Las epístolas de Juan son diferentes de las otras epístolas en el Nuevo Testamento en que no mencionan al autor, y la primera epístola no tiene saludos introductorios para aquellos a quienes escribe. Hebreos es la única otra epístola así. Aunque el escritor no se identifica, al comparar la epístola con el evangelio de Juan, vemos que las expresiones utilizadas y el estilo de escritura son idénticos. Además, los mismos temas son prominentes en ambos. Estas observaciones nos muestran más allá de toda duda que fue Juan el escritor de la epístola. Los Padres de la Iglesia primitiva (los primeros expositores cristianos en los tres primeros siglos d. C.) están de acuerdo con esto.
Capítulo 1:1-4.— Los primeros cuatro versículos del capítulo 1 forman la Introducción de la Epístola. Es una declaración de que la vida eterna* se manifestó en este mundo en la Persona del Hijo de Dios, y que personas competentes y dignas de confianza (los apóstoles) dieron testimonio de ello. Ellos declararon este hecho maravilloso para que pudiéramos participar de esa vida con ellos y, así, tener comunión con el Padre y el Hijo y también con todos aquellos en quienes Dios ha obrado.
Juan dice: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos mirado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida; (Porque la vida fué manifestada, y vimos, y testificamos, y os anunciamos aquella vida eterna, la cual estaba con el Padre, y nos ha aparecido)”. Juan dice “Lo que era desde el principio ... ”. Podríamos haber pensado que habría dicho: “Él que era desde el principio”, pero Juan no se refiere al Señor Jesús personalmente, sino a la manifestación de la vida eterna* que fue presentada en Él, y, por lo tanto, el uso de “lo que” es apropiado.
El “principio” del cual Juan habla aquí se refiere a cuando la vida eterna* se manifestó por primera vez en este mundo. Esto nos lleva de regreso a la encarnación de Cristo cuando el carácter completo de esa vida se hizo visible en Él (Juan 1:14). “Desde el principio”, con este significado, es una expresión que aparece ocho veces en las epístolas de Juan (1 Juan 1:1; 2:13-14,24 [dos veces]; 3:11; 2 Juan 5-6). Como se ha mencionado, esta frase se refiere al principio del despliegue moral del cristianismo en la Persona de Cristo. No debe confundirse con el “principio” en Génesis 1:1, que marca el principio de todas las cosas creadas, visibles e invisibles. Tampoco es el mismo “principio” que en Juan 1:1, que nos lleva antes de Génesis 1:1 a una eternidad pasada sin tiempo. Tampoco es el “principio” mencionado en Apocalipsis 3:14, que es el principio de la raza de la nueva creación de los hombres bajo Cristo cuando Él resucitó de entre los muertos (2 Corintios 5:17; Colosenses 1:18).
El énfasis de Juan desde el inicio es insistir en el hecho de que Cristo se hizo un Hombre real y, como tal, manifestó plenamente la vida eterna* en este mundo. Al declarar lo que los apóstoles habían experimentado al decir “hemos oído”, “hemos visto”, “hemos mirado” y “palparon nuestras manos”, Juan muestra que la vida eterna* no es un concepto místico (como enseñaban los gnósticos), sino lo que ha sido expresado vívidamente en un Hombre real. Los apóstoles lo conocían como tal y tenían comunión íntima y personal con Él. Juan menciona esto para refutar las nociones de los gnósticos que, blasfemando, enseñaban que Cristo era un fantasma y no un hombre real.
Juan identifica a Cristo como “el Verbo de vida”, y esto se sincroniza con Juan 1:1, que establece que Él es una Persona divina y eterna en la Deidad, que tiene todos los atributos de la divinidad. Se le llama el Verbo de vida porque expresa plenamente la vida y la naturaleza de Dios. Todas las características benditas de Dios fueron presentadas en Él a la perfección. “El Verbo” (Juan 1:1,14; Apocalipsis 19:13) es un nombre apropiado para el Señor Jesús. Los verbos (las palabras) son los vehículos por los cuales transmitimos nuestros pensamientos a los demás. Podemos tener ciertos conceptos, ideas y emociones en nuestra mente, y la forma en que los damos a conocer a los demás es a través de las palabras. Por lo tanto, el Señor Jesús es el Verbo de Dios en el sentido de que Él es el Revelador de todo lo que Dios es para con el hombre. Él dio a conocer a Dios plenamente, como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Juan 1:18; 14:9; 17:6-8).
Versículo 2.— Entre paréntesis, Juan declara que los apóstoles no solo vieron la vida eterna* expresada en Cristo, sino que también dieron testimonio de ella y lo anunciaron a los santos (“os anunciamos”). El relato de los apóstoles es una declaración de que Cristo, quien es la personificación de esta vida y debidamente llamado “aquella Vida Eterna”, existió eternamente “con el Padre” en el cielo antes de manifestarse en este mundo. Esto significa que la vida eterna* es algo que los hombres no conocían antes de la venida de Cristo. Como se ha mencionado en la Introducción, la vida eterna* es conocer a Dios como nuestro Padre y a Jesucristo como Su Hijo (Juan 17:3). Para que una persona pudiese tener este carácter de vida divina, Cristo tuvo que venir y revelar la relación eterna del Padre y el Hijo (Juan 1:14-18), y hacer expiación por el pecado (Juan 3:14-15), y también, enviar al Espíritu Santo para que morase en los creyentes (Juan 4:14). Los santos del Antiguo Testamento, por lo tanto, no podían tener vida eterna*. Nacieron de Dios y, por lo tanto, tenían vida divina y ahora están a salvo en el cielo, pero no conocían este carácter de la vida divina que la Escritura llama “vida eterna*”.
En los versículos 3-4, Juan explica por qué Dios se propuso manifestar la vida eterna* y dársela a los creyentes: es para llevarnos a la bendición de la comunión con Personas divinas, algo que los santos del pasado nunca habían conocido. En pocas palabras, Él quiere que disfrutemos de lo que Él ha disfrutado eternamente. Juan dice: “Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros: y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con Su Hijo Jesucristo. Y estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido”. Por lo tanto, el Padre y el Hijo han habitado eternamente juntos en dulce comunión con el Espíritu Santo, y ahora que se ha consumado la redención, se ha abierto un camino en gracia para traer a otros a esa comunión.
Los apóstoles fueron los primeros en gustar de esta dulce comunión y la declararon en la predicación del evangelio, para que todos los que crean también conozcan y disfruten de su bienaventuranza. Cristo, el Hijo de Dios, es el centro de esta comunión divina y, como tal, es la fuente de gran deleite para Dios el Padre. Él pudo decir: “Con Él estaba Yo ordenándolo todo; y fuí Su delicia todos los días” (Proverbios 8:30). El Padre se deleita en Su Hijo (Mateo 3:17; 17:5; Juan 3:35; 5:20) y quiere compartir ese deleite con nosotros para que también podamos conocer su bienaventuranza. (Comparar con Salmo 36:8). Beber de la copa del deleite del Padre y disfrutar de una dulce comunión con Él y Su Hijo es la esencia de la vida eterna*. De hecho, es una verdad asombrosa que Dios en gracia (y a un gran costo para Sí mismo) alcanzara y trajera a pecadores que se habían alejado de Él, a una comunión íntima y personal con Él ¡y eso es lo que Él ha hecho!
Juan concluye sus comentarios introductorios agregando que no es solo el deseo de Dios que experimentemos este gozo, sino que también es el deseo de los apóstoles, y es una de las razones por las que Juan escribió la epístola.