En Israel nadie podía entrar en la presencia de Dios sino solamente el sumo sacerdote, y éste solamente una vez al año, no sin sangre ajena, la cual ofrecía por sí mismo, y por los pecados de ignorancia del pueblo (léase Hebreos 9:7). Ningún otro israelita tenía libertad para entrar en la presencia de Dios.
¡Qué contraste con el privilegio y la libertad de entrada que todo cristiano tiene! ¿Por qué? ¡Oh, porque “la sangre de Jesucristo” ha sido derramada! “Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el santuario por la sangre de Jesucristo, por el camino que Él nos consagró nuevo y vivo, por el velo, esto es, por Su carne” (Hebreos 10:19-20).