Nuestra salvación no se fundamenta en nuestras propias obras; sino que toda nuestra seguridad y esperanza dependen de la obra consumada de Cristo. Si Su obra es perfecta, entonces tenemos paz para con Dios. Si algo de la obra de Cristo en la cruz no estuviese bien, entonces nuestras almas estarían perdidas: ¡Qué pensamiento tan horrible y que no cabe! La palabra de Dios dice que “somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre ... Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios” (Hebreos 10:10,12).
Nuestra santificación depende de la ofrenda de Jesucristo hecha una vez para siempre. El Señor no va a morir de nuevo nunca más y ahora está sentado a la diestra de Dios, Quien odia el pecado; pero que ha aceptado el sacrificio que Cristo ofreció en la cruz y quedó tan satisfecho que ha resucitado a su Hijo y le ha dado el primer lugar en el cielo. Sabemos que nosotros también estamos libres de condenación, porque somos “aceptos en el Amado” (Efesios 1:6). Nota bien esto: no somos aceptos por lo que hemos hecho o por lo que vayamos a hacer, sino en el Amado. La seguridad del creyente reposa en la perfección de Cristo y su obra redentora. Sabemos que Él “es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8). ¿Cuántos pecados cometiste antes que haya muerto Cristo? ¡Ninguno! Pero Dios cargó en su propio Hijo toda la inmensa carga del pecado de cada creyente, para que podamos ser salvos; no faltó ni uno solo.
En Juan 10:27-28 leemos: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”. Dice que Él da vida eterna a sus ovejas. Es obvio que alguien con vida eterna (en el sentido espiritual) no morirá jamás. ¿Cómo puede ser eterna si no dura para siempre? No podemos perder la vida eterna así como perdemos un billete de nuestro bolsillo; pues no es un objeto que se pueda perder, sino una calidad de vida que recibimos cuando creemos en Cristo. Adán cuando estaba en el huerto del Edén no tenía vida eterna y cuando pecó perdió la vida que tenía. Dios sabía que nosotros somos como Adán y nos dio vida juntamente con Cristo. Él no puede fallar y perder a uno de los suyos, pues nadie puede arrebatarnos de la mano de Cristo; además nosotros mismos somos incapaces de salir de Su mano porque hemos sido hechos hijos de Dios. (Véase Gálatas 4:1-7). Un hijo no puede cambiar de padres. Por más que se porte mal no hay cómo cambiar su naturaleza: sigue siendo hijo. Nosotros también seguimos siendo hijos de Dios aun cuando pecamos.
Ahora surge una pregunta que merece nuestra consideración: ¿Podemos pecar sin temer las consecuencias porque nuestro destino es seguro? ¡De ninguna manera! Así como un padre natural corrige a sus propios hijos según la carne, Dios también corrige a sus hijos espirituales. La vida eterna que recibimos cuando creemos en Él no puede pecar: odia al pecado, pero tiene una lucha con la carne que todavía quiere pecar. Dios nos ayuda en nuestras debilidades para que no pequemos, así que Él no es quien anima al creyente para que siga andando en pecado. Es cierto que algunos, como Judas, hacen una profesión de creer en Dios pero no es verdadera. Nuestras obras muestran lo que está dentro de nuestros corazones. ¿Estamos demostrando que somos hijos de Dios?