Capítulo 3

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Confesión y purificación
Números 19:1-22
Es muy interesante ver en las Escrituras, especialmente, un tipo de cómo Dios provee para cualquier cosa que pudiera introducirse para interferir con la comunión de Su pueblo con Él mismo. Él ama tenernos en Su presencia, y ama tenernos felizmente, a fin de que podamos tener comunión con Él. Y si hay algo que se interponga, que nos coloque fuera de comunión, es de bendición ver cómo el Señor actúa para eliminar la dificultad.
Voy a relacionar este capítulo con el que tuvimos últimamente ante nosotros, tratando de la caída de Pedro. Veremos ahora como el Señor le restaura. Pero paso a este pasaje porque nos da una imagen de aquello que afronta todo tipo de interrupción de comunión, producida por cosas que no sean un fallo o pecado grave.
Génesis es el libro de la creación. Éxodo es el libro de la redención. Levítico es el libro del acercamiento a Dios. Y después Números nos presenta al pueblo pasando a través del desierto, donde podrían ser contaminados, y donde el enemigo estaba siempre al acecho.
Nuestro capítulo muestra cómo un alma que ha quedado contaminada en cualquier sentido es restaurada. El pecado es siempre la operación de la voluntad de la criatura. Si la voluntad ha obrado, el pecado ha entrado en actividad, la comunión con Dios queda interrumpida, y a partir de entonces se interpone una distancia. Se tenía que tomar una vaca alazana, que no tuviera tacha alguna, y sobre la que jamás se hubiera puesto yugo. De inmediato vemos que se trata de un tipo de Cristo. El yugo del pecado nunca estuvo sobre Cristo. En cambio, nosotros sí que lo hemos tenido sobre nosotros, el yugo del pecado.
La perfección del sacrificio es lo primero que hallamos aquí: "Y la daréis a Eleazar el sacerdote, y él la sacará fuera del campamento, y la hará degollar en su presencia" (Núm. 19:3). La vaca alazana es el tipo de Cristo, quien es también el sacerdote, y por ello no es él quien degolla. Sin embargo, la muerte entra en la escena. La única manera en que puedo volver a Dios, si me he apartado de Él, es mediante la aplicación a mi alma, en el poder del Espíritu Santo, de la maravillosa verdad de la muerte del Señor Jesucristo. La vaca es degollada, y después el sacerdote rocía la sangre delante del tabernáculo de la congregación siete veces (Núm. 19:4). Aquí se nos recuerda el gran pensamiento de la expiación. Ante todo vemos que, si se trata de una cuestión de que mis pecados han de ser quitados, o del acceso a Dios, es siempre mediante la sangre. Y después aquí, donde tenemos la base de la restauración de un santo que se ha apartado del Señor, la cosa notable con la que volvemos a encontrarnos es la sangre.
Pero aquí, se tiene que observar, la sangre no es para ti. Nunca puede haber una nueva aplicación de la sangre de Cristo. La sangre aquí no es rociada sobre la persona contaminada, sino siete veces sobre el tabernáculo de la congregación. Esto es, tiene que estar bajo la mirada de Dios. Él siempre recuerda el valor de la muerte expiatoria de Su amado Hijo.
Ahora bien, cuando tú y yo hemos tomado nuestro propio camino, y la conciencia ha quedado contaminada, ¿cuál es el camino de vuelta? Oh, dirás tú, volveré como un pobre pecador, y seré de nuevo lavado por la sangre de Cristo. Pero nunca podrás volver de esta manera, porque no es este el camino de Dios, y el no ver esto ha mantenido a muchos hijos errantes un gran tiempo afuera de la gracia restauradora. ¿Cómo debemos volver? Tendrás que volver como un santo, como un hijo díscolo que ha estado haciendo su propia voluntad, y tendrás que volver de la manera que Dios indica. "Y Eleazar el sacerdote tomará de la sangre con su dedo, y rociará hacia la parte delantera del tabernáculo de reunión con la sangre de ella siete veces; y hará quemar la vaca ante sus ojos; su cuero y su carne y su sangre, con su estiércol, hará quemar" (Núm. 19:4-5). No es una manera placentera, lo admito, pero sigue siendo el camino de Dios.
Nótese el ritual aquí, porque está lleno de instrucción. Se consumía todo el animal. Todo va al fuego del juicio. El sacerdote debía tomar madera de cedro, e hisopo, y escarlata, y echar todo ello en medio del fuego en el que ardía la vaca. Aquí tenemos a la víctima degollada, y después consumida hasta sus cenizas. Es una imagen notable de qué es lo que sufrió el Señor Jesucristo cuando en la cruz, donde fue hecho pecado. Él que no conoció nunca pecado, fue hecho pecado por nosotros. La vaca alazana quemada hasta no quedar más que cenizas es una notable figura de qué era lo que el primer hombre mereció, y lo que recibió en la Persona de Cristo cuando fue a la cruz: Todo allí fue consumido en muerte. ¡Todo lo que yo soy desaparece de delante de Dios en muerte! Con la vaca desaparece también el cedro, que es la figura en las Escrituras de todo aquello que es elevado, y noble, y majestuoso.
Y el hisopo, ¿qué es? Una pequeña mata. Es el otro extremo del reino vegetal, es insignificante. Salomón "disertó sobre los árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que nace en la pared" (1 R. 4:33). No niego que haya algo noble en el hombre y, naturalmente, todos admitiremos que hay algo ruin en el hombre. Todos tenemos buenos ojos para constatar esto. ¿Puedes ver una mota en mi ojo? Sí, pero, ¿no ves la viga en el tuyo? Todos podemos ver las fallas en los demás. Es algo muy fácil. ¿Qué es lo que aprendemos aquí? Sea que se trate de algo grande y majestuoso, o que sea innoble e inútil, todo tiene que irse, a las llamas que consumen la vaca.
El hisopo tiene un gran lugar en las Escrituras. Un trozo de hisopo fue sumergido en sangre, y puesto sobre el dintel y sobre los dos postes de las puertas en el día de la pascua (Ex. 12:22). El hisopo se tiraba al agua corriente cuando el leproso era limpiado (Lv. 14:4-6). Aquí, el hisopo era quemado. En la agonía de su alma, David dice, "Purifícame con hisopo, y seré limpio." Sal. 51:7. Y también: "Empaparon en vinagre una esponja, y poniéndola en un hisopo, se la acercaron a la boca" (Jn. 19:29) en el momento de la agonía de muerte de nuestro bendito Salvador. Tiene un maravilloso significado en las Escrituras, relacionado con la pequeñez del hombre, en tanto que la escarlata indica la gloria del hombre.
Así que, tanto si pienso que el hombre es innoble como si pienso que es grande, o en todo lo que el hombre pueda gloriarse, gracias a Dios, todo ello se va. Hay tan sólo un hombre que vale para Dios, y este es el Hombre que está en la gloria de Dios. El primer hombre, con todas sus glorias, y con toda su insignificancia, es eliminado por el juicio. No niego que haya cualidades en el hombre que sean hermosas por sí mismas, pero éstas no sirven ante Dios. El primer hombre es totalmente puesto a un lado.
Este es un gran punto a comprender de una manera inteligente, y a decir con Pablo, "Y yo sé que en mí, eso es, en mi carne, no mora el bien," (Ro. 7:18), y entonces, enseñados por la gracia, aprender, "Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí" (Gl. 2:20). Si miro atrás hacia la cruz, veo al hombre que pecó ido allí. Es una inmensa ganancia ver que todo se va con las llamas de la vaca.
Lo que sigue a continuación es, que el sacerdote tiene que lavarse sus vestidos, así como el que quemó la vaca (vv. 7, 8). Y después, "Un hombre limpio recogerá las cenizas de la vaca y las pondrá fuera del campamento en lugar limpio, y las guardará la congregación de los hijos de Israel para el agua de purificación; es una expiación" (Nm. 19:9). Las cenizas de la vaca ciertamente traen a la memoria, de una manera sencilla pero eficaz, todo lo que ha tenido lugar. Son todo lo que queda de aquella maravillosa víctima. Nada queda sino las cenizas. Todo lo demás ha sido consumido en el fuego del juicio. Con estas cenizas, como figura, el Espíritu de Dios trae a la memoria del alma, en ciertas circunstancias, lo que costó a Cristo purificarnos, y aparte de lo cual no sabremos, después de pecar, en qué consiste realmente la purificación.
No se puede tocar nada relacionado con el primer hombre sin contaminarse, y por ello es que leemos: "El que tocare cadáver de cualquier persona será inmundo siete días" (Nm. 19:11). Bien, uno podría decir, en el curso ordinario de mis deberes diarios entro en contacto con muchas cosas que me pueden contaminar. Esto es precisamente lo que se supone aquí. "Al tercer día se purificará con aquella agua, y al séptimo día será limpio; y si al tercer día no se purificare, no será limpio al séptimo día" (Nm. 19:12). Pero Dios no se toma el pecado a la ligera. El hombre inmundo tenía que purificarse el tercer día, y en el séptimo, y ser así limpiado. La doble purificación muestra que la restauración no tiene lugar en un momento. Si mi alma se ha apartado del Señor, no vuelve a Él en un instante. Dios me da tiempo para que considere cuál ha sido mi necedad.
"Todo aquel que tocare cadáver de cualquier persona, y no se purificare, el tabernáculo de Jehová contaminó, y aquella persona será cortada de Israel; por cuanto el agua de la purificación no fue rociada sobre él, inmundo será, y su inmundicia será sobre él" (Nm. 19:13). Si entro en el mal, y no lo juzgo y no me libro de él, estoy haciendo daño a otras personas. Un hombre negligente entonces contaminaba "el tabernáculo de Jehová," y si yo persisto en lo que es malo, estoy por todo ello contaminando a mis hermanos. Soy uno de los de la congregación, ¿veis? Debiéramos por ello ser muy cuidadosos en nuestro andar por causa de los otros. Pero el versículo 13 va más allá: "Aquella persona será cortada de Israel; por cuanto el agua de la purificación no fue rociada sobre él." El tal moría. Para nosotros no es la muerte, pero el santo impuro está fuera de comunión. No consigue el gozo que viene a la congregación. Está afuera moralmente y en la práctica. ¿Por qué? Porque tenía una manera de purificarse, y no la utilizó. Fue negligente.
"Esta es la ley para cuando alguno muera en la tienda: cualquiera que entre en la tienda, y todo el que esté en ella, será inmundo siete días. Y toda vasija abierta, cuya tapa no esté bien ajustada, será inmunda; y cualquiera que tocare algún muerto a espada sobre la faz del campo, o algún cadáver, o hueso humano, o sepulcro, siete días será inmundo" (Nm. 19:14-16). El contacto con el mal en cualquiera de sus formas nos afecta, y perturba la comunión. Es una gran cosa mantener la cubierta sobre la vasija. ¿Qué es lo que se significa aquí? Tiene que haber reserva. Si vas y caminas, y hablas con los descuidados, y con los impíos, pronto te encontrarás fuera de comunión. Dios nos quiere manteniendo la cubierta sobre la vasija. Este mundo tiene una atmósfera sucia, y si la vasija no se cubre se contamina. Queremos que Cristo cubra nuestros ojos, y llene nuestros corazones cada hora del día (v. 16). No puedes ir en ayuda de alguien que haya caído en pecado sin descender algo tú mismo. Al tener que oír acerca del mal, incluso en plan de juicio, nos afecta, así como aquel que tocaba un hueso humano, o una tumba, quedaba impuro por siete días.
"Y para el inmundo tomarán de la ceniza de la vaca quemada de la expiación, y echarán sobre ella agua corriente en un recipiente; y un hombre limpio tomará hisopo, y lo mojará en el agua, y rociará sobre la tienda, sobre todos los muebles, sobre las personas que allí estuvieren, y sobre aquel que hubiere tocado el hueso, o el asesinado, o el muerto, o el sepulcro. Y el limpio rociará sobre el inmundo al tercero y al séptimo día; y cuando lo haya purificado al día séptimo, él lavará luego sus vestidos, y a sí mismo se lavará con agua, y será limpio a la noche. Y el que fuere inmundo, y no se purificare, la tal persona será cortada de entre la congregación, por cuanto contaminó el tabernáculo de Jehová; no fue rociada sobre él el agua de la purificación; es inmundo" (Nm. 19:17-20). Obsérvese que una persona limpia tenía que rociar a la inmunda el tercer día y el séptimo día. ¿Cuál es el significado de esto? Cada uno de estos rociados expone una etapa diferente en el proceso de la restauración del alma. Al tercer día se me pone en claro que he estado tomando mis placeres en las cosas que le costaron a Cristo las agonías, y los indescriptibles sufrimientos de la cruz. Esto irá acompañado de una confesión honesta y plena de pecado a Dios. Entonces viene al alma un sentido muy profundo de dolor por el pecado, sea cual este haya sido. El alma queda llena de horror al decir, he estado pecando contra la gracia; pero, juntamente con esto, viene un sentimiento de profunda amargura, porque, después de todo, este pecado no me será imputado, ya que Cristo ha sufrido ya por él. Yo he estado complaciéndome en todo lo que le costó a Él las agonías de la cruz. Él ha tomado el pecado, y sobrellevado todas sus consecuencias. Y el alma pasa a través de un ejercicio muy, muy profundo—cuanto más profundo mejor.
No es el primer día después de haber pecado que todo esto se aprende. No, Dios me da tres días para contemplar cual ha sido en mi alma el efecto de tomar mi propio camino. Las cenizas son la muerte de Cristo, y el agua corriente es la energía del Espíritu Santo de Dios trayendo a mi alma aquello por lo que Cristo ha pasado. Dice Él, Cristo ha muerto por ti, y Él ha llevado por ti el juicio de Dios, y este mismo pecado en el que tú hallaste placer, hizo surgir de Su alma aquel clamor agonizante: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" Y entra en mi alma el profundo sentimiento de cuán miserable yo soy, porque he estado hallando placer en lo que le costó dolor a Él.
Entonces viene el séptimo día, y ahora tengo en mi alma el sentimiento de gracia abundando sobre el pecado. ¿Me ha perdonado el Señor? ¡Sí! Y hay entonces el sentimiento inmediato de gozo al pensar que estoy perfectamente purificado por la obra que ha llevado a cabo Jesús en mi favor, y que la gracia que me hallo como pecador me ha hallado también como santo. El rociamiento ha tenido lugar en el tercer día y en el séptimo, y el alma es declarada limpia, y está conscientemente purificada.
Entonces tiene asimismo un cambio de carácter práctico en el alma. No sólo puedo decir que estoy perfectamente limpio, sino que mi pecado no ha alterado Su corazón. ¡Él sigue amándome! ¡Su muerte sigue siendo eficaz para limpiarme! Es terrible perder el goce de su amor, y el consuelo que el Espíritu Santo da. Pagamos un terrible precio por nuestros propios placeres. Pero, ¡ah, el gozo de la restauración! ¿Quién no lo codicia? El sentimiento de horror de pecar contra la gracia parece constituir la primera parte de la purificación en el tercer día. En el séptimo día tiene lugar la perfecta restauración, al quedar la mente totalmente purificada de toda mancha de pecado mediante la abundante gracia sobre el pecado. En primer lugar tengo sentimiento de dolor, de que he pecado contra la gracia, y después tengo el sentimiento de que estoy perdonado debido a que Su gracia no ha cambiado (Ro. 6).
Es algo grande para el alma llegar a comprender esto—si he hecho daño a Su amor, Su amor está ahí para ser dañado. Pero entonces pierdo el goce de este amor en mi alma, hasta que llega el día en que me juzgo a mí mismo, y me arrepiento. Esto es indudablemente lo que Pedro hizo. Creo que veo a Pedro en su tercer día en Marcos 16:7, donde un siervo, que ha fallado como tal (Hch 13:13; 15:37-39), registra él sólo las palabras enviadas a Pedro, y de nuevo en Lucas 24, donde el Señor se reúne con él sólo. Le hallamos en su séptimo día, en Juan 21:15-19, reposando totalmente en el amor de su Señor, y gozando de Su confianza.
Notemos que el hombre purificado lava sus vestidos. ¿Qué significa esto? Que cambia totalmente su manera de actuar, y que se libra de aquello que le constituía una dificultad. Recibe de una manera práctica el lavamiento de la Palabra.
Vayamos ahora a las escrituras del Nuevo Testamento para relacionarlas con este tipo. "Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad; pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado. Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros" (1 Jn. 1:6-10). Comprende, joven cristiano, que aunque estés convertido, y aunque la sangre de Cristo haya limpiado todo tu pecado, que la verdad se mantiene en pie de que el pecado sigue estando en ti. La carne está en nosotros. "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos." Si fuera a decir, no tengo pecados, esto pudiera ser verdad. Pero si digo, no tengo pecado, me engaño a mí mismo. Esto es lo que el perfeccionista ha sido inducido a creer. No se trata de otra cosa que de un verdadero engaño.
Por otra parte, ¿tengo que quedar siempre con la carga del sentimiento de lo que son mis pecados? Dios responde así: "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad" (1 Jn. 1:9). Así es como somos prácticamente purificados, ves, pero siempre por la confesión a Dios, no al hombre, como apenas será necesario decir. Si hay algo que es una carga para tu alma, tienes que ir y confesarlo. Nunca quedarás bien sino hasta que lo hayas confesado todo. Dirás, "Dios ya lo sabe todo." Esto es totalmente cierto, pero nunca quedarás en buen estado hasta que se lo hayas confesado todo a Él. Entonces es cuando viene el sentimiento de lo que la gracia es, pero nunca estarás en buen estado hasta que se lo hayas contado todo al Señor.
Sé que muchos persisten durante años, en un estado mísero y deprimido, y, ¡ah!, qué ausencia hay entonces de gozo y de testimonio. Aquella alma no está bien con Dios. Amigo mío, deja que te implore, no vayas a dormir hasta que hayas vaciado lo que tienes en tu pecho ante Dios. Si has de ser feliz y fructífero, no debe haber reservas entre tú y Él. No ha habido reservas de parte de Él; que no las haya, pues, de tu parte.
Leemos ahora: "Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis." ¿Suponemos acaso que un cristiano debiera persistir en el pecado? No. Pero, "si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo" (1 Jn. 2:1). ¡Hermosas palabras! El abogado es Jesús; Él me restaura al Padre. Si he pecado y me he apartado, no puedo volver a Dios como pecador. Tengo que volver al Padre como un hijo, un hijo díscolo, ciertamente, pero un hijo. Es algo bendito ver que, antes de que Pedro cayera, Cristo, el Abogado para con el Padre, había orado por él. Ah, amados, ¡cómo nos ama! Deja que esta verdad se asiente profundamente en tu alma, y todo estará bien contigo.
"Y él es la propiciación por nuestros pecados: y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo" (1 Jn. 2:2). Ahí es donde realmente tenemos las cenizas de la vaca alazana. Si peco, Él orará por mí, y entonces el Espíritu de Dios me lo hará sentir. Es Él, el otro Consolador, quien, en amor fiel a mi alma, ha interpuesto la nube. Cuando veas qué es lo que ha interpuesto la nube, lo juzgarás y lo confesarás. Y cuando lo confieses, Él lo perdona. Y entonces podrás decir, Bendito Señor, ¡cuánto me amas! El efecto es, siempre, que entras más cerca de Él de lo que nunca has estado. Tal es Su gracia.
Naturalmente, si he hecho lo malo a mi hermano o a mi prójimo, tengo que ir y reconocerlo. Nunca quedaré en buen estado hasta que haya ajustado las cosas a este nivel. No solamente debo corregirme ante Dios, sino también con mi prójimo, si he pecado contra él, debido a que Dios nos quiere purificar de toda injusticia. Ahora tengamos esto en cuanta, si he pecado contra mi hermano o mi hermana, las instrucciones de nuestro Señor a este respecto están bien claras (ver Lv. 5; 6; Mt. 18). Lo que cuenta es que Cristo siempre desea que hagamos lo que es recto. Sé en mi corazón que nunca progresaré espiritualmente, a no ser que sea honesto y transparente delante de Dios por una parte, y delante de mis hermanos por la otra. Qué espléndido es el testimonio de Pablo. "Y por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres" (Hch. 24:16).
Pasaremos ahora un momento a la restauración de Pedro. Creo que en Lucas 24 tenemos su tercer día. Encuentro que en el tercer día, el día de la resurrección, el Señor alcanza a los dos discípulos que se iban a Emaús, y que fue con ellos. Es muy interesante ver la forma en que el Señor se da a conocer a los Suyos en resurrección. El primer corazón que encontró, y llenó, fue el de María, y después sus compañeras. El de María era un corazón que se deleitaba en Él profundamente, y que le encontraba a faltar de una manera indescriptible. El siguiente corazón que fue a buscar fue el de uno que se había apartado de Él—el de Pedro. Los dos que iban a Emaús parecen ser los siguientes. Dijeron después, "¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?" (Lc. 24:32). Nunca habían oído tal discurso en sus vidas, como el que les dio durante aquel camino de 13 kilómetros. ¿Acaso nuestros corazones no arden, y casi estallan, cuando un querido siervo del Señor, en el poder del Espíritu Santo, nos abre las Escrituras ante nosotros? Pero imaginemos oír al Señor, que "les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían" (Lc. 24:27). No es de asombrarse que sus corazones ardieran dentro de ellos.
Cuando "llegaron a la aldea donde iban ... él hizo como que iba más lejos. Mas ellos le obligaron a quedarse, diciendo: Quédate con nosotros, porque se hace tarde" (Lc. 24:28-29). Él no nos impone Su compañía. Pero cuando llegaron a la casa de ellos, y el Señor hizo ademán de continuar, le dijeron, "Quédate con nosotros." Le obligaron a quedarse. Ejercieron sobre Él la presión que siempre ejerce el amor. Habían gozado tanto de Su ministerio que no podrían ahora pasarse sin ello. No sabían ellos quien fuera Él, pero habían descubierto que Él sabía más acerca de Aquel a quien ellos amaban que cualquier otro que hubieran conocido antes, por lo que le obligaron a que se quedara. Bien, Él entró adentro, partió el pan, y así fue conocido de ellos. Ellos sabían ahora quién era Él, y Él desapareció de la vista de ellos.
"Y levantándose en la misma hora, volvieron a Jerusalén, y hallaron a los once reunidos, y a los que estaban con ellos, que decían: Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón" (Lc. 24:33-34). Se vuelven en el acto a Jerusalén. Tan sólo hacía un momento era demasiado tarde para ir más lejos; ahora, llenos de gozo, no les era demasiado tarde para ellos para ir todo el camino de vuelta a Jerusalén. Habían andado 13 kilómetros de camino, y no les importó en absoluto volver a andar los trece kilómetros de vuelta, para llevar las nuevas de su encuentro con Jesús, y para compartir las noticias. Cuando llegaron allí, se encontraron a los once reunidos, y a los que estaban con ellos. No era una asamblea apostólica, sino la de los discípulos en general. "Ha resucitado el Señor verdaderamente," decían, "y ha aparecido a Simón." Notemos esto, era el tercer día, y no tengo yo ninguna duda que Pedro había empezado a probar el valor de las cenizas y del agua corriente en aquella singular entrevista. Aquí creo que solamente tenemos su restauración en privado. Ignoro qué es lo que el Señor le dijo a Pedro, pero lo que sé es esto, que Pedro fue restaurado.
Había tenido un encuentro con Jesús y había oído palabras del Señor. Dios ha arrojado un velo sobre la escena. No tengo ningún tipo de duda que fue el Señor quien buscó a Pedro. Hallamos en el versículo 12 de este mismo capítulo que Pedro se había ido, "maravillándose de lo que había sucedido." Os garantizo, que antes que el día llegara a su fin, se maravilló mucho más, al ver como su Señor le había buscado, y que todo estaba perdonado, y que había sido restaurado al afecto del Señor. A pesar de todo su pecado, nada había en el corazón de su bendito Señor sino un profundo amor por él.
Cuando pasamos a leer cuidadosamente las epístolas de Pedro hallamos que escasamente encontramos allí un versículo en el que él no aluda, de una forma u otra, abierta o tácitamente, al hecho de su caída. Por ejemplo: "Porque vosotros erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas" (1 P. 2:25). ¿Acaso no había sido él una oveja descarriada? Lo había sido, amados, pero Jesús, el Pastor y Obispo de su alma, le había restaurado.
Me referiré en otra ocasión a lo que llamo yo la restauración pública de Pedro, y veremos la manera en la que el Señor restablece a Su querido siervo, y le encarga entrañablemente una comisión. Se trata de la pauta de la forma en la que Él restaura a los corazones que puedan haberse desviado de Él. Pero a no ser que haya habido un encuentro personal con Él, no se consigue nada. Puedes oír tanto como quieras acerca de la gracia del Señor y del amor del Señor, pero no habrá en tu alma una verdadera restauración hasta que tú y Él os encontréis a solas, y lo resolváis juntos. Que el Señor haga verdaderamente Su amor más y más precioso a todas nuestras almas por causa de Su nombre.
¡Oh guárdanos siempre en tu amor,
Cordero fiel de Dios!,
Junto a tu seno herido ayer,
Y escuchando en paz tu voz.
Tan sólo así podremos seguridad tener
Del enemigo fuerte, su red y mal hacer,
Y la concupiscencia en nos—
"La carne enferma" está—
Tu gracia sólo es la que aún
Socorrer, limpiar podrá.
Sólo escondiéndonos en Ti
Hay plena protección;
En Ti debemos sólo estar:
Tú eres nuestra salvación.
Tu brazo la victoria consigue al derrotar
Al enemigo odioso, su fuerza aniquilar.
Tu fiel amor es el sostén
Al débil corazón,
Sea en cualquiera pena o mal,
En la prueba o tentación.
Muy pronto en gozo eternal
Contigo en clara luz,
Tu santo rostro al contemplar,
Te loaremos, ¡oh Jesús!
Tu gloria y hermosura, tu incomparable amor,
Sin fin serán el tema de santos en fulgor.
¡Oh guárdanos siempre en tu amor,
Cordero fiel de Dios!,
Junto a tu seno herido ayer,
Y escuchando en paz tu voz.