A la mañana siguiente, Cristi se despertó contento, porque recordaba la oración de la noche anterior, y, con su fe sencilla había creído que la sangre de Jesucristo lo había limpiado de todo pecado.
Pero el viejito Treffy volvió a sentir duda y temor. Comenzó a mirar su interior, y recordó sus pecados. ¿Qué si, después de todo, había todavía pecado en su alma? ¿Qué si las puertas seguían cerradas para él?
—Cristi, muchacho, no siento que las cuentas estén arregladas todavía para mí –dijo con ansiedad.
—¿Por qué no, señor Treffy? –preguntó Cristi.
—Es que he sido muy malo, Cristi. No me parece que sea posible que el Señor me perdone tan fácilmente, hay mucho pecado en mi alma.
—Pero usted le pidió que lo limpiara, señor Treffy, ¿no es cierto?
—Ay, sí, se lo pedí –dijo Treffy desconsoladamente.
—Y él ha dicho que lo hará si se lo pedimos, ¿no es así, señor Treffy?
—Ay, Cristi, así es.
—Entonces es seguro que lo ha hecho –dijo Cristi.
—No sé, muchacho, no siento que lo haya hecho –dijo el viejito Treffy lastimeramente.
Así fue que mientras el pequeño Cristi andaba en la luz, el viejito Treffy seguía dando tropezones en la oscuridad, en momentos con esperanza, en momentos con temores, pero nunca confiando.
Cristi hizo otra visita al camino suburbano esa semana. La pequeña Mabel y su mamá estaban saliendo de la casa cuando llegó Cristi. La niña corrió con entusiasmo cuando vio el organillo, y le rogó a su mamá que se quedara mientras daba vuelta a la manija ¡sólo seis veces!
La señora le habló a Cristi con gentileza. Le hizo varias preguntas, y él le contó acerca del viejito Treffy, lo enfermo que estaba y cómo le quedaba apenas un mes más de vida. Los ojos de la señora se llenaron de lágrimas, preguntó a Cristi dónde vivía y anotó la dirección en un cuadernito que llevaba en el bolsillo.
—Mamá –dijo Mabel –quiero preguntarte algo.
La mamá se agachó, Mabel le susurró algo al oído, y luego dijo la señora con bondad:
—Sí, si deseas hacerlo.
Mabel corrió hacia la casa y regresó con un ramo grande de campanillas blancas, bonitamente arreglado con ramitas de hojas verde oscuro. Muy blancas y puras, y bellas a la vista.
—Toma, organillero –dijo Mabel, poniendo el ramo en las manos—, estas campanillas queridas son mías, me las dio mi tía Elena, y son para que se las lleves al señor Treffy. ¿Te parece que le gustarán?
—Ah, sí, estoy seguro que sí, niña –dijo Cristi con emoción.
—Mabel –dijo la mamá—, enséñale a Cristi la oración que te dije que siempre dijeras cuando miras las campanillas.
—Sí –dijo Mabel—, como no. Dice así, Cristi: “Lávame, y seré más blanco que la nieve”.
El rostro de Cristi pareció iluminarse.
—¿Dirás esta oración, Cristi? –preguntó la señora con bondad.
—Sí, señora –respondió Cristi—, es como la que el señor Treffy y yo oramos anoche:
Límpiame y sálvame,
Límpiame y sálvame,
De todos mis pecados lávame.
La señora sonrió cuando Cristi dijo esto, y pareció muy complacida.
—Estoy muy contenta porque conoces la única manera de ser limpio –dijo la señora—. Estas campanillas siempre me hacen pensar en las almas blancas, sin manchas por haber sido lavadas en la sangre de Jesús.
Luego la señora y la pequeña Mabel siguieron su camino, y Cristi miró las flores con ternura. ¡Qué cariño sentía por ellas ahora! Dirigió sus pasos derechito a casa, porque no quería que las campanillas se marchitaran antes de que se las diera al viejito Treffy. ¡Qué hermosas, qué limpias y puras lucían! Muy diferentes del humo y el polvo de su ruidosa calle. Cristi esperaba que el aire impuro no fuera a mancharlas. Algunos de los chicos comenzaron a seguirle rogándole que les regalara una flor, pero él cuidó mucho sus tesoros hasta que llegó al ático.
Cuando Cristi abrió la puerta ¡cuál sería su sorpresa al ver allí nada menos que al predicador, sentado al lado del viejito Treffy, hablándole muy serio! Éste hizo una pausa para saludar gentilmente a Cristi, y luego siguió con lo que estaba diciendo. Le estaba contando a Treffy acerca de la muerte de Jesús, y cómo era que la sangre de Jesús puede limpiar de todo pecado.
—No siento que las cuentas estén arregladas para mí –dijo Treffy con voz temblorosa—. Todavía me parece todo oscuro y dudoso. No siento que haya sido limpiado, no puedo sentirme contento.
—Treffy –dijo súbitamente el predicador—, ¿cree usted que le diría yo una mentira?
—No, Señor. Estoy seguro que no, puedo verlo en su rostro. No, señor, confiaría en usted en cualquier parte.
—Pues bien, Treffy –dijo el predicador, sacando dinero de su bolsillo—, te he traído esto. Ahora no puedes trabajar y necesitas muchas cosas que no puedes comprar. Te doy este dinero para que las compres.
—Gracias, señor –dijo el viejito Treffy con lágrimas en los ojos—. No tengo palabras para expresarle mi agradecimiento. Estamos muy pobres en este momento, Cristi y yo.
—Un momento, Treffy –dijo el predicador—, el dinero no es tuyo todavía. Primero debes tomarlo en tus propias manos.
Treffy extendió su arrugada y temblorosa mano tomando el dinero mientas susurraba nuevamente palabras de agradecimiento.
—¿Sientes que lo tienes ahora, Treffy? –preguntó el predicador.
—Sí, señor, lo tengo –dijo el viejito Treffy.
—¿Estás seguro que lo tienes, Treffy? –insistió el predicador.
—Sí, señor –volvió a decir Treffy desconcertado—. Sé que lo tengo, no entiendo qué quiere decir, señor.
—Te diré lo que quiero decir –dijo el predicador—. El señor Jesús ha venido a este cuarto, tal como lo he hecho yo, Treffy. Te ha traído un regalo, tal como lo he hecho yo. Su regalo le ha costado a él mucho más que el mío me ha costado a mí: le ha costado su vida. Se ha acercado a ti, como lo he hecho yo, y te dice, como he dicho yo: ‘Viejito Treffy, ¿confías en mí? ¿Crees que te diría una mentira?” Y luego te extiende su regalo, como lo hice yo, Treffy, y dice: “Tómalo, es para ti”. Ahora bien, Treffy, ¿qué tienes que hacer con este regalo? Exactamente lo que hiciste con el mío. No tienes que trabajar para recibirlo, ni quedarte esperando. Tienes que simplemente extender tu mano y tomarlo. ¿Sabes de qué regalo te estoy hablando?
Treffy no contestó, por lo que el predicador continuó:
—Se trata del perdón de tus pecados, Treffy, se trata del corazón limpio que tanto anhelas, se trata del derecho a entrar al “Hogar, dulce hogar” por el cual estás orando, Treffy. ¿Tomarás el regalo del Señor?
—Quiero tomarlo, pero no sé cómo –dijo el viejito.
—¿Te detuviste a pensar cómo ibas a tomar mi regalo, Treffy?
—No, simplemente lo tomé.
—Exactamente. Y eso es lo que tienes que hacer con el regalo del Señor, simplemente tienes que tomarlo –dijo el predicador.
Y después de un instante continuó:
—¿Me hubiera agradado a mí, Treffy, si hubieras retirado tu mano y dicho: “¡No, señor! No lo merezco. No creo que realmente me lo dé, no puedo tomarlo todavía.”?
—No, supongo que no.
—Pero es justamente lo que le estás haciendo al Señor Jesús, Treffy. Te está ofreciendo su regalo, y quiere que lo tomes ya, no que demores diciendo: “No, señor, no puedo creer lo que dices, no puedo confiar en tu palabra, no puedo creer que el regalo sea para mí, no puedo tomarlo todavía”.
—Treffy –agregó el predicador—, si puedes confiar en mí, ah, ¿por qué no puedes confiar en el Señor Jesús?
Las lágrimas caían por el rostro del anciano, y no podía responder.
—Te voy a preguntar algo más, Treffy –dijo el predicador—, ¿Confiarás ahora en el Señor Jesús?
—Sí, señor –dijo Treffy entre lágrimas—. No puedo menos que confiar en él ahora.
—Bien, Treffy, recuerda que Jesús se encuentra en este ático, cerca de ti, cerca de mí, muy, muy cerca, Treffy. Cuando le hablamos, él oye cada palabra que le decimos, escucha cada uno de nuestros suspiros, conoce cada uno de nuestros anhelos.
El predicador no había terminado:
—Pero antes de que le hables, Treffy, escucha lo que él te quiere decir –dijo, sacando su Biblia del bolsillo—. Estas son sus propias palabras: “Venid... estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” porque “la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado”. Treffy, ¿no quieres confiar en el Señor Jesús? ¿Crees que te diría una mentira?
—No, estoy seguro que no.
—Muy bien, Treffy, entonces se lo diremos.
El predicador se puso de rodillas junto a Treffy, Cristi también lo hizo, y el viejito Treffy juntó sus manos temblorosas mientras aquel elevaba una oración.
Fue una oración muy sencilla, simplemente asegurando creer lo que el Señor decía. El viejito Treffy fue repitiendo las palabras del predicador con profunda sinceridad, y, cuando terminó, el anciano siguió con las manos juntas, y dijo:
—Señor Jesús, confío en ti. Acepto tu regalo. Creo en tu palabra.
Entonces el predicador se puso de pie, y dijo:
—Treffy, cuando tomaste mi regalo, ¿qué hiciste enseguida?
—Le di las gracias, señor –dijo Treffy.
—Sí –dijo el predicador—, ¿no te gustaría agradecerle al Señor Jesús por el regalo del perdón de tus pecados que te ha dado?
—¡Ay! –dijo Treffy con lágrimas en los ojos—, sí, señor, quiero.
Entonces todos volvieron a arrodillarse, y en pocas palabras el predicador dio gracias al Señor por su gran amor y bondad hacia el viejito Treffy al darle el perdón de sus pecados.
Y nuevamente el viejito Treffy repitió las palabras, y agregó:
—Gracias, Señor Jesús, muchas gracias por el regalo, te costó la vida. De veras que te doy las gracias con todo mi corazón.
—Ahora bien, Treffy –dijo el predicador al levantarse para retirarse—, si mañana viene Satanás y dice: “Viejo Treffy, ¿de veras sientes que has sido perdonado? Quizá todo sea un error”, ¿qué le dirás?
—Creo que le diré el texto de la Biblia –respondió el viejito Treffy—. “La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado”.
—Eso dará resultado, Treffy –dijo el predicador—. Satanás no tiene respuesta para eso. Y recuerda, el Señor quiere que sepas que has sido perdonado, no que meramente lo sientas. Hay una diferencia entre sentir y saber. Tú sabías que habías tomado mi regalo, y no me entendiste qué significaba cuando te pregunté si habías sentido que te lo había dado. Es igual con el regalo del Señor, Treffy. Tus sentimientos no tienen nada que ver con tu seguridad, pero tu fe tiene mucho que ver con ella. ¿Has creído lo que el Señor dice? ¿Has confiado en él? Esa es la cuestión.
—Sí, señor, lo he hecho –dijo Treffy.
—Entonces sabes que has sido perdonado –dijo el predicador con una sonrisa.
—Sí, señor –dijo Treffy con alegría—, ahora confío en él.
En ese momento, Cristi se acercó a Treffy, y puso en sus manos el ramo de campanillas blancas.
—Me las dio la niña Mabel –dijo—, y me dijo que cada vez que las mirara, dijera una pequeña oración: “Lávame, y seré más blanco que la nieve”.
—Más blanco que la nieve –repitió el predicador—, ¡más blanco que la nieve, Treffy! Eso es maravilloso, ¿no te parece?
—Sí –respondió el viejito Treffy reflexivamente contemplando las flores—, más blanco que la nieve, emblanquecido con la sangre de Jesús.
Con esto, el predicador se despidió, pero cuando ya iba cruzando la calle, oyó que Cristi corría tras él. En la mano llevaba algunas de las hermosas campanillas y una de las ramitas verdes.
—Por favor, señor –dijo—, ¿le gustaría llevarse estas campanillas?
—Muchas gracias, muchacho; ya lo creo que me gustaría.
Se llevó las campanillas a su casa con cuidado, y éstas le enseñaron una lección de fe. La semilla que había sembrado en el salón de la misión no se había perdido. Ya dos pobres almas manchadas de pecado habían venido a la fuente, y habían sido lavadas más blancas que la nieve. El anciano y el muchachito habían creído la palabra del Señor, y habían encontrado la única manera de entrar a la ciudad luminosa, al “Hogar, dulce hogar”.
Dios había sido muy bueno con él al dejarlo saber esto. Podía ahora hacer frente al futuro con confianza.