Capítulo 13: Cristo Nuestra Esperanza

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S OLAMENTE una vez encontramos en las Escrituras la expresión «Cristo nuestra esperanza»: «Pablo, apóstol de Jesucristo por mandato de Dios nuestro Salvador, y del Señor Jesucristo nuestra esperanza» (1 Ti 1:1). Pero aunque el término mismo no se repite, lo significado por este término se encuentra en casi cada libro del Nuevo Testamento, y en algunos libros aparece en casi cada página. Porque la característica de cada cristiano es que está esperando al Señor Jesús, que regresará, según Su misma promesa, para recibirnos a Sí mismo, para que donde Él está estemos nosotros también (Jn 14:3). Por lo tanto, pertenece a nuestra posición, como habiendo sido dejados en este mundo, que estemos esperando a Cristo, por cuanto es en Su venida que entraremos en los plenos frutos de nuestra redención. Porque es entonces que nuestros cuerpos serán también redimidos (Ro 8:23): Él «transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas» (Fil 3:20). Por ello se dice que somos salvos en esperanza (Ro 8:24). Y ya ahora recibimos el fin de nuestra fe, la salvación de nuestras almas (1 P 1:9); pero esperamos aquel momento en que nuestros cuerpos serán asimismo redimidos del poder de la muerte y del sepulcro; porque Dios nos ha predestinado a ser conformados a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos (Ro 8:29).
Por ello, pertenece a nuestra presente posición que estamos esperando la venida de nuestro Señor; porque es a Su vuelta que tendrá lugar la consumación de nuestra bienaventuranza. Él es por ello nuestra Esperanza, porque es a Él mismo a quien esperamos en relación con ella. Y no sólo esto, sino que es a Él mismo a quien esperamos, porque Aquel que nos ha redimido es Aquel en quien tenemos puestos nuestros corazones. Así, aparte de cualquier otra consideración, Cristo es nuestra Esperanza—Cristo en Su venida—porque deseamos estar con el objeto de nuestros afectos. Así, somos llevados a la comunión con Sus propios deseos; porque si le esperamos y deseamos estar con Él, Él espera el momento en el que los deseos de Su corazón se cumplirán al tenernos consigo mismo (Jn 17:24).
Así, hallaremos que durante Su peregrinación con Sus discípulos, Él estuvo preparándolos continuada­mente, exhortándoles a que esperaran Su regreso. A veces les presentó esta verdad—la esperanza de Su venida—en relación con la responsabilidad que tenían como siervos. «Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así» (Mt 24:46); y otra vez: «Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando» (Lc 12:35-37). A veces les presentó Su venida como introduciendo en la plenitud de bendición a los que le esperaban, trayéndolos a Su propia presencia para estar para siempre con Él. Por ejemplo, en la Escritura a la que ya se ha hecho referencia, cuando Sus discípulos estaban embargados de dolor ante la perspectiva de Su inminente partida, les dice: «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Jn 14:1-3). El Señor no sólo se presenta aquí a Sus dolientes discípulos como el objeto de Su fe en Su ausencia de ellos, y como Aquel que partía en interés de ellos, para prepararles lugar, sino también como el objeto de la esperanza de ellos, de que volvería para recibirlos a Sí.
Y con esto está en total acuerdo la enseñanza de las epístolas. El apóstol dice de los tesalonicenses que ellos se habían convertido «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo» (1 Ts 1:9,10). Este pasaje es de enorme importancia, por cuanto muestra, más allá de toda duda, que la venida de Cristo no era una verdad avanzada impartida a unos pocos de los espirituales, ni una doctrina peculiar adoptada por una clase, sino una parte esencial del cristianismo de estos primeros creyentes. Será bueno también observar que ésta era la primera epístola de San Pablo, y que fue escrita por ello a creyentes muy jóvenes; y es a estos a los que les recuerda que, por su conversión, fueron no sólo llevados a Dios, etc., sino que también fueron llevados al terreno de esperar al Hijo de Dios. Su venida era la esperanza de ellos.
Se podría aducir evidencias del mismo carácter en base de casi cualquier epístola. Serán suficientes unas pocas citas. Escribiendo a los corintios, el apóstol les dice: «De tal manera que nada os falta en ningún don, esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (1 Co 1:7); a los filipenses: «Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo», etc. (Fil 3:20). Santiago nos dice también: «Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor» (Stg 5:7); y en el último capítulo del canon inspirado, el mismo bendito Señor anuncia tres veces Su pronto regreso (Ap 22:7,12,20). Pero fue San Pablo quien recibió de manera especial la comisión de revelar esta verdad en su carácter específico como la esperanza de la Iglesia; y lo hace con precisión y plenitud en su primera epístola a los tesalonicenses. Dice: «Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron con él. Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arreba­tados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras» (1 Ts 4:13-18). Dos cosas quedan claras en base de esta escritura: Primero, que el Señor volverá para Sus santos, tanto los que han dormido como los que puedan estar vivos en aquel tiempo en la tierra antes de Su venida. Y segundo, que cuando Él venga de vuelta a la tierra, Sus santos estarán con Él (véase también Col 3:44When Christ, who is our life, shall appear, then shall ye also appear with him in glory. (Colossians 3:4)).
Hay otra clase de pasajes que hablan de nuestra expectativa y espera de la manifestación más que de la venida de Cristo. Ya se ha citado uno de estos (1 Co 1:7). Añadimos otro: «Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaven­turada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo», etc. (Tit 2:11-1311For the grace of God that bringeth salvation hath appeared to all men, 12Teaching us that, denying ungodliness and worldly lusts, we should live soberly, righteously, and godly, in this present world; 13Looking for that blessed hope, and the glorious appearing of the great God and our Saviour Jesus Christ; (Titus 2:11‑13)). Hay una razón para esto. Se verá que siempre que los creyentes son contemplados como bajo responsabilidad sobre la tierra—como, por ejemplo, en servicio—la meta es «la manifestación» (o la aparición) más que la «venida». Así, San Pablo le dice a Timoteo: «Que guardes el mandamiento sin mácula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo» (1 Ti 6:14). Algunos han concluido, en base de éste y otros pasajes similares, que la Iglesia será dejada aquí abajo hasta la aparición, y que tendrá que pasar a través de la amarga tribulación a la que se refiere nuestro Señor en Mt 24. Pero esto está totalmente equivocado, como se ve, en verdad, en base del ya citado pasaje de 1 Ts 4:13-18. El hecho es que la aparición es mencionada en el contexto de la responsabilidad, por cuanto la tierra ha sido la escena del servicio, y la tierra será también testigo de la manifestación de la recompensa. Por ello en 2 Ts, después que el apóstol ha exhibido la esperanza apropiada de la Iglesia en la venida de Cristo, al escribir a los mismos santos, y hablar de su paciencia y fe en todas sus persecuciones y tribulaciones que estaban soportando, les señala a la época en que ellos reposarían, «cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron» (2 Ts 1:7-10). Esto no es en absoluto inconsecuente con la verdad de la venida del Señor a por Sus santos como el objeto idóneo de nuestra esperanza, sino más bien complementario de ello.
Puede que esto se haga más evidente, si es posible, si mostramos que no hay nada, por lo que las Escrituras revelan, que se interponga entre nosotros y el regreso del Señor: que Él puede volver en cualquier momento para recibir a Su pueblo que le espera. Si en realidad hubiera un solo acontecimiento que debiera interponerse necesariamente, sabiéndolo nosotros, entre nosotros y Su regreso, no sería nuestra esperanza inmediata Su regreso. En este caso, esperaríamos primero el acontecimiento o aconteci­mientos que estuvieran predichos, y después de ello podríamos esperar la venida del Señor. Dos o tres pasajes de la Escritura nos mostrarán que nuestro privilegio es el de esperar el regreso del Señor en cualquier momento.
Después de la resurrección de nuestro Señor, y antes de Su ascensión, en una de Sus entrevistas con Sus discípulos, Pedro le dijo, con respecto al discípulo a quien Jesús amaba: «Señor, ¿y qué de éste? Jesús le dijo: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú» (Jn 21:21,22). Ahora bien, sin detenernos a entrar en el especial sentido de estas palabras en su aplicación a Juan, está evidente ya de entrada que si hubiera habido de necesidad un largo período intercalado entre la partida del Señor y Su regreso, hecho necesario con el fin de que se cum­plieran unos acontecimientos terrenales, estas palabras no habrían podido ser pronunciadas. Una vez más, en la epístola a los Corintios, cuando estaba tratando de la resurrección del cuerpo, el apóstol dice: «No todos dormiremos; pero todos seremos transfor­mados», etc.; asimismo, en el pasaje de Tesalonicenses acerca del que ya hemos hablado, dice él: «Luego nosotros los que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor ... » Se ha gastado una gran cantidad de ingenio acerca de estos pasajes de las Escrituras para destruir su evidente enseñanza: que San Pablo no sabía de nada que cerrara el paso al regreso del Señor en el curso de su propia vida. Si él hubiera sabido de un largo curso de eventos proféticos y de juicios terrenales que debían cumplirse primero, no habría podido ponerse él, como lo hace con la palabra «nosotros», entre los que pudieran ser los que jamás murieran.
Pero se objeta que nuestro mismo Señor preparó las mentes de Sus discípulos, en otras escrituras, a que esperaran un largo curso de acontecimientos antes de Su regreso; y Mateo 24 es libremente empleado por los que quisieran oscurecer la esperanza de la Iglesia. ¿Qué es, pues, lo que encontramos allí? Después de describir un tiempo de especial tribulación, el Señor habla así: «E inmediatamente después de la tribula­ción de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro» (Mt 24:29-31). Ahora bien, se concede libremente que si ésta es una descripción del regreso del Señor por la Iglesia, puede ser que tiene que transcurrir todavía un largo intervalo. Pero, ¿está hablando de la Iglesia, este pasaje? Hay varias razones en el mismo capítulo que impiden llegar a esta conclusión. En el versículo quince el Señor da una señal: «Por tanto, cuando veáis en el lugar santo la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel (el que lee, entienda)», etc. Esta señal, como lo tienen que confesar todos los que se tomen el trabajo de leer la predicción de Daniel, se refiere exclusivamente a un templo (que ha de ser reconstruido en el futuro) en Jerusalén. Una vez más, nuestro Señor les apremia a orar para que su huida «no sea en invierno, ni en día de reposo, oración ésta que difícilmente podría ser ofrecida por un cristiano, por cuanto el Sábado—el día séptimo, y no otro—le es para él como cualquier otro día de la semana. Si, además, alguno viniera, según el versículo veintitrés, y le dijera a un creyente: «Mirad, aquí está el Cristo, o mirad, allí está», ¿cómo podrían engañarlo? ¿No sería su respuesta: «Cristo está a la diestra de Dios»? Pero no podría haber nada mejor calculado para engañar a un judío, esperando anhelante la venida del Mesías. La verdad es que es innegable que todo este capítulo es de aplicación a los judíos, que estarán, en la época mencionada, en Jerusalén y Judea. Y esto se puede exponer de una manera aún más convincente. Examinemos el orden de los acontecimientos detallados en el pasaje citado. Después de la tribulación, el sol es oscurecido, etc., y entonces aparece la señal del Hijo del Hombre en el cielo, y entonces se lamentan todas las tribus de la tierra, y entonces verán al Hijo del Hombre viniendo, etc., y no es sino hasta después de esto que envía a Sus ángeles con gran toque de trompeta para recoger a Sus escogidos, etc. De manera que si esto se aplica a la Iglesia, la Iglesia no es recogida hasta después de la manifestación. Pero, ¿qué dice San Pablo? «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col 3:44When Christ, who is our life, shall appear, then shall ye also appear with him in glory. (Colossians 3:4)). Ambas escrituras no pueden por tanto aplicarse a lo mismo, o serían mutuamente contradictorias. Así, por cuanto la escritura en Mateo 24 difiere de la de Colosenses 3, es evidente que la primera no es de aplicación a la Iglesia. En realidad, la aplicación es al remanente escogido de entre los judíos, que serán reunidos en la forma descrita en Mateo 24, cuando el Hijo del Hombre venga en Su gloria.
En Apocalipsis 19 encontraremos una evidencia corroborativa. «Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS» (vv. 11-13). Ésta es una descripción de la venida del Señor Jesús en juicio, como lo muestra la secuela; en otras palabras: de Su manifestación. Es en este tiempo que Él vuelve con Sus santos. Que la Palabra hable por sí misma. «Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos» (v. 14). ¿Quiénes son estos? Su vestimenta es distintiva, y da la respuesta: «Han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas [ta dikaiömata] de los santos» (vv. 7,8). Por ello, los ejércitos que siguen montados en caballos blancos son santos; pero si son santos, deben haber estado con Cristo antes que Él salga para juicio en Su manifestación. Esto concuerda con la declaración de San Pablo: «Cuando Cristo, vuestra vida, se mani­fieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col 3:44When Christ, who is our life, shall appear, then shall ye also appear with him in glory. (Colossians 3:4)).
Así, está bien claro que el Señor regresa a por Su pueblo antes de aparecer en juicio, y por lo tanto que no hay acontecimientos que necesariamente se interpongan entre nosotros y la venida del Señor. Esto podría deducirse en verdad de las mismas palabras del Señor: «Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana»; porque la estrella de esperanza que arde en el cielo es heraldo y precursor del día que se avecina, la estrella a la que nos volvemos en las horas más oscuras de la tierra con la anhelante expectativa de que seremos pronto arrebatados y asociados con Él en todos Sus celestiales esplendores. «El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en breve». Felices los que de todo corazón puedan responder: «Amén; sí, ven, Señor Jesús» (Ap 22:20).
Ésta es la enseñanza de la Palabra de Dios, y muchos profesan recibirla y mantenerla. Pero una cosa es mantener la doctrina, y otra muy distinta vivir en su poder, ser poseídos y moldeados por la verdad que se expresa en la misma. Mantener la doctrina de que el Señor está cerca, y vivir como si esta escena fuera nuestro hogar, absorbernos en sus ansiedades, actividades o placeres, o asociarnos con cosas no consecuentes con Aquel a quien profesamos esperar, es negar en la práctica nuestra esperanza, e incluso volver la gracia de Dios en una ocasión para la libertad de la propia voluntariosidad y de agradar al yo. Así, a todos los que creen que el Señor está cerca les conviene, a la luz de la Palabra, examinarse a sí mismos, sus corazones y sus caminos, para que puedan ser traídos a un estado conformable a su expectativa, ajustado a la presencia de Aquel a quien tan pronto esperamos ver cara a cara, y con quien esperamos estar para siempre. Por ello, examinemos unos pocos ejemplos del efecto que esta bienaven­turada esperanza debería producir de una manera práctica sobre nuestro andar y sobre nuestros caminos.
La parábola de las diez vírgenes (Mt 25) nos muestra que, sea cual sea nuestra profesión, no estamos preparados para encontrarnos con el Señor a no ser que tengamos «aceite» en nuestras lámparas; y el efecto del clamor: «¡Aquí viene el esposo!» fue el de despertar tanto a las prudentes como a las insensatas a su condición y necesidad. Pero todos comprenderán que nadie sino los nacidos de nuevo por la Palabra y por el poder del Espíritu Santo pueden estar preparados para la venida del Señor. Hubo algo más. El grito era: «¡Salid a recibirle!» Con esto se corresponde otra escritura. San Juan, después de revelarnos que cuando Cristo se manifieste nosotros seremos como Él, porque le veremos como Él es, añade: «Y todo aquel que tiene esta esperanza en él [en Cristo], se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Jn 3:2,3). Así, el efecto de la expectativa de Cristo, cuando se mantenga en poder viviente, será estar separado, y producir en nosotros una separación en constante aumento. Así, con Él mismo delante de nuestras almas, y esperándole cada momento, nuestro deseo será estar apartado de todo lo que no le complazca a Sus ojos, y de estar poseído de todo aquello que deleite a Su mirada. Por ello podemos medir la realidad e intensidad de nuestra esperanza por el poder separador que ejerza sobre nuestros corazones y vidas. ¿Cómo será posible, realmente, adherirnos a ninguna cosa, por inocente incluso que sea por sí misma, si no es claramente para Cristo, si estamos esperando en todo momento ver Su rostro? No: si le esperamos a Él, nuestro objetivo será ser hallados tal como Él quisiera que fuéramos, de manera que, destetados de todo objeto terrenal que pudiera ligar nuestro corazón a la escena a través de la que estamos pasando, no tengamos nada que dejar atrás más que el mismo desierto, cuando Él descienda del cielo con un gran clamor, y con voz de arcángel, y con la trompeta de Dios.
También nos será de ayuda para mantener nuestras lámparas dispuestas y ardiendo. Todas las diez vírgenes se habían dormido, y cuando se levantaron de su infiel sueño, su primera ansiedad fue sus lámparas. «Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron, y arreglaron sus lámparas» (v. 7). Habían sido des­cuidadas acerca de esto antes, pero en el momento en que oyen el clamor, «Salid a recibirle», se vuelven para ver si podían preparar sus lámparas a tiempo para salir a Su encuentro. Pero las lámparas debían haber estado listas y ardiendo a lo largo de toda la oscuridad de la noche; y si realmente hubieran estado esperando al esposo, no habría podido ser de otra manera. ¿Y cómo nos va a nosotros que ahora profesamos estar esperando al Señor? ¿Están ardiendo nuestras lámparas—ardiendo estables y resplandecientes a través de las tinieblas que nos rodean? La luz es Cristo. ¿Lo estamos reflejando a Él? «Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa» (Mt 5:14,15). De la misma manera, si, por la gracia de Dios, Cristo está en nosotros, es para que sea exhibido. «Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación [pros phötis­mon] del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Co 4:6).
San Pablo aplica esta verdad de muchas maneras. «El Señor está cerca. Por nada estéis afanosos», etc. (Fil 4:5,6). Él quería que estuviéramos sin cuidados ante la perspectiva de Su venida. Emplea la misma verdad para consolar los corazones de los que se duelen en el pasaje ya expuesto (1 Ts 4). Y ¿qué puede consolar el corazón de una persona enlutada como la expectativa de Cristo? Porque incluso mientras los cuerpos de nuestros seres amados están yaciendo en la casa, o de camino al cementerio, tenemos derecho a la esperanza de que el Señor puede volver. Y que entonces, levantados de su sueño de la muerte, y nosotros mismos cambiados, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire; y así estaremos para siempre con el Señor.
El Apóstol Santiago nos exhorta a la paciencia sobre la misma base. «Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía. Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca» (Stg 5:7,7). Así, la perspectiva del regreso del Señor es un antídoto para la fatiga, para las pruebas y para las dificultades del peregrinaje por el desierto.
El mismo Señor emplea de continuo la incerti­dumbre acerca del tiempo de Su regreso como incentivo para la fidelidad. Cuando Él se representa a Sí mismo en la parábola como partiendo para recibir un reino y volver, y entrega las «minas» a los siervos, Su palabra es: «Negociad entre tanto que vengo» (Lc 19:12,13). Y dice también: «¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, al cual puso su señor sobre su casa para que les dé el alimento a tiempo? Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así. De cierto os digo, que sobre todos sus bienes le pondrá. Pero si aquel siervo malo dijere en su corazón: Mi señor tarda en venir; y comenzare a golpear a sus consiervos, y aun a comer y a beber con los borrachos, vendrá el señor de aquel siervo en día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y lo castigará duramente, y pondrá su parte con los hipócritas; allí será el lloro y el crujir de dientes» (Mt 24:45-51).
Éstas son sólo unas muestras de los usos prácticos de la verdad de la venida de Cristo por Su pueblo. Un examen de todos los pasajes que tratan del tema mostrarán que está entrelazado con cada detalle de la vida y del caminar cristiano. Por ello, ignorarlo es perder uno de los más poderosos motivos para la santidad que se nos da en las Escrituras. Más que esto: es, como ya se ha observado, una parte integral del cristianismo; y por ello el cristiano que no ha recibido la verdad de la venida del Señor es desconocedor del carácter del lugar al que es traído, así como de la plenitud de la gracia de Dios. ¿Es tu esperanza, querido lector, la venida de Cristo—Cristo mismo en Su venida? ¿Puede haber ninguna expectativa tan llena de gozo para el creyente? ¡Ver el rostro de Aquel a quien amamos sin haber visto! ¡Ser semejantes a Él, y estar para siempre con Él! Ciertamente que si nuestros corazones responden en una medida, por débil que sea, a lo que Él es para nosotros, y a Su amor, deberemos anhelar el momento en que Él entrará en el disfrute de SU propio gozo al recibirnos a los Suyos a Sí mismo, y cuando nuestro gozo quedará consumado en la posesión eterna del objeto de nuestros afectos.
¡Quiera el Señor traer a muchos más de Sus amados santos al conocimiento de esta verdad, y capacitar a los que por Su gracia le esperan para que mantengan la verdad en un poder vital—caminando bajo su influencia plenamente separadora, a cada paso en su senda a través del desierto!