Capítulo 11: Cristo Nuestra Paz

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Es tan interesante como provechoso seguir los caminos de Dios en la tierra. Desde luego, a no ser que tengamos una medida de verdad dispensacional, tal como se desvela y exhibe en ellos, nos será imposible comprender el pasado, el presente o el futuro: la dispensación de la ley, la naturaleza del cristianismo, o el carácter del milenio. Es en la Epístola a los Efesios que encontramos el más pleno desarrollo de los consejos de Dios, en cuanto a la actual dispensación, o más bien en cuanto al puesto que Él ha dado, en la soberanía de Su gracia, a los creyentes en Cristo Jesús. Y esto involucra necesariamente observar algunas de las diferencias características que han prevalecido entre judíos y gentiles; pero se observan sólo para indicar su total abolición en la actual dispensación. Ahora bien, es en relación con esto que Cristo es llamado nuestra Paz, como habiendo hecho de ambos—esto es, de judíos y gentiles—uno, habiendo derribado la pared media de separación entre nosotros (Ef 2:14). Por esto, si queremos comprender todo el significado de esta frase, tenemos que contemplar el carácter de la verdad que esta epístola contiene.
En el primer capítulo, desde el versículo uno al catorce, se desarrollan los consejos de Dios, primero, en cuanto a la bendición individual del santo, y luego en cuanto a la posición universal de Cristo como cabeza. Somos bendecidos con toda bendición espiritual en lugares celestiales (en contraste con Israel, que eran bendecidos con todas las bendiciones temporales en lugares terrenales) en Cristo: «Según [el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo] nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado» (Ef 1:3-6). Luego se nos dice que Dios nos ha dado «a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo [o, de encabezar todas las cosas en Cristo—anakephalaiösasthai ta panta en töi Christöi], en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra» (Ef 1:9, 10). Luego tenemos una distinción, que es después repetida con frecuencia. «En él asimismo tuvimos herencia», etc., «a fin de que [nosotros] seamos para alabanza de su gloria, nosotros los que primeramente esperábamos en Cristo. En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad ... y habiendo creído en él», etc. (Ef 1:11-13). El «nosotros» [implícito] y el «vosotros» son carac­terísticos, refiriéndose lo primero a los judíos que habían creído, y lo segundo a los gentiles. Porque después de haber recordado a los creyentes gentiles que en Cristo, después que hubieron creído, fueron también sellados con el Espíritu Santo de la promesa, dice: «que es las arras de nuestra» (ahora refiriéndose a judíos y gentiles juntamente) «herencia», etc.
Así, tenemos en este pasaje de las Escrituras, en esta breve declaración de los consejos de Dios, la introducción de la característica esencial de la presente dispensación: la unión de judío y gentil—quedando borradas todas sus distinciones nacionales—en Cristo. Y sobre la verdad así revelada el apóstol basa una oración, que conduce a la declaración del actual lugar exaltado que Cristo ocupa a la diestra de Dios. Él nos muestra a Cristo resucitado de entre los muertos, según la operación del poder de la fuerza de Dios, y sentándolo «a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (Ef 1:19-23).
Si la primera parte del capítulo nos dio los consejos de Dios acerca de los creyentes individualmente, en cuanto al puesto que Él quisiera que ocuparan cerca de y en relación con Él mismo, la última parte introduce Sus consejos acerca de Cristo como la Cabeza del cuerpo, y el puesto del cuerpo como unido a Él. Porque tan pronto como el apóstol nos ha dado el ver la Cabeza exaltada, que en el siguiente capítulo nos enseña cómo es que los creyentes han sido así relacionados con el Cristo glorificado. Pero antes que pueda hacer esto, debido a que se trata totalmente del consejo de Dios, y por ello para exaltar Su gracia y Su amor—para mostrarnos que fue Dios actuando desde Su propio corazón, en conformidad a lo que Él es en Sí mismo, y según Su propia voluntad soberana, expone la condición pasada tanto de los gentiles como de los judíos. Nada es tan destacable como la forma en que comienza esta parte de su tema. Acaba de mencionar a la Iglesia como el cuerpo de Cristo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo. Ésta es la Iglesia vista en conformidad a la perfección de los consejos de Dios; pero está compuesta de aquellos que antes eran judíos y gentiles, y en verdad que es algo actualmente existente en la tierra. Por ello, al descender desde la Cabeza, en toda Su suprema exaltación, a los miembros, Él habla así: «Vosotros ... estando muertos en las transgresiones y los pecados, en que anduvisteis en un tiempo, conforme al uso de este siglo, conforme al príncipe de la potestad del aire, espíritu que ahora obra en los hijos de desobediencia: en medio de los cuales también nosotros todos (judíos así como gentiles) «vivíamos en las concupiscencias de nuestra carne, cumpliendo los deseos de la carne y de los pensamientos; y éramos por naturaleza hijos de ira, así como los demás» (Ef 2:1-3, V.M.).
Tal es la imagen de la condición pasada de los miembros del cuerpo de Cristo—una imagen tan oscura que no queda iluminada por un solo rayo de luz. Muertos en transgresiones y pecados, sin un solo pensamiento, deseo o movimiento haca Dios; porque reinaba la muerte en toda su quietud y soledad terribles. Pero por cuanto eran hombres sobre la tierra, se describe el carácter de su andadura como tales—una andadura gobernada por este siglo, por el poder de Satanás y por las concupiscencias de la carne. ¡Así es el hombre! ¿Podemos asombrarnos que se añada que por naturaleza eran hijos de ira? De cierto que nos es bueno ponderar esta descripción, tanto para aprender lo que éramos, y lo que el hombre es siempre, y lo que merecíamos. No hay una sola cosa por la que podamos ganar mérito alguno delante de Dios. Éramos totalmente malvados, y bajo el poder del pecado, de Satanás y de la muerte.
¿Cómo llegó a suceder que los que así estaban situados fueron sacados de tal condición y asociados con un Cristo glorificado? Los siguientes versículos nos dan la respuesta. «Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con Cristo nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús», etc. (Ef 2:4-6). Fue Dios, que actuó en conformidad a lo que Él es, siendo rico en misericordia, interviniendo en la escena de nuestra mísera y perdida condición; e intervino, como lo muestra el primer capítulo, según Sus propios consejos eternos, y, como aquí hemos leído, debido al gran amor con que nos amó. Se muestra así que la fuente de toda nuestra bendición es el corazón de Dios; y por ello es sólo en redención que podemos contemplarlo como plenamente revelado. Dios vino a esta escena debido a lo que Él era como Dios, y ello (observemos el contraste), «cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados». Él quisiera que recordáramos que no había en nosotros nada sino mal, y nada sino bien en Él.
Así, Dios, movido por Su propio corazón, según Su propia naturaleza, cuando estábamos en tal condición, «nos dio vida juntamente con Cristo». Por ello, Cristo tiene que haber muerto. Y fue esto ciertamente lo que hizo posible que Dios actuara hacia nosotros con misericordia y amor; porque hasta que Él fuera glorificado en cada atributo de Su carácter por la muerte de Cristo en la cruz, Él no podía acudir y revelarse como un Dios de gracia y de amor. Pero hay una característica peculiar en relación con la introducción de Cristo aquí. No es un Cristo muriente, sino un Cristo muerto el que nos es presentado. Así en el primer capítulo se exhibe el poder mencionado: obró en Cristo cuando le resucitó de entre los muertos. En esta epístola no se nos permite verle ir a la muerte, sino que le vemos ya muerto. Y esto hace resaltar una de las grandes características de la epístola. Los judíos y los gentiles son igualmente contemplados no como en Romanos, como viviendo en sus pecados, sino como muertos en ellos; y luego tenemos la maravilla de la gracia: a Cristo descendiendo a la condición de ellos, yaciendo en muerte, por así decirlo, al lado de ellos; porque siendo que aquí estamos sobre el terreno de la nueva creación, todo comienza de manera renovada. Y es entonces, en aquel momento en que Cristo es visto como muerto, y los judíos y los gentiles como asimismo muertos (pero éstos en sus pecados), que Dios, en Su infinita misericordia, y por el gran amor con que nos amó, que interviene, entra, y nos vivifica (a judíos y a gentiles) juntamente con Cristo. «La supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos» es, por tanto, «según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales», etc. (Ef 1:19,20). Porque el cuerpo ya es considerado como completo, por cuanto es el fruto de los consejos de Dios; y por ello, desde esta perspectiva, cada miembro del cuerpo es considerado como vivificado juntamente con—al mismo tiempo que—Cristo. Cristo mismo vino primero, y descendió a la condición de muerte. Su muerte eliminó toda barrera del camino para el cumplimiento de los consejos de Dios, poniendo el fundamento de este mismo cumplimiento: dio libertad a Su corazón, teniendo lugar de inmediato una maravillosa exhibición de poder, que descendió a la escena en la que Cristo yacía con los miembros de Su cuerpo, y, levantándolo de entre los muertos, lo sentó a la diestra de Dios en lugares celestiales, muy por encima de todo princi­pado, y autoridad, y poder y señorío, y todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero; y este mismo poder nos vivificó juntamente con Cristo.
Pero hay más. El apóstol, antes de proseguir, nos recuerda que es por la gracia que hemos sido salvados; y desde luego no se trata de nada más que de la pura y soberana gracia; pero él quisiera que el conocimiento de ello produjera en nuestros corazones la alabanza a Dios. Entonces él añade: «Y juntamente con él nos resucitó [a judíos y a gentiles], y asimismo nos hizo sentar [de nuevo otra vez a judíos y a gentiles juntos] en los lugares celestiales con Cristo Jesús», Así que el poder que nos resucitó juntamente con Cristo, nos resucitó juntos, nos llevó aún hacia las alturas, y ello incluso ahora mientras que en cuanto a nuestros cuerpos seguimos estando en la tierra; y todo esto para que en los siglos venideros Dios muestre «las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2:7). «Unos míseros pecadores de entre los gentiles y de entre los desobedientes y murmuradores judíos son traídos a la posición en la que está Cristo por el poder que le resucitó de entre los muertos, sentándolo a la diestra de Dios, para mostrar en las edades venideras las inmensas riquezas de la gracia que había llevado esto a cabo. Una María Magdalena, un ladrón crucificado, compañeros en la gloria con el Hijo de Dios, darán testimonio de esto».
Habiendo así desarrollado los consejos de Dios en su cumplimiento, y habiéndonos revelado la perfección de la nueva creación en la que hemos ya ahora sido introducidos como unidos a Cristo, por cuanto está escribiendo a gentiles, pasa ahora a recordarles su pasada condición, y los medios por los que fueron introducidos en el goce de sus actuales maravillosos privilegios y bendiciones, así como la posición que ellos ocupaban sobre la tierra, junto con creyentes de entre los judíos. «Por tanto,» dice él, «acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne, erais llamados incircuncisión por la llamada circun­cisión hecha con mano en la carne. En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2:11,12). Y ésta era su condición como gentiles, en contraste con la de Israel; porque, aunque en el comienzo del capítulo les muestra que los israelitas eran por naturaleza hijos de ira en pie de igualdad con los gentiles, sin embargo, como pueblo sobre la tierra, escogidos en la soberanía de Dios, tenían ventajas (véase Ro 3:2; 9:4,5) a las que los gentiles no tenían título ni derecho alguno. Y por esto ellos—los gentiles—estaban sin Cristo; el Mesías, como tal, nunca les había sido prometido a ellos; eran ajenos a la ciudadanía de Israel, y por ello fuera de todos sus privilegios y bendiciones. «Pero ahora en Cristo Jesús,» prosigue San Pablo, «vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. Porque Él es NUESTRA PAZ, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades. Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos [los gentiles], y a los que estaban cerca» (los judíos) (Ef 2:13-17).
Primero de todo, es de destacar el puesto que el Espíritu de Dios siempre se deleita en dar a la sangre de Cristo. Aquí, como en todas partes en las Escrituras, es puesta como el fundamento de todo, la base sobre la que todo ha sido cumplido conforme al propósito de Dios. Porque ciertamente fue por la sangre de Cristo, por la entrega de Su vida (porque la vida está en la sangre), que Dios ha sido liberado (si se puede emplear esta expresión de manera reverente) para actuar conforme a Su propio corazón en la obra de la redención, porque cumplió todas las demandas de Su santidad, dando gloria a todo lo que Él es, de manera que Él está glorificado en la salvación de todo el que cree en Jesús. De manera que aquí los pecadores gentiles han sido hechos cercanos por la sangre de Cristo; porque habiendo hecho «la paz mediante la sangre de su cruz» (Col 1:2020And, having made peace through the blood of his cross, by him to reconcile all things unto himself; by him, I say, whether they be things in earth, or things in heaven. (Colossians 1:20)), puede reconciliar para Dios a aquellos que eran en otro tiempo extraños, y enemigos en su mente, haciendo malas obras (Col 1:2121And you, that were sometime alienated and enemies in your mind by wicked works, yet now hath he reconciled (Colossians 1:21)).
Esta verdad abre el camino para la declaración de que Cristo es nuestra Paz. Él es nuestra Paz, no sólo ahora con Dios, sino como entre judío y gentil. Y Él viene a ser nuestra paz por aquella misma muerte en la cruz que puso el fundamento para la reconciliación de los unos y de los otros; porque mediante la misma ha derribado la pared intermedia de separación (to mesotoichon tou phragmou) que separaba a los judíos de todos los demás pueblos de la tierra. Fue Dios quien los había separado así para Sí mismo, poniéndolos de esta manera bajo Su ley y gobierno; pero sabemos cuán de inmediato quebrantaron ellos Su ley y transgredieron Sus mandamientos, de manera que la ley devino un ministerio de condenación y muerte. La muerte de Cristo dio satisfacción a las demandas de Dios tanto sobre los judíos como sobre los gentiles; porque Él tomó sobre Si la totalidad de nuestra responsabilidad, y con ello derribó la pared intermedia de separación entre los dos, por cuanto tanto unos como otros deben ser salvos ahora, no por las obras de la ley, sino sobre el principio de la fe. Así, él abolió en Su carne la enemistad entre los dos—la ley de mandamientos expresados en ordenanzas—para poder hacer de ambos en Sí mismo (de judíos y gentiles por un igual, unidos en Él al creer, por el Espíritu Santo enviado desde el cielo) un nuevo hombre, haciendo así la paz; y para que ambos pudieran ser reconciliados con Dios en un cuerpo por medio de la cruz, habiendo por medio de ella dado muerte a la enemistad. Por esto, sobre la base de lo que había cumplido en la cruz, Él pudo acudir predicando la paz tanto a los judíos como a los gentiles, porque todos ellos, siendo justificados por la fe, tendrían paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Así, es en relación con el cuerpo de Cristo que Él es nuestra Paz. En la pasada dispensación, Israel era un pueblo separado; en el milenio, Israel volverá a tener un lugar distintivo y preeminente; pero ahora estas distinciones están abolidas. «Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gá 3:28; Col 3:1111Where there is neither Greek nor Jew, circumcision nor uncircumcision, Barbarian, Scythian, bond nor free: but Christ is all, and in all. (Colossians 3:11)). Esto fue prefigurado incluso en el llamamiento del apóstol, a quien le fue especialmente confiado el ministerio del cuerpo de Cristo. Narrando el relato de su conversión delante de Agripa, describe la aparición del Señor, que le dijo: «Levántate, y ponte sobre tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a ti, librándote [más bien, sacándote fuera—exairoumenos se ek tou laou] de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío» (Hch 26:16,17). Así, es considerado como no poseyendo nacionalidad alguna, habiendo sido sacado tanto de entre los judíos como de los gentiles, para que pudiera ser una especie de modelo de su ministerio.
Ésta era aquella cosa nueva, «que en otras generaciones no se dio a conocer» (Ef 3:5), sino que fue reservada para su posterior comunicación—aunque fue tema de los consejos de Dios desde toda la eternidad—hasta después que Cristo fuera rechazado. Los judíos sabían por sus propios profetas que los gentiles serían introducidos a la bendición bajo la influencia y por medio del Mesías; pero que «los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio» (Ef 3:6) es algo que desconocían en absoluto; y esta verdad, cuando les fue proclamada, suscitó la más acerba hostilidad. Pero éste era el propósito de Dios, y Su propósito fue cumplido en Cristo; y por ello podemos decir: «Él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación». Primero Él hizo la paz mediante la sangre de Su cruz (Col 1:2020And, having made peace through the blood of his cross, by him to reconcile all things unto himself; by him, I say, whether they be things in earth, or things in heaven. (Colossians 1:20)); luego Él vino y proclamó la paz tanto a los gentiles como a los judíos (Ef 2:17); con ello, Él reconcilió para con Dios a los que creyeron (Ef 2:13; Col 1:20,2120And, having made peace through the blood of his cross, by him to reconcile all things unto himself; by him, I say, whether they be things in earth, or things in heaven. 21And you, that were sometime alienated and enemies in your mind by wicked works, yet now hath he reconciled (Colossians 1:20‑21)), y, además, hizo la paz entre judíos y gentiles haciendo en Sí mismo de ambos un nuevo hombre (Ef 2:15). Así que podemos decir, en el más amplio sentido posible, que Cristo es NUESTRA PAZ.
Hay consecuencias de esta verdad en su aspecto especial que deben ser indicadas para finalizar este tema.
Después de mostrar cómo judíos y gentiles quedan identificados mediante la unión de ellos en el cuerpo de Cristo, el apóstol habla de otras posiciones y relaciones consiguientes. La paz les es proclamada tanto a los que están lejos como a los que están cercanos: «Porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre» (Ef 2:18). ¡Qué contraste con lo que existía hasta entonces! En la anterior dispensación, y hasta la muerte de Cristo, sólo los judíos de entre todos los pueblos de la tierra tenían acceso, por medio de su sumo sacerdote, a la presencia inmediata de Dios. Pero ahora el velo estaba rasgado, y después de la ascensión de Cristo todos los creyentes, tanto si de los judíos como de los gentiles, fueron sellados por el Espíritu Santo de la promesa, que es también el Espíritu de adopción, por el que claman, «¡Abba, Padre!» (Ro 8:15). De esta manera, por medio de Cristo ambos tienen acceso por un Espíritu al Padre. Cristo está en la misma relación con ambos; ambos tienen el mismo Espíritu, y ambos son igualmente hijos; y por ello, ambos tienen la misma posición de cercanía, y gozan del mismo privilegio de acceso.
Esto conduce a adicionales bendiciones. «Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudada­nos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2:19-22). Por cuanto todas las distinciones y privile­gios nacionales quedan abolidos en el cuerpo de Cristo, así también en las relaciones que sustentan comúnmente con Dios sobre la tierra. Todos están sobre un terreno común, por lo que nadie puede jactarse sobre los otros. Los gentiles han perdido su condición de extraños, y son introducidos, junto a los judíos, para ser conciudadanos con los santos, y de la familia de Dios; porque ambos son edificados sobre el mismo fundamento, Cristo, la principal piedra del ángulo.
El apóstol apunta luego a dos características que van ligadas corporativamente con los santos que son así unidos con Cristo sobre la tierra, y que son de la mayor importancia. Primero, como edificados juntamente sobre la misma base, ellos, o el edificio así constituido, es descrito como creciendo para ser un templo santo en el Señor. Obsérvese la expresión: «Crece para ser un templo santo»; por ello, no está aún completado, sino en proceso de ser construido, y será edificado hasta que el Señor regrese, cuando cada una de las piedras vivientes esté en su lugar predestinado. Como el templo de Salomón cuando estaba siendo construido, que lo «fabricaron de piedras que traían ya acabadas, de tal manera que cuando la edificaban [la casa de Dios], ni martillos ni hachas se oyeron en la casa, ni ningún otro instrumento de hierro» (1 R 6:7), de modo que la erección del templo es llevada a cabo en silencio, siendo cada piedra previamente preparada, y luego puesta sobre el fundamento en su lugar designado. Porque es Dios mismo el constructor, y Su obra no es vista por los hombres; pero cuando esté completado, llevará la impronta de Su mano, con la estampa de la perfección de Sus propios pensamientos y consejos. Dice San Juan: «Vino entonces a mí uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas postreras, y habló conmigo, diciendo: Ven acá, yo te mostraré la desposada, la esposa del Cordero. Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios. Y su fulgor era semejante al de una piedra pre­ciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal», etc. (Ap 21:9-11). Éste es el templo acabado, porque después de los nuevos cielos y de la nueva tierra encontramos que esta misma ciudad desciende de Dios desde el cielo, preparada como novia para su esposo. Y el apóstol dice: «Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres» (vv. 2,3). ¡Qué maravilloso privilegio ser una piedra en el templo de Dios—de aquel templo que será eternamente revestido y hermoseado con la gloria de Dios! Los judíos tuvieron la singular bendición de tener el templo en Jerusalén, el lugar donde Dios moraba entre los querubines, y se manifestaba a Su pueblo en la gloria de la Shekiná. Pero los creyentes ahora deben constituir el templo, y ser así la morada eterna de Dios.
No sólo esto, sino que ya ahora en la tierra constituyen la morada de Dios por el Espíritu (Ef 2:22). No entramos aquí en las diferentes fases de la casa de Dios en esta dispensación, ni a señalar las diferencias entre la casa como edificada por Dios, y como edificación encomendada a la responsabilidad de los hombers (1 Co 3). Es sólo el hecho el que se presenta en esta epístola—el hecho de que los creyentes en esta dispensación forman la casa de Dios—que Dios en verdad mora sobre la tierra, por cuanto somos juntamente edificados en Cristo para ser Su morada por el Espíritu. Por ello, incluso ahora hay un lugar ocupado y habitado por el Espíritu Santo. Todo lo demás fuera de esta esfera está bajo el poder de Satanás; y por ello no es poco el privilegio de estar en la morada de Dios sobre la tierra.
Así son algunas de las características distintivas de la actual dispensación, algunas de las consecuencias que brotan del hecho de que Cristo sea nuestra paz. ¡Que Él nos dé a comprender más plenamente el maravilloso lugar en que nos ha puesto, en base de la redención cumplida, en base de Su propia ascensión a la diestra de Dios, en base de la presencia del Espíritu Santo sobre la tierra.
«A Ti que derramaste tus dones—
Preciosas muestras de tu amor—
Y nos limpiaste con tu sangre,
Nos diste vida, ¡oh Salvador!,
Sea el dominio, el reino y la gloria
Por siempre, y sin cesar loor.»