Cuando aquel Extranjero solitario, que vino del cielo, andaba haciendo el bien en la tierra, había pocos corazones que latían en simpatía con el suyo. Él fue “despreciado y desechado entre los hombres.” Él fue solo al Monte de las Olivas y estuvo toda la noche en oración. Había dicho: “el Hijo del hombre no tiene donde recueste su cabeza” (Mt. 8:20); pero había un lugar donde el Señor podía encontrar refrigerio y alguna medida de comprensión: se hallaba en la casa de Marta, donde vivían también sus hermanos María y Lázaro. ¡Qué lugar tan bendito era ése—un pequeño oasis en medio de un desierto árido de orgullo, arrogancia y falsa profesión religiosa!
Cuando nuestro bendito Salvador hizo el último viaje a Jerusalén y fue aclamado como el Hijo de David viniendo en el nombre del Señor, fue rechazado inmediatamente después. Por la noche no se quedó dentro de los muros de Jerusalén. Fue a albergarse en su retiro en la casa de sus amigos en “Betania.” Este nombre significa “lugar de palmas,” pero no eran las palmas lo que atraía al Señor en ese sitio, sino los corazones ensanchados de los tres hermanos que le daban una bienvenida que en otras partes no recibía.
Fue este grupito bendecido el que le hizo “una cena” (Jn. 12:2) y cada uno de ellos desempeñaba su parte. Marta servía; Lázaro se sentó con Él en la mesa; y María derramó su precioso ungüento sobre sus pies benditos. En estos tres actos vemos representado el servicio, la comunión y la adoración—cada cual bendecido en su lugar. Ciertamente era una fiesta en el camino del Señor—el camino hacia el Calvario y sus tormentos. No era un acto impulsivo de María que nació al instante, porque el Señor dijo: “para el día de mi sepultura ha guardado esto.” Fue premeditado y ella guardaba el ungüento para el momento apropiado; cuando ese momento llegó, ella estaba en afinidad con la corriente de los pensamientos del Señor, hasta percibir cuándo debiera quebrarse el frasco de alabastro y derramarse el ungüento. No solamente Él disfrutó del beneficio del gasto profuso de María para su Señor, sino que “la casa se llenó del olor del ungüento.” La atmósfera se llenó de la fragancia de su devoción. ¿Y no es ahora la adoración al Señor Jesús de parte de una alma agradecida, una cosa que se siente en otras almas también?
Quiera Dios que nuestros hogares sean pequeños “Betanias.” Es bueno que los jóvenes consideren estas cosas al casarse, y procuren—por la gracia de Dios—establecer un hogar en el cual el Señor mismo, si estuviera aquí, recibiera la bienvenida; y si no es Él, alguno de los suyos. Estamos propensos a disfrutar de nuestros hogares sólo para nosotros mismos, nada más, pero este mundo es un desierto árido y muchos de los redimidos del Señor precisan de algo de refrigerio en el camino para avivar su ánimo. Quiera Dios que lo encuentren en nuestros hogares, y que procuremos hacerlo todo para Él. Entonces en un día no lejano le oiremos decirnos: “A mí lo hicisteis.”
Las Escrituras hablan mucho de la hospitalidad: “Siguiendo la hospitalidad” (Ro. 12:13); “hospedador” (Tit. 1:8); “hospedaos los unos a los otros sin murmuraciones” (1 P. 4:9). Hay bastantes pasajes también que demuestran la práctica de la hospitalidad entre los hijos de Dios.
Para los redimidos del Señor ella no consiste en hacer grandes fiestas, sino en hacer a los hermanos sentir que son bienvenidos a compartir de todo cuanto los dueños del hogar puedan brindarles. Una cena suntuosa podrá llegar a ser una formalidad de cumplimientos con muy poco de calor o de corazón sentido en ella. Es la aplicación sencilla y práctica de amor hacia los santos lo que es tan deseable. Esta tiende a fortalecer los vínculos cristianos entre ellos. Da también oportunidades para conversar acerca del Señor y sus intereses en este mundo—en una palabra—comida y comunión espirituales.
Jamás saldremos perdiendo al dedicarnos nosotros mismos y nuestros recursos para el bienestar de los santos amados de Dios. Ojalá que los queridos jóvenes que están formando sus hogares tengan por modelo aquel hogar en donde el Señor Jesús siempre tenía la bienvenida—el hogar de “Betania ... hiciéronle allí una cena.”
En medio de quejas, dolor, confusión,
Cuán dulce es con santos tener comunión,
Hallar que al banquete de amor hay lugar,
Gustar previamente el sabor de tu “hogar.”
¡Qué vínculos unen los hijos de paz!
Tú, siempre el Bendito, tu amor es tenaz;
Pues, aunque entre pruebas aquí hay que pasar,
Unidos los tuyos, van hacia el “hogar.”