A Sus Pies

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De todos los discípulos de Cristo que han pasado ante nosotros en la narración de los evangelios, tal vez no haya habido ninguno tan destacado por un tan singular devoto corazón para Cristo como María de Betania. Nunca la vemos procurando algo para su propio “yo,” sino buscando siempre a Cristo; por tanto, en las tres ocasiones que nos es presentada, la encontramos a los pies de Jesús.
La vemos por primera vez en el hogar de su hermana en Betania, cuando el Señor de la vida entró en ese hogar, y María se sentó a Sus pies como un discípulo ante su maestro (Luc. 10:38-42). Más tarde, cuando la muerte visitó ese hogar, la vemos a Sus pies como una persona dolorida (Juan 11). Y por último, cuando unos pocos de Sus amados hicieron una cena para el Señor, quien acababa de manifestar el poder de Su resurrección y gloria, la encontramos a Sus pies como un adorador (Juan 12:1-9).
Ella no solamente sabía que el Señor era el Gran Maestro que venía de Dios, Aquel quien podía sentir simpatía por nosotros en nuestras penas, y el Objeto de nuestra adoración, sino que había experimentado Sus enseñanzas, sentido Su simpatía por nosotros, y adorado a Sus pies.
Cuán bueno será para nosotros si, como el apóstol Pablo, podemos cada uno de nosotros decir que el deseo de nuestro corazón es, y cuanto hagamos sea “a fin de conocerle” (Fil. 3:10). Podemos conocer mucho acerca de Cristo, pero en orden a conocerle a ÉL MISMO, debemos estar en Su compañía y a Sus pies, conocer Su mente por medio de Su Palabra, experimentar Su simpatía, y adorarle y reverenciarle en Su presencia. Es verdad que el Señor se deleita en honrar a aquel que Le honró en el día de Su rechazo, pues Él mismo dijo “que donde quiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella” (Mat. 26:13; Mar. 14:9). Pero la historia de María ha sido también narrada para nuestro provecho, pues que toda la Escritura es dada por Dios para nuestra instrucción. Tratemos pues nosotros, al leer la historia de María, sacar provecho de su humilde y devota vida.
A Sus Pies Como Discípulos (Lucas 10:38-42)
Si como pecadores hemos estado a los pies del Salvador, descubriendo que a pesar de todos nuestros pecados, Él nos ama y murió por nosotros, entonces, si queremos progresar espiritualmente—si queremos ser un vaso e “instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra” (2ª Tim. 2:21)—la “una cosa necesaria” (v. 42) como creyentes es tomar nuestro lugar a Sus pies y escuchar Su Palabra.
Esta sencilla pero importante verdad nos es presentada en un ambiente hogareño, en los últimos cinco versículos de este capítulo diez de Lucas. Se nos dice que andando en Su camino hacia Jerusalén, el Señor llegó a una aldea y que cierta mujer llamada “Marta Le recibió en su casa” (v. 38). Esta mujer abrió gustosamente su casa al Señor, e inmediatamente se ocupa en servirle en sus necesidades corporales. Esto fue, desde luego, algo precioso y correcto en su debido lugar; y también la narración nos muestra claramente que había mucho del “yo” de Marta en su servicio. Ella no deseaba que todo el peso de este servicio recayese sobre ella, y se sentía apesadumbrada por haber sido dejada sola para servir. No se daba cuenta que omitía una cosa importante en su servicio.
La cosa necesaria—una cosa que le faltaba a Marta—era sentarse a los pies de Jesús y escuchar Su Palabra. Sin duda alguna, Marta amaba al Señor y servía al Señor con toda su energía y mejor celo; pero su celo no era conforme con el conocimiento. Ella se ocupó de inmediato con su trabajo sin haber estado primeramente un rato en la compañía del Señor, y en comunión con Él, y por consiguiente sin haber sido instruida en la mente del Señor por medio de Su Palabra. Como resultado de todo ello, Marta estaba “afanada y turbada” con “muchas cosas” de tal manera que se quejaba acerca de su hermana, incluso pensando en sí misma que el Señor era indiferente a sus ocupaciones.
¡Ay!, ¿no es verdad que nosotros actuamos muchas veces como Marta? Sentimos que debemos ejercer nuestro servicio de acuerdo a nuestros propios pensamientos, o bajo la dirección de otros. Desde la mañana hasta la noche procuramos ocuparnos en un continuado círculo de actividades, y con todo ello, descuidamos la “una cosa necesaria”—estar a solas con el Señor, y en comunión con Él, escuchar Su Palabra y conocer Su mente. Por tanto, no es de maravillar que estemos “distraídos, afanados, y turbados con muchas cosas,” y nos quejamos acerca de otros. Por desgracia, la verdad es que nos es más fácil ocuparnos días enteros en un ámbito de activo servicio que pasar media hora a solas con Jesús.
En cambio, en María vemos al creyente que “ha escogido la buena parte.” Algunas veces ha sido dicho que María escogió la mejor parte, como siendo la parte de Marta buena, pero que la de María era mejor. No es esto lo que el Señor dice. Él dice definitivamente que la parte de María era “la buena parte,” por cuanto ella escogió la “una cosa necesaria”—sentarse a Sus pies y escuchar Su Palabra.
Entonces queda claro que María tuvo una más penetrante percepción de los deseos del corazón de Cristo que su hermana. Alguien dijo que la mirada de Marta vio Su cansancio, y quiso dar algo al Señor. Mas la fe de María vio y percibió Su plenitud, y quise recibir de Él.
Marta pensó solamente del Señor que era uno que requería algo de nosotros; en cambio María discernió que más allá de todo servicio del cual Él es tan digno, el deseo de Su corazón, y el gran propósito de Su venida a este mundo ha sido el darnos alguna cosa a nosotros, “La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17), y al final de Su senda, el Señor pudo decir: “Las palabras que Me diste, les he dado” (Juan 17:8). La salvación nos ha sido traída por la Palabra de Dios (Hech. 13:26), por esta misma Palabra somos nacidos de nuevo (1ª Ped. 1:23), por la Palabra de Dios somos santificados (Juan 17:17), y por la Palabra de Dios somos instruidos en toda la verdad de Dios: “A fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2ª Tim. 3:15-17).
No queremos decir que Marta quiso hacer buenas obras sin haber sido antes instruida enteramente por la Palabra de Dios. De María aprendemos esa comunión con Cristo y que la instrucción en la Palabra de Cristo debe preceder a todo servicio que sea aceptable a Cristo. Él se deleita en esto; que a su debido tiempo y manera lo sirvamos a Él; pero por encima de todo, Él se deleita el tenernos en Su compañía para que podamos recibir algo de Él.
Habiendo María escogido la buena parte, el Señor no aceptó que su hermana hiciese ninguna queja que pudiese minimizar dicha elección—la cual no le sería quitada. Así también en los últimos tiempos de la historia de la iglesia sobre la tierra, el Señor alaba a los santos de la iglesia de Filadelfia, no por grandes actividades que le pudieran dar un lugar prominente ante el mundo, sino por que ellos guardaron Su Palabra (Apoc. 3:8). Como siglos ha hizo María, ellos se ocuparon más en Su Palabra que en sus obras. No es que María no hubiese hecho obras, pues habiendo escogido esta “buena parte,” a su debido tiempo el Señor la alabó por haber hecho “una buena obra” (Mat. 26:10). Así también a los santos de Filadelfia, a quienes alabó por “haber guardado Su Palabra,” puede decirles: “Yo conozco tus obras” (Apoc. 3:8).
Ya de antiguo y de esta misma manera, Moisés pudo decir del Señor: “Aun amó a Su pueblo; todos los consagrados a Él estaban en Su mano; por tanto, ellos siguieron en Tus pasos, recibiendo dirección de Ti”—recibiendo Sus palabras (Deut. 33:3). Esto nos presenta una preciosa figura de la verdadera posición del pueblo de Dios—sostenidos por la mano del Señor, sentados a los pies del Señor, y escuchando las palabras del Señor. Seguros en Sus manos, descansando a Sus pies, y conociendo Su mente. Procuremos pues todos nosotros escoger esta “buena parte,” y a su debido tiempo y orden hagamos las buenas obras.
A Sus Pies Como Dolientes (Juan 11:32)
En la conmovedora escena que nos presenta el capítulo once de Juan, de nuevo oímos de las dos hermanas, Marta y María. Una enfermedad terminó en muerte, proyectando sus sombras sobre este hogar. Lázaro, el hermano de Marta y María, fue arrebatado por la muerte.
En su tribulación ellas acuden directamente al Señor como su infalible recurso, y muy afectadas ellas, Le recuerdan el amor del Señor por Lázaro su hermano, pues ellas Le envian un mensaje, diciendo: “Señor, he aquí el que amas está enfermo” (v. 3). Esto era cierto en verdad; el Señor amaba a Lázaro, pero también se nos dice por añadidura que “amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro” (v. 5). Y mientras la narración va siguiendo, nos es dado ver el camino que el amor usa en orden a manifestar, de un lado, la gloria del Hijo de Dios, y del otro, las compasiones del corazón de Jesús.
Más adelante, vamos a ver de nuevo la diferencia que existe entre estas dos piadosas mujeres. Marta, quien en la primera ocasión había estado turbada a causa de su servicio, cuando el Señor de la vida y la gloria visitó su casa, se encuentra ahora desdichada e inquieta cuando la muerte ha llegado a su hogar. María, quien en el primer día estuvo escuchando Su Palabra, puede ahora quietamente esperar al Señor para hablar y actuar de acuerdo a lo que Él dictamine. Así que leemos: “Entonces Marta, cuando oyó que Jesús venía, salió a encontrarle; pero María se quedó en casa” (v. 20). Mas tan pronto como le fue dicho a María: “El Maestro está aquí y te llama” (v. 28), María actúa enseguida en obediencia a Su Palabra, pues leemos de ella: “Cuando lo oyó, se levantó de prisa y vino a Él” (v. 29).
“María, cuando llegó a donde estaba Jesús, al verle, se postró a Sus pies” (v. 32). Por segunda vez, esta devota mujer es hallada en una posición humilde, sobre un terreno de sumisión, a los pies de Jesús. Los judíos, malinterpretando su acción, dicen, “Va al sepulcro a llorar allí” (v. 31). Ella estaba haciendo algo mucho mejor; aquello que solo la fe puede hacer; ella fue a llorar a los pies de Jesús. El ir a llorar ante el sepulcro de un ser querido es algo que también el mundo puede hacer, pero ello no proporciona ningún consuelo al corazón doliente. Pero llorar a los pies de Jesús es hallar el consuelo de Su amor, porque llorando a los pies de Aquel que, a Su debido tiempo, puede resucitar a nuestros muertos, puede también en el entretanto consolar nuestros corazones. Así aconteció que María, quien había estado a Sus pies como un discípulo, es hallada ahora a Sus pies como una doliente.
Es una cosa a remarcar que en esta conmovedora escena no se registra que ninguna palabra fuese pronunciada por el Señor a María. Lo único que se nos dice es que, en presencia de este gran dolor, “Jesús lloró” (v. 35).
Los judíos malinterpretaron esas lágrimas, como siendo una muestra del amor del Señor por Lázaro, diciendo: “Mirad como le amaba” (v. 36). Sin duda alguna que El amaba a Lázaro, pero no había aquí ninguna necesidad de llorar por alguien que estaba a punto de ser resucitado de los muertos. Era el dolor de Jesús por los vivos que Le hizo derramar Sus lágrimas, de acuerdo a lo que leemos: “Jesús entonces, al verla llorando ... se estremeció en espíritu y se conmovió” (v. 33), y tal emoción halló su desahogo en lágrimas, pues, “Jesús lloró.”
Leemos ya de antiguo acerca de Jehová que “El sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas” (Sal. 147:3). Y con el propósito de sanar a los quebrantados de corazón, el Señor fue hecho carne, y derramó Sus lágrimas para enjugar las nuestras, e hirió Su corazón para vendar nuestros corazones quebrantados.
Y Jesús es todavía el mismo: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Heb. 13:8). En nuestras penas y duelos, y cuando nuestros seres queridos nos son arrebatados por la muerte, siempre aprendemos que nuestro único, real, y permanente consuelo se encuentra en arrodillarnos a Sus pies, y derramar nuestro dolor en la presencia de Aquel que una vez lloró con aquella mujer cuyo corazón estaba quebrantado por el duelo y el dolor.
A Sus Pies Como Adoradores (Juan 12:1-8)
Esta hermosa escena que nos es presentada al principio del capítulo doce de Juan tiene lugar exactamente seis días antes de la cruz. La devota vida del Señor, en la cual el “yo” siempre fue puesto de lado, para servir a los demás en amor, se acerca a su fin. En cada paso de Su senda, el Señor fue derramando bendiciones—esparciendo un festín, por así decirlo, por todo el mundo. Ahora aquí, cercano al fin de Sus días en este mundo, unos pocos de los Suyos a quienes amaba Le hicieron una fiesta, o como leemos: “Le hicieron allí una cena” (v. 2).
Cristo vino a este pobre y necesitado mundo como el Gran Dador, sin embargo no fue común que alguien Le diera algo a Él. Una vez, al principio de Su camino, unos magos “Le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra,” y postrándose a sus pies, “Lo adoraron” (Mat. 2:1,11). Y aquí, al final de Su senda tenemos que estos amados del Señor Le hicieron una cena, y de nuevo, una persona es hallada a Sus pies con sus dones como adoradora.
Y también es verdad que en otra ocasión, “Leví Le hizo gran banquete en su casa.” Allí el Señor se sentó entre “mucha compañía de publicanos y de otros” (Luc. 5:29), en orden a dispensar bendiciones a los pecadores. En cambio en la casa de Betania donde ahora Le vemos Él se sienta en compañía de unos pocos de los Suyos para recibir el homenaje de estos santos.
Ellos hicieron esta cena expresamente para Cristo—siendo para cada corazón Él el Centro y el Objeto de la fiesta. Lázaro y otros estaban presentes, pero leemos “que estaban sentados a la mesa con Él” (v. 2). La cena era para Él, y los invitados estaban “con Él.” La gloria y la grandeza de la ocasión era que el Hijo de Dios estaba presente.
De nuevo las dos hermanas, Marta y María, están presentes. Marta sirve, pero ahora ya no se halla turbada por su servicio, o quejándose de los demás. Ella piensa solamente en Aquel para quien ellos hacen la cena. Y por tercera vez María es hallada a los pies del Señor, ya no para recibir Sus palabras y simpatía, sino para ofrecerle la adoración de un corazón que Le ama, por medio de sus dones, sus actos, su actitud, y por la liberalidad de su espíritu de adoración.
Dirigida por su apego al corazón de Cristo, María se sentó a Sus pies, escuchó Sus palabras y aprendió algo de Su mente. Así que ahora vemos que ese afecto para con Cristo es el secreto de todo verdadero servicio. Movida por ese amor por Cristo, ella hace lo que es correcto en el momento preciso. Ella pudo dejar el ungüento en el frasco de alabastro, y ofrecérselo tal cual a Cristo, pero eso no hubiera producido el mismo honor para el Señor. María derrama el perfume sobre Sus pies, haciendo así lo que es correcto para esta ocasión. María podía haber derramado el ungüento más pronto en la vida de Cristo, pero ella espera hasta que la hora de Su partida hacia la cruz y hacia la sepultura han llegado. Movida por los instintos del amor lleva a cabo el apropiado acto en el momento requerido, como el mismo Señor puede decir: “Para el día de Mi sepultura ha guardado esto” (v. 7). Cristo era el todo para María. Cristo era su vida, y todo cuanto ella tenía se lo ofreció a Él: el costoso ungüento “de mucho precio,” y los cabellos de su cabeza—la gloria de la mujer (1ª Cor. 11:15)—son usados para el honor de Cristo. Aquí María no Le honra por todo cuanto Él había hecho, o por lo que iba a hacer, sino que ella se postra a Sus pies como una adoradora a causa de todo lo que el Señor es.
Actuando de esta manera, ella honra a Aquel que el mundo había rechazado y que iba a clavarlo en una cruz. Por tanto, ella se olvida de sí misma y en Sus bendiciones, y piensa solamente en Cristo. Qué gran bendición será, si cuando nosotros Le preparamos una cena, podemos en un mismo espíritu de adoración cada uno de nosotros pasar por alto el mirarnos a nosotros mismos y nuestras bendiciones, y no ver a nadie más, sino a sólo Jesús y Su gloria.
Actuando nosotros así, como lo hizo María en su día, seremos incomprendidos por el mundo, y aun por muchos verdaderos discípulos, pero nosotros debemos también como María, tener la aprobación del Señor. A los ojos del mundo, su acto fue un mero despilfarro. Así mismo en el cristianismo de hoy, la cristiandad es vista meramente como un sistema para hacer del mundo un lugar mejor y más hermoso. Para ellos, la primera y gran meta es el beneficio del hombre; todo lo demás es para ellos un inútil despilfarro. En una de Sus parábolas el Señor compara el reino de los cielos como a “un rey que hizo fiesta de bodas a su hijo.” Es en el espíritu de esta parábola que los discípulos Le hicieron una cena al Señor, y María honró al Señor. Y aunque el mundo puede condenarlo, el Señor lo aprueba, diciendo: “Buena obra Me ha hecho” (Mar. 14:6). Y de manera tan alta el Señor aprecia esta obra de María que Él añade: “Dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella” (Mat. 26:13).
Y sobre esto el Señor puede decir: “A Mí no siempre Me tendréis” (Mat. 26:11). Será nuestro privilegio y gozo nuestro el adorarle a Él en la gloria, pero fue el privilegio de María, y también es el nuestro, el adorar al Señor en este mundo en el cual Él es rechazado, y en faz del menosprecio y reproche de los hombres. María tomó la ocasión de rendirle este homenaje y precioso servicio. Como alguien ha dicho: “Ella nunca podría repetirlo en la eternidad. ... El amor encontrará entonces nuevas maneras de expresarse a sí mismo al Señor. Pero ello no es lo que Él espera ahora de nosotros. Allí no habrá el ‘yo’ para ser negado, ninguna cruz que tomar, ni mundo que renunciar, ningún reproche que soportar entonces.”
Cuán bendito fue también que el efecto de su acto de devoción por Cristo, como leemos: “La casa se llenó del olor del perfume” (v. 3). Lázaro podía mantener dulce comunión con Cristo, y Marta podía servirle, pero el acto de adoración de María, el tal fue tan precioso para el corazón de Cristo, que fue también un gozo para todos aquellos que estaban en la casa. Todo cuanto rinde honor a Cristo, conlleva bendición para los demás.
Podemos conversar bien con Cristo acerca de muchas cosas, como podemos servirle bien de muchas maneras, pero la adoración que hace de Cristo “el Todo,” sobrepasa en mucho todo lo demás en el día que le hacemos a Él una cena. De esta misma manera lo será en aquel gran día cuando todos los redimidos serán reunidos en el hogar, en la casa del Padre. Será cantada una nueva canción, la cual rendirá alabanza al Señor por todo cuanto ha hecho. Cielo y tierra se unirán para celebrar Su gloria, pero sobre todas las cosas leemos de aquellos quienes “se postraron sobre sus rostros y adoraron al que vive por los siglos de los siglos” (Apoc. 5:14). Mucho más allá de toda la gran obra que Él ha efectuado, y mucho más allá de toda la gloria que Él ha adquirido, Él será adorado por todo cuanto Él es. Entonces nosotros podremos cantar:
El corazón es satisfecho; no puede pedir más;
El “Yo” es anulado, y todo humano pensar;
Cristo es el claro Objeto que llena el corazón
En excelso amor que adora—su eternal porción.