El testimonio remanente

“¿Quién es aquel que desprecia el día de las cosas pequeñas?” (Zacarías 4:10 – VM).
El testimonio que los del pueblo del Señor están llamados a mantener en estos postreros días tiene un carácter doble.
En primer lugar, la unidad de la Iglesia, el cuerpo de Cristo, constituida por la presencia personal del Espíritu Santo enviado desde el cielo en Pentecostés; y, en segundo lugar, el carácter de un Remanente que ha surgido de la ruina y devastación en la que ha caído la Iglesia, que mantienen este testimonio con un intransigente propósito y con consagración de corazón.
A este carácter de Remanente deseo atraer la atención de mis lectores, y trazar, desde la Escritura, algunas de las características que distinguieron de vez en cuando a los fieles, en períodos de decadencia del primer llamamiento de Dios; o caracterizaron las sendas de individuos que tipifican o personifican un remanente en días de fracaso y ruina. Dichas características proporcionan mucha enseñanza y mucho ejemplo, así como advertencia a aquellos que ahora, por misericordia, ocupan este serio, y no obstante, profundamente bienaventurado lugar.
Nosotros encontraremos, también, otro rasgo de notable y doloroso interés; es decir, el hecho de cuán pronto entró el fracaso y la energía flaqueó, después de los primeros positivos esfuerzos de la fe que se había liberado de la corrupción y había regresado a una posición divina. Lamentablemente, el hombre fracasa; los santos fracasan en las cosas de Dios en todos los aspectos. Aun así, no hay fracaso que pueda romper el vínculo de la fe con el poder de Dios; y las más resplandecientes muestras de fe siempre son encontradas donde todo alrededor es más oscuro. No se trata de servir o amar a los santos de Dios, de hundirse a su nivel y sumergirse en la confusión. Nunca podemos lidiar con el mal que ha surgido abandonando los primeros principios. En ningún lugar encontramos mandatos tan fuertes para retenerlos como cuando todo era más oscuro, y el fracaso más evidente.
Vea usted las enseñanzas de Pablo en 2 Timoteo: “Retén la forma de las sanas palabras” (2 Timoteo 1:3). “Esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 2:1). “Persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido”, etc. Sirve mejor al pueblo del Señor aquel que, mientras haya un oído que oiga, nunca pierde su libertad, o debilita la verdad, identificándose con lo que no está de acuerdo con Dios. Un Gedeón debió derribar primero el altar de Baal antes que Abiezer se juntara para seguirle (Jueces 6:34). Un Lot puede predicar cosas verdaderas a su círculo, pero era la verdad sin el poder de Dios, porque no se había desvinculado primero de Sodoma: “Pareció a sus yernos como que se burlaba” (Génesis 19).
Es evidente que primero debía haber existido el anunciado y aceptado llamamiento de Dios; algo establecido por Dios de lo cual la masa general se había alejado, para que hubiera una retención del llamamiento fundamental por parte de un remanente; o un retorno a los principios originales, cuando todos hubiesen perdido el lugar divino del testimonio.
Creo que el primer remanente que tiene este carácter es Caleb y Josué.
Cuando Dios descendió a libertar a Israel de Egipto, Él anunció Su propósito a Moisés en Éxodo 3:8: “He descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel”. El propósito de Dios fue anunciado aquí claramente. Ni una sola palabra acerca de “aquel grande y terrible desierto” intermedio. Yo paso por alto la liberación de ellos y la historia posterior hasta que llegamos al momento cuando Israel, unos dos años después, debía subir al monte de los Amorreos y tomar posesión de la tierra de Canaán. La fe de ellos no estuvo a la altura del llamamiento de Jehová, y rogaron que algunos fuesen enviados a espiar la tierra. Jehová asintió a esto, ordenando que doce varones —de cada tribu un varón— (véase Números 13; Deuteronomio 1) subieran. Entre ellos estuvieron “Caleb hijo de Jefone y Josué hijo de Nun”. Los espías volvieron con un buen informe de la tierra; pero diez de ellos hicieron que la incredulidad de corazón de Israel se manifestara por medio de sus propios temores.
En este momento crucial, nosotros encontramos a Israel escabulléndose del llamamiento de Jehová, y entonces, las palabras solemnes fueron pronunciadas, “Designemos un capitán, y volvámonos a Egipto”. Ellos, ¡“aborrecieron la tierra deseable”! (Salmo 106:24). Aquí, uno de estos fieles varones, varones de “otro espíritu”, los cuales habían “seguido cumplidamente a Jehová Dios de Israel”, hizo callar al pueblo con sus palabras, “Si Jehová se agradare de nosotros, él nos llevará a esta tierra, y nos la entregará; tierra que fluye leche y miel” (Números 14:8). Él retuvo el llamamiento y el propósito de Jehová en este momento crucial. Israel tuvo que volver y vagar por el resto de los cuarenta años en el desierto hasta que murieron todos los hombres de guerra que salieron de Egipto. Ellos, también, tuvieron que acompañarlos en el dolor y el trabajo de ellos, pero no en el pecado de ellos. Pero no hubo nadie en esa gran compañía que con paso más firme y resuelto, y un corazón más gozoso, vagara durante esos cuarenta años. Fieles al propósito y al llamamiento de Dios, ellos esperaron lo que no vieron, y con paciencia lo esperaron. Consiguieron su porción en la tierra que buscaban cuando llegó el momento; y el testimonio de Moisés fue que él “había seguido cumplidamente a Jehová” (Josué 14:8-14).
En Rut tenemos un conmovedor retrato de lo que un remanente debería ser. Su historia se halla en el día oscuro de la ruina de Israel, en la época cuando gobernaban los Jueces. Israel había demostrado ser totalmente infiel a su llamamiento; y los Filisteos devastaban la tierra de Jehová; y, “cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 21:25). Las primeras asociaciones de la pobre Moabita con Noemí fueron en el día de su prosperidad y gozo de corazón. Pero el día oscuro de Noemí llegó; la viuda de Israel, —una viuda de corazón y de hecho—. Noemí (convertida ahora en “Mara” o “Amarga”) se propuso regresar a la tierra de Israel. Alegrías y relaciones que ella una vez conoció habían desaparecido para siempre. Rut, también una viuda de corazón, como estando en las circunstancias, siguió fiel a Noemí. Ella la conoció en su día de prosperidad, y en el día de su tristeza hizo de la viuda de Israel el objeto de todos sus cuidados. No podía devolverle el pasado que había desaparecido para siempre. Pero ella se dedica, en aquel momento, a este corazón enviudado y la sigue, sin pensar en sí misma, a la tierra de Israel.
Leemos, ¡“A dondequiera que tú fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios. Donde tú murieres, moriré yo, y allí seré sepultada”! (Rut 1:16-17). Pero el día de la recompensa y del reconocimiento llegó. A la pregunta de ella a Booz, “¿Por qué he hallado gracia en tus ojos para que me reconozcas, siendo yo extranjera?” La respuesta fue, “Todo lo que has hecho por tu suegra después de la muerte de tu esposo me ha sido informado en detalle” (Rut 2:11 – LBLA). Este fue el terreno de la recompensa de ella. Si nosotros hemos vislumbrado lo que la iglesia fue en el día de su bienaventuranza Pentecostal, y hemos descubierto que los principios divinos enunciados en aquel entonces nunca cambiaron, ¿no será nuestro lenguaje, en el día oscuro de su vergüenza y ruina, “A dondequiera que tú fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, etc.”? Si la pobreza de nuestros servicios no es digna de reconocimiento cuando llegue el día de la recompensa, nosotros tendremos la satisfacción y el gozo de saber que dimos todo (¿digamos?), nuestra atención y nuestro cuidado, a aquella por la que Cristo se entregó a Sí mismo para santificarla, y purificarla y presentársela a Sí mismo, una iglesia en toda su gloria, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa semejante (Efesios 5:25-27).
Paso ahora a un día más oscuro en la historia de Israel. Hacía mucho tiempo que las diez tribus habían sido llevadas cautivas a Asiria. Judá había colmado la medida de la paciencia de Jehová y había ido cautiva a Babilonia. Jerusalén estaba solitaria, devastada, y en ruinas, y la tierra estaba asolada y sin morador. Apenas quedaba un rastro de que ella era de Jehová; excepto que ella estaba guardando los días de reposo, no por la fe del pueblo, sino porque sobre el pueblo se había escrito “Lo-ammi (No es Mi pueblo)” (Oseas 1). Lejos, en la tierra del caldeo, un corazón fiel podía suspirar, y abrir su ventana y orar, volviendo sus ojos hacia la ciudad largamente amada; y confiesa, como siendo propios, los pecados de su pueblo (Daniel 6 y 9).
Asimismo, junto a los ríos de Babilonia, los que podían suspirar y llorar por las abominaciones que fueron hechas en la casa de Dios en Jerusalén, podían colgar sus arpas en los sauces y rehusar cantar los cánticos de Sión en tierra extraña. ¿Cómo podría Él ser adorado si no es en el lugar que Él ha escogido? ¡Sólo había un lugar donde podían tocar sus arpas para alabarle! Leemos, “Junto a los ríos de Babilonia, Allí nos sentábamos, y aun llorábamos, acordándonos de Sión. Sobre los sauces en medio de ella colgamos nuestras arpas. Y los que nos habían llevado cautivos nos pedían que cantásemos, y los que nos habían desolado nos pedían alegría, diciendo: Cantadnos algunos de los cánticos de Sión. ¿Cómo cantaremos cántico de Jehová En tierra de extraños?” (Salmo 137).
En el libro de Esdras encontramos un remanente del pueblo que se desvinculó de Babilonia y regresó a una posición divina delante del Señor. El cuidado con respecto a que nadie, excepto aquellos cuyo título era claramente de Israel se mezclara con la obra de Jehová, marcó a estos hombres fieles. No los desconocieron como no siendo de Israel, pero ellos no pudieron reconocer su reclamación. Dios podía discernirlos como Suyos; ellos no podían pretender tener el discernimiento divino cuando no tenían el Urim y el Tumim (véase Esdras 2:59-63). En esto nosotros tenemos una lección aleccionadora para nuestros propios días.
Cuando la iglesia estuvo en el orden divino, cada uno asumió su lugar, como el sacerdocio de Israel, sin cuestionar el derecho para estar allí. Pero mientras tanto, Israel había llegado a mezclarse en las corrupciones de Babilonia, y el desorden reinaba de manera suprema. Cuando Pablo contempla el desorden total de cosas en la iglesia que nunca podría ser remediado (2 Timoteo), él instruye al remanente que se había apartado de la iniquidad, y se habían limpiado ellos mismos de los vasos para deshonra en la Babilonia de la Iglesia profesante, a seguir “tras la justicia, la fe, el amor, la paz, con los que invocan al Señor con corazón puro” (2 Timoteo 2:22 – VM). Leemos, “Pero en una casa grande no solamente hay vasos de oro y plata, sino también de madera y de barro; y algunos para honra y algunos para deshonra. Por lo tanto, si alguno se habrá limpiado de estos, separándose él mismo de ellos, él será un vaso para honra, santificado, útil para el Dueño” (2 Timoteo 2:19-21 – JND). Ellos no negaban que los que estaban aún en la corrupción eran hijos de Dios, pero no se habían desvinculado de los males que había allí; y, si conociendo la corrupción ellos no se habían apartado de ella, la conciencia estaba contaminada y el corazón impuro. Entonces, los que son del remanente tienen el cuidado de andar sólo con los que invocan al Señor “con corazón puro”.
Pero llegó el mes séptimo (Esdras 3), el momento para la reunión de las personas (La Fiesta de las Trompetas). El remanente se reunió “como un solo hombre” en la única ciudad divina en el mundo, el único escenario donde ellos pudieron descolgar, por así decirlo, de los sauces, sus largamente silenciosas y desencordadas arpas, y ¡adorar al Dios de Israel! Ellos pudieron orar con la ventana abierta en dirección a Jerusalén, y pudieron confesar sus pecados estando en Babilonia, pero no pudieron adorarle allí. Fue imposible reconstruir el orden de cosas como ellas habían sido en el día de Salomón; ¡aquel día había fenecido para siempre! El arca ya no estaba, y nadie pudo decir dónde estaba. La gloria había salido de Israel, y la espada estaba en mano Gentil. El Urim y el Tumim estaban entre las cosas del pasado. No obstante, fuera de todas estas cosas que pertenecieron a un día de orden, Jehová no había olvidado a esos hombres fieles, y Su palabra y Su Espíritu permanecían. “Edificaron el altar del Dios de Israel”, aunque no estaba todo Israel. Ellos no pretendieron ser todo “Israel”, aunque pudieron contemplar a todo Israel, y en la ciudad de Israel adorar al Dios de Israel, de la manera que el Dios de Israel había escrito.
Como un remanente que había escapado ellos ocuparon este escenario divino, y cantaron la alabanza de Jehová, “Aclamad a Jehová, porque él es bueno; porque su misericordia es eterna” (1 Crónicas 16:34). Ese coro había sido cantado en el brillante día del éxito de David, cuando trajo el Arca de Dios desde la casa de Obed-edom geteo a Jerusalén (1 Crónicas 16:41). Dicho coro había resonado nuevamente cuando la casa de Jehová se llenó de una nube y de la gloria de Su manifiesta presencia en los días de Salomón (2 Crónicas 5:13). Cuando la gloria y el resplandor y los éxitos de aquellos días fueron cosas del pasado, y el fracaso y la ruina de Israel fue completa, el remanente retornado pudo elevar la misma antigua nota de alabanza, leemos que ellos, “cantaban, alabando y dando gracias a Jehová, y diciendo: Porque él es bueno, porque para siempre es su misericordia” (Esdras 3:11). Ellos habían sido infieles, pero Él era fiel. Los ancianos de Israel que habían visto la casa de Jehová antes de la cautividad pudieron llorar cuando pensaron en la infidelidad del pueblo. Los más jóvenes pudieron cantar con gozo cuando celebraron la fidelidad de Jehová. Tanto el lloro como el regocijo fueron buenos; llorar fue lo correcto cuando pensaron en el fracaso del pueblo para con Jehová; pero ¡regocijarse fue lo correcto cuando pensaron en la fidelidad de Dios!
Otros, que también invocaban al mismo Jehová, como dijeron, reivindicaron el derecho de estar con ellos en la obra (Esdras 4). Pero esto no pudo ser así. Los que tuvieron el cuidado de que incluso un sacerdote de Israel que no pudiera mostrar su genealogía no comiera de las cosas sagradas en el día cuando se libraron de Babilonia, se preocuparon también de que los que habían mezclado el temor de Jehová con el servicio a los ídolos no tuvieran nada que ver con ellos en Su obra. Con respecto a ellos, no se trató de que la gente se reuniera; sino de que, con corazones huérfanos en cuanto al pasado, el propósito fijo de ellos siguió siendo fortalecer las cosas que quedaban, pero fortalecerlas según Dios, es decir, rechazando toda cooperación con aquellos que no pudieron tener a la vista el mismo objetivo en el testimonio de Jehová. Por tanto, dicho testimonio fue puro y sin mezcla; en primer lugar, para Israel como ellos habían sido, el separado pueblo de Dios en la tierra; y, en segundo lugar, este testimonio fue mantenido por un remanente cuya única confianza estuvo en Dios y cuya guía fue Su palabra.
Todo esto tiene su aleccionadora lección para nosotros. La unidad de la iglesia permanece. Ella es mantenida por el Espíritu de Dios. Las lenguas han desaparecido, el poder apostólico ya no está, las señales han pasado; y también las sanaciones y los dones de realce para llamar la atención del mundo. Sin embargo, la palabra de Dios permanece. Dios nos ha dirigido a ella en los postreros días. Si las lenguas, etc., estuvieran aquí ahora, la palabra sería aplicable, pues, “la palabra del Señor permanece para siempre” (1 Pedro 1:25). Pero todo ello ha desaparecido. No obstante, el fiel puede tomar esa Palabra y andar en obediencia a ella, cuando todas las cosas de la gloria primera de la iglesia han pasado para siempre.
El remanente sacado de Babilonia, por así decirlo, y que es reunido al nombre del Señor (Mateo 18:20), en el terreno divina y en el infalible principio divino de la existencia de la Iglesia, a saber, “un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Efesios 4:4 – LBLA), no pretende por esto ser “la iglesia de Dios”; eso sería olvidar que aún hay hijos de Dios dispersos en la Babilonia circundante. Ellos no pueden levantar nada, no pueden reconstruir nada. Pero pueden recordar que, “el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre”, está con ellos. Siempre se ha de confiar en Él y contar con Él. Si Él envía un profeta o una ayuda entre ellos, ellos pueden dar gracias a Dios y aceptarlo como una muestra de Su favor y Su gracia, ellos no pueden designar a nadie. Hacer eso sería olvidar la ruina total que nunca puede ser restaurada, y presumir de hacer aquello para lo que ellos no tendrían ninguna autorización en la Palabra de Dios.
Si una nueva acción del Espíritu de Dios causa que una compañía parecida a la de Nehemías salga de Babilonia, ellos se alegrarán de recibirlos en el terreno divino que ellos mismos ocupan. Si la compañía parecida a la de Nehemías viene, encuentra ante ellos un remanente que había ocupado previamente, por gracia, la posición divina. Ellos deben incorporarse gozosa y dichosamente en lo que Dios ha obrado —antaño no hubo un terreno neutral— hoy no hay un segundo lugar. Ellos no se atreven a establecer otro lugar, ¡ello no sería más que un cisma! Fue el mismo Espíritu que había obrado, y que, si se Le seguía, no podía dejar de guiarlos a la misma posición divina a la que había guiado a otros. Cuán completamente esto deja de lado la voluntad del hombre y la independencia de los movimientos del día actual1, que no llegan a aquello que es a lo que Dios ha llamado a Su pueblo, a saber, esforzarse “por preservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3 – LBLA), porque “hay un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Efesios 4:4 – LBLA), ¡y sólo uno!
Yo paso a otra interesante escena cuando un fiel está solo, sin el apoyo de la comunión de sus hermanos, donde su testimonio es más bien el rechazo a actuar para negar la verdad fundamental que involucrarse activamente con otros para librarse de la iniquidad. Me refiero al caso de Mardoqueo el judío (Libro de Ester).
Muy lejos de la tierra de Israel, el pueblo estaba sometido a los poderes del mundo. Un Amalecita de nombre Amán ejercía el poder junto al del rey. Un pobre judío, “un forastero ... en tierra ajena”, rechazó inclinar su cabeza ante el Agagueo. Ser fiel cuando todos son infieles es algo grande a los ojos de Dios. “No has negado mi nombre” (Apocalipsis 3:8), es un gran elogio cuando todos lo estuviesen haciendo. Mantener el Nazareato de uno en secreto con Dios cuando ningún ojo mira excepto el de Él, nunca es olvidado. Estar firmes por Él en un día malo de tentación es ¡hacer cosas grandes! Leemos, “Yo he hecho que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal” (1 Reyes 19:18 – RVA), y ello muestra que los ojos de Dios vieron y valoraron la fe de ellos, donde incluso Elías no los había discernido. Ellos habían rechazado hacer aquello que todos los demás habían hecho en aquel oscuro día.
Mardoqueo estuvo dispuesto a dar razón de la esperanza que había en él; y su sencilla respuesta fue, ¡soy un judío! Dios no había olvidado Su juramento de antaño (Éxodo 17), aunque Israel estaba cosechando el fruto de sus pecados bajo los Reyes Orientales. Él había dicho, “Acuérdate de lo que te hizo Amalec en el camino cuando saliste de Egipto, cómo te salió al encuentro en el camino, y atacó entre los tuyos a todos los agotados en tu retaguardia cuando tú estabas fatigado y cansado; y él no temió a Dios ... no lo olvides” (Deuteronomio 25:17-19 – LBLA). Por consiguiente, Jehová había jurado que Él tendría guerra con Amalec de generación en generación (Éxodo 17:16). Mardoqueo rechaza renunciar a esta verdad fundamental en el llamamiento de Israel.
Usted puede decir, «Él es un hombre terco y está poniendo en peligro las vidas de su nación». Yo lo admito, pero ¡su confianza está en Dios! Este hombre, confiando en Dios y negándose a renunciar a la verdad fundamental, se mantuvo firme contra toda la maldad del enemigo. Correos tras correos fueron enviados con la orden de matar a todos los judíos. Sin embargo, él no vaciló en su fe; ¡no inclinó la cabeza cuando el hijo de Amalec pasaba! Él había contado con Dios, cuya palabra nunca cambia; y Dios había probado su fe, pero ésta resistió la prueba; y, cuando llegue el día en que la fidelidad sea reconocida, se encontrará que Mardoqueo había tenido, por gracia, una oportunidad para ser fiel a Jehová —que él se había mantenido firme, y que Dios no lo ha olvidado.
Qué dicha de corazón su historia debe proporcionar a aquellos cuya senda es una senda aislada; cuando no tienen ni siquiera un compañero fiel, y sin embargo son capaces de estar firmes en un día malo y ser fieles en su senda solitaria, sostenidos y reconocidos por Dios.
En Daniel, Ananías, Misael y Azarías, nosotros encontramos otro ejemplo sorprendente. La fidelidad y mantenerse firmes en la prueba y en la tentación muestran tanto el poder del Espíritu como la energía en acción. En este momento ellos estaban cautivos en Babilonia; la necesidad de fidelidad parecía haber desaparecido. ¿Dónde estaba el beneficio de mantenerse firme cuando todas sus esperanzas habían desaparecido? Pero Daniel se propuso en su corazón no contaminarse con la comida o el vino del rey. Él bebería agua, comería legumbres y nada más. Mantuvo su nazareato en la tierra del cautiverio; y lo mantuvo según los pensamientos de Dios (compárese con Ezequiel 4:9-13), y llegó el momento en que Dios estuvo a su lado, e hizo que él fuera el instrumento de Su pensamiento y Su voluntad, revelándole la historia de los tiempos y el fin del gentil bajo cuyo control él estaba por causa del pecado de su nación.
Yo podría continuar con muchos otros ejemplos, tales como: Jeremías, las cinco Vírgenes Sensatas, etcétera, etcétera; pero paso a mencionar otra solemne lección. Cuán pronto la cosa fracasó y la energía decayó, energía que apoyó al remanente emergente a desembarazarse del mal y a recuperar una posición divina. Así, el fracaso y la debilidad sobrevinieron una vez más. Se trata de un caso triste pero común. Usted verá a menudo los amorosos esfuerzos de la fe luchando por conseguir una posición divina a través de dificultades y peligros y pruebas sin fin. Sin embargo, cuando la meta es conseguida, el celo se enfría, el yo es recordado, Dios es olvidado, y la bendición desaparece. ¡Cuán lamentable! Uno tiembla cuando uno ve estos primeros esfuerzos amorosos de la fe por el temor de que llegue el día en que no sean vistos nunca más. Es mucho más difícil mantener lo que hemos conseguido en las cosas divinas que conseguirlo, porque ello debe ser hecho por aquel que lo consiguió permaneciendo en la energía mediante la cual él lo consiguió. El temor del hombre viene. Entran, el interés propio, el perdonarse a uno mismo, y la autocomplacencia. Dios, en misericordia, se interpone a veces y despierta la energía dormida y está siempre dispuesto a bendecir; pero aun así es doloroso y humillante pensar en ello. Vemos un triste ejemplo de esto en Israel cuando obtuvo la tierra bajo Josué, y luego se sumergió en una prematura decadencia.
Ello sale a relucir de manera sorprendente en la historia posterior de este remanente retornado en Esdras, etc., al cual me he referido. El temor del hombre detuvo la obra de Jehová (Esdras 4:4-5,24). La energía y la hermosura de sus primeros esfuerzos de fe habían desaparecido. Dios envía a los profetas Hageo y Zacarías para motivar al pueblo para la obra de Jehová. Ellos habían comenzado a establecer en sus corazones que el tiempo de reedificar la casa de Jehová no había llegado (Hageo 1:2); ellos habían artesonado sus propias casas. Así motivados, encontramos que ellos obedecieron la voz de Jehová e hicieron la obra de Jehová. El temor del hombre dio lugar al temor de Jehová; y Dios estuvo allí para reconocer y bendecir los renovados esfuerzos de la fe.
Si seguimos la historia de ellos encontramos que su fe se oscureció nuevamente. En Malaquías el estado de las cosas es doloroso y deprimente. Lo ciego del rebaño, el enfermo y el cojo eran ofrecidos en sacrificio a Jehová. Lo que el hombre rechazaba, lo que no valía nada para él, ¡era suficiente para Dios! (Incluso Saúl, en su peor día, reservó lo mejor de las ovejas y de los bueyes para hacer un sacrificio para Jehová). Nadie abriría las puertas de la casa de Jehová de balde, ni encendería un fuego en su altar sin coste alguno (Malaquías 1:7-10). Ellos robaban a Dios en diezmos y ofrendas (Malaquías 3:8); llamaban felices a los soberbios y decían: “¡Cosa vana es servir a Dios! ¿y qué provecho es para nosotros el haber guardado sus preceptos, y haber andado afligidos delante de Jehová de los Ejércitos?” (Malaquías 3:14 – VM). Y ellos hacían esto, también, es triste decirlo, cuando estaban en una posición divina2. No fue cuando estuvieron lejos en la tierra de los caldeos, ¡sino cuando estaban en la ciudad del gran Rey! Aun así, nosotros encontramos un remanente dentro de un remanente, si se me permite decirlo, fiel al Señor.
Leemos, “los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero; y Jehová escuchó y oyó, y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre” (Malaquías 3:16).
La fidelidad de los pocos fue el canal de sustentación para los demás por parte de un Dios fiel. Nosotros les seguimos el rastro más adelante, hasta que los hallamos en Lucas 2 Representados por los ancianos Simeón y Ana, la cual conocía “a todos los que esperaban la redención en Jerusalén”. La misma fe que pudo mantenerlos esperando al Cristo del Señor pudo mantenerlos vivos hasta que Él vino. La anciana profetisa, también, que pudo ayunar y orar, y vivir, y en ese lugar que aún pertenecía a Dios, encontró que sus ayunos y oraciones terminaron en alabanza, cuando vino el Señor que ella había esperado.
El último eslabón en la historia de este remanente retornado que encontramos en los Evangelios lo tenemos en la viuda solitaria de Lucas 21. Unos pocos versículos más adelante en este capítulo el Señor declara el juicio final sobre aquel templo en Jerusalén. No obstante, este templo aún era, en un cierto sentido, reconocido por Dios. Este enviudado corazón no tenía más que un solo objeto en la tierra; poco era lo que ella podía hacer pues todo lo que ella poseía era, ¡dos blancas, o sea, dos pequeñas monedas de cobre!, tal como el Espíritu nos lo deja saber. La devoción, en la estimación del hombre, habría sido grande si ella hubiera destinado la mitad de lo que poseía para los intereses de Dios que la absorbían. Pero el yo estaba olvidado en este enviudado corazón y ella echó en el arca de la ofrenda del Señor sus dos blancas. Los ojos del Señor vieron el motivo desde el cual surgió esta ofrenda, leyeron la acción como sólo Él podía leerla y Él dijo, “En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos. Porque todos aquéllos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; mas ésta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía”. Él juzgó correctamente, pero no juzgó por lo que ella dio, sino por lo que ella guardó, ¡y ella no guardó nada!
Es humillante seguir el rastro de esta decadencia de la mayoría, pero, sin embargo, es conmovedor contemplar la creciente consagración y el creciente propósito que van en aumento de esos corazones fieles; pero ello es útil para afrontar los peligros de los que nunca estamos libres. La mundanalidad, el egoísmo y el olvido de las cosas del Señor, todos ellos están entre nosotros y son señales y fuentes de debilidad. Que el Señor nos conceda estar alerta y desconfiar de nosotros mismos aún más. Que el Señor anime los corazones de aquellos que aman Su nombre y Su testimonio a ser cada vez más fieles. Mantener los ojos llenos de Cristo, y así ser aún más el canal de la gracia sustentadora del Señor para los demás, hasta que llegue ese día resplandeciente y anhelado en que ¡Él vendrá y alegrará nuestros corazones para siempre!
Es fácil comentar de qué manera en todas esas épocas de fracaso y ruina los corazones de otros fueron motivados por algunos otros fieles que en abnegada energía pudieron orar y trabajar —y suspirar y llorar— pudieron estar activos y pudieron desgastarse en los intereses del Señor en su momento. Por medio de los tales el Señor obró y libertó, y condujo y bendijo a Su pueblo. Ello pudo ser por medio de alguna viuda solitaria que podía agonizar en oraciones y ayunos noche y día. La respuesta llegaba, y la bendición era derramada, y nadie sabía cuál era la ocasión por medio de la cual la bendición llegaba. Pero en el día en que “cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Corintios 4:5), ello se sabrá; porque Su ojo lo notó y lo respondió, y ese corazón estuvo, quizás inconscientemente, en comunión con el Suyo, ¡el instrumento para la intercesión del Espíritu por los santos según la voluntad de Dios!
 
1. Cuán plenamente, también, esto aborda los interrogantes que tanto agitan a las almas en los movimientos de hoy en día. Cuán imposible fue para esta nueva compañía de judíos, (Nehemías) si estaba guiada por Dios, asumir que por ser de Israel podían reunirse en alguna otra ciudad, aparte de los que se habían marchado antes, (Esdras); y retomar los principios divinos en la letra, y reivindicar que por ser judíos, y haberse separado de Babilonia, ellos podían actuar independientemente de los que se habían marchado antes, y habían ocupado con anterioridad esa posición divina. Ella era lo suficientemente amplia para todo Israel, y ciertamente contemplaba (como la fe siempre lo hace) a todos ellos. Pero como se trataba de un retorno, ellos se cuidaron de mantenerlo intacto en su pureza y carácter divino, negando la entrada a todo lo que no era apto para la presencia y el nombre del Dios de Israel.
Ha sido una exitosa estratagema del enemigo —y es triste decirlo— usar las divinas y bienaventuradas verdades de la Iglesia de Dios para cubrir lo que es realmente un cisma; y apoyar una falsificación y, como Janes y Jambres, engañar. Porque este día no es solamente un día de violencia —sino de engaño y resistencia a la verdad mediante la falsificación de las cosas divinas.
Es sencillo y evidente que los que han tenido gracia para separarse de los males de la Iglesia profesante, aunque sean miembros de Cristo, no pueden usar este hecho para repudiar lo que Dios ha obrado en otros de esta manera antes que ellos. Si ellos son guiados por el “un solo Espíritu”, no pueden sino vincularse de manera práctica en la unidad del Espíritu con aquellos que habían ocupado con anterioridad el divino lugar; reconociendo dichosamente y dando gracias por lo que Dios había obrado, y siguiendo adonde el “un solo Espíritu” había guiado a sus hermanos antes que a ellos, a saber, al nombre del Señor, como “un solo cuerpo”, para partir el “pan, que es uno solo”, en memoria de Él (1 Corintios 10:17 – VM).
2. El objetivo persistente de los enemigos de la verdad siempre es borrar, si ello es posible, el hecho de la Iglesia de Dios, en cuanto a su incidencia práctica sobre los santos. No se trata de que se niegue la existencia de la Iglesia de Dios aquí en la tierra, sino que se niega que una verdad tal sea vinculante con respecto a los santos en lo que se refiere a reunirse al nombre del Señor, aunque ellos no sean más que un remanente en el mejor de los casos.
En la Reforma (como la palabra implica) no hubo tal cosa como la recuperación de la posición y de los principios divinos de la Iglesia de Dios —principios perdidos, como verdad práctica, desde los días apostólicos—. Sólo hubo una reforma de los cuerpos existentes que los Reformadores supusieron que eran la Iglesia, resultando en Instituciones Nacionales, e Iglesias Reformadas.
Ello fue, muy ciertamente, una obra maravillosa en aquel día de tinieblas; una obra por la cual tenemos que bendecir siempre a nuestro Dios. No obstante, ella estuvo lejos de ser perfecta. La distintiva presencia personal del Espíritu Santo en la tierra constituyendo el cuerpo de Cristo, la Iglesia, nunca fue vista. Muy ciertamente todos los cristianos reconocen Su personalidad, Su deidad, etc., pero yo hablo de Su distintiva presencia personal en la tierra, como morando en la Iglesia, y constituyendo su unidad, en contraste con Sus diversos modos de obrar antes que Él viniera a morar. Yo podría mencionar también otras grandes verdades que no fueron conocidas en aquel entonces, pero esta es suficiente para mi propósito actual. Consecuentemente, hasta alrededor de 1830 no hubo santos reunidos “en asamblea” (1 Corintios 11:18 – VM), al nombre del Señor, reconociendo y actuando sobre los permanentes principios de la existencia de la Iglesia —a saber, “un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Efesios 4:4 – LBLA)—. Y procurar aplicar mal el principio o el tipo de remanente que regresa en Esdras y Nehemías al día de la Reforma, no es más que desorientar y engañar.
Esos remanentes regresaron efectivamente a una posición divina. Ningún cuerpo de creyentes hizo esto en la Reforma. Ellos estuvieron en aquel entonces en el lugar en que todo Israel podía estar con ellos, y en el único. Esto no los convirtió en “Israel”: sin embargo, nadie excepto ellos estuvieron en el terreno de Israel.
Cuando este remanente es descrito en Malaquías —triste y humillante como es su estado— ellos aún estaban en ese lugar divino, la ciudad de Jehová. El remanente dentro del remanente, como yo los he descrito, no se retiró de ese lugar divino; hacer eso hubiese sido fatal para su propia fidelidad. Pero ellos estuvieron más animados a una ferviente fidelidad para fortalecer las cosas que quedaban.
Las lecciones que nosotros deducimos desde estas Escrituras enseñan lo contrario mismo de lo que algunos han procurado sacar de ellas. Tal es el resultado, primero deslizarse de la verdad de Dios y luego resistirse a ella.