Capítulo 7

Romans 7  •  19 min. read  •  grade level: 12
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El capítulo 6 nos habló de nuestra liberación; este capítulo 7 nos da detalles acerca de la misma. No comprenderemos este capítulo si no vemos este orden, porque la verdad del capítulo 6 tiene que haber recibido todo su peso antes de que tratemos de comprender el capítulo 7. El Apóstol acaba de decir: «Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia». Esta es una declaración de suma importancia, y el Apóstol procede ahora a explicar cómo hemos (esto es, para aquellos que están bajo ella) sido liberados. Luego describe la condición de un alma vivificada y bajo la ley antes de la liberación. Esto lo hace de una manera muy completa, y finalmente expone, lleno de gozo, el tema de la liberación, llevándonos así al capítulo 8.
Versículo 1. Primero, ¿cómo fueron liberados de la ley aquellos que estaban bajo ella? «¿Acaso ignoráis, hermanos (pues hablo con los que conocen la ley), que la ley se enseñorea del hombre entre tanto que éste vive?» Este hecho muestra la importancia de la verdad ya expuesta—la identificación con la muerte de Cristo, el considerarnos muertos con Él, y vivos para Dios. Porque si aquellos que estuvieron una vez vivos bajo ella lo estuvieran aún, tienen que ser responsables de cumplir cada una de sus jotas y de sus tildes, o la ley tendrá que maldecirlos. De modo que el cristianismo, en tal caso, carecería totalmente de valor. El hombre seguiría todavía bajo la maldición. La ley tiene dominio sobre el hombre en tanto que vive. Su responsabilidad respecto de la ley sólo termina con la muerte. La ley respecto al matrimonio demuestra esto: sólo la muerte disuelve el vínculo de responsabilidad. Mientras que un marido vive, la mujer no puede ser de otro, pues en tal caso, ella sería adúltera. Esto era evidente de por sí para los que conocían la ley.
Del mismo modo el creyente no puede, por así decirlo, tener dos maridos. No puede estar vivo en la carne, casado a la ley (bajo la ley), y estar también casado con Cristo. Sin duda alguna los hombres dicen que así ha de ser, que uno ha de tener la ley y Cristo a la vez, pero nosotros no estamos aquí explicando lo que los hombres dicen, sino lo que dice la Escritura. Dios nos dice que no podemos tener a Cristo y la ley. Así como una esposa sólo queda libre de su antiguo marido por la muerte, así nosotros sólo podemos quedar libertados del antiguo marido, del principio de la ley, mediante la muerte. Ahora, en tanto que es cierto que materialmente no hemos muerto, debemos sin embargo observar la importancia de la verdad que hemos aprendido en el capítulo 6, de considerarnos muertos, identificados con Cristo en la muerte. Sólo que ahora esto se ve en su relación especial con respecto a la ley.
Versículo 4. «Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios.» Así ellos estaban tan muertos a la ley por el cuerpo de Cristo como si realmente hubiesen muerto. Pasan de su dominio a otro estado enteramente nuevo. No tienen más que ver con el marido antiguo, sino que entran a una nueva relación, casados con un nuevo marido, a uno resucitado de entre los muertos, Cristo.
Pero, ¿no dirán algunos grandes maestros que estar muertos a la ley, el no tener ya más que ver con ella, ni ella contigo, es antinomianismo? Esto, dicen ellos, llevaría a dar fruto para pecado; sería terrible. Pero, ¿qué es lo que dice Dios? Él dice que esto es «a fin de que llevemos fruto para Dios». Esto está en perfecta armonía con lo que se ha dicho hasta ahora: «Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (6:14). Estar bajo la ley es estar bajo maldición, porque todos quedan culpables de manera probada (capítulo 3). Pero ahora somos uno con el Cristo resucitado, con los pecados perdonados y el pecado juzgado, para que podamos llevar fruto para Dios.
Versículo 5. «Porque mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros llevando fruto para muerte.» Este versículo determina el carácter de la enseñanza que sigue. No puedes decir: Cuando estábamos en la carne, a no ser que hayas sido liberado de tal estado. No podrías decir: Cuando estábamos en Londres, excepto que te hayas ido de allí. Es muy importante comprender esto.
Con frecuencia se pregunta: ¿Es esta parte del capítulo 7 la experiencia propia de un cristiano? Desde luego que no, o no se diría: «Mientras estábamos en la carne». Pero, como veremos, es la experiencia por la que han pasado la mayoría de los cristianos, por no decir que todos. También se dice que es la experiencia de los inconversos. Pero tampoco puede ser, porque los tales no pueden decir «Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios» (v. 22). Se trata, evidentemente, de la experiencia de un alma vivificada, nacida de Dios, que posee una nueva naturaleza que se deleita en la ley de Dios según el hombre interior, pero que sigue bajo la ley, y que no ha aprendido todavía qué es la liberación a través de la muerte.
Se puede decir con certidumbre que la experiencia descrita en los versículos 5-24 es la miserable experiencia de cada persona nacida de Dios si es puesta bajo la ley. Cuando recordamos cuántos cristianos se encuentran en esta misma condición, no es asombroso que haya tantos sufriendo estas miserias.
Tenemos que comprender las palabras «porque mientras estábamos en la carne» como significando mientras estábamos bajo el primer marido, la ley. La ley sólo puede tener que ver con el hombre mientras éste vive. La ley contemplaba de tal manera al hombre, y le mandaba y requería su obediencia, que lo contemplaba como vivo en la carne. Una vez muerto, cesan todos los mandamientos y requerimientos. No puedes mandar a un muerto que ame a Dios ni a su prójimo, pero estando vivo en una naturaleza que sólo puede pecar, el mandamiento sólo puede ser ocasión de transgresión. La ley podía exigir justicia, pero como el hombre no era justo, venía a ser una ministración de condenación y muerte. La posición cristiana es ésta: considerarse uno mismo como muerto a la carne y vivo para Dios—una vida enteramente nueva para Dios.
Toda esta cuestión quedaría enormemente simplificada si mantuviésemos la distinción entre estas dos cosas: la vida antigua o vieja naturaleza, llamada la carne (la base sobre la que el hombre fue puesto a prueba bajo la ley), y la nueva vida, o nueva naturaleza, que tiene el creyente, la misma vida eterna del Cristo resucitado. Hemos visto cómo hemos sido liberados de la esclavitud del pecado al morir a lo uno y estar vivos a lo otro. No se trata de que el pecado haya quedado erradicado, sino que somos muertos a él.
Versículo 6. Este mismo principio de muerte y de vida en resurrección en Cristo se aplica a la cuestión de la ley. La ley no está muerta ni abolida en sí misma, sino que nosotros estamos muertos a ella. «Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra.»
La ley producía esta experiencia verdaderamente desgraciada, pero estamos liberados de la ley. ¿Lo puedes decir de verdad? Es de suma importancia resolver esta cuestión antes de examinar la miseria de la que hemos sido liberados. Por la muerte y resurrección de Cristo no sólo quedamos plenamente justificados de nuestros pecados, sino que hemos pasado de una condición de pecado y muerte a una condición enteramente nueva; sí, hemos pasado a una nueva creación de vida y justicia. Hemos pasado de aquello que nosotros éramos a aquello que Cristo es. Estábamos con Adán en pecado y muerte; ahora estamos unidos, somos uno con Cristo en resurrección, donde Él está y lo que Él es. «Pues como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Jn. 4:1717The woman answered and said, I have no husband. Jesus said unto her, Thou hast well said, I have no husband: (John 4:17)). Su misma vida nos es comunicada. Ser una nueva creación en Cristo Jesús es una cosa tan real ahora para la fe como lo será en breve para la vista.
Esta es una plena y completa justificación de los pecados y del pecado, y una plena y completa liberación respecto a todas las demandas de la ley. Ha de haber esta completa liberación para servir en novedad de vida. ¿Has pasado así de la carne—el estado adánico—a Cristo? ¿Puedes decir: Sí, ahora todo es Cristo? ¿Dices: La carne sigue ahí, y es pecado? Es cierto. La ley sigue ahí. Muy cierto. He pecado. Sí, esto también es cierto. ¿Pero por qué murió Cristo? ¿No fue tanto por tus pecados como por tu pecado? ¿Estas pecando ahora, o estás liberado del pecado? Veremos esto más plenamente expuesto en el capítulo 8. Ahora sólo apremiamos este punto: Está liberada el alma que puede comprender la terrible experiencia descrita en lo que sigue.
El fariseo inconverso o engañado no sabe nada de esta amarga experiencia. Sólo cuando se ha implantado la nueva naturaleza, santa, y con ella el profundo anhelo del alma por la verdadera santidad, descubre el alma que no hay poder en la carne para hacer aquello que anhela. Sí, la ley del pecado y de la muerte es como un amo de esclavos, y no hay poder para escapar. Cuanto más tratamos de guardar la ley, que se dirige a los hombres como vivos en la carne, tanto más profunda es la miseria de hacer aquellas mismas cosas que aborrece la nueva y santa naturaleza. Sí, aquello que no daría problemas a ningún inconverso, o más bien a uno que no ha nacido de Dios, llena al alma vivificada de un intenso sentimiento de miseria.
¿Te encuentras en este estado? Si estás vivificado y bajo la ley, de cierto que estarás ahí en uno u otro grado. ¡Oh, cuánta de la agitación y del esfuerzo de nuestro tiempo es para ahogar esta miseria y ayudarte a olvidarla! Bien, no desesperes, creemos que cada uno que ha nacido de Dios pasa por una experiencia así en mayor o menor grado, y a menudo aquellos que pasan por lo más profundo son aquellos escogidos para glorificar más a Dios. No dudamos de que se yerra desde dos lados en la comprensión de este capítulo: desde el lado de los que lo entienden como la experiencia de un pecador inconverso, y desde el lado de los que consideran que es la experiencia propia de un cristiano.
Versículo 7. Si fuésemos dejados a nosotros mismos, incluso donde hay nueva vida (la implantación de la nueva naturaleza santa), de natural nos volveríamos a la ley y nos pondríamos bajo ella. Así sucede siempre cuando no se conoce al Espíritu Santo. Es destacable que en estos versículos no se hace mención del Espíritu Santo ni una sola vez. Como hemos dicho, son pocos los que no pasan por esta experiencia, y los que han recibido liberación pueden mirar atrás y ver el gran provecho que han derivado de este ejercicio del corazón.
La ley no es pecado, pero por ella aprendemos qué es el pecado. La ley expone la raíz—el pecado—en nosotros. «Pero yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás.» Cuando se recibió la nueva naturaleza, se sintió la naturaleza espiritual de la ley. Un hombre sin la nueva naturaleza diría: La concupiscencia no es pecado, a no ser que cometas el pecado mismo en transgresión. Pero cuando la ley toca a la conciencia, detecta la concupiscencia, y yo digo: Esto es pecado. Sí, la concupiscencia misma es pecado; esto es, la naturaleza es pecado.
Versículo 8. Esta naturaleza, siendo pecado como es, toma ocasión por el mandamiento para producir en mí toda clase de deseo hacia aquello que está prohibido. «Porque sin la ley el pecado está muerto.» Estaba inactivo. Prohíbe a un niño que salga al jardín, y en el acto desea ir, y, si la voluntad está activa, va al jardín. Ahora bien, no sólo puede la naturaleza estar inactiva, sino que yo creo que estoy vivo.
Versículo 9. «Y yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí.» Nunca verás a nadie antes de ser vivificado que no crea que está vivo, y que puede obrar y vivir. Sí—dice—, yo creía estar vivo sin la ley en un tiempo. Pregunta a un hombre natural: ¿Eres salvo? Él te contestará: No lo sé; espero que sí. Asisto a mi lugar de culto, y pongo lo mejor de mi parte, y espero que al final llegaré al cielo. ¡Oh!—dice él—, estoy vivo. No hay ni un pensamiento en su alma de que esté perdido. Ni con una palabra confiesa él una mínima necesidad de un Sustituto en la cruz. Si preguntas, incluso a profesos cristianos, recibirás esta clase de respuesta, incluso donde menos te lo esperes.
Ahora bien, en el momento en que un alma ha nacido de Dios, todo esto cambia. ¿Por qué—pregunta él—tengo una naturaleza que desea las mismas cosas que Dios prohíbe? Se vuelve a la palabra de la ley de Dios, y muere a toda esperanza de ser en la carne aquello que pensaba que era. «Y yo morí.» Sí, ahora nos encontramos con la dura realidad de la muerte del viejo «Yo». Anhela él la santidad y se vuelve a los mandamientos ordenados para vida—aquellos por los cuales el hombre que los cumpliere vivirá (Ez. 20:11)—pero descubre que es para muerte. Descubre que el pecado posee el dominio y que emplea el mandamiento mismo para matarlo. No olvides que esto es «mientras estábamos en la carne». ¡Cómo fue barrida de nosotros la última esperanza de bondad en la carne!
Versículo 12. La ley procedía de Dios; no era mala ni era pecado; era «santa, y el mandamiento santo, justo y bueno». No era muerte para mí, sino que el pecado, para mostrarse pecado, produjo en mí la muerte. ¡Oh, qué descubrimiento, encontrar que yo—mi naturaleza—como hijo de Adán era sólo pecado, y que por el mandamiento este pecado podía llegar a ser y efectivamente llegó a ser sobremanera pecaminoso!
Versículo 14. La obra en el alma va más a fondo aún. «Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado.» Sí, la ley demanda la justicia con toda razón. Pero, ¿qué es lo que descubro en mí? Que «yo soy carnal, vendido al pecado». ¿Sabes esto? ¿Has aprendido esto como esclavo impotente del pecado? Esto es todo lo que la carne es—un esclavo. Aborrezco aquello que hago. Descubro que no tengo poder para hacer aquello que quiero, en tanto que reconozco que la ley es buena y sólo exige de mí aquello que es bueno.
Versículo 17. «De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí.» Esto es un descubrimiento. Aprendo que hay una naturaleza todavía en mí, el pecado, pero puedo contemplarla como distinta de mí mismo, el nuevo «Yo». Bien, digo yo: ¿Qué hay entonces en aquella vieja naturaleza, en el viejo «Yo»? No hay ni una pizca de bien en mí, esto es, en mi carne, mi vieja naturaleza.
Versículo 18. «Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo.» Esto es muy humillante: descubrir que como hijo de Adán no tengo poder alguno para hacer el bien, sino todo lo contrario. «Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago.» Éste es el verdadero carácter de la vieja naturaleza, incluso cuando la nueva naturaleza desea hacer el bien y ser santa como nacida de Dios. De modo que no es la nueva naturaleza, el nuevo «Yo», quien hace el mal, sino que es la vieja naturaleza la que hace aquello mismo que condena la nueva naturaleza.
Versículo 20. «Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo [no más lo que yo soy, como nueva creación], sino el pecado que mora en mí.» Así hay dos principios (dos naturalezas) en el hombre nacido de Dios. El principio de la vieja naturaleza, de la naturaleza depravada, es designado como una ley:
Versículo 21. «Encuentro, pues, esta ley: Que queriendo yo hacer el bien, el mal está presente en mí» (RVR77). Este es el principio fijo de la vieja naturaleza: «Que queriendo yo hacer el bien, el mal está presente en mí». Sí, dirás tú, esto es precisamente lo que he descubierto para mi gran dolor; desde luego, esto es lo que me ha llevado casi a la conclusión de que no puedo haber nacido de Dios en absoluto. Los que no han nacido de Dios nunca se descubren ni la mitad de malos que tú encuentras que es tu viejo yo. Pero, ¿no demuestran las siguientes palabras que tú has nacido de Dios, que tienes un nuevo «Yo», o nueva naturaleza?
«Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios.» De cierto que esto demuestra, más allá de toda duda, que hay dos naturalezas, porque, ¿cómo podría la vieja naturaleza, que es pecado, deleitarse en la ley de Dios? De modo que es así: «Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios». Bien, me dirás tú, esto parece una contradicción. Esto es precisamente lo que son ambas naturalezas entre ellas; sí, la vieja naturaleza está en contraposición directa con aquel hombre interior que se deleita en la ley de Dios. Dice luego:
Versículo 23. «Pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.» De modo que negar las dos naturalezas en un hombre nacido de nuevo es negar la clara enseñanza de la Palabra de Dios. ¿Acaso no dijo Jesús: «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es»? (Jn. 3:66That which is born of the flesh is flesh; and that which is born of the Spirit is spirit. (John 3:6)). De modo que se trata de un nacimiento, de una nueva naturaleza, de una nueva creación, enteramente nuevos, lo que es del Espíritu y que es espíritu. Lo que es nacido de la carne pecaminosa, de la naturaleza, es, permanece lo que es—carne, o pecado.
Aquí aprendemos que si estamos bajo la ley—esto es, que si estamos sobre la base de la carne, bajo la ley para su mejora, como miles lo están—descubrimos entonces, en la guerra de las dos naturalezas, que somos llevados «cautivo[s] a la ley del pecado que está en [nuestros] miembros». Es una terrible realidad, pero debemos aprender en la práctica lo absolutamente mala que es nuestra vieja naturaleza, si no creemos lo que Dios dice acerca de la misma. Pero si esto es así, uno que haya nacido de Dios, bajo la ley, y desconociendo la distinción de las dos naturalezas, tiene que sentirse sumamente desgraciado si es sincero y anhela fervientemente la santidad y la rectitud de vida. Esto es precisamente lo que encontramos.
Versículo 24. «¡Miserable de mí!» Ahora ya no se trata más de, ¿quién me ayudará a mejorar la carne?, sino de: «¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» Sí, el yo, el viejo hombre, el cuerpo de esta muerte, tienen que ser dejados a un lado. Necesitamos un libertador, y este libertador es Cristo.
Versículo 25a. «Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.» Pocas palabras, pero, ¡ah, qué gloriosa liberación y victoria! Después de llegar al pleno descubrimiento de mi total impotencia y de la inmutable maldad de la vieja naturaleza, la mirada se levanta ahora a Cristo, y el corazón se ensancha en el pleno gozo de la gratitud. Esta liberación se expone adicionalmente en el siguiente capítulo.
Hay un error que se comete con frecuencia aquí, contra el que debemos guardarnos con todo cuidado. A menudo se dice, o se implica, que lo que hemos visto respecto a la vieja naturaleza, la carne, la ley de pecado en los miembros, es totalmente cierto de un creyente antes de conseguir la liberación, pero que después de esta liberación, es cambiada o erradicada—en todo caso, sumamente mejorada, santificada de manera repentina o gradual—y que no queda esta naturaleza mala en los santos libertados o santificados. ¿Es cierto esto, o no? Dejemos que las palabras que siguen inmediatamente a continuación, después de nuestra liberación y acción de gracias, determinen esta cuestión de tanta importancia.
Versículo 25b. «Así que, yo mismo con la mente [o, el nuevo hombre] sirvo a la ley de Dios, mas con la carne [la vieja naturaleza] a la ley del pecado.» Ahora ya no estamos sobre la base de la carne, como vivos bajo la ley, intentando mejorar la carne—ya no estamos en la carne. Pero que esta carne permanece en el creyente queda expuesto de la manera más explícita posible—en aquella misma persona que con la nueva mente o naturaleza sirve a la ley de Dios. Pero la carne y la ley del pecado siguen aún en mí. Puede que los haya que quieran plantear dudas, cavilaciones, e incluso que ridiculicen esta verdad, pero es la verdad de la Escritura, y lo que cada creyente descubre como verdadero. De modo que necesitamos preservar irreprensibles el espíritu, el alma y el cuerpo.
Pongamos la vieja naturaleza bajo la ley, tratemos de descubrir algún bien en ella, e inmediatamente encontraremos que nuestra experiencia es como se ha descrito en estas páginas.
Otra reflexión, antes de dejar este tema. ¿Cómo es que tantos cristianos están sumidos en esta experiencia? Sencillamente porque, aunque han nacido de Dios, son, por enseñanzas falsas o defectuosas, puestos bajo la ley, sin haber conocido nunca el verdadero carácter de la liberación. Pasemos pues a examinar qué es esta liberación.