La disciplina es una cosa grave y solemne. No deberíamos hablar de ejercerla sin antes acordarnos de lo que somos en nosotros mismos. Si considero que no soy más que un indigno y miserable pecador, salvado solamente por gracia, que subsisto únicamente delante de Dios por la eficacia de la obra de Cristo, es evidente que el ejercicio de la disciplina me parecerá una cosa espantosa. ¡Quién sino Dios solo puede juzgar! Tal será mi primer pensamiento.
Entre personas queridas del Señor, que debo considerar y estimar como más excelentes que a mí mismo, si tengo conciencia de mis propias miserias y de que nada soy delante de Dios, el solo pensamiento de tener que ejercer la disciplina me parecerá extremadamente serio, y a veces grave y pesado para mi corazón. Una sola consideración podrá contrarrestar este sentimiento de mi incapacidad, y es la posibilidad de considerar la disciplina como una prerrogativa del amor.
El amor realmente en actividad, no se inquieta de ninguna cosa, más que del cumplimiento del objeto que tiene en vista. Ved al Señor Jesús. Nada pudo jamás impedir ni detener la acción en Él del amor que llena su ser. Sí, solo esto es lo que puede aliviar el espíritu del sentimiento tan penoso de una posición completamente falsa; del ejercicio de la disciplina sin amor.
Desde el momento que me salgo del amor, la disciplina me parece una cosa monstruosa; y querer ejercerla de otra manera que por un principio de amor, es cosa que revela un estado espiritual del todo malo.
Para esto no basta que la regla de conducta sea según la justicia; precisa además que sea puesta en ejecución por el amor; por el amor en actividad, a fin de amparar, cueste lo que costare, la bendición en santidad de la Iglesia. No se trata, en manera alguna, de tomar una posición de superioridad en la carne (véase Mateo 23:8-11). No nos conviene, de modo alguno, poner en vigor la disciplina, tomando el carácter de Señor o de maestro. Y aun cuando fuésemos movidos por el amor a mantener el orden, y estimulados por un santo y vigilante celo a velar los unos por los otros, no debemos olvidar jamás que, después de todo, “para su señor está en pie, ó cae” nuestro hermano (Romanos 14:4). Respecto al individuo que la motiva, solo el amor debe de movernos al cumplimiento de este deber, el cual, en el fondo, no debe de ser otra cosa que un servicio de amor.
Fue como Señor que Jesús ejecutó la disciplina, cuando tomando el azote de cuerdas arrojó del templo a los profanadores (Mateo 21:12; Juan 2:15) mas Él entonces revistió, por anticipación, el carácter que tendrá cuando vendrá a ejercer el juicio.
Con frecuencia se confunden, entre los cristianos, dos ó tres géneros de disciplina, los cuales están llenos de consolación, en tanto que son un testimonio de la unión individual a todo el cuerpo y a Dios.
En Inglaterra, mucho más que en otras partes, un gran número de dificultades se juntan a la cuestión disciplinaria, a causa de ciertas maneras de obrar que han tenido por efecto el hacer considerar la disciplina como un acto deliberativo y judicial. Se han asociado personas voluntariamente, lo cual ha conducido a establecer reglas consideradas como esenciales al buen nombre del cuerpo, formado en virtud de aquella asociación de propia voluntad. Y, como se cree que cada uno debe garantirse a sí mismo, cada sociedad, se da, a este fin, sus reglamentos particulares. Mas en la Iglesia, este principio está tan lejos de la verdad como el mundo lo está de la Iglesia, y la luz de las tinieblas. No podamos admitir ningún principio de asociación voluntaria, ni regla alguna de humana invención, imaginada como medio preservativo. La voluntad del hombre, he aquí lo que conduce a la perdición eterna. Es este un principio malo del todo, no importa, por lo demás, las modificaciones que se le hagan. En las cosas de Dios, no hay puesto alguno para una acción voluntaria de la parte del hombre; precisa obrar por medio del Espíritu Santo bajo la dependencia del Señor Jesucristo. Desde el momento que un hombre obedece a su voluntad propia, se halla al servicio del Diablo y no al del Señor Jesucristo. Su acción lleva una multitud de penosas consecuencias, y produce un montón de dificultades prácticas que no deberían de ser conocidas por los de fuera. Si mantengo la idea de una especie de proceso judiciario que, como una causa criminal, debe de ser actuado en virtud de ciertas leyes, me hallo enteramente fuera del terreno de la gracia, confundiendo las cosas las más opuestas que existen.
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Aunque con frecuencia citado en ocasión de la disciplina pública en general, el pasaje de Mateo 18:15-17 no se refiere directamente a ella, por lo que a mí me parece. En estos versículos, es cuestión de un agravio hecho por un hermano a otro hermano; de ningún modo se dice que la Iglesia tenga, en este caso, que excluir al culpable. Únicamente se dice: “Tenle por étnico y publicano”. Puede darse el caso, a continuación, que la Iglesia tenga también que considerarle como tal; mas no es a este punto de vista que la disciplina está considerada aquí. Sencillamente hallamos: “Tenle”. Así, es decir, no resta nada más a hacer con él.
Lo repetimos. Este pasaje supone que un hermano ha agraviado a otro. Este es un caso análogo al que, bajo la ley, exigía el sacrificio por el delito del cual se nos habla en estos términos: “Cuando una persona pecare, é hiciere prevaricación contra Jehová, y negare á su prójimo lo encomendado”, etc. (Levítico 6:2). La soberanía de la gracia se halla allí para perdonar, aun hasta setenta veces siete. Mas también dice: “Ingenuamente reprenderás á tu prójimo, y no consentirás sobre él pecado” (Levítico 19:17).
Si alguien me ha ofendido, ¿qué debo yo hacer? No recurriré a la disciplina del Padre, ni a la del Hijo sobre su propia Casa; mas, si obro en amor con el que me ha ofendido, iré a él y le diré: “Hermano mío, tú has pecado contra mí”, etc. Ante todo, precisa aquella presentación que es según la justicia. Es menester hacerla, y medios hay de hacerla sin salir del sendero de la gracia. Si después de dado el primer paso, mi hermano no quiere escucharme, tomaré conmigo una o dos personas, “para que en boca de dos ó de tres testigos conste toda palabra”. Si este medio fracasa todavía, debo entonces informar de ello a toda la asamblea; y, si el hermano que me ha ofendido rehúsa el escuchar a la Iglesia, entonces “Tenle”, etc. Lo que nos da este pasaje es una regla de conducta individual, y el resultado de esto una posición individual de un hermano respecto de otro hermano. Puede suceder que la cosa llegue al extremo de necesitar la disciplina de la Iglesia, pero no siempre es necesariamente así. Voy a mi hermano, esperando ganarle conduciéndole al arrepentimiento, restaurándole de este modo en su relación normal de comunión conmigo y con Dios; porque en donde se hiere al amor fraternal, la comunión con el Padre debe de resentirse de ello necesariamente. Si mi hermano es ganado, la cosa no va más lejos. Su falta debe de ser olvidada. No debo recordarla jamás. La Iglesia nada sabrá de ello, ni otro alguno, a la sola excepción de nosotros dos. Si mi diligencia fraternal fracasa, seguidamente obraré con el fin y deseo de levantar a mi hermano, y de restablecerle en el gozo de la comunión con todos.
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Cuanto a la disciplina del Padre, aun ella es mucho más un privilegio individual según la gracia. Dudo mucho que ella pueda implicar la intervención de todo un cuerpo de cristianos; antes bien ella es el ejercicio individual de esta intervención. No veo que la Iglesia deba tomar el puesto del Padre. En un sentido, la idea de superioridad es justa, puesto que existen diversidad de gracias, como existen diversidad de dones. Si tengo más santidad, debo ir y restaurar a mi hermano caído (Gálatas 6:1). Pero esta es una acción individual en gracia, y no una disciplina de Iglesia. Es muy importante comprender bien y distinguir cuidadosamente estas cosas, a fin de que, si, de un lado, tal hermano se halla del todo dispuesto a someterse a dos o tres testigos, del otro lado, la energía individual no sea restringida en nada, sino que quede intacta y en su lugar. El Espíritu Santo debe de tener toda su libertad. Podría suponer un caso en que un individuo debió ir, y reprender a muchos, como Timoteo, a quien el Apóstol escribía: “Redarguye, reprende; exhorta con toda paciencia”, etc. (2 Timoteo 4:2). Esto es disciplina, y sin embargo la Iglesia no tenía que ocuparse de ella. Es esto un acto individual.
Mas, en otras ocasiones, la Iglesia puede estar obligada a usar la disciplina, como este fue el caso de los Corintios (1 Corintios 5). Los Corintios no se hallaban nada dispuestos a ejercer la disciplina, y Pablo insiste sobre la necesidad en que se hallan de usarla. Mas hay, lo repito, lo que se puede llamar el ejercicio individual de la energía del Espíritu en las almas de otros, en el ministerio de la gracia y de la verdad; lo que no implica, en modo alguno, la intervención de la Iglesia. Es un error grave el de considerar la disciplina de la Iglesia como la única disciplina. Sería una cosa horrorosa la de estar obligados a llevar toda especie de mal al conocimiento de todos. Ciertamente tal no es la tendencia, ni tal el fin del amor; al contrario, “la caridad [el amor] cubrirá multitud de pecados” (1 Pedro 4:8). Con el amor en el corazón, si uno ve un hermano pecando de un pecado que no es de muerte, va y ora por él; y este pecado puede que no venga nunca a la luz, ni llegue a ser jamás una cuestión en la que la Iglesia tenga que intervenir.
Creo que no hay ningún caso de disciplina de Iglesia que no sea para vergüenza de todo el cuerpo. Además, escribiendo a los corintios sobre un asunto semejante, el Apóstol Pablo les dice: “Vosotros no tuvisteis duelo”, etc. Todos estaban identificados con el mal que había sido cometido. Lo mismo que cuando una úlcera hace padecer cualquiera de los miembros de un hombre, esto demuestra el estado enfermizo de todo el cuerpo, de todo su organismo. Una asamblea cualquiera no podrá ni sabrá jamás usar la disciplina, si antes de todo no se ha identificado con el pecado del individuo.
Si la Iglesia quiere obrar de otra manera, toma una forma judicial que no se armonizaría con el ministerio de la gracia de Cristo. Cristo aún no ha revestido enteramente el carácter de juez. Del momento que la Iglesia cae en decir: “Que el que es injusto sea todavía injusto”, se ha enteramente alejado de la posición que debe guardar; ha completamente olvidado que su carácter sacerdotal, durante la actual economía; es un carácter de gracia.
¿Cuál es el espíritu de la disciplina paternal? ¿Cómo la ejerce el padre? El principio de esta disciplina es su calidad de padre. No se halla en la misma posición que el hijo. Hay aquí alguien superior en gracia y en sabiduría; ve a otro que se engaña, se extravía, va a su encuentro y le dice: “Yo me he hallado en su posición, no obre usted de tal o cual manera”. Estas son invitaciones y suplicaciones. Es este un cuadro fiel de los escollos y de los peligros del camino, pero pintado con amor. En casos de endurecimiento, la reprensión puede tener lugar. El padre puede usar de mucha indulgencia por la flaqueza y la inexperiencia, recordándose que él mismo ha pasado por aquello. Hágase usted siempre, en tanto que le sea posible, el servidor de otro, pero que el principio del padre sea mantenido: este es un principio de superioridad individual, pero seguido de gracia. Ninguna consideración humana debe de impedirme conservar este privilegio de amor individual, que puede obligar a decir: “Aunque, amándoos más, sea amado menos”. Procede del amor del Padre y se traslada sobre mi hermano, y, por amor a él, no puedo dejarle en el mal. Y no hablo de un caso de ofensa contra mí, sino de un caso de conducta, en el cual falta a su carácter de hijo. Nosotros faltamos a este respecto, porque tememos a la pena y los disgustos que un tal trabajo puede acarrear. Si veo a un santo que se desvía, me hallo en el caso de procurar volverle al buen camino por un medio o por el otro. Es una oveja de Cristo. Debo anhelar que ande fielmente. Tal vez me dirá, si le aviso: “Esto no debe interesarle, usted no debe inmiscuirse en mis cosas”, u otra expresión parecida; mas debo, si preciso fuere, echarme a sus pies para sacarle fuera del mal o el engaño en que se halla, aun cuando por ello me exponga a sus reproches y censuras. Esto requiere un espíritu de gracia y mucho amor para procurar tomar sobre su propia alma toda la carga de su hermano.
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Otro género de disciplina es la de Cristo en calidad de “Hijo sobre su propia Casa”. El caso de Judas es aquí de grande importancia. Si existe espiritualidad en el cuerpo, sucederá siempre que el mal no podrá durar mucho en él. Imposible es que la hipocresía, o alguna otra iniquidad, habite largo tiempo donde exista espiritualidad. En el caso de Judas, fue la gracia personal de Jesús que sobrepuja a todo; y, para nosotros, siempre será lo mismo comparativamente. Ante todo, era contra esta gracia que se manifestaba el mal: “El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar...”. “Como él, pues, hubo tomado el bocado”, (es esta la perfecta gracia de Jesús la cual se mostró en el momento en que Judas era manifestado, porque era contra Él que Judas pecaba) Judas “luego salió” (Juan 13:30).
La disciplina de Cristo no se aplica más que a lo que está manifestado; nunca va más allá. Es por esto por lo que vemos a los discípulos preguntándose uno al otro sobre el significado de las palabras de Jesús. Antes que fuese cometido el pecado, esto no tocaba la conciencia de la Asamblea. La disciplina del Padre se usa donde aún no hay nada manifestado, con respecto a un mal secreto, o que tal vez no será evidenciado más que mucho tiempo después. Si soy un hermano anciano, y veo otro más joven en peligro, debo obrar con él según aquella solicitud paternal, yendo a hablarle de su mal, pero esto es distinto del todo de la disciplina de la Iglesia.
Del momento que ejerzo una disciplina paternal, está supuesto que yo mismo me hallo en comunión con Dios, con relación a la cosa que la motiva; que sé discernir la causa del mal que existe en un hermano, que no se sabe juzgar él propio, que no tiene la percepción a que he llegado por mi experiencia espiritual, experiencia que me autoriza y me impele a obrar conforme a un amor fiel en vez de mi hermano, aun cuando no pueda explicar lo que hago a ningún ser humano.
La confusión y mezcla de estas tres cosas: la advertencia individual, la disciplina del Padre en una solicitud paternal, y la disciplina de Cristo “como Hijo sobre su propia Casa” (o la disciplina eclesiástica), han conducido a muchas equivocaciones.
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La disciplina debe de tener esencialmente por objeto el evitar la excomunión o la separación de una persona. En las nueve décimas partes de los casos, es únicamente la disciplina individual que debería tener lugar.
Si se trata de la disciplina “del Hijo sobre su propia Casa”, la Iglesia no debería emprenderla jamás sin un espíritu de identificación con el que ha cometido la falta, confesando el pecado como propio de todos, y humillándose de que el mal haya podido llegar a tal punto. Esta disciplina no presentaría, pues, en nada, el aspecto de una audiencia de justicia, sino el de una aflicción vergonzosa y humillante para el cuerpo. La espiritualidad purificaría la Iglesia de la hipocresía, de la inmundicia, de todas las cosas maleantes, sin tomar jamás el sesgo de un tribunal, juzgar el mal para purificarse de él. Nada debería ser más odioso que el pensamiento de que, en la Casa de Dios, haya podido existir un semejante mal. Supongamos que, en una de nuestras casas, haya pasado algún hecho triste y deshonroso: ¿no estaría comprometida en ello toda la casa? ¿Podría ninguno de los que forman la familia mostrarse indiferente a tal oprobio, y decir que no le atañe? Podría darse el caso de que algún hijo pervertido debiera ser echado fuera por amor a los demás. Todos los esfuerzos para volverle al buen sendero han fracasado; es incorregible; corrompe a la familia. No queda, pues, ningún otro partido que tomar, que un partido extremo. Se halla uno en el caso de decirle: “No puedo tenerte aquí por más tiempo; no debo soportar que ejerzas sobre los demás una influencia perniciosa por tus costumbres y por tus vicios”. ¡Ay! ¿No sería esto un motivo de lágrimas, de luto y de quebranto de corazón, de dolor y de vergüenza para toda la familia? Los otros hijos no desearían hablar de este asunto. Sus amigos se abstendrían de hacerlo también por consideración y por sus penas. El nombre del culpable ni siquiera sería mencionado.
Tal es el cuadro de lo que debe suceder en la Casa del Hijo. Se debe en ella de sentir una grande repugnancia al pensamiento de echar fuera un miembro. ¡Qué vergüenza común, qué angustia, qué tristeza, no debe de producir un pensamiento tal! No existe nada que sea menos según Dios que un proceso judicial era la Iglesia.
Verdad es que la Iglesia se halla sumida en un estado de flaqueza y de corrupción; mas esto en nada debilita lo que dejamos apuntado. Muy al contrario, cuanto mayor mal exista en la Iglesia, tanto mayor será la responsabilidad de los que tengan algún don pastoral, y tanto más también deberá ser el interés a favor de los santos que lo precisen, atendiéndoles con santa diligencia.
No hay nada que tanto interese mi corazón, en mis oraciones, como el pedir a Dios que dé pastores o ancianos a las Asambleas de sus amados hijos. Entiendo por pastor un hombre que pueda sobrellevar en su propio corazón todas las penas, todas las inquietudes, todas las miserias y todos los pecados de su hermano, presentarle a Dios, y obtener de Él todo lo necesario para la restauración y libramiento de aquella alma, sin haber tenido que acudir a la intervención de otro hermano.
Todavía queda una cosa a notar. El resultado del ejercicio de la disciplina puede ser la separación del miembro. Mas cuando se llega a un tal acto colectivo de juicio, la disciplina cesa enteramente desde el instante que el que ha pecado es separado. “¿No juzgáis vosotros á los que están dentro? Porque á los que están fuera, Dios juzgará” (1 Corintios 5:12).
Por otro lado, no debo ni siquiera poner en cuestión si puedo sentarme con tal o cual persona que sea de dentro. Es cosa verdaderamente extraordinaria que un hermano se prive de la comunión a causa de la presencia de tal o cual otro del que no tenga formada buena opinión, o con el cual, como se dice, no me siento en libertad. ¡Esto sería excomulgarse a sí mismo por causa de otro! “Porque un pan, es que muchos somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel un pan” (1 Corintios 10:17). Permanecer apartado de la Cena, es como si dijera que no soy cristiano, porque otro haya comido indignamente. No es de esta manera que precisa obrar. Puede ser que tenga que dar algún paso a este fin; mas no debo de cometer la torpeza de excomulgarme a mí mismo por temor que un pecador se haya deslizado en una asamblea de los hijos de Dios. Si el caso no es considerado así, es una presunción tomar sobre sí la disciplina de toda la Casa, y juzgar no al individuo, sino a toda la asamblea.
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Hasta su último acto, toda disciplina debe de tener por objeto el de restaurar. El acto de separar o el de excomunión, no es, hablando con propiedad, disciplina, sino una manera de decir que ésta ha sido ineficaz y que ha llegado a su fin. El acto de excluir es como decir que la Iglesia no tiene nada más que hacer en esto.
¿Se puede concebir nada más horroroso que el hecho de reclamar el derecho de ejercer la disciplina? Esto sería transformar la familia de Dios en un tribunal de justicia. Supongamos que un padre se halla a punto de echar un hijo malo a la calle, y que los demás hijos dicen: “Nosotros tenemos el derecho de ayudar a nuestro padre a echar nuestro hermano de casa”, ¿no sería esto una cosa espantosa? El Apóstol estaba obligado de constreñir los corintios a ejercer la disciplina, cuando ellos no se hallaban dispuestos a hacerlo. Mas él les dice: “¿Hay entre vosotros pecado y vosotros no tuvisteis duelo, para que fuese quitado de en medio de vosotros?”. Lo primero les constriñe a reconocer que el pecado en cuestión es el de ellos, lo mismo que el de aquel hombre; luego termina diciéndoles: “Quitad pues á ese malo de entre vosotros”. La Iglesia no se halla en estado de ejercer la disciplina convenientemente, en tanto ella no reconozca que el pecado cometido por el individuo viene a ser el de la Iglesia.
He aquí lo que hay que hacer para los que se crean llamados a ello: “A los que pecaren, repréndelos delante de todos, para que los otros también teman” (1 Timoteo 5:20). “Hermanos, si alguno fuere tomado en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restaurad al tal con el espíritu de mansedumbre” (Gálatas 6:1). Pero si el mal fuere de un carácter tal que precise la separación, la iglesia debe de efectuarla, no como quien usa de un derecho, sino como obligada a obrar así. Los santos deben demostrar que son puros en este hecho. Este acto constriñe a los que se hallan en la humillante necesidad de ejercerlo, a reconocer su estado miserable, a confesarlo y a avergonzarse de sí mismos. Se apartan del hombre culpable y obstinado, el cual queda solo en la ignominia de su falta. (Véase 2 Corintios 7).
Tal es la manera por la cual el Apóstol obligaba a los Corintios a ejercer la disciplina. Toda la Iglesia no era sino un solo cuerpo, siendo así culpable en tanto que el pecado cometido permanecía en ella. Precisaba, pues, que toda entera se purificase por medio del ejercicio de la disciplina. ¡Cuán penoso debió de ser para ella el tener que ejecutarla! Es esto, pienso, lo que el Apóstol enseña por estas palabras: “Y al que vosotros perdonareis, yo también: porque también yo lo que he perdonado, si algo he perdonado, por vosotros lo he hecho en persona de Cristo; porque no seamos engañados de Satanás: pues no ignoramos sus maquinaciones” (2 Corintios 2:10-11). El hecho, lo que el Diablo buscaba lograr, era esto. El Apóstol había insistido sobre la separación (1 Corintios 5:3-5), y la Iglesia repugnaba hacerlo. El Apóstol les obliga a ello; luego ellos lo hacen, pero de una manera judicial, no interesándose de restaurar al culpable (2 Corintios 2:6-7). Es por esta causa que Pablo quiere que ellos también anden ahora de acuerdo con él en el acto de la restauración. “Al que vosotros perdonareis”.
El designio de Satán no era otro que el de introducir el mal entre los hermanos, y hacerles indiferentes; luego empujarles a erigirse en tribunal para combatirle, con el fin de producir así una ocasión y un motivo de desavenencias entre Pablo y la asamblea de los santos de Corinto. El Apóstol se identifica con todo el cuerpo, primeramente obligándoles a purificarse; luego quiere que el que fue reprendido sea restaurado por todos, de modo que exista una perfecta unidad entre él y ellos. Él obra con ellos, se los asocia a sí propio en todo esto, y de esta manera, los tiene consigo, sea para reprender, sea para restaurar. Si la conciencia del cuerpo no es conducida a sentir lo que hace purificándose a sí mismo por el acto de la excomunión, no sé para que ésta pueda ser útil. Sin esto, ella haría de los hermanos unos hipócritas.
La Casa debe de ser conservada pura. Los cuidados del Padre para su familia, y los cuidados del Hijo “sobre su propia Casa” son dos cosas diferentes. El Hijo remite los discípulos a la custodia del Padre Santo (Juan 17). No es esto la misma cosa que la de tener la Casa en orden. En Juan 15, Jesús dice: Yo soy la vid, vosotros los sarmientos, mi Padre es el labrador, etc. Estos son los cuidados del Padre. Él limpia los sarmientos, para que produzcan todo el fruto posible. Mas, en el caso del Hijo obrando sobre su Casa, no es cuestión de individuos; es la Casa la que debe de ser guardada pura. “Si nos examinásemos a nosotros mismos, cierto no seríamos juzgados”.
Hay, pues, estas tres clases de disciplina:
1.- La que es puramente fraternal. Voy a una persona que me ha ofendido, pero precisa que. obre con gracia.
2.- La que es paternal. Ella debe de ser ejercida con ternura y misericordia. Se debe obrar como lo haría un buen padre con un hijo que se extravía.
3.- La del “Hijo sobre su propia Casa”, por la cual tenemos que obrar bajo la responsabilidad de mantener la pureza en la Casa, de tal manera que los que se hallan en la Casa, tengan su conciencia en harmonía con la naturaleza de aquella Casa. En esta disciplina, no es el individuo solo que debe obrar; es la Casa, la asamblea, la conciencia de la asamblea.
El resultado de esto puede ser la restauración del individuo que la motiva; pero, aun cuando sea esto una gracia preciosa, no es éste por tanto el fin esencial de la disciplina. Cuando se llega a eso, existe alguna cosa más que la restauración de un individuo: existe la responsabilidad de mantener la Casa libre de toda corrupción. La conciencia de todos se halla interesada en ello, y esto puede alguna vez dar lugar a muchas penas.
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Cuanto a la naturaleza de todo esto, pienso que es en un espíritu sacerdotal que la disciplina debe realizarse. Los sacerdotes comían en el lugar Santo la ofrenda por el pecado. (Literalmente el pecado. Levítico 10). No opino que un individuo cualquiera, o un cuerpo de cristianos cualquiera, pueda ejercer la disciplina, a menos que tenga él mismo la conciencia pura, y haber sentido delante de Dios toda la gravedad del mal y del pecado, como si lo hubiese cometido él mismo. Luego obra él como si sintiese la necesidad de purificarse él mismo. Claro está, todo eso no puede hacerse sino en casos de pecados positivos.
¿Cuál es el carácter de la posición que ahora ocupa el Señor? Es la del servicio de Sacerdote, y nosotros estamos unidos a Él. Si hubiese en la Iglesia más de esta intercesión sacerdotal, simbolizada por la acción de comer en el lugar Santo la ofrenda por el pecado, no se tendría la idea de una Iglesia erigida en tribunal judicial.
¡Qué angustia y amargura, cuál ansiedad y vivos dolores no produce en todos los miembros de una familia, un acto vergonzoso cometido por uno de los hijos! ¿Y Cristo, no se nutre también de la ofrenda por el pecado? ¿No siente Él la aflicción? ¿No se hace cargo de él? Él es la cabeza de Su cuerpo, la Iglesia; por consiguiente, ¿no se siente lastimado y afligido estándolo uno de sus miembros? ¡Oh, sí! Lo está. Si me hallo en necesidad de hacer a algún hermano en falta una amonestación individual, debo acordarme de que no seré capaz de hacerla en bendición, mas que en tanto que estará mi alma preparada por un servicio sacerdotal a este fin, como si yo mismo me hubiese hallado en este pecado. ¿Qué hace Cristo? Lleva el pecado sobre Su corazón, e intercede en la presencia de Dios para que Su gracia venga a remediarlo. Igualmente el hijo de Dios lleva también el pecado de su hermano sobre su propio corazón delante de Dios. Él pleitea con Dios el Padre, a fin de que la brecha abierta al cuerpo de Cristo, del cual él es miembro, sea reparada.
Tal es, no lo dudo, el espíritu en el cual debe de ejercerse la disciplina. Mas es en esto mismo que fallamos. No tenemos gracia suficiente para comer la ofrenda por el pecado.
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Cuando es la asamblea en pleno que está llamada a funcionar, precisa algo más todavía. Precisaría que la asamblea se humillase ella misma, hasta ser purificada. Tal es, a mi juicio, la fuerza y significado de estas palabras del Apóstol: “Y vosotros no más bien tuvisteis duelo”, etc.
En Corinto no había suficiente espiritualidad para hacerse cargo del pecado, y es como si el Apóstol les hubiese dicho: “Vosotros hubierais debido estar afligidos; vosotros hubierais debido tener el corazón y el espíritu quebrantado y humillado de que una tal cosa no fuese quitada: vosotros hubierais debido tener vivo interés para mantener la pureza de la Casa de Cristo”.
Separar el puro del impuro es otro atributo del servicio sacerdotal. Los sacerdotes no debían de beber vino ni sidra, a fin de mantenerse en un estado espiritual en harmonía con los oficios del santuario, siendo así capaces de distinguir entre el puro y el impuro. Esta necesidad existe también para nosotros. Cuando tenemos que hacer con el mal, debe de haber comunión de pensamientos y de miras entre nosotros y Dios. Nuestro objeto debe de ser el objeto de Dios. Su Casa es el lugar y la escena donde se manifiesta el orden de Dios; se dice a la mujer “de tener señal de autoridad sobre su cabeza, (algo con que cubrirse) por causa de los ángeles” (1 Corintios 11:10), y es porque el orden de Dios debe de manifestarse en la Iglesia. Nada de lo que ofenda los seres acostumbrados a contemplar el orden que tan necesario y conveniente es a la presencia de Dios, no debe de ser tolerado en su Casa. En ella todo se halla en completa ruina. La gloria de la Casa será plenamente manifestada cuando Jesús vendrá en Su gloria, y lo será únicamente entonces. Pero nosotros debemos, por lo menos, desear que haya en ella, en tanto que posible sea, por la energía del Espíritu Santo, una correspondencia entre su carácter actual y su futura condición.
Cuando Israel volvió de la cautividad, después de que fue pronunciado Lo-ammi sobre él, de que la gloria se hubo alejado de la Casa y de que la pública manifestación de la presencia de Dios en medio de él se hubo retirado, Nehemías y Esdras no por ello procuraban obrar menos según los pensamientos de Dios. Nuestra posición actual es la misma que la suya. Y tenemos nosotros algo que no tenían ellos. Nosotros fuimos siempre un remanente. Datamos del final. Y he aquí lo que es por nosotros: “Donde están dos ó tres congregados en mi nombre, allí estoy en medio de ellos” (Mateo 18:20). De suerte que luego mismo que todo el sistema es reducido a la nada, podré atenerme a ciertos principios invariables y bendecidos, de donde deriva todo.
Es a la reunión de los “dos ó tres” que Cristo ha concedido no solamente Su nombre, sino también Su disciplina, el poder de atar y desatar. Todo dimana de eso. ¡Cuál incomparable consolación! El grande principio de la unidad permanece verdadero, aun en medio de la ruina.