Apocalipsis 1

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La Visión De Cristo
(Apocalipsis 1)
(V. 1) El versículo inicial enfatiza la profunda importancia de esta porción de la Palabra de Dios, al recordarnos que es una revelación procedente de Dios, dada a Jesucristo, contemplado como el Hijo del Hombre, y para Sus siervos, tocante a «las cosas que deben suceder pronto». Aquel por medio de quien Dios se ha revelado, como el Hombre humilde sobre la tierra, es Aquel por medio de quien, como Hombre glorificado, se revelan ahora las cosas que han de suceder.
Es una bendición ser sabedor de que por lo que al futuro respecta no se nos deja a las vanas y discrepantes especulaciones de los hombres, que intentan sacar conclusiones de la historia pasada o de los acontecimientos presentes, para desentrañar el curso futuro del mundo. El velo es descorrido por Aquel que puede no solo revelar con conocimiento omnisciente las cosas «que deben suceder pronto», sino que, con poder omnipotente puede llevar a su cumplimiento cada acontecimiento predicho.
Además, estos acontecimientos futuros son revelados a los creyentes considerados como siervos. Con un conocimiento así podremos servir de manera inteligente, ajustados a los grandes propósitos que Dios hace cumplir. Quedaremos advertidos para andar en separación de un mundo marcado por la violencia y la corrupción, y que está a punto de caer bajo el juicio. Por encima de todos, seremos alentados en nuestro servicio, según vayamos aprendiendo la gloria a la que conduce, cuando finalmente los siervos del Cordero le verán cara a cara y le servirán en la esfera celestial (22:3-4).
Luego vemos que estas cosas no nos fueron dadas a conocer por comunicación directa, como cuando el Señor estaba presente con Sus discípulos, sino generalmente por medio de un ángel representativo al apóstol Juan. Además, no sólo fueron comunicadas, sino también «mostradas», término este que incluiría instrucción mediante visiones además de comunicaciones mediante palabras.
(V. 2) Esta revelación de la que Juan dio testimonio nos viene con toda la autoridad de la Palabra de Dios, testificada por Jesucristo, mediante palabras y visiones. De modo que al final de Apocalipsis Juan puede decir: «Yo Juan soy el que oyó y vio estas cosas» (22:8).
(V. 3) Se pronuncia una especial bendición sobre el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas escritas en ella. Tal como empieza Apocalipsis, igual termina pronunciando la bendición sobre quien guarde las palabras de la profecía de este libro (22:7). De este modo se nos advierte contra el descuido de Apocalipsis, como si su contenido fuese meramente cosas de ociosa curiosidad y no tuviese ninguna consecuencia para nuestras vidas cristianas prácticas. Se nos exhorta a que demos atención a las verdades de las que habla y a que las atesoremos. Será sólo haciendo esto que nuestros espíritus serán guardados serenos en medio de la creciente apostasía de la cristiandad y de la creciente violencia y corrupción que es el resultado del desmoronamiento del gobierno en las manos de los hombres.
(Vv. 4-5) Sigue la salutación de Juan. Al dirigirse a las siete iglesias en Asia, cada Persona Divina es presentada de una manera que concuerda con el carácter de Apocalipsis. Dios es presentado como el Dios Eterno; el Espíritu es presentado simbólicamente en la plenitud de Su poder delante del trono desde el que el mundo es gobernado. El Señor Jesús es contemplado como «el testigo fiel», como ha sido probado en el pasado por Su vida perfecta en la tierra; que es preeminente como resucitado de entre los muertos, como se ve en Su posición presente, coronado de gloria y honra; y que es el Soberano sobre todos los reyes de la tierra, lo que se ha de manifestar en el cercano futuro.
(Vv. 5-6) En el acto, la iglesia que recibe esta Revelación responde a esta salutación. Aquel que es el testigo fiel de Dios, que ha roto el poder de la muerte y que ha de reinar aún sobre todos los reyes de la tierra, es Aquel que nos ama y que nos ha lavado de nuestros pecados. En el curso de la profecía tenemos una solemne perspectiva de Cristo como el Juez. Le oímos emitiendo juicio sobre la iglesia profesante; aprendemos acerca de la tribulación por la que Israel ha de pasar todavía, y del juicio que caerá sobre las naciones; finalmente pasa ante nosotros el juicio de los muertos ante el gran trono blanco. Pero ante los juicios venideros, los creyentes tienen la bienaventurada certidumbre de que Aquel que va a juzgar los ha puesto más allá de todo juicio, llevando el juicio de ellos y lavándolos de sus pecados. Además, se nos asegura que los creyentes no sólo están libres de juicio sino que compartirán en el glorioso reinado de Cristo, porque hemos sido hechos «un reino» para reinar, y sacerdotes para ofrecer alabanza a Dios.
La liberación del juicio y las bendiciones que aún hemos de gozar no son consecuencia de ningún mérito nuestro; todo lo debemos «a él». Es así con gran complacencia que los creyentes adscriben toda alabanza a Cristo, al decir: «A él sea la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén.» El gobierno de este mundo, encomendado a los gentiles, se desmoronó al principio mismo cuando el primer cabeza de las naciones dijo: «¿No es ésta la gran Babilonia que yo he edificado para metrópoli del reino, con la fuerza de mi poder, y para la gloria de mi grandeza?» (Dn 4:30, V.M.). Desde aquel día se han levantado los hombres, uno tras otro, tratando de conseguir el dominio sobre las naciones para su propia gloria, y sólo para descubrir, como sucedió en el caso del primer cabeza de los gentiles, que aunque puedan ser usados por Dios en Sus tratos gubernamentales para con los hombres, y que por ello prosperen durante un breve tiempo, sin embargo al fin quedan abrumados por una humillante derrota. Al final se manifestará que toda «la gloria» será dada a Aquel contra quien «se levantan los reyes de la tierra», y Su «dominio» será «por los siglos de los siglos. Amén.»
(V. 7) Luego sigue una declaración que compendia el gran tema de Apocalipsis: el juicio de judíos y gentiles, por el que la tierra será preparada para el glorioso reinado de Cristo. Cuando Él venga a actuar en juicio no será como cuando el arrebatamiento de la iglesia, para ser visto sólo por aquellos que son arrebatados para recibirle en el aire. Será una venida pública—«todo ojo le verá». Creyentes e incrédulos, judíos y gentiles, sabrán que Él ha venido, y que Su venida significa juicio para todos los malvados. Por ello leemos que «todas las tribus de la tierra plañirán a causa de él» (V.M.).
(V. 8) La venida de Cristo como Juez, para juzgar todo mal e introducir Su reino, establecerá la gran verdad de que Dios es el primero y el postrero, el Eterno, el Todopoderoso.
Por estos versículos introductorios aprendemos que a pesar de todo el desmoronamiento del hombre en su responsabilidad—trátese del judío, del gentil o de la iglesia—con la resultante rebelión contra Dios y la violencia y la corrupción que llenan el mundo, Dios está en el trono, el Espíritu está delante del trono, y Cristo vendrá a juzgar el mal y a establecer Su gloria y dominio para siempre jamás. Además, los creyentes son presentados como separados de un mundo bajo juicio mediante la sangre que los ha lavado de sus pecados y que los ha hecho aptos para compartir en la gloria y bendiciones del venidero Reino de Cristo. Siendo que esperamos tales cosas, podemos desde luego decir con el apóstol Pedro: «¡Qué clase de personas debéis ser en vuestra conducta santa y en piedad!» (2 P 3:11).
Esta introducción nos prepara para la primera división de Apocalipsis, comprendida en los versículos restantes de este primer capítulo. En esta división tenemos la comisión directa del Señor a Juan, y la presentación de Sí mismo como el Hijo de Hombre, a quien todo juicio ha sido encomendado.
(V. 9) Juan se refiere a sí mismo como un «hermano, y copartícipe vuestro en la tribulación, en el reino y en la paciencia de Jesucristo». No se contempla como miembro de los reinos de este mundo con su gloria pasajera, sino del reino venidero de Cristo, por el que, como creyentes, hemos de esperar con paciencia. Además, su testimonio de la palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo, que advierte a los hombres del juicio venidero y del derrumbamiento de los reinos de este mundo, lo llevó a la tribulación, y al destierro en la isla de Patmos. Así, en Juan vemos la verdadera posición de la iglesia mientras pasa a través de un mundo que ha rechazado a Cristo, y mientras espera que Sus enemigos sean hechos estrado de Sus pies.
(Vv. 10-11) Como sucede tantas veces con los santos perseguidos por causa de Cristo, Juan ve que sus padecimientos vienen a ser la ocasión de un especial aliento de parte del Señor. De modo que en el Día del Señor—el primer día de la semana—y en el gran poder del Espíritu (V.M.), Juan tuvo visiones y revelaciones especiales que debía escribir y enviar a siete iglesias representativas.
(Vv. 12-16) Volviéndose para ver a Aquel que le hablaba, Juan tiene una visión del Hijo del Hombre, que es presentado en el carácter del Anciano de Días descrito por Daniel (Dn 7:9-13). Ya no es más el Hijo del Hombre en Su humillación, escarnecido y rechazado por los hombres, sino el Hijo del Hombre en gloria, dispuesto a actuar como Juez. Ya no aparece con el manto quitado y ceñido para servir a los santos, sino con ropajes judiciales. Los afectos están ceñidos con justicia, lo que se expone mediante el cinto de oro. La intensa santidad de Sus juicios pueden quedar expuestos por el hecho de que «Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve». El carácter escrutador de Sus juicios lo tenemos seguramente expuesto ante nosotros con las palabras «y sus ojos como llama de fuego», de los que nada se oculta. Sus pies «semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un horno», nos pueden estar hablando de un andar infinitamente santo que resiste la prueba de Dios «como fuego consumidor». Su voz como estruendo de muchas aguas abruma toda voz opositora. En Su mano tenía las siete estrellas que, un poco más adelante, vemos que son los siete representantes de las iglesias, mostrando que todo es sustentado por Su poder. De Su boca salía una espada aguda de dos filos, haciendo referencia a la palabra que «penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y de los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón». Su rostro era como el sol cuando brilla en todo su esplendor; esto se refiere a la luz que denuncia las tinieblas de este mundo.
(V. 17) ¿No es evidente que cada símbolo exhibe al Señor en Su carácter de Juez? Para Juan, que había conocido al Señor en Su infinita gracia y amor, fue abrumador. El resultado es que aquel discípulo que había estado reclinado junto al Señor con su cabeza cerca de Su seno, ahora cayó «como muerto a sus pies». Sin embargo, aquel que es «hermano, y copartícipe vuestro en la tribulación, en el reino y en la paciencia de Jesucristo» no tiene nada que temer. Aquel que está a punto de juzgar pone Su mano sobre el creyente, y le dice: «No temas.» En el acto el Señor nos dice por qué el creyente no ha de temer en presencia del Juez. La gloria de Su Persona y la grandeza de Su obra quitan nuestro temor. En Su Persona Él es «el primero y el último; y el que vive». El es el Eterno. Sin embargo, el se hizo carne y murió, y ha resucitado para vivir para siempre. Para el incrédulo Él es el Hijo del Hombre, a quien ha sido encomendado todo juicio. Para el creyente Él es también el Hijo del Hombre que ha quebrantado el poder de la muerte y del sepulcro.
(V. 19) Habiendo quitado el temor a Su siervo, el Señor indica las tres principales divisiones de Apocalipsis.
Primero, las cosas que Juan había visto: la gloria de Jesús mientras anda en medio de las siete iglesias.
Segundo, «las cosas que son»: el actual período de la iglesia expuesto por siete iglesias representativas (caps. 2 y 3).
Tercero, «las cosas que han de ser después de éstas»: los acontecimientos que siguen cuando la iglesia ha sido quitada de la tierra para estar con Cristo en gloria (caps. 4 a 22).
(V. 20) Antes de entrar en la segunda división de Apocalipsis, el Señor explica el misterio de las siete estrellas y de los siete candeleros. Las estrellas son luces celestes subordinadas, y como figura parecen significar aquellos que, por don o experiencia, son idóneos bajo la conducción del Señor, para ministrar verdad celestial al pueblo de Dios. Además, de las estrellas se dice que son los ángeles de las siete iglesias. En la escritura encontramos que el término «ángel» es empleado en ocasiones para significar «representación» y que no necesariamente implica un ser angélico. En este pasaje el ángel parecería denotar aquellos que eran los representantes responsables de las asambleas ante Cristo. Se ha observado que podemos comprender a un ángel empleado como medio de comunicación entre el Señor y Su siervo Juan, pero sería difícil pensar que Juan sería empleado por el Señor para escribir una carta de Cristo a un ser angélico literal.
Finalmente, aprendemos que los candeleros son símbolos de las iglesias en su responsabilidad de ser luz para Cristo en un mundo del que Él está ausente.