El huerto del Señor

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“Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía; fuente cerrada, fuente sellada. Tus renuevos son paraíso de granados, con frutos suaves, de flores de alheña y nardos; nardo y azafrán, caña aromática y canela, con todos los árboles de incienso; mirra y áloes con todas las principales especias aromáticas. Fuente de huertos, pozo de aguas vivas, que corren del Líbano. Levántate, Aquilón, y ven, Austro; soplad en mi huerto, despréndanse sus aromas. Venga mi amado a su huerto, y coma de su dulce fruta. Yo vine a mi huerto, oh hermana, esposa mía; he recogido mi mirra y mis aromas; he comido mi panal y mi miel, mi vino y mi leche he bebido. Comed, amigos; bebed en abundancia, oh amados” (Cant. 4:12-5:1).
Con estas palabras escogidas del Cantar de los Cantares, el Esposo compara a Su esposa a un huerto de delicias. Probablemente todos los creyentes, con corazones abiertos para entender las Escrituras, estarán de acuerdo que, en el Esposo, o en el “Amado” del Cantar de los Cantares, tenemos una hermosa figura de Cristo. La mayoría concederán también que, en la interpretación del Cantar, la esposa presenta al pueblo terrenal de Cristo.
Además de esto, si debemos descubrir en ese huerto las excelencias que Cristo encuentra en Su esposa celestial, ¿no debemos al mismo tiempo aprender lo que el amor de Cristo espera encontrar en el corazón de aquellos quienes componen la esposa? Podemos, pues, por un poco de tiempo meditar sobre este huerto, con su fuente, sus frutos, sus especias, y sus aguas vivas, como describiendo lo que el Señor quisiera que nuestros corazones fuesen para Él.
En primer lugar, notemos que el Esposo siempre habla del huerto como “Mi huerto,” a la vez que la esposa se deleita en asumir que dicho huerto es “Su huerto.” “Levántate, Aquilón, y ven Austro; soplad en mi huerto,” dice el Esposo. A lo que replica la esposa: “Venga mi amado a su huerto, y coma de su dulce fruta” (v. 16). En respuesta, el Esposo dice: “Yo vine a mi huerto” (cap. 5:1). La aplicación es clara—el Señor pide nuestros corazones para Sí mismo. Dice el predicador en Prov. 23:26, “Dame, hijo mío, tu corazón.” Mientras que un apóstol nos exhorta, diciendo: “Santificad a Dios el Señor en vuestros corazones” (1ª Ped. 3:15). Y de nuevo otro apóstol ora ante el Padre del Señor Jesucristo para que “habite Cristo por la fe en vuestros corazones” —nuestros corazones (Efes. 3:17).
No es solamente nuestro tiempo, nuestros medios, nuestros cerebros, y nuestro activo servicio lo que el Señor desea de nosotros; sino que en primer lugar y por encima de todas las cosas, Él pide nuestros afectos. Podemos dar todos nuestros bienes a los pobres, y nuestros cuerpos para ser quemados; pero si no tenemos amor, de nada aprovecha. El Señor continúa diciéndonos: “Dame, hijo mío, tu corazón.”
¡Cuán solemne la exhortación del Señor a la iglesia de Éfeso: “Has dejado tu primer amor” (Apoc. 2:4). Fue una grave palabra la cual significaba que no importa cuántas excelencias podían poseer los creyentes a los cuales les era dirigida dicha palabra, habían cesado de ser el huerto del Señor. Como alguien dijo: “La esposa puede cuidar con esmero de su casa, y cumplir todos sus deberes, de tal manera que no queda nada por hacer por lo cual su marido no puede encontrar falta alguna; pero si se ha desvanecido su amor por él, ¿podrán todos sus servicios satisfacerle, si su amor por ella es el mismo que al principio?” (J. N. Darby).
Y sobre todas estas cosas, el Señor nos pide nuestros íntegros afectos de nuestro corazón. El huerto debe ser Su huerto. Además, si el Señor pide que nuestros corazones sean un huerto para Su deleite, los tales deben tener las trazas del huerto que está de acuerdo a Sus pensamientos.
Al leer esta hermosa descripción del huerto del Señor, notaremos cinco remarcables facetas las cuales manifiestan en figura lo que el Señor desea que sean nuestros corazones para Él. En primer lugar, el huerto del Señor es un huerto cerrado. En segundo lugar, es un huerto regado con su “fuente cerrada,” su “fuente sellada.” En tercer lugar es un huerto fructífero—un “paraíso de granados, con frutos suaves.” En cuarto lugar es un huerto fragante, con “árboles de incienso  .  .  .  con todas las principales especias aromáticas.” Y en quinto y último lugar, es un huerto refrigerante del cual fluyen “aguas vivas,” y la fragancia que sus especias exhalan, se extiende alrededor del mundo.
El Huerto Cerrado
Si nuestro corazón debe ser guardado como un huerto para el deleite del Señor, tiene que ser como un “huerto cerrado.” Esto nos habla de un corazón separado del mundo, preservado del mal, y apartado para el Señor.
Podemos decir con toda certeza que en la última oración del Señor vemos que el deseo de Su corazón es que Su pueblo sea como un “huerto cerrado.” Le oímos dirigirse al Padre, diciéndole que los Suyos son un pueblo separado, por lo cual podía decir: “No son del mundo, como tampoco Yo soy del mundo.” Y también Él desea que sean un pueblo preservado del mal, pues Él ora diciendo: “Que los guardes del mal.” Y sobre todas las cosas, el Señor ora para que sean un pueblo santificado, pidiendo al Padre: “Santifícalos en Tu verdad” (Juan 17:14-17).
También el predicador nos exhorta a mantener nuestros corazones como un “huerto cerrado,” cuando él dice: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón” (Prov. 4:23). Así mismo haremos bien en atender las palabras del propio Señor: “Estén ceñidos vuestros lomos” (Luc. 12:35). A menos que ciñamos la verdad a nuestros afectos y pensamientos, cuán rápidamente nuestras mentes serán extraviadas por los pensamientos de este mundo, y cesará entonces el corazón de ser un “huerto cerrado.”
De nuevo, el apóstol Santiago desea que nuestros corazones sean preservados del mal, cuando nos advierte: “Pero si tenéis celos amargos, y contención en vuestro corazón, no os jactéis, ni mintáis a la verdad  .  .  .  porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa” (Stgo. 3:14-16). Nunca ha surgido ninguna escena de confusión y celos en medio del pueblo de Dios que no tenga su raíz escondida en las envidias y contiendas del corazón. Podemos estar seguros que el corazón que mantiene amargura, envidia y contienda, nunca será un huerto para el Señor.
Cuán necesario es, pues, mantener nuestros corazones apartados del mundo y preservados del mal. No obstante, el rechazo del mundo y la carne no serán suficientes para hacer que nuestro corazón sea un “huerto cerrado.” El Señor desea que nuestros corazones sean santificados, o separados para Su placer, estando éstos ocupados con la verdad y todo lo que está de acuerdo con Cristo. Vemos como el apóstol Pablo expone a los Filipenses lo que es un “huerto cerrado”—un corazón santificado para el Señor, cuando les dice: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre: si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad” (Fil. 4:8).
Si tenemos el corazón lleno de cuidados y estamos malhumorados a causa de daños y sinrazones, y lleno de amargura hacia aquellos que han podido obrar mal para con nosotros; si estamos ocupados con malas imaginaciones, pensamientos maliciosos, y sentimientos de venganza hacia cualquier hermano, será totalmente cierto que nuestros corazones no serán un huerto para el Señor.
Si queremos tener nuestros corazones libres de las cosas que los contaminan y los convierten en estériles lugares deshabitados, ahogando el huerto con hierbajos, atendamos a las instrucciones del apóstol, cuando nos dice: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (Fil. 4:6). Habiendo derramado nuestros corazones delante del Señor, como lo hiciera Ana de antiguo (1º Sam. 1:918), y descargando nuestras mentes de todo cuidado, penas y pruebas que presionan nuestros espíritus, descubriremos que “la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:7). Siendo así liberados de todo cuanto puede interponerse entre nuestras almas y Dios, nuestros corazones serán libres para “en esto pensad” (Fil. 4:8)—en estas cosas santas y puras las cuales deben caracterizar a aquellos cuyos corazones son un “huerto cerrado.”
Un Huerto Regado
El corazón que está apartado para el Señor tendrá su fuente escondida para su refrigerio y gozo. Será un huerto con una “fuente cerrada” y una “fuente sellada.” Una fuente es una provisión inagotable; una fuente mana desde su manantial. El profeta puede decir de uno que anda de acuerdo a la mente del Señor, que su alma será “como huerto de riego, y como manantial de aguas, cuyas aguas nunca faltan” (Isa. 58:11). A la mujer de Sicar, el Señor le habló de darle aguas vivas—“una fuente de agua que salte para vida eterna,” para estar dentro del creyente (Juan 4:514). El mundo se encuentra enteramente dependiente de las circunstancias que le rodean para su gozo pasajero; el creyente tiene una fuente dentro de sí—la vida interior—escondida—en el poder del Espíritu Santo.
Como la fuente de vida, el Espíritu Santo provee para todas nuestras necesidades espirituales, guiándonos a “toda la verdad”; como la fuente de la vida, ocupa nuestros corazones con Cristo en gloria. El Señor puede decir: “El Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, Él dará testimonio acerca de Mí” (Juan 15:26)—Cristo está en Su nuevo lugar en la gloria. Así Él, como la Fuente, refrigera nuestras almas con la verdad; como la Fuente manando su caudal, ocupa nuestros corazones con Cristo.
Permítasenos, sin embargo, recordar que el manantial el cual es el cauce de bendición, es una “fuente cerrada,” y la fuente es una “fuente sellada.” Esto nos hace recordar que la fuente de bendición en el creyente está sellada para este mundo, y totalmente separada de la carne. El Señor habla del Consolador como “al cual el mundo no puede recibir, porque no Le ve, ni Le conoce; pero vosotros Le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros” (Juan 14:17). También leemos: “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre s’” (Gál. 5:17).
¡Ay!, pueden llegar a importarnos las cosas de la carne y volvernos al mundo, para encontrar solamente que hemos contristado al Espíritu, por lo que nuestros corazones, en vez de ser un huerto irrigado, viene a ser un seco y arruinado erial.
Un Huerto Fructífero
Las “fuentes” harán que el huerto del Señor venga a ser un huerto fructífero—un “paraíso de granados, con frutos suaves.” Si no entristecemos al Espíritu, éste producirá en nuestros corazones “el fruto del Espíritu,” del cual el apóstol nos habla, diciendo que el tal “es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gál. 5:22-23). ¿Cuáles son, por cierto, estos preciosos frutos del Espíritu, sino la reproducción del carácter de Cristo en el creyente? La fuente fluyendo de su manantial, se ocupa de Cristo y Sus excelencias; y contemplando la gloria del Señor, nosotros somos transformados de gloria en gloria a la misma imagen de Cristo (2ª Cor. 3:18). Es así como el corazón se convierte en un huerto del Señor, produciendo suaves y delicados frutos para el deleite de Su corazón.
Un Huerto Fragante
No solamente es el huerto del Señor un huerto de frutos suaves, sino que es también un huerto de especias de las cuales se esparcen gratas fragancias. El huerto en las Escrituras nos habla siempre de las excelencias de Cristo, pero las especias con su fragancia nos habla de la adoración que tiene a Cristo por objeto. En la adoración no cabe ningún pensamiento de recibir bendiciones de Cristo, sino solamente el rendir el homenaje de nuestros corazones a Cristo. Cuando los magos del Oriente se encontraron en la presencia del “divino niño,” se postraron delante de Él, y “Lo adoraron,” y Le “ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra” (Mat. 2:11). Cuando María ungió los pies de Jesús con “una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio,” no estaba como en las otras ocasiones, a los pies del Señor para recibir instrucciones o hallar Su simpatía en su dolor; ella estaba a los pies de Jesús como donante, para rendir la adoración de un corazón lleno del sentimiento de Su belleza y gloria. Es bueno estar a los pies del Señor para escuchar Su Palabra, y también estar a Sus pies para recibir consuelo, cuando estamos en dolor, pero en ningún caso de estos leemos del ungüento con su fragancia. Mas cuando María estuvo a los pies del Señor como adoradora, con su precioso perfume, leemos que “la casa se llenó del olor del perfume” (Juan 12:13).
Los santos de Filipos en su don al apóstol, mostraron sin duda alguna, algunas de las excelencias de Cristo—su consolación de amor y compasiones—y así produjeron fruto que abundaría en su cuenta; pero también en ese don había el espíritu de sacrificio y adoración, el cual fue como un “olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios” (Fil. 2:1; 4:18).
Si en nuestros días nuestros corazones tienen que ser un huerto para el Señor, no nos olvidemos que el Señor no solamente busca los suaves frutos del Espíritu, reproduciendo en nosotros algo de sus hermosos rasgos, sino que busca el espíritu de adoración que sube hacia Él como un suave olor.
Un Huerto Refrescante
Por último, el Señor quiere tener Su huerto como una fuente de refrigerio al mundo que se rodea. Que sea un huerto del cual fluyan “aguas vivas.” De esta manera el Señor puede hablar del creyente, en el cual mora el Espíritu Santo, como siendo una fuente de bendición a un mundo necesitado, como Él dice: “De su interior correrán ríos de agua viva” (Juan 7:38-39).
Así que somos enseñados del Cantar de los Cantares, que el Señor estará contento de poseer nuestros corazones como un huerto de delicias para Sí mismo. Él está a la puerta de nuestros corazones y llama, por cuanto Él desea entrar y morar en ellos. Si somos tardos en dejarle entrar, Él dirá, como dice el esposo en el Cantar: “Levántate, Aquilón, y ven, Austro; soplad en mi huerto, despréndanse sus aromas.” Él puede permitir circunstancias adversas, pruebas y aflicciones, con el propósito de conducirnos hacia Él, a fin que digamos como dice la esposa, “Venga mi amado a su huerto.”
Si abrimos las puertas al Señor, experimentaremos la verdad de Sus propias palabras, cuando dice: “Si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apoc. 3:20). En el mismo espíritu, cuando la esposa dice, “Venga mi amado a su huerto,” a la vez responde el Esposo, “Yo vine a mi huerto, oh hermana, esposa mía; He recogido mi mirra y mis aromas; He comido mi panal y mi miel.”
Así pues, si el corazón del creyente es guardado separado del mundo, preservado del mal y apartado para el Señor, vendrá a ser como un “huerto cerrado.” En este huerto se encontrará una fuente de gozo secreto y refrigerio, como una fuente fluye de su manantial. La fuente, manando de su manantial, producirá frutos suaves: las excelencias de Cristo. Los frutos que hablan de los rasgos morales de Cristo en el corazón del creyente le conducirán a la adoración que sube como un suave olor al corazón de Cristo. Y el corazón que adora a Cristo vendrá a ser una fuente de bendición para el mundo alrededor.
A la luz de estas Escrituras, bien podemos elevar la oración del apóstol cuando él dobla sus rodillas ante el Padre, y pide: “Que os dé, conforme a las riquezas de Su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por Su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones” (Efes. 3:1417).
Sería cosa mezquina tener nuestro corazón
Como una atestada ruta, o una populosa
calle,
Dónde cada ocioso pensamiento se alzara
para encontrar
Pausas, o deambular en un abierto
mercado;
O como algún charco al lado del camino sin
ningún arte,
Para guardar al ganado que no se salga
Y se ensucie con una multitud de pies,
Hasta que los cielos no pudiesen volverlos
atrás.
Guarda pues, tu corazón con santa
solicitud,
Ya que él quisiera andar libre, andar solo;
Mas aquel que quisiera beber del
manantial de vida,
Debe poder llamar a ese torrente, torrente
suyo;
Guarda tu corazón bien cerrado, sellado,
Un huerto vallado una cerrada fuente.
R. C. Trench