“Después de estas cosas murió Josué hijo de Nun, siervo de Jehová siendo de ciento y diez años: y enterráronle en el término de su posesión. Enterraron en Siquem los huesos de José que los hijos de Israel habían traído de Egipto ... también murió Eleazar, hijo de Aarón, al cual enterraron en el collado de Finees su hijo” (Josué 24:29-33). Un oscuro crespón cae y cierra el libro de las victorias y bendiciones que podía anunciar un brillante porvenir: y un presentimiento extraño invade nuestra alma en presencia de tantas sepulturas.
En efecto, al pasar del libro de Josué al siguiente, Los Jueces, constatamos un cambio enorme: hay un abismo entre ellos, aunque los dos últimos capítulos de aquél nos han conducido a sus bordes ya. Josué, sorprendente figura de Cristo actuando con poder, ha llevado a Israel a la conquista del país de Canaán, introduciéndole en el goce de su heredad prometida, con una paz asegurada mediante el triunfo de las armas de Jehová. Además, hemos notado en otras partes, que este libro nos presenta en el Antiguo Testamento, bajo figuras de bienes materiales, lo que en el Nuevo, la Epístola a los Efesios desarrolla, revelando a la Iglesia bendecida por Cristo en regiones celestiales (Efesios 1:3). Para gozarlas debe luchar, pero no contra “carne y sangre” —como Israel— mas contra potencias espirituales establecidas en los cielos (Efesios 6:13).
Inspirado por Dios, reflejando la gloria de su divino Autor, el libro de Los Jueces toma como punto de partida las bendiciones conferidas a Israel, tal como Josué las entregó en sus manos, y confiadas a la responsabilidad de este pueblo. Una nueva prueba iba a empezar con el pueblo de Dios según la carne, colocado en una de las mejores posiciones que se puede anhelar. ¿Ha justificado Israel la confianza que Jehová puso en él? ¿Ha vivido a la altura de sus privilegios? ¿Cumplió con su cometido? Los Jueces nos darán la respuesta. Ahora bien, si Josué nos presenta un paralelismo con la Epístola a los Efesios y ciertos pasajes de la a los Colosenses, veremos que el libro de Los Jueces está al diapasón de la segunda carta del Apóstol Pablo a Timoteo. Ahora bien, las preguntas que hiciéramos acerca de Israel, las volvemos a hacer a la Iglesia: ¿Ha justificado la confianza que el Señor había puesto en ella? ¿Ha vivido a la altura de sus privilegios? ¿Ha cumplido con su cometido? “Id por todo el mundo” —dijo el Señor— “predicad el evangelio a toda criatura ... Me seréis testigos hasta los últimos confines de la tierra”. ¿Ha cumplido la Iglesia con su responsabilidad? Más aún, ¿permaneció fiel a su celestial Esposo? Dejemos que Dios conteste. Hay testimonios bíblicos, divinos pues, que constatan su infidelidad: el pueblo cristiano ha abandonado su primer amor (Apocalipsis 2:4-5); sostiene doctrinas falsas (Apocalipsis 2:14); comete fornicación y participa con los ídolos (Apocalipsis 2:20-21); tiene el nombre que vive y está muerto (Apocalipsis 3:1); pretende ser rico, pero es un cuitado, miserable, pobre, ciego y desnudo (Apocalipsis 3:17). ¿Se equivoca la Biblia en esta descripción? Con ella, y bajando la cabeza, debemos reconocer que el pueblo de Dios del Nuevo Testamento, mucho más responsable que aquél del Antiguo Testamento, ha seguido el camino de la decadencia hasta llegar a una ruina completa.
Esta curva no pertenece tan sólo a la historia de Israel y de la Iglesia, es también la de todo ser humano; es el camino del hombre bendecido por Dios, pero, puesto sobre el pie de su responsabilidad, cae: Adam en el paraíso, Noé después del diluvio, Israel en Canaán, los gentiles en su gobierno. Las generaciones se han sucedido, cada una con una responsabilidad diferente pero una misma lamentable sucesión de hechos se han vuelto a repetir que terminaron con el fracaso completo y la rebelión del hombre contra Dios. Hubo UNO, uno sólo que hizo excepción a la regla: loado sea Dios, el postrer Adam, el Hombre celestial. “He acabado la obra que Me diste que hiciese” —dijo Él— “Te he glorificado en la tierra” (Juan 17:4).
Pero el testimonio divino, el libro de Los Jueces en particular, no se contenta con trazar un cuadro fidedigno de la perdición del hombre, le enseña también el amor de Dios: desplegando ante él las riquezas de Su gracia, le muestra, cuando por su culpa todo lo ha perdido, que sólo Él posee los recursos necesarios a su mal. ¿No es esto lo que la parábola del hombre “caído en manos de ladrones, dejado medio muerto” ilustra, como también la del hijo pródigo? La voz de Dios es potente todavía para despertar al creyente adormecido “entre los muertos”, o sentado “sobre la ventana del tercer piso”: y si ha caído ya, Sus brazos son poderosos para alzarlo: puede librar de nuevo “a los insensatos que por su carrera de transgresión” se volvieron a poner bajo el yugo de sus pecados.
No es todo: Dios nos muestra que podemos “contender eficazmente por la fe que fue una vez entregada a los santos” (Judas 3), es decir “pelear la buena batalla” para la cual, Él mismo prepara a los combatientes de los tiempos malos que hemos alcanzado. Sí, lector, entre los escombros amontonados por el hombre infiel hay un camino: desconocido por quien confía en su propio discernimiento, pero familiar a la fe, practicable para el más simple entre los simples. Siguiendo esta senda, la que el libro de Los Jueces nos hará descubrir, nuestra experiencia comprobará que en el tiempo de ruina como en los más prósperos de la Iglesia, Dios puede ser glorificado.