Los sacrificios de animales limpios y de aves ofrecidos por los israelitas eran provisionales y no podían borrar de una vez los pecados, como leemos en Hebreos 10:1-4: “Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se allegan. De otra manera cesarían de ofrecerse; porque los que tributan este culto, limpios de una vez, no tendrían más conciencia de pecado. Empero en estos sacrificios cada año se hace conmemoración de los pecados. Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados”.
Pero es el sacrificio de Cristo, el Cordero de Dios, que ahora perfecciona para siempre al pecador arrepentido, al conjunto de los pecadores salvos por la gracia de Dios —la Iglesia—. “Somos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una sola vez... éste, habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio para siempre, está sentado a la diestra de Dios.... Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:10-14).
Para Israel, entonces, era un sacrificio en su eficacia temporal; para la Iglesia, un sacrificio en su eficacia eternal.