Capítulo 4: ¡Listos, Muchachos!

 •  14 min. read  •  grade level: 11
Listen from:
Por algunos momentos los hombres parados en la fila detrás de la barricada no tenían nada que hacer. Parecía que el mar estaba descansando. Pero el director de la escuela, quien era suficientemente alto para ver encima de la barricada, estaba vigilando.
—¡Aquí viene una!—gritó—. ¡Listos, muchachos!
¡Estaban listos! Treinta y dos espaldas estaban apretadas con todas sus fuerzas contra la barricada y el contrafuerte. El golpe del choque de la onda les empujó para adelante un poco, pero sólo por un momento.
La gran cortina de agua, que les había ahuyentado antes de esto, ahora se arqueó encima de ellos y salpicó para abajo sobre ellos. Arturo tuvo que esforzarse para respirar. ¡Si tan sólo él fuera alto, como el director! Pero el agua pasó, y él pudo respirar otra vez. Se sacudió como un perro, y echó un vistazo a Leandro. Vio que él había recibido un baño semejante. El honrado ministro resopló. El panadero estornudó. El gordo cuidador del hotel estaba jadeando. El anciano doctor estaba tratando de quitar el agua salada del mar y el sudor de la frente con un pañuelo del cual estaba goteando agua.
—¡Listos, muchachos!—el director gritó otra vez.
Toda su incomodidad fue olvidada inmediatamente. Las espaldas se encorvaron para recibir otro golpe, y después del golpe llegó otro baño frío como hielo. Otra vez Arturo se esforzó para respirar. Pero habían logrado detener el mar una vez más.
Mientras esperaban la siguiente onda, Arturo empezó a tiritar de frío. Leandro también estaba temblando. El anciano doctor empezó a toser.
—¡Listos, muchachos!—El llamamiento llegó por tercera vez.
Las espaldas se agacharon para detener otra onda violenta, y ésta fue seguida de otro riego frío. Llegó a ser regular, el golpe de la onda que empujaba la barricada contra sus espaldas, y luego la salpicadura del agua; los recibían, vez tras vez, mientras las olas entraban ondulando.
Llegó ayuda, pero no eran los sacos de arena ni los postes, sino más personas. Cuarenta y cinco hombres, apretados como sardinas en lata, llenaron la abertura. Sus hombros dolían por causa de los golpes, pero no les importaba. Temblaban del frío, pues el agua fría goteaba de su ropa. Pero esto no les importaba tampoco. La tos del anciano doctor se hacía de mal en peor, pero él no se daba por vencido. El gordo carnicero no podía dejar de jadear, pero se mantenía en su lugar.
Mientras tanto, el mar parecía cobrar toda su fuerza. Cada onda hacía que los tablones crujieran y se doblaran a pesar de las cuarenta y cinco espaldas; el contrafuerte se tambaleaba y de nuevo parecía listo para caer cada vez. Y todavía los sacos de arena y los postes no habían venido.
La gente empezó a venir de todos lugares, mujeres y muchachas tanto como hombres y muchachos.
—¡Necesitamos más ayuda!—el director llamó—. ¡Amontónense contra nosotros!
Los hombres se apiñaron de cerca, apretando sus hombros contra los pechos de los demás. Hicieron una fila doble.
Pero aun así la fuerza del océano parecía estar ganando.
Las mujeres y las muchachas se habían quedado en el abrigo de las casas cercanas, y el director llamó a ellas:—¡Necesitamos más!
Entonces vinieron, y pronto el muro vivo estaba de cuatro personas de grueso. Ciento cincuenta espaldas estaban apretadas contra la barricada en esta batalla contra el mar.
—¡Listos, muchachos!
Él les llamó muchachos a todos, al ministro, al anciano doctor, al gordo carnicero, al flaco panadero, a la pequeña Mili que cuidaba la tienda de ropa en la esquina y a la honrada señora de Sánderes. Ninguno se ofendió. Todos obedecieron, y empujaron con todas sus fuerzas.
Arturo se encontró aplanado por el gordo carnicero, y Leandro aprendió que la pequeña Mili podía empujar con fuerza asombrosa, a pesar de lo vieja y pequeña que era. El agua sumergía a todas las mujeres también. Pero nadie se preocupaba por eso. Cuando el riego se había terminado, enjugaban sus rostros con sus mangas mojadas, y se preparaban para el siguiente llamado de "¡Listos!"
Arturo ya no tenía frío. Él estaba sudando por todo el esfuerzo.
Así que detuvieron la furia de las olas, diez olas, veinte, tal vez cincuenta. Pero la marea estaba subiendo y las olas estaban aumentando en fuerza. Cada golpe contra la barricada era más pesado que el golpe anterior.
Por fin el anciano doctor tuvo que rendirse. El gordo carnicero fue a sentarse en las gradas más cercanas para recobrar su aliento. El ministro seguía trabajando, pero su fuerza se había ido. Arturo estaba comprimido tanto, que no podía hacer nada. Leandro tenía algo de alivio, porque la pequeña Mili se estaba cansando. Los trabajadores del muelle y los pescadores mantenían su lugar, pero su fuerza estaba disminuyendo también. Únicamente el director era incansable. Su llamado de "¡Listos, muchachos!" sonaba tan claro como siempre. Pero no había mucha acción. Los tablones estaban cediendo. El contrafuerte titubeaba de manera peligrosa. Y los refuerzos todavía no habían llegado. ¿Tendría el mar la victoria después de todo? ¿Había sido en vano todo el esfuerzo?
El director miró alrededor con ansiedad por ayuda nueva, pero no hubo nada. La fuerza de la gente se había acabado. Y una nueva ola, bastante poderosa, estaba entrando.
—¡Listos, muchachos!—él gritó.
Sus ayudantes agobiados, entumecidos y gastados, doblaron sus espaldas a la tarea otra vez. El choque de la ola les arrojó para adelante.
Regresaron tambaleándose para la siguiente onda. Apenas sostuvieron la barricada contra su tremenda fuerza.
Y entonces, de entre el agua hirviente y agitada, un casco oscuro se lanzó a la vista. Por un momento ninguno sabía qué era. Se dirigió para abajo justamente al otro lado de la barricada, y pensaron que seguramente ya todo estaba perdido. El muro de gente nunca podría aguantar la fuerza de la presión de este monstruo. Les iba a aplastar si trataban.
¡Pero para el asombro de todos, la cosa ni se empujó contra la barricada! En vez de esto, se asentó justamente adelante de ella. Algo parecía mantenerla allí cruzada. Y en vez de golpearse contra los tablones, llegó a ser una protección para ellos. ¡Quebró la fuerza de las ondas que entraban!
Y entonces Arturo divisó qué era; era una nave. Esa nave había estado anclada en el muelle, ¡y fue aflojada de su amarre por la alta agua! Las ondas la habían llevado encima del muelle, y ahora estaba atrapada de alguna manera en la abertura, donde servía como rompeolas.
Esto le dio al muro humano una oportunidad de recobrar su aliento. Arturo se arrastró desde su lugar detrás del gordo carnicero. Leandro se frotó el estómago, que había sufrido de la presión del hombro de la pequeña Mili.
Apenas habían empezado a sentir alivio, cuando aparecieron hombres con sacos de arena y postes. Éstos fueron amontonados para hacer una presa fuerte. El muro humano había hecho su deber y había servido su propósito. Ya no era necesario.
—¡Gracias, muchachos! ¡Gracias, muchachos!—el director les dijo a todos ellos.
Él tenía una palabra especial para Arturo y Leandro.—¡Ustedes hicieron una parte excelente en el trabajo esta noche, muchachos!
Ambos muchachos murmuraron algo. No sabían qué decir, pero la alabanza les hizo sentirse bien.
—Ahora, corran a la casa, y pónganse ropa seca—el director agregó—. No queremos que ustedes se enfermen.
Corrieron, a pesar del peso de su ropa empapada. La tempestad les empujó en su camino.
La madre Cozinse estaba casi enferma de ansiedad, y comenzó a regañarlos tan pronto como entraron:
—¿Dónde se quedaron por tanto tiempo? ¡Y qué mojados se miran!
Pero cuando ella se fijó en cómo ellos tiritaban, ella rápidamente les ayudó a poner ropa caliente y seca. Trajo algunas de las ropas de Leandro y se las ofreció a Arturo. Él estaba tan cansado, que permitió que la madre de Leandro le ayudara con cosas que su propia madre no había hecho para él por varios años.
Arturo estaba cansado y asustado. Sí, asustado. Mientras él estaba de pie allí como parte del muro vivo que había detenido el océano, él no había pensado en el peligro, y casi no había sentido el frío. Sencillamente había puesto el hombro a la tarea cada vez que el director llamaba "¡Listos, muchachos!" Había plantado el pie firmemente y empujado con toda su fuerza. Había parado su respiración cuando el agua caía sobre él. Se había sacudido como un perro cuando pasaba, y se había preparado a sí mismo para el siguiente golpe.
Pero ahora él comenzó a darse cuenta de lo que habían hecho. Eran las poderosas ondas del mar las que habían detenido. ¿Qué si la barricada se hubiese quebrantado? ¿Qué si toda esa agua había entrado? Habría llevado a toda esa gente. ¿Y entonces? Él tembló por el pensamiento.
El padre Cozinse había estado viniendo y saliendo durante toda la noche. Había viajado para acá y para allá a lo largo del dique, entre Colinsplat y Wisequerque, y siempre regresaba para entregar su informe por teléfono. Ahora estaba de vuelta otra vez.
—¿Cómo están las cosas?—Mamá preguntó tan pronto como él entró. Su tono de voz estaba preocupado. La última vez él había dicho que las condiciones estaban críticas.
Pero esta vez él estaba animado.—Creo que vamos a pasarlo bien—dijo—. El punto más alto de la marea ha pasado, y los diques todavía están firmes.
Entonces notó a los muchachos acurrucados cerca del fuego.—¡Qué bueno—dijo—. Veo que nuestros valientes muchachos están en la casa.
Hubo alabanza en su voz, y los muchachos lo miraron humildemente.
—Yo hablé con el director de la escuela—él siguió hablando—. Él me lo dijo todo.
—¿Qué le dijo?—Mamá preguntó. La historia confusa que los muchachos habían dado de prisa al entrar en la casa no había tenido mucho sentido.
—¡Pues, nuestros muchachos fueron los primeros para ver que el contrafuerte estaba flojo! Ellos le arrastraron al director allí para probárselo a él, y después lo ayudaron a detener el mar con sus espaldas.
—¡Detuvieron el mar con sus espaldas! ¿Qué quiere decir?—preguntó la señora de Cozinse.
—Sí, con sus espaldas—el señor Cozinse declaró—. Tal cosa nunca ha sucedido antes. El mar fue detenido por los hombres. Nuestros muchachos, con la ayuda de otros, salvaron a nuestra aldea de la inundación.
—¿Ustedes los muchachos lo hicieron?—la señora de Cozinse exclamó. Y agregó con pena—, ¡Y yo los regañé!
—Esa nave—Leandro empezó a decir, porque sentía que estaban recibiendo demasiado crédito—. Esa nave lo hizo. Si la nave no hubiera llegado en ese preciso momento, y quedado allí, nunca habríamos podido detener la barricada.
—Es verdad—el señor Cozinse dijo en acuerdo—Realmente fue un milagro que la nave flotó para adentro en ese momento y fue atrapada en ese preciso lugar. Pero si ustedes los muchachos y hombres no hubieran formado un muro vivo para detener el mar mucho tiempo antes que eso, la barricada se habría quebrado antes que la nave llegara. Fue el muro vivo de hombres y muchachos que salvó el Norte de Bevelanda.
—¿La isla entera?—Arturo dijo con el aliento entrecortado.
—¡Por supuesto! Los diques están firmes. Esa barricada era la única parte débil. Si ésa se hubiera derrumbado, el Norte de Bevelanda se habría inundado enteramente. Ustedes salvaron nuestra isla.
Los muchachos no pudieron menos que sonreír. ¿Quién habría imaginado que lo que hicieron era tan importante? Habían sentido que el contrafuerte estaba tambaleándose, y habían advertido al director. ¿Quién no habría hecho eso? Y entonces habían corrido para ayudarlo cuando él los llamó. Habían obedecido cuando él gritaba la orden: "¡Listos, muchachos!" Por supuesto habían hecho lo mejor que podían. Sabían que no podían dejar que la barricada se quebrara. Pero no habían tenido la idea de que estaban evitando una tragedia tan grande.
¡Habían salvado la isla entera, el señor Cozinse dijo! No solamente la barricada, y la calle de la Entrada, y la aldea, ¡sino la isla entera! Arturo empezó a sentirse sobremanera alegre en vez de asustado. Pensó en su padre y madre, en sus hermanos y hermanas, y preguntó:—¿Ha entrado el agua en Kortagene o en algún lugar cerca de los Prados Agradables?
—No—el señor Cozinse le aseguró—. Los diques aguantaron aquí, donde tenían que recibir la plena fuerza del viento y de las olas. Seguramente los diques que están al otro lado de la isla aguantaron también. Tú has salvado a tu padre y madre, y a tus hermanos y hermanas, esta noche.
El domingo por la mañana amaneció despacio. Era una mañana muy extraña para un domingo. Ordinariamente, las calles de la aldea están vacías los domingos hasta que toquen las campanas de la iglesia. Entonces la gente aparece, caminando silenciosamente a la iglesia. Pero en esta mañana de domingo las calles estaban llenas de ruido con el taconeo de zapatos de madera, con los golpes de martillos donde estaban reforzando el dique, y con las voces de hombres ocupados en llevar muebles de las casas donde las ventanas habían sido quebradas por el viento y el agua.
El señor Cozinse estaba deseoso de ver el dique por la luz del día, y llevó a los muchachos consigo. Las olas habían cortado zanjas en la cuesta pendiente, y era más difícil para subir allí que en el día anterior. Al llegar a la cresta, encontraron que el dique era más bajo y más angosto que lo normal; porque el mar estaba alto en extremo. ¡Qué maravilla que el dique había guardado fuera el poderoso mar!
¡Gracias a Dios por esta maravilla!
Los muchachos volvieron la cabeza para mirar los campos del Norte de Bevelanda, campos morados y fértiles, listos para la semilla que pronto se tenía que sembrar. Podrían ver las aldeas, Wisequerque a la derecha, y Kortagene al sur, y Colinsplat delante de ellos. Arturo hasta podía divisar el techo ancho de paja sobre el almacén en los Prados Agradables, en la distancia. Qué gozo saber que todo estaba seguro. Mamá no habría tenido que preocuparse en nada.
¿Pero qué era aquella cosa reluciente allí? Parecía como agua, ¿pero cómo podría haber agua en la isla? Arturo llamó la atención de Leandro allá.
—No puede ser agua—Leandro dijo.
—Pero se mira como agua—Arturo insistió.
Leandro volvió a su padre.—Arturo piensa que ve agua cerca de Kortagene. No puede ser, ¿verdad que no?
—No. Eso es imposible—el señor Cozinse contestó, y continuaba mirando por encima del mar.
Arturo no quería contradecir al señor Cozinse, pero todavía pensaba que se miraba como agua. El barro no puede brillar y destellar de esa manera, pensaba él.
—¿Puede ser el Arroyo Arenoso lo que veo, señor Cozinse?—él preguntó.
—Pues, no—dijo el señor Cozinse—. El Arroyo Arenoso está más allá del Dique del Sur. Tú no puedes ver al otro lado del dique desde aquí.
—Entonces hay agua en la isla—Arturo dijo con certeza.
El señor Cozinse no había mirado. Él estaba seguro que no podía haber agua allí. Cuando por fin volvió la mirada hacia Kortagene, apenas pudo creer los ojos. Había un destello que ciertamente se miraba como agua. ¿Pero cómo podía ser agua? El Dique del Norte había resistido la furia de la tempestad; su única parte débil había sido guardada por las espaldas de hombres valientes. Seguramente el Dique del Sur, donde el viento y el mar no habían golpeado ni con la mitad de la furia, tenía que haber resistido la tempestad fácilmente. El Arroyo Arenoso, la franja de agua entre el Norte de Bevelanda y el Sur de Bevelanda, no es un brazo peligroso del mar. Pero aquel destello...
—¡Vamos, muchachos!
El señor Cozinse iba adelante, y los tres dieron vueltas al descender por el dique. Corrieron por todo el camino a la casa de los Cozinse. Jadeando, el señor Cozinse agarró el teléfono e hizo una llamada.
No hubo respuesta de Kortagene.
"Porque todo aquel que invocare el nombre del
Señor, será salvo." Romanos 10:13
"Y en ningún otro hay salvación; porque no hay
otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres,
en que podamos ser salvos." Hechos 4:12
_