Capítulo 5: El residuo

Jonah
El propósito principal del libro de Jonás emana, así nos parece, del capítulo 2, que adrede hemos omitido hasta aquí. Hemos visto que la persona de Jonás nos presenta los caracteres que hubieran debido llevar los testigos de Jehová, entonces el profeta judío como testigo; en fin, que esta misma persona ilustra también para nosotros la historia del pueblo que, a pesar de todo ha sido y será todavía el testigo de Dios para con las naciones. Decimos “será”, pues que si el pueblo, como conjunto, fue rechazado definitivamente cuando la paciencia de Dios hubo alcanzado su término, de allí saldrá en el futuro un residuo, núcleo de un pueblo futuro, cargado, como toda su raza, con “la culpa de la sangre”, es decir con la responsabilidad de la muerte del Mesías, y sufriendo las consecuencias de ello durante la tribulación del fin. La angustia producirá en el corazón de esos fieles un arrepentimiento para salvación. No buscan a separar su responsabilidad de la del pueblo del cual forman parte; reconocerán que su castigo es merecido, que la tempestad que va “siempre creciendo” es la justa retribución de su crimen y ¡que deben ser cortados de la tierra de los vivos, por haber crucificado al Hijo de Dios! Pero, tragados por el gran pez, ellos encontrarán, en la angustia, que su Mesías atravesó las mismas angustias, y que Jehová Le respondió. Esta convicción dará una gran seguridad a esos fieles, de modo que clamarán a Dios con la certidumbre de que Él les oye. Sus experiencias nos vienen descritas en el capítulo 2 de nuestro profeta. La oración de Jonás contiene dos temas: el primero, las experiencias del Residuo creyente, del verdadero Israel, en el día de la angustia1 (capítulo 2:3) del cual es salvado; el segundo, la muerte y los sufrimientos de Cristo, que serán el tema de otro capítulo.
En cuanto al primer tema, suponemos que nuestros lectores son lo bastante familiarizados con el Antiguo Testamento, como para saber que los profetas y los Salmos nos ocupan constantemente con el Residuo judío creyente del fin, y de las tribulaciones que sufre. La oración de Jonás es una prueba que apoya esta verdad. Los ocho versículos reproducen tan numerosos pasajes de los Salmos y del profeta Isaías que citarlos todos sería sobrecargar inútilmente nuestro texto. Cada lector, provisto con una buena concordancia, puede él mismo hacer la lista de ellos; nos limitaremos pues a citar algunos pasajes esenciales.
“Entonces oró Jonás a Jehová su Dios, desde las entrañas del pez; y dijo: ¡De en medio de mi aflicción clamo a Jehová, y él me responde!” (capítulo 2:1-2).
Es de notar que el grito de Jonás no viene aquí sino después del de las naciones. Tal será el caso, en efecto. Hoy, el navío de las naciones, conteniendo a los que, por la fe han venido a ser adoradores del verdadero Dios, sigue su curso, y los que van en él han obtenido la liberación después de haber “clamado a Jehová” (capítulo 1:14). Israel, por lo contrario, es tragado en el mar de los pueblos, pero un Residuo se despertará desde el seno del Sheol (el abismo); desde el fondo de su angustia, desde el seno de esa gran tribulación que pesará en primerísimo lugar sobre los fieles del antiguo pueblo de Dios, clamará él mismo también hacia el Dios que ofendió.
Este versículo reviste la forma habitual de los Salmos. Es un resumen de todo el contenido de la oración e indica por adelantado el resultado, mientras que los versículos siguientes describen por qué camino este resultado será obtenido. Tirado al fondo del abismo, tragado por el monstruo preparado por Dios como instrumento de su conservación, el fiel ora y clama. ¡Con qué gozo comprueba que ha venido la respuesta! El Salmo 120, que sirve de prefacio a la pequeña compilación de los cánticos graduales, habla exactamente en los mismos términos. Se trata, en este Salmo, del Residuo nuevamente echado fuera de su país por la persecución, después de haber entrado allí en compañía con la nación incrédula: Es el día de la apretura de Jacob (ver Apocalipsis 12:13-16). Entonces dice: “A Jehová, en mi angustia, clamé, y él me respondió” (Salmo 120:1). “Y él los libró de sus aflicciones”, como tan a menudo está dicho en el Salmo 107, que, a su vez, sirve de prefacio al libro quinto de los Salmos, en donde se encuentran los cánticos graduales. “Él me respondió” es el resumen de todas las experiencias de los fieles: una plena liberación. Lo mismo sucede en el Salmo 130: “¡Desde profundos abismos clamo a ti, oh Jehová!”. Este Salmo nos describe los solemnes ejercicios de conciencia del Residuo, y los resultados, eternamente bendecidos, de su liberación (ver también el Salmo 18:6; 86:7).
“¡Desde lo más hondo del infierno pido auxilio, y tú oyes mi voz!” (capítulo 2:3).
Después del resumen del cual acabamos de hablar, la oración de Jonás vuelve a tomar el séquito de las experiencias que han traído esta respuesta de Jehová. Primero, el fiel clama desde el seno del Sheol y Dios oye. Aun no ha llegado la respuesta, pero él tiene la consoladora seguridad de que la oración de fe ha llegado al oído de Jehová. La oración de Ezequías (Isaías 38:10) tiene muchos rasgos comunes con la de Jonás, solamente allí la angustia es menos grande: Ezequías baja en el Sheol, Jonás está allí, David, en el Salmo 30:3, sube de él. (Ver todavía el Salmo 18:4-5).
“¡Porque me has echado a lo más profundo, al centro de los mares; y las corrientes me circundan! ¡todas tus olas y tus ondas pasan sobre mí!” (capítulo 2:3).
Uno encuentra exactamente la misma expresión en el Salmo 42:7. Todo lector, algo familiarizado con la profecía, sabe que el segundo libro de los Salmos (Salmos 42-72) describe los sentimientos y las experiencias del Residuo de Judá, echado fuera entre las naciones durante la gran tribulación. Ahora bien, son precisamente estas experiencias que nos presenta la oración de Jonás.
“Yo pues dije: ¡Desechado soy de delante de tu presencia! no obstante volveré a mirar hacia tu santo templo” (capítulo 2:4).
Volvemos a encontrar aquí la oración de Ezequías (Isaías 37:10-11); los numerosos pasajes del segundo libro de los Salmos (Salmo 43:2; 44:9; 60:1,10), y otros pasajes todavía (Salmo 74:1; 77:7; 31:22; Lamentaciones 5:22). La conciencia de ser rechazado no destruye la seguridad de la fe entre el pobre Residuo en la angustia. Echado fuera de Jerusalem, no deja de mirar hacia el templo, como Daniel hacia Jerusalem (Daniel 6:10; ver también el Salmo 42:4; 43:3-4; 18:6; Habacuc 2:20). Los santos de hoy, que pueden aplicarse este pasaje cuando están en la aflicción, saben que este templo es para ellos la casa del Padre, en los cielos.
“Las aguas me cercan hasta el alma; las honduras me rodean, las algas marinas se envuelven alrededor de mi cabeza” (capítulo 2:5).
El alma hace, en el apuro, la experiencia de lo que es el juicio de Dios a causa del pecado. En el segundo libro de los Salmos, del cual hemos hablado, esta posición terrible queda pintada en rasgos imborrables: “Un abismo llama a otro abismo, a la voz de tus cataratas; todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí” (Salmo 42:7). El Salmo 49 describe la grandeza de esta angustia. Entrar en el fango profundo del pecado tiene por consecuencia el juicio: la profundidad de las aguas que traga y la corriente que sumerge, al mismo tiempo que se abre un abismo sin fondo (Salmo 69:2,15). Veremos más tarde que el fiel encuentra a Cristo en el abismo, este Jesús que bajó allí por él. Nosotros también, cristianos, hemos hecho la misma experiencia, pero sin ser obligados, como el Residuo, a conocer el abismo, sino es tan solo en nuestra conciencia. “¡Desciendo hasta los cimientos de las montañas; la tierra con sus cerrojos me tiene aprisionado para siempre! ¡Empero tú haces subir mi vida desde el lugar de corrupción, oh Jehová, Dios mío!” (capítulo 2:7).
La angustia llega a sus últimos límites; el afligido no puede descender más abajo. Es la muerte en todo su horror. Las puertas que cierran el acceso a la tierra de los vivientes son cerradas para siempre. Estas mismas experiencias se vuelven a encontrar en el cántico de Ezequías (Isaías 38:10-11), y también la misma respuesta de Dios: “Y tú en amor hacia mi alma la libraste del hoyo de destrucción; porque has echado todos mis pecados tras de tus espaldas”. “¡Jehová dióse prisa a salvarme!” (versículos 17,20). Es por la resurrección de Cristo que todos nuestros pecados son dejados en el abismo en donde jamás se volverán a encontrar.
“Cuando mi alma desfallece dentro de mí, acordéme de Jehová; y entra mi oración delante de ti, en tu santo templo” (capítulo 2:7).
En el momento de la suprema angustia y de la agonía, el fiel recuerda a Jehová, y no sólo es oída su oración sino recibida en el lugar donde Dios habita.
“Los que veneran las vanidades mentirosas abandonan su misma misericordia” (capítulo 2:8).
Aquí viene la reprobación pronunciada contra el pueblo apóstata nuevamente invadido por el demonio de la idolatría (Mateo 12:43-45) y que abandona por las vanidades mentirosas la gracia colocada ante él. Vale más estar hundido en la angustia con una esperanza, que compartir la suerte de los que tienen al Anticristo como amo. En el Salmo 31, vemos la diferencia entre los que “observan vanidades mentirosas” (versículo 6), y aquel que confía en Jehová y cuya gracia es su único recurso.
Yo empero con voz de alabanza ofreceré sacrificios a ti; pagaré los votos que te he hecho. ¡La salvación pertenece a Jehová!” (capítulo 2:9).
Aquí, el fiel Residuo llega al culto que las naciones habían encontrado en el tiempo de su infidelidad. Este culto, los cristianos lo rinden ahora; solamente, en el porvenir profético, las naciones sacrificarán bajo el reinado del Mesías, a Jehová, el Dios de Israel, y subirán a Jerusalem para adorarle, en compañía de Su pueblo (Salmo 116:14-15; 22:25). Habrá entonces, para Israel como para las naciones (capítulo 1:16), “votos”, el servicio de Jehová, libre y sin restricción, de un “pueblo de franca voluntad” (Salmos 56:12; 61:8; 66:13; 76:11; Levítico 8:16; Deuteronomio 23:21).
La última palabra de esta oración profética es: “¡La salvación pertenece a Jehová!”. Allí está: Él solo la efectuó; es únicamente el fruto de Su gracia (Isaías 38:20; 52:10). Israel encontrará en los últimos días esta gran verdad que hoy día hace el gozo, la seguridad de todos los creyentes, y sobre la cual su certidumbre se funda para siempre. ¿Cómo se producirá esa liberación? Es lo que vamos a ver en el próximo capítulo.
 
1. Llamada también “la apretura (o angustia) de Jacob” (Jeremías 30:7), y “la gran tribulación”, término más general. Vea para la palabra “angustia” una cantidad de pasajes de los Salmos y de los profetas.