Capítulo 4

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El Tribunal De Cristo
«Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo», dice el apóstol (2 Co. 5:10). Y en esta declaración se incluyen, sin duda, tanto creyentes como incrédulos, aunque, como se verá en el curso de estos capítulos, interviene un largo período entre el juicio de las dos clases; porque no hay ningún fundamento en la palabra de Dios para la idea comúnmente admitida de que santos y pecadores vayan a comparecer simultáneamente ante el tribunal. Pero ahora estamos tratando ahora acerca de los creyentes, y su comparecencia ante el tribunal de Cristo tendrá lugar entre Su venida y Su manifestación. Arrebatados para salir al encuentro del Señor en el aire, como ya hemos visto en nuestro anterior capítulo, son entonces como Cristo, le verán como Él es (1 Jn. 3:2), y estarán con Él para siempre (1 Ts. 4:17). El lugar al que son trasladados, y en el que estarán con el Señor, es la casa del Padre. Esto lo conocemos por las palabras del mismo Señor: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a Mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Jn. 14:2-3). Allá será que el bendito Señor llevará a todos los Suyos, y, si podemos adaptar las palabras, los presentará sin mancha delante de Su gloria con gran alegría (Jud. 24); ¡y con qué abundante alegría se presentarán Él y los hijos que Dios le dio ante Su Padre y el Padre de ellos, y Su Dios y el Dios de ellos! ¡Y con qué gozo Dios mismo contemplará el fruto y la perfección de Sus propios consejos, cuando los redimidos queden todos hechos conforme a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos! (Ro. 8:29).
Entonces los santos habitarán en la casa del Padre durante el intervalo que va de la venida de Cristo a por Sus santos hasta Su regreso con Sus santos; y, como se ha hecho observar antes, es durante este tiempo que comparecerán ante el tribunal de Cristo. La prueba de esto la encontramos en Apocalipsis 19. Justo en vísperas de regresar con Cristo (vv. 11-14), Juan nos dice: «Y oí como la voz de una gran multitud, como el estruendo de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina! Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas (dikaiomata) de los santos» (vv. 6-8). Aquí, entonces, encontramos a los santos revestidos de sus justicias (no de la de Dios), es decir, del fruto de su caminar práctico, producido y obrado desde luego por el Espíritu Santo, pero, con todo, contado como de ellos en la maravillosa gracia de Dios; y por ello, debido a que el tribunal de Cristo para los creyentes trata acerca de las cosas que hicieron cuando estaban en el cuerpo, esto sólo puede ser el resultado de una resolución judicial. El atavío de la esposa del Cordero en su lino fino, limpio y brillante, seguirá por tanto a la comparecencia de los santos ante el tribunal de Cristo; y ambas cosas tienen lugar, como parece de este capítulo, como preparativos e inmediatamente antes de la aparición del Señor con Sus santos. Si no tuviésemos esta información, podríamos haber creído que el tribunal de Cristo habría seguido de cerca al arrebatamiento. Pero hay gracia en esta postergación. Los santos son arrebatados, y están con el Señor en la casa del Padre, y se les permite familiarizarse, y, si podemos usar esta palabra, acomodarse en la gloria en la que han sido introducidos, antes que se someta a examen la cuestión de lo que cada uno ha hecho mientras estaba en el cuerpo.
Es necesario observar cuidadosamente el carácter de este juicio, y una o dos observaciones preliminares serán de gran ayuda tanto para impedir equivocaciones como para comprender la cuestión.
(1) El creyente nunca será sometido a juicio por sus pecados. En el pasaje que tenemos ante nosotros no tenemos pecados, sino cosas hechas en el cuerpo; y lo cierto es que suponer que pudiera volverse a suscitar la cuestión de nuestra culpa, de nuestros pecados, significa pasar por alto, por no decir que falsear, el carácter de la gracia y de la obra de la redención. «De cierto, de cierto os digo: El que oye Mi palabra, y cree al que Me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» (Jn. 5:24). Y una vez más se nos dice: «porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (He. 10:14). La cuestión del pecado quedó solucionada y cerrada para siempre en la cruz; y cada creyente se encuentra ante Dios en toda la permanente eficacia del sacrificio que fue allá ofrecido, sí, aceptado en el Amado. Ahora mismo estamos ya sin mancha delante de Dios, y nuestros pecados e iniquidades no serán recordados nunca más (He. 10:17).
(2) Esto se verá en el acto cuando se recuerde que tendremos nuestros cuerpos glorificados — seremos como Cristo — antes que comparezcamos ante Su tribunal; porque, como ya se ha hecho observar, la resurrección de los santos que han dormido en Cristo, así como la transformación de los vivos, y el arrebatamiento de unos y otros a la presencia del Señor, precederá a nuestro juicio. Esta es una indecible consolación; porque, al ser ya como Cristo, tendremos una plena comunión con Él en cada juicio que pronuncie sobre nuestras obras; y por ello nos gozaremos ante la denuncia y el rechazo de todo aquello que en nuestras vidas en la tierra procedió de la carne, y no del Espíritu Santo. Esto ya responde a la pregunta que se hace a veces: ¿No temblaremos y nos avergonzaremos al irse exponiendo todas las acciones de nuestra vida cristiana en su verdadero carácter? Lo cierto, como otro ha dicho: «Estamos en la luz por la fe cuando la conciencia está en la presencia de Dios. Seremos según la perfección de aquella luz cuando comparezcamos ante el tribunal de Cristo. He hecho que es algo solemne, y así es; porque todo es juzgado según aquella luz; ¡pero es aquello que el corazón ama, porque, gracias a nuestro Dios, somos luz en Cristo!
«Pero hay más. Cuando el cristiano sea manifestado así, está ya glorificado, y, perfectamente semejante a Cristo, no hay en él ningún resto de la naturaleza malvada en la que había pecado; y ahora puede mirar hacia atrás a todo el camino en el que el Señor le ha guiado en Su gracia — le ha ayudado, levantado, guardado de caída, sin apartar Sus ojos de los justos. Conoce como es conocido. ¡Qué narrativa de gracia y de misericordia! Si miro ahora hacia atrás, mis pecados no están sobre mi conciencia, aunque tengo horror a los mismos; Dios los ha echado tras Su espalda. Soy justicia de Dios en Cristo; pero, ¡qué conciencia de amor y de paciencia, de bondad y de gracia! ¡Cuánto más perfecto, entonces, cuando lo tengo todo puesto delante de mí! Desde luego, es un gran beneficio en cuanto a luz y amor en dar cuentas de nosotros ante Dios, sin que quede ni una traza del mal en nosotros. Somos como Cristo. Si alguien tiene temor de tener este examen delante de Dios, no creo que esté liberado en su alma por lo que toca a la justicia, como siendo justicia de Dios en Cristo; no ha entrado completamente en la luz. Y no hemos de ser juzgados por nada; Cristo lo ha quitado todo.»
Teniendo estas cosas presentes, podemos considerar más de cerca la naturaleza del juicio mismo. No somos nosotros mismos los que hemos de ser juzgados, ni, como se ha explicado con detalle, volverán a levantarse nuestros pecados contra nosotros, sino que, como la Escritura misma dice: «es necesario que todos nosotros comparezcamos» (seamos manifestados, fanerothenai) «ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo». El cuerpo del creyente pertenece al Señor, es un miembro de Cristo y es templo del Espíritu Santo (1 Co. 6:15-19), y por ello debe ser usado en Su servicio para manifestación del mismo Cristo (Ro. 12:1; 2 Co. 4:10). De ahí que la ferviente expectativa y esperanza del apóstol era que Cristo fuese magnificado en su cuerpo, o por vida o por muerte (Fil. 1:20). Es debido a esto que somos responsables de lo que hayamos hecho en nuestro cuerpo, de modo que en tanto que hemos sido hechos perfectos para siempre mediante la ofrenda de Jesucristo hecha una vez para siempre, y que por ello no puede haber ninguna otra imputación de pecado contra nosotros, cada acción de nuestras vidas, no sólo en lo referente a servicio, sino cada acción que hayamos realizado, será manifestada, puesta a prueba y juzgada cuando comparezcamos ante el tribunal de Cristo. Se observará lo bueno, y declarado como tal; y en tanto que las acciones buenas fueron ciertamente producidas, obradas en y mediante nosotros, por la gracia de Dios y por el poder de Su Espíritu, serán contadas, en Su infinita compasión, como nuestras, y como tales recibiremos la recompensa. Pero las malas, por buenas que aparentasen ser, serán también contempladas y reconocidas en su verdadero carácter, y como pertenecientes exclusivamente a nosotros, recibiendo su justa retribución y condena. Se acabará el tiempo de ocultación; porque aquello que lo manifiesta todo es la luz, y entonces todo será examinado y puesto a prueba por el fulgor de la luz de la santidad de aquel solio de juicio.
Es un tema digno de consideración si esta verdad ocupa su lugar debido en nuestras almas. Conociendo la gracia y la plenitud de la redención, estamos en peligro de pasar por alto o de olvidar nuestra responsabilidad. Y esto no debiera ser así; y la perspectiva del tribunal de Cristo, en tanto que no arroja ni una sombra de aprensión para el creyente, está destinada sin embargo a ejercer una influencia sumamente práctica sobre nuestras almas. El contexto mismo en el que se encuentra demuestra que éste es el caso. El apóstol dice: «pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor. Por tanto procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables [o, serle aceptables, euarestoi auto]. Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos, etc.» (2 Co. 5:8-10). Así, esta perspectiva mantenía en tensión el alma del apóstol, estimulándolo con un celo incansable en todo lo que hacía, para buscar sólo la aprobación de Cristo. De hecho, esto es precisamente lo que hace por nosotros, capacitándonos para traer todas nuestras acciones bajo la luz de Su presencia ahora, y ayudándonos a hacerlas por y para Él. Aquí en verdad reside nuestra fuerza. Satanás es muy sutil, y a menudo nos tienta a buscar agradar a los hombres; pero cuando recordamos que todos seremos manifestados ante el tribunal de Cristo, nos volvemos inasequibles a sus seducciones, sabiendo que si nos encomendamos a otros, puede ser a costa de desagradar a Cristo. Y, ¿de qué sirve practicar el engaño, sea sobre nosotros o sobre otros, cuando la naturaleza de todo lo que hacemos va a quedar manifestada en breve? Ser aceptables a Cristo será nuestro objeto en proporción a que tengamos Su tribunal ante nuestras almas.
Esto también nos ayudará a ser pacientes bajo la incomprensión, y en presencia del error o del mal. Durante los tiempos de la Reforma en Italia, un monje que había recibido la verdad del evangelio quedó sometido a encierro bajo la custodia de un correligionario de su orden. A lo largo de muchos años soportó sin murmuraciones el duro y riguroso trato de su carcelero. Finalmente se ordenó su ejecución. Cuando salía de la celda donde había estado encerrado, se volvió a su guardián, y le dijo mansamente: «Hermano, pronto sabremos cuál de nosotros ha sido agradable al Señor». También nosotros podemos dejar tranquilos todas las cuestiones bajo disputa, tanto si es acerca de nosotros o de nuestros hermanos, para su resolución ante el tribunal de Cristo. Así, podremos adoptar el lenguaje del apóstol: «Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano (día del hombre — anthropines hemeras); y ni aun yo me juzgo a mí mismo. Porque aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado; pero el que me juzga es el Señor. Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios» (1 Co. 4:3-5). La influencia de esta verdad, si se mantuviera en el poder del Espíritu Santo, sería incalculable. Produciría en nosotros unas conciencias ejercitadas incluso con respecto a nuestras acciones más insignificantes, porque mantendría continuamente delante de nuestras almas la santidad del Señor a quien servimos; y al mismo tiempo nos libraría de concentrarnos en los fallos de nuestros hermanos, por cuanto deberíamos acordarnos constantemente de las palabras del apóstol: «¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae» (Ro. 14:4).
Que el Señor nos conceda vivir más continuamente bajo el poder de esta verdad, de modo que todas nuestras palabras y acciones puedan ser dichas y hechas a la luz de aquel día.