Capítulo 5: Cristo Nuestra Vida

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Cuando el Señor Jesús vino al mundo, las tinieblas cubrían la tierra, y oscuridad las naciones; sí, la negrura prevalecía sobre todo el globo. Era, para emplear el lenguaje de Job, hablando de la muerte, una tierra lóbrega, y de la sombra de muerte, «Tierra de tinieblas y de sombra de muerte; tierra de oscuridad, lóbrega, como sombra de muerte y sin orden, y cuya luz es como densas tinieblas» (Job 10:21,2221Before I go whence I shall not return, even to the land of darkness and the shadow of death; 22A land of darkness, as darkness itself; and of the shadow of death, without any order, and where the light is as darkness. (Job 10:21‑22)). Porque «el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Ro 5:12). Por ello, no había ningún rayo de luz para aliviar la total tiniebla del estado y de la condición de los hombres. No sólo esto, sino que además Satanás reinaba; porque por el pecado del hombre Satanás había adquirido derechos sobre él, y por ello lo mantenía en total sometimiento a su voluntad. Por ello, vino a ser el príncipe de este mundo (Jn 12:31). «Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley» (Gá 4:4). «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Éste era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que es hecho fue hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz en las tinieblas resplandece, mas las tinieblas no la comprendieron» (Jn 1:1-5, RV).
Así, Cristo vino a esta escena de tinieblas; y en el acto hubo dos esferas morales distintas. Alrededor de Él había tinieblas—las tinieblas de la muerte; en Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz y las tinieblas entraron así en contacto; porque la luz resplandeció en medio de las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron. Pero ahí estaba Cristo, que tenía vida en Sí mismo, y por ello Él era «aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1:9, RV). Es cierto que pocos la recibieron, pero había luz resplandeciendo para cada uno, de manera que si alguno quedaba en tinieblas era porque no dirigían sus rostros hacia la luz. «En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios» (Jn 1:10-13). Estos sólo, los que le recibieron, fueron iluminados, y siendo iluminados, recibieron vida, porque fueron nacidos de Dios.
Durante Su peregrinación terrenal, Cristo tenía vida en Sí mismo como Hijo de Dios; y por ello, «como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida» (Jn 5:21). Porque en verdad, como nos lo dice San Juan, «Porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó» (1 Jn 1:2); y como Él mismo dijo: «Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Jn 10:10). Así, cada uno que creyó en Él fue entonces vivificado, así como los santos de la antigua dispensación fueron vivificados—nacidos de nuevo; pero una «vida en abundancia» sólo podía ser recibida después de Su muerte y resurrección; y por ello el otorgamiento de la vida eterna sobre los que creen durante esta actual dispensación es el fruto y la consecuencia de Su obra consumada. Él mismo lo dice así: «Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti; como le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste» (Jn 17:1,2).
Pero, ¿por qué fue necesario que Cristo muriera para llegar a ser el «Príncipe» de la vida? (Hch 3:15). Hemos visto que la muerte fue el fruto—el salario del pecado (Ro 6:23); y por ello en tanto que la cuestión del pecado no fuera afrontada, y las justas demandas de Dios con respecto al mismo insatisfechas, la muerte debía seguir reinando. El hombre había incurrido en la pena y en las consecuencias de sus acciones, y tenía que quedar bajo la una y las otras hasta que apareciera uno calificado, capaz y dispuesto a asumir su causa y a satisfacerla ante Dios. Y Éste fue Cristo, el Cordero provisto por Dios, «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1:29). Él vino, y por Su muerte dio satisfacción a todas las demandas de Dios sobre el pecador, porque se puso bajo toda la ira debida justamente al pecador; y en aquel mismo lugar, y con respecto a la cuestión del pecado del hombre, hizo una plena y perfecta expiación, y glorificó a Dios de tal manera que Dios, en prenda de Su satisfacción con Su obra, le ha resucitado de entre los muertos, y lo ha puesto a Su diestra en el cielo. Y así, ahora, Él es el Viviente, la muerte no tiene más dominio sobre Él, y puede otorgar vida eterna a todos los que a Él acuden. «Así que, como por la transgresión de uno [un delito] vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno [una justicia] vino a todos los hombres la justificación de vida» (Ro 5:18). Fue la santidad de Dios lo que hizo necesario que Cristo—estando en el lugar que por gracia ocupó—muriera en la cruz por el pecado; para que sobre aquel fundamento de la expiación que Él allí cumplió Dios pueda ahora con justicia justificar y pasar de muerte a vida a todo el que cree. No hay vida, así, excepto en y por medio de Cristo. Por ello, Juan puede decir: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él» (Jn 3:36).
Esta escritura nos provee también el medio por el que se recibe la vida. Es solamente por medio de la fe. Es por ello que nuestro Señor dice: «De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió [pisteuön töi pempsanti me], tiene vida eterna; y no vendrá a condenación[krisin, juicio], mas ha pasado de muerte a vida» (Jn 5:24). Aquí se exhibe la gracia de Dios. Nosotros habíamos segado la paga del pecado, la muerte; estábamos muertos en pecados, y debíamos haber seguido para siempre bajo la pena y las consecuencias de tal condición. Pero Dios era rico en misericordia, y actuando en conformidad a Su propia naturaleza, de Su propio corazón, encareció Su amor para con nosotros, en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Y ahora, aunque el salario del pecado es la muerte, el don de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro. Es Su don libre, gratuito y bendito, para todo el que recibe Su testimonio con respecto al pecador y con respecto a Su Hijo. Él ha provisto vida—vida de la muerte—y esta vida es gratuita para todo el que cree. «Y éste es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1 Jn 5:11,12).
Vemos así que cada creyente tiene vida eterna. Pero se debería observar cuidadosamente que nunca se dice que la tenga en sí mismo. Hay dos declaraciones negativas que han llevado a algunos a hacer esta inferencia; pero una inferencia, aunque sea legítima, no es la palabra de Dios. Así, nuestro Señor, hablando a los judíos, dijo: «Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6:53); y San Juan dice: «Y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permanente en él» (1 Jn 3:15). Pero estos pasajes no deben ser tomados como significando nada más que la negación de la posesión de la vida eterna por parte de los así descritos, porque la descripción de la escritura, como aparece en el pasaje ya citado, es que «esta vida está en Su Hijo». Teniendo la vida eterna, la tenemos, por ello, sólo en Cristo. Cristo está en nosotros—pero de nuevo éste es otro aspecto de la verdad—y teniendo a Cristo tenemos vida eterna; porque es Cristo que es nuestra vida. Pero cuando hablamos de vida eterna, nunca se dice que está en nosotros, sino siempre en «Su Hijo». Es este hecho el que nos garantiza una seguridad absoluta, nos asegura que nunca puede perderse, porque el que quiera robarnos de ella tiene primero que arrebatarnos de Sus manos; más aún, tiene que arrebatarlo a Él de Su asiento a la diestra de Dios.
Cristo es nuestra vida. Podemos seguir esta verdad un poco más adelante—o indicar algunas de sus consecuencias.
(1) Nuestra vida no está aquí. Ésta es verdaderamente la declaración del apóstol. «Habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3:33For ye are dead, and your life is hid with Christ in God. (Colossians 3:3)). Ha estado en este pasaje exponién­donos nuestras responsabilidades en relación con el hecho de estar muertos y resucitados con Cristo. Y como muertos con Él, no debemos actuar como vivos (zöntes] en el mundo (Col 2:2020Wherefore if ye be dead with Christ from the rudiments of the world, why, as though living in the world, are ye subject to ordinances, (Colossians 2:20)). Seguimos el orden de Cristo. Él ha muerto y desaparecido de esta escena, no tiene lugar presente en ella; Él, por lo que a este mundo toca, es un hombre muerto. Por ello, comen­zamos nuestra vida cristiana tomando el puesto de muertos. Somos sepultados con Cristo en el bautismo (Col 2:1212Buried with him in baptism, wherein also ye are risen with him through the faith of the operation of God, who hath raised him from the dead. (Colossians 2:12)), y la estimación que Dios se hace de nosotros es que estamos muertos. De ahí nuestra responsabilidad de caminar en conformidad a esto, de hacer morir nuestros miembros sobre la tierra, etc. (Col 3:55Mortify therefore your members which are upon the earth; fornication, uncleanness, inordinate affection, evil concupiscence, and covetousness, which is idolatry: (Colossians 3:5)). La Escritura nos enseña que Dios nos ha asociado tan completamente con Cristo que nos cuenta con Él como muertos al pecado (Ro 6); muertos a la ley (Ro 7); y muertos al mundo (Gá 6), y de ahí la fe acepta Su estimación como verdadera. Hemos sido llevados a través de la muerte y de la resurrección de Cristo, fuera de esta escena, a un nuevo lugar, de una manera tan completa, que se puede decir de nosotros: «Vosotros, empero, no estáis en la carne, sino en el espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros» (Ro 8:9, RV, V.M. ). Por ello, nuestra vida no está aquí; no puede estarlo, porque estamos muertos: está escondida con Cristo en Dios.
¡Qué bienaventuranza para nosotros si tan sólo aceptáramos las plenas consecuencias de esta verdad! ¡Qué inmenso beneficio si sólo comenzáramos la vida cristiana aceptando la muerte sobre todo lo que somos por naturaleza, y sobre todo lo que está a nuestro alrededor! ¡Cómo nos levantaría fuera de nuestras circunstancias, si apartáramos firmemente nuestra mirada de todo lo que vemos, poniéndola allí donde Cristo está, y recordáramos que nuestra vida está allí, que Él es nuestra vida! ¡Qué poder nos daría esto sobre la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos, y la soberbia de la vida! ¡Qué testimonio daríamos de esta manera acerca de las demandas de un Cristo antes rechazado pero ahora glorificado! Tenemos que juzgarnos a nosotros mismos en estas cosas, porque encontraremos que el secreto de mucha de nuestra debilidad y fracaso reside en buscar nuestra vida en cosas de este mundo. Pero como enseña el apóstol, si hemos resucitado con Cristo, debemos buscar aquellas cosas que están arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Debemos tener nuestras mentes (ta anö phroneite) en las cosas de arriba, no en las de la tierra (Col 3:1,21If ye then be risen with Christ, seek those things which are above, where Christ sitteth on the right hand of God. 2Set your affection on things above, not on things on the earth. (Colossians 3:1‑2)). Esto es, deberíamos estar ocupados y deleitarnos con el lugar al que pertenecemos. De ahí la enorme importancia de conocer nuestro lugar, que hemos muerto y resucitado con Cristo; porque en caso contrario no podemos decir que éste no es nuestro reposo; que no tenemos parte en la escena a través de la que estamos pasando; que nuestra vida está arriba. Cuando alguien está viviendo un tiempo en el extranjero, no tiene interés en el lugar en el que vive: sus pensamientos, sus intereses, y sus asociaciones—en otras palabras, su vida—está todo ello relacionado con su hogar. Y así debería ser para el creyente. Habiendo muerto y resucitado con Cristo, todas sus «asociaciones vitales» deberían estar relacionadas con el lugar al que ha sido llevado; tal como dice San Pablo: «Nuestra ciudadanía [politeuma] está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo» (Fil 3:20). Sólo entonces—cuando se acepte esta verdad—cono­cere­mos el goce de la continua ocupación con Cristo. Y, se puede añadir, el objeto de todos los tratos de Dios con nosotros ahora es llevarnos bajo el poder de esta verdad. Si queremos encontrar nuestra vida en cosas de abajo, Él debe traer la muerte sobre ellas, y hacernos pasar así a través de muchos dolores y amargas tristezas, para podernos enseñar para Su propia gloria y nuestra bendición que Cristo—y solamente Cristo—es la vida de Su pueblo. Como dijo un antiguo: «A menudo apaga el resplandor de esta escena para que podamos contemplar la gloria allende»; y el lugar de la gloria allende es donde Cristo está sentado a la diestra de Dios.
(2) Por cuanto Cristo es nuestra vida, es esta vida—Cristo—la que tenemos que revelar mientras pasamos por esta escena. En verdad, no tenemos otra. De ahí que San Pablo dice: «He sido crucificado con Cristo; sin embargo vivo; mas no ya yo, sino que Cristo vive en mí» (Gá 2:20, V.M.). Hay tres etapas claramente marcadas en la Escritura: Primero: «Habéis muerto»—ésta es la estimación de Dios; segundo: «Así también vosotros consideraos muertos al pecado» (Ro 6:11), etc.; por la fe tenemos que considerarnos muertos, en base de la valoración de Dios; y tercero: «Llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos» (2 Co 4:10). Estos cuerpos nuestros—antes los instrumentos y siervos del pecado—los ha tomado Dios ahora para que puedan venir a ser el medio para la exhibición de Cristo.
Ésta es pues la totalidad de nuestra res­pon­sa­bilidad—expresar a Cristo en todo lo que somos y hacemos—por cuanto Él es nuestra vida. Esto involu­cra llevar en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, la constante aplicación de la cruz—símbolo del poder de la muerte—a todo lo que somos como hombres naturales, para que no se exhiba nada del yo en forma alguna, nada de la mera naturaleza, sino sólo lo que es de Cristo. Todos—al menos todos aquellos que conocen el carácter malvado e incurable de la corrupción de la carne—comprenden que no se le puede permitir a la carne que cumpla sus propósitos. Si, por ejemplo, nos irritamos—perdemos los estribos—podemos ver claramente que hemos fracasado, y estamos dispuestos a juzgarnos en presencia de Dios. Pero no son todos los que se dan cuenta que la mera naturaleza tiene que ser mantenida bajo la aplicación de la cruz, así como estas malvadas formas de la carne. Y sin embargo si es sólo la vida de Jesús la que debe ser manifestada, está claro que nada de lo que yo soy debe verse, o la presentación de Cristo quedará confundida y oscure­cida. Es cosa cierta que necesitamos más vigilancia a este respecto, porque cuán a menudo, en nuestros momentos de descanso, en nuestra relación incluso con los santos, exhibimos mucho más de nuestras características naturales que de Cristo. Nos encon­tramos y conversamos, y a veces sucederá que, en tanto que la relación es totalmente placentera cuando la examinamos a la luz de una responsabilidad como esta, tendremos que confesar que fuimos nosotros los prominentes, y no Cristo. El ingenio, el humor y la brillantez no daban Su aroma, sino el nuestro; y así fracasamos—fracasamos en aquel objeto para el que hemos sido redimidos y llevados a Dios.
Es cierto que para cumplir esta responsabilidad necesitaremos un cuidado incesante y una fidelidad inamovible. Esto es lo que dice el apóstol: SIEMPRE llevando en el cuerpo la muerte de Jesús. Nuestros momentos de relajamiento son nuestros tiempos de especial peligro. Olvidamos con mucha frecuencia que debemos tener siempre ceñidos—si podemos cambiar la figura por un momento—los lomos de nuestro entendimiento, para que, habiéndonos revestido de toda la armadura de Dios, y habiéndolo hecho todo, tengamos aún que mantenernos firmes. Al mismo tiempo tenemos que ser implacables en el juicio de nosotros mismos. Con demasiada frecuencia, a semajanza de Saúl, hemos reservado lo mejor de los rebaños y del ganado, con el pretexto de que eran para el servicio del Señor. No, no se debe retener nada, sino que todo lo relacionado conmigo, como hombre natuarl, todo lo del yo, de la carne, esto es, todo lo que somos (empleamos estos términos para que no escape nada) debe ser mantenido bajo la cruz—en el lugar de la muerte. Entonces, y sólo entonces, resplandecerá Cristo. Es para alcanzar este fin que Dios tiene que tratarnos frecuentemente con tanta severidad; porque los vasos terrenales tienen que ser quebrados si la luz del interior ha de resplandecer.
¿Dónde—preguntará alguno—está el poder para afrontar esta responsabilidad? Sólo puede hallarse estando ocupados con Cristo en la gloria. «Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Co 3:18). Siendo transformados de esta manera, la semejanza con Cristo resplandecerá; reflejaremos la gloria con la que somos cambiados.
Por ello, no debemos considerar como una mera figura retórica el que se nos diga que hemos sido crucificados con Cristo; que nos hemos despojado del viejo hombre, y revestido del nuevo, etc. Estas cosas son realidades solemnes delante de Dios; y no deberían ser menos reales para nosotros—verdaderamente la base de nuestro puesto y bendición en Cristo. Sólo Cristo queda; y Él es nuestra vida; y sólo Él debe ser revelado a través de nosotros en nuestro andar y manera de vivir. ¡Cuán inestimable el honor que así se nos confiere! Y si tenemos alguna comunión con el deleite de Dios en Cristo, ¡cómo le alabaremos en que Él nos haya hecho tales que seamos vehículos para la presentación de Su Cristo en este tenebroso mundo!
(3) Cristo es nuestra vida: y esto se manifestará en el futuro. Éste es el punto al que hace referencia la Escritura: «Habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col 3:3, 43For ye are dead, and your life is hid with Christ in God. 4When Christ, who is our life, shall appear, then shall ye also appear with him in glory. (Colossians 3:3‑4)). La vida está ahora escondida, pero cuando Cristo se manifieste, será exhibida públicamente—y ello con Cristo en gloria. Hay sin embargo dos pasos en este proceso, y se pueden dar unas palabras acerca de ellos.
Primero, esto involucra la resurrección—o cambio de nuestros cuerpos. Porque tan grande es el poder de la vida en el Cristo resucitado que los cuerpos de Sus santos, sea que estén viviendo o en el sepulcro, serán cambiados para perder toda traza de su mortalidad. Por ello el apóstol, hablando de la resurrección de los creyentes, dice: «Es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria» (1 Co 15:53,54). La vida victoriosa, manando de Cristo, reinará suprema; y así quedará consumada nuestra redención. Nuestro mismo Señor fue el primero en anunciar esta bendita verdad. Hablando a Marta, le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente» (Jn 11:25,26). Así, Él distinguía entre las dos clases de santos—los que habrán muerto antes de Su regreso, y los que todavía estarán viviendo. Los primeros serán resucitados, y los últimos no morirán, en conformidad a la palabra del apóstol: «No todos dormiremos; pero todos seremos transformados» (1 Co 15:51; véase también 1 Ts 4:13-18). Fue esta perspectiva la que levantó a los apóstoles por encima de todas las circunstancias que le rodeaban. «Por tanto, no desmayamos; antes aunque éste nuestro hombre exterior se va desgas­tando, el interior no obstante se renueva de día en día»; y después de señalar la relación de esta actual leve tribulación con el futuro peso de gloria, mientras se miran las cosas que son eternas, dice: «Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial; pues así seremos hallados vestidos, y no desnudos. Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia; porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida» (2 Co 5:1-4). Como alguien ha dicho de manera hermosa: «Él vio en Cristo glorificado un poder de vida capaz de sorber y tragar toda traza de mortalidad, porque el hecho de que Cristo estaba en las alturas en la gloria era el resultado de este poder, y al mismo tiempo la manifestación de la porción celestial que les pertenecía a los Suyos. Por ello, el apóstol deseaba no ser desnudado sino revestido, y que aquello que en él era mortal fuera absorbido por la vida, para que la mortalidad que caracterizaba su naturaleza humana terrenal desapareciera delante del poder de la vida que veía en Jesús, y que era su vida. Este poder era tal que no había necesidad de morir».
El tiempo de esta consumación es cuando el Señor vuelve para recibirnos a Sí mismo. Esto queda declarado de manera definitiva en 1 Ts 4: «Porque el Señor mismo con voz de mando, de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arre­batados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor» (vv. 16,17). Es entonces que Él «transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas» (Fil 3:21).
Por ello, los resultados de que Cristo sea nuestra vida no serán alcanzados hasta la mañana de la resurrección. Ahora podemos regocijarnos en el conocimiento de que tenemos vida eterna, y de que, por cuanto la tenemos en Cristo, es nuestra para siempre; pero entonces perderemos toda traza tanto de mortalidad como de corrupción, porque la vida y la incorrupción [aphtharsia] han sido sacadas a luz por el evangelio (2 Ti 1:10). Es sólo de una manera débil que podemos entrar en el pleno carácter de esto; y sin embargo se nos permite que levantemos la mirada a donde está Cristo, para verlo glorificado, para conocer que habiendo muerto no muere ya más, la muerte no tiene más dominio sobre Él; y, según le contemplamos, tenemos justificación en la palabra de Dios para decir: Seremos semejantes a Él; gozaremos de toda la plenitud de la vida que es en Él; porque Dios nos ha predestinado para ser conformados a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos. Ciertamente que por cuanto todo es de gracia, es a Dios sólo a quien pertenece toda la alabanza.
En segundo lugar, habrá, como ya se ha dicho, la exhibición de esta vida juntamente con Cristo en gloria. Éste es el perfecto contraste con nuestra condición actual, y es expuesta en varias ocasiones, en otros aspectos, en las Escrituras. «Amados,» escribe San Juan: «ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Jn 3:2). Ésta será la absoluta inversión de nuestra actual aparente condición. Ahora somos hijos de Dios, pero entonces se manifestará que somos hijos de Dios en que seremos como Cristo. Y del mismo modo es muerte ahora por lo que a este mundo respecta: Dios dice que estamos muertos, y nosotros nos consideramos así. Pero entonces—cuando aparezcamos con Cristo en gloria—se manifestará que Él es nuestra vida, y que nosotros somos uno con Él en aquella vida eterna. Entonces reinaremos en vida por Él, por Jesucristo (Ro 5:17).
Y la relación no cambiará jamás. Con Cristo es nuestra vida ahora, lo será asimismo por toda la eternidad. Podremos siempre decir: En ti está la fuente de la vida; en tu luz veremos la luz. Entonces todas las lágrimas serán enjugadas, y no habrá más muerte, ni tristeza ni llanto, ni habrá más dolor: porque las cosas primeras habrán pasado (Ap 21:4). Porque la muerte, el último enemigo, habrá sido destruido antes de esto; y por ello habrá para cada santo de Dios el goce constante, perpetuo y sin obstáculos del poder de aquella vida «más abundante» que recibe a través de Aquel que ha muerto, resucitado y que ahora vive para siempre jamás. ¡Qué contraste con nuestras actuales circunstancias! La muerte se cierne sobre toda esta escena, y tenemos que llevar siempre por todas partes la muerte de Jesús. Es muerte, así, sobre nosotros así como sobre todos alrededor. Luego será vida, y nada sino vida, y vida para siempre jamás.
«Bella la escena que ante mí se extiende;
Vida eterna Jesús da;
Mientras que Él su bandera sobre mí ondea,
Paz y gozo a mi alma da:
¡Segura es su promesa!
Porque Él vive, yo viviré».