Capítulo 9

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La Manifestación De Cristo
La diferencia entre la venida del Señor y Su manifestación es que en el primer caso Él viene a recoger a Sus santos, y en el segundo acude con Sus santos. De modo que el reino está siempre conectado con Su manifestación, por cuanto es entonces que Él asumirá Su poder, y «dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra» (Sal. 72:8). Este suceso será completamente inesperado. Sumidos en un profundo sueño, y sordos a toda advertencia, el mundo, bajo el poderoso engaño que ha sido enviado sobre él, habrá creído una mentira, la falsedad satánica, y habrá puesto su confianza en la obra maestra de Satanás, el anticristo. Los hombres finalmente habrán encontrado su felicidad olvidando a Dios, y por ello, «como en los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre» (Mt. 24:38-39). Sí, tan repentino será, con un estallido de horror sobre un mundo atónito y descuidado, que «como el relámpago que al fulgurar resplandece desde un extremo del cielo hasta el otro, así también será el Hijo del Hombre en Su día» (Lc. 17:24).
Pero, a fin de obtener una perspectiva más inteligente de este maravilloso acontecimiento, es aconsejable obtener una idea general del estado de cosas que subsistirá entonces. Hacia el final de la tribulación, descrita en el capítulo anterior, habrá una coalición de potencias hostiles contra los judíos. La misma se describe en uno de los Salmos: «Contra Tu pueblo han consultado astuta y secretamente, Y han entrado en consejo contra Tus protegidos. Han dicho: Venid, y destruyámoslos para que no sean nación, Y no haya más memoria del nombre de Israel» (Ps. 83:3-4). Los principales actores de esta confederación parecen ser los asirios, que aparecen mencionados a menudo por Isaías (véase Is. 10:24; 14:25, etc.), o también el rey del norte, o el cuerno pequeño de Daniel 8, la primera «bestia», es decir, la cabeza del Imperio Romano redivivo, y el falso profeta — el anticristo (Ap. 13, 19). Zacarías se refiere a esto cuando clama en nombre del Señor: «He aquí yo pongo a Jerusalén por copa que hará temblar a todos los pueblos de alrededor contra Judá, en el sitio contra Jerusalén. Y en aquel día yo pondré a Jerusalén por piedra pesada a todos los pueblos; todos los que se la cargaren serán despedazados, bien que todas las naciones de la tierra se juntarán contra ella» (Zac. 12:2-3). Es Satanás, como siempre, quien inspira los corazones de estos enemigos de Israel, pero el Señor los usa para castigar a la nación apóstata, y por ello mismo Zacarías también dice: «He aquí, el día de Jehová viene, y en medio de ti serán repartidos tus despojos. Porque yo reuniré a todas las naciones para combatir contra Jerusalén» (Zac. 14:1-2). En Apocalipsis encontramos otros actores principales en escena, aunque la hostilidad de ellos se describe en este último libro como contra el Cordero y contra Sus santos, y por ello mismo podemos suponer que tenemos un desarrollo subsiguiente de los planes de ellos, ocasionado por la manifestación de Cristo. Juan dice: «Y vi a la bestia, a los reyes de la tierra y a sus ejércitos, reunidos para guerrear contra el que montaba el caballo, y contra Su ejército» (Ap. 19:19).
La combinación de estos pasajes, junto con los detalles adicionales que se encuentran en Zacarías, permite indicar el orden de los acontecimientos. Todas las naciones se reúnen para la batalla contra Jerusalén, y «la ciudad será tomada, y serán saqueadas las casas, y violadas las mujeres; y la mitad de la ciudad irá en cautiverio, mas el resto del pueblo no será cortado de la ciudad» (Zac. 14:2). Pero en este punto, cuando estén lanzando su venganza contra este infortunado pueblo, cuando los malignos propósitos de Satanás se acerquen a su cumplimiento, «Entonces saldrá Jehová, y peleará contra aquellas naciones, como cuando peleó en el día de la batalla» (Zac. 14:3). Sin embargo, los instrumentos de Satanás no están dispuestos a ceder su presa, e, incitados a consumar su curso de impiedad, dirigidos por la «bestia» y el falso profeta, que durante largo tiempo han estado intentando extirpar el nombre de Dios y de Su Cristo de la tierra y borrar Su memoria de los corazones de los hombres, osan ahora «guerrear contra el que montaba el caballo, y contra Su ejército». Con ello se precipitan a su perdición, porque «la bestia fue apresada, y con ella el falso profeta que había hecho delante de ella las señales con las cuales había engañado a los que recibieron la marca de la bestia, y habían adorado su imagen. Estos dos fueron lanzados vivos dentro de un lago de fuego que arde con azufre. Y los demás fueron muertos con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo, y todas las aves se saciaron de las carnes de ellos» (Ap. 19:20-21). Isaías habla de esto cuando dice: «y herirá la tierra con la vara de Su boca, y con el espíritu de Sus labios matará al impío» (Is. 11:4); y Pablo también: «Y entonces se manifestará aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de Su boca, y destruirá con el resplandor de Su venida» (2 Ts. 2:8). Así se levanta Dios, y Sus enemigos son esparcidos.
Si nos volvemos ahora a otro pasaje de las Escrituras, encontraremos otros detalles relacionados con la manifestación. Después de describir la tribulación, nuestro Señor prosigue diciendo: «E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria» (Mt. 24:29-30). El profeta Joel habló de manera parecida: «Y daré prodigios en el cielo y en la tierra, sangre, y fuego, y columnas de humo. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes que venga el día grande y espantoso de Jehová» (Jl. 2:30-31). Habrá así señales en lo alto y abajo para anunciar la manifestación de Cristo, cuando Él vendrá con miríadas de Sus santos, cuando «todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por Él» (Ap. 1:7).
Así, será una escena de una grandeza terrible e imponente; porque será «la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» (Tit. 2:13) — la exhibición pública por parte de Dios en Su propia gloria de Aquel que fue rechazado y crucificado, pero que ahora regresa como el Hijo del Hombre para tomar la soberanía del mundo entero. Y los que durmieron en Jesús, Dios los traerá con Él (1 Ts. 4:14), asociados en gloria con su Señor, así como estuvieron una vez asociados con Él en Su rechazamiento; porque Él viene a ser glorificado en Sus santos, y a ser admirado en todos los que creyeron (2 Ts. 1:10).
Después de haber tratado acerca de la realidad y la manera de Su manifestación, podemos indicar algunos de los acontecimientos que la acompañan. Uno de estos ya se ha mencionado antes: la destrucción de Sus enemigos. Con ello sigue la conversión de Israel: «Y será que en aquel día yo procuraré quebrantar a todos los gentiles que vinieren contra Jerusalén. Y derramaré sobre la Casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, Espíritu de gracia y de oración; y mirarán a Mí, a quien traspasaron, y harán llanto sobre él, como llanto sobre unigénito, afligiéndose sobre él como quien se aflige sobre primogénito. En aquel día habrá gran llanto en Jerusalén, como el llanto de Hadad-rimón en el valle de Meguido. Y la tierra lamentará, cada linaje de por sí; el linaje de la Casa de David por sí, y sus mujeres por sí; el linaje de la Casa de Natán por sí, y sus mujeres por sí; el linaje de la Casa de Leví por sí, y sus mujeres por sí; el linaje de Simei por sí, y sus mujeres por sí; todos los otros linajes, los linajes por sí, y sus mujeres por sí. En aquel tiempo habrá manantial abierto para la Casa de David y para los moradores de Jerusalén, contra el pecado y contra la inmundicia» (Zac. 12:9-14; 13:1). Tan pronto como la iglesia sea trasladada, Dios comenzará a actuar por Su Espíritu en los corazones de algunos de Su antiguo pueblo — el remanente tan constantemente mencionado en los Salmos y en los profetas; y éstos, como puede colegirse de los Salmos y de porciones de Isaías, se humillarán hasta el polvo, bajo el peso de la santa indignación de Dios contra Su pueblo Israel a causa de su apostasía; y será este sentimiento, junto con su terrible angustia, lo que dará carácter a sus clamores como aparecen aquí registrados. Es en este momento, cuando el horno en el que han sido echados estará ardiendo con más violencia, y cuando estén por así decirlo al borde del abismo de la destrucción, que el Señor aparece en favor de ellos, y ellos inmediatamente le reconocen y contemplan a Aquel a quien traspasaron. El verdadero José se manifiesta ante Sus hermanos, y ellos quedan en el acto sumidos en una amarga tristeza y humillación debido a su pecado, el pecado de la nación. Pero también se da remedio para esto en la fuente abierta para limpiar el pecado y la inmundicia, y ahora pueden aclamar: «He aquí, éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará; éste es Jehová a quien hemos esperado, nos gozaremos y nos alegraremos en su salvación» (Is. 25:9).
No es sólo el remanente en Jerusalén el que resultará afectado; porque vemos que en relación con Su manifestación «enviará Sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a Sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro» (Mt. 24:31). Allí donde se encuentren, ninguno de ellos escapará a Su atención, sino que todos ellos serán recogidos para compartir en las bendiciones del reino que Él viene a establecer. Como leemos en Isaías: «levantará pendón a las naciones, y juntará los desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra» (Is. 11:12). Es posible que esto no sea cumplido de manera total hasta el comienzo de Su reinado; porque después de la exhibición de Su poder y gloria, después que el Señor haya venido «con fuego, y sus carros como torbellino, para descargar Su ira con furor, y Su reprensión con llama de fuego», algunos de los salvos son enviados para proclamar Su gloria entre los gentiles; y se afirma que «traerán [los gentiles] a todos vuestros hermanos de entre todas las naciones, por ofrenda a Jehová, en caballos, en carros, en literas, en mulos y en camellos, a Mi santo monte de Jerusalén, dice Jehová, al modo que los hijos de Israel traen la ofrenda en utensilios limpios a la casa de Jehová» (Is. 66:15-20).
Hay otro acontecimiento sumamente importante que se debe observar en relación con el establecimiento del reino, y probablemente como preparación del mismo. Después de describir la destrucción de la «bestia» y del falso profeta, y de la matanza de sus seguidores, Juan dice: «Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo, y una gran cadena en la mano. Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años; y lo arrojó al abismo, y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase más a las naciones, hasta que fuesen cumplidos mil años; y después de esto debe ser desatado por un poco de tiempo» (Ap. 20:1-3). Así afirma el Señor Su poder en juicio sobre toda la trinidad del mal: Satanás, la «bestia» y el falso profeta — que se habían levantado impíamente contra Él, y que habían usurpado de manera blasfema Su autoridad; y al mismo tiempo libera a Su pueblo — a los elegidos de Israel — , y con ello abre el camino y echa los fundamentos de Su dominio milenario.
Pero, dejando de momento la consideración del reino en sí para un futuro capítulo, pasaremos ahora a centrar la atención en aquellos a los que Cristo asociará consigo en Su reino. Hay varias clases diferentes que participarán de este honor. Cada uno comprende que habrá creyentes de esta dispensación que reinarán con Cristo. Esto está tan claramente revelado que no admite dudas: «Si sufrimos, también reinaremos con Él» (2 Ti. 2:12). Pero no se comprende de manera tan general que hay otros también designados para esta especial exaltación; y sin embargo, esto está claramente expresado en las Escrituras. Juan dice: «Y vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron facultad de juzgar; y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen, y que no recibieron la marca en sus frentes ni en sus manos; y vivieron y reinaron con Cristo mil años. Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Ésta es la primera resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con Él mil años» (Ap. 20:4-6). La clase que se sienta en tronos y que recibe la facultad de juzgar está compuesta de los ejércitos que habían seguido a Cristo desde el cielo (Ap. 19:14) — esto es, los santos que habían sido arrebatados antes para reunirse con el Señor en el aire (1 Ts. 4); en una palabra, la Iglesia, y quizá los santos de anteriores dispensaciones. Pero hay otras dos clases. Primero, aquellos que padecieron el martirio durante el poder del anticristo — los que fueron decapitados por el testimonio de Jesús, y por la palabra de Dios; y segundo, los que se mantuvieron firmes contra sus seducciones y, firmes ante sus amenazas, rehusaron recibir la marca de la «bestia». Como señal especial del favor y aprobación de Dios, en recompensa por su fidelidad en medio de una infidelidad generalizada, son hechos partícipes de la primera resurrección, y por consiguiente quedan asociados con Cristo en Su reino. Ambas clases comparten la dignidad sacerdotal y la regia — el maravilloso honor que heredan por la gracia de Aquel que había observado sus padecimientos, y que se regocijó en su constancia por Su nombre y Su testimonio. No olvidamos que los hay que diluyen el sentido de este pasaje con la pretensión de que la resurrección a la que se hace referencia aquí es figurada. Si así fuera, la resurrección y el juicio descritos más adelante en la segunda parte del capítulo también tendrían un sentido figurado, y con ello se perdería la verdad plena de un juicio final. No: unas palabras tan llanas no pueden ser privadas de su sentido, por no hablar del perfecto acuerdo que muestran con otros pasajes de la Palabra de Dios. ¡Que bienaventurado futuro espera a los santos de Dios! ¡Y cómo se regocijarán, no tanto en su asociación con Cristo en los esplendores de Su reino, por indecible que sea el honor recibido, como por el hecho de que Él va a recibir el puesto que le pertenece tanto por derecho propio como por adquisición! Y se oyen grandes voces que claman fuerte desde el cielo para celebrar este acontecimiento, que dicen: «Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de Su Cristo; y Él reinará por los siglos de los siglos. Y los veinticuatro ancianos que estaban sentados delante de Dios en sus tronos, se postraron sobre sus rostros, y adoraron a Dios, diciendo: Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres y que eras y que has de venir, porque has tomado Tu gran poder, y has reinado» (Ap. 11:15-18). Pero, ¡con qué terror se llenará este pobre mundo, cuando vean a Aquel a quien rehusaron y rechazaron, que viene con poder y gran gloria, para juzgar ahora todo y a todos según la regla de Su justicia inmutable! Y Él viene «como ladrón en la noche; que cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán» (1 Ts. 5:2-3).
«¿Puede éste ser Aquel que una vez anduvo
Peregrino aquí, sirviendo en caminos de dolor,
Bajo poderosos oprimido, por la soberbia
escarnecido,
El Nazareno, que en ignominia la Cruz sufrió?»