El Apartarse De Iniquidad Es El Principio De Unidad Según Dios

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La falta de unidad es sentida ahora por todo cristiano recto. El poder del mal es sentido por todos. Su ímpetu viene tan cerca, sus rápidos pasos agigantados son tan evidentes, y afectan tan íntimamente los sentimientos especiales que distinguen a toda clase de cristianos, que no es posible que sean ciegos a él, por poco que aprecien su verdadera fuerza y carácter. Mejores y más santos sentimientos, también, les despiertan a la percepción de un peligro común, y el peligro que amenaza la causa de Dios (en cuanto es confiada a la responsabilidad del hombre) de parte de los que jamás la hayan perdonado ni la perdonarán. Esto se siente doquier el Espíritu de Dios obra, a fin de que los santos aprecien la gracia y la verdad y un cuerpo.
Los sentimientos que produce la percepción del progreso del mal pueden variar. Algunos, aunque sean pocos, quizás aún confían en los baluartes que han contemplado desde hace mucho, pero cuya fuerza residía únicamente en un respeto para ellos que ya no existe. Otros confían en lo que creen ser la fuerza de la verdad, fuerza qué la verdad nunca ha ejercido salvo en una manada pequeña, porque allí estaban Dios y la obra de Su Espíritu; otros ponen confianza en una unión que hasta ahora nunca ha sido el instrumento de poder a favor del bien—es decir, una unión por convenio y acomodamiento. Mientras que otros puedan sentirse obligados a abstenerse de tal unión convenida, por motivo de ciertas obligaciones anteriores, u opiniones preconcebidas, de manera que la unión viene a formar nada más que un partido. Sin embargo, el sentir del peligro es universal. Aquello que por mucho tiempo fue tenido en poco como mera teoría es ahora sentido tan prácticamente que no puede ser negado; aunque sean todavía rechazadas y despreciadas las consideraciones de la palabra, por las cuales aquellos de quienes así se burlaban previeron el mal.
Pero este estado de cosas produce dificultades y peligros de una clase peculiar a los santos, y conduce a la pregunta: ¿dónde está el camino del santo? y ¿dónde ha de hallarse la verdadera unidad? Existe un peligro, en vista de lo bendita y deseable que es la unidad, de que los que por mucho tiempo han sentido su valor y la obligación que incumbe a los santos de mantenerla, se dejen guiar por el impulso de personas que la han desechado cuando fue presentada a la luz de la Palabra, y ceden los mismos principios y el camino que habían abrazado según su propia comprensión más clara de la Palabra de Dios, en anticipación de la tormenta venidera. Aprendieron de esa preciosa Palabra que había de venir la tormenta; y mientras la estudiaban con calma en la Palabra, vieron el camino indicado allí para el creyente en todo y cualquier tiempo. Ahora se les insta que lo abandonen a favor de otro que se presenta a la mente de los hombres a causa de las ansiedades que ellos anticiparon, camino que, aunque tenga cierto impulso de bien, no fue indicado por la Palabra de Dios cuando esta fue investigada en paz. Pero ¿es esa la senda de los santos, volverse atrás de lo que les suplió la inteligencia de la Palabra generalmente rechazada, a fin de seguir la luz de aquellos que rehusaron ver? Esto, sin embargo, no es el único peligro; ni es mi objeto meditar en los peligros, sino en el remedio. Hay una tendencia constante en la mente de caer en lo que es sectario, y de hacer de lo que es opuesto a aquello que acabo de señalar, una base de la unidad: es decir, de un sistema de alguna clase a que la mente se aferra y alrededor del cual santos y otros se juntan; y que, asumiéndose fundado en un verdadero principio de unidad, considera como cisma todo lo que se separa de él—apropiando el nombre de unidad a lo que no es el centro y plan de unidad de Dios. Dondequiera que sea así, se encontrará, que la doctrina de la unidad viene a ser sanción para alguna clase de mal moral, para algo contrario a la Palabra de Dios; y la autoridad de Dios Mismo, que es ligado con la idea de la unidad, viene a ser, por medio de este último pensamiento, un motivo de obligar a los santos de continuar en el mal. Además, el continuar en este mal es impuesto por toda la dificultad que la incredulidad halla en separarse de aquello en que está afirmado, y en donde el corazón natural halla sus lazos, y donde, por lo general, los intereses temporales hallan su apoyo.
Ahora, la unidad es una doctrina y un principio divino; pero ya que el mal es posible dondequiera que la unidad es tomada por sí como una autoridad final, dondequiera que entre el mal, la obligación final de la unidad liga al mal, porque la unidad, donde existe el mal, no ha de ser quebrantada. De esto tenemos un ejemplo notorio en el Romanismo. Allí la unidad de la iglesia es la gran base del argumento; y ha sido el motivo para guardar al mundo, podríamos decir, en toda atrocidad sancionada, con el apoyo del nombre del cristianismo: una autoridad para ligar las almas al mal, hasta que el nombre mismo resultó vergonzoso a la conciencia natural del hombre. El pretexto de la unidad puede ser pues, en medida, la liberalidad de pensamiento que fluye de la falta de principio; puede ser la estrechez de una secta basada sobre una idea; o, puede ser, tomado por sí solo, la pretensión de ser la iglesia de Dios, y por ende en principio procurar tanta indiferencia a la iniquidad, como les conviene al cuerpo o sus gobernadores permitir, o hasta donde Satanás les pueda arrastrar. Pues si el nombre de la unidad es tan poderoso en sí mismo y en virtud de las bendiciones que Dios Mismo vincula con ella, bien nos conviene comprender cuál sea en verdad la unidad que Él reconoce. Es esto que propondría investigar; reconociendo que el deseo de la unidad es bueno, y que muchos de los ensayos en busca de ella contienen elementos de sentimiento piadoso, aun cuando los medios no llevan convencimiento al juicio de que sean los de Dios.
Ahora, de inmediato será admitido que Dios Mismo tiene que ser la fuente y el centro de la unidad, y que sólo Él lo puede ser en poder o derecho. Cualquier centro de unidad aparte de Dios tiene que ser en cierto sentido una negación de Su Deidad y gloria, un centro independiente de influencia y poder; y Dios es uno—el centro justo, verdadero y único de toda verdadera unidad. Todo lo que no sea dependiente de esto es rebeldía. Mas esta verdad tan sencilla, y para el cristiano tan necesaria, nos despeja el camino en seguida. La caída del hombre es lo opuesto a esto. Él fue una criatura dependiente, una figura también de Aquel que había de venir; deseaba hacerse independiente, y es, en pecado y rebeldía, el esclavo de un rebelde más fuerte que él, sea en la dispersión de la voluntad propia individual, o en su concentración en el dominio del hombre en la tierra. Mas, en consecuencia de esto, tenemos que ir un paso más allá. Dios tiene que ser un centro tanto en bendición como en poder, cuando se rodea de multitudes unidas y moralmente inteligentes. Bien que sabemos que Él castigará la rebeldía con la eterna destrucción fuera de Su presencia en la desesperación de la miseria individual egoísta que no reconoce centro alguno y del odio; pero Él Mismo tiene que ser un centro de bendición y santidad, porque Él es un Dios santo, y Él es amor. En verdad, la santidad en nosotros (bien que por su naturaleza es separación del mal) es sencillamente tener a Dios, el Santo, quien es también amor, como el objeto, el centro y la fuente de nuestras afecciones. Él nos hace partícipes de Su santidad (porque Él es esencialmente aparte de todo mal, que Él como Dios conoce, aunque es lo opuesto a Él); pero en nosotros, la santidad tiene que consistir en que nuestras afecciones, pensamientos, y conducta sean centrados en Él y derivados de Él: un lugar mantenido en entera dependencia de Él. Del establecimiento y poder de esta unidad en el Hijo y el Espíritu hablaré más adelante. Es en la grande y gloriosa verdad misma que insisto ahora.
Este principio es verdadero aún en la creación. Fue formada en unidad, y era Dios su único centro posible. Será restaurada a esto aún, y centrada en Cristo como su Cabeza, aun el Hijo, por quien, y para quien todas las cosas fueron creadas (Col. 1:1616For by him were all things created, that are in heaven, and that are in earth, visible and invisible, whether they be thrones, or dominions, or principalities, or powers: all things were created by him, and for him: (Colossians 1:16)). Es la gloria del hombre (aunque su ruina, como caído) ser hecho así un centro en su lugar—la imagen de Aquel que ha de venir; pero ¡por desgracia! su imitador en un estado de rebeldía en este mismo lugar, ahora que es caído. Que yo sepa (no me atrevo a decir más) los ángeles nunca fueron constituidos el centro de cualquier sistema, pero el hombre sí. Fue su gloria ser el señor y centro de este mundo terreno (teniendo a Eva asociada pero dependiente, como su compañera y su ayuda). Él era la imagen y la gloria de Dios. Su dependencia le hizo mirar hacia arriba; y esto es verdadera gloria y bienaventuranza a todos menos a Dios. La dependencia mira hacia arriba, y es exaltada por encima de sí misma. La independencia tiene que mirar hacia abajo (porque en una criatura no puede bastarse a sí misma) y es degradada. La dependencia es exaltación verdadera en una criatura cuando tiene el objeto que corresponde. El estado primordial del hombre no era santidad, en el sentido cabal, porque no era conocido el mal. No era un estado divino (aunque era de creación bendita); era la inocencia. Pero esto se perdió en busca de la independencia. Si el hombre vino a ser como Dios, sabiendo el bien y el mal, fue con conciencia culpable, el esclavo del mal que sabía, y en una independencia en que no podía sostenerse, al tanto que moralmente había perdido a Dios como Él de quien podía depender.
Con esta condición (pues debemos ahora volver a la presente cuestión práctica de la unidad), con el hombre en esta condición, Dios tiene que tratar, si se ha de alcanzar la unidad real y verídica, tal como Él puede reconocer. Ahora, Él aún tiene que ser el centro. Por tanto ya no es solo poder creatorial. El mal existe. El mundo yace en maldad, y el Dios de unidad es el Dios Santo. La separación, pues, la separación del mal, viene a ser la única e imprescindible base y principio, no digo el poder, de la unidad. Porque Dios debe ser el centro y el poder de esa unidad, y el mal existe: y de esa corrupción tienen que ser apartados los que han de estar en la unidad de Dios; porque Él no puede tener unión alguna con el mal. De aquí, repito, tenemos este grande principio fundamental, que la separación del mal es la base de toda verdadera unidad. Sin esto cualquier y todo intento de unidad independiente de El resulta más o menos en ligar la autoridad de Dios al mal, y en rebelión contra Su autoridad. En su forma más leve y débil es una secta; en su plenitud es la grande apostasía una de cuyas características, sea del poder secular o el eclesiástico, es la unidad; sin embargo, la unidad por la subyugación del hombre a lo que es real o abiertamente independiente de Dios porque lo es de Su palabra; no la unidad establecida por sujeción al Santo, según Su palabra, y por el poder del Espíritu obrando en aquellos que son unidos, y por Su presencia, que es el poder personal de unión en el cuerpo. Pero esta separación no es todavía por poder judicial, que aparta (no lo bueno del malo, no lo precioso del vil, sino) lo vil de lo precioso, exilándolo de Su presencia en juicio; atando la cizaña en manojos, y echándolos en el horno de fuego; recogiendo de Su reino a todos los que sirven de tropiezo (Satanás mismo y sus ángeles serán arrojados, y luego serán unidos en uno todas las cosas en Cristo, en los cielos y en la tierra). Entonces el mundo, no la conciencia, será librado del mal por el juicio que no lo permitirá, sino que temprano cortará a todos los malos (no por el poder y testimonio del Espíritu de Dios).
No es el presente el tiempo de apartar así judicialmente el mal de lo bueno en el mundo, como el campo de Cristo, por la exterminación y la destrucción de los malos. Pero no por eso deja Dios a la unidad fuera de Sus pensamientos, ni puede Él tener la unión admitida con el mal. Hay un Espíritu y un cuerpo. Él junta en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos.
Y ahora, el principio en general es este: Dios está obrando en medio del mal para producir una unidad de la cual Él es el centro y la fuente, y que en dependencia reconoce Su autoridad. No lo hace todavía por quitar de en medio a los malos judicialmente; Él no puede unirse con los malos ni tener una unión que les sirve. ¿Cómo pues puede ser esta unidad? Él aparta a los llamados del mal. “Salid de en medio de ellos, y apartaos .   .   . Y yo os recibiré .   .   . Y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso.” Como está escrito, Andaré en ellos y habitaré en ellos. Ahora aquí lo tenemos expuesto bien claramente. Esto fue la manera que Dios tenía para juntar. Fue en decir: Salid de en medio de ellos. No pudo haber juntado una verdadera unidad alrededor de Sí de otro modo. Ya que existe el mal—sí, es nuestra condición natural—no puede haber unión cuyo centro y poder es el Santo Dios sino por el apartarse del mal. La separación es el primer elemento de la unidad y unión.
Ahora podemos inquirir un poco más acerca de la manera en que se pone por obra esta unidad, y en que se basa. Es menester que haya un poder intrínseco de unión manteniéndola unida a un centro, como también un poder para apartarse del mal a fin de formarla; y habiéndose determinado este centro, rehúsa cualquier otro. El centro de la unidad tiene que ser un centro único y sin rival. Al cristiano no le hace falta inquirir mucho sobre este punto. Es Cristo—el objeto del consejo divino—la manifestación de Dios Mismo—el solo y único vaso de poder medianero, cuyo es el derecho de unir la creación por ser Él por quien y para quien todas las cosas fueron creadas; y de unir la iglesia por ser su Redentor, su Cabeza, su gloria, y su vida. Y hay pensamiento dual referente a la cabeza: Él es Cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, que es Su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo. Esto será cumplido en su día.
Por ahora nos ocupamos del periodo intermedio, la unidad de la Iglesia misma, y su unidad en medio del mal. Bien no puede haber ningún poder moral capaz de unir, apartado del mal, sino Cristo. Solo El, quien es la gracia y la verdad perfecta, descubre todo el mal que separa de Dios, y del cual Dios separa. Él solo, de parte de Dios, puede ser el centro atractivo que atrae y reúne a Sí Mismo todos en quienes Dios así obra. Dios no reconocerá otro. No hay otro de quien se podría dar testimonio, que sea moralmente suficiente para concentrar toda afección que es de Dios y hacia Dios. También la misma redención hace que esto sea necesario y evidente: no puede haber sino un solo Redentor, uno a quien se puede entregar un corazón redimido, como también uno a quien un corazón vivificado divinamente puede dar todas sus afecciones, el centro y la revelación del amor del Padre. Él, también, es el centro de poder para efectuarlo. En Él mora toda la plenitud. El amor, (y Dios es amor) es conocido en Él. Él es la sabiduría de Dios y el poder de Dios. Y, aún más que esto, Él es el poder de atracción que aparta, porque Él es la manifestación de todo esto, y el cumplidor de ello en el medio del mal; y esto es lo que nosotros necesitamos, los pobres y miserables que nos encontramos en el mal; y, si nos sea permitido hablar así, esto es lo que necesita Dios para Su gloria separadora en medio del mal. Cristo se sacrificó a Sí Mismo para establecer a Dios en amor separador en el medio del mal. Había más en esto—un alcance mucho mayor en esta obra; pero hablo en referencia a mi presente tema ahora.
Así Cristo viene a ser, no solamente el centro de la unidad al universo en Su glorioso título de poder, sino (como el manifestador de Dios, Él que es reconocido y exaltado por el Padre y Él que atrae al hombre) viene a ser un centro peculiar y especial de afecciones divinas en el hombre, alrededor del cual están reunidos como el único centro divino de la unidad. Pues, por cierto, como centro, tiene que ser el único centro, “el que conmigo no recoge, desparrama.” Y en esa relación esto mismo fue el objeto aún, y el poder de Su muerte: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo.” Y más particularmente, Se dio a Sí Mismo no solamente para esa nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Mas aquí también, encontramos esta separación de un pueblo peculiar: Él “se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.” Él era el verdadero dechado de la vida divina en el hombre, apartado del mal, que lo rodeaba universalmente. Él era el amigo de los publicanos y pecadores, tocando flauta en gracia a los hombres por amor íntimo y tierno; pero era siempre el Hombre separado. Y es lo mismo como el centro de la iglesia, y el Sumo Sacerdote. “Porque tal sumo sacerdote nos convenía: Santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores” y agrega: “Hecho más sublime que los cielos.” Aquí, de paso, podemos notar, que el centro y objeto de esta unidad es por lo tanto, celestial. Cristo en vida aquí vino a ser el instrumento de la continuación de la enemistad, siendo Él Mismo sujeto a la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas (Ef. 2:15). Por lo tanto, aunque la divina gloria de Su persona necesariamente se extendía sobre este muro como rama fructífera de gracia hacia los pobres gentiles pasando por afuera (y no podía ser de otra manera, pues donde existía la fe, no podía Él negar que Él Mismo era Dios, ni lo que Dios es, aún amor); sin embargo, en Su curso regular, como un hombre nacido de mujer, vino bajo la ley. Pero por Su muerte derribó la pared intermedia de separación, y hizo de los dos uno solo, y reconcilió a ambos en un solo cuerpo a Dios, haciendo la paz. Por lo tanto, es en ser levantado, y finalmente hecho más sublime que los cielos, que viene a ser el centro y único objeto de unidad.
Observemos de paso, que por ende la mundanalidad siempre destruye la unidad. La carne no puede subir al cielo, ni descender en amor hacia toda necesidad. Anda en la comparación separadora de la importancia propia. “Yo soy de Pablo,” etc. “¿No sois carnales, y andáis como hombres?” Pablo no había sido crucificado por ellos, ni habían sido bautizados en el nombre de Pablo. Habían bajado al nivel de la tierra en sus mentes, y la unidad había desaparecido. Pero el glorioso Cristo celestial en una palabra abrazó a todos. “¿Por qué me persigues?” Esta separación de todo lo demás se efectuó más despacio entre los judíos, habiendo sido ellos mismos exteriormente el pueblo de Dios apartado; pero habiéndose manifestado plenamente lo que eran, la palabra a los discípulos fue: “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio.” El Señor (en busca de tener como grande resultado un rebaño y un Pastor) sacó fuera Sus ovejas propias, y fue delante de ellas. Por cierto, tan pronto mostramos que la unidad es según la mente de Dios, es evidente que el apartarse del mal es la consecuencia esencial; porque existe como principio en la vocación de Dios antes que la unidad misma. La unidad es Su propósito, y, dado que Él es el único centro legítimo, tiene que llevarse a cabo por poder santo; pero la separación del mal es Su misma naturaleza. Así cuando llama a Abraham públicamente dice: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre.”
Mas, para continuar: de lo que hemos visto, es evidente que el Señor Jesucristo ascendido es el objeto en redor del cual la iglesia se junta en unidad. Él es su Cabeza y Centro. Este es el carácter de su unidad, y de su separación del mal, de pecadores. Sin embargo, no habían de ser quitados del mundo, sino guardados del mal, y santificados por la verdad; habiéndose Jesús santificado a Sí Mismo para tal fin. Así pues, el Santo Espíritu fue enviado, no sólo para la manifestación pública del poder y gloria del Hijo del hombre, sino para identificar los llamados con su Cabeza celestial, y para separarlos del mundo en que habían de permanecer; y el Espíritu Santo así vino a ser el centro y poder en la tierra de la unidad de la iglesia en nombre de Cristo—habiendo Cristo derribado la pared intermedia de separación, reconciliando a ambos en un cuerpo por la cruz. Los santos, así juntados en uno, formaron la habitación de Dios por el Espíritu. El Santo Espíritu mismo vino a ser el poder y centro de la unidad, pero en el nombre de Jesús, de un pueblo apartado tanto del judío como del gentil, y librado de este presente mundo malo, para la unión con su Cabeza gloriosa. Por medio de Pedro, Dios visitó a los gentiles para sacar de ellos un pueblo para Su nombre. Y de los judíos había un remanente según la elección de gracia; como Pablo, uno de ellos, fue apartado él mismo de Israel, y de los gentiles, a quienes fue enviado.
Y así fue el testimonio constantemente. El que dice que tiene comunión con Él, y anda en tinieblas, miente y no practica la verdad. Separación de iniquidad es esencial como el primer principio de comunión con Él. Quienquiera lo cuestione es un mentiroso—en esto él mismo es del maligno. Niega el carácter de Dios. Si la unidad depende de Dios, tiene que ser separación de las tinieblas. Así también unos con otros. Si andamos en la luz, como Dios está en la luz, tenemos comunión unos con otros. Y notemos, aquí no hay límite. Es como Dios está en la luz. Allí nos ha colocado el bendito Señor por medio de Su preciosa redención; y por lo tanto esto es lo que debe ordenar toda nuestra manera de andar y nuestra unión: no podemos tener ninguna unión (según Dios) fuera de esa luz. El judío sí la podía tener, porque la separación suya—aunque verdadera separación, y por lo tanto lo mismo en principio—con todo fue solamente exterior en la carne, y aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo (no se había manifestado, ni aún para los santos, aunque en los consejos de Dios sin duda habían de entrar allí por medio del sacrificio que estaba por ofrecerse).
Nuevamente, en relación a unos con otros: ¿Qué comunión tiene la luz con las tinieblas? ¿Qué concordia Cristo con Belial? ¿Qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Y luego, dirigiéndose a los santos, el Espíritu Santo agrega: “Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, Salid de en medio de ellos, y apartaos.” De otra manera provocamos a celos al Señor, como si fuésemos más fuertes que Él. De esta unidad y comunión, puedo agregar, la Cena del Señor es el símbolo y la expresión. Porque nosotros, siendo muchos, somos todos un pan, pues todos somos partícipes de aquel un pan.
Hallamos pues bien claramente que, como la unidad de Israel antiguamente fue fundada en ser liberados y llamados de entre las naciones, y en el mantenimiento de la separación en medio de los gentiles que les rodeaban, así la unidad de la iglesia es basada en el poder del Espíritu Santo descendido del cielo, apartando del mundo un pueblo peculiar a Cristo, y morando entre ellos; Dios Mismo así habitando y andando en ellos. Porque hay un Espíritu, y un cuerpo, como fuimos también llamados en una misma esperanza de nuestra vocación. En verdad, el mismo nombre de Espíritu Santo lo denota; porque la santidad es separación del mal. Aunque en la práctica puede haber faltado en su consecución, el principio y la medida de esta separación es esencialmente la luz, como Dios está en la luz; habiéndose manifestado el camino al lugar Santísimo, y habiendo descendido de allí el Espíritu Santo para habitar en la iglesia aquí, así pues, en el poder de separación celestial, por ser Él el centro y poder interior de la unidad (al igual que la nube de la presencia divina en Israel—el Shekinah), el Espíritu establece la santidad de la iglesia y su unidad en su separación a Dios, según Su propia naturaleza, y en el poder de esa presencia. Tal es la iglesia, tal es la verdadera unidad. No es posible que un santo reconozca cualquier otra inteligentemente, aunque pueda admitir que haya deseos y esfuerzos para lograr el bien en lo que queda corto de ella.
Aquí podría concluir mis observaciones, habiendo desarrollado el principio grande, aunque sencillo, emanando de la misma naturaleza de Dios, que el apartarse del mal es Su principio de unidad. Sin embargo, se presenta una dificultad inmediata a mi objeto y tema principal. Dado el caso que el mal se introduce en este un cuerpo que ha sido constituido así sobre la tierra, ¿aún se mantiene firme el principio? ¿Cómo entonces puede el apartarse del mal mantener la unidad? Y aquí podemos mencionar el misterio de la iniquidad. Pero este principio, emanando de la misma naturaleza de Dios que Él es santo, no puede ser abrogado. El apartarse del mal es la consecuencia esencial a la presencia del Espíritu de Dios en cualesquiera circunstancias en relación a conducta y comunión. Pero aquí se encuentra modificación. Siempre es judicial la presencia revelada de Dios, cuando la hay; porque poder contra el mal se relaciona con la santidad que lo rechaza. Asimismo, en Israel la presencia de Dios era judicial; estaba allí Su gobierno que no permitía el mal. Así también, aunque en otra forma, está en la iglesia. La presencia de Dios es judicial allí—no en el mundo, salvo en testimonio, porque Dios aún no está revelado en el mundo, y por lo tanto Su gobierno no arranca cizaña de ese campo (Mt. 13). Pero juzga a los que están adentro.
Por esto la iglesia tiene que poner fuera de sí misma a la persona inicua, y así mantiene su separación del mal. Y la unidad es mantenida en el poder del Espíritu Santo y una buena conciencia. Pues ciertamente, a fin de que el Espíritu no sea entristecido, y no sea perdida la bendición práctica, se exhorta a los santos que miren bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios. Cuán dulce y bendito es este huerto del Señor, cuando es así mantenido, y florece en la fragancia de la gracia de Cristo. Pero ¡por desgracia! sabemos que la mundanalidad se insinúa, y el poder espiritual se declina; se debilita el gusto para esta bendición porque no es disfrutada en el poder del Espíritu; decae la comunión espiritual con Cristo, la Cabeza celestial, y cesa el ejercicio viviente del poder que echa al mal fuera de la iglesia. El cuerpo no es vivificado por el Espíritu Santo suficientemente como para corresponder a la mente de Dios. Pero Dios jamás se dejará sin testimonio. Él lleva al cuerpo la convicción del mal por un testimonio u otro—por la Palabra o por juicios, o por ambas sucesivamente—a fin de hacerlo volver a su energía espiritual, y guiarlo a mantener su debido lugar y la gloria de Él. Si el cuerpo rehusara de corresponder a la misma naturaleza y carácter de Dios, y a la incompatibilidad de esa naturaleza con el mal (de modo que resulta realmente un testigo falso para Dios), entonces el principio primitivo e inmutable se presenta de nuevo, la necesidad de apartarse del mal.
Además, la unidad que persiste después de esa separación, se vuelve en testimonio de que es compatible el Espíritu Santo con el mal: así pues, en su naturaleza es apostasía; mantiene el nombre y la autoridad de Dios en Su iglesia, y lo asocia con iniquidad. No es la apostasía abierta y profesada de la incredulidad confesada; pero es negar a Dios según el verdadero poder del Espíritu Santo, mientras se hace uso de Su nombre. Esta unidad es el gran poder del mal señalado en el Nuevo Testamento, relacionado con la iglesia profesante y la apariencia de piedad. A estos hemos de evitar. Este poder del mal en medio de la iglesia se discierne espiritualmente, y puede ser dejado por quienes son conscientes de que es imposible efectuar cualquier remedio, si hay un testimonio público, este es la condenación abierta de ello. Así, antes de la Reforma, Dios dio luz a muchos que testificaron de este mismo mal en la iglesia profesante, manteniéndose aparte de ella; algunos dieron testimonio y aún se quedaron. Cuando vino la Reforma, este testimonio fue dado abierta y públicamente, y el cuerpo profesante del Romanismo se volvió abierta y profesadamente apóstata, hasta donde sea posible a un cuerpo cristiano profesante, esto se hizo evidente en el concilio de Trento. Pero dondequiera el cuerpo evita poner afuera el mal, viene a ser en su unidad un negador del carácter santo de Dios; y entonces el apartarse de iniquidad es el camino para el santo; y la unidad que haya dejado es por mucho el más grande mal que puede existir donde se nombra el nombre de Cristo. Es posible que queden algunos santos, y en verdad algunos han quedado, en el Romanismo, donde no hay poder para juntar a todos los santos; pero el deber del santo en relación a todo esto es evidente sobre los primeros principios del cristianismo, aunque sin duda su fe sería puesto a prueba por ello. “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo.” Es posible que “el que se aparta del mal se hace presa” (Is. 59:15 JND); mas esto por cierto, nada importa, es cuestión de fe. Él se encuentra en el poder verdadero de la unidad de Dios.
Así pues, la Palabra de Dios nos proporciona la naturaleza, el objeto y el poder verdaderos de la unidad; y a la vez, la medida de ella, por la cual podemos juzgar lo que pretende serlo, y la manera de ella; y además, los medios para mantener sus principios fundamentales según la naturaleza y el poder de Dios por el Espíritu Santo en la conciencia, aún donde no sea alcanzada juntos en poder. La naturaleza de la unidad procede de la naturaleza de Dios; porque de la verdadera unidad tiene que ser Él el Centro, y Él es santo; y nos introduce a nosotros en ella por medio del apartarnos del mal. Su objeto es Cristo; Él es el único centro de la unidad de la iglesia, objetivamente como su Cabeza. El poder reside en la presencia del Espíritu Santo aquí, enviado ciertamente como el Espíritu de Verdad de con el Padre por Jesús. La medida es andar en la luz, como Dios está en la luz; la comunión con el Padre, y con Su hijo Jesús, y, se podría añadir, es por medio del testimonio de la Palabra escrita—especialmente la palabra apostólica y profética del Nuevo Testamento. Esa unidad se edifica sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (del Nuevo Testamento), siendo la piedra del ángulo Jesucristo mismo. Los medios para mantenerla son echar afuera el mal (judicialmente si fuere necesario), a fin de mantener, por el Espíritu, la comunión con el Padre y el Hijo. Si el mal no es echado afuera, luego el apartarse de lo que lo tolera, se hace un asunto de conciencia. Me vuelvo, aunque sea solo, a la esencial e infalible unidad del cuerpo, en sus principios perdurables de unión con la Cabeza en una naturaleza santa por el Espíritu. El camino de los santos así se hace evidente. Sin duda Dios logrará por poder eternal la vindicación, (quizás no aquí, sino ante Sus ángeles) de aquellos que han reconocido debidamente Su naturaleza y Su verdad en Cristo Jesús.
Creo que estos principios fundamentales son muy necesarios en este día, para el santo que desea andar verdaderamente y enteramente con Dios. Puede ser doloroso y difícil mantenernos alejados de la unidad latitudinaria, tiene por lo general una forma amistosa, en medida es tenida por respetable en el mundo religioso, no pone a prueba la conciencia de ninguno, y permite la voluntad de todos. Resulta más difícil llegar a una decisión en cuanto a ella, porque a menudo se vincula con un verdadero deseo hacia el bien, y se asocia con la naturaleza amable. El rehusar andar en ese camino parece ser rígido, y estrecho, y de tendencia sectaria. Pero el santo, cuando tiene la luz de Dios, tiene que andar claramente en esa. Dios vindicará Sus caminos en el debido tiempo. Amor hacia cada santo es un deber evidente; andar en sus caminos no lo es. Y el que con Cristo no recoge, desparrama. No puede haber sino una sola unidad; la confederación, aun para bien, no es la unidad, aunque tenga su forma. Unidad, que profesa ser la de la Iglesia de Dios, mientras el mal existe y no es echado afuera, es todavía más serio. Siempre se hallará vinculada con el principio clerical, porque eso es necesario para mantener la unidad cuando el Espíritu Santo no es su poder, y de hecho, ese principio toma el lugar del Espíritu, guía, manda, gobierna en Su lugar, bajo el pretexto de sacerdocio, o ministerio, reconocido como un cuerpo distinto, una institución aparte: no se mantendría unida sin esto.