Capítulo 15: ¡Fuego!

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Tomando mi bicicleta de donde la había dejado debajo de un baobab, subí en ella y encendiendo la linterna, fui hasta el hospital en la colina. Sentía un peso realmente muy grande en el corazón. Un ave nocturna aleteó a la luz de mi linterna y voló hacia mí. Haciendo una curva para evitarla, vi que había algo blanco que parecía acecharme de entre el matorral al lado del camino. Fui hacia allí. Era el saco del pijama blanco que Mazengo había usado en el hospital; parecía que los que le sacaron del hospital en su apresuramiento se lo habían quitado y echado al borde del camino. Hice rodar la bicicleta por un trozo definitivamente malo del camino, volví a subirme y fui hasta una parte plana entre dos lechos del río. De repente comenzó a sonar un tambor en la aldea detrás de mí, un solo tambor con un sonido sumamente extraño. En las tinieblas, parecía llevar algún siniestro mensaje. No tenía idea de qué sería, pero me hizo pedalear más fuerte, y al hacerlo pensé que si habían hecho aquello con el pequeño Mazengo, aun tendrían planes para hacerle mal a Mubofu, aunque ciertamente ya le habían hecho bastante.
En mi mente, repasé los varios pasos de la intrincada operación que tenía que realizar para atender su cráneo fracturado. En la colina podía ver la silueta de los edificios del hospital y un farol que se movía alrededor, de ventana en ventana, lo que mostró que la enfermera nocturna estaba ocupada en su tarea. En el extremo más alejado del cerco, podía ver otro farol que se movía y me di cuenta que nuestro centinela nocturno estaba bien despierto y preparado para cualquier emergencia.
Aun quedaba un kilómetro y medio de camino, cuando de repente, cerca del lugar donde se estaba construyendo nuestra nueva sala, surgió una llama. En un minuto, hubo una llamarada grande: alguien había puesto fuego al montón de pasto que habíamos almacenado allí para el techo del nuevo edificio. Pedaleando con frenesí, vi figuras que se apresuraban desde todas las direcciones, pero yo sabía que había poca esperanza de salvar algo de aquel pasto. Ahora me pareció que el mensaje del tambor era claro. Apremié a la vieja bicicleta a una velocidad como nunca había andado, pues preveía el próximo paso: encender fuego en el pasto del techo de la sala del hospital, la misma sala donde el pequeño Mubofu estaba luchando por su vida. Podía muy bien ocurrir que la excitación de un fuego en aquella etapa de su mal podía inclinar la balanza en su contra y llevarle por el mismo sendero que el pequeño Mazengo había recorrido sólo pocas horas antes.
Salté de la bicicleta cerca del portón del hospital, siempre llevando la linterna en la mano. A menos de veinte metros delante de mí pude ver una tenue figura que se trepaba como un lagarto por la pared del hospital. De repente se vio el chispazo de un fósforo (cerillo) al ser encendido. Vi cómo la llamita se movía hacia el gran montón de pasto en el techo a pocos centímetros de distancia. Con un grito, corrí hacia adelante y tiré mi linterna que fue a dar en la figura negra en medio de la espalda. Desapareció el fósforo, se oyó un aullido y un sonido de alguien que caía. Un segundo después estaba sobre sus pies y pasaba corriendo a mi lado. Lo atajé a la manera del rugby, pero sólo me quedé con su sucio taparrabos. El hombre de Chikoti se había frotado todo el cuerpo con grasa de vaca para hacer más difícil su captura en el caso de una emboscada. Corrí detrás de él, pero era como correr detrás de una liebre. En la oscuridad, no vio la bicicleta. Debe haberse enredado en medio de una rueda, porque al día siguiente encontré seis rayos rotos. Se metió dando tumbos en el maizal. Daudi y varios otros habían venido a la velocidad máxima para ver qué estaba ocurriendo pero el intruso seguía sobre sus pies. En el resplandor del pasto ardiente junto al nuevo edificio, lo vimos, con sus largas piernas y brazos haciendo las más raras sombras en la luz roja. Pasó como un relámpago frente a la sala de mujeres y a la de operaciones.
Yah —dijo Sansón—. Mira, Bwana, mira, ahora ...
De repente, sin razón aparente, las piernas del intruso parecieron volar por los aires, cayó de bruces y dándose un gran golpe, dejando escapar en alarido.
Jiii —dijo Daudi, estallando en una carcajada—. Bwana, es la soga de la ropa, que lo tomó bajo el mentón; no sabía que estaba allí. Yoh, ahora vamos a agarrarlo.
Pero un segundo después, estaba de nuevo de pie, corriendo con el frenesí del temor. La última vez que lo vimos era sólo una vaga figura que desaparecía en una serie de espinas, tan agudos y largos que hubieran hecho del alambre de púas algo tan suave como terciopelo. Por un momento, nos detuvimos admirados y luego reímos hasta que nos hizo mal.
Daudi se limpió las lágrimas de los ojos.
Kah, Bwana, podría haber sido peor. Mira, sólo quemó un poco de pasto; todo lo que pusimos en el techo de la sala quedó intacto.
—Sí, pero apenas —dije—. Llegué a tiempo para verlo encendiendo un fósforo para prenderle fuego, y entonces sí hubiéramos tenido problemas. Probablemente el ruido y el calor hubieran bastado para hacer que Mubofu se pusiera muy mal de nuevo.
Bwana, —dijo Daudi—, me alegra que hayas vuelto; ha estado delirando, gritando a viva voz.
Fui a la sala y allí estaba Mubofu, realmente muy grave.
—¿Dónde está el bwana? —gritaba—, ¿dónde está el bwana, dónde está el bwana, dónde está Mazengo, qué han hecho con él?
Y luego levantó los brazos como atajándose golpes.
Podía ver las heridas, la piel desgarrada que mostraba lo que le habían hecho. Puse mi mano sobre su hombro y le hablé tranquilamente.
—Quédate quieto, querido, quédate quieto. Todo anda bien; soy yo, el bwana doctor.
Yoh —dijo—. Bwana, Bwana, ¿qué es de Mazengo?
Indiqué a Daudi que me trajera una jeringa; entonces froté el brazo del muchachito con un poco de algodón.
—Sólo un pinchacito, viejo. Quieto ahora.
Clavé la aguja y le di la inyección.
Koh —dijo.
Por unos momentos estuvo completamente fuera de sí. Parecía tener la idea de que una vez más Chikoti y sus asesinos lo atacaban.
—Sí —gritó—, era yo, era yo el que llevaba los chicos al hospital, yo, que soy un ciego, quería llevarlos donde se salvaran sus ojos.
Me sacó la mano del hombro y cayó exhausto en la almohada. Por un momento su pulso se detuvo y luego volvió muy lentamente. Estando allí observándolo, pensé en todo lo que había pasado los últimos días. Toda su vida era una ceguera sin esperanza, que le había dejado aquellos dos agujeros patéticamente vacíos. Los tenía fijos en mi dirección desde la blancura de la cama. Debía tener unos catorce años, según supuse; en esos años había sufrido de muchísimas maneras. Había pasado hambre, soledad y el sentido de no ser deseado. Y luego, había venido un nuevo objetivo. Y la vida ahora tenía una meta, en vez de ser tan sólo un viaje largo y negro, a ser recorrido con desesperanza y dolor. Mis pensamientos se interrumpieron cuando vi mover sus labios. Me incliné cerca de él. Ahora estaba más calmado. La droga estaba actuando.
Bwana, ¿dónde está Mazengo, mi amigo Mazengo?
—Fui a verlo, Mubofu, y lo encontré en el kaya (casa del jefe).
—¿Está, Bwana, está ... ?
Extendió las manos como tratando de encontrar palabras con que redondear la pregunta. Yo tomé sus manos.
—Mubofu, tu amigo Mazengo está descansando.
Las palabras tenían, en chigogo, mucho más significado que para nosotros y el cieguito entendió.
Repentinamente su cuerpecito se sacudió con los sollozos. Me quedé allí observando hasta que la inyección hizo su efecto. Mubofu estaba dormido. Daudi, que estaba detrás de mí, me dijo con un susurro:
Bwana, es algo terrible que le haya ocurrido todo esto después que él hizo tanto para tratar de servir a Dios.
Salí de puntillas de la sala y me quedé hablando con Daudi a la sombra del árbol que había en la puerta. Podía ver sus frutos, que parecían de madera, recortando su silueta a la luz de las estrellas, contra la blancura del edificio.
—¿Acaso sientes, Daudi —dije, cuando por fin pude hablar en voz alta— que Dios debería protegernos de cosas como éstas?
—Sí, Bwana, es lo que siento.
—A veces lo hace, Daudi, pero ¿recuerdas lo que el mismo Jesús dijo? Él advirtió a los que le seguían, diciendo: “Las zorras tienen cuevas y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza”. ¿Acaso no volvió a advertir a sus seguidores que estaba haciendo un viaje que terminaría en la cruz donde moriría y no dijo que el mismo camino debería ser recorrido por algunos de los suyos? ¿Y no ocurrió eso a Pedro y no fue Jacobo muerto por una espada? Y Pablo tuvo que pasarla muy mal; si lees en el Libro, verás cómo fue golpeado; cinco veces recibió treinta y nueve azotes, una vez fue apedreado, estuvo en naufragios, pasó un día y una noche en el océano, fue mordido por serpientes, atacado por ladrones, estuvo sediento, hambriento y terminó su vida decapitado, y todo lo hizo con alegría, porque amaba a Dios. Al final, dijo: “He corrido la buena carrera, he peleado la buena batalla, he guardado la fe y ahora me está reservada una corona de justicia, la que me dará el Señor, Juez justo, en aquel día y no sólo a mí, sino también a todos los que ansían su venida”.
Jiii —dijo Daudi—, es un camino duro el que recorremos.
—Lo sería si debiéramos hacerlo solos, pero ¿no dice él: “he aquí yo estoy con vosotros todos los días”? ¿Y no has pensado, Daudi, que Mubofu ha estado recorriendo el duro camino que hizo su Maestro y que sus cicatrices son poca cosa cuando pensamos en las cicatrices que de Jesús?
Hubo un momento de silencio y luego el enfermero me tocó el brazo.
—¡Bwana, mira! En el dispensario ...
No pude ver nada, pero de repente se oyó el crujido de una botella que caía. Por segunda vez en aquella noche una figura oscura atravesó el portón del hospital y se sumió en las sombras. Darle caza era perder el tiempo, de modo que fuimos al dispensario para ver qué daño había causado. Un olor punzante a linimento se me metió en las narices cuando abrimos la puerta. Un farol mostró que una botella había sido derramada.
—¡Yoh! —dijo Daudi—, Bwana, eso nunca será usado para fregar el pecho de la gente. Mira, todo lo que yo tenía sobre esa mesa era una botella y un bote de ungüento. Pues bien, ha desaparecido.
—¿Qué clase de ungüento era, Daudi?
Mi ayudante africano hizo una mueca con toda la cara.
Yoh, Bwana, creo que el hombre que robó esta medicina vino a buscar algo para el que puso fuego al pasto y se arañó tan mal con las espinas. Bwana, ese ungüento es lo que tú preparas con ajíes y lo usamos para un fin muy distinto que el de calmar dolores...
Por experiencia yo sabía que el ungüento de ají, si se introduce en una herida, produce el más agudo de los dolores.
Jiii —dijo Daudi—, antes de mucho vamos a oír muchas historias sobre tus poderosos encantamientos. ¡Vaya, que ésta ha sido una noche de cosas raras!