Juan Capítulo 6

John 6  •  15 min. read  •  grade level: 12
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El Pan De Vida; El Señor Encarnado Muerto Y Ascendido Nuevamente Al Cielo
En este capítulo, se trata del Señor descendido del cielo, humillado y muerto, no ahora como el Hijo de Dios, uno con el Padre, la fuente de vida, sino como Aquel que, aunque era Jehová y al mismo tiempo el Profeta y el Rey, tomaría el lugar de Víctima, y el de Sacerdote en el cielo: en Su encarnación, es el pan de vida; en Su muerte, el verdadero alimento de los creyentes; ascendido nuevamente al cielo, es el vivo objeto de la fe de ellos. Pero Él mira solamente este último rasgo: la enseñanza del capítulo es lo que antecede. No se trata del poder divino que da vida, sino del Hijo del Hombre venido en la carne, el objeto de la fe, y de este modo el medio de vida; y, aunque, como está claramente manifestado por el llamamiento de la gracia, además de eso no se trata del lado divino, de dar vida a quien Él quiere, sino de la fe en nosotros asiéndonos de Él. En las dos Él actúa independientemente de los límites del judaísmo. Él da vida a quien quiere, y viene a dar vida al mundo.
El Señor En Contraste Con El Judaísmo; Bendiciones Terrenales Y La Nueva Posición Y Doctrina
Esto fue en ocasión de la Pascua, un tipo que el Señor tenía que cumplir mediante la muerte de la cual Él habló. Observen, aquí, que todos estos capítulos presentan al Señor, y la verdad que le revela, en contraste con el judaísmo, el cual Él dejó y desechó. En el capítulo 5 se trataba de la impotencia de la ley y sus ordenanzas; aquí, se trata de las bendiciones prometidas por el Señor a los judíos en la tierra (Salmo 132:15), y los caracteres de Profeta y Rey cumplidos por el Mesías en la tierra en relación con los judíos, los cuales son contemplados en contraste con la nueva posición y la doctrina de Jesús. Aquello de lo que hablo aquí caracteriza a cada asunto distinto en este Evangelio.
El Profeta, El Sacerdote Y El Rey, Con Respecto a Israel
En primer lugar, Jesús bendice al pueblo, conforme a la promesa de lo que Jehová haría, dada a ellos en el Salmo 132, pues Él era Jehová. En esto, el pueblo reconoce que Él es “aquel Profeta” (Deuteronomio 18:15,18; Hechos 3:23), y desean hacerle su Rey a la fuerza. Pero Él rehúsa esto ahora—no podía tomar este título de manera carnal. Jesús los deja, y sube a un monte Él solo. Esta era, figurativamente, Su posición como Sacerdote en lo alto. Éstos son los tres caracteres del Mesías con respecto a Israel; pero el último tiene aplicación plena y especial también ahora a los santos que caminan en la tierra, quienes continúan, en cuanto a esto, la posición del remanente. Los discípulos entran en una barca, y, sin Él, son sacudidos sobre las olas. Viene la oscuridad (esto le sucederá al remanente aquí abajo), y Jesús está lejos. No obstante, Él vuelve a reunirse con ellos, y le reciben alegremente. En seguida la barca llega al lugar donde se dirigían. Una figura sorprendente del remanente transitando en la tierra durante la ausencia de Cristo, y de cada deseo suyo satisfecho plena e inmediatamente—plena bendición y pleno reposo—cuando Él se vuelva a reunir con ellos.
El Hijo Del Hombre En Humillación Aquí
Esta parte del capítulo, habiéndonos mostrado al Señor ya como el Profeta aquí abajo, y rehusando ser hecho Rey, así como aquello que tendrá lugar cuando Él regrese al remanente en la tierra—el marco histórico de lo que Él era y será—el resto del capítulo nos entrega aquello que Él es entretanto a la fe, Su verdadero carácter, el propósito de Dios al enviarle, fuera de Israel, y en relación con la gracia soberana. La gente le busca. La obra verdadera, la cual Dios reconoce, es la de creer en Aquel que Él ha enviado. Este es aquel alimento que dura para vida eterna, el cual es dado por el Hijo del Hombre (es en este carácter que hallamos a Jesús aquí, así como en el capítulo 5 Él era el Hijo de Dios), pues a Él es Aquel a quien Dios el Padre ha sellado. Jesús había tomado Su lugar de Hijo del Hombre en humillación aquí abajo. Él fue para ser bautizado por Juan el Bautista; y allí, en este carácter, el Padre le selló, descendiendo sobre Él el Espíritu Santo.
El Verdadero Pan Del Cielo Puesto Ante La Fe
La multitud le pide una prueba como el maná. Él mismo era la prueba—el verdadero maná. Moisés no dio el pan celestial de vida. Sus padres murieron en el mismo desierto en el que ellos habían comido el maná. El Padre les daba ahora el verdadero pan del cielo. Aquí, observen, no es el Hijo de Dios quien da, y quien es el Dador soberano de vida para aquel que Él quiere. Él es el objeto presentado a la fe; hay que alimentarse de Él. La vida se encuentra en Él; aquel que le come vivirá por Él, y nunca tendrá hambre. Pero la multitud no creía en Él; de hecho, la masa de Israel, como tal, no estaba en cuestión. Aquellos que el Padre le dio vendrían a Él. Allí Él era el sujeto pasivo, por decirlo así, de la fe. Ya no es más a aquellos que Él quiere, sino la de recibir a aquellos que el Padre traía a Él. Por lo tanto, independientemente de quien fuera, Él no le echaría fuera: enemigo, mofador, Gentil, ellos no vendrían si el Padre no los enviaba. El Mesías estaba allí para hacer la voluntad de Su Padre, y quienquiera que el Padre le trajera, Él le recibiría para vida eterna (comparar con cap. 5:21). La voluntad del Padre tenía estos dos caracteres. De todos los que el Padre le diera, Él no perdería ninguno. ¡Preciosa seguridad! El Señor salva indubitablemente hasta el final a aquellos a quienes el Padre le ha dado; y entonces todo aquel que viera al Hijo y creyera en Él, tendría la vida eterna. Éste es el Evangelio para toda alma, así como el otro es aquel que asegura infaliblemente la salvación de todo creyente.
Una Dispensación Nueva; Resurrección Y Vida Eterna
Pero esto no es todo. El asunto de la esperanza no era ahora el cumplimiento en la tierra de las promesas hechas a los judíos, sino el ser resucitados de entre los muertos, teniendo parte en la vida eterna—en resurrección en el día postrero (es decir, de la época de la ley en la que ellos vivían). Él no coronó la dispensación de la ley; Él tenía que introducir una nueva dispensación, y con ella la resurrección. Los judíos murmuran ante Su afirmación de que Él descendió del cielo. Jesús les contesta testificándoles que su dificultad era fácil de comprender: nadie podía venir a Él si el Padre no le traía. Fue la gracia la que produjo este efecto; daba lo mismo si ellos eran judíos o no. Era una cuestión de vida eterna, de ser resucitados de entre los muertos por Él; no era una cuestión de cumplir las promesas como Mesías, sino de introducir la vida de un mundo extensamente más diferente para ser gozado por la fe—habiendo conducido la gracia del Padre al alma para que hallase esta vida en Jesús. Además, los profetas habían dicho que todos ellos serían enseñados por Dios. Todo aquel, por lo tanto, que aprendía del Padre, venía a Él. Ningún hombre, sin duda, había visto al Padre excepto Aquel que vino de Dios—Jesús; Él había visto al Padre. Aquel que creía en Él estaba ya en posesión de la vida eterna, pues Él era el pan descendido del cielo, para que un hombre pueda comer de él y no morir.
La Muerte De Cristo Como La Vida Del Creyente
Pero esto no fue solamente por la encarnación, sino por la muerte de Aquel que descendió del cielo. Él daría Su vida; Su sangre sería tomada del cuerpo que Él asumió. Ellos comerían Su carne; ellos beberían Su sangre. La muerte iba a ser la vida del creyente. Y, de hecho, es en un Salvador muerto que nosotros vemos el pecado quitado, el cual Él llevó por nosotros, y la muerte por nosotros es muerte a la naturaleza de pecado en la que residían nuestro mal y nuestra separación de Dios. Él puso fin allí al pecado—Él que no conoció pecado. La muerte, introducida por el pecado, quita el pecado que se ligó a la vida, la cual llega allí a su fin. No es que Cristo tuviera algún pecado en Su Persona, sino que Él llevó el pecado, Él fue hecho pecado, en la cruz, por nosotros. Y aquel que está muerto ha sido justificado del pecado. Por lo tanto, yo me alimento de la muerte de Cristo. La muerte es mía; se ha convertido en vida. Ésta me separa del pecado, de la muerte, de la vida en la cual yo estaba separado de Dios. En ella el pecado y la muerte han finalizado su curso. Estas dos cosas estaban ligadas a mi vida. Cristo, en gracia, las ha llevado, y Él ha dado Su carne por la vida del mundo; y yo soy liberado de ellas; y me alimento de la gracia infinita que está en Él, quien ha cumplido todo esto. La expiación es completa, y yo vivo, estando felizmente muerto para todo lo que me separaba de Dios. Es la muerte cumplida en Él, de lo cual yo me alimento, lo principal para mí, y entro además en ella por la fe. Él necesitaba vivir como hombre a fin de poder morir, y Él ha dado Su vida. Así, Su muerte es eficaz; Su amor, infinito; la expiación, total, absoluta, perfecta. Aquello que había entre Dios y yo ya no existe más, pues Cristo murió y todo pasó con Su vida aquí en la tierra—la vida tal como Él la poseía antes de expirar en la cruz. La muerte no podía retenerle. Para realizar esta obra, Él necesitaba poseer un poder de vida divina que la muerte no pudiera tocar; pero ésta no es la verdad enseñada expresamente en el capítulo que tenemos ante nosotros, aunque esté implícita en él.
Aquel Que Murió Como El Objeto De La Fe
Al hablar a la multitud, el Señor, al tiempo que los reprendía por su incredulidad, se presenta a Sí mismo, venido en la carne, como el objeto de su fe en ese momento (vers. 32-35). Para los judíos, al serles descubierta esta doctrina, les repite que Él es el pan de vida descendido del cielo, del que si algún hombre come, vivirá para siempre. Pero les hace entender que no podían detenerse ahí—ellos tenían que recibir Su muerte. Él no dice aquí ‘aquel que me come’, sino que se trataba de comer Su carne y beber Su sangre, de entrar plenamente en el pensamiento—en la realidad—de Su muerte; se trataba de recibir a un Mesías muerto (no a uno vivo), muerto para los hombres, muerto ante Dios. Él no existe ahora como un Cristo muerto, pero tenemos que reconocer, comprender, alimentarnos de, Su muerte—tenemos que identificarnos con ella delante de Dios, participando de ella por la fe, o no tenemos vida en nosotros.
Vivir Por Cristo Alimentándose De Él
Así fue para el mundo. Así debían vivir, no por su propia vida, sino por Cristo, alimentándose de Él. Aquí Él regresa a Su propia Persona, siendo establecida la fe en Su muerte. Además, ellos debían permanecer en Él (vers. 56)—debían estar en Él ante Dios, conforme a toda Su aceptación delante de Dios, y según toda la eficacia de Su obra al morir. Y Cristo debía permanecer en ellos conforme al poder y a la gracia de esa vida en la cual Él había obtenido la victoria sobre la muerte, y en la cual, habiéndola obtenido, Él vive ahora. Así como el Padre viviente le había enviado, y Él vivía, no por medio de una vida independiente, la cual no tenía al Padre como su objeto o su fuente, sino que vivía por medio del Padre (“Como el Padre viviente me envió, y yo vivo por medio del Padre, así el que me come, éste también vivirá por medio de mí.” Juan 6:57—Versión Moderna), de modo que aquel que le comía así, viviría por medio de Él.
La Ascensión Del Señor Al Cielo; La Comida De La Fe Durante Su Ausencia
Después, en respuesta a aquellos que murmuraban sobre esta verdad fundamental, el Señor apela a Su ascensión. Él había descendido del cielo—ésta era Su doctrina; Él ascendería otra vez allá. La carne material no aprovechaba para nada. Era el Espíritu quien daba vida, al hacer comprender al alma la poderosa verdad de aquello que Cristo era, y de Su muerte. Pero Él vuelve a aquello que ya les había dicho antes: para venir a Él revelado así en verdad, ellos debían ser conducidos por el Padre. Existe tal cosa como la fe que a veces es quizás ignorante, aunque por medio de la gracia es real. Así era la de los discípulos. Sabían que Él, y Él solo, tenía palabras de vida eterna. No se trataba solamente de que Él fuera el Mesías, lo cual ellos creían verdaderamente, sino de que Sus palabras hubieran asido sus corazones con el poder de la vida divina que aquéllas revelaban, y que, por medio de la gracia, eran comunicadas. Así, ellos le reconocieron como el Hijo de Dios, no sólo de manera oficial, por así decirlo, sino conforme al poder de la vida divina. Él era el Hijo del Dios viviente. No obstante, había uno entre ellos que era del diablo.
Por lo tanto, la doctrina de este capítulo es, la de Jesús descendido a la tierra, llevado a la muerte, y ascendiendo de nuevo al cielo. Como descendido y llevado a la muerte, Él es la comida de la fe durante Su ausencia en lo alto. Pues es en Su muerte que nosotros debemos alimentarnos, a fin de permanecer espiritualmente en Él, y Él en nosotros.