Andrés Y La “Gente Del Río”

 •  6 min. read  •  grade level: 12
Listen from:
América del Sur
/
¡Reinaba un profundo silencio! Andrés se encontraba sentado en un tronco de madera balsa a la orilla del gran Río Amazonas mirando su fuerte corriente. Media docena de gallinas flacas agresivas y de patas largas, rascaba el suelo en el patio sin cerco alrededor de su casa detrás de donde estaba sentado. Dos cerdos muy flacos, de hocicos largos y colas largas hozaban la tierra en busca de alimento.
Su casa se parecía un poquito a las gallinas con sus patas largas, porque estaba construida sobre pilotes y tenía un techo de aspecto plumoso hecho de hojas de palmas. Los escalones para subir a la casa eran sólo muescas en un palo. Pero para Andrés, el niño indio cocomillo, era un hogar.
Con ojos soñadores, sentado en el enorme tronco, extendió su mirada hacia el otro lado del río. Su abuela se había llevado la canoa y cruzado el río para visitar a una amiga. Papá y mamá estaban trabajando en la granja.
Andrés era demasiado chico para tener preocupaciones, pero había una cosa que a veces le daba miedo. Oía a los suyos hablar de la “Gente del Río”.
¡La “Gente del Río”! Andrés siempre las había temido, como las temían todos los indios de su tribu. Nadie sabía mucho acerca de ellas, pero creían que capturaban a las personas para convertirlas en sus esclavos.
Esta mañana, mientras Andrés soñaba, percibió un estruendo y un fuerte movimiento debajo de él. El tronco en que estaba sentado empezó a deslizarse hacia el río. Era un pequeño desprendimiento de tierra, y antes de que Andrés pudiera escapar a la seguridad de la orilla, se encontró llevado velozmente por la corriente.
Aterrado, el pobre chico se aferró al tronco y gritó pidiendo auxilio. Pero la fuerte corriente se lo iba llevando velozmente río abajo. Los peces le mordisqueaban los dedos de los pies y de cuando en cuando una rama le pegaba el pie. ¡Se sentía aterrorizado, pensando que con toda seguridad, la temida “Gente del Río” estaba tratando de capturarlo!
Pasó una hora y luego dos, y Andrés seguía río abajo, aferrado desesperadamente a su tronco. Si lo agarraba la “Gente del Río”, ¿a dónde iría su alma? Le asaltaron muchos pensamientos espantosos mientras era llevado por la fuerte corriente.
En la granja en la selva, el padre de Andrés había escuchado el ruido y los gritos de su hijo. Sabiendo que no contaba con su canoa, corrió por la selva a la próxima granja para conseguir un bote. Pasaron varias horas antes de que finalmente alcanzara a Andrés, asustado pero todavía agarrándose valientemente de su tronco.
Con gran alegría, regresaron juntos río arriba, ¡ y qué bueno era estar por fin a salvo en su casa! Pero Andrés nunca olvidaría su experiencia.
Cierto día le preguntó a su papá:
—¿Dónde hubiera ido mi alma, papá, si me hubiera capturado la “Gente del Río”?
—No lo sé, hijo mío—respondió su papá . Seguramente que te lo puede decir el cura.
—¿Puede usted decirme a dónde se hubiera ido mi alma?—le preguntó al cura, pero el cura no pudo darle una contestación. Durante varios años les preguntó a muchas personas esa misma pregunta, pero nadie podía darle una respuesta.
Cierto día tres años después, unas personas extrañas fueron a vivir a Lagunas, el pueblo vecino. No eran indios, sino que eran extranjeros. Al poco tiempo, Andrés y sus padres vieron que habían venido para enseñarles cosas que leían de un Libro negro. Decían que este Libro era del Dios en el cielo, y parecía contestar muchas preguntas que preocupaban a Andrés. Se preguntaba si podría responder a la pregunta que nadie había podido contestar, la pregunta acerca de dónde hubiera ido su alma si lo hubiera capturado la “Gente del Río”.
Andrés se enteró de que estos extranjeros eran misioneros, y al poco tiempo comenzaron una escuela dominical donde enseñaban cosas del Libro negro, la Biblia, a todos los que asistían. Andrés anhelaba tener una Biblia propia, porque, aunque no se perdía ni una clase ni un culto, quería saber más de lo que decía este Libro maravilloso.
—La Biblia tiene sesenta y seis libros. Es bueno saber los nombres de todos estos libros en su orden correcto. A todos los que aprenden los nombres de estos libros, le daré una Biblia como premio—, anunció un domingo el misionero.
¡Qué noticia maravillosa para Andrés! Los misioneros creyeron que les llevaría mucho tiempo a los chicos aprender estos nombres que para ellos eran nuevos y sonaban extraños.
Pero al domingo siguiente, llegó Andrés diciendo:
—¡He aprendido los nombres de los sesenta y seis libros de la Biblia! Y pudo recitarlos a la perfección.
Como Andrés escuchaba atentamente todos los mensajes que escuchaba, e investigaba él mismo en su Biblia, descubrió que había dos lugares donde su alma podía haber ido si se lo hubiera llevado la “Gente del Río”. Al cielo o al infierno. El Espíritu Santo de Dios le dio una convicción del pecado y así supo que el lugar donde hubiera ido era el infierno.
Durante más de un año, Andrés ansiaba que sus pecados fueran perdonados para asegurarse de ir al cielo. Por fin un día se acercó a los misioneros, y les preguntó directamente:
—Por favor, díganme, ¿cómo puedo llegar al cielo?
Muy contentos le dijeron que el Señor Jesús había venido del cielo para salvarlo, y que había cargado con el terrible castigo del pecado cuando murió en la cruz. Ahora, lo único que tenía que hacer Andrés era creer y recibir al Señor.
“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”, había dicho Dios en Juan 1:12.
Esa noche, cuando Andrés llegó a su casa, abrió la Biblia que los misioneros le habían regalado. Leyó:
“De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida.”
El papá de Andrés ya estaba dormido en la cama, pero Andrés fue y lo despertó.
—¡Papá, papá! ¿Estás despierto? ¡He encontrado la respuesta a mi pregunta! Sé que mi alma se hubiera ido al infierno si me hubiera ahogado en el río. Pero he aprendido también que el Señor Jesús murió por mis pecados para que yo pueda ir al cielo. Papá, ¿me das permiso para aceptar al Señor Jesús como mi Salvador?
El papá se despertó sobresaltado, y escuchó atentamente a su hijo. Quizá recordara su propio temor terrible el día que creía que su hijo se había ahogado en el caudaloso río.
—¡Sí, hijo mío, puedes!—contestó.
Con el corazón lleno de gozo, Andrés recibió al Señor Jesús como su Salvador aquella noche. Más adelante, su mamá y papá, abuela y hermana también aceptaron al Señor.
Hoy Andrés predica las buenas nuevas de salvación a su propio pueblo que todavía vive temiendo a los espíritus malignos como la “Gente del Río.”