Capítulo 11: Espía Enemigo

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La palabra “congestión” apenas describía la condición del hospital. Estaba lleno hasta el tope. Había niños con sarampión en una habitación, transformada en sala de recuperación, que usábamos para almacenar nuestra mercancía. Sobre la puerta decía “Wachiba ha dodo” (que en alguna forma están mejor). No estaban en camas, sino echados en el suelo, cada uno con una manta y una estera de hojas de palma. Había veinte niños, todos muy enfermos de sarampión, echados en camas y colchones improvisados en lo que usualmente era nuestra galería, pero que ahora estaba cerrada con grandes trozos de lona, que originalmente había sido parte de una vieja carpa de safari y que había sido del gusto de las hormigas blancas. Para solucionar la escasez de espacio, las camas estaban apretadas una contra la otra, con sus ocupantes mirando alternativamente hacía el norte y hacia el sur, de modo que mirando en línea se veía primero una cabeza, luego unos pies, luego cabeza, luego pies y así sucesivamente. Apenas había lugar para que la enfermera caminara entre las filas de camas y colchones cuando iba a dar el preparado para la tos, que era grandemente alabado como remedio por los parientes, entre los que predominaban las abuelas.
En la sala habitual para niños, con sus nueve camas, ahora teníamos dieciocho pequeños, cuatro de ellos muy graves con neumonía. Teníamos que recurrir al sistema anti-hospitalario de poner dos chicos en una cama. Erguidos sobre las almohadas se miraban el uno al otro por encima de las sábanas. En el cuarto que usábamos como depósito de drogas, estaban los casos seriamente afectados de neumonía mientras que en la que usábamos para orar y los momentos devocionales, una vieja manta guardaba del resplandor a dieciocho chicos que sufrían de úlceras en los ojos u otras complicaciones oculares, relacionadas con el sarampión o la neumonía.
Al repasar la lista de pacientes, me di cuenta que muchos venían de muy lejos, la vasta mayoría, de un grupo de aldeas donde teníamos iglesias y escuelas misioneras. Había algunos del lejano distrito de Manhumbulu, donde el hijo del jefe había tenido neumonía. No había padecido malos efectos de su viaje a medianoche una quincena antes y ahora estaba sano y de regreso. Para la gente de esa aldea, eso era poco menos que maravilloso y, en consecuencia, una cantidad de gente había venido antes de que se desatara la temida neumonía. Ahora no era cosa fácil. Un hecho sorprendente era que teníamos no menos de quince pacientes de la aldea de Chibaya. Sin excepción, todos estaban allí como resultado de los esfuerzos de nuestro pequeño amigo ciego, Mubofu, cuyas actividades habían sido ayudadas por el hecho de que los hombres de su aldea se habían dedicado a la cerveza, con resultados imaginables. Bajo el manto de la oscuridad, Mubofu había llevado a muchos niños sobre sus espaldas, en un viaje de seis kilómetros. Había dicho a varias de las mujeres más atrevidas que vinieran ellas mismas y llevaran a sus hijos. A las madres que tenían miedo les llevaba de contrabando gotas para los ojos y preparado para la tos y les contaba la historia de cómo los niños en el hospital se recobraban y por qué. Les urgía para que dejaran dormir a los niños y que les dieran mucha bebida y almíbar, todo lo cual era contrario a la costumbre. Estaba bien cerca de lo heroico.
Vi a Daudi que venía hacia la puerta. Parecía completamente exhausto.
—Entra, Daudi, y siéntate. ¿Has tenido un día pesado?
Bwana, la epidemia no es tan fuerte como antes en muchas partes, pero en otras es mucho peor. Yoh —se echó en una silla—, Bwana, da gusto descansar.
—El joven Mubofu no descansa mucho. Es notable lo que está haciendo ese chico.
Daudi asintió.
Bwana, era de él que venía a hablarte. Tengo miedo por él. Piensa que la aldea de Chibaya va a devolver el golpe. Las cosas han ido a favor por un tiempo demasiado largo. Cuando Mubofu venga esta noche, Bwana, con los chicos que ha recogido durante el día, sugiero que lo mantengamos aquí. He recibido advertencias de parte de Ndogowe, el hombre del asno, de que Chikoti sabe quién está trayendo a los chicos aquí y que ha planeado algo perverso. Bueno, ese jefe es sutil como una serpiente. Quizá no ataque ahora, pero tiene planes malignos para nuestro amiguito y eso me da miedo.
Era casi medianoche cuando oí un “Hodi” en mi ventana. Reconocí la voz de mi amiguito ciego y corrí afuera.
—Dos esta noche, Bwana —dijo—; una tiene sarampión solamente, de modo que puede caminar sola. Pero el otro, Bwana, lo tuve que traer. Lo he oído lanzar quejidos al respirar. ¿No dijiste el otro día que la gente hace eso cuando está contrayendo neumonía?
—Bueno —dije—, te estás volviendo médico.
Se río con sincera alegría.
Bwana, nunca he sido tan feliz en mi vida.
Miré al niño que llevaba en la espalda y juntos caminamos al hospital. Durante la última quincena, había hecho ese viaje casi diariamente. Más de la mitad de los niños que habían llegado como consecuencias de aquellos safaris secretos hubieran muerto o quedado ciegos si hubieran sido dejados sin atención médica. Mubofu caminaba delante de mí, absolutamente seguro de cada paso que debía tomar. Era misteriosa la forma como conocía cada vuelta y curva del sendero. Mantenía su cabeza en alto. Nos arreglamos para acomodar nuestros dos casos nuevos y llevé al cieguito de vuelta a la cocina y le di una taza de té y un gran trozo de pastel helado. Dijo:
Bwana, vaya que es una comida maravillosa. Los ángeles deben vivir con cosas así.
Parecía que de alguna manera el muchacho hubiera crecido en aquel último mes. Me reí y puse mi mano sobre su hombro.
—Mubofu, ¿te acuerdas del día en que estuvimos en la catedral de Dodoma, donde me preguntaste por el cielo?
Kah, Bwana —asintió—, ¿sabes que estos días pienso mucho en el cielo y en Dios?
—Yo también pienso mucho en ello, Mubofu. Mucha gente se llevará un gran choque cuando llegue al cielo. Han pedido a Jesús que les salve del dolor y el castigo del pecado, pero no han hecho nada para mostrarle su gratitud en la forma que él indica en su Libro.
Kah, vaya, gente como ésa no tiene gratitud, Bwana. No merecen un Salvador.
—Es cierto, pero piensa en la gente que, para mostrar su gratitud a Dios por todo lo que ha hecho por ellos, se pone a trabajar y sigue sus instrucciones. Estas son palabras del Libro de Dios. Él dice a esa gente: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde antes de la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero y me recibisteis, estaba desnudo y me cubristeis, enfermo y me visitasteis”. “Pero, Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, extranjero, desnudo o enfermo?” Y entonces Jesús les responderá: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”.
Bwana, ahora entiendes por qué debo volver a mi aldea para agradarle.
Aun estaba hablando, cuando me puso la mano sobre mi hombro y levantó un dedo.
—Quieto, Bwana, hay alguien que se mueve afuera. Es el movimiento de un hombre que no quiere ser detectado.
Escuché y no oí absolutamente nada.
—Allí está —susurró Mubofu—, lo he oído de nuevo. Va justo por detrás del tanque, Bwana; ha estado escuchando bajo la ventana y ahora se va.
Abollé un diario viejo que estaba en la mesa y lo encendí en el fuego. Cuando estuvo en llamas, abrí de repente la puerta y lo lancé a las tinieblas. Apenas tuve tiempo para ver una figura oscura acurrucada en las sombras de los espinos, no lejos de la casa. Mi tea se consumió y quedamos otra vez a oscuras. Pero la noche parecía estar en calma total. Encontré a Mubofu a mi lado.
Bwana, hay quienes no están contentos por el trabajo del hospital. —Su tono era muy serio—. Bwana, debes tener mucho cuidado de que no te ocurra nada malo. Mira, quizá esa gente tiene mala voluntad hacia ti. Pueden tratar de dañarte.
Yo no tenía miedo por mí mismo, pero sí por mi amigo africano. Bien sabía lo que podían hacer los hechiceros. Sin embargo, no le conté mis pensamientos a Mubofu. Cortándole otro trozo de pastel, le deseé buenas noches y le vi salir a las tinieblas.