Capítulo 10

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El Reino De Cristo
En la presente dispensación, la gracia reina por la justicia (Ro. 5:21); en el estado eterno, la justicia morará (2 P. 3:13); pero en el reinado milenario, la justicia reinará. Esta será ciertamente su característica según las palabras del profeta: «He aquí que para justicia reinará un rey» (Is. 32:1), o en las del salmista: «Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; Cetro de justicia es el cetro de tu reino» (Is. 45:6). De hecho, hay dos tipos en las Escrituras de Cristo como rey: David y Salomón. David lo representa en figura como Rey de justicia, y Salomón como Príncipe de paz. Estos dos aparecen combinados en Melquisedec, rey de Salem, «cuyo nombre significa primeramente Rey de justicia, y también Rey de Salem, esto es, Rey de paz» (He. 7:2). Estos dos aspectos, según se verá, son los rasgos distintivos del dominio de Cristo, el primero anterior, y de hecho el que produce el otro: «Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo y seguridad para siempre» (Is. 32:17).
Por ello, será cosa evidente para el lector que de Cristo no puede decirse en ningún sentido que sea Rey de la Iglesia. Con respecto a la Iglesia mantiene una relación más estrecha, la de Cabeza; porque los creyentes ahora están unidos a Él por el Espíritu de Dios, y son por consiguiente miembros de Su cuerpo. Cierto, Él es Rey «en cuanto a Su título, aunque actualmente es un Rey rechazado; y es cierto que el creyente no reconoce más autoridad que la de Él; pero es una confusión de dispensaciones asegurar que Cristo reina ahora como Rey. Lo hará; pero no será así hasta que venga públicamente en la manera descrita en el anterior capítulo. En nuestro tiempo presente está sentado a la diestra de Dios, y allí seguirá sentado hasta que Sus enemigos sean puestos por estrado de Sus pies. Entonces aparecerá y procederá a suprimir toda autoridad y todo poder. Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies (1 Co. 15:24-25). Este es el reino — el reino tal como ha sido explicado — que va a ser considerado en este capítulo. El reino de los cielos ya existe ahora (Mt. 13), lo mismo que el reino de Dios (Jn. 3); y de los creyentes se dice que han sido trasladados al reino del amado Hijo de Dios (Col. 1:13), pero el reino de Cristo como Rey está limitado al milenio. Así, se le dijo a María acerca de Él, que «el Señor Dios le dará el trono de David su padre» (Lc. 1:32). Es evidente que esta promesa nunca ha sido todavía cumplida, porque cuando Él fue presentado a los judíos como su Mesías no le quisieron recibir, y finalmente afirmaron: «No tenemos más rey que César» (Jn. 19:15). Pero cada una de las palabras de Dios se cumplirá, y por tanto Él ha de ser también el Rey de Israel, y no sólo de Israel, porque como Hijo del Hombre hereda glorias aún más extendidas: «todos los dominios le servirán y obedecerán» (Dn. 7:27). Israel será el centro de este dominio universal, y será por medio de esta nación que Él gobernará las naciones sobre la tierra.
Así, en primer lugar, cuando acceda a Su trono, lo que el lector comprenderá ahora viene a continuación de Su manifestación, actuará en juicio siguiendo el patrón de David; es decir: juzgará con justicia todo aquello que tenga ante Sí. De ahí que el salmista diga: «Oh Dios, da Tus juicios al rey, Y Tu justicia al hijo del rey. El juzgará a Tu pueblo con justicia, Y a Tus afligidos con juicio» (Salmo 72:1, 2). Y por ello, «recogerán de Su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad», y «Jehová será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno Su nombre» (Zac. 14:9).
Con respecto a esto, en Mateo 25 tenemos una escena digna de mención. Tras haber establecido Su trono en justicia, se hace comparecer a todas las naciones ante Él para juicio. Esto aparece expresamente relacionado con Su reino: «Cuando el Hijo del Hombre venga en Su gloria, y todos los santos ángeles con Él, entonces se sentará en Su trono de gloria, y serán reunidas delante de Él todas las naciones» (vv. 31-32). Es la única ocasión en que el Señor se aplica a Sí mismo el título de Rey: «Entonces el Rey dirá a los de Su derecha», etc. (vv. 34-40). Esto demuestra que se habrá dado lugar la fundación del reino — la ocasión, de hecho, que marca el comienzo de Su dominio universal. Si ahora examinamos las características de esta sesión judicial, quedará claro que no hay pretexto alguno para identificarla con la del juicio del gran trono blanco (Ap. 20), ni para deducir de la misma la idea popular de un juicio general — de creyentes e incrédulos juntos. En realidad, se trata de un juicio de las naciones vivas; no hay precedente escriturario alguno para designar a los muertos como «las naciones». Hay aquí tres clases distintivas: las ovejas, las cabras, y los «hermanos» del Rey. Se observará que la manera en la que las naciones trataron a los «hermanos» del Rey viene a ser la base para su clasificación, bien entre las ovejas, bien entre las cabras. Así, este hecho es la clave de toda esta escena. ¿Quiénes son los «hermanos» del Rey? Está bien claro que tienen que ser judíos — Sus parientes según la carne, pero también Sus verdaderos siervos. Podemos probablemente encontrar una clave acerca de los mismos en Isaías 66, en un pasaje que ya hemos citado con anterioridad. Allí encontramos que después que el Señor haya venido en juicio, algunos de los salvos son enviados a declarar Su gloria entre los Gentiles. De modo que en la escena que tenemos ante nosotros, los «hermanos» del Rey han salido evidentemente como Sus mensajeros entre las naciones, y que están por ello investidos de un puesto y autoridad especiales, al modo en que los embajadores de un soberano están hoy día investidos del honor y de la dignidad de aquel a quien representan. El principio sobre el que se les envía es el mismo sobre el que el Señor envió a los Doce: «El que a vosotros recibe, a Mí Me recibe» (Mt. 10:40). Por eso el Rey dice a los de Su derecha: «en cuanto lo hicisteis a uno de estos Mis hermanos más pequeños, a Mí lo hicisteis»; y se les hace heredar el reino preparado para ellos desde la fundación del mundo. De manera paralela les dice a los de Su izquierda: «en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a Mí lo hicisteis. E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna» (Mt. 25:34-46).
Así. Cristo como Rey, por la manifestación de Su poder en justo juicio, obtiene un dominio universal: «Los reyes de Tarsis y de las costas traerán presentes; Los reyes de Sabá y de Seba ofrecerán dones. Todos los reyes se postrarán delante de él; Todas las naciones le servirán» (Sal. 72:10-11). A continuación, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia, Él reina como Príncipe de paz. «Será Su nombre para siempre, Se perpetuará Su nombre mientras dure el sol. Benditas serán en Él todas las naciones; lo llamarán bienaventurado» (Sal. 72:17).
En tanto que dejamos al lector que estudie por sí mismo en los salmos y los profetas los detalles de este reinado milenario, podemos mencionar algunas de sus características principales.
(1) Jerusalén recobrará su gloria pasada; más aún, su condición futura superará de lejos a la primera, así como la gloria de Cristo como Rey eclipsará la de David y Salomón. «Extranjeros edificarán tus muros, y sus reyes te servirán; porque en Mi ira te castigué, mas en Mi buena voluntad tendré de ti misericordia. Tus puertas estarán de continuo abiertas; no se cerrarán de día ni de noche, para que a ti sean traídas las riquezas de las naciones, y conducidos a ti sus reyes». Luego prosigue: «La gloria del Líbano vendrá a ti, cipreses, pinos y bojes juntamente, para decorar el lugar de Mi santuario; y yo honraré el lugar de Mis pies. Y vendrán a ti humillados los hijos de los que te afligieron, y a las pisadas de tus pies se encorvarán todos los que te escarnecían, y te llamarán Ciudad de Jehová, Sion del Santo de Israel. En vez de estar abandonada y aborrecida, tanto que nadie pasaba por ti, haré que seas una gloria eterna, el gozo de todos los siglos» (Is. 60:10-15). También leemos: «Y serás corona de gloria en la mano de Jehová, y diadema de reino en la mano del Dios tuyo» (Is. 62:3; véanse muchos otros pasajes del mismo carácter); ¡y desde luego es sólo apropiado que la metrópolis del reino del Mesías se corresponda con la preeminencia, la dignidad y la gloria del Rey!
(2) El templo y sus servicios serán reavivados con un esplendor incomparable. (Ez. 40-46). Algunos han expresado dificultades acerca de la restauración de los sacrificios; pero la dificultad se desvanece cuando se recuerda que estos sacrificios estarán vinculados con un pueblo terrenal y con un templo terrenal, y que serán de carácter conmemorativo. En la antigua dispensación no tenían eficacia alguna excepto en cuanto que hacían referencia a Cristo; porque no era posible que la sangre de toros y machos cabríos quitase los pecados (He. 10:4); y en el milenio mirarán retrospectivamente a aquel único sacrificio por el pecado que fue ofrecido en la cruz, así como los sacrificios en la administración Mosaica lo prefiguraban. Por tanto, se limitarán a recordar a los corazones agradecidos y adoradores del pueblo de Dios aquella sangre de Jesucristo, Su Hijo, que limpia de todo pecado.
(3) Todas las naciones subirán a Jerusalén para adorar. Así leemos en el profeta: «Acontecerá en lo postrero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa de Jehová como cabeza de los montes, y será exaltado sobre los collados, y correrán a Él todas las naciones. Y vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará Sus caminos, y caminaremos por Sus sendas. Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová» (Is. 2:2-3). Zacarías también habla en este mismo sentido. Dice: «Y todos los que sobrevivieren de las naciones que vinieron contra Jerusalén, subirán de año en año para adorar al Rey, a Jehová de los ejércitos, y a celebrar la fiesta de los tabernáculos» (Zac. 14:16).
(4) La creación animal compartirá en la paz y en las bendiciones de aquel tiempo. «El lobo y el cordero serán apacentados juntos, y el león comerá paja como el buey» (Is. 65:25; véase también Is. 11:6-9). A la anterior escritura también sigue: «y el polvo será el alimento de la serpiente», lo que expone, suponemos, que la serpiente quedará excluida de la liberación de aquella opresión bajo la que incluso la creación irracional ha estado gimiendo desde entonces. Pero, como sabemos, «también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Ro. 8:21).
(5) La maldición será quitada de la tierra. Cuando Adán cayó en pecado, la tierra recibió maldición a causa de él. Aunque esta sentencia fue aligerada bajo Noé, no queda completamente abrogada hasta el reinado del Mesías. Por ello, el salmista canta: «Te alaben los pueblos, oh Dios; todos los pueblos te alaben. La tierra dará su fruto; nos bendecirá Dios, el Dios nuestro» (Sal. 67:5-6). Amós profetiza de manera similar: «He aquí vienen días, dice Jehová, en que el que ara alcanzará al segador, y el pisador de las uvas al que lleve la simiente; y los montes destilarán mosto, y todos los collados se derretirán» (Am. 9:13). Porque será en este tiempo que «el yermo se gozará y florecerá como la rosa. Florecerá profusamente, y también se alegrará y cantará con júbilo; la gloria del Líbano le será dada, la hermosura del Carmelo y de Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, la hermosura del Dios nuestro» (Is. 35:1-2).
(6) No habrá muerte excepto como consecuencia de juicio, a lo largo de todos los mil años. «No habrá más allí niño que muera de pocos días, ni viejo que sus días no cumpla; porque el niño morirá de cien años, y el pecador de cien años será maldito» (Is. 65:20). El sentido de este pasaje parece ser que la muerte será completamente excepcional, y en tal caso sólo debido a un justo juicio. Así, la edad de Matusalén no sólo será igualada, sino superada, en este bendito período del reinado del Mesías.
(7) Todas las injusticias serán inmediatamente remediadas. Esto es una consecuencia necesaria del justo gobierno del Mesías. Por esto, leemos: «Porque Él librará al menesteroso que clamare, y al afligido que no tuviere quien le socorra. Tendrá misericordia del pobre y del menesteroso, y salvará la vida de los pobres. De engaño y de violencia redimirá sus almas, Y la sangre de ellos será preciosa ante sus ojos» (Sal. 72:12-14). Los hombres sueñan complacidos en esto como la meta de la ilustración y el progreso humanos; pero ignoran, u olvidan, la incurable corrupción de la naturaleza humana, y por ello no consideran que aunque todo el mundo fuese a establecer leyes justas y equitativas, fracasarían tanto en su administración como en su aplicación. No: Cristo es la única esperanza para la tierra, por lo que al santo respecta; porque el Señor «¡ ... viene a juzgar la tierra! ¡juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con equidad!» (Sal. 98:9).
(8) Sin embargo, y a pesar de todas estas benditas realidades, habrá rebeliones incluso bajo el reinado de Cristo. En el Salmo 66 leemos: «Por la grandeza de Tu poder se someterán a Ti Tus enemigos», o, como traduce la V.M.: «Por la grandeza de Tu poder, se Te humillarán fingidamente Tus enemigos». Esta misma expresión aparece en otro salmo: «Al oír de Mí Me obedecieron; los hijos de extraños se sometieron a Mí», o, mejor traducido, como en la V.M.: «Al oír de Mí, Me obedecerán; los hombres extraños Me dirán lisonjas serviles» (Sal. 18:44). Parece, por estas expresiones, que la exhibición del poder de Cristo en juicio será tan aterradora, como lo será ciertamente en el juicio sobre las naciones reunidas contra Jerusalén, que muchos, no sometidos de corazón, serán sin embargo aterrorizados y aceptarán Su gobierno. Profesarán sometimiento aunque sus corazones estarán apartados de Él; por ello, serán fácilmente tentados a renunciar someterse a Su dominio. Por ello, encontramos que un tiempo después del establecimiento de Su trono — quizá no mucho tiempo después — , Gog, con una multitud de seguidores, «gran multitud y poderoso ejército», vendrá contra Su pueblo Israel, «como nublado para cubrir la tierra». Pero vendrá al encuentro de una inmediata y absoluta destrucción, una destrucción de tal magnitud que «la casa de Israel los estará enterrando por siete meses, para limpiar la tierra» (Ez. 38, 39).
Una vez más, al terminar el milenio se da una rebelión de una magnitud aún mayor, que se atribuye directamente a la acción de Satanás. «Cuando los mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión, y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, a fin de reunirlos para la batalla; el número de los cuales es como la arena del mar. Y subieron sobre la anchura de la tierra, y rodearon el campamento de los santos y la ciudad amada» (Ap. 20:7-9). Así, cada dispensación termina con un fracaso como impresionante testimonio del carácter y de la naturaleza del hombre. Probado de todas las maneras, sin ley y bajo la ley, bajo la gracia, y por fin bajo el reinado personal del Mesías, demuestra que no puede ser mejorado, que la carne permanece en su mismo carácter, que no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede; de hecho, la mente carnal es enemistad contra Dios. Los judíos escogieron a César; más aún, a Barrabás, en preferencia a Cristo; y finalmente el hombre acepta a Satanás mismo, y bajo su caudillaje emprende atacar y destruir «el campamento de los santos y la ciudad amada», que están bajo la protección especial del Mesías glorificado. El resultado sólo puede ser uno. No queda nada para Dios sino vindicar el justo derecho del trono de Cristo; así, leemos que «de Dios descendió fuego del cielo, y los consumió. Y el diablo que los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (Ap. 20:9-10). Así concluye el período de mil años. Fue introducido en juicio, y acaba con un juicio; pero todavía vendrá el tiempo de la bendición y el gozo de la tierra. Porque se debe recordar que Satanás queda encadenado hasta el final del período milenario, y por ello, aunque la carne permanece como es, al estar el poder del mal ausente, todas las influencias a las que el hombre estará sujeto estarán del lado de Cristo. Habrá una inversión total entonces respecto al actual estado de cosas; de modo que el salmista bien puede cantar: «Alégrense los cielos, y gócese la tierra; Brame el mar y su plenitud. Regocíjese el campo, y todo lo que en él está; Entonces todos los árboles del bosque rebosarán de contento, Delante de Jehová que vino; Porque vino a juzgar la tierra. Juzgará al mundo con justicia, Y a los pueblos con su verdad» (Sal. 96:11-13).
Pero es necesario dejar al lector que entre por sí mismo en un estudio más detenido de este tema. A este fin encontrará por todas las Escrituras abundantes materiales; y si las lee en dependencia del Espíritu para su guía y enseñanza, y con la mirada puesta en Cristo, no será sin provecho y bendición.