Capítulo 12

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El Gran Trono Blanco Y El
Estado Eterno
El milenio concluye la larga serie de dispensaciones terrenales. Los tratos de Dios con la tierra, sean en gracia, misericordia o juicio, quedan ahora concluidos; por ello, la tierra y el cielo huyen de delante de Aquel que se ha sentado en el gran trono blanco (Ap. 20:11). El juicio final se celebra entre el final del milenio y el comienzo del estado eterno; pero antes de esto tiene lugar un importante acontecimiento, que en el pasaje acabado de citar se trata de forma muy sumaria, pero que es de gran magnitud e importancia: se trata de la destrucción de la tierra y del cielo por fuego. Pedro describe así este suceso: «Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas». Y añade: « ... esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual [o más bien, con ocasión del cual, V.M.] los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán!» (2 P. 3:10, 12). El día del Señor, se debe observar, cubre todo el período de los mil años. Viene como ladrón, al ser introducido por la manifestación del Señor; y a su conclusión tiene lugar la destrucción de la tierra y el cielo con fuego. Por esto Pedro dice «en el cual», porque queda incluido en el día del Señor, aunque como conclusión del mismo. Es el mismo suceso que aparece indicado en Apocalipsis por estas palabras: « ... de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos», limitándose sólo al hecho, sin explicar el medio de la desaparición de la una y del otro; pero, como vemos por Pedro, el fuego es el instrumento escogido por Dios para la destrucción de esta escena presente. Luego sigue la escena del gran trono blanco; el juicio final, así tiene lugar después que se desvanezcan la tierra y el cielo. El carácter de este juicio demanda un examen más detallado.
Primero, entonces, pasemos a considerar al Juez. De la versión Reina-Valera parece que Dios mismo sea el Juez: «Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios» (Ap. 20:12). Sin embargo, es bien sabido que el peso de la evidencia del texto original es que en lugar de «de pie ante Dios» debería decir «de pie ante el trono»; también está muy claro por otros pasajes de la Escritura que el Señor Jesús es quien lo ocupa, Aquel que se sentará en el gran trono blanco. Él mismo lo declaró: «Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre», añadiendo a esto: «Porque como el Padre tiene vida en Sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en Sí mismo; y también le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre» (Jn. 5:22-2722For the Father judgeth no man, but hath committed all judgment unto the Son: 23That all men should honor the Son, even as they honor the Father. He that honoreth not the Son honoreth not the Father which hath sent him. 24Verily, verily, I say unto you, He that heareth my word, and believeth on him that sent me, hath everlasting life, and shall not come into condemnation; but is passed from death unto life. 25Verily, verily, I say unto you, The hour is coming, and now is, when the dead shall hear the voice of the Son of God: and they that hear shall live. 26For as the Father hath life in himself; so hath he given to the Son to have life in himself; 27And hath given him authority to execute judgment also, because he is the Son of man. (John 5:22‑27)). Con esto concuerdan también las palabras de Pablo cuando dice que toda rodilla se doblará, y que toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Fil. 2:10-11). Así, Aquel que vino una vez a esta tierra, pero que fue rechazado y crucificado, es Aquel que se sentará en juicio sobre aquellos que le rechazaron como Salvador y Señor; porque el Padre quiere que todos honren al Hijo así como le honran a Él. Así, al ocupar este trono de juicio, Dios vindica públicamente a Cristo en presencia de los hombres y de los ángeles, y lo presenta como digno de honra y homenaje universal; de modo que ahora todas las rodillas que rehusaron doblarse ante Él en el día de la gracia tienen que hacerlo finalmente reconociendo Su autoridad y supremacía. Como Aquel que se sienta en el gran trono blanco, ha pasado a ser el Juez que decidirá el destino eterno de todos Sus enemigos.
El trono en el que está sentado es descrito como «grande» y como «blanco». Es grande como corresponde con la dignidad de su ocupante; y es blanco como símbolo del carácter de las sentencias que se dictarán, cada una de las cuales conforme con la santidad de la naturaleza de Dios.
Este juicio se realiza sobre personas, no cosas, y solamente sobre incrédulos. Juan dice: «Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Ésta es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego» (vv. 12-15). Si examinamos las declaraciones exactas de este pasaje, quedará claro que no hay rastro de ningún creyente en esta grande e innumerada multitud. De hecho, como ya se ha expuesto en capítulos precedentes, todos los creyentes son arrebatados en las nubes al encuentro del Señor en el aire en Su segunda venida. Así, aparte de los que son dejados en sus sepulcros cuando Él regresa a reinar, sólo quedan otras dos clases: los santos del milenio o los incrédulos o rebeldes del milenio. Pero los santos del milenio no morirán; y así, por cuanto esta escena incluye sólo a los muertos (v. 12), los que comparecen ante Su trono para juicio son exclusivamente los malvados o incrédulos. Esta conclusión queda establecida de otra manera. Hay dos clases de libros que se abren como el fundamento del juicio. Hay los libros de las obras, y hay el libro de la vida; y se dice que «fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras» (v. 12). De hecho, son juzgados sobre una doble base — positiva y negativa. Las obras de ellos se presentan como prueba de cargo contra ellos; y la ausencia de sus nombres en el libro de la vida demuestra que no tienen derecho a la misericordia, a ningún favor inmerecido; porque «el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego». No hay insinuación de ninguno de ellos con su nombre inscrito, y por ello sus obras constituyen el fundamento de su sentencia; y sabemos que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado (Ro. 3:20). Como otro ha dicho: «Aparece otro elemento a la vista. La gracia soberana sola había obrado salvación según el propósito de Dios. Había un libro de vida. El que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego. Pero en esto tenemos la escena definitiva de separación para toda la raza humana y este mundo. Y aunque fueron juzgados, cada uno, por sus obras, sin embargo sólo la gracia soberana había liberado a nadie; y todo quien no fue hallado en el libro de la gracia fue echado en el lago de fuego. El mar había entregado a sus muertos; la muerte y el hades a los suyos. Y la muerte y el hades fueron consumidos para siempre por el juicio divino. El cielo y la tierra habían desaparecido, pero iban a ser reavivados; en cambio, la muerte y el hades no. Para ellos sólo había destrucción y juicio divino. Son contemplados como el poder de Satanás. Él tiene el poder de la muerte y las puertas del Hades; por tanto, ambos son destruidos judicialmente para siempre». Ahora queda destruido el último enemigo, la muerte, porque es preciso que Cristo reine «hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies».
Antes de proceder al estado eterno, es necesario considerar otro pasaje de la Escritura. Leemos en Corintios: «Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en Su venida. Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia. Porque preciso es que Él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte. Porque todas las cosas las sujetó debajo de Sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a Él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a Él todas las cosas. Pero luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Co. 15:22-28). Este pasaje es en muchas formas sumamente extraordinario, al abarcar como abarca todas las dispensaciones, o al menos al incluirlas en su alcance. El tema inmediato del apóstol es el de la resurrección. Así, después de formular la realidad de que en Adán todos mueren, y la correspondiente verdad de que en Cristo todos serán vivificados — es decir, los «todos» conectados «en Cristo», así como el «todos» en el primer caso incluye a todos los vinculados «en Adán» — nos da luego el orden en el que esto último se ha de cumplir. La resurrección de Cristo fue las primicias de esta maravillosa cosecha, los que son de Cristo, que serán recogidos en Su venida. «Luego el fin». Pero entre este último «luego» conectado con «el fin» y el precedente «luego», conectado con «los que son de Cristo», se interpone el milenio, de modo que «el fin» nos lleva a su conclusión; y, de hecho, más adelante, hasta la culminación del juicio del gran trono blanco. Es este extremo el que debe hacerse notar; porque se trata de la finalización del reino mediador como tal. Y por ello vemos que Él entrega el reino a Dios Padre. Habiendo quedado todas las cosas sujetadas a Él, entrega luego el reino a Aquel que le sujetó todas las cosas, y Él mismo asume una posición de sujeción, para que en adelante Dios sea todo en todos. Es la conclusión y entrega de Su reino terrenal, y a partir de entonces, como el hombre glorificado, Él mismo queda sujeto. Pero se debe recordar con todo cuidado que permanece para siempre Su esencial Deidad; de hecho, el término «Dios», usado así en sentido absoluto, incluye la realidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tenemos aquí una maravillosa revelación, porque por ella aprendemos que a lo largo de la eternidad Él mantendrá Su humanidad glorificada, presente entre las filas de los redimidos, todos ellos conformados a Su imagen, y Él como el PRIMOGÉNITO entre muchos hermanos. De modo que si en este pasaje tenemos, por una parte, la cesión del reino terrenal, tenemos también, por la otra, la introducción al estado eterno, en el que Dios será todo en todos.
Pero es en Apocalipsis que encontramos la más completa descripción del estado eterno: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más» (Ap. 21:1). Isaías había hablado de nuevos cielos y nueva tierra (Is. 65:17), pero sólo en un sentido moral en tanto que en relación con el milenio. Pedro adopta su lenguaje y, bajo la guía del Espíritu Santo, le da un sentido más profundo: «Pero nosotros esperamos, según Sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 P. 3:13). Sin embargo, es en Apocalipsis que vemos en la visión el cumplimiento efectivo de la promesa. Además, se nos informa que «el mar ya no existía más», porque ha llegado a su fin el tiempo de las separaciones, y cada parte de la nueva escena es llevada a una hermosura organizada delante de Dios; todo allí será según Su mente. Con ello, la santa ciudad se presenta a la vista: «Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y Él morará con ellos; y ellos serán Su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como Su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron». Hay varios puntos a observar en esta maravillosa descripción de la perfección del estado eterno. Primero, vemos la santa ciudad que desciende del cielo, de Dios. Como ya hemos observado, durante el milenio estará situada sobre la Jerusalén terrenal; pero ahora, aunque Juan se retrotrae a su origen y a su carácter, desciende más abajo hasta que reposa sobre la nueva tierra que ha sido ahora formada. La tierra milenaria no hubiera podido recibirla porque, por gran bendición de que gozase, no podía, siendo todavía imperfecta, haber sido el hogar del tabernáculo eterno de Dios. Esto queda reservado para la nueva tierra en la que morará la justicia — donde tendrá su hogar permanente. Y observemos cómo se describe la ciudad: «dispuesta como una esposa ataviada para su marido». Los mil años ya han transcurrido, y la ciudad sigue adornada con su hermosura nupcial. La edad no puede apagar su juventud, y por ello sigue siendo «una iglesia gloriosa, [sin] mancha ni arruga ni cosa semejante». Ahora se hace esta proclamación: «He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres». De ello inferimos que la Iglesia glorificada es la morada de Dios; y así como en el campamento en el desierto las tribus estaban dispuestas alrededor del tabernáculo, así encontramos aquí a los hombres — los santos de otras dispensaciones — agrupados alrededor del tabernáculo de Dios en el estado eterno. El Señor había dicho a Su pueblo Israel en el desierto: «pondré Mi morada en medio de vosotros, y Mi alma no os abominará; y andaré entre vosotros, y Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis Mi pueblo» (Lv. 26:11-1211And I will set my tabernacle among you: and my soul shall not abhor you. 12And I will walk among you, and will be your God, and ye shall be my people. (Leviticus 26:11‑12); véase también Ez. 27:26-27). Y ahora, en el despliegue de Su gracia, según los propósitos de Su amor, Su palabra se cumple según la perfección de Sus propios pensamientos. Ahora Su tabernáculo está con los hombres, y Él morará con ellos, y ellos serán Su pueblo, y Dios mismo andará entre ellos, su Dios.
A continuación tenemos la bienaventuranza de los habitantes de esta escena. Pero, ¿cómo se describe? Se describe de la manera en que atrae de la manera más poderosa a los corazones que han conocido los dolores y las aflicciones del desierto. Habrá la total ausencia de cualquier cosa que nos había causado pena o angustia aquí abajo. Primero, «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos»; no quedará ni rastro del anterior dolor, y Dios mismo lo eliminará. ¡Qué infinita ternura, en esta expresión de que Dios mismo hará esto! Así como una madre seca tiernamente las lágrimas de su niño, así el mismo Dios se deleitará en enjugar todas las lágrimas de los ojos de Sus santos. Y una vez hayan quedado secadas, nunca podrán volver, porque «ya no habrá muerte» (¡cuántas lágrimas han sido causadas en los dolientes deudos dejados atrás en esta escena), «ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor». Todas estas cosas primeras habrán ya pasado para siempre, oscuras nubes que se han desvanecido delante de la luz y del gozo sempiternos de la presencia eterna de Dios.
«Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas. Y me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere heredará todas las [más bien: estas] cosas, y yo seré su Dios, y él será Mi hijo. Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda» (vv. 5-8). Así, todo es hecho nuevo; la nueva creación ha alcanzado su consumación. Todo es sumamente bueno, dentro y fuera; perfecto, según evaluación desde la santidad de Dios. Por tanto, es una escena en la que Él puede habitar con complacencia y deleite. Todo ha procedido de Él mismo y todo redunda para Su gloria; porque Él es el Alfa y la Omega, el principio y el fin.
Y así esta escena llega a su conclusión con el anuncio de gracia, de la promesa y de juicio. Cada uno que tenga sed puede recibir gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El vencedor heredará todas estas cosas. Tomando de otro comentarista: «Para el cristiano, el mundo es ahora un gran Refidim. Esta es la doble porción de su final bienaventuranza: tendrá a Dios como el Dios suyo, y será Su hijo. Los que han temido este camino — que no han vencido al mundo y a Satanás, sino que han andado en iniquidad — tendrán su parte en el lago de fuego. Esto pone fin a la historia de los caminos de Dios». Se debe observar que aquí no se hace mención del Cordero. La razón, como ya se ha observado, es que el Hijo mismo está ahora sujeto a Aquel que le sujeto a Él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos.
«Porque de Él, y por Él, y para Él, son todas las cosas.
A Él sea la gloria por los siglos. Amén.»