Capítulo 8

Romans 8  •  25 min. read  •  grade level: 13
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Versículo 1. «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.» ¡Qué maravillosa declaración! No se trata meramente de cuál será la justificación del creyente cuando sea manifestado ante el tribunal de Cristo, sino que «ahora» no hay nada para condenar a aquellos que están en Cristo Jesús. Si me contemplo a mí mismo en la carne, es, «¡Miserable de mí!» Si contemplo lo que soy en Cristo Jesús, no hay ahora condenación alguna. Estoy muerto a lo que soy como hijo de Adán; estoy muerto al pecado y muerto a la ley, pero estoy vivo para Dios en Cristo Jesús. Así, estando en y siendo para otro, para Cristo Jesús resucitado de entre los muertos, no es sólo para llevar fruto para Dios, sino que «Ahora, pues, ninguna condenación hay». ¿Te aferras a esto? ¿Hay alguna posible condenación para aquel Cristo resucitado en la gloria de Dios? Entonces, si estás en Él, ¿cómo puede haber ninguna condenación para ti?
Las siguientes palabras, «que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu», están omitidas en las mejores traducciones; pero las encontramos más adelante, como un resultado, en el versículo 4. Aquí fueron insertadas en algún tiempo a modo de condición, de salvaguarda.
Querríamos detenernos un poco y apremiar este primer versículo como el fundamento mismo de la liberación. Ningún alma puede conocer la liberación del poder del pecado si no conoce primero el favor sin nubes de Dios en Cristo. ¡Qué maravilloso, después de un capítulo de amarga experiencia, después de haber llegado al final absoluto de toda esperanza de bien en uno mismo, de la vieja naturaleza, encontrar que como muertos con Cristo y vivos de entre los muertos en Cristo, estamos en el favor sin nubes de Dios, sin condenación! ¡Qué paz tan perfecta! Nada puede perturbar, nada puede condenar. Es Dios quien pronuncia la palabra: «Ninguna condenación hay». Querido joven creyente, ¿es éste el sólido fundamento sobre y en el que estás afirmado?
Versículo 2. «Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte.» Hemos visto la terrible ley o poder del pecado; ¿acaso no la hemos también conocido y sentido? Pero, ¿qué nueva ley, o poder, o principio es éste? ¿Se trata acaso del poder de mi nueva naturaleza como nacida de Dios? No; aunque, como tal, me deleitaba en la ley de Dios, pero esto no me liberaba de la ley del pecado, como hemos visto. Pero esta ley sí lo hace—la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús. Se trata de Dios el Espíritu Santo habitando en nosotros; no es la muerte ahora, sino el Espíritu de vida.
Como hemos visto en el capítulo 5, tenemos una vida justificada. En este capítulo encontramos que tenemos poder—la ley del Espíritu de vida. En otros lugares aprendemos que la vida que ahora tenemos es eterna. El Espíritu es eterno; de modo que el poder que tenemos es eterno. Hemos visto que la carne, o el pecado, sigue en nosotros, pero aquí tenemos liberación de su poder. Hemos sido liberados de la ley del pecado y de la muerte, liberados por un poder infinito y eterno—la ley del Espíritu de vida. No se trata de que esto me vaya a liberar, sino de que ya me ha liberado.
Tan terrible es nuestra vieja naturaleza depravada, pecaminosa, que, aunque hayamos nacido de Dios, nos deleitamos en la ley de Dios y anhelamos guardarla; sin embargo la ley del pecado en mis miembros me llevaba a la cautividad. ¿No ha sido esto así? Pero ahora somos liberados de su poder gracias a un poder mayor—la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús.
Este versículo resume la totalidad del capítulo 6. Es el principio de considerarnos muertos al pecado y vivos para Dios en Jesucristo, aplicado por el poder del Espíritu. ¡Oh, por una fe más simple en la Palabra de Dios, sí, y también en el Espíritu Santo que habita en nosotros!
Muchos jóvenes lectores pueden tener esta dificultad al pasar por la experiencia de la absoluta maldad de la carne, como se describe en el capítulo 7. Puede que digan: Veo que mis pecados me han sido perdonados, pero he descubierto desde entonces que la vieja naturaleza es tan totalmente mala que no he encontrado poder para guardar la ley de Dios, por mucho que haya deseado hacerlo. He descubierto, para mi sorpresa, una naturaleza mala, una ley de pecado, que me ha mantenido en cautividad. La ley que anhelaba guardar sólo podía maldecirme, porque mi misma naturaleza—el pecado en la carne—sólo hacía aquello que yo aborrecía y condenaba. ¿Cómo puedes decirme, entonces, que no hay ninguna condenación? Examinaremos el siguiente pasaje para una respuesta.
Versículos 3-4. «Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.» Aquí tenemos lo que la ley no podía hacer, y lo que Dios ha hecho en cambio. La ley no podía liberar de la culpa ni del poder del pecado. Era impotente tanto para liberar como para ayudar al hombre en la carne, porque la carne era pecado, y si actuaba bajo la ley, sólo podía transgredir, incluso en quien estuviese vivificado y anhelando liberación.
Consideremos ahora esta cuestión: ¿Es la liberación un asunto de comprender la verdad o de un mero conocimiento de la verdad? La liberación de Israel respecto de Egipto responde a esta pregunta. Lo mismo que un alma vivificada, ellos creyeron a la palabra de Dios por medio de Moisés y Aarón (Éx. 3:7-10; 4:31-32), y anhelaban la liberación (cap. 5:1-3). Ellos, por así decirlo, pasaron por la experiencia de Romanos 7 en los hornos de ladrillos de Egipto, y llegaron a sentirse más miserables que nunca, no liberados en absoluto. ¿Fue entonces un aumento de conocimiento o de comprensión de la verdad lo que sirvió para liberarlos? ¿Acaso el conocimiento de las promesas en Éxodo 6 los liberó? ¿O los liberó el conocimiento adicional del favor providencial de Dios (caps. 7-11)? En absoluto. Fueron liberados verdaderamente sobre la base de la redención, pero ello tuvo lugar por el poder de Dios.
No había poder en la santa ley de Dios para liberar. Su única prerrogativa era maldecir a los culpables. En Romanos 8:2 tenemos el poder que nos ha liberado de la ley del pecado y de la muerte. En el versículo 3 tenemos la impotencia de la ley para liberar a causa de la debilidad de la carne, y entonces cómo Dios nos ha liberado, y la base sobre la que se lleva a cabo esta liberación.
¿Cómo puede ser que no haya condenación ninguna para mí, siendo que la carne es tan absolutamente vil? Esto lo consiguió «Dios enviando a Su Hijo» para nuestra liberación. Del mismo modo en que cuando todo había fallado en liberarles de Egipto, fue traído el cordero y sacrificado. El israelita, aunque todavía no liberado, quedó totalmente a cubierto bajo la sangre. De modo que la base de liberación es que «Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado [o, un sacrificio por el pecado], condenó al pecado en la carne». No sólo fue entregado por nuestras ofensas y resucitado para nuestra justificación, como ya hemos visto, sino que la muerte expiatoria del Hijo enviado de Dios fue por el pecado—la raíz misma. Siendo que tanto los pecados como el pecado han quedado juzgados y condenados, no queda así nada, nada en absoluto, dejado para condenar.
Es sobre la base de la obra expiatoria del Hijo que el Espíritu de vida en Cristo Jesús da una completa liberación. Así como la liberación respecto de Egipto era ser sacado fuera del lugar o condición de esclavitud a la condición de libertad, del mismo modo el creyente es, por el Espíritu de vida, sacado de un lugar o condición llamado «en la carne», a otro lugar o condición llamado «en Cristo», habiendo quedado el pecado perfectamente juzgado en el hecho de que el santo Hijo de Dios fue hecho pecado por nosotros. Esto fue llevado a cabo no con el fin de que siguiésemos estando en esclavitud, sino para quedar libres, liberados, para que se cumpliesen las justas demandas de la ley en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.
Israel estaba en esclavitud, y luego fue liberada para servir a Jehová. Del mismo modo nosotros, después de ser vivificados, estábamos en esclavitud a la carne, bajo la ley. Tras haber aprendido la condición absolutamente mala de la carne y nuestra impotencia acerca de ella, ya no intentamos más mejorarla. Ya no estamos en ella, sino en Cristo, liberados por el Espíritu. Ahora debemos andar conforme al Espíritu, y el Espíritu actuará en nosotros con poder sobre la base de la obra de Cristo.
Versículo 5. La carne es dejada de lado por aquellos que no andan «conforme a la carne». Asumen otra posición, y andan «conforme al Espíritu». Hay, por así decirlo, dos partes: «Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu». Lo uno es muerte; lo otro es vida. Además, la mentalidad de la carne es enemistad contra Dios. Porque no se somete a la ley de Dios, ya que ni siquiera puede (v. 7). De esto sigue que los que están sobre esta base de «en la carne» no pueden agradar a Dios.
¿Has llegado tú, joven lector, a esta conclusión—que tu vieja naturaleza, la carne, el pecado, es totalmente incapaz de agradar a Dios? Es una raíz que sólo lleva mal, por mucho que trates de mejorarla. Es sólo enemistad contra Dios. No des oído a este abominable sentimiento de que la concupiscencia no es pecado a no ser que la satisfagas cometiendo la acción. El pecado es la misma raíz de la concupiscencia, como vemos en el capítulo 7, versículo 8. No, la raíz misma tiene que ser juzgada, y el infinito sacrificio fue ofrecido por el pecado. «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Co. 5:21). Es solo sobre esta base que somos liberados de la culpa y de la condenación debida a nuestro pecado, a la carne, y sobre esta base ya no estamos más en la carne, sino en el Espíritu.
Aquí se plantea una cuestión profundamente interesante e importante tanto para creyentes jóvenes como maduros. ¿Cuándo y cómo podemos llegar a la conclusión, saber, que no estamos en la carne, sino en el Espíritu? Consideremos esto con todo cuidado. En tanto que no cabe duda alguna acerca del resultado final—«estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo» (Fil. 1:6)—hay sin embargo diferentes etapas de la obra de Dios en el alma, como hemos visto tipificado en la redención de Israel.
Versículo 9. Este versículo responderá a nuestra pregunta. ¿Cuándo podemos llegar a la conclusión de que no estamos en la carne, sino en el Espíritu? «Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él.» Es cosa evidente que si el Espíritu de Dios habita en ti, puedes llegar a la conclusión cierta de que no estás en la carne. ¿Hay, pues, una etapa concreta entre la vivificación, o nuevo nacimiento, de un alma, y la morada del Espíritu Santo en nosotros? Sí, bien sea larga o breve, la Escritura expone esto en cada caso. Consideremos el caso de Cornelio y de su compañía, así como de los creyentes bautizados en Samaria, que no recibieron el Espíritu Santo hasta que los apóstoles descendieron desde Jerusalén.
Cornelio era evidentemente un alma vivificada, y toda su casa (Hch. 10:2), pero no estaba liberado, y de ahí que estaba en la carne hasta que la palabra acudió con el poder del Espíritu Santo y luego el Espíritu Santo mismo (Hch. 10:44). Entonces, la pregunta es ésta: «¿Habéis recibido el Espíritu Santo?» Si no, aunque vivificados, seguís estando en la carne, buscando su mejora—puede que por obras legalistas. De Cornelio no se puede decir que fuese cristiano hasta que recibió el Espíritu Santo, y tampoco puedes tú ser considerado cristiano, en el sentido pleno de la palabra, hasta que hayas recibido el Espíritu. «Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él.»
Conocimos a un anciano el otro día que nos dijo que había «estado en Egipto» treinta años. ¿Dónde estás tú, lector—en esclavitud o libertado? ¿En la carne o en el Espíritu? Esta no es una pregunta que pueda trivializarse.
Versículo 10. «Si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado.» Esto no significa que el pecado haya sido erradicado, ni que la naturaleza mala haya sido mejorada. Si fuese verdadera la doctrina de la perfección en la carne, el cuerpo no podría estar muerto ni podría llegar a morir, porque la muerte entró por el pecado. Vemos el efecto del pecado, la muerte, en el cuerpo. «Mas el espíritu vive a causa de la justicia.» Hay muerte a causa del pecado; hay vida a causa de la justicia—no de la nuestra, sino de la justicia de Dios, cumplida por la muerte de Su Hijo por nosotros.
Versículo 11. «Y si el Espíritu de aquel que levantó de [entre] los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de [entre] los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros.» ¿Debe el cuerpo, entonces, permanecer muerto a causa del pecado? No. ¡Cuán completa es la victoria de Cristo! Así, la redención de nuestros cuerpos es cosa cierta. ¿Habita en nosotros el Espíritu de Dios? Entonces la vivificación de nuestros cuerpos mortales es cosa segura.
Así, no estamos en la carne, aunque la carne está en nosotros; pero no somos deudores de ella para vivir según ella. El fin del pecado, o de la carne, es la muerte. La carne está siempre lista, como descubrimos para nuestro dolor, para actuar en el cuerpo. «Mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne [lit., del cuerpo], viviréis.» Si nuestra vieja naturaleza no quedase todavía lista para actuar, no necesitaríamos hacer morir las obras del cuerpo. No es poner a muerte el cuerpo, sino las obras del cuerpo. Lo capital que debemos observar es que es por el Espíritu. Esto queda plenamente expuesto en Gálatas 5:16-25.
Versículo 14. «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.» Jesús dijo: «Y el esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí queda para siempre» (Jn. 8:3535And the servant abideth not in the house for ever: but the Son abideth ever. (John 8:35)). No estamos en esclavitud, sino en la maravillosa libertad y privilegios del Hijo. ¿No fue éste Su primer mensaje a María, cuando Él resucitó? «Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn. 20:1717Jesus saith unto her, Touch me not; for I am not yet ascended to my Father: but go to my brethren, and say unto them, I ascend unto my Father, and your Father; and to my God, and your God. (John 20:17)). «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios» (1 Jn. 3:11There was a man of the Pharisees, named Nicodemus, a ruler of the Jews: (John 3:1)).
¿Cuál es la prueba de todo esto? «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.» También se nos dice: «Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gá. 5:18). De cierto, el Espíritu no nos puede llevar bajo aquella administración de la ley que ha quedado abolida (véase 2 Co. 3:7-18). Como hemos estado viendo durante todo este tiempo, poner o llevar a un creyente bajo la ley es ponerlo bajo la ministración de muerte y bajo maldición. El Espíritu siempre nos llevará a contemplar la gloria del Señor y a ser transformados según esta misma gloria. El Espíritu da libertad, no esclavitud. ¿Cuál es tu porción—la libertad de los hijos de Dios, o el yugo del siervo, del esclavo? Los hijos no dejan de ser hijos para volver a ser esclavos otra vez.
Versículo 15. «Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!» ¿Puede un hijo dejar de ser hijo? ¿Acaso puede Cristo, el Hijo, dejar de ser Hijo? ¿No hemos oído de Su boca que Dios es nuestro Padre tal como es Su Padre? Esta relación no puede cambiar jamás, nunca puede dejar de ser. ¡Ah, las riquezas de Su gracia! Nosotros, que somos conscientes de que sólo hemos merecido Su ira eterna, somos en cambio introducidos en una relación inmutable—hijos de Dios, un espíritu con el Hijo—, no de esclavitud ni temor, sino el Espíritu de adopción. ¿Clamamos ahora, como pecadores alejados de Dios: Ten misericordia de nosotros? No, sino, «Abba, Padre». Observa esto: éste es el especial testimonio del Espíritu.
Versículos 16-17. «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados.» Sí, las dos magnas realidades de las que el Espíritu da testimonio son éstas: en este pasaje, tocante a nuestra condición imperecedera de hijos y herederos; en hebreos 10, de que somos hechos perfectos para siempre (continuamente) por el un sacrificio de Cristo, de manera que Dios no recordará más nuestros pecados. Nada es negado con más frecuencia, o al menos de nada se duda más, que de estas dos benditas realidades.
Sí, es una realidad que si somos creyentes somos hechos perfectos para siempre (He. 10:14). También es una realidad que somos coherederos con Cristo. Y si coherederos de toda la gloria venidera de Jesús, el Hijo del Hombre, no pasemos por alto estas pocas palabras: «Si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados». Que éste era el caso se puede constatar en toda la historia de Hechos. El mundo, especialmente su sector religioso, aborrecía a los discípulos de Cristo como aborrecía al Señor. Ellos sufrieron con Él.
¿Cómo es que esto no sucede ahora? Porque ahora el mundo religioso pretende ser cristiano, y, ¡ay!, nos hundimos mucho a su nivel. Pero en aquella proporción que seamos guiados por el Espíritu, desde luego padeceremos el odio del mundo. ¿Conoces tú algo, querido lector, de ser guiado por el Espíritu, o estás siendo guiado por las organizaciones y los planes del mundo religioso? Si lo cierto es esto último, estás contristando al Espíritu, y no puedes experimentar el gozo de la bendita relación como hijo de Dios y coheredero con Cristo. Es algo maravilloso tener al Consolador, el Espíritu Santo, siempre habitando con nosotros, bien capaz de cuidar de nosotros, y de todos nuestros intereses aquí abajo, como hijos de Dios. ¡La maravilla de ser guiados en todo momento por Él!
No podemos llegar a valorar suficientemente ni poner suficiente énfasis en la obra del Espíritu, tanto si es en nosotros, versículos 2-13, como si se trata de Su obra por nosotros, versículos 14-27. Luego, al final del capítulo, encontraremos a Dios por nosotros, en toda Su eterna y absoluta soberanía—el bendito y definitivo propósito de Dios, que nosotros seamos también glorificados juntamente con Cristo. Sí, recordemos que este es el propósito que Dios tiene a la vista, en todos nuestros padecimientos y aflicciones. Pero que cada lector sepa que si no tiene el Espíritu de Cristo, si no está sufriendo con Cristo, es muy dudoso que sea coheredero de Cristo, guiado por el Espíritu.
Si rehúsas ser guiado por el Espíritu, puede que coseches honores y aplauso del mundo religioso. Si eres guiado por el Espíritu, serás ciertamente menospreciado, como Cristo lo fue, y será tu feliz privilegio padecer con Él. Pero, ¡ah, la gloria que pronto se revelará en nosotros! ¡Qué contraste: ser guiados por el Espíritu, o ser guiados por las modas de este mundo! ¡Cuántos hay que sacrificarán la eternidad por las modas de este pobre y engañado mundo, y en ello pretenderán ser cristianos, sí, se creen que lo son! Si éste fuese el estado de cualquier lector de estas líneas, quiera Dios emplear estas palabras para despertarlo de este engañoso sueño. De cierto, todos necesitamos estas escrutadoras palabras: «Si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados».
Versículos 18-19. «Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse. Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios.» ¿Quién ha podido considerar mejor esta cuestión que Pablo? En cada ciudad le esperaban cadenas y cárceles—una vida de constante padecimiento con Aquel a quien tanto amaba y servía; sin embargo, dice: «Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse». En verdad, «el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios». ¡Qué solución para la complicada paradoja de toda la creación! Cesarán los gemidos de los campos de batalla; se desvanecerá la miseria, pobreza y degradación de la multitud; llegarán a su fin los sufrimientos de la creación.
Versículo 21. «También la creación misma será liberada de la servidumbre de la corrupción, a la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (RVR77). ¡Qué día será éste! Sí, la creación participará de la gloriosa libertad. Él gustó la muerte para redimir la creación entera. Este es un grato pensamiento. Si la desgracia y la muerte han reinado tanto tiempo, y si el pecado del hombre afectó de tal manera a la creación, también el resultado de la gloriosa libertad de los hijos de Dios será la emancipación de la creación.
Versículos 22-23. «Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo.» Observemos esto: no es la salvación de nuestras almas lo que esperamos y aguardamos, sino la redención del cuerpo. Puede que sea del sepulcro, o puede que seamos transformados en un momento. Esto tendrá lugar en la venida del Señor.
Por lo que respecta al cuerpo, incluso nosotros no tenemos alivio del gemir y del padecer, hasta la venida del Señor. No vemos esto aún, y por ello aguardamos con esperanza. Es un error fatal suponer que todo esto significa que no sabemos que tenemos la salvación; bien al contrario, sabemos que tenemos vida eterna: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Jn. 3:3636He that believeth on the Son hath everlasting life: and he that believeth not the Son shall not see life; but the wrath of God abideth on him. (John 3:36); cp. 5:24; 6:47). No hay por qué aguardar esto con esperanza. Pero podemos esperar con paciencia la redención del cuerpo.
Versículos 26-27. «Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos.» Esto es de gran bendición para nosotros. Él sabe todo lo que atañe no sólo a nosotros, sino a los planes y propósitos de Dios. Puede que transcurran pocos días o muchos años hasta la redención del cuerpo. Él desde luego sabe lo apropiado para nosotros en tales circunstancias. Dios, que oye, conoce cuál es la intención del Espíritu. Si no oramos en el Espíritu, de cierto pediremos cosas bien inconsecuentes con la dispensación o período en el que vivimos.
Ahora pasamos a la tercera y última sección de nuestro capítulo.
Versículo 28. Puede que no seamos siempre capaces de comprender, pero podemos decir: «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados». Sabemos esto porque Dios es totalmente por nosotros. Esto se expone al final del capítulo para «los que conforme a su propósito son llamados».
Dios no nos ha llamado debido a nada bueno que hubiera en nosotros. Observemos con todo cuidado cuál era Su propósito, porque Su llamamiento es resultado de Su propósito. Este es Su propósito: «Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos». El conoció anticipadamente a aquellos que Él iba a llamar, y los predestinó, y los llamó a este glorioso destino, que fuesen semejantes, esto es, hechos conformes a la imagen de Su Hijo. ¡Qué propósito, que Su Hijo fuese el primogénito entre muchos hermanos! ¡Qué gran privilegio, ser llamados a compartir este puesto de gloria!
Versículo 30. No alteremos ni una sola palabra para ajustarnos a los pensamientos o razonamientos del hombre. «Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó.» Aquí todo procede de Dios, que no puede fallar. Y el orden es como sigue: predestinados, llamados, justificados, glorificados. De eternidad a eternidad, ¡qué cadena de oro! ¡Qué sólido consuelo para los hijos de Dios en sus duras tentaciones! ¿Nos ha llamado, Él? Entonces esto demuestra que Él nos ha predestinado, y que nos ha justificado, y que no dejará de llevarnos a la gloria. La fe descansará de cierto en Él. La incredulidad permitiría bien dispuesta que Satanás destruyera esta verdad fundamental mediante cavilaciones.
Y ahora, «¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» Sí, si Dios es por nosotros hasta tal punto, ¿quién es y qué es que pueda estar contra nosotros? Contemplemos cómo Dios condesciende a razonar con nosotros.
Versículo 32. «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?» ¡Qué pregunta! Así se manifiesta que todas las cosas tienen que ayudar a bien para nosotros, por cuanto Dios no escatimó a Su propio Hijo. ¡Qué infinito y eterno amor, entregarlo por todos nosotros! Podemos esperar todas las cosas según la inmensidad y carácter de este amor.
Versículo 33. Por cuanto es Dios en Su justicia quien justifica, como hemos visto en esta epístola, «Dios es el que justifica», en tal caso, «¿quién acusará a los escogidos de Dios?» ¿Quién es el que condenará? Si Dios es nuestro justificador, ¿puede ninguna criatura condenarnos? Fue Dios quien mostró Su aceptación de nuestro rescate al resucitar a Jesús de entre los muertos para nuestra justificación. Dios lo entregó por todos nosotros, y lo resucitó de entre los muertos para justificación de todos nosotros, y Él es la inmutable justicia de todos los escogidos de Dios. «¿Quién es el que condenará?» Dios no puede condenarnos sin condenar a Aquel que fue resucitado de entre los muertos para ser nuestra justicia. Nuestra justificación no podría ser más perfecta, porque procede de Dios. Nuestra justificación, así, es completa y está asegurada para toda la eternidad.
Queda sólo otra cuestión. ¿Puede ninguna posible circunstancia alterar el amor de Cristo o el amor de Dios en Cristo para con nosotros? Ésta es una grave cuestión, porque muchos dudan del amor de Cristo a no ser que ellos sigan de alguna manera mereciéndolo. ¿No es un grave error suponer que jamás merecimos o que jamás podremos merecer este amor? Pero, ¿acaso el Espíritu de Dios pone ante nosotros nuestros merecimientos?
Versículos 34-39. ¡Qué hermoso y sencillo! Él pone a Cristo ante nosotros. Sigamos este pasaje frase por frase: «Cristo es el que murió». ¿Murió Él por nosotros porque merecíamos Su amor? ¿Ha habido jamás un amor como el Suyo, este amor por nosotros cuando estábamos muertos en delitos y en pecados? «Más aun, el que también resucitó». Contémplalo resucitado de entre los muertos como el comienzo de la nueva creación, con este propósito expreso—para nuestra justificación—, y todo ello cuando nosotros merecíamos ira eterna. «El que además está a la diestra de Dios.» Aquel que llevó nuestros pecados, y fue hecho pecado por nosotros, nuestro Representante, está a la diestra de Dios, como habiendo entrado en posesión de este puesto por nosotros.
Ahora bien, el enemigo que engañó a Eva desearía introducirse ahora y decir: Todo esto está muy bien si nunca pecas después de tu conversión, pero si un cristiano peca, entonces este pecado seguramente que lo separará del amor de Cristo. Querido joven creyente, asegúrate de no dejar bajar tu escudo cuando el diablo te lanza este dardo. ¡Qué preciosa respuesta!: «El que también intercede por nosotros». Sí, Él está ahora «viviendo siempre para interceder por ellos» (He. 7:25). ¡De cuántos pecados nos preserva esta intercesión! Pero, yendo a esta cuestión, si un hijo de Dios, al descuidarse, peca, ¿seguirá Él intercediendo en Su infinito e inmutable amor, defendiendo la causa del que así ha faltado? «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Jn. 2:1-21And the third day there was a marriage in Cana of Galilee; and the mother of Jesus was there: 2And both Jesus was called, and his disciples, to the marriage. (John 2:1‑2)). Sí, incluso entonces, en amor inmutable, es el mismo Jesús, «el que también intercede por nosotros». Así, todo es de Dios, y no puede fallar.
Leamos ahora toda la lista en estos versículos, y quedemos persuadidos, con el Apóstol, de que nada «nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro». No hay condenación para aquellos que Dios justifica (aquellos que Él cuenta como justos). No hay separación del infinito y eterno amor de Dios para con nosotros en Cristo Jesús Señor nuestro.