El viejito Treffy no volvió a recobrar sus fuerzas. Siguió débil y frágil. En realidad, no estaba enfermo, y podía sentarse todos los días junto al pequeño fuego que Cristi encendía para él en las mañanas. Pero no podía descender por las empinadas escaleras, y menos aún caminar cargando el pesado organillo que hasta a Cristi le hacía doler los hombros.
Entonces Cristi tomó el lugar del anciano. No siempre era un trabajo agradable como lo había sido la primera mañana. Había días fríos y días lluviosos; había agua nieve que le pegaba el rostro y escarcha que le congelaba hasta los huesos. Había días húmedos de neblina que lo envolvían como una frazada mojada, y fuertes vientos, que casi se lo llevaban. Luego se cansó un poco del sonido del pobre y viejo organillo. Nunca tuvo la valentía de confesárselo al viejito Treffy; de cierto, ni él mismo lo quería admitir, pero no podía menos que desear que la “Pobre Ana María” solucionara ya sus problemas y que los demás cantos se transformaran en algo nuevo. Pero nunca se cansaba de “Hogar, dulce hogar”. Era siempre nuevo para él, porque lo oía en la voz de su madre.
Por fin pasó el invierno, llegó la primavera, y los días comenzaron a ser más largos y claros. Entonces Cristi iba más lejos, a los suburbios tranquilos donde no se oía con tanta frecuencia el sonido de un organillo. Allí, la gente tenía tiempo para escuchar. Estaban lejos del ir y venir bullicioso de la ciudad, y había pocos transeúntes en las calles. Estos suburbios eran algo aburridos. Las filas de villas con sus jardines formales al frente le empezaron a resultar monótonas. Era el tipo de lugar en que una mente ocupada y activa anhelaría un poco de variedad. Y fue por eso que el organillo era un visitante bienvenido, y uno tras otro le tiraban a Cristi una moneda animándolo a que volviera otra vez.
Un día cálido de primavera, cuando el sol brillaba con todo su esplendor, como si hubiera estado cansado de estar escondido en el invierno, Cristi trabajaba por uno de los caminos en las afueras de la ciudad. El organillo le pesaba mucho, y de cuando en cuando tenía que detenerse para descansar un minuto. Al rato llegó a una linda casa, en medio de un precioso jardín. Los canteros de flores enfrente de la casa estaban llenos de flores de primavera: campanillas, azafrán de primavera, violetas y hepáticas en plena flor.
Cristi comenzó a tocar frente a esta casa. No podría decir por qué la escogió, quizá la única razón era por el hermoso jardín, y a Cristi siempre le habían encantado las flores. En una ocasión, su mamá le había comprado un ramillo de flores de primavera, las cuales, después de varios días en una botella rota, Cristi había apretujado entre las páginas de un viejo libro de lectura, y, en medio de todos sus problemas, nunca se había separado de él.
Así, pues, frente a esta casa con su lindo jardín, comenzó Cristi a tocar el organillo. No había hecho girar tres vueltas la manija cuando aparecieron dos caritas alegres en una ventana de la planta alta que lo miraban con entusiasta interés. Asomaron sus cabezas por la ventana, hasta donde se lo permitían los barrotes protectores, y Cristi podía escuchar lo que decían.
—Míralo –dijo la niñita que parecía tener unos cinco años—, qué lindo toca, ¿no es cierto, Carlitos?
—Sí, muy lindo –contestó Carlitos—, ¡y qué linda canción está tocando!
—Es cierto –comentó la pequeña—, es tan alegre, ¿no es cierto, niñera? –agregó dirigiéndose a la niñera que la sostenía de la cintura para que no se cayera por la ventana. Mabel había oído decir lo mismo a su papá la noche antes, cuando su mamá tocaba una música para él por primera vez, y, por lo tanto, le pareció bien la manera de expresar su admiración por la canción de Cristi.
Pero la canción era “Pobre Ana María”. La niñera sabía muy bien la letra. Y como Ana María era como se llamaba ella misma, se había puesto sentimental mientras Cristi la tocaba, y se preguntaba si Juan, el empleado del almacén, que le había prometido ser eternamente fiel, se comportaría como lo había hecho el novio de la pobre Ana María que se había muerto de tristeza porque él la había abandonado. Por eso, no podía coincidir con el comentario de Mabel, de que “Pobre Ana María” era una canción alegre, y se sintió aliviada cuando comenzó a oírse la tonada de la próxima canción. Cuando terminó ésta, y el organillo empezó a tocar “Hogar, dulce hogar”, los chiquillos gritaban de alegría, porque su mamá se los había cantado con frecuencia y era su favorita. Con sus lindas voces infantiles, se sumaron al coro: “Hogar, dulce hogar, no hay sitio bajo el cielo más dulce que el hogar”. Mientras el pobre Cristi los miraba, se le ocurrió que al menos ellos sí sabían lo que era tener un dulce hogar.
“¿Por qué no tendré yo un lindo hogar?” pensaba. Entre tanto, los chicos se habían ido corriendo de la ventana. Bajaron las escaleras y le pidieron dinero a su mamá para el pobre organillero. Un minuto después, dos monedas fueron arrojadas a Cristi desde la ventana del cuarto de los niños. Cayeron en medio de un cantero de blancas campanillas, y Cristi tuvo que abrir el portón del jardín y caminar cautelosamente en el césped para levantarlas. Pero no las podía encontrar, así que los chicos otra vez bajaron corriendo las escaleras y salieron al jardín para ayudarle. Por fin las encontraron, y Cristi se quitó el sombrero e hizo una reverencia cuando se las dieron. Se puso el dinero en el bolsillo y miró con cariño las campanillas.
—Qué lindas son las flores, niña –dijo.
—¿Te gustaría una, organillero? –preguntó Mabel, parada de puntitas de pie para ver mejor el rostro de Cristi.
—¿Me darías una? –preguntó Cristi entusiasmado.
—Le preguntaré a mamá –dijo Mabel entrando corriendo a la casa.
—Puedo cortar cuatro, organillero, así que elígelas –dijo cuando regresó.
Era difícil seleccionar las flores, y por fin ataron en un racimo las cuatro campanillas que escogió.
—Una vez mi mamá me dio unas como estas, niña –dijo.
—¿Y ahora ya no te las da? –preguntó Mabel.
—No, niña, se murió –dijo Cristi lastimosamente.
—¡Ay! –exclamó Mabel con voz triste —¡pobre organillero, pobre organillero!
Cristi volvió a cargar el organillo, y se preparó para partir.
—Pregúntale cómo se llama –le susurró Mabel a Carlitos.
—No, no, pregúntale tú.
—Por favor, Carlitos, pregúntale –volvió a rogar Mabel.
—¿Cómo te llamas, organillero? –preguntó tímidamente Carlitos.
Cristi les dijo su nombre, y al ir alejándose por el camino podía oír que le gritaban:
—Vuelve otro día, Cristi. Vuelve otro día, Cristi. Vuelve pronto, Cristi.
Las campanillas se habían marchitado para cuando Cristi llegó al ático aquella noche. Trató de revivirlas poniéndolas en agua, pero no volvieron a verse frescas, así que las puso en el viejo libro de lectura con las flores secas que le había dado su madre.
Cristi no tardó en repetir su visita al camino suburbano, pero esta vez, aunque tocó dos veces sus cuatro tonadas, y lentamente tocó “Hogar dulce, hogar”, los niños no aparecieron. No recibió ni sus sonrisas ni campanillas porque Mabel y Carlitos habían salido con su niñera a caminar por el campo, y estaban demasiado lejos como para escuchar el sonido del organillo del pobre Cristi.
Treffy todavía no podía salir, y a veces se ponía nervioso, aun con Cristi. Era muy aburrido para él quedarse sentado solo todo el día, sin nada que lo consolara, ni su viejo amigo el organillo. Cuando llegaba Cristi de noche, si lo que había recibido no era tanto como de costumbre, el pobre viejito Treffy suspiraba y gemía y extrañaba no poder andar como antes con su organillo.
Pero Cristi le tenía mucha paciencia porque lo quería más de lo que había querido a nadie desde la muerte de su mamá, y el cariño aguanta muchas cosas. Y le hubiera gustado encontrar alguien o algo que consolara a Treffy y lo ayudara a mejorar.
—Señor Treffy –dijo una noche —¿quiere que llame al doctor para que lo vea?
—No, no, Cristi, muchacho. Déjame tranquilo, déjame tranquilo –respondió Treffy.
Pero Cristi no dejó así el asunto. ¿Y si Treffy se moría y lo dejaba otra vez solo en el mundo? El pequeño ático, aun lúgubre como era, había sido un hogar para Cristi, y había sido bueno volver a tener alguien que lo quería. Estaría muy, muy solo si se muriera Treffy. El anciano estaba cada vez más delgado y pálido, y sus manos más temblorosas y débiles, tanto que casi no podía ya dar vuelta a la manija del organillo. Cristi había oído que los ancianos iban desmejorando y después, de golpe se morían. Empezó a temer que eso la pasara al viejito Treffy. Tenía que conseguir que alguien viniera a ver a su patrón.
La dueña de la casa se había caído por las escaleras y se había roto un brazo. Cristi sabía que había venido a verla un doctor. ¡Ojalá diera unos pasos extras por las escaleras para ver al viejito Treffy! El cuarto de la dueña estaba cerquita del ático, y le llevaría apenas unos minutos. Entonces Cristi podría preguntarle qué le pasaba al anciano y si podía mejorar.
Estos pensamientos no lo dejaron dormir hasta entrada esa noche. Inquieto, daba vueltas sobre su almohada, y se sentía muy preocupado y ansioso. La luz de la luna se filtraba en el cuarto, cayendo sobre el rostro del viejito Treffy acostado en su cama en el rincón. Cristi levantó la cabeza y la apoyó en el codo para observarlo. Sí, se veía muy desmejorado y enfermo. ¡Oh, cómo anhelaba que Treffy no se fuera, como lo había hecho su madre, dejándolo atrás!
Esa noche, Cristi lloró hasta quedarse dormido.
El día siguiente se quedó pendiente en las escaleras hasta que llegó el doctor de la dueña. El viejito Treffy pensó que era muy haragán porque no salía con el organillo, pero Cristi lo conformaba con una excusa tras otra, y no dejaba de mirar por la ventana a la calle donde podría ver cuando llegara el doctor en su carruaje.
Cuando por fin llegó el doctor, Cristi lo observó entrar al cuarto de la dueña, y se sentó a la puerta hasta que salió. El doctor cerró enseguida la puerta, y ya se retiraba cuando oyó una voz ansiosa que lo llamaba.
—Por favor, señor, por favor, señor –dijo Cristi.
—Bien, mi muchacho, ¿qué quieres? –dijo el doctor.
—Por favor, señor, no se enoje, señor, pero le pido que suba las escaleras un minuto y vaya al ático, señor; se trata del viejito Treffy, y se ve muy mal.
—¿Quién es el viejito Treffy? –preguntó el doctor.
—Es mi anciano patrón, es decir, me cuida, o, mejor dicho, lo cuido yo a él.
El doctor no sabía qué pensar de esta poco lúcida explicación. No obstante, dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras al ático.
—¿Qué le pasa? –preguntó gentilmente.
—Eso es lo que quiero saber, señor –dijo Cristi—. Es muy anciano, señor, y me temo que no le quede mucho tiempo, y quiero saber, por favor. Pero mejor será que entre yo primero, señor. El señor Treffy no sabe que usted viene.
—Señor Treffy –dijo Cristi, entrando valientemente en el cuarto—, aquí vino a verle el doctor de la dueña.
Y para la alegría de Cristi, el viejito Treffy, no hizo ninguna objeción, sino que soportó con paciencia y amabilidad el examen del médico, sin siquiera preguntarle quién lo había enviado. Cuando se retiró el doctor prometió enviarle remedios al día siguiente. Ya subía a su carruaje cuando sintió una manito fría en el brazo.
—Por favor, señor doctor, dígame cuánto es –dijo Cristi.
—¿Cuánto es qué? –preguntó el doctor.
—Cuánto cuesta su visita al pobre viejito Treffy, señor. Señor, tengo algunos centavos –dijo Cristi sacándoselos del bolsillo—. ¿Esto alcanza, señor? Si no, mañana le llevaré más a su casa.
—Ah –dijo el doctor sonriendo—, puedes guardarte tu dinero, muchacho. No te voy a quitar tus últimos centavos, y cuando venga a ver a la señora, visitaré también al viejito.
Aunque no dijo nada, el rostro de Cristi expresaba su agradecimiento.
—Por favor, doctor, dígame qué piensa del señor Treffy –pidió Cristi.
—No estará con nosotros mucho más, muchacho, quizá cosa de un mes más –dijo el doctor cuando ya se iba marchando.
“¡Cosa de un mes! ¡Sólo un mes!” pensó Cristi al caminar lentamente de vuelta al ático, con un gran peso en su alma. Un mes más con su querido anciano patrón, sólo un mes más, sólo un mes más. Y el minuto transcurrido hasta llegar al ático, vio, como en una foto dolorosa, lo que sería la vida para él sin el viejito Treffy. No tendría un hogar, ni siquiera un viejo ático, no tendría amigos. ¡Sin casa, sin amigo, sin casa, sin amigo! ese sería su dolor. ¡Y sólo un mes antes de que sucediera! ¡Sólo un mes más!
Con el corazón lleno de dolor, Cristi abrió la puerta del ático.
—Cristi, muchacho, ¿qué dijo el doctor? –preguntó el viejito Treffy.
—Dijo que le queda sólo un mes más, señor Treffy, sólo un mes más; ¿y qué haré yo sin usted? –dijo Cristi entre sollozos.
Treffy no respondió. Era cosa tremenda oír que sólo le quedaba un mes de vida, que en un mes tendría que dejar a Cristi, el ático y el viejo organillo, e ir... no sabía a dónde. Era un pensamiento abrumador para el viejito Treffy.
Poco dijo ese día. Cristi se quedó en casa, porque no tenía ánimo para llevarse el organillo ese día tan triste, y se quedó a cuidar al viejito Treffy con cariño y dolor. ¡Sólo un mes más! ¡Sólo un mes más!, resonaba en los oídos de ambos.
Pero cuando llegó la noche, y no había en el cuarto más luz que la del fuego, el viejito Treffy comenzó a hablar.
—Cristi, ¿a dónde voy? ¿Dónde estaré en un mes, Cristi? –dijo con inquietud.
Cristi contempló el fuego pensativamente.
—Mi mamá hablaba del cielo, señor Treffy; y dijo que se iba a su hogar. “Hogar, dulce hogar” fue lo último que cantó. Me supongo que el “Hogar, dulce hogar” está en alguna parte del cielo, señor Treffy. Sí, creo que sí. Es un buen lugar, según dijo mi madre.
—Sí, supongo que lo es, pero no puedo menos que pensar que ese lugar será muy extraño, Cristi, muy extraño. Y sé tan poco de él, tan poco, muchacho –dijo el viejito Treffy.
—Yo tampoco sé mucho –comentó Cristi.
—Y allí no conozco a nadie, Cristi. Tú no estarás allí, ni ningún conocido. Y tendré que dejar mi pobre y viejo organillo. ¿Te parece que habrá allí organillos, Cristi?
—No –respondió Cristi—, nunca oí decir a mi mamá que los hubiera. Creo que dijo que tocaban arpas en el cielo.
—Eso no me gusta tanto como el organillo. No sé en qué ocuparé mi tiempo allí –dijo el viejito Treffy con tristeza.
Cristi no supo qué responder, así que se quedó callado.
—Cristi, muchacho –dijo el viejito Treffy de pronto—, quiero que averigües todo lo que puedas acerca del cielo, quiero saber todo acerca del cielo. Si supiera a dónde voy, quizá no me sienta tan extraño allí. Tu mamá lo llamó “Hogar, dulce hogar”, ¿no es cierto?
—Sí, estoy casi seguro de que hablaba del cielo –dijo Cristi.
—Pues bien, Cristi, muchacho, ocúpate de averiguarlo –dijo Treffy con ansiedad—, y recuerda que me queda sólo un mes más. ¡Sólo un mes más!
—Haré todo lo posible, señor Treffy, todo lo posible.
Y Cristi cumplió su promesa.