Haber salido del ir y venir de la vida hospitalaria pareció tener un buen efecto en el cieguito, aunque se quejaba mucho de su dolor de cabeza. Una tarde lo llevé a la nueva sala. Estaba terminada. Las enfermeras africanas estaban construyendo las camas.
—Yoh —dijo Mubofu—, ¿hay alguien en la casa?
—No, todavía no —dije— pero es posible que haya más casos de sarampión en la escuela, porque varios de ellos han vuelto de sus vacaciones y ahora mismo los gérmenes pueden estar alimentándose dentro de ellos y pronto comenzará la enfermedad.
—Koh, Bwana —dijo Mubofu—, vaya que es mala cosa ese sarampión.
Buscó su camino alrededor de la habitación. Palpó las paredes y el nuevo piso de cemento.
—Koh, Bwana, tiene buen olor.
—Si no hubiera sido por ti, nunca habríamos construido esa sala —le dije—. Chikoti nunca hubiera lanzado un hechizo contra el hospital, ni hubiéramos tenido que luchar contra nuestros enemigos. Pues bien, por causa de ti fue construida esta sala. Sólo habría piedras en la colina y pasto en el pantano y madera en el monte.
Todas las mañanas, cuando la gente de la sala se despertaba, Mubofu se envolvía en su manta y se iba tranquilamente a la choza fuera de la pared del hospital y allí se sentaba tranquilamente, descansando y recuperándose gradualmente. Todavía ponía fuertes reparos a cualquier ruido. Su cabeza todavía le daba muchos problemas, pero una de las cosas más alentadoras era que había desarrollado un considerable apetito.
Volvieron a ponerse muy atareadas las cosas en el hospital, porque una nueva oleada de sarampión había surgido entre las niñas de la escuela. Nuestra nueva sala estaba llena y algunas de ellas estaban realmente muy enfermas. Generalmente me las ingeniaba para encontrar unos diez minutos e ir a la chocita de Mubofu, donde conversaba con él y le hablaba de lo ocurrido en el día. Una vez a mediodía tomé los dos platos esmaltados que llevaba una enfermera. En uno estaba el potaje nativo de cereales y en el otro algunos frijoles asados que ellos consideraban una delicia y me acerqué a Mubofu. Él inclinó la cabeza y agradeció a Dios antes de empezar a comer y luego tuvimos una charla.
—Mubofu —le dije—, los enfermos andan bien en la nueva sala, tu sala.
Se sonrió. Continué:
—Aunque creo que no te gustaría estar allí porque, juh, ¡cómo charlan! Allí no hay nadie que esté realmente enfermo, porque una vez más hemos podido salvar a la gente del sufrimiento y el dolor y la ceguera. ¡Kumbe! Vaya, nuestro trabajo produce real satisfacción hasta el fondo del corazón.
Mubofu asintió.
—Bwana —dijo—, quizá cuando yo esté mejor puedas encontrarme algún trabajo que pueda hacer en el hospital; quizás yo pueda barrer o limpiar cosas.
—Hablaremos de eso cuando tus dolores de cabeza hayan pasado totalmente.
—Bwana, en estos días me estoy sintiendo mucho mejor. Kah, tengo alegrías. Mi corazón canta. Trabajar con Dios es tener alegría.
Cuando volvía al hospital, Mhutila, el aguatero y jardinero, me regaló una serie de huevos de serpiente que había desenterrado.
Tomé uno de estos en mi mano izquierda y di la derecha a Mubofu. Lo guié a través del sendero hasta la nueva sala, que estaba casi llena de niñas escolares que convalecían del sarampión.
—¿Te gustaría oír la historia de esta sala, Mubofu? —pregunté.
—Jii, Bwana, —dijo— ¡cómo me gustaría oírla! Cuéntame hasta los menores detalles.
—Bueno, muchos de los chicos se pusieron a trabajar para ayudarme. Caminaban hasta el río y traían muchas piedras al volver. Pues bien, en pocos días había grandes montones de piedras y en una quincena, habían traído todo lo que se precisaba. Jii, y entonces conseguimos una gran cantidad de arena y cemento. Tuvimos que quebrar las piedras y entonces pusimos los cimientos.
Habíamos llegado a la puerta de la sala y noté que Mubofu vacilaba. Le puse la mano sobre el hombro y lo conduje dentro de la sala. Dirigiéndome a las niñas, dije:
—¿Se acuerdan del día en que pusimos los cimientos?
—Jmmm, Bwana —respondieron— nos acordamos.
—Bueno, díganme ¿para qué son los cimientos?
La respuesta vino en coro.
—Si no se tienen cimientos, Bwana, todo el edificio se cae.
—Pero ¿por qué?
—Porque viene la lluvia y lava la tierra al pie y vienen los vientos y hacen volar la tierra, y se caen las paredes y se cae el techo.
Por un minuto hubo un completo silencio. Luego volví a hablarles y les dije:
—Díganme, ¿son venenosas las víboras?
—Sí, Bwana, muy venenosas.
—¿Son tan venenosas las grandes como las pequeñas?
—Hongo, Bwana —dijo Mubofu—, ¿acaso las víboras no son venenosas por naturaleza?
—Escuchen mi historia. El pecado es como el veneno. Envenena nuestra alma. Los pecados pequeños son tan peligrosos como los grandes. Vean, se los voy a mostrar hoy de una manera que les será difícil olvidar.
Los ojos de las enfermitas parecían salirse de sus órbitas cuando tomé el huevo de víbora y lo coloqué sobre una gran piedra que había quedado de la construcción, en medio de la sala.
—¿Saben qué es esto? —pregunté.
—Jii, Bwana, un huevo de víbora.
—Ah, ¿y puede morderlas un huevo de víbora?
—No, Bwana, la víbora es demasiado pequeña. Todavía está en el huevo.
—Pero, Bwana —dijo Mubofu—, si sale del huevo, entonces te puede morder.
—Por cierto, ¿qué debo hacer entonces?
—Bueno, romper el huevo, Bwana, y la víbora no crecerá y nadie será muerto por ella.
—Muy bien —dije y, tomando un pedazo de leña, di un golpe con todas mis ganas al huevo, mandando la lluvia maloliente de basura por toda la sala. Las cabezas desaparecieron mágicamente bajo las mantas. La enfermera de turno estaba muy molesta.
—Yoh, Bwana, has hecho un desorden tremendo.
—Quizá —respondí, ¿pero crees que alguna de estas chicas se olvidará de ello?
—Koh, Bwana —se rió—, no se olvidarán nunca. Golpeaste ese huevo como si hubieras puesto en ello tu odio por todas las serpientes, un odio muy profundo.
—Ese es el cuadro. Hay veneno en una víbora y el pecado es veneno y yo odio el pecado porque mata el alma de ustedes. Por eso, debemos eliminar nuestros pecados mientras que son muy pequeños, porque si no, crecerán.
—Bwana, nosotros no podemos eliminar nuestros pecados —dijo Mubofu—. Sólo Jesús puede hacerlo.
—Muy bien —dije— y cuando Jesús lo ha hecho con todos nuestros pecados, niñas, no se olviden que entonces es importante construir sobre el buen cimiento.
Mubofu caminó muy feliz hacia su “casa de quietud”, como él la llamaba y yo lo dejé para ir a la sala de operaciones.
Dos horas después vi a Daudi que salía del dispensario.
—Ve y trae de vuelta a Mubofu. Ya es hora que lo recojamos; ya se ha puesto oscuro.
—Generalmente para esta hora ya ha vuelto solo, Bwana.
Un cuarto de hora después, Daudi estaba en mi puerta, sin respiración.
—Bwana —dijo—, no hay señales de Mubofu. No está en la choza. Bueno, hemos revisado todo alrededor del hospital, y no hay señales de él, pero en la arena cerca de la choza están las pisadas de un hombre, muy hundidas en el suelo. Parece que hubiera tenido una carga en la espalda, Bwana, creo que Chikoti ha dado otro golpe.
Y por más que buscáramos, no encontrábamos en ninguna parte rastro ni señales de Mubofu. Era como si hubiera desaparecido completamente de la superficie terrestre. Mis pensamientos volvían a lo que había visto en el lecho del río seco, aquella figurita acurrucada, golpeada y abandonada a las hienas, los chacales y los buitres. Durante toda la noche hubo gente buscando por todos lados. Los maestros de nuestra escuela misionera fueron a averiguar por las aldeas. Ndogowe, el hombre del asno, no tenía noticias de la aldea de Chikoti. Todo el asunto era un misterio completo.
Cuando llegaba alguien de un distrito distante, siempre se la hacía la pregunta: “¿No han oído de un muchachito ciego llamado Mubofu? Porque ha ‘desaparecido’”.
Y siempre venía la respuesta: “Chikali” (aún no).