J.G. Bellett
El Señor estaba dando continuamente, pero rara vez lo asentía. Hacía grandes dádivas donde encontraba muy poca comunión. Esto magnifica o ilustra Su bondad. No había, por decirlo así, nada que le atrajese, y sin embargo siempre estaba Él impartiendo. Era como el Padre en los cielos, del cual Él mismo hablaba, haciendo que Su sol saliese sobre malos y buenos, y enviando Su lluvia sobre los justos e injustos. Esto nos dice lo que Él es, para gloria suya —lo que nosotros somos, para nuestra vergüenza.
Pero Él era no solamente de esa manera, como el Padre en el cielo, el reflejo de Él en sus obras, sino que era también en este mundo como “el Dios no conocido”, como habla San Pablo. Las tinieblas no le comprendieron; el mundo, ni por su religión ni su sabiduría, le conoció. Las ricas abundancias de Su gracia, la pureza de Su reino, el fundamento y título sobre los cuales la gloria que buscaba Él en un mundo como éste podrían descansar solamente, todas estas cosas eran extrañas a los pensamientos de los hijos de los hombres. Todo esto se ve en los equívocos morales que ellos estaban haciendo continuamente. Cuando, por ejemplo, la multitud estaba excesivamente proclamando al Rey y al reino en Su persona (en Lucas 19), los Fariseos decían: “Maestro, reprende a Tus discípulos”. No querían considerar el pensamiento de que el trono perteneciera a uno como Él. Era presunción de Él, Jesús de Nazaret como lo era Él, permitir que el gozo real le rodease. No conocían —no habían aprendido— el secreto del verdadero honor en este mundo falso y caído nuestro. No habían aprendido el misterio de “la raíz de tierra seca”, ni habían en espíritu percibido “el brazo del Señor” (Isaías 53). Era a donde su propio Espíritu conducía que se hacían descubrimientos de Él, y esos son muy dulces y variados también, en su medida.
En Marcos 1, Su ministerio, en Su gracia y poder, es usado por muchos. La gente con todas clases de enfermedades viene a Él, las congregaciones de gentes le escuchan, y reconocen la autoridad con que Él habla. Un leproso le trae su lepra, por medio de lo cual entiende que es el Dios de Israel. En diferentes grados, había entonces algún conocimiento de Él, ya fuese por quien era Él, o por lo que tenía; pero cuando entramos al capítulo 2, tenemos conocimiento de Él expresándose a sí mismo de una manera más luminosa y más rica: obtenemos muestras de la fe que le comprendió; y ésta es la cosa más profunda.
La compañía en Capernaum, que traía a su amigo paralítico a Él, le comprendió, y lo usó; lo comprendió, quiero decir, en sí mismo, en Su carácter, en los hábitos y gustos de Su mente. El mismo estilo en que hicieron por llegar a Él nos dice esto. No era un acercamiento como si sintieron reserva o duda y demasiado asombro. Era más: “No te dejaré, si no me bendices” —una cosa más bienvenida para Él, más de acuerdo a la manera en que el amor desearía que lo tomásemos—. No piden permiso, no hacen uso de ceremonia, sino que quiebran el techo de la casa, para poder alcanzarle; todo esto nos dice que le conocían tanto como hacían uso de Él; sabían que se deleitaba en que confiasen en Su gracia y que usasen Su poder para sus necesidades sin reserva. Así es que Leví, un poco después en el mismo capítulo, hace una fiesta y sienta a los publicanos y a otros en ella, en compañía de Jesús. Y esto, de la misma manera, nos dice que Leví le conocía. Él sabía a quién había invitado, así como Pablo nos dice en quién había creído.
¡Este conocimiento del Señor es verdaderamente bendito! ¡Es divino! La carne y sangre no lo dan, Sus parientes no lo tenían. Decían de Él, cuando se estaba gastando a sí mismo en el servicio, “Está fuera de sí”. Pero la fe hace grandes descubrimientos de Él, y obra de acuerdo con esos descubrimientos. Parecerá a veces llevarnos más allá de los límites, más allá de las cosas que son ordenadas y bien medidas; pero en los cálculos de Dios, nunca. La multitud le dice a Bartimeo que cese de gritar, pero él no cesa; porque él conoce a Jesús como Leví le conoce (Marcos 10:46-52).