Capítulo 5

Romans 5  •  18 min. read  •  grade level: 14
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Al conectar los primeros once versículos del capítulo 5 con el último versículo del capítulo 4, tenemos tres cosas que nos son aseguradas. La primera es que, siendo justificados (contados como justos delante de Dios), tenemos paz para con Dios respecto a todos nuestros pecados. Con todo, reconocemos plenamente Su santidad y justicia, y esta paz no procede de nada que nosotros hayamos hecho, sino que es por medio de nuestro Señor Jesucristo. Es una paz que resulta del bendito conocimiento, por la fe, de que todos nuestros pecados han sido quitados por la sangre de Jesús, de modo que Dios no puede tener acusación acerca de culpa alguna contra nosotros. Tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo. En cuanto al pasado, todo queda limpiado.
La segunda cosa es: «Por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes». Por la fe entramos en el pleno favor de Dios, sin nube alguna. Esta gracia implica el favor gratuito, revelado en la redención que tenemos, habiendo sido justificados gratuitamente. Esta es nuestra feliz y permanente morada; allí estamos firmes. ¡Qué paz tan maravillosa, ya presente! No es necesario decir que no podemos gozar de esto si caminamos de manera negligente o si admitimos el pecado en forma alguna en nuestras vidas.
La tercera cosa es respecto al futuro: «Nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios». No tenemos la esperanza de ser justificados o de tener paz—estas cosas las tenemos—, pero tenemos esperanza, con gozo, de la gloria de Dios. ¿No debería llenar nuestros corazones de gozo saber que estaremos pronto en la escena donde todo es para la gloria de Dios, todo apropiado para Él, todo puro por dentro y por fuera? Sí, estaremos en un estado de pureza impecable apropiada a Su presencia, cuando Él que nos ha redimido haya venido y nos haya llevado consigo. ¿Hay algo que pueda dar a nuestros corazones un gozo tan grande como éste—estar con Él y ser como Él?
Versículos 3-5. «Y no sólo esto»—no sólo tenemos paz para con Dios, un acceso presente al favor gratuito de Dios y la esperanza anhelante de Su gloria, sino que esto nos capacita también para gloriarnos en las tribulaciones presentes. «Sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.»
Debemos observar un error muy común en cuanto a estos versículos. A menudo son leídos como significando exactamente lo contrario de lo que dicen, como si debiéramos tener esta experiencia a fin de que el amor de Dios pueda ser derramado en nuestros corazones, y que si oramos mucho y somos muy diligentes en la paciencia, experiencia y esperanza, entonces podemos esperar que el Espíritu Santo nos será dado. No hay palabras para expresar lo erróneo que es todo esto. El Espíritu Santo nos es dado porque Jesús ha consumado la obra de redención, y estando Él ahora glorificado, somos sellados por el Espíritu, y el amor de Dios es derramado en nuestros corazones. Así, la suposición de que el Espíritu Santo vaya a ser dado debido a ningunos esfuerzos de experiencia o de devoción propia es echar a un lado la perfecta obra de Cristo. No, la verdad es precisamente lo contrario; toda esta bendita y paciente experiencia se debe a que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.
Supongamos ahora que eres invitado a una cena con Su Majestad el Rey, y que él te muestra toda posible atención y bondad. Pero en lugar de gozar de su bondad, dices a los presentes que vas a orar con todo fervor que puedas tener un rey y que el rey te muestre su favor. ¿Qué diría él, o cualquier presente, de una conducta así? Sólo los ciegos y sordos podrían cometer tal error. Es indudable que los que conocen un rey así son los más leales, y que aquellos que conocen que el amor de Dios ha sido derramado en sus corazones por el Espíritu Santo que les ha sido dado le amarán mejor y tendrán esta bendita experiencia debido a la misma realidad.
¿Qué diremos de los ciegos y sordos que no perciben nada del amor de Dios a nosotros o que haya sido derramado en nuestros corazones, sino que, convirtiendo esta preciosa escritura en legalidad, piensan y dicen que Dios nos amará sólo en tanto que nosotros le amemos, y afirman: Cuanto más amemos a Dios, tanto más nos amará Él? Este pensamiento está en la raíz de una gran cantidad de falsos esfuerzos en pos la santidad de parte del hombre. Muchos se sobresaltarían al ver esto descrito de una manera tan clara.
¿Qué dirías acerca de esforzarte por hacer santa la carne a fin de que Dios pueda amarla? ¿No son a miles los que están en esta empresa? ¿Es acaso esto lo que tú has estado intentando? ¿No hemos dicho en la práctica que el viejo «Yo» ha de ser santo a fin de que Dios me pueda amar? Es cierto que la carne ha de ser sometida, pero no para que Dios pueda amarme, sino debido a que me ha amado.
Pasaremos ahora a considerar cómo Él nos ha amado y en qué estado estábamos cuando Él nos amó.
Versículos 6-11. «Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos.» ¿Se han inclinado nuestros corazones a esta realidad? No sólo éramos culpables, sino que no teníamos fuerzas, carecíamos de fuerzas para ser mejores. Mientras estábamos en este estado mismo, se nos manifestó un amor infinito: «A su tiempo murió por los impíos». No había otro posible medio para que Dios justificase a los impíos sino que Su Hijo muriese por dichos impíos. Por Su muerte nos resplandece el amor de Dios. «Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.» ¿Fue esto en base del principio de que cuanto más amamos a Dios tanto más nos amará Él a nosotros? ¿Puede haber una exhibición más grande de Su amor que esta realidad, que «Cristo murió por nosotros»? ¡Imposible! Y esto sucedió cuando nosotros éramos aún pecadores.
¡Oh, deténte, y medita en el amor de Dios hacia nosotros—no nuestro amor a Dios primero, ni que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó de tal manera. Cuanto más este pensamiento domine nuestras almas, tanto más le amaremos.
Es posible que digas: Todo esto puede ser bien cierto respecto al pasado, pero, ¿no podemos fallar en el futuro, y, en este caso, no dejará Dios de amarnos? Habiendo conocido el amor de Dios, ¿no será posible que seamos dejados al final bajo la ira eterna? Oigamos la respuesta del Espíritu Santo a esta tan solemne cuestión. Si Dios ha mostrado de tal manera Su amor por nosotros, que cuando éramos aún pecadores, Cristo murió por nosotros, «mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira». Observa esto: estando justificados por Su sangre es algo que queda inmutable e inalterable; no es que habiendo sido justificados una vez por Su sangre necesitemos serlo de nuevo, sino que, estando justificados, ello permanece para siempre. Su sangre es siempre la misma delante de Dios, habiendo hecho la expiación por todos nuestros pecados. Por tanto, estamos siempre justificados por Su sangre. No hay cambios. Luego, no sólo estamos, sino que «por él seremos salvos de la ira». ¡Oh, que gracia tan preciosa, infinita!
Y hay más aún: «Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida». ¡Ah, cuánto esfuerzo se toma nuestro Padre para convencernos de Su amor eterno, inmutable! Sólo piensa esto: toda la obra expiatoria de reconciliarnos con Dios fue llevada a cabo por la muerte de Su Hijo. Dios quedó glorificado; nuestros pecados, todos nuestros pecados, fueron transferidos a Cristo y llevados por Él, ¡cuando nosotros éramos enemigos! Y ahora somos justificados de todas las cosas, redimidos para Dios, hechos hijos Suyos. Él, que nos reconcilió por Su muerte, vive para servir, para lavar nuestros pies, para salvar hasta el final mediante Su sacerdocio y mediante Su abogacía si fracasamos.
«Mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida.» Esta certidumbre por lo que atañe al futuro elimina todo obstáculo al pleno gozo del corazón en Dios. No sólo tenemos esta certidumbre de ser salvos al final por Su vida, «sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación».
Esto concluye toda la cuestión tocante a nuestros pecados. Dios es absolutamente justo en la manera en que los ha quitado mediante la muerte de Su Hijo. En infinito amor a nosotros, han sido puestos sobre el Sustituto expiatorio cuando nosotros éramos enemigos y débiles. Aquel que los llevó en Su cuerpo ha sido resucitado de entre los muertos para nuestra justificación. Estamos justificados y tenemos paz para con Dios. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado. El amor de Dios y la justicia de Dios han quedado plenamente revelados y expuestos en que nos ha reconciliado con Él mismo por la muerte de Su Hijo.
Nuestra liberación y salvación de la ira en el futuro y de forma práctica son cosas absolutamente ciertas. Hemos recibido en nuestras almas el pleno efecto de todo esto por lo que respecta a nuestros pecados. Y, ¡oh, maravilloso privilegio!, nos gloriamos en Dios con un gozo sin estorbos.
La salvación es totalmente de Dios, y le conocemos de tal modo que nos gozamos en Dios según todo lo que Él es. No es necesario decir que esto no podía ser con la ley. Incluso si la ley nos hubiera podido justificar de nuestros pecados pasados—lo cual es imposible—, ¿quién podría mantenerse en base de su propia responsabilidad con respecto al futuro, y gozarse en Dios? No, es todo por medio de nuestro Señor Jesucristo, de comienzo a fin. Cuidémonos de dejar escapar esta perfecta gracia, de admitir la más mínima confianza en la carne. Es Cristo en el futuro, como es Cristo en el pasado.
Así, el versículo 11 concluye la cuestión de los pecados—los actos de desobediencia contra Dios. La cuestión del pecado—la carne adentro—es lo que se trata a partir de ahora. Quiera el Espíritu Santo profundizar en nuestras almas un sentimiento de la gracia infinita de nuestro Dios, de modo que podamos gozarnos continuamente en Él.
Versículo 12. Llegamos ahora a la cuestión del pecado—de la naturaleza caída del hombre—y a las cabezas de las dos familias; la primera cabeza, Adán, por quien el pecado entró en el mundo, y la otra cabeza, Cristo, por quien ha abundado la gracia por encima del pecado.
Muchos que creen que sus pecados han sido perdonados sienten gran perplejidad al encontrar la raíz, el pecado, en la carne. Mucha de esta confusión surge por falta de observar cuidadosamente la distinción entre los pecados y el pecado. Como hemos visto, el versículo 11 concluye la cuestión de los pecados. El versículo 12 afronta la cuestión del pecado.
«Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.» En este versículo tenemos dos pruebas del origen del mal: en primer lugar, el pecado entró en el mundo por un hombre, y en segundo lugar, todos los de la raza humana pecan y todos mueren. ¡Qué coherencia más absoluta entre la Palabra de Dios y los hechos!
Y la muerte reinó tanto si el hombre era puesto bajo la ley como si estaba sin ley. Después de la entrada del pecado y de la caída del hombre, la ley no fue dada durante dos mil quinientos años. «Pues antes de la ley, había pecado en el mundo; pero donde no hay ley, no se inculpa de pecado. No obstante, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés, aun en los que no pecaron a la manera de la transgresión de Adán, el cual es figura del que había de venir» (vv. 13-14). Esto es, no transgredieron una ley dada, pero había muerte, lo que era prueba de que había la presencia del pecado.
El pecado y la muerte entraron en la creación por medio de su cabeza, Adán. La muerte no es meramente la pena de una ley quebrantada, sino que al haber entrado el pecado, el resultado es la muerte, como lo expresa la Palabra: «La paga del pecado es muerte».
En contraste con el pecado y la muerte que entraron por la primera cabeza, a Dios le agradó revelarnos que la justicia y la vida han entrado para una nueva raza por la dádiva de Su propio Hijo. Sólo que el don infinito tiene que sobreabundar sobre el finito, por terrible que haya sido el resultado del pecado del hombre. Dios no podía, en Su favor gratuito a nosotros, darnos un don que se quedase corto de nuestra necesidad. Por ello, el Espíritu Santo nos muestra con todo esmero cómo el don del favor gratuito ha sobreabundado por encima del pecado (la raíz del mal) y por encima de la muerte que entró por Adán.
Versículo 15. «Pero el don [el acto de favor] no fue como la transgresión; porque si por la transgresión de aquel uno murieron los muchos, abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo.» Es indudable que el efecto de la ofensa del pecado de Adán sobre los muchos, sobre toda su posteridad, es grande y terrible, y todos pertenecemos a estos «muchos». La muerte pasó a todos los hombres. Sin embargo, si hemos pasado de muerte a vida en la Cabeza resucitada de la nueva creación, tenemos que ver ahora cómo la gracia de Dios, y el don por gracia, por Uno—Jesucristo—ha abundado a los muchos en Él.
Versículo 16. «Y con el don no sucede como en el caso de aquel uno que pecó; porque ciertamente el juicio vino a causa de un solo pecado para condenación, pero el don vino a causa de muchas transgresiones para justificación.» En Adán vemos un pecado, y las consecuencias que se han derivado del mismo en juicio. Ahora contemplemos el don gratuito. Veamos a Jesús, nuestro Sustituto: todas nuestras iniquidades fueron cargadas sobre Él, y ello para el propósito mismo de que por fe pudiésemos ser justificados de todas ellas. Y mucho más que esto, no sólo justificados de todas nuestras iniquidades por Su sangre, sino que Él, habiendo muerto por nuestros delitos, fue resucitado para nuestra justificación. Meditemos acerca de esta gran realidad—la resurrección de Jesús de entre los muertos. Su resurrección tuvo lugar con el expreso propósito de nuestra completa y abundante justificación.
Cuando Jesús fue resucitado de entre los muertos, Él tomó para Sí mismo aquella santa vida que Él tenía y que Él mismo era. Pudo asumirla en perfecta justicia, al haber glorificado a Dios y al haber redimido a «los muchos» según aquella gloria, y podía comunicar a ellos (a nosotros) aquella misma vida eterna—una vida justificada en una justicia inmutable y perdurable. Será de gran bendición si nuestras almas comprenden esta justificación reinante y perdurable de vida, aunque admitiendo plenamente que habíamos perdido todo derecho a nuestra vida, como hijos de Adán.
Versículo 17. «Porque, si por un delito reinó la muerte por uno, mucho más reinarán en vida por un Jesucristo los que reciben la abundancia de gracia, y del don de la justicia» (RV). (Este versículo cierra el paréntesis iniciado en el versículo 13.) ¿Puede nadie negar que la muerte reina por el pecado sobre la raza de Adán? ¿Dónde está el médico que pueda suprimir el reinado de la muerte? Jesús dice de Sus muchos: «Yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano» (Jn. 10:2828And I give unto them eternal life; and they shall never perish, neither shall any man pluck them out of my hand. (John 10:28)). La muerte no tiene derecho alguno sobre aquellos que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia. Ellos reinan en vida por Uno—Jesucristo. Nada puede detener el curso de esta gracia; nadie puede arrebatarlos de Su mano.
Versículo 18. «Así que, de la manera que por un delito vino la culpa a todos los hombres para condenación, así por una justicia vino la gracia a todos los hombres para justificación de vida» (RV). El verdadero sentido de este versículo es: por un delito vino juicio hacia todos los hombres; asimismo por un acto de justicia vino el don gratuito hacia todos para justificación de vida. Es, como en el versículo 19, el efecto de las dos acciones—el pecado de Adán y la obediencia de Cristo hasta la muerte—sobre los dos «muchos»—las dos familias. «Porque como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno los muchos serán constituidos justos» (RV).
Es de absoluta importancia ver que esta justificación de vida está relacionada con, y resulta de, Su Resurrección de entre los muertos. No está escrito que Él guardase la ley para nuestra justificación, sino que Dios lo resucitó de entre los muertos para este mismo propósito—para nuestra justificación. Ni es ni podría ser nuestra vida en la carne bajo la ley la que es justificada; esto no podría ser en manera alguna. Es juzgada y desechada. La vida que tenemos ahora delante de Dios es la vida de uno que ha pasado por la muerte por nosotros; y todo aquello que había en contra de nosotros en las justas demandas de Dios queda plenamente satisfecho por aquella sola muerte de nuestro Sustituto.
Cristo es nuestra vida. ¿Puede haber una acusación contra Él, incluso como nuestro Sustituto? Así, por la abundancia de la gracia tenemos una vida contra la que no hay ni puede haber acusación alguna—y por tanto, una vida justificada.
En Adán, o en la carne bajo la ley, nada hay que nos pueda justificar en la vida de pecado. La muerte y el juicio están sobre ella. En Cristo tenemos una vida que reina, una vida completamente justificada, y que nada puede condenar. Por lo que respecta a nuestros pecados, somos contados justos—la fe es contada como justicia—y, estando justificados, tenemos paz para con Dios. Por lo que respecta a nuestra naturaleza pecaminosa adánica, a nuestra vida y posición adánicas, ya no estamos más en ellas, sino en Cristo resucitado de entre los muertos, y la vida eterna que tenemos en Él es la vida justificada—¡en Él, y cuán totalmente justificados! Es de la mayor importancia asirse de esto—completamente justificados por Él de nuestros pecados, y, estando en la nueva creación, completamente justificados en Aquel que resucitó de entre los muertos. Esto es totalmente de parte de Dios, a la vez por medio de y en Cristo Jesús.
Querido joven creyente, ¿sabes que ya no estás más en Adán ni relacionado con las cosas viejas que pertenecen a Adán? El gran punto que debes ver es éste: «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. Y todo esto es de Dios» (2 Co. 5:17-18). ¡Qué triste error cometerías si volvieras atrás o te aferrases a las cosas viejas—a la ley y a una naturaleza pecaminosa—y supusieras que ninguna cosa podría mejorar esta naturaleza o justificarte bajo la ley, cosas que ahora han pasado! Observa esto, tu justicia y vida son para ti como cosas totalmente nuevas y todo ello es de Dios. Lo que es de Dios tiene que ser perfecto. Así, estamos perfecta y eternamente justificados en el Cristo resucitado.
Versículos 20-21. ¡Oh, el maravilloso y gratuito favor de Dios, su gracia! Acaso preguntes: ¿Por qué fue dada la ley, si el hombre no puede ser justificado por ella, si no puede dar una vida justificada? «La ley entró para agrandar la ofensa» (RVA). Y puede que así haya sido incluso en tu misma experiencia personal. Puede que haya entrado con poder mortífero, y cuanto más te hayas esforzado por guardarla, tanto más ha abundado la ofensa. ¡Cuánto te habrás esforzado por hacer santa la carne! Y cuanto más te has esforzado, tanto más has fracasado.
«Mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia.» ¿Crees tú a Dios en cuanto a esto? ¿Puedes ahora cesar de obras y reposar en el infinito y gratuito favor de Dios? «Para que así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine»—Sí, y ello «por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro». No es la gracia sola la que reina, porque esto sería indiferencia al pecado; ni es la justicia sola, o el pecador tendría que ser condenado; sino que es la gracia por la justicia. Sí, y así reina y sigue reinando, para vida eterna.
Pero si somos constituidos justos por y en Cristo, totalmente aparte de cualquier obra propia, habiendo sido perdonados los pecados, y no siéndonos contado el pecado a nosotros, luego se suscita una cuestión por lo que atañe a la justicia práctica: ¿Persistiremos en la práctica del pecado? Los enemigos de la gracia de Dios siempre plantean esta pregunta, o la presentan como acusación de que aquellos que mantienen las doctrinas de la gracia soberana de Dios implican que viven en pecado para que la gracia abunde. Esta acusación es tan común en nuestro tiempo como lo era de parte de los fariseos en aquellos tiempos contra el Apóstol. En el próximo capítulo tenemos su respuesta inspirada contra esta acostumbrada calumnia. Pero ten la seguridad de que nada menos que esta gracia abundante puede dar reposo al alma.