Capítulo 11

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La Nueva Jerusalén
Hasta ahora sólo hemos tratado, en el capítulo anterior, de las características terrenales del milenio. Ahora será necesario, así, considerar también su aspecto celestial, tal como nos es presentado en la Nueva Jerusalén. Si el lector pasa a Apocalipsis 19, observará que desde el versículo once de este capítulo hasta el versículo ocho del capítulo 21 tenemos una serie de acontecimientos consecutivos. Comienzan con la salida del cielo del Señor Jesús, seguido por los ejércitos celestiales, en juicio; y luego tenemos, como ya hemos visto, la destrucción de la «bestia», del falso profeta y de sus ejércitos, el encadenamiento de Satanás, los mil años, la suelta de Satanás, etc., el gran trono blanco, y el estado eterno (el cual se considerará en el próximo capítulo). Inmediatamente después de esto somos llevados, en el versículo noveno, a una descripción de la Nueva Jerusalén, que llega hasta el capítulo 22; y en este pasaje de la Escritura tenemos el carácter de la ciudad durante el milenio, y su relación, de hecho, con la tierra milenaria.
Juan dice: «Vino entonces a mí uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas postreras, y habló conmigo, diciendo: Ven acá, yo te mostraré la desposada, la esposa del Cordero. Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios» (Ap. 21:9-11). Lo primero que llama la atención del lector es el estudiado contraste entre este pasaje y el de Apocalipsis 17: «Vino entonces uno de los siete ángeles que tenían las siete copas, y habló conmigo diciéndome: Ven acá, y te mostraré la sentencia contra la gran ramera, la que está sentada sobre muchas aguas» (v. 1). Así, en el capítulo 17 tenemos la descripción de Babilonia, y en Apocalipsis 21 la de la Nueva Jerusalén. Babilonia es la ciudad del hombre, y la segunda es la ciudad de Dios; la primera es la expresión de lo que el hombre es, y la otra lo es de la perfección de los pensamientos de Dios, revestida de la gloria de Dios. Que el lector pondere cuidadosamente el contraste, y aprenda las lecciones divinas que nos imparte. Es preciso hacer otra observación: la Nueva Jerusalén es «la desposada, la esposa del Cordero». Esto determina su carácter. Se trata de la Iglesia que Cristo ya se ha presentado «a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (Ef. 5:27), hermosa con Su propia belleza, y teniendo la gloria de Dios. También se debe observar su posición. Tanto en el versículo dos como en el diez se la ve descendiendo del cielo, de Dios; pero una comparación de ambos pasajes expone el lugar que la ciudad ocupa a lo largo de los mil años. En el versículo diez se ve descendiendo del cielo, de Dios; pero después de una declaración similar en el segundo versículo, Juan oye esta proclamación: «He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres», lo que expone que la ciudad había descendido y reposado sobre la nueva tierra. Así, la inferencia, que está abundantemente apoyada por otros pasajes de la Escritura, es que en el versículo diez la ciudad desciende hacia la tierra milenaria, pero que reposa sobre ella, por encima de la Jerusalén terrenal. Situada, por así decirlo, sobre la ciudad terrenal, será un objeto visible de luz y gloria; esto quizá sirva para explicar el lenguaje con el que el profeta se dirige a Jerusalén: «El sol nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna te alumbrará, sino que Jehová te será por luz perpetua, y el Dios tuyo por tu gloria» (Is. 60:19).
Ahora podemos pasar a examinar algunas de sus características.
(1) Es de origen divino y de carácter celestial. Procede del cielo, de Dios.
(2) Tiene «la gloria de Dios. Y su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal». Su luz, así, es el brillo de la gloria en la que está engastada; porque el jaspe es un símbolo de la gloria de Dios (Ap. 4:3). La Iglesia es glorificada juntamente con Cristo en la gloria de Dios, y como tal se la exhibe aquí. En los versículos 18 y 19 se expresa que el material del muro y su primer cimiento son ambos de jaspe. La gloria de Dios es así la estabilidad y la seguridad, así como la luz y la hermosura, de la ciudad celestial. Pero el muro excluye todo lo que sea inapropiado para dicha gloria, así como guarda todo lo que se corresponde con la misma.
(3) La siguiente característica es que tiene «doce puertas; y en las puertas, doce ángeles, y nombres inscritos, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel; al oriente tres puertas; al norte tres puertas; al sur tres puertas; al occidente tres puertas. Y el muro de la ciudad tenía doce cimientos, y sobre ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero» (vv. 12-14). Se tiene que observar cuidadosamente que todo esto se refiere a la muralla de la ciudad, y que su rasgo distintivo es el número doce: doce ángeles, doce tribus y doce apóstoles. Como alguien ha dicho: «Tiene doce puertas. Los ángeles han sido designados como los diligentes guardianes de la gran ciudad, el fruto de la obra redentora de Cristo en gloria. Esto también marca la posesión, por parte del hombre así introducido a la gloria en la asamblea, del puesto más alto en la creación y en el orden providencial de Dios, del que los ángeles habían sido anteriormente los administradores. Las doce puertas constituyen la plenitud de la perfección humana del poder administrativo en gobierno. La puerta era el lugar donde se celebraban los juicios; doce, como hemos visto a menudo, connota perfección y poder en gobierno. El carácter de esto mismo queda denotado por los nombres de las doce tribus. Así era cómo Dios las había gobernado. Ellos no eran el fundamento, pero este carácter del poder se encontraba allí. Había doce cimientos, pero éstos eran los doce apóstoles del Cordero. Eran, en su obra, el fundamento de la ciudad celestial. Así, la exhibición creadora y providencial de poder, y la exhibición de poder en gobierno (Yahweh), y la asamblea cristiana que había sido fundada en Jerusalén, todo ello queda reunido en la ciudad celestial, la sede orgánica del poder celestial. No nos es presentada como la esposa, aunque es «la desposada, la esposa del Cordero». Aquí no aparece en el carácter paulino de proximidad de bendición a Cristo, más bien como la asamblea como fue fundada en Jerusalén bajo los doce, la sede orgánica del poder celestial, la nueva y ahora celestial capital del gobierno de Dios».
(4) Luego se pasa a medir la ciudad (vv. 15-17), lo que indica que es posesión de Dios. No será necesario decir que las mediciones son simbólicas de una perfección dada por Dios. Así, la ciudad es un cubo, un cuerpo con las aristas iguales — perfección finita.
(5) Luego tenemos los materiales de los que se compone la ciudad y sus fundamentos. Una vez más citamos a otro autor: «La ciudad estaba conformada, en su naturaleza, en justicia y santidad divinas — oro transparente como el vidrio. Aquello que ahora esta siendo realizado por la Palabra y aplicado a los hombres aquí abajo era la naturaleza misma de todo el lugar (cp. Ef. 4:2-4). Las piedras preciosas, denotando la exhibición diversa de la naturaleza de Dios, que es luz, en relación con la criatura (que se ve en la creación, Ez. 28; y en gracia en el pectoral del Sumo Sacerdote), se exhiben ahora en una gloria permanente, y adornan los cimientos de la ciudad. Las puertas resplandecían con hermosura moral (cada puerta era una perla) que atraía a Cristo en la asamblea, y de una manera gloriosa. Aquello sobre lo que los hombres andaban, en lugar de comportar el peligro de la contaminación, era en sí mismo justo y santo; las calles, todo aquello con lo que los hombres entran en contacto, era justicia y santidad — oro transparente como vidrio».
(6) No tiene templo: «Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero» (v. 22). Un templo hablaría de retiro, o de un lugar especial donde Dios se manifiesta a los que se acercan para adorar. Pero todo esto ya está en el pasado. Incluso ahora, mientras andamos aquí abajo, tenemos libertad para entrar en el lugar santísimo (He. 10); más aún, nuestro lugar está en la luz como Dios está en la luz. Así pues, en la ciudad celestial Dios se manifiesta en plenitud.
«Allí, mi alma, está el Cordero — 
Allí el mismo Dios reposa,
En amor divino presente en todo,
Con Él tú supremamente bendecida.
Dios y el Cordero — bien está,
Esta fuente divina he conocido
De gozo y amor inexpresables,
Mas sé que todo mío es ya.»
(7) No hay necesidad de una luz creada. «Y la ciudad no tenía necesidad de sol, ni de luna, para que resplandezcan en ella: porque la claridad de Dios la iluminó, y el Cordero era su lumbrera» (v. 23). Si Dios se manifiesta plenamente, esto sería imposible. Cuando Él se desvela, Su gloria ilumina la ciudad, y el Cordero es su lumbrera.
«Más, ¿quién describirá la gloria
De aquella luz viviente?
Allí todo Su fulgor Dios exhibe,
Y allí moran las glorias del Cordero.
Dios y el Cordero allá serán
La luz y el templo del lugar;
Y radiantes huestes por siempre jamás
En el desvelado misterio su porción tendrán.»
Tras haber llamado la atención a las características de la ciudad, podemos ahora pasar a considerar lo que se indica a continuación: la relación de la ciudad con la tierra milenaria. En primer lugar se nos dice que «Y las naciones que hubieren sido salvas andarán a la luz de ella; y los reyes de la tierra traerán su gloria y honor a ella» (v. 24). Dos ligeras alteraciones harán este pasaje de la Escritura mucho más inteligible. Las palabras «que hubieren sido salvas» no aparecen en las mejores recensiones del Nuevo Testamento; son una glosa injustificada; y la preposición «a» en «a ella» debe comprenderse no como «adentro de» sino como «hasta»; excepto por esta precisión, se podría comprender como que los reyes de la tierra tienen acceso a la ciudad celestial. Lo que este pasaje nos enseña es, primero, que la Nueva Jerusalén resplandecerá con tal fulgor que las naciones andarán a su luz — a la luz de la gloria en que está engastada, y por la cual es iluminada. Así, estará suspendida sobre la Jerusalén terrenal, y desde allí irradiará los rayos de la gloria de Dios de la que está rodeada e infundida. Además, los reyes de la tierra rendirán su homenaje llevando hasta ella su gloria y honor a modo de ofrendas; así la reconocerán como el objeto del deleite de Dios, y como la escena de la exhibición de Su presencia y gloria, porque el trono de Dios y del Cordero están en ella.
Luego se añade que «Sus puertas nunca serán cerradas de día, pues allí no habrá noche. Y llevarán la gloria y la honra de las naciones a ella. No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero» (vv. 25-27). El lector no puede quedar menos que impresionado por la correspondencia entre este lenguaje y el que el profeta dirige a la Jerusalén terrenal: «Tus puertas estarán de continúo abiertas; no se cerrarán de día ni de noche, para que a ti sean traídas las riquezas de las naciones, y conducidos a ti sus reyes» (Is. 60:11). sin duda alguna, habrá una relación íntima entre las dos ciudades, parecida a la existente entre el Lugar Santo y el Santísimo en el tabernáculo; aunque se debe mantener siempre esta distinción: que la Nueva Jerusalén es la ciudad celestial, y que la otra es de carácter terrenal. Las puertas abiertas son el emblema de la perfecta seguridad de que goza la ciudad, siendo que «no habrá ningún adversario ni ningún suceso hostil»; por otra parte, la ausencia de noche denota que el mal se ha desvanecido, y que hay un día perpetuo. «No se trata meramente de la ausencia del mal, sino de la imposibilidad de su entrada, lo que caracteriza a la santa ciudad»; porque «solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero» se encuentran en su interior.
A continuación tenemos el río de agua de vida y el árbol de la vida. «Después me mostró un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero. En medio de la calle de la ciudad, y a uno y otro lado del río, estaba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su fruto; y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones» (Ap. 22:1-2). Una vez más, todo esto habla de la relación de la ciudad con la tierra milenaria, y revela la fuente de la vida y bienaventuranza milenaria. El trono de Dios y del Cordero son, como siempre, la fuente de la gracia y de la vida; y las hojas del árbol de la vida son para la sanidad de las naciones. Sólo los glorificados se alimentarán de los doce frutos del árbol. Por esto se añade: «Y no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán, y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes. No habrá allí más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará; y reinarán por los siglos de los siglos» (vv. 3-5). Después de su caída, Adán fue echado del huerto, y Dios «puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida» (Gen. 3:2424So he drove out the man; and he placed at the east of the garden of Eden Cherubims, and a flaming sword which turned every way, to keep the way of the tree of life. (Genesis 3:24)). Ahora el árbol de la vida está a cada lado de la calle de la ciudad dorada, y los santos glorificados encuentran en su fruto sostén y gozo. Así, la maldición queda abolida para siempre; porque el trono de Dios y del Cordero está allí, y Sus siervos le sirven a la perfección, contemplan Su rostro y llevan Su nombre en sus frentes. ¡Qué maravillosas expresiones de la plena y perfecta gloria de los redimidos! Ahora se reitera que no habrá noche allá, y que no tienen necesidad de ninguna luz creada, porque Dios mismo es la fuente de su luz, como de su bendición, y Su gloria alumbra toda la escena. En esta condición, reinarán por los siglos de los siglos, asociados con Cristo en todas las glorias de Su realeza y reino.
Así, lo que tenemos a la vista es no sólo la bendición terrenal, sino que Dios también nos presenta las diversas perfecciones y glorias de esta ciudad celestial, que será un factor tan destacado del período milenario. No hemos tocado aquí la cuestión de la comunicación entre las esferas celestial y terrenal. No cabe duda que tal comunicación existirá, pero la Escritura calla acerca de la manera exacta en que Cristo llevará a cabo el gobierno de la tierra como Rey. Lo que sí que se nos dice es que «el dominio estará sobre su hombro; y se le darán por nombres suyos: Maravilloso, Consejero, Poderoso Dios, Padre del siglo eterno, Príncipe de Paz. Del aumento de Su dominio y de Su paz no habrá fin; se sentará sobre el trono de David y sobre Su reino, para establecerlo, y para sustentarlo con juicio y justicia, desde ahora y para siempre» (Is. 9:6-7, V.M.).