El sumo sacerdote

El sumo sacerdote de Israel era un hombre pecador; tenía que ofrecer sacrificios por sí mismo; y con el tiempo había de morir. En cambio, nuestro pontífice, Jesucristo, fue “santo, inocente, limpio, apartado de los pecadores, hecho más sublime que los cielos; que no tiene necesidad cada día, como los otros sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una sola vez, ofreciéndose a Sí mismo. Porque la ley constituye sacerdote a hombres flacos; mas la palabra del juramento, después de la ley, constituye al Hijo, hecho perfecto para siempre” (Hebreos 7:26-28).
La muerte puso fin a la intercesión sacerdotal del pontífice en Israel; pero nuestro Pontífice resucitado de entre los muertos, no muere jamás; “por lo cual puede también salvar eternamente a los que por Él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Hebreos 7:25).
El sacerdote en Israel desempeñó las funciones de su sacerdocio en la tierra; pero nosotros los cristianos “tenemos tal pontífice que se asentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos” (Hebreos 8:1).
Para la Iglesia el pontífice es el Hijo de Dios. Según la carne era del linaje de David de la tribu de Judá. Fue hecho sacerdote “con juramento”: “Juró el Señor, y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote eternamente según el orden de Melchisedec”. Él es “santo, inocente, limpio, apartado de los pecadores”. No tuvo que ofrecer primero sacrificios por Sí mismo, porque jamás pecó de pensamiento, palabra u obra. Para los pecadores ofreció “a Sí mismo”. Sirve cual sumo sacerdote “a la diestra del trono de la Majestad en los cielos”, y “según la virtud de vida indisoluble”. No muere jamás. “Por lo cual puede también salvar eternamente a los que por Él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos”. (Léanse Hebreos capítulos 7, 8, 9 y 10).