Salí de la sala para recuperar la linterna que me había sido tan oportuna en el momento crítico. Descubrí que el vidrio no se había roto y que todavía funcionaba. Iluminando alrededor, vi mi bicicleta. Al levantarla, descubrí que, enredado entre los rayos, había un gran adorno para oreja, como una moneda de las mayores, consistente en semillas sujetas por una crin de jirafa de manera muy ingeniosa. Era una pieza muy clara de manufactura nativa, que yo nunca había visto antes. Me propuse mostrarla a Daudi y Sechelela al día siguiente. Cuando lo hice, despertó mucho interés.
—Bwana —dijo—, hay muy poca gente que usa cosas así. Mira, hay un hombre que vive cerca de la aldea de Chikoti, un hombre de quien se habla mucho, de muy mal genio y cuya lanza ha estado manchada con sangre más de una vez.
No teníamos más tiempo para el trabajo de detectives aficionados. Había una recorrida completa de inyecciones que dar, pulmones que auscultar, medicinas que preparar y una serie de delicadas operaciones oculares que realizar. Al principio, los chicos se asustaban aun de las gotas para los ojos, pero aquella mañana, cuando entré con una fuente con varias botellas, trozos de algodón y una serie de palitos de fósforos esterilizados, fui saludado por los alegres gritos de “Mbukwa, Bwana”.
—Mbukwa —respondí— aquí estoy y Sechelela está conmigo con tres grandes trozos de azúcar para los que mejor mantengan abiertos los ojos.
—Koh, Bwana —dijo un chiquillo—, vas a necesitar quince trozos porque todos hemos estado practicando.
Seis de esos chicos tenían úlceras en los ojos, en parte por causa del sarampión y en parte por la medicina que les habían dado los hechiceros. Me acerqué a cada uno de ellos, poniendo una gota especial en los ojos, para quitarles el dolor. Luego llené un gotero con una solución amarillo brillante y una vez más eché una gota en cada ojo. La madre de uno de los niños estaba en la puerta intensamente interesada en lo que yo hacía.
—Ven —le dije—, dime qué ves en el ojo de tu hija.
Miró el ojo, que no tenía nada fuera de lo común, salvo que uno supiera lo que pasaría con ojos que tuvieran aquella enfermedad. La niña evidentemente ansiosa de obtener uno de los anhelados trozos de azúcar abrió bien los ojos.
—Yoh —dijo la madre— vaya, veo en la ventana de sus ojos (lo que era una forma pintoresca de describir la córnea) un trozo de pasto, parecido al maíz cuando brota luego de la lluvia.
—Es cierto —le dije—, has visto lo que está allí, porque esta medicina muestra dónde está la chilonda (úlcera).
Tomando uno de los palitos de fósforo, sumergí su extremo y sólo su extremo, en ácido fénico. Me incliné sobre la niña.
—Deja quietos tus ojos —le dije—, lo más quietos que puedas.
Tenía el menudo trabajo de tocar cada punto de aquella úlcera con la punta de aquel palito de fósforo, ya que el ácido se ocuparía felizmente del problema. Pero yo sabía que si tocaba muy hondo o no iba lo debidamente hondo —y era cuestión de una fracción de milímetro— había el peligro de que el ojo quedara ciego. No hubo ni siquiera un parpadeo de parte de aquella chiquita, ni de los demás que estaban allí. Di vuelta a los párpados de los otros chicos, procedimiento muy incómodo y pinté los párpados con una solución antiséptica.
—Bueno —dije—, no puedo premiar a todo el mundo. Todos han sido muy buenos.
—Yoh, yoh —dijeron—, Bwana, ¿nada para nadie?
—Se equivocaron: algo para todos.
—Jiii —se rieron—, Bwana, eso es cosa de alegrarse. ¿Cuándo podemos irnos? ¿Cuándo podremos andar al sol?
—Cuatro días más —dije—, cuatro días más seguirá allí esa manta que no deja entrar la luz; por cuatro días más tienen que hacer de cuenta que es de noche durante el día y entonces...
—Yoh —dijeron—, y entonces, Bwana...
Fui de allí al lugar en que estaban construyendo la nueva sala. Estaba progresando a tremenda velocidad. Sansón hacía de capataz y vigilaba que cada uno de los albañiles cumpliera su deber. Me dirigí a él.
—Sansón, dentro de una semana habrá mucha alegría en el hospital. Primero, porque las paredes estarán bastante altas como para poner el techo y también porque podremos mandar a casa a unos veinte chicos, ya fuertes y sanos.
En la sala de hombres, estaba Mubofu en un estado lamentable. Yacía allí, quejándose delirante. Parecía sentir que había aun muchos chicos que debían ser traídos de su aldea. Parecía que trataba de llevarlos y que estaba atado de pies y manos y entonces en su delirio, su mente se iba a aquella noche fatídica cuando el jefe trató de sacárselo del camino, golpeándolo casi hasta la muerte. Durante días su vida estuvo al borde de la muerte. No hubo mejoría hasta que una mañana fui a visitarlo después de ver a los carpinteros que estaban poniendo las vigas para la nueva sala. Su temperatura había bajado y su pulso era más firme. Con voz débil, me dijo:
—Bwana, Bwana, mi cabeza, mi cabeza, el ruido, el ruido.
Hice una señal a Daudi y él me alcanzó el frasco de medicina. Lo llevé hasta los labios de Mubofu. Bebió y al hacerlo, dijo:
—Bwana, ¿no oyes esos tambores, no los oyes?
Miré interrogativamente a Daudi y él sacudió la cabeza.
—No, Mubofu, no oigo ningún tambor. Puedo oír los martillos de los carpinteros que están techando nuestra sala nueva, pero no a los tambores.
—Pero allí están: son los tambores de Chikoti. Están golpeando, me están diciendo que voy a morir.
Daudi salió y volvió a entrar no mucho después.
—Bwana —me murmuró al oído—, no hay tambores, no hay tambores por ninguna parte.
—Quédate quieto, Mubofu —dije—, lo más quieto que puedas y duerme todo lo que puedas; vaya, tu dolor de cabeza se irá pasando.
Absorbía una enorme cantidad de medicina para que se le pasara cualquier dolor y, sin embargo, no parecía hacerle bien. Tuve que operarlo dos veces más. Cada vez parecía que el peligro era mayor, pero cada vez salía con éxito. Mientras estaba en la última operación, yo había ordenado a Sansón que sacara todo el pasto del techo de la sala y lo preparara para techar el nuevo edificio. Todo el hospital había andado de puntillas, ya que aun el menor ruido parecía perturbar intensamente al chiquillo. Tarde aquel día, lo vi.
—Bwana —dijo—, están martillando, martillando, oh Bwana, ¿no puedes interrumpir ese martilleo y martilleo?
En aquel momento un asno rebuznó a unos ochocientos metros del hospital.
—Koh —dijo— Bwana, ¿oíste a ese asno? Ese ruido se me mete en la cabeza como un clavo.
Entonces comprendí que su cerebro había sido dañado por el cobarde ataque del jefe.
Ahora las cosas eran mucho menos frenéticas en el hospital. Habíamos sacado los trozos de lona que transformaron la galería en una sala. Los niños que habían estado graves, iban mejorando y las cosas casi habían vuelto a su normalidad. Me senté en mi escritorio, calculando los gastos de la epidemia. Había tratado unos mil casos, de los cuales unos doscientos habían venido al hospital. Más de setenta niños hubieran quedado ciegos, a no ser por la operación que se hizo en sus ojos. De los que tratamos, sólo seis murieron y el costo de todo la campaña, incluyendo hasta el último penique, era de algo menos de cinco libras esterlinas (unos diez dólares). Me arrodillé silenciosamente junto a mi escritorio y agradecí a Dios por la oportunidad de servirle de aquella manera. ¡Con qué frecuencia se me había dicho que no había que intentar esfuerzos misioneros, que los africanos eran ya bastante felices así como estaban, que nadie nos pedía que nos metiéramos con ellos! Mientras estaba allí de rodillas, agradecía a Dios por el joven Mubofu, por lo que él había hecho para salvar vidas y sufrimientos y por lo que le había costado. Al levantarme, descubrí al cieguito de pie en la puerta, con sus manos en los oídos.
—Bwana —dijo— ¿puedo ir a cualquier parte fuera de la sala donde los ruidos son tan grandes? Mira, Bwana —su voz temblaba—, no era muy feliz siendo ciego, pero ahora hay dolor al oír también...
Sacudió la cabeza para atrás y adelante. Puse mi brazo alrededor de su hombro y lo llevé a la chocita fuera del hospital donde dábamos inyecciones a los pacientes de lepra.
—Ven, siéntate aquí —le dije—, y fíjate si es más tranquilo. Mira, el techo es fresco y aquí los ruidos no serán tan fuertes.
Se echó en el banquillo que le había preparado.
—Bwana, aquí es más tranquilo y no oigo los tambores.
Hablando en voz muy baja, le conté de las mil personas que habíamos tratado de sarampión y le conté de los veinticuatro que habían llegado al hospital por sus esfuerzos.
—Pero, Bwana —dijo—, Mazengo murió, mi amigo Mazengo.
—Es verdad —le dije— pero otros veintitrés viven y no estarían vivos si tú no los hubieras traído.
Por primera vez en muchos días, le vi sonreír.
—Koh, Bwana, no había pensado en eso.
—Y además, Mubofu, ¿acaso Mazengo no oyó las palabras de Dios? ¿No se las habías dicho tú?
—Por cierto, Bwana, le hablé de ello y él habló con Jesús junto a mí. Por eso es que lo extraño mucho. ¡Era mi amigo! ¡Me comprendía!
—Mubofu, nuestra vida en este mundo no será para siempre. Podrán ser muchos años, podrán ser días, pero cuando salimos para nuestro último safari, bueno, veremos a nuestro Maestro y recibiremos de él una sonrisa de bienvenida y de su boca las palabras “Bien, buen siervo”.
—Jiii —dijo el cieguito, mientras caminaba conmigo de regreso a la sala—, Bwana hay muchos dolores en la vida, pero, bueno, hay cosas que surgen del dolor que vale la pena tener.
—Es cierto, amigo mío —dije—, ¿recuerdas que Jesucristo dijo: “Si el grano de trigo no cae a tierra y muere, él sólo queda así, sólo un grano de trigo, pero si muere, se transforma en rica cosecha”? Jesús dijo que aquel que quiere conservar su vida, la destruirá y que el que no le da valor, la conservará.
—Yah —dijo Mubofu—, entiendo eso Bwana, sí, ahora entiendo por qué.