Cuando Kempi Huyó

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India
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Espiando vacilante escondida detrás de su hermano, Kempi sonrió tímidamente a la misionera. Vio a una señora de cabello color café, ojos azules, y con una sonrisa muy simpática. Mirando a Kempi, la misionera vio a una niña brahmana, de grandes ojos oscuros, tez clara y cabello que se veía negro y brillante debido al aceite de coco. Y cuando sonrió, la misionera vio dientes hermosamente blancos por tanto cepillárselos con carbón.
—Qué bueno que viniste a nuestra escuela dominical—sonrió la misionera—. Esperamos que te guste tanto que volverás con tu hermano todos los domingos.
Los chicos encontraron asientos con los otros niños, y al ratito, empezaron a cantar. Desde el principio hasta el fin, la hora de escuela dominical le pareció maravillosa a Kempi. Lamentó cuando esta terminó, y le pareció mucho tiempo tener que esperar hasta el próximo domingo para volver. Después de eso, Kempi rara vez faltaba los domingos, y no tardó en encariñarse mucho con los misioneros. Cuando aprendió acerca del amor del Señor Jesús por ella, lo aceptó contenta como su Salvador, y los ojazos se le llenaban de lágrimas cuando pensaba en cuánto había sufrido en la cruz por los pecados de ella.
Luego, un domingo no vino a la escuela dominical. Llegó el domingo siguiente, y tampoco vino. Pasaron los domingos, y los misioneros extrañaban el dulce rostro de Kempi, por lo que una de las misioneras decidió ir a visitarla a su aldea para averiguar qué pasaba.
Después de preguntar, encontró la casa de Kempi. El piso y las paredes eran de barro, y no tenía ventanas, sino sólo la puerta. Y allí, acostada en el suelo sucio, estaba Kempi, muy enferma de malaria. Su cabello negro, y antes brilloso, estaba todo enredado y aplastado, y parecía muy sucia y triste.
La misionera se enteró que Kempi estaba viviendo allí con una tía, porque su mamá había fallecido. Nadie parecía tener el tiempo o el deseo de cuidar a la niñita enferma, por lo que la misionera preguntó:
—Kempi, ¿te gustaría que te llevara a nuestro lindo y limpio hospital en el centro misionero, donde te podemos cuidar y ayudarte a mejorar?
—Oh, sí—, susurró Kempi.
Entonces la misionera salió apresuradamente, y encontró a un hombre con una vieja carreta tirada por un buey que pudo alquilar para llevar a Kempi al hospital. Acostaron a Kempi con cuidado en su estera de paja en la carreta, y después de empujarlo, aguijonearlo y de enrollarle la cola, el buey comenzó el viaje al hospital. Sólo distaba una milla, pero la vieja y endeble carreta se sacudía y crujía al dar tumbos en el camino. El lento viaje debe haber sido penoso para la pequeña Kempi que ya estaba tan enferma y dolorida con fiebre, pero fue valiente. No abrió la boca ni lloró.
En el hospital, manos cariñosas bañaron a Kempi y la pusieron en una cama limpia. ¡Qué alivio era para su cuerpecito afiebrado! Luego le dieron medicamentos, y buena leche, y al ratito dormía tranquila. Los parientes que habían seguido a la carreta hasta el hospital observaron con cuidado todo lo que los misioneros hacían por Kempi. Eran personas de la casta alta, y en India, una persona de la casta alta podía comer únicamente comida que ellos mismos preparaban—ni siquiera les era permitido beber agua que un extranjero le daba.
Por eso, a los parientes les permitieron preparar comida para Kempi en una cocinita detrás del hospital, siguiendo algunas sugerencias del médico misionero. Todos los días, la misionera le leía la Palabra de Dios a Kempi.
—Léame más acerca del Buen Pastor—dijo en una ocasión—. Sus palabras son como palabras de oro a mis oídos.
Cada día mejoraba un poco, ¡y qué contentos estaban todos cuando por fin pudo levantarse un ratito! Pero los parientes dijeron:
—Ya podemos llevar a Kempi a casa.
Cuánto lamentaban los misioneros su partida, porque anhelaban que se quedara con ellos para poder enseñarle más acerca del Salvador y Su Palabra. En su propio hogar estaría rodeada de mucha pecaminosidad y maldad, y los suyos tratarían de hacerla adorar a sus dioses paganos. Pero los misioneros no podían retenerla, por lo que se volvió a su casa.
Cuando tenía unos trece años, su tía le dijo un día:
—Kempi, ya tienes edad para casarte. Te hemos elegido un esposo, y te irás a vivir a la casa de él.
—¡Oh, no!—exclamó Kempi alarmada—. ¡No me quiero casar todavía! ¡Oh, ¿por qué tengo que hacerlo?
—No digas tonterías, Kempi—respondió su tía con enojo—. Muchas chicas, mucho menores que tú, se han casado y viven en la casa de sus esposos sirviendo a su suegra. ¿Hasta cuándo crees que te tengo que seguir manteniendo y dando de comer?
Kempi no pudo responder. ¡Sabía muy bien que eso era cierto! Muchas niñas mucho menores que ella no eran más que esclavas de sus suegras, y nunca tenían la libertad de correr y jugar.
—Es un buen hombre—continuó su tía—, tiene unos treinta años, y estoy segura que te tratará bien si te portas bien.
Por lo menos no era un hombre muy mayor, como lo eran los esposos de algunas niñas, pensó con tristeza. Luego susurró:
—¿Es cristiano?
—¡Por supuesto que no!—contestó su tía—. Es de nuestra propia casta, ¡un excelente brahmán!
—Pero no puedo casarme con alguien que no sea cristiano. La Palabra de Dios dice que eso es malo.
—¡Qué ocurrencia! Te casarás con el hombre que hemos escogido. Te olvidas que no te corresponde a ti elegir.
Según la costumbre, las niñas en India por lo general viven en la casa de sus esposos, sirviendo a la mamá de él hasta tener edad para casarse. Así que un día Kempi fue llevada a la casa del hombre con quien se casaría aunque seguía insistiendo que no se podía casar con él. Descubrió que el hombre era huraño y malhumorado, y él y su mamá fueron muy cruel con Kempi, creyendo que podían forzarla a obedecerles y a casarse con él. La golpeaban y tiraban del caballo con frecuencia, y la obligaban a trabajar duro desde la mañana hasta la noche.
Una mañana se levantó temprano como siempre, y la enviaron con un cesto a buscar leña para el fuego. Apurando sus pasos con su cesto, pensaba que ojalá pudiera seguir caminando, y caminando, y no volver a regresar a esa casa.
Bueno, ¿por qué no hacerlo? Se encontraba junto a las vías del tren que sabía llevaban a la aldea donde estaba el centro misionero. Se iría con los misioneros. Cubriéndose el rostro con el cesto para que nadie la reconociera, comenzó a correr por las vías a la distante aldea. Quedaba a muchas millas, pero finalmente llegó y se encontró con la misionera que había sido tan buena con ella cuando había estado enferma.
—¡Querida Kempi! ¿De dónde vienes?—exclamó la misionera cuando vio a la cansada niña.
—Me escapé—contestó Kempi sencillamente —. Dicen que me tengo que casar con un hombre que no es cristiano, y no puedo hacerlo. Así que vine a usted.
La misionera le hizo algunas preguntas, y se enteró de todo lo sucedido. Dependiendo de Dios para que la guiara, sentía que tenía que tratar de salvarla.
—No estarás a salvo si te quedas aquí ahora, porque pueden venir a buscarte. De hecho, podrían venir en cualquier momento si alguien te vio venir, y se los ha contado. Te esconderé, y esta noche te llevaré a un lugar más seguro.
Entonces Kempi se escondió debajo de la cama de la misionera hasta que oscureció. Luego la misionera la vistió con ropa que la hacía parecer mahometana en lugar de brahmana. A medianoche comenzaron su viaje, en un jutka, que es un coche pequeño tirado por un pony. Brillaba la luna, y con su resplandor podían ver los campos de arroz y los bosquecillos de palmeras de cocos y árboles banianos como si fuera de día. La misionera no podía menos que desear que estuviera un poquito más oscuro, y oraba continuamente que los hombres malos de la aldea de Kempi no las descubrieran.
Llegando a otra aldea, tomaron un tren. Aquí Kempi se escondió debajo de un asiento largo, porque todavía no se sentía a salvo. En otra parada, tomaron un autobús, y finalmente después de mucho andar llegaron a una escuela para niñas en Bangalore. Allí recibieron a Kempi con alegría, y al ratito ya la habían arropado bien en la cama y se había quedado profundamente dormida.
Después de tres meses parecía que no habría peligro en llevarla al centro misionero, y qué feliz estaba Kempi de estar nuevamente con sus amigos queridos. Hacía todo lo posible por ser útil, y era un verdadero testigo del Señor.
Un día fue bautizada, y le dio mucho gozo hacer saber a todos de esta manera que pertenecía al Señor y que quería vivir para Él. Sus amigos cristianos decidieron cambiarle el nombre, porque Kempi era el nombre de una diosa pagana. Le eligieron Jaja, que significa “victoria” en el idioma kanarese.
También la esperaban más días felices. Después de varios años, ella y un maestro cristiano se enamoraron y casaron. Ahora tienen su propia familia pequeña que quieren educar en los caminos del Señor.