Capítulo 10

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En este capítulo se saca la conclusión práctica de lo que se expone en el capítulo 9: la unidad del sacrificio; una ofrenda mediante la que se echa el fundamento para el nuevo pacto.
En lugar de encontrar a un hombre echado fuera del paraíso terrenal debido al pecado, tenemos ahora al segundo Hombre entrado en el paraíso de Dios en justicia divina—entrado en virtud de un nuevo título, que el hombre nunca antes había poseído. La consecuencia de esto es que cuando Él venga de nuevo en gloria, no tiene ya nada que ver con el pecado. Él vino una vez a causa del pecado; pero cuando venga por segunda vez, será sin relación alguna con el pecado, para completar la salvación ya obrada. Cuando vuelva, será para llevar al hombre en la plena bendición que está en Él mismo. «Aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan», no sólo para la iglesia, sino que está abierto para el remanente cuando Él se manifieste en la tierra.
El efecto sobre la conciencia de su ofrecimiento por el pecado se muestra en el capítulo 10. Ahí no tenemos una mera declaración de hecho. Mi pecado pudiera estar quitado y yo no saberlo; pero el cristianismo nos muestra cómo se purifica la conciencia, no sólo que los pecados sean quitados. Si la conciencia es purificada, nada hay entre yo y Dios. Tengo la plena liberación de todas las consecuencias del pecado, y derecho a la gloria, en virtud de lo nuevo. Pero, ¿cuál es mi estado actual? Mi conciencia está perfectamente purificada. Esto no nos lo podía decir la ley. Nunca pudo hacer perfectos a los que se acercaban a ella. Esto quedaba reservado como testimonio para el evangelio cuando la obra fuera consumada. Cuando alguien está en presencia de Dios, se conoce el pleno efecto de ello sobre la conciencia. Tenía que haber una repetición de sacrificio mientras el pecado se mantenía en pie. Siempre había, bajo la ley, una cuestión de pecado entre Dios y Su pueblo.
En el postrer día, Israel alcanzará salvación por virtud del sacrificio; serán bendecidos por Él desde el cielo; sus pensamientos reposarán sobre Cristo viniendo a la tierra a ellos. Él les traerá bendición a ellos donde ellos se encuentran, pero no llevándolos al cielo. Éste no es en absoluto el caso nuestro. Nosotros estamos con Él mientras Él está en el cielo. El Espíritu Santo ha descendido como consecuencia de que Él ha entrado. No hubo entrada de sangre dentro del velo, ni fue llevado el sacrificio fuera del campamento, hasta después del pecado de Nadab y Abiú. Después de este suceso, Aarón no debía entrar en cualquier momento en el Lugar Santísimo, sino una vez al año, para rociar la sangre sobre el propiciatorio. El velo no fue rasgado entonces, pero al manifestarse el pecado, la sangre debía ser llevada dentro. El testimonio de aceptación para Israel es cuando Él salga. Ellos no pueden tenerle mientras está dentro. Nosotros estamos asociados con Él en el cielo por el Espíritu Santo que ha venido y que nos ha dado a conocer el valor de Su sacrificio. Él vendrá y nos recibirá a Sí mismo, para que donde Él está nosotros estemos también. Debemos estar asociados con Él allí.
Hasta Su muerte, esto no podía ser: Dios habría echado a un lado la ley si se hubiera introducido la plenitud de bendición; y la ley fue dada a Su propio pueblo, no a los gentiles. El resultado de la obra de Cristo es que mi estado constante en la presencia de Dios es la conciencia purificada. Para esto no hay necesidad de una revelación, de un profeta. Los adoradores, una vez purificados, no tienen ya «más conciencia de pecados». ¡Cuántos cristianos hay que no saben que no tienen más conciencia de pecados! Si tú no sabes esto, no conoces la virtud del sacrificio de Cristo. ¿Vas acaso a ir al cielo con pecado sobre ti? No puedes estar allí en tus pecados. El viejo estado era el de hombres viviendo sobre la tierra—cayendo, purificándose, y volviendo a caer. Ésta es tu condi­ción, a no ser que estés en el cielo por virtud de aquel un sacrificio, sin pecado. El creyente es introducido allí en Cristo—en aquellos lugares celestiales, purificado de pecado (no estoy hablando de lo que sea como hombre en la tierra, sino en Cristo). ¿Estás allí? Ésta es la cuestión. ¿Estás tú en el Lugar Santísimo en cuanto a tu conciencia, corazón y espíritu, sin más «conciencia de pecados», «en luz, como él está en luz», sin recuerdo de pecado alguno delante de Dios? Bajo la ley hay recuerdo de pecados; pero aquí ya no hay más «conciencia de pecados». Cristo no sólo ha entrado dentro del velo, por cuanto no hay velo ahora, sino que estoy en el cielo con el velo rasgado. ¿Cuál es el rasgado del velo? La muerte de Cristo. Tengo que llegar allí por Su muerte debido a mis pecados. Entro a través de aquello que los quita. Estoy allí sin ellos. Observemos cómo Dios asume todo esto como cosa Suya. Todo es llevado a cabo, sin nosotros, por Dios. Esto es llevado a cabo por Él, y la revelación de lo que es hecho también lo hace Él. Es la obra de Dios, y es conforme a la verdad de Dios.
Había tres cosas necesarias. Si yo estuviera lleno de pecado, necesitaba en alguien que pensara acerca de mí; se precisaba de alguien para hacer lo que era necesario; y de alguien que me revelara el efecto producido. «En esa voluntad somos santificados.» Aquí no se habla de la obra del Espíritu al aplicar la obra de Cristo. Pero tenemos: 1º, la voluntad de Dios—«En esa voluntad», etc. 2º, La obra por la que se lleva a cabo—«Por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre.» Antes que yo naciera, había sido hecha una vez para siempre. ¿Lo hice yo, acaso? ¡No! «Por la obediencia de uno, los muchos fueron constituidos justos.» Y fue por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre. 3º, me es dado el conocimiento de esto. Sin esto, mi conciencia no es purificada. Tengo que ser justificado por la fe: éste es mi conocimiento de ello, no el conocimiento que Dios tenga de ello. Aquí se dice: «El Espíritu Santo nos es testigo» (cf. v. 15). Ésta es la base de que la conciencia sea purificada; aquí no se trata de la vivificación; tenemos el perdón después de ser vivificado. Pedro habla de ser «santificados para obedecer», etc. Somos renovados para obedecer. Es Su obra (la de Dios) la de vivificar mi conciencia, pero, además de esto, tenemos el testimonio por el Espíritu Santo. Esto queda solu­cionado, y no se trata de una cosa ligera. Le adoramos por ello. Él dice: «Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones.» Pero alguien dirá: yo peco hoy, pecaré mañana, etc. Dios dice: Nunca más me acordaré. Si hay pecado, ¿qué puede quitarlo? No hay más ofrenda por el pecado. Si esto no lo ha quitado, ¿cómo puede ser hecho alguna vez? Si Él los recuerda, no tengo esperanza, porque Cristo no volverá a morir, y «sin derramamiento de sangre no hay remisión». Es muy importante para la conciencia entrar en la presencia de Dios, y conocer toda nuestra condición en cuanto al pecado allí. Contemplándolo como cristianos, no hay pecado, por esta misma razón, que Cristo ha estado en la condición en que yo estaba. Por virtud de que Él estuvo en ello y murió, ha dejado de existir aquella condición, y Él ha ascendido como Hombre al cielo en virtud de que ha cesado la condición. Dios le ha dicho: «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies.» En lugar de los sacrificios provistos para los hombres en la carne, se da este único sacrificio de Cristo.
Versículo 5. «Me preparaste cuerpo.» Cristo vino, una vez por todas, al lugar de obediencia para echar a un lado todas las otras ordenanzas. Presentó Sus oídos como un siervo. Hiciera el hombre lo que hiciera al ofrecer sacrificios, no podía salir de la condición en la que se encontraba. Entra otro. Quita lo primero para establecer lo postrero. Bajo el primero apor­taban ofrendas voluntarias. Esto era el hombre. Pero en el segundo todo es según la voluntad de Dios, y es obediencia a la misma. Tan pronto como Cristo tiene el cuerpo preparado, no es cuestión de Su voluntad en absoluto. Estaba en los consejos de Dios en tiempos remotos. «Como en el rollo del libro está escrito de mí», etc. En el cielo hubo la buena disposición de Cristo para darse a Sí mismo. Él emprende llevarlo todo a cabo. Luego, cuando está inmerso en ello, pasa a través de todo ello en obediencia: «Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago. Levantaos, vamos de aquí.» Aquí tenemos un perfecto amor hacia el Padre, y al mismo tiempo una perfecta obediencia. Tenemos la voluntad de Dios en toda su perfección: a Cristo ofreciéndose para ser el Obediente; y no tengo sólo el hecho en propósito, sino todo el valor de un Ser divino entregándose a Sí mismo. «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad.» Está en el lugar de la obediencia.
«Diciendo primero: Sacrificio y ofrenda y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron (las cuales cosas se ofrecen según la ley), y diciendo luego: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad.» Aquí encuentro que la voluntad del hombre es totalmente echada a un lado. La voluntad del hombre es maldad, el principio de pecado. Una voluntad independiente de Dios es el principio mismo de pecado. Al principio de todo, la voluntad del hombre fue desobediencia a Dios. Cristo tenía libre albedrío, porque era Dios; pero en el puesto de siervo, no tuvo voluntad. La horrenda soberbia humana olvida que su independencia de Dios, que su voluntad no movida por la voluntad de Dios, es rebelión contra Él, y este es nuestro estado natural. Todo excepto la obediencia a la voluntad de otro es pecado. Olvidamos que somos criaturas. Cristo vino para hacer la voluntad de Dios, nunca la Suya. Esta pretendida independencia del hombre (porque, después de todo, los hombres son los esclavos de Satanás) queda totalmente echada a un lado por otro Hombre introducido. Él tiene que aprender obediencia por las cosas que padeció. Toda Su voluntad la rendió. No hubo nada a lo que se volviera Él en lo que la obediencia no fuera padecimiento. Y sufrió también de parte de Dios, por los pecados del hombre. Él se ofreció a Sí mismo por el Espíritu eterno. Cuando fue puesto a prueba por Satanás mostrándole bien y mal, Él se entregó a Sí mismo (deviniendo de manera especial el holocausto desde el momento del conflicto en Getsemaní). El primer orden de cosas se ha desvanecido entera­mente. Si yo pudiera tener justicia por la ley, no la tendría entonces, dice Pablo, porque tengo otra mejor—la justicia de Dios. Si hubiera podido haber justicia alguna por la ley, ahora llegaba a su fin. Se introduce una cosa nueva.
Versículo 11. «Y ciertamente todo sacerdote está de pie, día tras día». Y siempre estaban de pie, porque siempre había pecado que quitar. Lo que ellos hacían para quitarlo nunca cumplió nada. Estaban tratando con ofrendas para hombres en la carne, y nunca consiguieron nada. Pero Él se ha sentado. Había una justicia adecuada para sentarse en el trono de Dios, y allí es donde estamos nosotros. Es en el trono que Cristo se sienta para siempre. No se está levantando, como los otros sacerdotes. El sacrificio fue consu­mado, y Él está sentado para siempre. Esto no significa eternamente, sino continuamente. Los otros sacrificios no podrían tener este efecto; pero el hecho de que Él esté ahora allí es prueba de que no hay interrupción. La puntuación en algunas Biblias hace que aquí se pierda totalmente el sentido. No puede ser «para siempre un solo sacrificio por los pecados». Él está sentado, sin tener que volver a levantarse, por cuanto el valor del sacrificio es ininterrumpido en la presencia de Dios, y el Espíritu Santo viene para mostrarme el resultado de lo mismo. La persona que tenía los pecados tiene que ser excluida del cielo; entonces Cristo queda excluido, si no han sido quitados, porque Él los tomó. Pero el Espíritu Santo es el testigo de que Él está allí. Si estás razonando acerca esto, diciendo: Mis pecados están perdonados hoy, pero lo que pueda hacer mañana podrá ser recordado en contra de mí, estás alejado de Dios. En presencia de Dios ésta es toda mi condición, sin mis pecados. En presencia de Dios, o bien soy un pecador condenado, o bien tengo una conciencia purificada. Alejados de Dios podemos razonar. En Su presencia podemos tener por un momento una terrible angustia, pero la fe nos trae a la condición de una conciencia purificada.
Versículo 13. «De ahí en adelante esperando». Ésta es la paciencia de Cristo. La conciencia no tiene nada que hacer con la espera. La justicia no tiene nada por lo que esperar. La conciencia nada tiene que esperar. Todo está hecho. Él ha hecho perfectos para siempre a los santificados. No meramente están aquellos santificados, santificados por Dios, sino que Él los ha hecho perfectos; están perfectamente separados, perfeccionados por Dios por la misma cosa mediante la que los ha separado. Entonces estos pueden decir: Soy perfecto para Dios, y mi corazón está feliz con Él, porque soy perfecto delante de Él. Está tan consumado delante de Él que somos totalmente hechos perfectos, que Él puede sentarse sin alteración (He 10:12).
Ahora el Espíritu Santo me lo declara todo mostrándome las consecuencias prácticas: «Porque donde hay remisión de éstos, no hay más ofrenda por el pecado.» La sangre es presentada a Dios, y permanece en eficacia inalterable. Esto deja sin efecto no sólo las burdas supersticiones conectadas con la cristiandad profesante, sino todas las formas y ordenanzas mediante las cuales los hombres piensan alcanzar nada delante de Dios. Si no estamos de manera permanente como en presencia de Dios con una conciencia purificada, no hemos comprendido ni asido la verdad de Dios acerca de esto. Cuando nos damos cuenta de que éste es nuestro lugar, tenemos una distinta estimación del pecado; detectamos el mal, y sabemos que no puede tener lugar alguno, y el bien es más comprendido en la presencia de Dios; el pecado se juzga de manera más profunda que cuando se trata meramente de terror e incertidumbre.
Versículo 19. «Libertad para entrar en el Lugar Santísimo.» Esta entrada a través del velo es totalmente nuestra. Sabemos que está rasgado por el perfecto amor de Dios, y entramos a la presencia de Dios a través del velo. Queda abierto el camino. Vamos adonde Cristo ha ido; la santidad que rasgó el velo ha quitado el pecado. Versículo 21: «teniendo un gran sacerdote», etc. No vamos entrando allí a hurtadillas a solas; el Sumo Sacerdote que ha hecho la obra está allí delante de nosotros. No puedo ir dentro del velo sin encontrarle allí. El Apóstol está siguiendo figuras judaicas, haciéndose judío a los judíos. Había otros sacerdotes además del gran Sumo Sacerdote. En lugar de ofrecer incienso fuera, como los sacerdotes judíos, vamos dentro. Había el lavamiento de los sacerdotes, como para nosotros. Aquí la cuestión no es la unción, sino el rociamiento de sangre y el lavamiento del agua. Así, en sustancia, será para Israel en el futuro.
Versículo 22. «Acerquémonos», etc. Lo siguiente, versículo 23, es «Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza», etc. La exhortación es a estar en comunión dentro, y no a ser atraídos por el mundo exterior, las ordenanzas, etc., a las que estaban en peligro de volver. Luego (v. 24), debo pensar en otros, andar en el poder de los frutos del Espíritu, y (v. 25) no sólo sentir amor hacia los individuos, sino también recordar la asamblea. Cristo iba a alabar en medio de la congregación. Una persona puede decir: Me siento muy feliz quedándome en casa. Pero esto no vale. Ir a la asamblea provoca muchas veces persecución.
El «día» del que se habla aquí no es el arrebatamiento de la iglesia, sino la manifestación. Cuanto más se acerca el día, tanto mayor la dificultad para reunirnos; pero la exhortación es de ser hallados reuniéndose como clara y llanamente cristianos. No se dice para oír un sermón, sino reuniéndonos. La manera en que Dios está obrando es no sólo la de hacer cristianos, sino reunir en uno a los hijos de Dios que están dispersos. Esto no se cumplirá en el milenio. Entonces habrá diferentes naciones, aunque acudirán a adorar; y en los tiempos del Antiguo Testamento había una nación determinada, pero no la reunión en uno—esto se aplica ahora. Lo que se significa no es la autoridad de la iglesia. No es fe, pero reunirnos juntos es fe. No de voluntad del hombre, sino de la de Cristo, que por Su muerte tiene una iglesia o asamblea que no es del mundo, y que se manifiesta en el hecho de reunirnos.
Versículo 26. Si uno dice: «abandono esta reunirme a Cristo», no queda sacrificio para el pecado excepto el que Él ha hecho. Si pisoteas la sangre de aquel sacrificio, sabiendo lo que es (no digo que siendo regenerado), pero dejándola de lado voluntariosa­mente, tu porción es la misma que la de los adversarios. Una persona que ve la verdad y la abandona es siempre más acerba que cualquiera otra—es un adversario. Si escogen el pecado en lugar de Cristo, no queda más sacrificio. Se trata de un caso de abandonar abiertamente al Señor por la propia voluntad en pecado; no fracaso, ni desobediencia, sino apostasía.
Vemos a través de esta epístola la importancia del lugar en el que somos puestos, y la responsabilidad de caminar en conformidad al mismo. Cristo está siempre en presencia de Dios por nosotros. Por lo tanto, tenemos título a entrar libremente allí; nuestro puesto nunca cambia, aunque el pecado, naturalmente, estorbe la comunión hasta que sea confesado.