tierra, y al poder del Espíritu Santo que se manifestaba entonces, quedo persuadido de que debiéramos sentir dolor por las heridas infligidas en casa de Sus amigos; debiéramos sentirnos doloridos de que el comportamiento de la iglesia fuera tal que el Señor no pudiera derramar honor sobre ella de forma manifiesta, sino que se viera obligado, por decirlo así, a dejarla desnuda, y a avergonzarla delante de los enemigos de Su nombre.
Reconozcamos todo esto, como también el dolor mucho más profundo de que las personas aprecien tan poco la verdad, y sientan tan poco por el honor de la persona del Señor en la cristiandad, para no hablar de la carencia casi universal de sentimiento incluso de lo que la iglesia es en sus formas más elementales y sencillas, y todavía más del total olvido de su brillante porción en identificación con el Salvador, y de lo que la iglesia espera en el día que ha de venir. Tened la certeza de que, si no sentimos así junto con el Señor en nuestra pequeña medida, no nos hallamos en una condición moral como para actuar sobre Su Palabra en cosas presentes. Es una lección de importancia no pequeña ver que el Señor no nos ha dado en las Escrituras aquello que admita una mera imitación. No es suficiente tomar, por ejemplo, las epístolas del Apóstol Pablo, y ponernos a la obra como si fuéramos competentes para poner en orden lo deficiente, y para ordenar ancianos aquí o allá. Una cosa es apoyarnos en la Palabra que Dios nos ha dado, y otra muy distinta asumir que podemos reinstaurar la iglesia, ahora que ha sido quebrantada y arruinada. Es recto sentir su estado bajo, pero que debiéramos reconstruir de nuevo lo que así ha caído demuestra, en el mismo pensamiento, que el corazón no está en sintonía con Cristo; que hay una falta de santa desconfianza en uno mismo; que hay una insensibilidad tal con respecto al verdadero estado de las cosas ahora que impide no solamente el restaurar autorizadamente la iglesia, sino también la humildad de la fe que confía en los verdaderos recursos de Cristo. Porque es un principio invariable de Dios que, cuando ha habido un apartamiento de Él, no importa bajo cuales circunstancias, o época, o pueblo — sea antes del diluvio o después — sea en Israel o en la iglesia — Dios insiste en que el primer paso en lo moralmente bueno sea llegar a sentir nuestra verdadera iniquidad a Sus ojos. Cuando éste es el caso, la presunción estará lo suficientemente alejada de nosotros, con lo que podremos tener beneficio de aquella maravillosa exhibición de poder, gracia y sabiduría divinas — ¡la iglesia de DIOS! Fue la obra de mayor envergadura, por decirlo así, que Dios jamás emprendiera sobre la tierra (a continuación de la Cruz, mediante la cual, tan solo, se hizo posible tal obra).
Dios no quiera que el pensar en lo que Él ha hecho comparáramos aquello que se mantiene solo — ¡solo por toda la eternidad! Pero si contemplamos todo lo que jamás se haya hecho sobre la tierra, o incluso sobre el cielo y la tierra, diré que la obra de Dios en Su iglesia — la iglesia de Dios — fue aún mayor. Y ahora, nosotros, pobres vasos agrietados que no podíamos guardar la bendición, nosotros, que por nuestra propia debilidad y falta de vigilancia hemos sido un blanco de las tretas de Satanás, y hemos dejado entrar a los ladrones y salteadores que han despojado la casa de Dios, ¿hemos de ser nosotros los que la volvamos a establecer? ¿Es éste el sentir de la fe humilde? Si para un hombre fuera malo el irse, si fue una cosa grave para Israel deshonrar la ley de Dios, ¿qué tiene que ser para la iglesia tener en poco a Dios el Espíritu Santo? Es la epístola de Cristo, la morada de Dios por el Espíritu, el objeto de Su amor más perfecto, aceptada en el Amado, en Cristo, hecha la justicia de Dios en Él. ¿Qué es pues para la iglesia el dejar en la práctica a un lado la gloria de Dios aquí abajo preferir la obra de sus propias manos a Su Palabra y Espíritu — para inclinarse una vez más a ídolos labrados por el arte y los manejos del hombre? ¡Ah! es más detestable que lo que las Escrituras o incluso la historia registra de las épocas y de los hombres infinitamente menos privilegiados.
No penséis que estoy exagerando lo que la cristiandad ha hecho o hace. Ni deseo extenderme en más de lo que sea absolutamente necesario sobre el penoso fracaso de aquello que porta el nombre de Cristo aquí abajo. Pero oigamos lo que dice la Palabra de Dios sobre este tema. ¿Quién admitiría el pensamiento de que Él habla demasiado fuerte acerca de aquello que Él vio desde el principio, y que nos advirtió que se estaba introduciendo al contemplar el futuro?
Empecemos con el Salvador mismo y veamos lo que Él indicó a Sus discípulos acerca de lo que se hallaría cuando Él vuelva de nuevo a la tierra, cuando Él convoque al hombre a dar cuenta de sí mismo. En Lucas 17 nos habla Él no de que el mundo iría cambiando gradualmente de un desierto a un Paraíso, no que los paganos dejarían sus dioses falsos ni los judíos abandonarían su odio contra el verdadero Mesías. Por el contrario, Él da a los discípulos la necesaria advertencia, que iba a ser como en los días de Noé, y como en los días de Lot. Eran estos tiempos de comodidad y de mundanalidad, cuando toda la humanidad se estaba revolucionando en contra de Dios; y con ello estas escenas proveían comparaciones para las escenas que tienen que estar presentes cuando el Señor aparezca del cielo a juzgar el mundo. “Como fue en los días de Noé, así también será en los días del Hijo del Hombre. Comían y bebían, se casaban y se daban en casamiento, hasta el día en que entró Noé en el arca, y vino el diluvio y los destruyó a todos”. La seguridad propia y el amor a la comodidad será sustancialmente el mismo cuando el Señor sea revelado como lo fue antes del diluvio. Entonces como en los días antiguos los hombres se hallarán ocupados en los asuntos ordinarios de la vida diaria. A pesar de la ley, a pesar del evangelio, de nuevo se ve y continuará aquel estado de violencia y de corrupción que atrajo el diluvio sobre la tierra, no menos culpable que totalmente despreocupada. Y Cristo mira hacia adelante al día de Su retorno: sin que le espere ningún previo milenio de santa gloria; sin que el mundo esté generalmente caracterizado por corazones felices y llenos de gozo; sino al contrario la misma condición moral, la misma indiferencia a la voluntad de Dios, y a Su gloria, que precedió al diluvio.
Después del diluvio, cuando empezaron las naciones y las lenguas, hubo otra escena más asombrosa y degradante, que el mismo libro de Génesis nos presenta; y ésta nos provee también su triste complemento a la escena de los días precisamente anteriores al retorno del Hijo del Hombre. “Asimismo como sucedió en los días de Lot; comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; mas el día en que Lot salió de Sodoma”, [palabras de lo más ominoso] “llovió del cielo fuego y azufre, y los destruyó a todos. Así será el día en que el Hijo del Hombre se manifieste”.
Si tomamos ahora las Epístolas, hallaremos que la luz arrojada por el Espíritu Santo no debilita en absoluto, sino que confirma, en todos los respectos, el testimonio del Señor Jesús; solamente que ahora tenemos al Espíritu Santo considerando naturalmente la cristiandad, en tanto que nuestro Señor hizo de los judíos Su punto de partida y centro.
Así tenemos en Romanos 11, sin extendernos acerca de este capítulo, que el Espíritu de Dios anticipa el fin de la cristiandad. “No te jactes contra las ramas; y si te jactas, sabe que no sustentas tú a la raíz, sino la raíz a ti”. Esta es la advertencia que se le da al profesante gentil. Los que son significados por las ramas naturales son los judíos. Ellos habían sido los depositarios de la promesa desde antiguo, y tenían por ello el lugar responsable de testimonio de Dios sobre la tierra. Así, ellos eran las ramas originales del olivo, la línea de la promesa y del testimonio en la tierra que se originó con Abraham. Pero los judíos quebrantaron la ley, siguieron en pos de los ídolos, rechazaron y dieron muerte al Mesías. Había un recurso en el evangelio; pero rechazaron el evangelio del cielo así como al Señor el Rey de ellos sobre la tierra. La consecuencia de ello es que las ramas naturales de olivo fueron desgajadas, y se injertaron las del olivo silvestre, o gentiles, en el viejo tronco de la profesión. Y ésta es la advertencia que se da: “Pues las ramas, dirás, fueron desgajadas para que yo fuese injertado”. ¿No ha sido éste exactamente el sentir de la cristiandad? Desprecio hacia los judíos, asombro ante la maldad de ellos, y una insensibilidad total hacia la propia condición. “Bien; por su incredulidad fueron desgajadas, pero tú por la fe estás en pie. No te ensoberbezcas, sino teme. Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará. Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios; la severidad ciertamente con los que cayeron, pero la bondad para contigo, si permaneces en esta bondad”.
Quisiera preguntar a cada persona que tenga el más pequeño temor de Dios, o incluso una familiaridad externa con Su Palabra. ¿Ha continuado la cristiandad en la bondad de Dios? ¿Hay algún protestante, algún católico romano, que lo crea? ¿Hay alguna persona, no importa dónde, no importa quién, hay una sola alma que se atreva a decir que la cristiandad, el gentil profesante, se ha mantenido en la bondad de Dios? El romanista no puede pensar que el cisma protestante siga en la bondad de Dios. El protestante está seguro de que el cuerpo romano es el fruto de un evidente apartamiento de Dios en superstición; y así podríamos pasar por todos los sistemas existentes. Cada uno de ellos podrá argumentar en pro de su propia asociación, pero ¿quién dirá que incluso la suya propia ha continuado fiel? Podrán creer que sus intenciones son buenas y que, si se llevaran a cabo, los resultados serían admirables; pero ¿quién dejará de reconocer que no ha sido llevado a cabo? ¿Que, por consiguiente, ninguna secta, ninguna porción, ni siquiera ningún fragmento, se ha mantenido en la bondad de Dios? Todos concuerdan en que, por lo que respecta a la masa de la profesión afuera de ellos, ella ha frustrado el testimonio de Dios. Por consiguiente, surge por todos lados el reconocimiento de las personas de que el gentil no ha continuado en ella. No que se sienta el fracaso como se debiera sentir; no que exista una confesión adecuada y un abandono ante Dios de nuestro común pecado. Allí donde el pecado es verdaderamente confesado ante Dios, no se persistirá en Él. Pero por lo menos existe un reconocimiento externo hasta un cierto punto ahora en la tierra, y que es plenamente suficiente para demostrar que la cristiandad no ha permanecido en la bondad de Dios. ¿Qué es lo que dice entonces la Palabra del Señor? “Tú también serás cortado”. El gentil será cortado por su infidelidad, con tanta certeza como lo fue el judío.
Esto, notémoslo, no se halla en ninguna porción profética de la Palabra de Dios que algunos pudieran creer ambigua, aunque no debiéramos ni por un momento admitir el pensamiento de que lo sea ningún pasaje de la Palabra de Dios. Pero aquí tenemos una epístola que cada cristiano admite como una de las más fundamentales y de mayor alcance, que expone el cristianismo a partir de sus elementos, y mediante la cual el Señor ha establecido a las almas en Su paz quizás más que con cualquier otra porción de Su Palabra; es en esta Epístola a los Romanos que tenemos el anuncio solemne de que los gentiles serán ciertamente cortados. No meramente una parte o la otra, sino que la profesión gentil se halla sentenciada por Dios, debido a que no ha permanecido en Su bondad; tan ciertamente como el judío está arrojado de su herencia, y ha sido hecho un refrán y un vituperio por toda la tierra, evidentemente llevando su sentencia estampada en su frente.
Examinar muchas de las epístolas me llevaría mucho más que mi tiempo. Será suficiente decir que, al irnos moviendo a través de ellas desde 2 Tesalonicenses, que fue una de las primeras escritas por Pablo, hasta las más posteriores, las Epístolas de Juan y de Judas, tenemos tan solo un testimonio creciente, que va creciendo más claro, urgente y terrible. Al ir creciendo la iniquidad, así las señales del juicio se hacían más evidentes. El Espíritu de Dios toca la trompeta con un sonido no incierto, y despierta a los fieles allí donde hay un oído para oír. La cristiandad estaba siendo gradualmente minada, e iba a transformarse, en no mucho tiempo, en el motor de la oposición a Dios — llegaría a ser la escena de las iniquidades más crasas, tomando para sí no solamente las abominaciones de los judíos, sino de los mismos paganos, y consagrando un sistema de idolatría bajo el nombre de Cristo y de Su madre, de santos y de ángeles, aún más espantoso y culpable que nada que se haya hallado jamás acá abajo. Porque el mismo hecho de orar a Pedro, a Pablo o a la Virgen demuestra que la luz del cristianismo tiene que haber sido conocida, antes de que acabara en una apostasía tan acongojante. ¿Cree alguno que la expresión apostasía es excesivamente dura? Permítaseme decir que la misma frase “la apostasía” es la expresión usada por el Espíritu santo en la Segunda Epístola a los Tesalonicenses, donde se nos dice que “Ya está en acción el misterio de la iniquidad. Solo que existe actualmente un poder que retiene”. Por consiguiente, no estallará repentinamente en toda su extensión; se mantenía refrenado para un cierto momento por la buena mano del Señor para los propósitos de Su propia gracia. Pero en el momento en que este refrenamiento desaparezca, entonces no habrá ya misterio, sino una iniquidad manifiesta. Ésta recibe el nombre de “la apostasía”. Ésta tiene que madurar, y se tiene que revelar “el hombre de pecado”.
Así tenemos de manera bien evidente una sucesión ininterrumpida de iniquidad. Esta es el panorama que tenemos descrito en las Escrituras: una sucesión de maldad que persiste aumentando siempre en intensidad y en volumen hasta el fin, cuando se quita el que al presente lo detiene, y estalla en un resultado aún más terrible no solamente “la apostasía”, sino “el hombre de pecado”. ¡Qué contraste con el Hombre de justicia, cuando el hombre se atreve a tomar el lugar de Dios en el templo de Dios!
Esto es entonces lo que la cristiandad es para el vigía cristiano. Naturalmente, no se ha cumplido en toda su fuerza, aunque no se niega que ha habido varias y también crecientes manifestaciones de iniquidad. Como nos lo dice el Apóstol Juan: “Así ahora han surgido muchos anticristos; por esto sabemos que es el último tiempo”. Esto es aún más notable debido a que muestra él que el Anticristo iba a venir, cuya gran prenda era que había entonces muchos anticristos. Por ello sabían que era el último tiempo. El Espíritu no iba a cerrar el volumen del Nuevo Testamento hasta que el peor de los males estuviera realmente allí, por lo menos en embrión; y al ser esto así, y así proclamado por la inspiración, ya no había necesidad de más. El Espíritu de Dios podía, por así decirlo, cerrar el sagrado rollo. Estaba completo. El misterio de iniquidad se muestra ya obrando, es predicho “el hombre de pecado”; el misterio de Cristo y de la iglesia ya no está escondido, sino revelado. La Escritura ha llegado a un abarcamiento total. Queda, no una nueva consideración de Cristo, por así decirlo, sino al revés el desarrollo de aquel Cristo que ya tenían, la exposición más entrable y apreciativa de la luz del amor de Dios que estaba en el Señor Jesucristo desde el principio. Éste es el antídoto a todo lo que Satanás pueda traer — a los muchos anticristos, y por último al Anticristo. Me refiero a esto a fin de dar un tipo de relación entre los diferentes estados — el surgimiento, el progreso, y la manifestación final de la iniquidad. Y mucho más es lo que el inicuo va a exaltarse en contra del Señor de la gloria. El último libro del Nuevo Testamento muestra el reino milenial sobre la tierra, introducido por la destrucción de la bestia y del falso profeta con toda la compañía de ellos, como Babilonia ya lo habrá sido anteriormente.
Así hemos contemplado con rapidez la sentencia que pende sobre la cristiandad, sin haber entrado en todas las pruebas. Éstas son evidentes en las epístolas generales y en particular en la epístola de Judas, donde se da una delineación de lo más enérgica en el límite de un solo versículo (11). Con un poder como solamente sabe comunicar el Espíritu Santo se bosquejan las sombras de Caín, de Balaam, y finalmente de la contradicción de Coré. ¿No hay nada aquí para la cristiandad? ¿No hay un sonido de un juicio seguro, aunque lejano aún? “¡Ay de ellos! porque han seguido el camino de Caín” — aquel hermano innatural, aquel pretendiente a la religión, que trajo su ofrenda al Señor, pero que dio muerte al inocente. ¿No hay un presagio en aquel que recibió el sueldo de la injusticia — en el hombre que, a pesar de sí mismo, profetizó cosas gloriosas de un pueblo al que no amaba, sino que hubiera vendido a la destrucción? ¿No hay acaso una lección solemne en la paga recibida por enseñar, pudiera ser, las cosas gloriosas de Dios, sin corazón para Su pueblo, y aún más, sin ningún cuidado o celo por Su Palabra, por Su voluntad, por Su gloria? Finalmente, en la terrible rebelión de Coré, “la contradicción de Coré”, en aquellos que tenían en ministerio del santuario, en los orgullosos levitas que codiciaron y se arrogaron para sí mismos el puesto de Moisés y de Aarón (el apóstol y el sumo sacerdote de la profesión judía), ¿no hay ahí una terrible advertencia? ¿Nunca habéis oído de hombres profesando ser los siervos de Cristo, y a pesar de ello pretendiendo ser estrictamente sacerdotes, oficial y exclusivamente—asumiendo ser los canales autorizados del perdón divino, con el poder sobre la tierra de absolver de culpabilidad delante de Dios? No hablo solamente de aquellos tales que pretenden ofrecer, en la oscuridad de su paganismo, un sacrificio tanto por los muertos como por los vivos. Con certeza, no es con amargura que uno piensa en cosas como estas, pero todos podemos quedarnos atónitos cuando contemplamos los hechos llevados a cabo en la cristiandad. Si se trata de una profecía, es una profecía cumplida.
Todo esto puede ser suficiente para mostrar cuán poco ha permanecido la cristiandad en la bondad de Dios. Los detalles son innecesarios. Los miembros más piadosos de las varias sociedades religiosas serían los primeros en confesar su propio fracaso. La controversia de Dios no es solamente con una, sino con todas, aunque es indudable que las más soberbias afrontarán un juicio peculiar. Es asimismo evidente que la Palabra de Dios no deja a la experiencia humana ni al discernimiento espiritual la inferencia de Sus pensamientos acerca de la cristiandad; Él los ha pronunciado por Sí mismo sobre ella. Por ello no constituye una presunción, sino al contrario la parte de la fe humilde, creer a Dios en esto. ¡Cuán bueno es Él así eliminando el temor a emitir un juicio tan firme! Porque ahora el que no lo pronuncia conforme al Señor o bien ignora la mente de Su Señor, o es infiel a Su voluntad. El que quiera defender o justificar a la cristiandad no teme, en la práctica, dar un mentís al Señor. Se ha mostrado lo suficiente de las Escrituras para mostrar que el hombre que pueda mirar a la cristiandad y vindicar lo que está a nuestro alrededor, o bien en ignorancia, o bien voluntariosamente, deja de lado toda la instrucción que nos ha dado el Espíritu Santo acerca de este tema. Indudablemente, esta afirmación es fuerte; pero es la bondad del Señor la que hace que el reconocimiento de ella sea un asunto de simpatía con Él y no de una pretensión orgullosa a una luz superior.
La Palabra de Dios está abierta a todos. Por ella nos hallamos atados a ver como Él ve. El Señor no admite excusas vanas de que nosotros no podemos juzgar. El Espíritu de Dios, que juzga y discierne todas las cosas, mora en cada cristiano. El que dice que no puede juzgar a la cristiandad está virtualmente negando que él sea un hombre espiritual; pero si juzgamos que la cristiandad ha caído en estos males predichos, uno tras otro, y que lo que estaba entonces solamente en embrión está ahora dando los frutos más amargos y perjudiciales, yo pregunto, ¿tenemos que participar nosotros en esto? ¿Tenemos que ser insensibles a nuestra propia parte en el pecado común? Si el Señor imparte en Su gracia la advertencia más firme, ¿tenemos que satisfacernos con la más endeble y profana de las apologías, que cuando el Señor venga lo enderezará todo? Sí, pero entonces será demasiado tarde para enderezar mi infidelidad consciente que deshonra a Cristo; será para mi vergüenza vivir hasta entonces de una forma indiferente a Su Palabra, descuidado de Su gloria, indiferente al Espíritu Santo, que es contristado por lo que he estado permitiendo en mi práctica. ¿Tengo que apartarme o no de aquello que Le insulta? Si conozco estas cosas, ¿tengo que contentarme sin hacerlas? El que así hace se pone a sí mismo en la más culpable de las posturas. ¿Conozco y siento la resistencia que la cristiandad Le hace, y que yo he hecho, al Espíritu de gracia? Entonces miremos hacia arriba en dependencia en el Señor, a fin de que no vayamos a hacerlo más, y que no vayamos a acomodarnos en un pretexto tan cojo y criminal como que el Señor vendrá a enderezar todas las cosas. ¿No va a venir acaso a juzgar todo mal camino? Indudable es que va a introducir el bien, y aun más que en los tiempos pasados. Es en vano, entonces, que trato de refugiarme bajo esta bendita verdad, que el Señor va a venir a extender el reino de Dios sobre la tierra. Ciertamente que Él va a hacerlo. Vendrá del cielo, y llenará la tierra con la paz y la bendición que Él trae consigo mismo, en lugar de hallarlas aquí abajo. A unos pocos corazones quebrantados hallará en este mundo — un remanente piadoso, clamando, como la viuda importuna en la ciudad mala donde gobernaba el juez que no temía ni a Dios ni a hombre. Tal, y peor, será el estado de cosas, y ¿hallará Él en medio de ello fe en la tierra? Sí, pero clamando en alarma. Y así Él limpiará el mundo con la espada vengadora, antes de establecer sobre él Su trono de justicia. Naturalmente, hablo ahora en forma figurada; pero el hecho es que habrá un juicio divino implacable; y, por ello, ¡qué ceguera la de endurecerse uno mismo yendo en pos del pecado con la excusa de que el Señor va a venir a enderezar el mundo y la iglesia!
Permitid que os diga además que el Señor no nos ha dejado a nuestros propios pensamientos, ni en lo bueno ni en lo malo. Él nos ha dado Su camino, y esto es lo que el corazón ansía tener — el recurso de los fieles en las ruinas de la cristiandad. ¿No sería ciertamente algo extraño que la Palabra de Dios no arrojara una luz cierta allí donde es tan precisa? ¿Podemos concebir tal cosa como el Señor dando Su visión del futuro en creciente oscuridad, sin un cuidado providente para Sus amados, débiles y temblorosos seguidores? Empezamos con el testimonio del Señor acerca del mal del hombre; veamos cómo Él asegura el bien de Su pueblo en medio de ello. Podemos bendecir al Señor por Mateo 18. Aunque está dando en este pasaje una instrucción con respecto al motor animador de la asamblea, que es la gracia, (así como la ley era el principio rector de la sinagoga), el Señor provee lo que sería profundamente necesario, si quedaban reducidos a un mero puñado, “Porque donde están dos o tres congregados en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (vers. 20). ¿Pudiera acaso concebirse un pensamiento más entrañable, o una sabiduría más evidente que el Señor cuidando así de los Suyos en un día oscuro? A esto podría llegar la numerosa grey aquella asamblea que una vez había sido tan admirable, con sus miles sobre los cuales había gran gracia. ¡Qué sabio preparar así los corazones de Sus siervos! ¡Cuán bien sabía y prevenía Él en contra de las ansiedades de Sus santos! Sabemos lo que los números son para el espíritu mundano, y cuán aptos somos para descansar sobre aquello que parece grande en la tierra. Pero nada hay que sea más subversivo del cristianismo. Aquel que no tiene corazón para los dos o tres tiene que ser solamente un peso muerto cuando se halla entre los diez miles. No puede haber duda alguna de que sería barrido corriente abajo por la corriente de multitudes felices; y que aquello que era así infiel a la mente de Cristo pudiera pasar inadvertido en la fuerte corriente y en el deleite recién surgido en el Salvador, como indudablemente fue el caso en aquel día resplandeciente cuando el Espíritu Santo descendió del cielo para ser el heraldo de la gloria del Señor, y para hacer de los creyentes en la tierra la morada de Dios. Podemos comprender que en Pentecostés la marea de gozo subió tan alto que cubrió todos estos elementos, por muy de cierto que tuvieran que aparecer más tarde.
Y fue pronto que sucedió, demasiado pronto, que sones de descontento se oyeron incluso en aquella bendita morada de Dios. ¡Ay!, el hombre estaba allí; no solamente Dios en Su bondad, sino también el hombre; y detrás estaba el adversario, listo para atraer deshonra al primero mediante el segundo.
La iglesia, como el hombre e Israel, tiene que ser probada sobre la tierra. ¿Cuál es el resultado declarado? Nunca se confió tal bendición a manos de los hombres; pero el hombre es tan infiel bajo el evangelio como rebelde fue bajo la ley. El Espíritu Santo queda tan dejado de lado como lo había sido el Hijo; y en el día cuando las realidades eternas han sido reveladas, el hombre se vuelve a las sombras del judaísmo, prefiriendo éstas antes que la verdad sustancial de Dios. Ésta es la historia de la cristiandad. Y el Señor, con todo ello extendiéndose ante Sus ojos presientes, consuela a Sus seguidores, fueran ellos tan pocos y tan débiles, con la seguridad de Su presencia allí donde Su nombre tiene el puesto central en su fe.
En la perspectiva del mal que venía, cuán lleno de gracia fue el Señor en pensar, pudiera ser, en algún ignorad pueblo — en algún barco solitario que navega a través del océano — en alguna isla relativamente desierta — en alguna ciudad vasta y poblada, ¡donde la misma soledad del discipulado se ve quizás con más consciencia que en ninguna otra parte! Sea donde sea, como sea que sea, en la época que sea, el Señor da Su propio peso de autoridad a los dos o tres reunidos a Su nombre. No se trata meramente de Su bendición — ¿Dónde no puede Él bendecir? Bendiciendo subió Él a lo alto, y nunca desde entonces — si se puede expresar de esta manera — ha bajado las manos que entonces levantó en bendición. No puede ser de otra forma hasta que venga en juicio. Su obra fue infinita. ¿Quién pudiera limitar el valor inmenso de Su sangre? ¿Quién pudiera decir que la redención, como el primer pacto, se ha envejecido, y que está próxima a desaparecer? ¿Podría acaso ninguna dificultad, peligro, o necesidad en la cristiandad hacer retirar aquella gracia, por así decirlo, hacia su fuente, o secar aquellos ríos de aguas vivas que debían recibir aquellos que creyeran? No puede ser así; pero hay más que esto en lo que estamos considerando. No hay solamente bendición, sino que hay también el peso de Su autoridad garantizado a la representación más pequeña de Su asamblea. Sabemos que los hombres esquivan la disciplina eclesial; y no se tiene uno que asombrar de ello cuando se está consciente de cómo fue transformada, bajo las más sublimes de las pretensiones, en el azote más abominable de tiranía que la tierra haya jamás contemplado. Por ello, uno no puede sorprenderse que cristianos que hayan escapado del peso de aquella mano de hierro huyeran en cierto sentido al oír la sola palabra. Pero tenemos que guardarnos de desconfiar de Aquel a quien debemos cada una de nuestras bendiciones debido a que Babilonia, la iglesia del mundo, haya pervertido Sus palabras. Pero si hubiera solamente dos o tres, debiera haber tanto celo como si hubiera tres mil en mantener pública y privadamente, colectiva e individualmente, las formas en coherencia con el carácter de Cristo. Esto no puede ser a no ser que haya una disciplina. La obligación de un andar puro en unión está incluida en la propia integridad y el ser de la asamblea de Dios. Ésta cesa de ser la iglesia de Dios, a no ser que haya la solemne práctica de aquellos que el Señor ha establecido. “Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como sois”. Ninguna ruina puede tocar ni por un momento esta responsabilidad. Por otra parte, el Señor toma cuidado en Su gracia de que la bendición siga brotando a pesar de los fracasos.
Pero hay más que la acción soberana de la gracia divina, allí donde la responsabilidad pueda haber sido poco sentida y la voluntad de Dios mal comprendida. El Señor vigila sobre aquellos reunidos a Su nombre, y está allí presente en medio de ellos, aunque ellos sean dos o tres. ¡Qué consolación cierta e inestimable! Concibamos por un momento a algún cristiano despertado a sentir que el lugar de un creyente no es el de ser un miembro meramente del sistema eclesiástico del país, o de unos puntos de vista particulares, sino que por el contrario la única cosa que va apropiada con Cristo y que se Le debe es que debiéramos renunciar — no podemos ser demasiado humildes, pero tampoco podemos ir nunca demasiado allá en renunciar — a cada uno de los lazos que no estén relacionados con Cristo. Donde podamos obedecer a Cristo en medio de aquellos que son Suyos — donde se Le reconoce la libertad al Espíritu Santo a obrar conforme a la Palabra de Dios — ahí se halla la iglesia de Dios, y en ninguna otra parte. La libertad del Espíritu es para exaltar a Cristo, y para esto solamente. Éste es un principio universal, verdadero de cada individuo, y verdadero de la asamblea. Sería algo miserable si la asamblea no fuera una escena de una verdadera y bendita libertad; pero ésta es tal que Dios pueda ser glorificado en Cristo Jesús. Habrá también la consciencia de aquello que es ofensivo precisamente en proporción al poder espiritual que está en la asamblea.
Que la compañía sea grande o pequeña no constituye ninguna diferencia esencial. El Espíritu Santo ha sido enviado para cuidar de los intereses del nombre de Cristo. Los dos o tres débiles e ignorantes reunidos a Su nombre saben por lo menos que son Suyos; y por ello no debieran pertenecer al hombre; no debieran por ello estar bajo ningún otro lazo; que las normas hechas por uno, o muchos, o todos — aunque pudieran ser las mejores que se pudieran promulgar — no tienen título alguno a atar a los cristianos, siendo que Dios ha proveído ya la única normativa perfecta no solamente de fe sino también de comunión eclesial, y que reconocer otra es deshonrar la Palabra de Dios y al Espíritu Santo que está allí para ponerla en vigor en Su poder. No se trata de si podemos hacerlo mejor que otros: Dios no quiera que sea esta nuestra actitud. Ciertamente que se trataría de presunción. Pero esto os pregunto seáis quienes seáis (y espero que, si sois cristianos, estaréis de acuerdo conmigo), ¿Qué es mejor, vuestras normas, o la Palabra de Dios? Si es Dios, y no tú, el más sabio, ¿Cómo es que has llegado a inventar estas normas? ¡Has llegado a pensar que la Palabra de Dios era deficiente, y que tenías que suplir la deficiencia! ¿Cuál es el resultado? Toma lo que está en marcha en el presente, y en cualquier sociedad que quieras. Los mismos diarios resuenan con el escándalo de lo que se está haciendo en el nombre de Cristo. ¿Qué es lo que consiguen vuestras normas? Ni vosotros ni los más sabios entre los hombres podéis erigir una normativa para todas las épocas; y ¿por qué debiera tal cosa intentarse? Dios ha dado Su propia normativa, y Sus hijos no precisamos de otra.
Tenemos ya la única norma divina y segura. Lo único de que se carece es de fe para darle su valor y para actuar conforme a ella. Cierto, las consecuencias de ello son serias. La fidelidad a Cristo cuesta mucho ahora, como siempre. ¿Pero no es un pensamiento solemne el que ahora, en este orgulloso siglo diecinueve después de que el Señor haya cumplido la redención, estamos solamente despertando, aquí y allí, para darnos cuenta de que la Palabra de Dios es mejor que la palabra de los hombres? ¡Que descubrimiento! Pero con todo es tan grande como humillante que se trate de algo nuevo — un descubrimiento que muchos de los hijos de Dios no han efectuado todavía. Todos admiten que la Palabra de Dios es infinitamente sabia para la salvación del alma. ¿Quién, pues, cuando se trata de unos temas de eternidad, confiaría su alma a doctrinas de hombres? Entonces se siente el valor de aquella palabra que revela al Salvador, y del bendito Espíritu que hace que sea preciosa la palabra en la revelación de Él. ¿Pero no es temerario delinear estas distinciones en la Palabra de Dios, y poner de lado aquello que habla de la iglesia, del ministerio, de la adoración, del partimiento del pan, y de la oración? ¿A qué se debe que los hombres se hayan de comportar en la práctica como si las palabras de Dios tuvieran menos decisión y autoridad en estos temas que los variables pensamientos de los hombres? ¿A qué se debe que los hombres piensan tan poco en ser guiados solamente por la Palabra de Dios? ¿A qué se debe que los creyentes recurran como una cosa normal a las normas eclesiásticas humanas? ¿A qué se debe que, por ejemplo, los mejores de ellos, cuando quieren un ministro de la Palabra, pasan en el acto a elegirle, sin una sola sílaba de las Escrituras para que tomen este paso? ¿Quién les dio licencia para hacerlo?
“Así tiene que ser; tenemos nuestro propio médico y nuestro propio abogado, y ¿por qué no nuestro propio ministro?” Es exactamente este espíritu mundano el que ha provocado este mal. ¿Por qué no se consulta a Dios en Su Palabra? ¿A qué se debe que en las Escrituras nunca haya una iglesia que se elija un ministro? Naturalmente, tiene que haber habido muchos que precisaran de una ayuda ministerial en aquellos días, como en la actualidad; y Dios, que sabía todo lo que es bueno, tiene que haber conocido también cada una de las necesidades. ¿A qué se debe entonces que nunca hubiera un hombre elegido por una congregación cristiana para predicar el evangelio o para enseñar a los santos — ni en un solo caso aislado en la Palabra de Dios? No pueden librarse de la dificultad. ¿Qué tienen que hacer? El hecho es que el principio de la disidencia queda quebrantado de entrada. No pueden pasar por el umbral. No pueden pasarse sin un ministro, y no pueden elegir a un ministro según las Escrituras. Miremos ahora, no al congregacionalismo, sino a los dos o tres reunidos al nombre de Cristo. Ellos precisan también de ayuda, estos pocos tan débiles; y ¿qué es lo que tienen que hacer? Ésta es la palabra de su Señor: “Porque donde están dos o tres congregados en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos”. Dios no quiera que desprecie yo las ventajas del ministerio; pero estar sencillamente sujetos al Señor, sea que Él envíe o no a uno, es el mejor camino a tomar. El hecho es que no estamos autorizados, por lo que no tenemos necesidad de elegir a ninguno; porque todo es nuestro ya, “Sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas”. Es de Dios el elegir y el dar. Él ha unido y hecho a Sus ministros parte y parcela de la iglesia. Ellos son miembros del cuerpo de Cristo. Ellos son Su don a la iglesia. Constituye ignorancia y un entrometimiento inicuo por parte de la iglesia el elegir. Además, en el mismo momento en que uno elige a uno para ser peculiarmente el ministro propio, por aquel mismo acto uno se defrauda de todo el resto. Se está saliendo del camino de Dios a fin de enriquecerse unos mismos a este respecto; pero por este mismo acto de urgencia egoísta, como sucede con todo otro apartamiento del camino de la fe, conlleva, como resultado necesario, el empobrecimiento más seguro. Supongamos entonces que la gente consigue su ministro; puede que sea solamente joven, y ellos puede que le quieran nutrido y alimentado en la verdad. A no ser que tenga todos los dones centrados en su propia persona, ellos quedan reducidos a su medida individual. Siguiendo, puede que otro sea un pastor, y que ame a los santos; pero que la congregación consista en su mayor parte de personas que precisen ser convertidas, en tanto que él no es un evangelista, sino un pastor, y quizás un maestro. ¡Qué evidente es que, si se ensaya así de una forma práctica, el hombre siempre provoca la ruina de la obra de Dios! El sistema parroquial en los cuerpos establecidos provoca tanto mal o más aún. Puede que parezca natural y prudente, pero la sabiduría humana en las cosas divinas es tan necia como fatal. ¿Qué otra cosa pudieran esperar aquellos que conocen a Dios y al hombre que un apartamiento de la rica provisión que el Señor ha dado?
Miremos ahora al otro lado. El Señor se halla allí. Los “dos o tres” no ven su camino de una manera exacta. Se hallan en presencia de una gran dificultad. Es posible que hayan oído el murmullo de alguna terrible doctrina, y no la comprenden, no estando versados en estos asuntos. ¿Qué, entonces? Esperan en el Señor — una cosa muy saludable para cada uno de nosotros — es de lo más saludable verse obligados a sentir que solamente el Señor tiene la salida. Pero Él ama y cuida de Sus santos. Él suscita y envía oportunamente a uno de Sus siervos. El mal latente es expuesto de una manera llana; y en el momento en que la luz de Dios, sea por el medio que fuere, cae sobre ello, la conciencia de los santos responde a la llamada del Señor, y repudian aquel mal de todo corazón.
Otra vez, tenemos a uno que ha caído en lo que parece un pequeño mal, pero lo suficientemente grande como para hacerle indiferente al Señor, a Su Palabra, a Su gracia. Rehúsa oír la advertencia de uno, después de más, y por último de la asamblea de Dios. “Tenle por gentil”. No es un gentil, sino que se supone que es un hermano. Pero ha de ser tratado como un gentil, porque desprecia a Cristo en la iglesia. Éste es de hecho el caso que aquí se supone (Mt. 18:20). Una tal decisión es una carga para el corazón, donde la voluntad propia obre entre los santos. Pero demuestra con claridad que no es la sabiduría ni la experiencia de ellos que les guía en lo recto, sino el Señor en medio de ellos; y Él promete Su presencia aunque se trate de dos o tres reunidos a Su nombre. Aquí, pues, tenemos una provisión clara y positiva para los fieles en los tiempos peores. Es difícilmente posible concebir de circunstancias en las que no pudiera haber “dos o tres”.
No obstante, estará bien añadir que el punto esencial es que se reúnan a Su nombre. No es una reunión tal a Cristo allí donde se permite una cerrazón, o sectarismo, como tampoco si se adopta el carácter más craso de dejar introducirse al mundo o de tolerar iniquidad. Si algunos de los “dos o tres” estuvieran tan felices juntos como para mirar con prevención a personas piadosas fuera de ellos, estarían con ello abandonando su puesto de privilegio, y se hallarían en un terreno falso. ¿Acaso el Señor considera de tal forma a Sus discípulos? ¿Los escrutiniza como si se tratara de carácteres dudosos, o los pone en cuarentena como si pudieran tener la plaga? Hablo de santos en los que no hay sospecha de mala doctrina, directa o indirecta, ni de un andar impío. El Señor les da la bienvenida, y así debiéramos nosotros. Su nombre no tiene el valor que Le corresponde allí donde no somos amplios a causa de Él.
Pero puede haber otro caso. Viene una persona de gran reputación en el mundo, que ha estado predicando y que es universalmente respetado; pero ¡ay! se traiciona por una falta de corazón y de conciencia en lo que toca a Cristo. A éste se le rechaza. Así el mismo nombre de Cristo, que es la garantía que tienen para dar la bienvenida al más débil que Le ama, es aquí exactamente el mismo poder para rehusar al más elevado que no ame a nuestro Señor Jesucristo en incorrupción. ¡Qué poder hay en aquel nombre para atraer y mantener juntos a corazones por otra parte ajenos, y con todo qué prueba más discriminativa para detectar y excluir a todo lo que no es de Dios! Si se trata de una cuestión de una verdad, el nombre del Señor es la única piedra de toque; si se trata de una cuestión de disciplina, aquel nombre es fortaleza para el corazón más débil; si se trata de una cuestión entre personas y principios, solamente allí se halla toda la sabiduría y el poder necesarios tanto individualmente como con respecto a la asamblea.
Pero examinemos ahora 2 Timoteo 2. Tenemos una figura dibujada allí por el Espíritu Santo acerca del cuerpo profesante, de la casa de Dios. La primera Epístola trata adecuadamente del orden y del buen gobierno en la casa de Dios. La segunda Epístola anticipa el influjo de males hasta tal extensión que la casa es mencionada meramente como comparación. Con todo, “el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello” — por una parte, “Conoce el Señor a los que son Suyos”, y por la otra, “Apártase de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo”. Tenemos así la soberanía del Señor, por un lado, así como por el otro la responsabilidad justa — dos grandes principios que nos confrontan por todos los lados. Sigue entonces una aplicación más detallada— “Pero en una casa grande, no solamente hay utensilios de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos son para usos honrosos, y otros para usos viles”. Algunos tomarían el lugar de conocer al Señor no reconociéndoles Él, y que no sentirían la incongruencia de Su nombre con la iniquidad. Timoteo tiene que hallarse preparado para el desarrollo del mal entre aquellos que confiesan a Cristo — no solamente “algunos para usos honrosos”, sino también otros para “usos viles”. “Si pues se purificare alguno de éstos, será un vaso para honra, santificado, útil al dueño, y preparado para toda buena obra”. La separación de la iniquidad constituye el principio invariable de Dios, modificado, claro está, en cuanto a la forma por el carácter especial de la dispensación. Así con Isaías, Jeremías, y los profetas en general. ¿Es acaso el cristianismo menos exigente? Al contrario, es ahora que se hace más urgente y absoluto. “Si pues se purificare alguno de éstos [de los vasos para deshonra] será vaso para honra”. Quitad al perverso (1 Co. 5); si esto ya no fuera más posible, tiene uno que purificarse de entre ellos. No hay nada que el hombre tema y sienta con mayor profundidad. Uno puede protestar, uno puede denunciar, y el mundo lo soportará en tanto que se ande dentro del grupo; pero “el que se aparte del mal, a sí mismo se hace presa”. Actuad en base de vuestras convicciones, y la cortesía más melosa se vuelve agria; vuestro deseo de agradar a Dios a toda costa será calificada de farisaico orgullo y de exclusivismo. No importa con cuanta gentileza y con cuanto amor uno se purifique a sí mismo de los vasos para deshonra; el dolor, la ofensa, queda allí, y nada hay que la pueda endulzar, por encima de todo a la vista de aquellos a quienes condena. Y se siente más aguadamente allí donde con más gracia se hace, siempre y cuando se haga de una forma completa; porque es evidente que el motivo con que se hace no es el de unos sentimientos heridos sino el deseo de hallarse totalmente sujetos a Cristo, con un corazón perfectamente feliz en aquello de lo que nada saben y que no podrían gozar.
Todo esto constituye una afrenta imperdonable a la vista del mundo. Añadamos a esto, que se afirma la separación en 2 Timoteo del mundo religioso o cristiano. “¡El mundo cristiano!” ¡Qué frase! ¡Qué contradicción! Como si pudiera haber la menor alianza posible entre el cristianismo, que es del cielo y de Cristo, con este mundo de afuera que Le crucificó. No es de asombrarse que en esta epístola leamos de tiempos peligrosos en los últimos días. Cuánto más peligro, entonces, después que hayan conocido la verdad, volviendo sustancialmente a las mismas condiciones de iniquidad que las que se hallaban en el mundo pagano antes que irrumpiera el cristianismo. Comparemos 2 Timoteo 3 con Romanos 1. ¡Qué semejanza más penosa! La diferencia es que algunas de las características más crasas del paganismo han sido reemplazadas por una iniquidad más sutil. La comparación es de lo más instructiva. En este estado de cosas la profesión cristiana es en verdad una casa grande; y, como en tal casa existe aquello que está destinado a los más bajos de los usos, no menos que lo que está para los mejores de los propósitos, así en aquella gran casa que lleva el nombre de Cristo — “el mundo cristiano”, si os place.
Y si, allí, ¿qué debiéramos hacer? Es una solemne pregunta para el creyente. No tiene él duda alguna acerca del mundo profano; pero el mundo que lleva el nombre de Cristo le constituye una dificultad. Al ver que la profesión cristiana se halla allí, ¿no estoy acaso ensalzándome a mí mismo, y condenando a lo excelente de la tierra? Pero se ha de considerar esto, ¿podemos nombrar alguna cosa mala en la tierra que no tuviera un buen nombre asociado con ella? No hablo ahora de un veneno tan fatal como el Socirúanismo, o cosas parecidas; pero tomemos el romanismo, o la iglesia griega, o incluso sectas conocidas como heréticas, y, a pesar de ello, por la malicia del enemigo y la sutileza con la que ha escondido su obra, algunos hijos de Dios han quedado atrapados allí. Queda pues bien evidente que, sea lo que fuere que buenos hombres puedan hacer aquí o allá, el único verdadero interrogante es en cuanto a la voluntad del Señor. No es una cuestión de que otros anden en tu luz, sino que tú no debes andar en sus tinieblas. Éste es el gran punto, no ocuparme de lo que otros hagan para prescribir lo que ellos tengan que hacer, sino que yo sienta mi propio pecado, así como el pecado común, y con todo ello resolver por gracia, cueste lo que cueste, hallarme allí donde pueda yo honrar y obedecer al Señor. ¿No es éste un deber claramente imperativo, un principio innegable de las Escrituras, que se recomienda a sí mismo a vuestra conciencia? Puede que no actuéis según ello; pero no podréis negar que es una cosa recta, y lo que debierais hacer.
Pero tienes relaciones y tienes dificultades. Quizás tengas una familia y amigos que no pudieras soportar herirlos; quizás tienes esperanzas para tus hijos, si no para ti mismo. ¿Puede un corazón purificado por la fe dejar así a un lado la Palabra del Señor? ¿Crees que Él no conoce tus necesidades y que no siente más que tú por tu familia? Sabes que el Señor te ama: ¿Acaso no puedes confiar en Él por un poco de pan? Tú, que estás confiando en Él para vida eterna y para el cielo, ¿no puedes confiar en Él para que tome cuidado de ti frente a estas pruebas y obstáculos de cada día? Quizás seas demasiado cómodo, demasiado ansioso acerca de lo que es respetable para ti y para tus hijos. Que el Señor trate contigo; estoy seguro de que no te hará daño alguno, sino que solamente hará aquello que sea de lo más lleno de amor y más entrañable para ti y los tuyos. Es imposible para ningún corazón estar más allá del amor y de la sabiduría del Señor, y de su cuidado considerado y generoso. Si realmente crees en Él, ¿por qué no te aferras a Su Palabra sin resquemores ni condiciones, y sales a Su llamado? ¿No sabes cual vaya a ser el siguiente paso que vayas a tener que tomar? Es suficiente con que sepas que estás ahora en contra de la Palabra de Dios. Es en vano hablar de amar, si no estás dispuesto a seguir Su Palabra. ¿Dices que no sabes que hayas de hacer después? El Señor no te pide que lo sepas: no es Su voluntad mostrarlo todo de golpe. Actúa sobre lo que ves en Su Palabra, y espera en el Señor para lo que seguirá; Él es digno de tu confianza, y te dará más cuando hayas dado el primer paso. Pero abandona para siempre aquello que se halla condenado en la Palabra de Dios. “Acordaos de la mujer de Lot”, y no miréis atrás, sino id adonde os señale Su Palabra, y hallaréis que “a cualquiera que tiene, a éste le será dado”. Y por lo que se refiere al camino, para el Señor tanto da que sea escabroso como suave, profundo o llano, grande o pequeño; puede que para ti haga mucha diferencia, pero las mayores dificultades llegan a ser tan solo el medio de demostrar qué Dios es el que hemos hallado.
Pero hay más en 2 Timoteo 2. No solamente te has de separar, o purificarte, de los vasos para deshonra, sino que la palabra que se da es también: “Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor”. No hay excusa alguna para adoptar una postura de aislamiento. Vuélvele la espalda a lo que sabes está opuesto a las Escrituras. ¿Tengo acaso que demostrar a cada cristiano que lo que no es escritural no es santo? ¿Tengo que insistir en que “al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado”? Si entonces se abandona lo que no tiene justificación en las Escrituras sino que está condenado por ellas, oíd esta Palabra de Dios: “Sigue la justicia, la fe, el amor y la paz”, no de una manera solitaria, sino “con los que de corazón limpio invocan al Señor”. ¡Qué consuelo, incluso si hay solamente dos o tres! ¿Tienes temor, debido a que hay solamente dos o tres? Dios puede actuar sobre cientos o miles:
Esto es un asunto en el que Él es soberano. Tú tienes que seguir el camino del Señor mediante Su Palabra, con un espíritu sumiso, pero no con tristeza, sino lleno de gozo y de agradecimiento, si hallas, aunque sean tan pocos, que invoquen al Señor de corazón limpio. En otras palabras, la fe tiene una autoridad divina para esperar compañía en su camino, aunque este camino pase ahora por las ruinas de la profesión cristiana. Y es un imperativo el apartarse de todo mal conocido, y no puede haber excusas válidas para rechazar el llamamiento de Dios, por lo que se indica el compañerismo al seguir en pos de la justicia, de la fe, del amor y de la paz, con aquellos que de puro corazón invoquen al Señor. ¡Que no nos alarmen ni los obstáculos ni los peligros, sino sabiendo que es el Señor el que ha pensado en nosotros de una forma tan llena de gracia, ¡podamos tú y yo y cada uno de los que aman aquel bendito nombre tener una confianza inquebrantable en Él! Él se dirige a los corazones doloridos en medio de la deshonra hecha a Su gracia y verdad, y se ha tomado el cuidado de señalar de la manera más clara el camino no solamente de separación, sino también el de asociación — el camino para apartarse del mal y de seguir lo bueno.
¡Qué claramente permanecen los grandes principios morales de Dios a pesar del desorden! ¡Cómo las operaciones de Su gracia sobreviven a toda la ruina! Así el principio de la asamblea de Dios permanece en, puede ser, solamente dos o tres reunidos al nombre del Señor. Los miles de cristianos que estén en un sistema nacional o en una secta disidente no podrían redimir este error fundamental; aunque haya miembros del cuerpo de Cristo en estos sistemas y sectas no obstante queda abandonado el principio de la asamblea de Dios por su misma constitución. Que salgan los “dos o tres” a la Palabra del Señor, haciendo de Su nombre el centro de ellos, y reconociendo al Espíritu de Dios como estando en ellos y con ellos para conducirlos según las Escrituras; estos, y solamente estos, están llevando a término Su mente en la real inteligencia del Espíritu Santo. No se trata de una cuestión de cantidades, sino de estar reunidos, pocos o muchos, al nombre del Señor.
Todos aquí saben lo que es la Cámara de los Comunes. Cien miembros de la Cámara pudieran pertenecer al Club del Servicio Unido, o al Ateneo, o a lo que queráis. Estos cien miembros pudieran discutir las medidas que en realidad están ante la Cámara en su propio Club; pero esto nunca haría que el Club fuera la Cámara; en cambio, en la verdadera posición de ellos con el presidente en medio, una cantidad mucho más pequeña constituiría la Cámara. Tenemos exactamente el mismo principio aquí. ¿Qué es lo que constituye a la asamblea de Dios? “Dos o tres” reunidos al nombre del Señor. Le ha placido a Él llevar el “quorum” hasta la cantidad tan baja como se describe, con el sello más evidente posible de Su aprobación y autoridad.
Supongamos por otra parte que diez mil cristianos se reúnen simplemente como cristianos — ¿es esto suficiente? Puedo concebir de una asamblea de cristianos profesantes, y reales; y a pesar de ello, no habría más razón para llamarles asamblea de Dios que considerar a cualquier cantidad de miembros en su club la Cámara de los Comunes. No es el hecho de ser cristianos lo que constituye la asamblea de Dios, sino el que estén reunidos al nombre del Señor. El punto práctico para nosotros es si estamos meramente reunidos al nombre de cristianos, o al nombre de Cristo. Si lo primero, se tiene que aceptar cualquier cosa mala a la que el enemigo consiga arrastrar a cristianos.
Porque si aquel hombre es cristiano, tengo que recibirle a pesar del mal que esté haciendo o permitiendo. ¡Pero no es así! La cuestión real es, ¿Está invocando al Señor de puro corazón? La exclusión de esta Palabra de Dios ha arruinado a la cristiandad para el incalculable daño de las almas, y ello nunca más que ahora, cuando los hombres ponen a los cristianos en la práctica en el lugar de Cristo, siendo la consecuencia de ello confusión y toda obra mala.
Si en lugar de ello el Señor tuviera Su lugar y fuera el centro al cual yo voy, tengo entonces en Su nombre un terreno y un punto de reunión al cual puedo llamar, con la humildad más íntegra, a todos los santos del mundo — sí, no puedo y no debiera descansar en mi espíritu en tanto que uno que le pertenece a Él esté afuera. ¡Qué! ¿incluso aquellos que están bajo disciplina, o que son evitados por causas graves? Sí, cada uno de ellos; no naturalmente para recibirlos con un pecado abierto sobre ellos, pero para desearlos a ellos mismos, habiendo sido juzgado y abandonado aquello que es contrario a Cristo.
¡Que el Señor nos haga firmes y que nos dé que sintamos que lo que nos conviene es el más humilde de los espíritus! ¿Cómo podemos vanagloriarnos de haber dejado de hacer el mal que nosotros mismos hemos hecho! ¡Ojalá que Le miremos a Él más y más! Aquel que nos ha sacado afuera nos ha hecho probar por nuestras propias dificultades el verdadero estado de la iglesia; pero Él ha vuelto para nuestro provecho nuestros propios errores, aunque de una manera humillante. Él ha utilizado la tormenta, por decirlo así, para eliminar el aire calinoso, y ha exhibido con más claridad que nunca el lugar central de Su propio nombre para nuestra reunión no menos que para nuestra salvación.
Así podemos dejar de lado todos los temores y ansiedades. Si el Señor es nuestro ayudador, ¿Para qué temer? ¿Qué hará el hombre? Además, por lo que se refiere a las acusaciones de sectarismo o de presunción, o de desorden, seria en realidad muy fácil mostrar que son verdaderamente culpables aquellos que son tan rápidos en suscitarlas y en diseminarlas. Sabemos que las Escrituras condenan todo tipo de asociación eclesial que no esté basada en, y que no esté gobernada por, el nombre de Cristo. No se trata de una mera cuestión de errores aquí o allá; se trata de si se trata de cristianos reunidos al nombre de Cristo. Tampoco se trata de una cuestión de cantidad de iniquidad, porque ¿qué maldad no se deslizó en Corinto debido a la ignorancia y a la falta de vigilancia? Es indudable que el rehusar juzgar una iniquidad conocida es algo fatal. Pero suponiendo la ausencia de cualquier mal craso, la verdadera cuestión es, ¿estamos allí dónde el Señor quisiera que estemos? Entonces, felices seremos si es así, aunque solamente seamos “dos y tres” de tal manera: si fuéramos diez millones en cualquier otro lugar, todo estaría mal, debido a que Cristo no es el centro reconocido y exclusivo, eclesiásticamente. Aquel que es el único objeto adecuado y con derecho para todos los santos sobre la tierra se digna de ser el centro de tan solo “dos o tres”, como Él dice, que estén “reunidos a Su nombre”.
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Traducción del inglés: Santiago Escuain