Capítulo 1: Un Rumor Y Un Chico Ciego

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El muchacho africano tambaleó y estuvo a punto de caer, al tiempo que se aferraba a los maizales que crecían a ambos lados del zigzagueante sendero. Se afirmó por un momento y luego prosiguió su camino con inseguridad. Salí por la puerta de seguridad contra hienas, a la entrada del hospital, y me acerqué a él.
¿Nhawule wayiko? (¿Qué pasa, amigo?)
Por un instante se quedó silencioso y luego, en una voz apagada por el llanto, dijo:
Bwana, mis compañeros no me dejan ayudar a empujar el auto, porque soy Mubofu, el ciego, y ...
La voz se le quebró. Se dio vuelta y rehízo su camino. Sus hombros y manos, pesadamente sostenidos delante de él, tenían algo de patético. Pude ver su cara y descubierto en ella la marca de la tragedia: dos cuencas vacías, sin ojos, que hablaban de la falta de esperanza de la medicina nativa. Cuando me puse a la par con él, el cieguito me dijo:
Bwana, yo puedo empujar, aunque viva en Utitu (la tierra de las tinieblas).
—Pero imaginemos que te resbalas cuando el auto toma velocidad ... —inquirí.
Kah, Bwana, estoy acostumbrado a caerme. No tengo miedo de un golpe o dos. ¿No me dejarás que ayude?
El sendero por el que íbamos hacía una gran curva para sortear el tronco de un gran baobab. Me fijé con asombro cómo el muchacho siguió, sin vacilar, el centro de la senda.
Ante mis ojos apareció una vívida escena. Sansón, el enfermero del hospital, estaba haciendo girar con gran vigor la manija de mi auto, de ya veinte años. Sus esfuerzos eran alentados por un grupo de chiquillos, vestidos al mínimo. Sacudían en el aire sus nudosos palos y danzaban de aquí para allá, mientras cantaban.
Na vilungo gwe, na vilungo (Dale fuerte).
Al verme, Sansón se enderezó y se secó el sudor.
Hongo, Bwana, la batería está dormida.
—El escándalo que hacen estos wadodo (chiquillos) sin duda bastará para despertarla.
Bwana, no es sin razón que a nuestro auto le llaman Sukuma (empujen).
Bwana, nosotros empujaremos —dijeron los niños—, corriendo hacia mí.
Viswanu (bueno) —dije riendo—, pero deben esperar un momento hasta que yo me aliste.
Dejando el chigogo, el idioma de las llanuras centrales de Tanganica, y hablando en inglés, dije:
—Sansón, tengo el propósito de llevar a este cieguito con nosotros a Dodoma. Me imagino que será para él un día de fiesta eso de ir de safari con nosotros. Tú le podrás traer de regreso cuando yo haya tomado el tren.
—Podemos ser sus ojos durante el día —asintió el enfermero— y contarle lo que vemos en el camino y en el pueblo.
Mubofu estaba en cuclillas a la sombra de un cobertizo de ladrillos que era el hogar de Sukuma. En la pared, encima de él, había tres coloridos lagartos muy ocupados cazando moscas. Cuando caminé hacia el muchacho, se puso de pie.
Bwana, ¿me dejarás empujar?
Kah, ¿cómo sabías que venía?
Hongo —contestó el chico, con toda su cara brillante, lo que acentuaba de alguna manera la tragedia de aquellos huecos fantasmales donde debieron estar los ojos—. Kah, Bwana, oí tus zapatos en la arena, y no sé de ningún africano que camine como tú.
—¡Qué oídos tienes! —dije con un silbido.
Bwana, mis oídos tienen que servirme también de ojos. Bwana, Bwana, ¿me dejarás empujar? dijo tomándome de la manga.
—No, Mubofu, no te dejaré empujar —repuse.
Toda la alegría desapareció de su rostro. Antes de que pudiera hablar, dije:
—Pero me pregunto si te interesaría ir hoy de safari con Sansón y conmigo. Vamos a Dodoma.
Kah, ¿en el auto, en Sukuma?
Heya (sí).
Yoh, Bwana, por mucho tiempo mi mayor deseo ha sido el de viajar en auto, ¡Kah!
Procedió a realizar una pequeña danza, que hizo salir corriendo a los lagartos por el tronco del baobab. Recogí mi equipaje y dije adiós. Al reanudar el camino, pregunté a Sansón:
—¿Quién es este muchachito ciego y cuál es su historia?
—Su gente ha muerto, Bwana. Duerme en la casa tribal de sus familiares en una aldea que es de las washenzishenzi (la más pagana de las paganas). He oído decir que le dan de comer porque piensan que no tardará mucho en morir y no vale la pena irritar innecesariamente al espíritu de los antepasados.
Unos veinte metros delante de nosotros se encontraba el muchacho, objeto de nuestra conversación, ansiosamente de pie junto al auto.
Lo coloqué en el asiento delantero entre Sansón y yo. Tomando el freno de mano, exclamé:
Haya wadodo sukuma (vamos, chicos, empujen).
Lentamente nos movimos hacia adelante con una potencia de veinticuatro chiquillos. El viejo motor tomó velocidad lentamente mientras rodamos cuesta abajo por el sendero de piedras del hospital. Apreté el acelerador. Sukuma roncó ruidosamente. Gritando, los muchachitos se dispersaron. Entonces arrancó el motor y me encontré en el primer paso de unas vacaciones que me llevarían al otro lado del lago Victoria Nyanza, en el centro mismo del África.
Conduje cuidadosamente por un sendero que atravesaba curiosamente por el lecho seco de un río.
Bwana, yo vivo en la colina después del cuarto río —dije el cieguito—. Conozco bien esta parte del camino.
—Por cierto, hace el viaje tan bien como cualquiera —dijo Sansón—. Bwana, parece que conoce cada piedra y raíz.
—Fue aquí, en Chibaya, que nací. Bwana, fue aquí donde perdí los ojos.
—Oh, ¿cómo ocurrió? —le pregunté.
El cieguito levantó cuatro dedos.
—Fue hace cuatro años, Bwana, cuando serenyenyi llegó a nuestra aldea.
Miré a Sansón con aire de interrogación. Movió los labios como para decir “sarampión” y yo asentí en silencio.
Hongo, aquellos eran días de pena, Bwana —continuó el chico—; primero fue con mi nariz y luego con mis ojos, eh, y ¡cómo tosía! Mis wandugu (parientes) no me dejaban dormir. Golpeaban en tachos y gritaban y me sacudían. “No debes dormirte”, decían. Entonces, Bwana, me vino un gran dolor en los ojos, por el resplandor y las moscas y entonces me llevaron dentro de la casa, pero el humo de los fogones me empeoró los ojos.
Se levantó repentinamente y señaló con su mentón a un grupo de chozas.
—Allí, Bwana, está mi casa. Allí, Bwana, es donde ocurrió todo.
Kah, ¿cómo sabes que hemos llegado a tu casa? —dijo Sansón.
Kumbe —explicó el chico— ¿no tengo despierta la nariz? ¿No he de conocer el olor de mi propia aldea?
Hubo un momento de silencio y entonces dijo:
Bwana, tuve dolor, mucho dolor en los ojos, porque tuve maciligala (úlceras oculares), pero, Bwana, no había entonces nadie para llevarme a un hospital. No había hospital misionero ni tú habías venido de tu propio país.
Algo se movía en la selva al lado del camino. De repente, Sansón gritó:
—Mira, Bwana, mpala ...  ...
Un antílope del tamaño de un poni saltó de un matorral, y se alejó a grandes brincos.
—¿Qué fue eso, Bwana? — preguntó Mubofu, poniéndome la mano en el hombro.
—Un hermoso antílope —contesté—. Mira, viene otro detrás.
Al salir las palabras de mis labios, traté de detenerlas, pero se deslizaron y sin embargo, la faz del muchacho seguía brillante.
—Puedo verlo, Bwana, en mi mente. Yoh, ¡cómo saltan!
El camino se curvaba hacia un lado y otro por entre matorrales de espinas. Mientras conducía, pensaba en el sarampión y en cómo las epidemias mundiales suelen ocurrir cada cinco años y que, si la desdichada enfermedad cumplía su ritmo, ya pronto debería ocurrir otra. Al cruzar el lecho seco de un río, que debía ser un torrente en la época de las lluvias, dije:
—Sansón, debemos estar preparados para otra epidemia de sarampión para impedir que, ahora que tenemos el hospital, vuelvan a ocurrir estas cosas.
Kah, Bwana —dijo Sansón—, no sólo se quedan ciegos cuando llega el sarampión. Miles de niños mueren. Vaya, en nuestro país por cierto es la enfermedad del dolor, la tribulación y la muerte, especialmente para los niños.
Miré la lastimosa cara que tenía a mi lado y pensé en el tormento por el que debían pasar aquellos chicos. Por su parte, el chico no pensaba en el sarampión y estaba tenso de emoción. Cada kilómetro de aquel viaje le era de particular interés. Me maravillaba cuando vez tras vez describía lo que íbamos pasando. Sus sentidos parecían tener una rapidez poco usual. Se mantenía alerta como un perro, mientras Sukuma rodaba por el camino.
Íbamos ahora colina arriba, en medio de cactus florecidos. Inmediatamente ante nuestra vista había un plantío de árboles de mango, de color verde oscuro, creciendo rodeado del arenoso lecho de río y por entre ellos pudimos ver la Escuela para Muchachos de la misión. Salimos del camino y conduje a través de un plantío de maní (cacahuate), dejando de lado un taller de carpintería donde algunos muchachos africanos estaban muy ocupados fabricando mesas. Detuve el auto debajo de un gran árbol kikuyu, coloqué a Mubofu en el suelo y tomando un chelín de mi bolsillo, lo entregué a Sansón, diciéndole:
—Compra posho (comida) para ti y para el joven Mubofu. Dentro de una hora iremos hasta el ferrocarril.
Ndio, Bwana (sí, señor) — dijo Sansón, que inconscientemente habló en swahili, el idioma usado en las ciudades.
Había oído, de parte de mi amigo, el director de aquel gran colegio, que ya había comenzado una epidemia de sarampión, pero que aun estaba en el norte, en Sudán y Etiopía. No había noticias de que hubiera llegado a Tanganica.
El jefe de la estación, un hindú alto, me informó que el tren tenía diez horas de atraso y, sabiendo cuál era mi profesión, me contó de una grave epidemia en su ciudad natal, Karachi. Me sonaba sospechosamente como sarampión.
Sansón estaba inflando los neumáticos de Sukuma. Cuando me acerqué a la puerta de la estación, me miró inquisitivamente.
—El tren viene con diez horas de atraso, —les expliqué.
Mubofu se rió.
Hongo, Bwana, eso es muy bueno, porque así tendrás tiempo de contarme muchas cosas de Dodoma y describirme lo que ves con tus ojos para que yo pueda verlo con mi mente.