Capítulo 4

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Debemos recordar que no estamos aquí tratando la cuestión de la justicia delante de los hombres. Para este tema debemos acudir a la epístola de Santiago. Allí encontraremos la cuestión de la justificación desde un punto de vista enteramente diferente. Un hombre no se justifica ante sus semejantes por medio de la fe, sino por las obras que demuestran la realidad de su fe (véase Stg. 2:18-26).
Ahora se podrá preguntar con razón: Si toda la raza humana, judíos y gentiles, han sido hallados culpables delante de Dios, ¿en base de qué principio puede nadie haber quedado justificado? Evidentemente, bajo el principio de la ley, que condena a los culpables, no podría haberse justificado a nadie. Se citan dos casos destacables como prueba de ello. Nadie menos que Abraham, el mismísimo padre de los judíos, y David, el dulce cantor de Israel. El uno fue justificado cuatrocientos treinta años antes de la promulgación de la ley, y el otro, alrededor de quinientos años después, y ello cuando había merecido la maldición de esta ley por una terrible transgresión.
Si alguien pudo haber sido justificado por las obras, este hubiera sido Abraham, y si él se presentase ante los hombres, como sucede en la epístola de Santiago, tenía de qué gloriarse, «pero no para con Dios». Sigue tratándose de la solemne cuestión del hombre ante Dios. ¿Qué dice la Escritura acerca de este hombre, antes que la ley fuese dada a nadie, ni a él? «Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia.» Esta es la respuesta de la Escritura y el principio en base del que un hombre puede ser justificado sin las obras de la ley. Abraham creyó a Dios y esto (su fe) le fue contado como, no por, justicia.
En este capítulo mucho depende del verdadero sentido de la palabra en el original, que se traduce en este capítulo como «contar», «atribuir», «inculpar». Significa considerado como tal o valorado así; no es la palabra que se usa para denotar simplemente imputado o puesto a la cuenta de alguien; dicha palabra se encuentra sólo dos veces en el Nuevo Testamento. Su primera aparición es en Romanos 5:13: «Pero no se imputa pecado no habiendo ley» (RV). No se pone a la cuenta de una persona como transgresión de la ley cuando no se ha dado una ley que pudiera ser así transgredida. El segundo lugar en que aparece es en Filemón 18, donde aparece más plena y correctamente traducida: «Y si en algo te dañó, o te debe, ponlo a mi cuenta»; esto es, me lo imputas a mí.
Veamos una ilustración acerca de estas dos palabras. Decimos que alguien ha hecho un ingreso en un banco de una cantidad de $500 a la cuenta de otra persona; este dinero se pone en la cuenta de dicha persona. En otro caso, un noble se casa con una mujer pobre. ¿Es ella considerada como pobre después de esto? Ella no tiene ni un céntimo que sea suyo de derecho, pero es considerada tan rica como su marido, judicialmente es contada o considerada así.
Abraham creyó a Dios y ello le fue contado como justicia. Esto puede ser también confirmado en Abel. «Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo, dando Dios testimonio de sus ofrendas» (He. 11:4). En ambos casos el principio de fe es el mismo. Abel creyó a Dios y trajo el sacrificio. Abraham creyó a Dios. Ambos fueron contados como justos.
Y esto no es bajo el principio de las obras, ni sobre la base de lo que Abraham o Abel eran para Dios, sino que Dios les contó la fe como justicia. «Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por [como] justicia.»
Hace unos días me encontré con un anciano, con el cabello blanco como la nieve, y le dije: «Ha estado usted haciendo profesión de Cristo durante muchos años, y sin embargo no conoce aún que tiene vida eterna. No está seguro de estar justificado, y, si muere, no tiene la certidumbre de que partiría para estar con Cristo».
Aquel pobre rostro viejo se ensombreció. Me dijo: «Es verdad».
Luego le dije: «Permítame que le diga la razón de esto. Usted nunca ha visto aún el punto de partida de Dios. Usted ha estado esforzándose todos estos años en ser piadoso, creyendo que Dios justifica a los piadosos. Usted no ha creído todavía que Dios justifica a los impíos; ahí está el punto de partida. La piedad vendrá después. “Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”.»
Él respondió: «Nunca antes me había dado cuenta de esto.»
Te pregunto con toda solemnidad: «¿Te has dado alguna vez verdadera cuenta de esto, y has creído a Dios, que Él justifica a los impíos? Puede que te hayas esforzado durante largo tiempo en tomar el puesto de un hombre piadoso ante Dios mediante ordenanzas humanas y las pretendidas buenas obras, intentando con todas tus fuerzas torcer este pasaje de la Escritura. Sí, a menudo se precisa de toda una vida de fracasos para llevar a un alma a este verdadero punto de partida de la gracia. Desde luego, para que Dios pueda justificar al impío, tiene que ser en base de un principio diferente al de la ley. Es para aquel que no obra, sino que cree.
Versículo 6. Acudamos ahora a la inspirada explicación de David acerca de esta cuestión. «Como también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado.» No se trata de que sean considerados justos porque nunca hayan pecado, sino que son aquellos cuyos pecados han sido cubiertos, cuyas iniquidades han sido perdonadas. Pero no se trata de que sólo sus pecados pasados hayan sido cubiertos por la muerte expiatoria de Cristo, sino que hay también esta declaración adicional de infinita gracia y de perfecta justicia: «Bienaventurado el hombre a quien el Señor jamás le tomará en cuenta su pecado» (v. 8, RVA). Esto es desde luego maravilloso, y en perfecta armonía con toda la Escritura.
Tal es la eficacia de aquel un sacrificio, el valor de la sangre de Jesús, que limpia de todo pecado. No hay necesidad de más sacrificio por los pecados; no hay ninguno. Dios no recuerda más los pecados de aquellos que han sido purificados (He. 10; 1 Jn. 1:77The same came for a witness, to bear witness of the Light, that all men through him might believe. (John 1:7)).
En cuanto a tomar en cuenta la culpa o los pecados, los justificados son contados como justos—tan justos como si nunca hubieran pecado, como si nunca pecasen. Por lo que toca a su posición ante Dios, el pecado no es tomado en cuenta en absoluto a aquel que es justificado; y así es verdadera y continuamente bendecido. ¿Acaso un amor y una justicia de esta clase, una salvación eterna así, harán negligente a aquel que goza de la bendición, y lo llevarán a que diga: «Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde»? (Cap. 6:1). Esto lo consideramos más adelante.
Era totalmente imposible que Dios justificase a los impíos bajo el principio de la ley, pero la propiciación mediante la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, explica la justicia de Dios al no contarle los pecados a aquel que cree.
Se podría preguntar: ¿Se aplica la propiciación a los pecados futuros así como a los pasados? Esto es precisamente lo que la Escritura enseña, y, por extraño que parezca, se nos da a conocer este mismo hecho a fin de que no pequemos. «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados» (1 Jn. 2:1-21And the third day there was a marriage in Cana of Galilee; and the mother of Jesus was there: 2And both Jesus was called, and his disciples, to the marriage. (John 2:1‑2)). Y en otro lugar, hablando de creyentes: «quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 P. 2:24). Y una vez más: «Habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (He. 1:3). ¡Oh, qué gracia maravillosa, totalmente gratuita! «Bienaventurado el hombre a quien el Señor jamás le tomará en cuenta su pecado.» Él no nos los tomará en cuenta, en justicia no nos los puede tomar en cuenta.
Lector, ¿crees de veras a Dios? Sí, la pregunta es ésta, al leer estas páginas acerca de las riquezas de Su gracia: ¿Creemos a Dios? Recuerda que estamos sólo en el terreno de entrada, en el comienzo mismo del evangelio de Dios. ¿Viene esta bendición sólo a los que están bajo la ley, esto es, a los circuncisos, o a los incircuncisos? Era cosa innegable, y que los judíos en Roma no podían rechazar, que la fe había sido contada a Abraham como justicia cuando era incircunciso y mucho antes que fuese dada la ley. ¡Qué abrumador argumento, entonces, que tenía que ser todo de gracia y no por la ley! Y, observemos, Abraham recibió la señal de la circuncisión como sello de la justicia de la fe que tuvo siendo aún incircunciso. Esto es, la circuncisión fue una señal de su separación a Dios; él fue la primera persona, el padre de la circuncisión. Pero la circuncisión misma no tuvo nada que ver con su justificación; fue primero contado como justo, totalmente aparte de toda obra o de la circuncisión.
¿Y no es así con cada creyente? Su separación a Dios y su vida de santidad son una señal de que ha sido contado como justo primero, aparte de la ley o de las obras. Pero Dios lo llama y lo justifica siendo todavía impío. Esto es, ahí es donde Dios comienza con el hombre. ¿Ha comenzado Él así contigo, o estás tratando de justificarte mediante las obras cuando consigas ser piadoso?
Ahora se expone otro principio de suma importancia. La promesa dependía claramente sólo de Dios, y fue dada a Abraham mucho antes que la ley; por tanto, no podía ser por medio de la ley, sino por medio de la justicia de la fe. El pacto del Sinaí estaba en contraste directo con la promesa; en dicho pacto, la bendición dependía de la obediencia del hombre, y el hombre fracasó totalmente en la empresa de guardar el pacto. El hombre podía fracasar bajo un pacto y así perder todo derecho sobre la base de las obras, y efectivamente fracasó. Pero Dios no podía fracasar; por ello, la promesa sigue en pie para todos aquellos que creen: «Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda su descendencia».
Así, Abraham creyó en la promesa de Dios, porque Dios no podía fallar. «Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido; por lo cual también su fe le fue contada por justicia.» «No se debilitó en la fe al considerar su cuerpo.» Ahora bien, una confianza como esta en un pacto de obras hubiera sido confianza en sí mismo, lo que no hubiera sido fe, sino presunción. Su fe era una confianza sin límites en Dios solo—en la promesa de Dios. Por ello, la fe le fue contada como justicia. Él, Abraham, fue justificado por la fe, considerado justo ante Dios.
Estos comentarios acerca de Abraham fueron escritos para nosotros. Porque por mucha bendición que conllevó a Abraham creer la promesa de Dios, hay algo todavía de mayor bendición, «también con respecto a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación». Abraham creyó la promesa de Dios. Nosotros creemos a Dios acerca de estas dos realidades tocantes a Jesús nuestro Señor, y se cumple la promesa. Somos así contados como justos delante de Dios.
Pero puede que alguno pregunte: ¿Acaso no hay muchos que reposan la salvación de sus almas en las promesas? Pero, ¿qué diríamos si una esposa descansase en la promesa anterior de su marido como evidencia de que era su esposa? ¿No sería esto evidencia de que ella dudaba acerca de si el matrimonio se había celebrado o si era válido, o, por decir lo mínimo, que no lo comprendía? ¿No es algo parecido cuando queremos descansar en la promesa? En tal caso, debe haber alguna duda o malentendido acerca de estos dos hechos cumplidos que tenemos ante nosotros. Es indudable que hay muchas preciosas promesas en las que hacemos bien en descansar. ¡Pero esto no es una promesa acerca del futuro! A nosotros se nos cuenta como justicia el creer en Aquel que resucitó a Jesús nuestro Señor de los muertos. Se nos cuenta; esto no es una promesa. No: si somos creyentes, la justicia de Dios está sobre nosotros. Somos contados como justos. Por otra parte, la resurrección de nuestro Señor no es ahora cuestión de promesa. Dios le ha resucitado de entre los muertos. Si no, no habría evangelio y estaríamos todavía en nuestros pecados (véase 1 Co. 15:14-17).
Sigamos pues con atención y observemos el cambio de lenguaje. No tenemos ante nosotros ahora la perspectiva propiciatoria de la muerte de Cristo, como en el capítulo 3, versículos 22-26. Allí, aquella muerte en primer término ha glorificado a Dios. Con la sangre ante Él, se mantiene Su justicia, establecida sobre Su trono, el propiciatorio, y así hay misericordia hacia todos sin contravención de la justicia de Dios. Pero aquí, en el capítulo 4, versículos 24-25, Cristo es el Sustituto de Su pueblo, lo que se corresponde con el segundo macho cabrío de expiación (Lv. 16). Los pecados de Israel eran traspasados a aquel macho cabrío—puestos sobre él y llevados fuera. Esto es lo que tenemos aquí: Él «fue entregado por nuestros delitos, y resucitado para nuestra justificación» (RV).
¿Fue acaso Él entregado por los pecados de todo el mundo como Sustituto de todos para quitarlos? En tal caso hubieran sido quitados, porque Dios ha aceptado al Sustituto. Esto último es cosa cierta, porque Él lo resucitó de entre los muertos. Tal postura enseñaría el error fatal de la redención universal. De ahí la necesidad de observar que estas palabras están claramente limitadas a los creyentes. «A los que creemos.» Abraham creyó a Dios, y esto le fue contado como justicia. Nosotros creemos a Dios que Él «levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación». El siguiente capítulo nos muestra también que esto debe quedar limitado a los creyentes. «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.» Por tanto, la aplicación de estas palabras a todos conlleva la destrucción de su efecto a todos, o enseñar lo que es falso, que todos vayan a ser salvos, en directa contradicción a lo que realmente se dice.
Examinemos pues los hechos por su orden. Aquí nos está hablando Dios. ¿Le creemos, que Él ha levantado a Jesús de entre los muertos? Esto solo no sería suficiente, porque los demonios lo saben, y muchos son los inconversos que no lo dudan. Pero observemos el siguiente hecho: «el cual fue entregado por nuestras transgresiones». El término transgresiones es en realidad mejor traducido «delitos» en la RV (o también «ofensas»); «transgresión» es traducción de otro término que denota explícitamente el quebrantamiento de una ley promulgada y reconocida, como en el versículo 15. Si se hubiera usado esta palabra en este versículo 25, no hubiera incluido a los gentiles, que no estaban bajo la ley. El término «delitos» (RV) u «ofensas» incluye todos nuestros pecados, tanto bajo la ley como sin la ley. ¿Crees tú que Jesús fue entregado a las crueles manos de los hombres, clavado en la cruz, y que allí llevó la ira de Dios debida a tus pecados? Antes de leer otra línea, te rogamos que respondas a esta pregunta. ¿Puedes tú mirar y ver al Santo de Dios llevando tus pecados, tan cierto como si no hubiera otro cuyos pecados Él llevase en aquella cruz? ¡Qué espectáculo! ¿Es Él tu Salvador?
Su muerte no sólo procuró el infinito pago que exigía la infinita justicia, sino que Él fue «resucitado para nuestra justificación». Así ha mostrado Dios Su aceptación del rescate—la muerte de nuestro Sustituto, pero Él nunca hubiera podido mostrar de una manera más clara nuestra eterna liberación que resucitando al Sustituto para nuestra justificación. ¡Oh, qué maravilloso! Él fue resucitado de entre los muertos, para que, creyendo a Dios, pudiéramos con justicia ser contados como justos delante de Dios. Nuestros pecados han sido quitados, y nunca nos serán contados, como si nunca hubiéramos pecado. Somos justificados—contados como justos delante de Dios nuestro Padre, por Él. Así, tenemos algo más que una promesa: todo es un hecho consumado. Todos nuestros pecados—porque todos ellos eran igualmente futuros entonces—han sido llevados por Jesús, que «fue entregado por nuestros delitos» (RV).
Dios lo resucitó para nuestra justificación. Creyendo a Dios, somos justificados, contados como justos. Observa esto: «Resucitado para nuestra justificación» no puede significar que es debido a que fuimos justificados; este pensamiento echaría la fe totalmente a un lado. Significa para el propósito de nuestra justificación, cuando por gracia creemos.
Capítulo 5, versículo 1. «Justificados, pues, por la fe,»—contados como justos por el principio de la fe—«tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.» Muchas almas se sienten perplejas acerca de si tienen la fe correcta, «justificados por la fe». Si separamos este versículo del final del capítulo anterior, nos ocupamos de la fe como una cuestión abstracta, y hacemos de la fe aquello que de alguna manera merece la justificación, y pronto llega a ser una cuestión de examinar nuestros sentimientos. Se podría decir: ¿Pero acaso no es cierto que «muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos» (Jn. 2:23-2423Now when he was in Jerusalem at the passover, in the feast day, many believed in his name, when they saw the miracles which he did. 24But Jesus did not commit himself unto them, because he knew all men, (John 2:23‑24))? Sí, es cierto, pero, ¿qué es lo que creían? Indudablemente creyeron en Él como el Mesías cuando vieron los milagros que hacía, pero esto es algo muy distinto de lo que tenemos aquí ante nosotros.
Bien—dirás tú—, quiero tener paz para con Dios, pero no estoy seguro de tenerla. ¿Cómo es esto? Tú respondes: En parte porque me pregunto a mí mismo, ¿Tengo la fe verdadera? Pero la realidad es que mis horribles pecados e iniquidades se levantan delante de mí y me apremian, hasta que estoy casi listo para la conclusión de que no tengo parte con Cristo. Mi conciencia también me dice lo mismo.
¿Acaso no fue Jesús, el Santo, el Santísimo, entregado por estas mismas iniquidades? ¿Crees que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, a Aquel que «fue entregado por nuestros delitos»? Esto es algo muy distinto de creer al ver milagros, por importantes que sean en su lugar. Observa que aquí tenemos una verdadera sustitución—Cristo, el Sustituto entregado por el creyente. No tenemos que confundir esto con la propiciación, que fue no sólo por nosotros, sino también por todo el mundo. Dios queda glorificado respecto al pecado, de modo que el perdón gratuito se predica a toda criatura—a todos los hombres.
Contemplemos una imagen o tipo en el Antiguo Testamento acerca de la propiciación y de la sustitución. Después que la sangre de uno de los machos cabríos había sido rociada sobre el propiciatorio de oro delante de Dios, exponiendo la justicia de Dios satisfecha por la sangre de Jesús ante la mirada de Dios (esto es la propiciación), entonces viene la sustitución: «y pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada; y dejará ir el macho cabrío por el desierto» (Lv. 16:2121And Aaron shall lay both his hands upon the head of the live goat, and confess over him all the iniquities of the children of Israel, and all their transgressions in all their sins, putting them upon the head of the goat, and shall send him away by the hand of a fit man into the wilderness: (Leviticus 16:21)).
Ahora compara esto con otra escritura que expone la sustitución: «Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros ... habiendo él llevado el pecado de muchos» (Is. 53:5-12).
Las Escrituras no enseñan que Él llevó los pecados de todos, sino, como Sustituto, los pecados de muchos, y esto en contraste con la condenación de los que le rechazan y que deben por ello ser juzgados. Sí, observa este contraste: «Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio, así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan» (He. 9:27-28).
Ahora bien, fe no es creer que siento, o creer que creo; es creer lo que Dios ha dicho. Pero, ¿crees que Dios lo ha resucitado como tu Sustituto de entre los muertos? La primera cuestión respecto a tus iniquidades es: ¿Fueron transferidas a Cristo, fueron puestas sobre Él? No los pecados de un año, como Israel en el día de la expiación, sino todos tus pecados e iniquidades, incluso antes que nacieses. ¿Asumió Él toda la responsabilidad de los mismos según las santas demandas de Dios? ¿Vino Él y fue entregado para este mismo propósito? ¿Fue que Él estaba llevando la ira de Dios contra tus pecados lo que le hizo clamar: «Dios mío, Dios mío, por qué me has desamparado»? ¡Oh, qué amor, amor más allá de toda posible descripción o pensamiento!
¿Acaso ha fracasado Él? No. Escucha Sus palabras: «Consumado es». Sí, aquella obra que Él vino a cumplir ha quedado consumada. Dios ha sido glorificado. Nuestras iniquidades fueron echadas sobre Él, transferidas a Él, llevadas por Él; no algunos de nuestros pecados, sino todos ellos fueron puestos sobre Él. El Señor, Jehová, cargó en Él el pecado de todos nosotros, y quedó todo consumado. ¡Oh, alma mía, pondéralo bien: «Consumado es»! Él ha hecho tu paz con Dios mediante Su propia sangre. Y ahora, ¿qué es lo que dice?: «Paz a vosotros»: Paz a ti. ¿Respondes, acaso: «Pero, ah, mis horribles pecados»? Él contesta: fueron cargados en mí; paz a ti. Él muestra Sus manos y Su costado. «Pero yo te he negado ... » La respuesta es: «Paz a ti».
Habiendo Dios juzgado nuestros pecados, todos ellos, sobre Su Hijo, ¿puede Él de nuevo, en justicia, juzgarlos sobre nosotros? Quizá respondas tú: «No dudo ni por un momento que Jesús murió en la cruz como mi Sustituto y que llevó mis pecados en Su propio cuerpo en el madero, pero no tengo la bendita certidumbre de que soy justificado y de que tengo paz para con Dios; no experimento la dicha que debería sentir». Pero, ¿acaso esta escritura, o ninguna otra, nos dice que somos justificados o que tenemos paz por una experiencia? ¿Nos dice acaso que tenemos que explorar nuestros sentimientos buscando evidencia de que estamos justificados?
Dios ha hecho una cosa segura para dar a la fe la certidumbre de nuestra justificación, y esta cosa, que Él ha hecho con este preciso propósito, ha sido muy pasada por alto. No sólo Jesús fue entregado por nuestros delitos, sino que Él fue «resucitado para nuestra justificación». Sí, Dios lo levantó de entre los muertos, no debido a que estábamos justificados, sino con el preciso propósito de que, creyéndole, fuésemos justificados. Así, si Cristo no ha resucitado, estamos engañados y seguimos en nuestros pecados (1 Co. 15:17). Pero Él ha resucitado, y para la fe esta cuestión queda resuelta.
Acaso dirás: ¿Pero no debo yo aceptar la expiación de mi Sustituto? No, en este caso es Dios que nos ha mostrado que Él ha aceptado el un sacrificio por nuestros pecados al levantar a Jesús de entre los muertos y al darle un lugar más allá de todos los cielos.
Y en cuanto a tus pecados, compañero creyente, ¿dónde están? Han sido transferidos a tu Sustituto. No podrían estar sobre ti y sobre Él a la vez. No. ¿Dónde están ahora? ¿Están ahora sobre Cristo? No. Pero si estuviesen sobre alguien ahora, tendrían que estar sobre Él, porque Él ha asumido toda la responsabilidad de ellos ante Su Dios. No están ahora sobre Él; entonces no pueden estar sobre ti. ¡Oh, gracia maravillosa! Dios dice que de tus pecados no se acordará ya más. Si lo hiciera, tendría que recordarlos como contra Cristo, y esto es imposible.
Cristo está en la presencia de Dios en luz, sin nube que pueda interponerse. Entonces, de la misma manera estás tu justificado de todas las cosas—no con la esperanza de serlo. ¿Acaso podría nada tener más certidumbre que este descansar en las mismas palabras de Dios? ¿Acaso no dio Dios a Su amado Hijo para este mismo propósito, que pudiésemos tener una paz despejada, sin nubes, con Él? ¿Por qué deberíamos dudar de Él?