La Iglesia de Dios

Table of Contents

1. 1ª Conf. - Un cuerpo: Efesios 4
2. 2ª Conf. - Un espíritu: 1 Corintios 12:1-3
3. 3ª Conf. - La asamblea y el ministerio: 1 Corintios 14
4. 4ª Conf. - La adoración, el partimiento del pan y la oración: Juan 4:10-24
5. 5ª Conf. - Los dones y los cargos locales: Efesios 4:7-11
6. 6ª Conf. - El recurso de los fieles en las ruinas actuales: 2 Timoteo 2:11-22

1ª Conf. - Un cuerpo: Efesios 4

El tema en el que, con la ayuda del Señor, me propongo entrar esta noche, es el del un cuerpo, el cuerpo de Cristo; y ello también no solo como una gran doctrina que el Espíritu Santo ha expuesto con la máxima claridad, y a través de una parte considerable del Nuevo Testamento, sino también, hasta allí donde pueda hacerlo en poco espacio, deduciendo algunas de sus consecuencias prácticas, y mostrando sus implicaciones acerca de la comunión y de la conducta de cada uno de sus miembros, esto es, de cada cristiano.
Pero, a fin de poder desarrollar las especiales características del cuerpo de Cristo, será necesario explicar cómo defiere de lo que Dios reveló o instituye en pasadas dispensaciones; porque existen distinciones, e incluso contrastes, entre los tratos de Dios en el pasado y lo que Él está llevando ahora a cabo para la honra de Su amado Hijo. En tanto que, naturalmente, siempre ha habido un solo Dios verdadero, que ha tenido en las edades del pasado a aquellos que Él ha amado sobre la tierra; en tanto que siempre ha obrado por Su Espíritu; en tanto que necesariamente había fe en acción a fin de que hubiera bendición para las almas; a pesar de todo ello existen diferencias esenciales, y profundamente importantes, que nadie puede pasar por alto sin pérdida para sí mismo, sin debilitar de cierto su testimonio a otros y, por encima de todo, sin perder de vista la justa medida de lo que Dios mismo tiene en lo más profundo de Su propio corazón —Su propia gloria en Cristo.
Es perfectamente evidente, si tomamos el Antiguo Testamento, que, cuando el hombre cayó en pecado, Dios dio ciertas revelaciones de bendición, todas las cuales hallan su centro en el Señor Jesús. Vemos esto desde el mismo principio de Génesis. Cuando el pecado entró, no solamente siguió el justo gobierno de Dios sino también, de inmediato, la gracia. Dios estaba allí; y, en presencia de la culpable pareja, y en desafío a la serpiente, la misericordia de Dios habló de aquel Bendito mismo de quien vamos a oír glorias adicionales y más profundas. A su debido tiempo trajo Dios, de una manera distintiva y personal, bendiciones en relación con Abraham y su simiente. Aquí tenemos el dominio de la promesa —no solamente una revelación de misericordia, sino una promesa definida— a una persona en concreto y a su simiente. Éste no había sido el caso en el huerto del Edén. Allí cayó el hombre; y es evidente que el hombre caído no podía ser, en absoluto, el objeto de la promesa de Dios. Hay promesas para los tales: No podía haber una promesa a los tales. Cuando Abraham recibió la promesa, no era meramente un hombre caído, sino un creyente. Fue a un elegido, llamado, y fiel, a quien Dios hizo depositario de la promesa. Pero fue cuando Adán cayó, antes de que hubiera nada de la operación de la gracia divina en él, fue cuando él y Eva se habían separado completamente de Dios, que la misericordia, sin contemplar para nada la condición ni el mérito de ellos, expuso una revelación de gracia en la persona de Cristo. La Simiente de la mujer fue presentada más en particular como el destructor de aquel que había provocado este mal profundo y, hasta allí adonde llegaba, irreparable —irreparable para la criatura, pero constituyendo solamente la ocasión para que Dios expusiera Su propia gracia para la gloria de Aquel que, herido Él mismo, iba a aplastar la cabeza de la serpiente.
El efecto de la promesa dada a Abraham fue que una familia quedó separada para Dios y, a su debido tiempo, una nación. A continuación, hallamos que esta nación se hallaba llena de una confianza autosuficiente en su propio poder, por lo que a Dios Le agradó, en la sabiduría de Sus caminos, probarlos por la ley, dada, como todos sabemos, en Sinaí. No es preciso entrar en detalles, sino solamente afirmar el bosquejo general de los tratos divinos con el propósito de clarificar este tema. Pero el resultado de aquella prueba, por mucho que Dios la dilatara, no fue dudoso ni por un solo momento; porque, en el mismo monte en el que Dios habló, los hijos de Israel anularon la autoridad y la gloria de Dios, y se inclinaron ante la obra de sus propias manos: es decir, la ley, como cuestión moral entre Dios y el hombre, fue desechada en sus propias bases desde el mismo principio. Dios esperó pacientemente —con una dilatada paciencia— y entre tanto actuó en Sus caminos en todas las variedades posibles. La prueba culminante fue la presencia de Cristo, la Simiente de la mujer, y también la Simiente de la promesa; porque ahora venía la persona que daba satisfacción a todas las revelaciones y promesas, los caminos, tipos y profecías de Dios. Vino Aquel en cuya persona se hallaba todo lo que era digno de Dios, y apropiado para el hombre. Pero la venida de Cristo expuso la horrible verdad: no solamente que el hombre está corrompido en sí mismo y depravado, que ama hacer su propia voluntad, sino también que odia la bondad la misma bondad divina—en el hombre. Es el enemigo de Dios cuando se manifiesta Él en la manera más bendita—en Su propio Hijo; cuando se manifestaba a Sí mismo no solamente en poder —porque es fácil comprender que una criatura culpable se alarme ante un poder santo—sino en amor perfecto, descendiendo en humillación, poniéndose a Sí mismo a los pies del hombre, rogando al hombre; porque en realidad no se trata aquí de una figura de lenguaje ni de una exageración de la mente humana, sino de lo que afirma la propia palabra de Dios. Oigamos Su propia descripción de ello: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros”, etc. Su amor rogando a los pecadores fue la actitud de la gracia divina en la persona de Cristo. ¿Cuál fue el resultado? Que el hombre demostró que no tenía ninguna posibilidad de liberarse a sí mismo por ningún medio que Dios pusiera a su alcance: que si se trataba de que el hombre se liberara a sí mismo, no importa cuál fuera la misericordia o la bendición, no importa cuán profunda y plena fuera la gracia exhibida en una persona viviente, el hombre se hallaba demasiado alejado—tan totalmente muerto en pecado que, lejos de ser ganado por el amor de Dios, solamente se aprovechó de él y, cuando Jesús se puso a los pies del hombre, éste levantó su talón y lo pisoteó a Él, al Hijo de Dios. Pero si así fue que el hombre, bajo el maligno caudillaje de Satanás, arrojó y crucificó a Cristo, en la cruz no mostró Dios solamente Su amor (¡y ciertamente que esto es amor!) sino que obró la redención, obra ésta capaz incluso para aquellos que crucificaron a Jesús, capaz de borrar el pecado más negro del que el hombre haya podido hacerse culpable. Dios ha triunfado allí donde el hombre hizo lo peor que pudo en contra de Él.
Pero esto no es todo. En los tratos anteriores de Dios, cuando Él dio Su ley, Dios había separado a la nación que había sido llamada de Egipto—la había distinguido de la forma más distintiva y positiva de entre las otras. Era necesario. Los hombres podrían quejarse de que no se había hecho un juicio imparcial; los ejemplos corrompidos de otros llevarían naturalmente al descarrío. Dios puso aparte a Israel mediante sus instituciones, ritos, ordenanzas, servicios, y Su ley; y mediante esta ley, y por estos ritos, los separó de todos los demás; de manera que hubiera sido un pecado para un judío tener comunión con un gentil, sin importar cuán piadoso fuera y cuán dispuesto a respetar la ley de Dios. Es indudable que pudiera haber tal cosa como ser sacado de la gentilidad, por lo menos hasta cierto punto, pero, con todo, a través de todo el sistema de los tratos de Dios mediante Su ley con el pueblo judío, había una separación expresa y total de Su pueblo de entre todas las naciones. No hablo del abuso de esto, obrando en el corrompido corazón del hombre en contra de los otros — el orgullo del corazón de los hombres, que despreciaban a otros debido a la propia posición divinamente aislada; pero, aparte del mal uso que Israel hiciera de su separación, la fidelidad a Dios la demandaba, y Su voluntad se hallaba en ello. Dios estaba demostrando ante todo el mundo la penosa y humillante verdad de que, aun si una nación tenía tales misericordias, incluso tales privilegios, incluso tal sabiduría dirigiendo sus movimientos, exterior e interior todo lo que les pertenecía — el resultado de todo ello es una creciente enemistad en contra del mismo Dios.
La muerte y resurrección de Cristo introdujo algo nuevo en todos los sentidos. Ahora bien, los cristianos lo admiten en general como la obra de Cristo en su aplicación a la necesidad del alma. No hay ninguna persona de inteligencia espiritual tan escasa que no confiese, con una mayor o menor claridad y gratitud de corazón, la importancia suprema de la cruz de Cristo en cuanto a su necesidad ante Dios. Puede ser que haya una escasa percepción de la magnitud de la liberación, un goce interrumpido y débil de la paz perfecta que ha sido consumada por la sangre de la cruz de Cristo; pero no hay un solo creyente que en cierta medida no lo mantenga y lo goce, y dé a Dios las gracias por ello.
Pero hay más que la necesidad del pecador cubierta en la cruz; y quisiera dirigir la atención a lo que nos da el Espíritu Santo en Efesios 2, mostrándonos el puesto de la cruz en los caminos de Dios — no meramente en la salvación del alma. En el versículo 13 está escrito: “Vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. Porque Él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en Su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en Sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades”. Ahora bien, es evidente que esta Escritura afirma que la cruz es la base no solamente de la paz para el alma, sino también la base sobre la que descansa el “un cuerpo” que Dios está ahora formando de entre judíos y gentiles ante Sí mismo. Y lo vemos con toda claridad si tan solamente consideramos la presencia de nuestro Señor sobre la tierra. Él prohíbe a Sus discípulos que vayan por camino de gentiles — les prohíbe que entren en ninguna ciudad de samaritanos. ¿Será necesario decir que no se debe ello a ninguna carencia de amor? No se trataba de que Su corazón no se doliera por el más réprobo de los samaritanos; no se trataba de que no apreciara la fe de un gentil — no había Él visto tanta fe “ni aun en Israel”. A pesar de todo, ellos tenían que dirigirse solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel, debido a que solamente había sido enviado a las tales, y lo mismo sucedía con ellos. Ahora bien, aquí hallamos en el acto que, en tanto que había esta perfección de gracia en Cristo, no obstante, se tenía que mantener en su integridad el santo ordenamiento de Dios. La ley afirmaba un estado de cosas esencialmente diferente del que hallamos descrito en Efesios 2. Existía una barrera positiva, incluso durante Su vida aquí abajo, estando prohibida la misma cosa que, después de haber Él muerto y resucitado, no era solamente un deber, sino un deleite de amor, la única respuesta adecuada en los santos a aquella muerte y resurrección. (Ver Mt. 28:19.)
¿A qué se debe tal cosa? ¿En qué se basa un cambio tan inmenso? En la cruz. Ella expone la indignidad del hombre y, sobre todo, la indignidad del hombre favorecido, privilegiado, religioso — la indignidad del hombre bajo la ley de Dios. Porque si el hombre bajo aquella ley fracasó, ¿Qué otra ley podría servir? La ley de Dios era la más sabia, la mejor, el trato más santo y justo que se podía posiblemente aplicar al estado natural del hombre. Y aquí se halla el fracaso total del hombre; y bien lo sabía Dios desde el principio, porque tuvo bien cuidado de que, en el primer libro de las Escrituras, y a través de todas ellas, incorporadas a la misma ley, hubiera palabras claras así como sombras, mostrando que el hombre pecaría, y que solamente Cristo, mediante el derramamiento de Su sangre y de Su muerte, podría dar la salida a ello. La primera revelación en el huerto de Edén es un testimonio de ambas cosas. La fe no tenía otra esperanza. Pero, con todo, hubo una prueba paciente, prolongada, para ver si era posible extraer algo bueno del hombre, en los tratos del único sabio Dios con el hombre. Y ahora quedaba demostrado en la cruz que todo en el hombre estaba en ruinas, y que las mayores de las ventajas, excepto por la gracia salvadora de Dios, exponían con mayor claridad la ruina que se había introducido. Hay ahora lugar para la obra de la gracia y, queridos amigos, es acerca de esto que será mi gozo hablar esta noche.
Hemos descendido por la corriente de la historia; hemos visto lo que el hombre era cuando se trataba de su obra ante Dios: veremos ahora brevemente a Dios cuando Él pone a la obra Su glorioso poder, no meramente para el hombre, sino para Su Hijo. Porque nunca conseguimos la bendición total hasta que vemos esta verdad grande y gloriosa, que Dios tiene a Su Hijo como el objeto de Su corazón — que Dios está pensando no meramente en la bendición para ti y para mí, para aquellos que Le aman — sí, más aún, en gracia soberana, para aquellos que no Le aman, si se arrepienten y creen el evangelio — sino que tiene Su mirada puesta sobre Aquel que lo hizo todo y lo sufrió todo para Su gloria, y ha envuelto aquella gloria de Dios con la bendición más plena, rica, eterna para todos los que creen en Su nombre. Y ahora, entonces, ¿qué hallamos como fruto de la cruz de Cristo (en la que tenemos la debilidad de Dios, donde, no obstante, tenemos el triunfo de Dios — Dios mismo descendiendo más y más aun en amor, no meramente, por así decirlo, rogando al hombre, sino depositando además todo el peso y la carga de pecado sobre el Señor Jesús, proveyendo así a la desesperada necesidad de los pecadores mediante el sufrimiento de Su Hijo por ellos)? Hallamos que en la cruz Él ha dado el golpe de muerte al pecado; ha quitado Él el pecado “por el sacrificio de Sí mismo”, como se nos dice. Pero, además, mediante ella se desvanecen todas las distinciones entre judío y gentil, y Dios saca a luz aquello que había estado siempre anticipando aquello que estaba en Sus consejos no solamente desde la fundación del mundo, sino desde antes de ello, y que por consiguiente había Él mostrado antes de que hubiera una cuestión de ley, y antes de que hubiera una cuestión de pecado. Porque es de señalar que el magnífico tipo, que el Apóstol aplica en Efesios 5 al misterio de Cristo y de la iglesia, fue introducido antes de que el pecado hiciera su entrada (Gn. 2). Era en verdad un consejo que surgía de lo que Dios era y es. Era Dios en Su propio amor, Dios obrando de acuerdo a lo que Él es en Sí mismo. Había aquello que Él siempre había tenido en Su propia mente, y para la revelación de lo cual, indudablemente, el pecado podría dar la ocasión. Pero el pecado no fue en absoluto el resorte sugeridor, así como tampoco la medida de ello. Al contrario, vemos a Dios indulgiéndose, por así decirlo, en la actividad de Su perfecto amor; en todo caso Le vemos pensando en, lleno de, obrando para, Su propio Hijo. Y creo que es de un profundo interés observar el hecho acabado de mencionar — la sombra de la unión de la iglesia con Cristo precediendo a la entrada del pecado y a las provisiones de la gracia en vista del pecado.
Y observemos además que, como se acaba de ver en el tipo de Génesis, así es la epístola a los Efesios. ¿Dónde es que tenemos delineados los consejos de Dios? ¿Es después de haber dado la descripción del pecado del hombre en el capítulo 2? No, sino en los primeros versículos del capítulo 1, donde Dios da los más ricos desarrollos de Su gracia, pasando por alto totalmente y dejando a un lado en el primer caso toda la cuestión del pecado, vergüenza, y necesidad del hombre. Esto lo tenemos representado después, y de la manera más profunda. No hay quizás ninguna parte de la Palabra de Dios que nos muestre más claramente las profundidades de la maldad humana que Efesios 2, pero no se trata en absoluto del pensamiento primario. Así, hallamos en el primer capítulo: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él”. Y entonces es solamente de pasada que el Apóstol les menciona el hecho de sus pecados, y ello en un solo versículo (el 7), en el que leemos, “en quien tenemos redención por Su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de Su gracia”. Con la excepción de esta nota incidental del hecho de nuestra necesidad de perdón, de la remisión de los pecados, nadie sabría por el primer capítulo de la epístola a los Efesios que los santos de Dios, estas personas tan bendecidas, tenían un solo mal, ni una sola partícula de pecado relacionada con ellos. Esto es, tenemos a Dios actuando perfectamente de Sí mismo, en y para Su propio Hijo: deleitándose en Él, poniendo honor sobre Él, dándole a Él lo que era apropiado de Sus propios recursos de amor, y por ello sin límites a los santos, al cuerpo de Cristo, como los describe el final del capítulo 1. Es así que el Espíritu Santo se complace en introducir estos asombrosos consejos de la gracia.
Luego, en el segundo capítulo, tenemos el estado del hombre considerado con la mayor penetración. Le vemos pesado y hallado falto como en ningún otro pasaje de las Escrituras. Le vemos aquí, no como un ser activo vivo en pecado, sino como todo acabado en cuanto a él — “muertos en vuestros delitos y pecados”. Así, se halla desesperadamente perdido y totalmente impotente en pecado. Toda la causa se halla cerrada en contra de él; y es a esta condición de muerte moral manifiesta y de sujeción a Satanás que se aplica la gracia misma de Dios, en Su poder vivificador, resucitador, celestial, en Cristo Jesús.
Pero, de nuevo, hallamos que en la última parte de Efesios 2 Se expone la cruz de Cristo, no simplemente en relación con los consejos de Dios como en el capítulo 1, ni siquiera en vista de la desesperada necesidad de aquellos que son el objeto de Sus consejos, como en el principio del capítulo 2, sino como contraste a los caminos anteriores de Dios sobre la tierra. Se dirige Él a los gentiles en este pasaje. ¿No era ésta acaso una ocasión apropiada para que Dios les desarrollara la verdad del nuevo hombre, el misterio de Cristo y de la iglesia, del cuerpo de Cristo? Ellos habían sido hasta ahora dejados de lado, evidentemente al margen de todo lo que Dios había hecho desde la antigüedad. Dios se había tomado un pueblo separado y los había probado. Los gentiles eran como si no existieran, por así decirlo, delante de Dios. No se trata, naturalmente, de que la secreta providencia de Dios no velara y no obrara — no que la gracia de Dios no actuara con respecto a los individuos; pero, considerados como gentiles, se hallaban fuera. Pero ahora estos son el objeto mismo de la gracia celestial; el llamamiento se dirige a los gentiles de una forma potente e inclusiva. No que solamente ellos fueran introducidos en la iglesia, porque también consiste de judíos; pero fue a los gentiles a los que Le pareció mejor a Dios poner de relieve, en contraste con la condición en la que una vez habían estado, a fin de poner más de manifiesto la bendición que Su gracia confiere ahora sobre ambos, en Cristo el Señor. “Por tanto, acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne, erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión hecha con mano en la carne. En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros, que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. Porque Él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno”.
Aquí tenemos otro hecho, no solamente que son hechos cercanos a Dios sino que ambos son hechos uno — los judíos y gentiles que ahora creen son hechos un solo cuerpo, como se explica más plenamente más adelante, con la pared intermedia de separación derribada, la enemistad abolida en Su carne, “la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre”. No se trata meramente de la nueva vida, sino de que Cristo y la iglesia forman un nuevo hombre, una condición de cosas que nunca antes había existido — “un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades. Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos, y a los que estaban cerca”. Así, los gentiles habían estado dispensacionalmente lejos, y los judíos habían estado dispensacionalmente relativamente cerca; pero ahora eran sacados totalmente afuera de su vieja condición. No se trata, como se observará, de que los gentiles que crean sean levantados al nivel de los privilegios que los judíos acostumbraban a poseer, sino que hay ahora “un nuevo hombre”, en el que no hay ni judío ni gentil. Por lo tanto, ambos abandonan sus estados previos, para llegar a una posición totalmente nueva y de la máxima bendición de unidad en Cristo, posición que jamás había existido anteriormente, excepto en los consejos de Dios.
Aquí tenemos pues la iglesia, el cuerpo de Cristo; esto es lo que Dios está ahora formando. No está Él solamente salvando almas ahora, sino que las está reuniendo; no solamente las está Él reuniendo en uno, sino que Él hace que el judío creyente y el gentil, en tanto que estén en la tierra, y aunque anteriormente estaban a la máxima distancia, sean ahora un solo y nuevo hombre en Cristo, Su mismo cuerpo unido.
Hay otra verdad relacionada con la iglesia, revelada al final del capítulo, que señalo meramente de pasada. No es que tan sólo exista un cuerpo formado, un cuerpo en Cristo, sino que hay también un edificio sobre la tierra, en el que Dios mora. Aunque no es mi tema esta noche exponer la morada o habitación de Dios, a pesar de todo no me puedo negar el gozo de decir unas pocas palabras de pasada acerca de este maravilloso lugar que Dios ha dado a Su iglesia.
Se tiene que señalar primeramente que en el Antiguo Testamento no hubo nada que fuera un edificio o una morada de Dios hasta que hubo un tipo de redención. No importa cuál fuera Su misericordia o condescendencia hacia aquellos que Él amaba, Él no podía morar con el hombre hasta que hubiera una base de derramamiento de sangre, sobre la que Dios pudiera morar con él en justicia. Por ello, a todo lo largo del libro de Génesis, por ejemplo, Dios no mora con los hombres: ni tan solo se habla de ello ni se promete. Pero en el momento en que se derrama la sangre de la Pascua, y en que tenemos a Israel pasando el Mar Rojo — los tipos combinados de redención (el uno respondiendo a la sangre de Cristo, el otro a la muerte y resurrección de Cristo, en el cual se muestra en figura la redención completa) — entonces vemos de inmediato a Dios hablando acerca de tener una morada. No se debe a que la gente fuera mejor: ¿Quién pudiera imaginar tal cosa? Mirad a Israel en el Mar Rojo; ¿Qué eran ellos comparados con Abraham, con Isaac, o incluso con Jacob? Pero Aquel que solamente visitaba a los padres podía ahora morar entre los hijos, y pone estas palabras en labios de ellos: “Le construiré una morada”. [“Lo alabaré”, en Ex. 15:2, es traducido en varias versiones de la Biblia como, “yo le construiré una morada” (RV1569 dice “adornaré”, y solo en el margen “de alabancas”), Ferreira de Almeida, King James Version, versión francesa de J.N.D., Concordancia Analítica de Young (N. del T.).] ¿A qué viene esto? Viene a que pocos de nosotros estimamos en mucho el poderoso cambio y el maravilloso efecto de la redención. No se trata de una cuestión de comparar a hombres, ni su fe, ni la fidelidad de ellos. De lo que se trata es de la valoración que Dios hace de la redención; y muestra Él que, si hay siquiera un tipo de redención, Él puede descender en tipo, y puede entonces morar en medio de Su pueblo. Admito que era solamente algo preparatorio. Era una prenda visible de ello, evidentemente adaptada a un pueblo terrenal; pero con todo ello queda el hecho distintivo grabado en la historia de Israel, como el mismo centro de la bendición de ellos, de que el mismo Dios se dignó entonces de morar en medio de ellos. (Ex. 15:2, 13, 17; 29:43-46.)
Lo mismo hallamos aquí con mucha mayor bendición para la iglesia en la tierra. En la tierra — y señálese, no antes de la cruz sino a partir de ella — se place Dios en hacer que Su pueblo sea Su morada. Él descendió en la persona de Cristo, pero Cristo permaneció solo como morada de Dios. “Destruid este templo”: Él era el único templo verdadero. Pero cuando Él murió y resucitó, ¿Qué entonces? Se cumplió la redención; y ahora Dios podía descender con santidad y justicia, de una manera apropiada a Su propio carácter, y podía morar en Su pueblo: No a causa de que los santos del Nuevo Testamento sean más dignos en sí mismos que los del Antiguo Testamento. El que se conoce a sí mismo y conoce la redención sabe que tal idea es una falacia y una falsedad; sabe que la naturaleza humana no es buena para nada, como tal, ante Dios; sabe que, en Su presencia, no se trata de una cuestión de la carne, ni de lo que la carne se pueda vanagloriar, “mas el que se gloria, gloríese en el Señor”. 2 Co. 10:17. Pero no es esto todo. No hay solamente un Señor en quien gloriarse, sino que ahora tenemos una verdadera redención en Cristo mediante Su sangre. ¿Qué estimación tiene Dios de la preciosa sangre de Su Hijo?
¿Qué siente Él acerca de aquellos sobre quienes la sangre es aplicada por la fe — aquellos que son lavados en ella? ¿No viene Él a decir: “Yo puedo venir ahora y tomar Mi lugar en medio de ellos?” Ésta es ciertamente una de las preciosas características de la iglesia. Es, de forma especial, incluso ahora, la morada de Dios. Es en virtud de esto que la iglesia recibe el nombre de “casa de Dios” y de Su “templo” en diferentes pasajes de las Escrituras. Pero no debo detenerme más en esto, debido a que mi tema es “el cuerpo”.
Hallamos, entonces, en Efesios 4, que el Espíritu de Dios apremia esta exhortación: “Solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”. A continuación, explica Él: Hay “un cuerpo, y un Espíritu, como fuísteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo; un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos”.
¿Se imaginará alguien que esta magna verdad del “un cuerpo” no afecta al juicio y a la conducta del cristiano, así como a sus afectos? Hemos sido traídos, asumiré, al conocimiento de Cristo; hemos hallado en Él al Hijo de Dios, el Salvador; descansamos en Él como nuestra paz ante Dios; Le invocamos como nuestro Señor. Pero, ¿no tengo relación con otros en la tierra? ¿Se me deja a mí aquí para fijar, simple y solitariamente, mi mirada en Dios? ¿Tengo que pasar a través de los laberintos de este mundo utilizando solamente la Palabra de Dios con la oración? Pregunto: ¿Cuáles son mis relaciones? ¿Soy yo solamente un hijo de Dios con otros hijos Suyos aquí y allá? ¿Qué tengo que sentir, al mirar a mi alrededor hacia aquellos que invocan el nombre excelente — que invocan al Señor Jesucristo, tanto Señor de ellos como mío? El UN CUERPO es la respuesta. Es Dios el que lo forma para la gloria de Cristo: está unido a Él. “Somos miembros”, como está escrito, “de Su cuerpo, de Su carne y de Sus huesos”. No está en tu poder, ni en el mío, el definir, ni tan siquiera en nuestras relaciones humanas, a nuestros hermanos y hermanas. Gracias a Dios, no se nos pide. Es Dios quien lo hace; Él da lo que Le parece bien, incluso en el dominio de la tierra y de la carne. Él no nos da lo que nosotros pudiéramos elegir: sabemos de nuestra ineptitud a este respecto. Él asigna a cada hombre un lugar — pone al elevado y al bajo según Su propia sabiduría. Y en lo que está haciendo para Su amado Hijo, ¿tiene menos que hacer, o menos que enseñarnos? ¿Es la voluntad de Dios de menor importancia ahí que en el mero mundo material? No, hermanos, no: incluso las personas morales no disputan acerca de la voluntad de Dios acerca de las relaciones naturales. Conocemos lo que las concupiscencias humanas pueden hacer — como pueden quebrantar toda línea de demarcación; pero aun así el hombre, en toda su miseria, encuentra incluso por sí mismo, sin pensar en Dios, la necesidad y el valor de admitir las relaciones que han quedado establecidas en la naturaleza aquí abajo. Ahora bien, ¿No es un pensamiento solemne, y un hecho que debiera avergonzar a cada corazón cristiano, que en la iglesia, que se halla tan cercana a Dios, en aquello que es el fruto de Su propio perfecto amor, en aquello que Él está creando para la gloria eterna de Su Hijo amado, lo que Dios ordena, lo que Dios quiere, lo que complace a Dios, sea considerado por muchos cristianos como de un valor infinitamente inferior a sus relaciones naturales con los demás? ¿Es éste un hecho o no? ¿Se trata o no de un profundo pecado? ¿Qué explicación hay para ello? ¿De dónde este terrible triunfo del enemigo? ¿Por qué hay una tal oscuridad acerca de todo el tema del “un cuerpo” en la actualidad? ¿Se debe acaso a que Dios no haya revelado Su parecer? ¿Qué es lo que puede estar más claro en las Escrituras? Solamente se ha presentado una parte de las pruebas de un corto pasaje de la Palabra de Dios; pero, ¿qué puede estar más claro que el hecho de que, en base de la cruz de Cristo, ha sido introducida y establecida por Dios una nueva condición? ¿Que Él está llamando afuera a los judíos y gentiles que creen, y formándolos ahora en “un cuerpo”? — ¿que, ya que Él no reconoce otro cuerpo que el de Cristo, ésta es entonces Su voluntad hacia nosotros, y nuestra obligación hacia Él, así como que éste es el significado único y evidente de Su Palabra que habla de Su iglesia? ¿Cómo es entonces que una verdad así escapa de los pensamientos de los hombres — que en vano se rebuscará para hallarla en los escritos antiguos o modernos — de forma que algunos de nosotros hemos vivido durante largo tiempo como cristianos, y que muchos de nosotros fuimos en un tiempo clérigos y de los llamados no conformistas, pero todos totalmente ignorantes del carácter de ella? Pero si es tan patente, y con tal plenitud de verdad acerca de ella en la Palabra de Dios, ¿cómo es que vino a ser algo olvidado entre Sus hijos?
No se trata de que no haya habido sinceridad — una “sinceridad piadosa” si se quiere — entre los cristianos. Pero aquello que está más cercano a Dios, aquello que sea la operación presente de Dios, es siempre aquello contra lo cual Satanás se opone con todo su poder y sutileza. Y ello debido a que está conectado con Cristo, debido a que es la especial voluntad de Dios para Su pueblo. Por ello Satanás trata de torcerlo y de desfigurarlo. No intenta ahora oscurecer tanto otras verdades, sino que ataca aquello que trata más directamente de la gloria de Cristo que ahora se exhibe; sea lo que ello fuere en un momento determinado, allí está el campo de batalla, ahí está la arena, donde no se deja nada por remover en el esfuerzo de intentar cegar y obstaculizar a los hijos de Dios en su entendimiento y cumplimiento de la voluntad de su Dios y Padre. Cuando Dios está entresacando a Su iglesia para reunirla, entonces es la época en que el esfuerzo activo del enemigo se despliega para oponerse, confundir y oscurecer todas las verdades relacionadas con ella de una forma incesante.
Además, hay otra cuestión. ¿Cómo es que Satanás encuentra posible triunfar frente a toda la evidencia que aporta el Nuevo Testamento? ¡Ah! La razón de ello, también — la razón moral — es evidente. Los hijos de Dios pueden ser engañados con toda presteza debido a que la doctrina de la iglesia, el cuerpo de Cristo, nos acerca demasiado a Dios — pone Su gracia demasiado ricamente ante nuestras almas — nos hace sentir (si nuestras almas creen, se inclinan, y entran en ello) la vanidad de todas las cosas aquí abajo. Es muy natural que amamos la comodidad; nos gusta la posición en este mundo; nos encariñamos con un poco de reputación, puede que no en el mundo vulgar, sino en la llamada iglesia — en cualquier caso, algo para el yo, algo afuera de la porción de Cristo y de la cruz. El cuerpo es solamente para la Cabeza, para la gloria de Dios, a fin de que por ello el Hijo de Dios sea glorificado. El hombre natural desaparece; su gloria se apaga y desvanece; su voluntad es juzgada como pecado. No nos gustan una doctrina y práctica tan perentorias, y con ello tan celestiales. A los hombres les gusta hacer algo, y ser alguien. El hombre tiene en sí mismo, siempre que se le permite, aquello que le expone al poder del pecado, a la malicia y a los ardides de Satanás; y ésta es la razón de que esta verdad empezara a apagarse tan pronto como fue revelada. No hay testimonio de ella en absoluto en los Padres primitivos, y evidentemente se va tomando una postura tanto más lejana y antagonista a medida que se va descendiendo en la corriente de la historia: — Papistas y Protestantes, Episcopales, Presbiterianos, Luteranos, Calvinistas, Arminianos — todos la ignoran. No se trata de que no se vaya a hallar suficiente verdad afirmada y predicada a las almas para que estas se puedan salvar; pero la sola salvación de las almas no es toda la verdad, ni aquella parte de la verdad que revela a la iglesia de Dios. ¿Acaso no se salvaron almas antes de Cristo? ¿No venía la salvación de los judíos? ¿No había almas fieles antes de que Dios tuviera una nación sobre la tierra? ¿No fue esto así desde el mismo principio, antes del diluvio y después de él? Con toda claridad y certeza que sí.
Pero ahí se introduce otra cosa que no era cierta antes, que Dios no había revelado ni establecido hasta que el Mesías fue rechazado, y para la cual Él había reservado enviar al Espíritu Santo del cielo. Ahora, en la cruz de Cristo, Dios ha establecido las bases para esta nueva obra, y está reuniendo de entre judíos y gentiles, uniéndolos en uno, a Su asamblea, hecha un solo y nuevo hombre en Cristo. Al hombre le gusta sentirse importante ante sí mismo, y ante este mundo. En la proporción en que admita esto, cae presa de los manejos del enemigo; y se engaña tanto más fácilmente, porque hasta la cruz de Cristo había más o menos lugar para el hombre. No fue hasta entonces que se expusieron su ruina total, su enemistad en contra de Dios y su odio de la gracia en la persona revelada del Hijo, en toda su plenitud. No fue hasta entonces que se pudo conocer a Dios como ahora se Le conoce. Pero el unigénito Hijo del Padre lo reveló, y esto en respecto tanto al pecado como a Su justicia — una nueva clase de justicia que, a todos los efectos y de una manera total, justifica y bendice al más de los culpables que ahora cree en Jesús.
Ahora bien, si ha de haber un corazón que crezca en la revelación que Dios ha hecho de Sí mismo en Cristo según Su gracia hacia la iglesia, el un cuerpo de Cristo, tiene que haber el juicio de la naturaleza, raíz y rama — el juicio del mundo en el cual el hombre asume un lugar para sí mismo. La iglesia de Dios se halla basada en la demostrada ruina del hombre, y existe para la gloria de Dios en Su Hijo, mantenida por el Espíritu Santo. Y esto mostrará el lugar inmensamente importante de esta verdad para el alma tanto en comunión como en conducta. ¡Afuera con todo aquello que no tiene que ver con la práctica y con la relación del alma con Dios! El hecho es que está bien lejos de la verdad de la iglesia el dejar de lado el corazón y la conciencia, la relación con Dios, la adoración y el servicio. Nada hay que realce todas estas cosas en mayor manera, y que las relaciones de una manera tan firme, excepto solamente la verdad de la propia persona de Cristo; nada hay que compela más, que abarque más, y que penetre más en el andar y en la práctica de una persona cristiana.
Tómense, por ejemplo, todas las dificultades que las personas reúnen del Antiguo Testamento: ¿En qué se basan? Hablo ahora de las dificultades legítimas — en todo caso de las que parecen ser legítimas y con autoridad para la mente de un creyente no instruido. ¿Cuál es, en realidad, su fondo? Ponerse a razonar en base de los preceptos o de la práctica del Antiguo Testamento. Pero, ¿es justa la analogía? ¿Cómo podemos razonar de una manera absoluta, si existe este “nuevo hombre” — si la iglesia es una cosa especial y nueva que no existía antes? Es evidente que las conductas (por ejemplo, la de un David o de un Salomón — la de un Abraham o de un Isaac o de un Jacob) pueden no ser ahora aplicables, sino que estarían ahora fuera de armonía con los caminos que Dios desea en Su Iglesia. No me refiero a aquellas demarcaciones morales que siempre condenan la falsedad, la corrupción o la violencia: no se supone qué ningún cristiano vaya a presentar los pecados de ningunos de estos hombres para justificar su propio pecado. Hablo de lo que era recto y conforme a la voluntad de Dios tal como entonces se había revelado. En el momento en que se comprende la doctrina de la iglesia, el cuerpo de Cristo, todos estos razonamientos y dificultades se desvanecen. Dios tiene ahora a Su Hijo en Su presencia como el hombre resucitado. No podía haber tal cosa como el cuerpo de Cristo hasta que Cristo estuviera allí, no solamente como el Hijo, sino como hombre, la Cabeza del cuerpo; Cristo no podía estar allí como hombre hasta que se consumara la obra de la redención. Desde la antigüedad había recibido el título de Hijo del hombre, mirando hacia adelante, hacia a Su asunción de humanidad, cuando Aquel que era Dios e Hijo de Dios vino a ser un verdadero hombre. ¿Pero cómo podía Él tomar este puesto en el Cielo? Él nació como hombre en la tierra. No fue un hombre hasta que nació en el mundo. ¿Cómo tomar este lugar en el cielo? Cristo no fue cabeza, y mucho menos iba a existir el cuerpo, la iglesia, hasta entonces. “La iglesia, que es Su cuerpo”, asume que Cristo había venido a ser hombre, y más que esto, que Él es la cabeza, como el hombre resucitado y ascendido. Es solamente después que murió, como sabemos por Su propia figura del grano de trigo, que produjo fruto (Juan 12). Pero más que esto: para no basarnos solamente en figuras, sino para mostrar algún pasaje de las Escrituras que trate de esto en términos explícitos, ¿qué es lo que hallamos? Leamos el resto de Efesios 1: “Y cuál la supereminente grandeza de Su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de Su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a Su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo Sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia”. Así, Él ha sido dado a la iglesia Cabeza sobre todas las cosas; pero fue después que Él fuera resucitado de los muertos, y puesto a la diestra de Dios. El hombre resucitado es allí la Cabeza: nunca fue Él cabeza hasta después de la redención. Tomó allí Su lugar de esta manera, y no de otra.
¿Cuál es, entonces, la consecuencia de todo esto, queridos amigos? El cuerpo de Cristo es celestial, como la cabeza de la iglesia lo es. Al hombre no le gusta esto — incluso muchos cristianos lo encuentran demasiado elevado y difícil. Si es un hombre celestial ¿adónde hay lugar para perseguir y hacer planes acerca de literatura, de ciencia, de política? ¿Adónde quedan todas estas cosas que llenan la mente y satisfacen los apetitos y los deseos del hombre? ¿Acaso están en el cielo? ¿Hay en el cielo planes de guerra — o sueños cortesanos? Oímos, indudablemente, de la guerra en contra del diablo, que es expulsado del cielo, al luchar en el día de mañana el Señor mediante los ángeles de Su poder. Pero no es preciso decir que no hay lugar en Su cuerpo para el orgullo, ambición, ni la energía del hombre.
¿Cuál es entonces el gran concepto de la iglesia de Dios? Es el cuerpo de Cristo, después de que Él cumpliera la redención; y, como consecuencia, el pecado, por lo que respecta al juicio de Dios del creyente, está totalmente ausente, quitado de tal manera que Dios es glorificado y el creyente justificado. Basados en ello, aquellos que creen son en consecuencia no solamente nacidos del agua y del Espíritu, y justificados de sus pecados por la sangre de Cristo, sino también unidos a Él, Su bendita Cabeza, a la mano derecha de Dios. La iglesia de Dios, por ello, no consiste meramente de redimidos o santos. “Cristiano” significa mucho más que “santo” — ¡mucho más! Estoy consciente de que los hay que creen que significa mucho menos, y que considerarán que mi doctrina es algo extraño; ello debido a que consideran que todo el mundo en estas tierras es cristiano, pero que muy pocos en la tierra son santos — quizás ninguno hasta que lleguen al cielo. Pero no hay para mí nada más evidente — nada más seguro — que el hecho de que un cristiano sea un santo, y mucho más que esto; y este mucho más es que él es un santo según la redención efectuada por Dios en la sangre de Cristo; que es un santo unido a Cristo que está a la diestra de Dios; que es un santo que tiene a Dios morando en él por el Espíritu, porque ahora Dios puede morar en él. La obra expiatoria está consumada: la sangre ha sido derramada y rociada. ¡Dios puede tomar Su morada, y lo hace, en el cristiano! ¿Cómo sé yo esto? Porque Dios me lo ha dicho en Su Palabra. Uno puede, ¡ay!, tener un goce defectuoso de ello — esto es otra cosa; pero el disfrute de la verdad depende de la medida en que nuestras almas descansen primero en ella con fe: incluso después, a no ser que juzguemos la carne que obstaculiza nuestro pleno goce de esta realidad, no podemos disfrutar de ella por mucho tiempo ni en gran magnitud, si es que podemos disfrutar algo de ella en absoluto.
Dios muestra después en Su Palabra que la iglesia es la unión de los creyentes — uno con Cristo, por el Espíritu Santo, después que Cristo muriera y resucitara y ascendiera al cielo. La consecuencia de ello es que tenemos que consultar qué es lo que Dios ordena a los miembros de aquel cuerpo, si deseamos saber cómo debe ser nuestra vida y nuestra adoración; cómo tenemos que andar y sentir hacia los otros miembros de Cristo; y cómo comportarnos en la “casa de Dios”. El Nuevo Testamento se ocupa de estos temas, más en particular las epístolas del Apóstol Pablo. No podría ser de una forma definitiva ni formal en los Evangelios, debido a que ellos se dedican principalmente a un Cristo viviente, cerrando con los hechos de Su muerte, resurrección, ascensión. Pueden hallarse en ellos aspectos preparatorios para la nueva obra y testimonio — no pocas intimaciones de lo que se iba a hacer; pero todo ello muestra que la edificación de la iglesia no había comenzado todavía. Por otra parte, en las Epístolas tenemos revelaciones totalmente basadas en el grandioso hecho de que la edificación estaba en marcha, de que el cuerpo estaba siendo formado. Y se ha de señalar otra cosa, y que espero desarrollar en la próxima ocasión en que me dirija a vosotros, esto es, que juntamente con el cuerpo de Cristo va la presencia del Espíritu Santo enviado del cielo. Me refiero a ello aquí solamente para mostrar sus relaciones. Hallaremos después su importancia. Aquellos que no hayan examinado plenamente el testimonio de las Escrituras sentirán el peso y el valor de la instrucción que aquí se nos da, cuando aquel punto sea presentado con más detalle. Pero por lo menos queda en claro que, aunque ésta sea una nueva obra, enteramente nueva y distinta de todo lo que Dios había efectuado antes, existen grandes principios morales, como ya se ha señalado anteriormente, que siempre permanecen. En cada parte de las Escrituras, en aquello que habla de los tiempos antes de la ley, o durante la ley, así como ahora bajo el evangelio, Dios es el Justo, Santo, Todopoderoso y Fiel, un Dios paciente, bueno, y de verdad: todo esto permanece. Incluso aquí la diferencia es que todos estos atributos brillan ahora más gloriosamente y, en consecuencia, profundizan la revelación de Dios, además de las otras nuevas formas y obras de la gracia que no se expresaban, ni podían expresarse, antes. ¡Qué manifestación de luz, cuando Cristo, la verdadera luz, brilló! ¡Qué manifestación infinita del mismo Dios en Su persona! Y, ¿qué diremos de la cruz y de la muerte, de la resurrección y de la glorificación de Jesús como la manifestación de Dios?
Por ello, en este nuevo hombre, permanece evidentemente toda la gloria moral de Dios; pero ahora, en presencia de aquella manifestación infinitamente más plena, y del cumplimiento de la redención eterna, ¿no ha de haber respuesta en los pensamientos y caminos de Sus hijos a lo que el Dios y Padre de Cristo está haciendo? Si, por ejemplo, Dios llama a una persona al puesto de siervo, hay ciertas responsabilidades que pertenecen a un siervo. Pero supongamos que este siervo se vuelve totalmente infiel y acaba en rebelión, y Dios dice: “No voy a tener más de este tipo de situaciones; crearé una familia y adoptaré hijos para Mí mismo; entresacaré a personas, según Mi placer soberano, de su antigua condición, y las situaré en esta nueva posición”. ¿Qué, entonces? Es evidente que volverse a lo que era cierto de los siervos podría constituir una pauta de lo más engañosa cuando se tratara de una cuestión de los hijos; y, de hecho, tiene que ser, y es, así. Sobre esta base errónea hay cristianos que se mezclan con el mundo, ocupándose a sí mismos en las cosas que complacen a la carne y que dan importancia al hombre. En contraste con ello, Dios nos ha dado la verdad gloriosa de que Él tiene, por así decirlo, sólo un hombre (habiéndose acabado con el primer Adán, con el veredicto sobre él de estar en ruina, muerto, y enterrado en la tumba de Cristo). Nosotros los cristianos pertenecemos al segundo Hombre, el Señor del cielo (1 Co. 15). Hay “un solo y nuevo hombre”, no solamente en contraste con antiguas distinciones, sino en que une a todos, santos judíos y gentiles, en un cuerpo — Su cuerpo; porque ésta es la manera en que se presenta en Efesios 2.
La consecuencia es que necesitamos, y Dios nos da, una nueva revelación; Él da nuevas instrucciones que no tenían antes ocasión ni oportunidad. Supongamos que hubiéramos tenido el Nuevo Testamento en los tiempos del Antiguo Testamento, ¿Cuál hubiera sido (no diré la valía, sino) su efecto entonces? ¡El de confundir más allá de toda medida! Un judío no hubiera sabido lo que hacer con él. Hubiera podido quedar impactado por la sabiduría, belleza, santidad y amor reflejándose en todo él; pero no le hubiera podido ser posible saber cómo actuar en base de ello y reconciliarlo con la ley dada por Moisés. El Antiguo Testamento le ordenaba mantenerse totalmente apartado de los gentiles; el Nuevo Testamento le diría que ellos formaban los dos un solo cuerpo, y que todos eran uno en Cristo — que ambos tenían acceso por un mismo Espíritu al Padre. No hubiera podido reconciliar ambas cosas; y no es para asombrarse: no fueron hechas para estar juntas. Pertenecen a épocas distintas y a estados totalmente diferentes. Confundir ambas cosas ha sido una de las maneras en que Satanás ha triunfado en la iglesia profesarte. ¡Ay!, no fue de otra manera bajo los tratos de Dios con los judíos. En tanto que Él estaba manteniendo Su ley, ellos la estaban quebrantando; en tanto que Él estaba manteniendo la unidad de la Deidad, ellos estaban poniendo ídolos y siguiendo en pos de los dioses de las naciones. Fueron totalmente infieles al testimonio que tenían encomendado; pero tengo la certeza de que un judío, por muy a oscuras que estuviera, y poco versado en la voluntad de Dios, hubiera percibido que las instrucciones del Nuevo Testamento eran irreconciliables con su llamamiento. Pero Dios nunca lo dio así. Cuando fue consumada la obra de la expiación, Dios sacó estas nuevas relaciones de forma gradual. ¿Por qué? Porque había un nuevo estado de cosas — “un nuevo hombre” — que no existía antes. Consecuentemente, se dio una nueva palabra de parte de Dios, apropiada para sacar a luz la debida relación de los cristianos unos con otros, y la obra de Dios en la iglesia, el cuerpo de Cristo.
Permítaseme señalar brevemente, antes de terminar, el efecto práctico — “solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”. ¡Qué interés tiene este pasaje, si es que realmente se puede aplicar ante el hecho de nuestras divisiones! Consideremos por un momento el caso de un cristiano; es despertado, halla paz, pero se pregunta qué es lo que tiene que hacer. ¡Cuán ciertamente ha sido esto cierto de nosotros, habiendo quedado confusos en tales circunstancias! Podemos haber conocido muy poco de la Palabra de Dios; pero con todo hallábamos dificultades para reconciliar aquella palabra con lo que veíamos a nuestro alrededor — especialmente una palabra como ésta: “solícitos en guardar la unidad del Espíritu”. Pero se trata en verdad de un camino llano y humilde. No tengo nada que hacer en lo que respecta a hacer la unidad; no tengo que establecer algo, ni unirme a lo que otros hagan. ¿Qué, entonces? Tengo que mostrar diligencia en guardar la unidad del Espíritu. En otras palabras, Dios el Espíritu Santo ha hecho una unidad; y la misión del creyente es la de observar esta unidad — la de guardarla. ¡Qué alivio más asombroso para un alma humilde, que siente su capacidad de equivocarse, en peligro por una parte de ser demasiado abierto, o demasiado cerrado por la otra!
¿Qué es la unidad del Espíritu? ¿Dónde empieza y termina? ¿Cuál es su naturaleza y carácter? Las Escrituras nos dicen que Él ha establecido una unidad entre los hombres, aunque aparte de ellos y por encima de ellos. ¿Cuál es ésta? La respuesta es: Es en la iglesia, que Dios ha hecho el cuerpo de Cristo. ¡Qué consuelo para el creyente, que tenga que guiarse sencillamente por la Palabra de Dios dónde se halle la unidad del Espíritu! ¿Pero cómo? Vengo a un lugar, y me encuentro indeciso acerca de a dónde ir. ¿Dónde hallaré la unidad del Espíritu de Dios? ¿Cómo la reconozco? Dios ha dejado indicadores; Él ha dado una luz clara y distintiva en Su Palabra. Investigo y veo que Él está reuniendo en uno a todos los hijos de Dios; los reúne al nombre de Cristo, asegurándoles que, allí donde estén de tal manera, Él está en medio de ellos. Nunca hallo la clave de ninguna dificultad espiritual sin Cristo. ¿Busco acaso la mera unidad de los cristianos? Sin Cristo, se trata de un engaño y un gran peligro. Cristianos — ¿Dónde no se les halla? ¿En qué sima de error no se puede descubrir a algún extraviado hijo de Dios? Si voy en búsqueda de los hijos de Dios, puedo fácilmente hallarles en ésta o aquella forma de mundanalidad; puedo encontrarlos descuidados aquí, cerrados y fanáticos allá; puedo hallarlos reunidos según unas normas humanas, y con unos objetivos totalmente irrelevantes; puedo oírlos estableciendo nombres de personas, ciertas doctrinas en especial, puntos de vista favorecidos, como sus centros de unión. ¿Es ésta la unidad del Espíritu? ¿Cuál es, entonces, Su unidad, y como tiene que ser guardada? Es aquella que Él forma para la gloria de Cristo.
Naturalmente, son cristianos los que componen la unidad; pero el guardar esta unidad no reside en el hecho desnudo de que ellos sean cristianos, sino de que se hallan reunidos hacia Cristo — reunidos no alrededor de Su presencia corporal, sino a Su nombre, ahora que Él está en el cielo; aunque no tienen por ello menos de Él, sino más al contar con Su presencia entre ellos, aunque invisible, fiel a Su propia palabra. Si me aíslo a mí mismo de allí donde me pueda reunir sobre esta base, soy indiferente a aquello que fue un objeto de la muerte de Cristo (Jn. 11:52), y estoy quitándole todo su valor a la unidad del Espíritu; si le doy su valor a lo primero, y soy diligente en guardar lo segundo, me reuniré sobre aquel terreno, y no sobre otro diferente. Es indudable que muchos miembros de Cristo están ahora en otras partes, pero que debieran estar sobre este terreno, lo mismo que aquellos que están reunidos a aquel nombre; pero ¿me tengo que mantener apartado yo, conociendo la voluntad de mi Señor, debido a que otros no lo vean, o son desobedientes si lo ven? ¿Tengo que decir que Su voluntad no se puede cumplir?
Ahí recae parte de la ruina de la cristiandad; ahí se halla el penoso hecho de que aquello por lo que Cristo murió Satanás se ha dedicado a oponer, y ha conseguido sus objetivos. No nos asombremos; porque todo lo que Dios emprende es puesto en primer lugar en manos del hombre, que es responsable de usarlo para Él. Pero hay aquí un gran mal — la total ruina del hombre; y no habrá cura para ello hasta que Jesús vuelva otra vez. Además, habrá entonces otra prueba sobre el hombre para ver si utiliza la venida y el reino de Jesús para la gloria de Dios; y el final del milenio demostrará que, como había sucedido antes, así sucederá entonces. No obstante, la fe siempre vence. Ved que os mantenéis fuertemente asidos de la verdad. Que nadie os robe de las bendiciones que Dios ha dado, y que os llama a que gocéis. Fundada sobre la cruz unida por el Espíritu a Cristo, esperando Su retorno, la iglesia es el fruto precioso de la gracia de Dios.
Después de que Su pueblo se apartara del poder de esta gran verdad, e incluso dejara que se le escapara de las manos la misma forma de esta gran verdad, Él de nuevo la ha vuelto a presentar ante ellos. No puedo dudar que su recuperación, en cualquier medida, ha sido concedida por Dios en vista del pronto retorno del Señor: De otra manera, ¿Cómo dais cuenta de que Dios se haya complacido en volver a llamar a la novia para que se disponga, por así decirlo, para la llegada del Esposo, exponiendo de una manera señalada aquella masa de testimonio celestial que había sido despreciado, abandonado, y olvidado? ¡Felices son los que no solamente se inclinan para recibir la gracia de Dios en este testimonio, sino que además mantienen fielmente el tesoro! “He aquí, Yo vengo pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona”. Tened la certeza, hermanos, de que nos hallamos en el mismo peligro en que siempre estuvieron los hombres de dejar que se nos quite de las manos lo que Dios nos ha dado; y que Satanás pondrá en acción todo ingenio que pueda imaginar para arrastrarnos aprovechándose de nuestros descuidos, dificultades, pruebas, o cualquier cosa que nos pueda abrumar hasta lo máximo — no solo debido a que nos odia, sino a que odia a Cristo y Su verdad.
Pero ya que el Señor ha tenido la gracia de volver a suscitar un testimonio a Su persona, obra, y gloria celestial, así yo os ruego y apremio, especialmente a los más jóvenes de mis hermanos y hermanas que están aquí — todos los que no hayan sentido su fuerza y valor — más particularmente a vosotros que habéis sido criados desde vuestras percepciones más tempranas de la verdad, criados dentro, por así decirlo, y no habiendo tenido que dejar nada afuera, a un costo comparativamente pequeño, y que no habéis conocido (como otros sí) el desgarramiento de muchos lazos, con una profunda obra de disciplina en el corazón, adquiriendo gradualmente la consciencia de la verdadera condición de la cristiandad; — os apremio a todos vosotros a que estéis vigilantes, no sea que Satanás os guiara, de alguna forma insidiosa, a apartaros de la única roca divinamente sólida en medio de las mareas crecientes de apostasía. Lo admito plenamente, que todos los que son introducidos en este glorioso lugar, el cuerpo de Cristo, debieran andar y comportarse como es digno de tal posición. Es una profunda vergüenza que no haya una mayor devoción que la que existía antes de que esta medida adicional de luz amaneciera en nuestras almas; no solamente vergüenza nuestra, sino un serio obstáculo para la verdad, y un reproche a la gracia de Dios que la reveló, y que introdujo en ella a nuestras almas, que después de ello haya una manifestación tan indigna de su poder. Pero ¿cómo vamos a actuar, entonces? ¿Tenemos por ello que dejar de lado la verdad, o dudar de ella? ¿Acaso debido a nuestra infidelidad tenemos que dejar a un lado la llana Palabra de Dios que nos condena debido a que tomamos un terreno inferior sobre el que podamos descansar de una forma más cómoda y consistente? ¿Tenemos que doblarnos a aquello que tan a menudo ha buscado la mente carnal, y donde tan a menudo ha caído — el establecimiento de otros centros que Cristo, y de otro ministerio que el del Espíritu? ¿Tenemos que dejar el único lugar y el único principio que permite el Nuevo Testamento para los miembros del cuerpo de Cristo, con la excusa carente de fe de que el camino conforme a esta luz celestial es impracticable en un mundo como en el que estamos? Está más allá de toda duda que hay dificultades y peligros, que no son ni pocos ni pequeños en mantener este camino. Bien cierto que hay una constante necesidad de negarse a uno mismo, si se tiene que andar con Dios.
Pero, ¿cómo vamos a juzgar, si no es mediante la Palabra de Dios? ¿Estamos preparados a dejar de lado Su palabra como nuestra única norma de juicio? Ahora, en tanto que esta palabra naturalmente condena profundamente las fallas que aquellos que reciben tan gran privilegio de parte de Dios — no solamente introducidos a la unidad del Espíritu, como todos los santos lo son, sino traídos al conocimiento consciente y a la fe de ello; en tanto que los fracasos en los tales son en un cierto sentido más inexcusables que los de otros, con todo ello por lo menos estos están justificando a Dios, a Su Palabra y a Su Espíritu de una manera humilde. Tomando nuestra base sobre esto, que nadie debe gloriarse sino en el Señor, hallaremos (y también de una manera dolorosa) que somos traídos a este lugar para aprender nuestros fracasos como nunca los conocimos — los fracasos de otros como nunca los sospechamos. Podemos asombrarnos de los multivariados fracasos, pruebas, escapes a duras penas, y ocasiones de vergüenza profunda; Pero, ¿cómo es que todo esto se ve y siente de una manera tan profunda? ¿Debido a que no es éste el terreno de la iglesia? ¡No! Sino porque sí lo es. Y una de las cosas que más consuelo puede dar a nuestra fe en aquello que más naturalmente la pudiera confundir es, que aprendemos el valor presente y permanente de las Escrituras como nunca lo habíamos conocido antes. Tomemos todos los caminos de Dios en disciplina: Estos no contaban en tanto que estábamos mezclados con la iglesia mundana, pero ¡cuán preciosos, provechosos, e indispensables cuando tratamos de guardar la unidad del Espíritu! Tomemos de nuevo todas las advertencias en cuanto al mundo: a duras penas podíamos saber de qué se trataba. ¿No es con los cristianos una constante cuestión de qué es el mundo? ¿Y no es la respuesta que nos dan la prueba de una influencia insospechadamente cegadora? Tienen siempre alguna cosa u otra que evitan hacer, y a esto le llaman “el mundo”. Pero en el momento en que nos damos cuenta del cuerpo de Cristo, el mundo adquiere un significado llano: si nos damos cuenta de qué es estar entre aquellos “dentro”, aquellos “afuera” no constituyen ya más una cuestión vaga e incierta.
No temamos entonces dejarlo todo por el honor de Dios en este mundo; esperemos en Él por la gracia, a fin de poderlo sobrellevar todo antes que serles infieles. Puede que solamente haya dos o tres; pero si estos dos o tres consideran el cuerpo de Cristo, no dejando a nadie afuera excepto por Su voluntad revelada, no por ningunos sentimientos que puedan ellos tener, es lo único que hay en este mundo egoísta que sea o haya sido jamás divinamente amplio, por lo que a los hombres concierne. No quiero con ello decir que nadie que blasfeme de Cristo, o que se tome a la ligera a los blasfemos en sus hechos, si no en sus palabras, debiera ser aceptado. “En su consejo no entre mi alma, ni mi espíritu se junte en su compañía”. Es vano argumentar que la unidad del Espíritu pueda tomarse tan a la ligera a Cristo y Su gloria. No digo que individualmente personas así no sean de Cristo. Sabemos lo que Satanás puede hacer incluso con uno que realmente ame al Señor — como lo puede hacer caer en un lazo para que niegue a su Señor, y ello además con juramentos; pero ¿quién lucharía para justificar tal pecado, o por tener comunión con el culpable, hasta que este pecado fuera dejado?
Repito, entonces, que, si hay solamente dos o tres, y si tratan de “guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”, con ellos está mi lugar como cristiano. Mi corazón debiera salir a cada cristiano, en cualquiera que sea su circunstancia, sea nacionalista, independiente, o, si los hay tales, en el papismo; mi corazón debiera salir en pos de ellos, a pesar del error y del mal — más bien debido a estas cosas, en intercesión. Pero entonces, ¿tengo que dejar a un lado la observancia estricta de la unidad del Espíritu? ¿Tengo que seguirlos y unirme a ellos en aquello que conozco que es contrario a las Escrituras y pecaminoso, debido a que hay uno o muchos cristianos allí? ¡De cierto que no! Debiéramos conseguir que salieran con y para el Señor. ¿Cómo se tiene que hacer esto? No lanzándonos nosotros al fango, sino por el contrario tomando resueltamente nuestra posición sobre la roca afuera de él; y buscar desde allí gracia de parte de Dios a fin de que, mediante la manifestación de la verdad en cada conciencia, y mediante la fidelidad a la luz de Cristo en la Palabra, y apremiando también a la responsabilidad de andar como el cuerpo de Cristo a sus miembros, ellos puedan volverse del error de sus caminos. Nunca negando que sean miembros del cuerpo de Cristo; más bien recordándoles este mismo hecho y su suma importancia y solemnidad — que ellos son miembros de Su cuerpo: ¿Por qué, pues, debieran ellos dar valor a ningún otro cuerpo? Si son miembros de este “un cuerpo”, ¿por qué no admitirlo, y reconocerlo siempre, y nada más? Si pertenecen a la unidad del Espíritu, ¿por qué no son solícitos en guardarla? Dios está ahora suscitando una cuestión, no entre el papismo y el protestantismo, sino acerca que la negación que la cristiandad hace de la iglesia de Cristo, Su cuerpo. Nuestra ocupación no debe ser la de originar una iglesia, presente ni futura, sino la de adherirnos a la iglesia que Dios ha hecho, y, por consiguiente, confesar al pecado de todas las rivales — repudiarlas y salir de ellas. Apartemos de nosotros toda invención humana en las cosas de Dios, y guardémonos de ídolos. En todo tiempo la Palabra de Dios llama a Sus hijos a someterse a Sí mismo y a Su voluntad. ¿Estamos actuando así? Por una parte, “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis;” por la otra, “al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado”. Ciertamente, si hay una cosa más que en otra en la que la voluntad humana constituye pecado de una manera más evidente, es en aquel lugar en el que Dios exalta al Señor Cristo; allí donde Él ha enviado al Espíritu Santo a fin de que Él sea la fuente de poder en la obediencia de Su pueblo.
Aunque ésta es meramente una conferencia introductoria, y que por ello no se supone que vaya ahora a entrar en todas las pruebas — sino solamente echando un tipo de cimientos para los temas que esperamos tocar, con todo esto espero que se haya dicho lo suficiente como para poner en claro, incluso a los menos instruidos que me estén oyendo, la inmensa importancia de buscar de Dios el darse cuenta que no son solamente santos, sino cristianos, descansando sobre la base de la redención, unidos a Cristo, y responsables para actuar como miembros de Su cuerpo, diligentes en mantener la unidad del Espíritu y ninguna otra en este mundo. Ésta es una obligación divina superior a ningunos cambios en el estado de la iglesia aquí abajo. No se trata de una cuestión de números, de cantidades de personas, sino de un deber siempre vinculante, aunque haya solamente dos o tres que vean la verdad.

2ª Conf. - Un espíritu: 1 Corintios 12:1-3

Mi tarea esta noche es una de la que estoy persuadido debiera ser la ocupación de todo hombre cristiano, no solamente de palabra, sino en hecho y en verdad — afirmar los derechos del Espíritu de Dios en la iglesia de Dios. Digo “afirmar Sus derechos”, porque asumo aquí la personalidad del Espíritu Santo. Es innecesario dar aquí ninguna prueba de ello, como tampoco de Su Deidad. Estas verdades pueden darse por sentadas, no como si no hubiera pruebas abundantes de ellas en la Palabra de Dios, sino porque por ahora no es necesario. Pero ya es otra cosa, queridos amigos, cuando hablamos de los derechos del Espíritu Santo — Su propia acción soberana en la iglesia, fluyendo de Su presencia personal como enviado del cielo. Sobre este tema muchos encuentran una gran cantidad de dificultades y oscuridad, y existe acerca de ello una gran ignorancia incluso entre los hijos de Dios, y también entre aquellos que pueden haber recibido bendiciones sobremanera grandes; en y por medio de los cuales el Espíritu Santo puede haber actuado poderosamente para el bien de las almas. A no ser, empero, que conozcamos esta verdad de Dios, a no ser que la tengamos como una certeza divina en nuestras almas, está claro que sea lo que fuere que la gracia pueda hacer para darnos una sujeción práctica, con todo ello habrá mucha cosa perdida si no conocemos las maneras especiales en que es voluntad de Dios que se honre el Espíritu Santo, que se halla presente tanto en el individuo como en la iglesia de Dios. Acerca de este tema — muy extenso para una sola conferencia — quiero ahora tratar.
Aquí también, como al tratar del “un cuerpo”, quisiera mostrar de la Palabra de Dios aquello que era siempre verdadero del Espíritu, y que por ello no tiene una relación especial con el tiempo presente, a fin de que podamos mejor discernir en qué se está ahora Dios manifestando a Sí mismo, y cómo es que los cristianos — porque es acerca de ellos de los que hablo — son susceptibles de equivocarse acerca de esto. Una equivocación aquí es una cosa mucho más seria, ya que se trata de una cuestión de reconocer a la divina persona de una manera apropiada. Si mantenemos el derecho del Espíritu Santo a actuar como Él quiera en la iglesia, no se suscita ya desde el principio ninguna duda acerca de Su obra en las almas. Ninguna persona familiarizada con las Escrituras de una forma inteligente dudará del hecho ni de su importancia; ni tampoco hay el menor pensamiento, deseo, ni motivo de hacerlo. El Espíritu Santo ha sido siempre el agente directo en todo aquello que Dios mismo ha puesto en práctica. Si contemplamos la creación, el Espíritu tuvo Su parte en ella. Si consideramos de nuevo a los antiguos que obtuvieron un buen testimonio por la fe, ni un creyente pone en duda ni por un momento que fue solamente por la operación del Espíritu Santo que el hombre creía, entonces como ahora. Él obró en Abel, Enoc, Noé, y en todos los otros de quienes las Escrituras dan testimonio como la línea de los santos. Así de nuevo, cuando Dios se desposó con Su pueblo Israel, si Él obró de alguna manera especial apropiada a la exhibición de Su gloria en medio de ellos, era el Espíritu de Dios el que era el poder energizante detrás y dentro de ello. Fue Él quien, por ejemplo, obró en desde un Moisés hasta un Bezaleel, desde un Sansón a un David. Cuando llegamos a los profetas, difícilmente será necesario decir que fue bajo el poder del Espíritu Santo que hablaron los santos hombres de Dios; el Espíritu de Cristo les hizo ser de antemano testigos de Sus sufrimientos, y de las glorias que debían seguir, por poco que ellos mismos comprendieran Sus sufrimientos. Así, en aquellos que se mantienen por los presentes privilegios, no hay deseo ninguno de oscurecer, sino al contrario de apreciar en todo su valor todo aquello que el Espíritu Santo ha obrado siempre; porque en verdad no hubo nada de Dios en lo que Él no obrara.
Pero cuando llegamos al Nuevo Testamento, una nueva cosa se presenta a la vista. Un Hijo del hombre crucificado, despreciado, y que partía, constituía algo muy extraño a sus oídos (Juan 12:34). Ellos esperaban que Cristo continuara para siempre, y reinar en gloria y en bendición justiciera sobre la tierra. Pero, gradualmente, al rechazarle el hombre, y en especial Israel, la verdad — asombrosa para el judío — se fue haciendo más y más clara, que Él, el Mesías y el Hijo de Dios, iba a dejar la tierra. Los gentiles, estoy bien consciente, no ven la importancia plena de ello; ¿pero acaso muestran en ello una sabiduría superior? Para el judío constituía un anuncio de lo más asombroso, y a primera vista irreconciliable con la ley y los profetas. Ellos habían estado esperándole a Él, al Prometido, y los corazones de ellos se deleitaron con Su presencia: era lo que los reyes y profetas habían deseado con mayor intensidad. Dios había puesto el deseo en sus almas; pero ahora que estaba satisfecho con Su venida, Él iba a dejarlos, a hundirse en la tristeza, vergüenza y muerte — ¡y muerte de cruz! bajo la mano del hombre, y ¡la de Dios! y no solo esto, sino que cuando resucitó — en lugar de mantener Su gloria desde el trono de Su padre David, y de llenar la tierra con la bendición que había sido predicha, y de cumplir, y más que cumplir, todo lo que sus corazones habían acariciado con tanta esperanza de que estaba a punto de amanecer y para siempre iluminar este mundo — Él iba a dejar este mundo en su oscuridad; en todo caso, iba otra vez a retirarse a los cielos de donde había venido. Pero si iba a ir arriba, no fue tal como descendió; porque como el Hijo de Dios, Él descendió a hacerse hombre — “el Verbo fue hecho carne”, y ahora, como hombre, resucitado de los muertos, dejaba este mundo para tomar Su lugar a la diestra de Dios; y, durante Su ausencia en lo alto, iba a enviar al Espíritu Santo de una manera jamás conocida antes. El Antiguo Testamento prepara el corazón para un Mesías presente, y el derramamiento del Espíritu Santo como el galardón apropiado rendido al reinado del Mesías sobre la tierra; pero el Mesías, muriendo y resucitando, y desapareciendo de la vista del mundo que Le había echado afuera, y entrando en una escena nueva y celestial, y el envío del Espíritu Santo aquí abajo, de una manera personal durante Su ausencia mientras Él está allí arriba — todas estas cosas eran algo completamente inesperado para el judío. Si los gentiles no se detienen y se asombran ante esta gran maravilla, no es ciertamente debido a un exceso de sentimiento o inteligencia espirituales. Naturalmente, podemos encontrar el asombro de la estupidez; pero también existe el caso en que no haya asombro debido a que uno no se para suficientemente a pensar acerca de ello. Creo que ésta es la verdadera razón del por qué, si hay por una parte el asombro de los hombres que se quedan sorprendidos, haya por otra parte la falta de asombro en otros, debido a que están demasiado ocupados en cosas terrenas como para preocuparse seriamente.
Ahora bien, sólo segunda a Cristo, ésta es la verdad central del Nuevo Testamento; pero lejos de ser ésta la sólida base sobre la que los cristianos están ahora andando, de hecho, todo ello queda reducido en sus mentes a una mera continuación de la influencia que el Espíritu Santo ha ejercido siempre. La consecuencia de ello es que todas las personas que rechazan Su presencia personal especial sobre la tierra como consecuencia de la redención son llevados a los manejos más penosos a fin de evadir los más claros pasajes de las Escrituras. Puedo limitarme a mencionar un solo caso: quizás sobresaltará a algunos que lleguen a hacerse tal tipo de afirmaciones, y ello especialmente por parte de una persona de gran reputación de conocimiento espiritual. Será útil para mostrar a dónde lleva la falta de fe en la gran verdad de la presencia real del Espíritu Santo, de una forma nunca antes experimentada, a aquellos que se oponen sistemáticamente a ella. A fin de escapar a la clara intimación acerca de una bendición nueva e incomparable en la persona del Consolador, alegan ellos que el Espíritu Santo (¡que siempre habría estado dado!) partió de la tierra cuando el Señor estaba aquí, a fin de que el Señor pudiera darlo otra vez a Su ascensión al cielo. Así, por lo que respecta al Espíritu de Dios, ¡la época de la presencia del Salvador sobre la tierra no hubiera sido una ocasión de fiesta y de regocijo, sino de escasez y penuria! Solamente menciono esta línea de pensamiento para mostrar hasta qué postura tan violenta reduce la incredulidad incluso a inteligentes hombres de Dios. ¿Es acaso preciso decir que, por el contrario, aquellos que rodeaban al Salvador y que recibieron la bendición de Su enseñanza, tuvieron todo lo que los santos del Antiguo Testamento jamás hubieran disfrutado, y mucho más? El Espíritu Santo había vivificado sus almas, como a sus predecesores, dándoles fe en Cristo. Además, los discípulos tenían la presencia del Mesías y la manifestación de la gracia y de la verdad en Él, y todas Sus palabras y caminos. Es indudable que había mucho que entonces no podían sobrellevar, como el mismo Señor les dijo; pero, con todo, eran tan verdaderamente creyentes como cualquiera que hubiera existido antes de ellos lo hubiera sido. El hecho es que tal tipo de razonamiento es el impotente esfuerzo humano para escapar a la solemne verdad de Dios.
El Nuevo Testamento es de lo más explícito. En primer lugar, nuestro Señor expone la doctrina del Espíritu; y esto en cuanto a que suple totalmente la necesidad del hombre de ser nacido del Espíritu y de tener al Espíritu Santo, a fin de ser capaz de adorar al Padre en espíritu y en verdad. Pero más que esto, Él prepara a los discípulos para la obra poderosa de esparcir la verdad y la gracia de Dios. Para esto era necesario el Espíritu Santo; y por ello lo tenemos en el capítulo 7 — una Escritura de la que es imposible escapar. El Señor lo puso en una forma figurada, que del vientre de aquel que creyera surgirían ríos de agua viva. “Esto dijo del Espíritu”, (que no tendría que ser dado a una persona a fin de que pudiera creer, sino) “que habían de recibir los que creyesen en Él; pues aun no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado”. Un razonamiento elaborado acerca de tal pasaje de las. Escrituras sería un deshonor a la Palabra de Dios. Allí donde pueda haber oscuridad, podemos tratar de explicar y de ilustrar; pero allí donde el lenguaje empleado es más claro que el que se pudiera emplear en su lugar, me parece que se le debe a las Escrituras que simplemente se apremie su significado llano.
En los últimos capítulos del mismo Evangelio tenemos de nuevo al Señor exponiendo no meramente el hecho de que después de la glorificación de Jesús el Espíritu Santo iba a ser dado de un modo como nunca lo había sido antes, sino que además tenemos Su acción personal, cuando ya es enviado y presente, explicada de una manera plena y definitiva. De ahí que en Juan 14 se habla de Él como el Consolador. Señalemos la importancia de ello. Podemos razonar acerca de la concesión del Espíritu Santo, como si no significara nada más que un poder espiritual, pero no podemos atenuar al Consolador que es enviado. ¿Quién es Él, sino el mismo Espíritu Santo? Nadie puede decir que “Consolador” significa un milagro, ni una lengua, ni ninguna operación que uno quiera. Es indudable que Él obra de estas varias formas; pero se trata de una persona real que toma el lugar del Mesías cuando Él deja la tierra. Leed tan solo unos cuantos versículos del capítulo a fin de que quede esto todavía más claro: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre”. De nuevo tenemos ante nosotros lo más evidente. Los milagros han sido; las lenguas cesan; la profecía y el conocimiento se desvanecen; pero aquí tenemos a una persona divina que permanece para siempre con los santos — “El Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no Le ve, ni Le conoce; pero vosotros Le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros”. El mundo estaba obligado a recibir a Jesús y, en una forma exterior, Le tuvo ahí; pero aquí hallamos a Uno que, no habiendo sido encarnado, no podría de ninguna manera ser traído ante los ojos del mundo. Naturalmente, admito que el mundo no puede recibir espiritualmente a Jesús más que al Espíritu Santo; pero de todas maneras tenemos una referencia expresa al modo de la presencia del Espíritu Santo aquí abajo, que Le excluye a Él como objeto de la percepción por parte del mundo, ya sea por la vista o por el conocimiento.
De nuevo tenemos en Juan 14:16, “El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en Mi nombre, Él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que Yo os he dicho”. No se trata meramente de un don, ni de un poder ni de una influencia, sino de Uno que es verdaderamente enviado —una persona que enseña todas las cosas y que lleva todos los dichos del Señor a su memoria. Tenemos entonces en el capítulo 15, versículo 26: “Cuando venga el Consolador”. En este caso no se trata meramente de que sea “enviado” (porque quizás algunos argumentarían acerca del envío de una influencia), sino “cuando venga”. “Cuando venga el Consolador, a quien Yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad [manteniendo de continuo este tema de suma importancia], el cual procede del Padre, Él dará testimonio acerca de Mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio”. Ciertamente tenemos aquí la venida del Espíritu Santo presentada con solemnidad y claridad. En el capítulo anterior el Padre Le envía en nombre de Cristo; en éste, Cristo Le envía procedente del Padre. En el primer caso se dice que Él trae a su recuerdo todas las cosas que Cristo les había hablado; en el otro caso Él viene enviado por el Hijo, y da testimonio de Él. Ellos Le habían conocido a Él sobre la tierra, y tenían que afirmarlo como testigos; también desciende el Espíritu de Él en el cielo, a fin de que hayan estos testigos conjuntos del Señor Jesucristo.
Después, en el capítulo dieciséis de Juan tenemos la verdad aún más desarrollada y, si fuera posible, con una mayor energía, ya que ciertamente es del interés más profundo y de la mayor importancia. En el capítulo 14 el Señor les había dicho que tenían que gozarse debido a que Él iba al Padre. Iba a dejar una escena de humillación y de sufrimientos para estar en el hogar del amor y de la gloria del Padre. Si el amor de ellos hubiera sido simple, si hubieran ellos estado pensando en Él, y no en sí mismos, se hubieran gozado debido a que Él estaba yendo al Padre. Pero ahora, en el capítulo 16, los pone en otro terreno: “Os conviene que Yo Me vaya al Padre”, (y no solamente como si Me conviniera a Mí). ¡Qué! ¿Conveniente para estos pobres, débiles y temblorosos discípulos sobre los que Él había estado velando, ante la amenaza de todo el Israel que Le había despreciado y que no quería congregarse bajo Él? De cierto que había reunido bajo Sus alas a estos pequeñitos, y les había dado refugio; en la mismísima hora de Su rechazamiento les había dado Su protección. Y ahora Él tenía que dejarlos. Les convenía a ellos que Él fuera al Padre. ¿Cómo podía ser esto? Hay solamente una respuesta; y es la respuesta que da el Señor. Es lo que para Él lo hacía conveniente. Cosa bendita como era tener al Mesías, Su presencia (precisamente debido a que Él era un hombre sobre la tierra con un grupo de discípulos a Su alrededor) estaba necesariamente limitada. No podía estar como hombre en todas las partes de la tierra al mismo tiempo. El Espíritu Santo, a diferencia del Hijo, no había tomado naturaleza humana en unión con Su persona. Pero más que esto, cuando se llevó a cabo la redención, Él podía llevar dentro de los corazones de los discípulos, de la manera más entrañable, todo el valor que surgía de Cristo y de Su obra — Cristo exaltado al cielo y la estimación que tenía allí por parte de Dios el Padre.
Así, pues, es como se echaron los grandes bases de la verdad. El Señor Jesús no iba a dejar este mundo ni a ir al Padre hasta que todas las cuestiones que Dios tenía con el hombre culpable quedaran para siempre solucionadas. Cuando el pecado fue quitado por el sacrificio de Sí mismo sobre la cruz, cuando la justicia quedó establecida en Cristo resucitado de los muertos y exaltado a lo alto, no era ya todo pura gracia como antes, sino que ahora vino a ser una cuestión de la justicia de Dios mediante la obra del Salvador. La eficacia de Su obra tumbó las balanzas en favor del hombre; porque era el hombre Cristo Jesús el que así había glorificado a Dios en cuanto al pecado. Es indudable que Él era Su propio amado Hijo, el don inestimable de Su propia gracia; y los hombres no se podían vanagloriar de nada, porque Él fue despreciado y desechado de los hombres — odiado sin causa. Con todo, quedaba el hecho de que Dios había estado contemplando la tierra, para hallar al hombre que lo sufriera todo a fin de que el mismo Dios pudiera ser glorificado. Esta verdad lo cambiaba todo. La cuestión ahora, por así decirlo, cambiaba de signo por Dios: ¿Qué podría Él hacer para este bendito Hombre? ¿Podía el hecho de que Él fuera el Hijo de Dios constituir una razón para que Él Le amara o exaltara menos? Él levanta de la tumba al hombre Cristo Jesús, y Lo pone a Su propia diestra. No fue éste solamente un acto personal en honor de Cristo, sino que para los creyentes constituye la medida, en infinita gracia, de la aceptación que ahora es de ellos en virtud de Él. Todo el cielo quedó lleno de asombro, de maravilla, y de alabanza a la vista del Hombre, hecho un poco menor que los ángeles, tomado en la persona de Cristo más allá de los principados y potestades, para que se sentara en el trono de Dios. Y además el mismo Dios ha hecho Su ocupación, y Su delicia, a partir de aquel momento, el de mostrar Su valoración de aquel hombre que, frente al pecado, la muerte, Satanás, y el juicio divino, justificó todo Su carácter, y dio gloria a Su nombre al librar, sufriendo por ellos, de una manera total y concluyente a los culpables. Antes de esto, el hombre había sido el agente público que constantemente deshonraba a Dios. Nunca fue Dios tan dejado a un lado, insultado, provocado por ninguna de Sus criaturas, como por parte del hombre. Satanás, cuando dejó su primer estado, perdió de una vez por todas su lugar. Puede que hubiera todavía algún juicio más terrible esperándole; pero no había misericordia — ningún rayo de esperanza rasgó las tinieblas a las que el pecado había arrojado a un ángel caído. Pero ahora, después que el hombre hubiera preferido las tinieblas a la luz, después que este multivariado curso de rebelión en contra de Dios llegara a su fin, se hizo retroceder la marea en la muerte de Cristo, y Dios quedó obligado en virtud de Su obra — por así decirlo — a bendecir al hombre por la fe por medio de y en Cristo el Señor.
De ahí es la expresión en la que tanto abunda el Apóstol Pablo, “la justicia de Dios”. Si bien estaba ahora más demostrado que nunca que el hombre estaba perdido, Dios tenía ahora también una deuda que pagar. Como parte de Su pago de ella, Él pone al Señor Jesús como hombre a Su propia diestra; justifica libre y totalmente a cada creyente; y envía al Espíritu Santo a fin de que Él pueda ser el vínculo divino entre aquel bendito Hombre en la gloria y aquellos que creen en Él, aquellos mismos, incluso, que habían temblado ante el solo pensamiento de Su partida. ¡Qué cambio tenemos aquí! No solamente había ahora inteligencia espiritual, sino también poder. Pedro, que había negado al Señor, podía ahora adelantarse atrevidamente y decir: “Mas vosotros negásteis al Santo y al Justo”. Quedaron todos enmudecidos. La negación de él había sido totalmente quitada, y me atrevo a decir que con más gloria para el Señor que si nunca la hubiera pronunciado. Una fortaleza y un triunfo positivos brillaban ahora en su alma, un conocimiento no sólo de su propia debilidad e indignidad, sino de Dios, de la resurrección, y de Su gracia — un sentido de lo que Cristo era para él que estaba más allá de todo lo que había conocido antes. No digo que más allá de la gracia, fuera lo que fuera lo que Pedro había hecho; lo cierto es que había un inmenso poder en sus palabras. Ellos sabían bien lo que él había hecho, en público, en el patio del sumo sacerdote, y ello ante gente muy bien dispuesta a ver las fallas de un discípulo. Y con todo ello, aquel que había negado repetida y recientemente a su Señor fue, mediante la abundancia de la gracia, tan lleno de valor como para estar de pie y confrontarlos a todos ellos con la acusación de que ellos eran los que habían negado “al Santo y al Justo”. Su conciencia se hallaba purificada; no tenía más conciencia de pecado (Heb. 10): todo lo que pudiera acusarlo estaba borrado, todo lo que pudiera estar en contra de él ante Dios. Estaba justificado de todo.
Éste era solamente un fruto, precioso como era; y ¿de dónde crecía? Pedro había sido antes un creyente, y ya había nacido de nuevo: ¿Cuál era pues la fuente de este cambio? Era en parte la consecuencia de la gran salvación certificada en el poder del Espíritu de Dios venido del cielo, y así obrando en Pedro. Es indudable que hubo unos ejercicios morales previos en el alma, un profundo arrepentimiento de sus pecados, y la restauración de su alma; — pero más que esto vino a continuación: el don y el poder positivos del Espíritu. Es en este punto, aunque no solamente en éste, que la iglesia muestra su debilidad debido a la incredulidad. Para el creyente no se trata meramente de una cuestión negativa, sino de un poder presente real; como fue dicho de Timoteo — que precisó ser recordado del hecho — que no se trataba de un espíritu de temor el que había recibido, sino de poder, de amor, y de dominio propio.
Pero tenemos que volver a la gran verdad: el Señor Jesús, en Juan 14, 15 y 16 muestra qué era lo que iba a tomar el lugar de Su presencia personal sobre la tierra — un real Paráclito divino, Aquel a quien llamamos la tercera persona de la Trinidad. No obstante, no me entusiasma la expresión “segunda” o “tercera” persona; y por la siguiente razón, que tiende a introducir una subordinación en la deidad allí donde la Escritura no lo hace. Uno puede introducir razonamientos humanos en este tema, y hablar acerca de un hijo, y su subordinación al padre; pero ahí está lo que es tan peligroso, y de lo que, a mi manera de entender, el diablo ha sacado un gran provecho. Las Escrituras muestran que el Padre es Dios, que el Hijo es Dios, que el Espíritu Santo es Dios; que ellos son uno y todos igualmente Jehová. La subordinación en cuanto a la Deidad es solamente una manera de minar la propia Deidad del Hijo y del Espíritu. La noción de subordinación es solamente cierta cuando contemplamos el lugar de humanidad que el Hijo se dignó tomar, o el oficio que el bendito Espíritu Santo está ahora cumpliendo para la gloria del Hijo, así como el Hijo sirvió y reinará aun a la gloria de Dios el Padre.
Volviendo a nuestro tema, empero — el Señor Jesús nos dice que era conveniente que Él se fuera; — “Os conviene que Yo Me vaya; porque si no Me fuere, el Consolador no vendría a vosotros, mas si Me fuere, os Lo enviaré. Y cuando Él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en Mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no Me veréis más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado”. No es ahora el momento de buscar los detalles de este pasaje, sino su verdad general. Éste era el propósito doble del Espíritu Santo al venir aquí abajo. Él demuestra que el mundo está bajo pecado; que no hay justicia aquí, sino solamente en el Justo con el Padre; y que por lo que respecta al príncipe de este mundo, está juzgado la sentencia no está aun ejecutada, pero está juzgado. Había esperanza para el mundo con el judío; pero ahora, desde el punto de vista desde el que el Señor habla de Su propia partida y de la venida del Espíritu Santo, el mundo está evidentemente perdido, y el Espíritu está aquí solamente con la misión de reprobar. A continuación, este mismo Espíritu Santo guiaría a los discípulos a la verdad, tomando de las cosas de Cristo, y glorificándolo. Así, el Espíritu Santo tiene una doble relación — con el mundo, como sistema exterior y condenado; con los santos, a los que conduce, mostrándoles las cosas que han de ser, todas las cosas que pertenecen a Cristo y a Su gloria. Esta es la clara doctrina del Apóstol Juan con respecto al Espíritu.
De ahí pasamos a los Hechos de los Apóstoles: ¿Hay allí algo que, de hecho, se corresponda con las promesas de Dios? No hay necesidad de albergar ninguna duda. En el capítulo 1, los discípulos están con el Señor, entrando, aunque muy débilmente, en aquello que había llenado Su corazón antes de que Él se fuera. Estaban ellos todavía esperando el reino con grandes cosas para la tierra y para Israel. Cierto es que no habían caído tan bajo como los pensamientos incrédulos de la cristiandad gentil — esto es, ¡un milenio sin Cristo! — la vergüenza de aquellos que lo proclaman de una manera tan soberbia en la actualidad; pero con todo no se habían elevado mucho por encima de los pensamientos ordinarios de los judíos. No habían entrado todavía en la preciosa esperanza cristiana, y ello por esta sencilla razón: los pensamientos del cristiano son los pensamientos del cielo. Son las comunicaciones del Espíritu Santo que van en línea con el Padre, debido a que se centran en el Hijo y en Su gloria celestial. Es a esta comunión que somos introducidos; y verdaderamente no es meramente con los profetas y con sus benditas visiones de la gloria que ha de venir para la tierra, sino “con el Padre y con Su Hijo Jesucristo”. Pero, por lo que respecta a los discípulos en Hechos 1, el poder de entrar en estas cosas no estaba allí todavía, porque el Espíritu Santo no había venido aun personalmente; y a pesar de ello, no solamente tenían ya vida en aquel tiempo, sino además vida en resurrección. El Señor había soplado sobre ellos mismos aquel día en que Él resucitó, y les había dicho: “Recibid el Espíritu Santo”. Naturalmente, no se trataba del don del Consolador como tal, de Aquel que había sido prometido para tomar el lugar de Cristo sobre la tierra; sino más bien la comunicación por el Espíritu Santo de Su propia vida de resurrección. Por ello es, creo yo, que sopló sobre ellos: una clara alusión al soplo de Dios sobre Adán. En la antigüedad fue dado a Adán el soplo de la vida natural. Aquí estaba sobre la tierra Uno que era Señor y Dios (como Tomás reconocería algo después), y también el hombre resucitado o último Adán, el Espíritu vivificante. Por ello, Él comunica esta vida, como la vida tiene siempre que ser comunicada, por el Espíritu Santo; y por ello se dice, “Recibid el Espíritu Santo”. Pero por todo ello sabemos de Hechos 1 que el Espíritu, el Consolador, no había venido todavía. En verdad, debiéramos poderlo ver a partir de este simple hecho, que el Señor no se había ido todavía. “Si no me fuese, el Consolador no vendría”. Él fue visto de ellos allí; y les ordena, cuando estaban reunidos juntos, que no se fueran de Jerusalén, sino que allí esperaran la promesa del Padre. Fuera cual fuera, entonces, la bendición que habían recibido el día de la resurrección, no se trataba del cumplimiento de la promesa del Padre.
El siguiente capítulo nos muestra al Espíritu Santo actuando en la tierra en ausencia de Cristo; y esto de varias maneras. Registra la extraordinaria exhibición de la gracia divina en el don de lenguas que, sin eliminarla, sobreabundó frente a la confusión que el pecado del hombre y el juicio divino habían introducido en el mundo en las varias naciones, tribus y lenguas que han subsistido desde Babel hasta la actualidad. Ahora el Espíritu estaba actuando como heraldo de las nuevas de las maravillosas obras de la gracia de Dios hacia todos, así como éstas demostraban que allí donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia. Al mismo tiempo, no nos olvidemos de que las nuevas lenguas, aunque siendo el fruto magnífico de la operación del Espíritu, no son lo mismo que Su presencia; fueron ellas un efecto y una señal característica de un Señor crucificado, pero ahora exaltado, el testigo de la gracia del evangelio y de su testimonio universal en contraste con la ley, pero no lo mismo que el don del mismo Espíritu Santo. Esto es de suma importancia, debido a que la incredulidad de algunos ha ido tan lejos como para pensar y decir que, si las lenguas ya no existen, el Espíritu Santo está ausente. ¡Qué ceguera a la promesa del Salvador! ¡Qué rebajamiento de la presencia del Espíritu Santo! ¡Qué negación del cristianismo y de la iglesia! La verdad es que las lenguas, y los otros poderes con que el Espíritu se complació en obrar, eran tan solo prendas milagrosas que acompañaban a Su presencia, además de inaugurar el evangelio y la iglesia. Era todo ello un estado de cosas nuevas y carente de precedentes. Cuando el Hijo estaba en la tierra, los milagros siguieron Sus pasos y palabras, como correspondía, y siendo también el cumplimiento de la profecía. Habiendo venido otra persona divina, ¿no era apropiado que hubiera pruebas de ello, más especialmente al no tomar Él forma permanente, siendo así visible, como lo había hecho el Hijo de Dios? Era por ello más necesario que hubiera efectos y prendas palpables que atrajeran a la mente, y que hicieran que el corazón valorara lo que Dios es y lo que está haciendo, no solamente en lo que reveló el Hijo, sino en lo que testifica el Espíritu Santo presente en la tierra.
Ésta es la verdad cardinal sobre la que gira todo lo que hallamos en el gran cuerpo del Nuevo Testamento. Había ante los hombres, ahora, un hecho sin precedentes, totalmente desconocido para el mundo, si es que no sorprendió además incluso a aquellos mismos que habían sido instruidos del Señor para que lo esperaran — el hecho maravilloso de que el Espíritu Santo había descendido personalmente, dando a conocer Su presencia mediante una singular firma de un poder lleno de gracia, a fin de ser conocido y leído de todos los hombres. Consecuentemente, a todo lo largo de los Hechos de los Apóstoles tenemos una y otra vez el testimonio no sólo de Su acción y de sus resultados, sino la gloriosa verdad de que Él mismo estaba allí. Observemos la primera explosión del rencor religioso del mundo en el capítulo 4, y Su respuesta a ello en el versículo 31. Tomemos de nuevo el primer pecado y escándalo público, en el que Ananías y Safira fueron acusados sobre el mismo terreno de haber mentido no a los hombres, sino a Dios. Pero, ¿cómo quedó esto demostrado? Habían mentido al Espíritu Santo que estaba allí. La norma por la que fueron juzgados fue aquella persona a la que habían deshonrado, y que estaba en medio de ellos. Esta medida de pecado, dejadme añadir, es tan cierta individualmente como lo es en la iglesia. Por ello, en Efesios 4:30 no se trata meramente de que no se debiera transgredir este o aquel mandamiento, sino “No contristéis al Espíritu Santo, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”. Notémoslo bien.
Cuanto más se reflexione sobre esto, tanto más será sentida su inmensa importancia por parte de los hijos de Dios. Supongamos que estés en presencia de una persona a la que aprecias en grado sumo, y con cuya presencia te deleitas, ¿Acaso su llegada no afecta todas tus maneras y palabras en la misma proporción en que te des cuenta de, y ames su presencia? Puede que estemos con toda comodidad; pero, aun así, si una persona así está con nosotros, que atrae nuestro aprecio y estimación, tal influencia se siente en el acto por parte de todos, excepto por una piedra. En el acto una piensa en aquello que complacerá a la otra persona; de una forma muy pertinente uno teme herirla; el corazón está alerta y activo, y es un gozo hacer aquello que complacerá a los que amamos. Y así, en virtud de la redención, está aquí el Espíritu Santo, debido a que por lo que respecta a cada creyente ha sido quitado todo lo que era ofensivo para Dios; y el santo se mantiene en justicia divina ante Dios — ha llegado a ser esta misma justicia en Cristo. Ciertamente, ¿Cómo pudiera el Espíritu Santo mantenerse apartado? Él tiene que tener Su parte cuando aquello que era del máximo valor para Dios y el hombre fue llevado a cabo. Si el Padre llevaba a cabo Sus intenciones en y mediante el Hijo, ¿podía acaso el Espíritu Santo estar ausente o inactivo? Y ahora Dios ha hecho la mayor de Sus obras — la obra expiatoria de Cristo. Por tanto, allí donde se halla la sangre del sacrificio aceptado, el Espíritu Santo no solamente puede obrar, sino que debe morar. Si Cristo, por Su propia sangre, ha entrado de una vez por todas en el Santísimo, habiendo hecho una redención eterna, el Espíritu Santo ha venido a habitar para siempre con nosotros. Todo pende de esto, y todo es medido por esto. Consecuentemente, el libro de Los Hechos es mucho más de los hechos del Espíritu Santo que de los apóstoles, aunque estos fueran vasos importantes de Su poder, bien que no ellos solamente. Hemos visto que, cuando se trata de una cuestión de pecado, Él juzga por Su presencia y actúa sobre este terreno. Hemos visto que, cuando estuvieron en peligro de ser alarmados por las amenazas de los hombres, el Espíritu dio una alentadora evidencia de Su poderosa presencia. No se trataba meramente de Pedro, ni de Juan, ni de nadie más; sino que el lugar en que estaban tembló. ¿Cuya presencia era ésta, o en quién, en particular? Era la presencia del Espíritu Santo, no meramente en este o en aquel individuo, sino en la asamblea de Dios. Más que esto, el Espíritu de Dios, en el capítulo 13 de los Hechos, asume un papel activo, y envía a Pablo y a Bernabé. “Apartadme”, dice Él, “a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado”. “Ellos, entonces, enviados por el Espíritu Santo, descendieron”. Me refiero ahora a este caso para evidenciar que no se trata de una cuestión de milagros, de lenguas, ni de poderes, sino de una persona divina real, que era el principal agente presente en la iglesia de Dios; y que esta presencia personal del Espíritu en el hombre era una cosa nueva, sin precedentes en el plan y en los caminos de Dios. (Comparar también Hechos 8:29, 39; 15:28; 16:7; 20:23; 21:11.)
Llegamos ahora a las Epístolas, y dejamos a un lado los pasajes que atestiguan de la presencia del Espíritu Santo en el individuo. Con toda la importancia que esto tiene, no se trata ahora del tema que estamos estudiando, sino de Su presencia en la iglesia. Por ello tenemos que omitir la Epístola a los Romanos, que se ocupa de nuestra relación individual con Dios, por la sencilla razón de que allí somos considerados como Sus hijos. Somos sacados del lugar de la ira, hechos hijos de Dios, y si hijos, entonces herederos: el Espíritu Santo da el espíritu de adopción, y llena el corazón de esperanzas de la herencia que ha de seguir. Pero en las Epístolas a los Corintios, tenemos no meramente el estado del hombre y la revelación de la justicia divina, con sus consecuencias en pecadores y en santos, como en Romanos, sino la iglesia de Dios, en un doloroso estado de pecado, vergüenza, y desorden, pero a pesar de todo todavía la iglesia de Dios. Consecuentemente, se exhibe la doctrina del Espíritu Santo como morando allí en su contexto capital. El pasaje que leemos (1 Co. 12:1-13) desarrolla Su acción en la iglesia. ¿Qué hay que pueda ser más claro? Tenemos aquí al Espíritu Santo contemplado como una persona real presente y obrando en dones de signo externo, indudablemente, así como en caminos de edificación. Pero, sea cual fuere la forma de Su acción, la gran verdad es que Él estaba allí y obrando en los muchos miembros de la asamblea de Dios. La cuestión aquí es, ¿se trataba todo esto de una exhibición temporal, o era Su presencia perpetua el sustentante de todo ello? Lo que aquí leemos, ¿queda confinado a una asamblea local particular y a una época especial ya pasada, o hay algo para nosotros, para la iglesia de Dios en general, para esta y todas las épocas? La respuesta no puede ser dudosa, si nos hallamos sujetos a la Palabra de Dios. Es evidente que en Juan 14 el Señor había establecido, en contraste a Su propia ausencia temporal, que el Espíritu de verdad tenía que morar para siempre con Sus discípulos.
Pero, además, la Primera Epístola a los Corintios tiene una introducción en la que el Espíritu Santo le da la aplicación de mayor alcance. El segundo versículo del primer capítulo leemos así: “A la iglesia de Dios que está en Corinto, es decir, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, juntamente con todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y el nuestro” (V.M.). Esto no se dice en la Segunda Epístola: ciertamente, no tengo conocimiento de que haya nada similar a esto en todo el Nuevo Testamento. ¿Tenemos que suponer que se trata de un error? Que no haya nadie que sea culpable de tal opinión ni dicho. Espero que no haya aquí ningún alma que no denunciara tal postura como un pecado contra Dios. ¡Un error en la Palabra de Dios! Por el contrario, me parece que se trata de una sabiduría y bondad especial del Espíritu, que previó la incredulidad de la cristiandad; era que el Espíritu de Dios sabía que esta Epístola sería tratada como si fuera de interpretación restringida, como si perteneciera a un tiempo y a un lugar ya pasados, como si no se aplicara a aquellos que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo “Señor de ellos y el nuestro”. Contra tal cosa nos previene Él en el mismo umbral de la Epístola, y hace que tal objeción sea resistirse de la manera más clara a la Palabra de Dios. Así, deja de tratarse de una cuestión de opiniones. Dios ha hablado y ha escrito a fin de que Le creamos a Él; y esta epístola amplia su alcance a propósito, de manera que la incredulidad con respecto a la perpetuidad de la acción del Espíritu Santo en la asamblea, en tanto que Él y Su acción estén aquí, fuera tratada como pecado, como un rechazo positivo de la llana Palabra de Dios. ¿No es acaso la incredulidad lo que nulifica y se opone a la presencia personal del Espíritu Santo en la iglesia?
No afirmamos en absoluto que el Espíritu Santo obre necesariamente en las mismas formas que en la antigüedad, y menos aún con la misma medida de poder. En la segunda parte del Nuevo Testamento no leemos mucho acerca de milagros muy poco — y menos y menos según va transcurriendo el tiempo. Podemos comprender que, en la inauguración de unos nuevos tratos de parte de Dios, hubiera, en Su bondad, una operación y exhibición maravillosa de estos grandes poderes a fin de despertar la atención incluso de los hombres negligentes. Pero al quedar establecida la verdad de Su presencia, y al irse registrando por escrito, de manera gradual, las nuevas comunicaciones de Dios, y al haber de esta manera ya no meramente la evidencia de prendas externas, sino una Escritura positiva confiada a la responsabilidad humana, podemos ver fácilmente que ya no eran tan precisas las pruebas externas, y que el Espíritu de Dios (contristado, como sabemos, por mucho de lo que se hallaba en aquellos que profesaban el nombre de Cristo) pudiera retirar gradualmente, no Su presencia, sino, la manifestación de señales poderosas, y rehusar poner un adorno externo a aquello que deshonraba al Señor Jesús.
Es cierto y evidente, por lo menos cuando llegamos a las iglesias de Apocalipsis, que ya no vemos ni oímos más de los poderes de la edad por venir. No tengo duda alguna de que se trataba de la sabiduría de Dios al ordenar así las cosas, en vista del estado de cosas que se estaba introduciendo con tanta rapidez. Creo que podemos discernir fácilmente, mediante consideraciones espirituales, por qué no hubiera sido apropiado para la gloria de Dios la continuación de aquellos poderes milagrosos. Supongamos, por ejemplo, que Dios fuera ahora a obrar de forma milagrosa, ¿no es evidente que tiene que ser de una entre dos maneras? O bien Él tiene que obrar allí donde el nombre de Cristo es predicado y conocido algo; ¿y cuál sería la consecuencia de ello? Milagros en Roma, milagros en Canterbury, milagros entre los Presbiterianos, Independientes, Wesleyanos, Bautistas, Paidobautistas, Calvinistas, Arminianos, Luteranos: ¡la iglesia Griega y todas las sectas y denominaciones de la cristiandad tendrían sus milagros! Puede haber quienes gozarían ante el espectáculo, pero no les envidio. Cada uno de los aquí presentes, espero yo, sentiría profundamente la anomalía de un sello tan externo y patente sobre tal masa de confusión. Por otra parte, supongamos que Dios se dignara decir que Él no podría dar estas prendas de Su poder y gloria allí donde la iglesia se hallara en tal desorden y rebelión, sino que tenía que señalar a — ¿a quién diremos? No puede ser, no debiera ser: Dios no quiera que ninguno de nosotros lo desee, tal como están las cosas.
Pero imaginemos por un momento que el Señor contempla a hijos de Dios reunidos en algún lugar, y que dice: “Veo dónde Mi pueblo está sometido a Mi Palabra; y allí donde Yo halle a dos o tres aquí y allá reunidos a Mi nombre, allí obraré milagros”. ¿Cuál sería la consecuencia? ¡No sabríamos cómo comportarnos! Tan débiles somos, tan necios, tan aptos para llenarnos de vanidad, incluso ahora ante el hecho de una continua debilidad, así como del odio y desprecio del que se nos hace objeto, que no sabríamos como contenernos si tuviéramos estas exhibiciones del poder divino. Además ¡qué desaire para aquellos a los que nosotros reconocemos como verdaderos miembros de Cristo, y tan ciertamente resididos por el Espíritu como cualquiera de nosotros!
Estoy entonces persuadido de que en esto hay una gracia y sabiduría perfectas en los caminos de Dios. Él ya no obra más de esta forma. Pero aquí está la verdad sobre la que me apoyo esta noche: el Espíritu Santo fue dado, no meramente como una exhibición de poder sobre la tierra sino, si puedo expresarlo así, a la vez como signo y sustancia del valor que le da Dios a la cruz. Dios el Padre dio al Espíritu Santo como el sello de aquella redención que es siempre inmutablemente perfecta e infinitamente eficaz. Me atrevo a decir, y lo digo con toda reverencia, que, si el Espíritu Santo fuera quitado ahora del más pobre y débil de Sus santos sobre la tierra, no sería esto una deshonra tan grande para este santo como para el Hijo de Dios y Su obra de expiación. Virtualmente, sería lo mismo que decir que la ruina de la iglesia ha hecho que la sangre de Cristo sea de menos valor; pero, ¿confirmará Dios jamás una mentira? Y aquí se halla el baluarte de la fe — en esto podemos estar confiados — no solamente en que el Señor Jesús ha expresado las intenciones y la mente de Dios, sino que a través de Su gracia podemos, y debemos, entrar según esta medida en su base, razón, carácter, y propósito, además de su significado.
Todo esto podemos, mediante la fe, apreciarlo y disfrutarlo, porque Él nos lo ha explicado. ¿Para qué, pues, se nos da la Palabra de Dios, si no para que comprendamos Su mente, sintamos Su amor, y estemos seguros de Su verdad, sabiduría y bondad? De ahí estamos conscientes de que Dios, al enviar al Espíritu para que more para siempre sea cual fuere la triste condición de los creyentes, ya individual o colectivamente, no dio una mera prenda de Su aprobación de ellos, sino más bien las adecuadas arras de Su deleite en la obra personal de Su amado Hijo. El Espíritu Santo, como sabemos, descendió sobre Cristo, sin derramamiento de sangre, cuando Él estaba sobre la tierra, debido a que Él fue siempre sin pecado, tan perfecto aquí moralmente como lo era y es en el cielo, no menos absolutamente santo como hombre que como Dios. Naturalmente, no se olvida que tenía todavía que ser hecho perfecto en otro sentido, al llegar a ser capitán y autor de nuestra salvación, y ser consagrado como celestial sacerdote. Está claro que había una obra a hacer, y que había un lugar oficial de la gloria a asumir; pero nada añadió ni podía añadir a Su perfección moral. Por ello, insisto, Él podía recibir, y recibió, al Espíritu Santo por Sí mismo como hombre, sin sangre. Pero cuando Cristo ascendió a lo alto, recibió del Padre la promesa del Espíritu Santo. ¡Qué asombroso consuelo, confianza, y descanso debiera darnos esto! Si el Espíritu Santo nos hubiera sido dado directamente a nosotros, bien podríamos pensar que, si no nos comportábamos como debíamos, pudiera haber una revocación. Podemos comprender a un alma perturbada por tal tipo de pensamientos; pero, gracias a Dios, el Padre Le dio el Espíritu Santo por segunda vez a Cristo. Cuando Él ascendió a lo alto, recibió del Padre la promesa del Espíritu Santo, y derramó aquello que fue visto y oído en Pentecostés. Así, el don se da enteramente en virtud de Cristo, después que Él quitara nuestros pecados y que lo recibiera como consecuencia. Aquí tenemos en esto la base más cierta y segura sobre la que descansa ante Dios la perpetuidad de la presencia del Espíritu Santo en el creyente y en la iglesia — Su amor a Cristo, y Su valoración de la obra de Cristo por nosotros, para no hablar de Su palabra inmutable.
Y ahora pasemos, antes de terminar, a una breve exposición práctica. Tendremos otras aplicaciones y resultados de ellas en conferencias posteriores, a fin de no alargarnos demasiado ahora. Si hay una persona divina sobre la tierra que está ahora individualmente en cada santo, y con todos ellos como la iglesia de Dios, pregunto yo, ¿puede esto considerarse de importancia secundaria? ¿Se trata de algo que pueda ponerse de lado con el fin de no perturbarse uno mismo o a los demás? ¿Pueden los hombres que piensan de tal manera, y que así hablan y actúan, creer en la realidad de la presencia personal del Espíritu y de Su operación presente de acuerdo con las Escrituras? ¿Saben ellos que el Espíritu Santo está realmente en la iglesia sobre la tierra? No estoy ahora, naturalmente, aludiendo a Su gloria divina mediante la que llena todas las cosas, porque esto siempre es verdadero — tan verdadero antes de que Cristo viniera como lo ha sido después, e igualmente cierto de todas las personas en la Trinidad. Pero así como el Hijo descendió del cielo y fue aquí un hombre durante unos treinta o más años sobre la tierra, pero ahora se ha ido realmente, así ahora el Espíritu Santo ha descendido personalmente para morar con nosotros y en nosotros de una manera tal que era desconocida anteriormente, excepto solamente en Cristo. El Espíritu Santo, digo, ha descendido para estar con nosotros personalmente; y así como Cristo fue el único verdadero templo de Dios, así ahora la iglesia es el templo de Dios; porque estas dos verdades se enseñan en la Palabra de Dios. Pero si se cree que esto es cierto, si se recibe como la verdad de Dios, ¿qué hay que pueda compararse con ello en importancia en cuanto a hecho presente práctico, así como privilegio, para el santo y para la iglesia? Por ello la responsabilidad de los cristianos, si la aplicamos a las reuniones de ellos, es que las asambleas debieran ser gobernadas por la verdad de que el Espíritu Santo está allí.
Pero, ¿cómo obra el Espíritu Santo cuando se Le reconoce como presente? Esto ya ha recibido respuesta, si tan solo en el pasaje de las Escrituras que ya hemos leído. Él distribuye, o reparte, a cada uno en particular como Él quiere. Entonces, ¿no ha de ser reconocida Su presencia? ¿No se ha de respetar Su actuación? ¿Qué es lo que hallamos, si examinamos el aspecto actual de la cristiandad mediante la Palabra de Dios? Lejos esté de mí desear perturbar a nadie innecesariamente, ni es mi deseo el de intentar provocar controversia; pero hay unas verdades que manifiestamente no admiten componendas: en verdad, toda verdad divina rechaza un manejo tan indigno como el de las componendas. Entonces, quisiera preguntar, ¿cómo están nuestras almas en cuanto al sentimiento, a la fe, a la adhesión que le damos a esta verdad, tan vital para la iglesia, tan esencial para darle la verdadera honra al Espíritu Santo y al mismo Señor? ¿Dudas tú que la iglesia de Dios se halle en desorden? ¿Dónde está el cristiano serio que no lo reconozca, en mayor o en menor grado? ¿Es que hay algún hombre espiritual que quisiera mantener que el estado presente de la iglesia se corresponde con lo que leemos en el Nuevo Testamento? ¿No tengo que tomar conciencia de este hecho y humillarme ante Dios por mi propio pecado, y por el de la iglesia, en este asunto tan serio? ¿No tengo que tratar de estar allí donde se reconoce la presencia del Espíritu Santo? No importa donde haya yo estado en mi ignorancia; indudablemente, he estado allí donde no había siquiera la sombra de reconocer Su presencia ni Su acción según las Escrituras; me puedo haber unido a otros orando a Dios para que derramara de nuevo el Espíritu Santo, como si Él no hubiera ya venido y no estuviera ya en la iglesia de Dios. ¿Y llamaréis a esta oración un reconocimiento espiritual de Su presencia? ¿Qué hay que se pueda concebir como un rechazo más evidente o más decidido de la verdad de que el Espíritu Santo está aquí? Si se orara que el Espíritu de Dios no fuera contristado, o que los santos puedan ser llenos de Él, esto sería acorde con las Escrituras. ¿Qué hubiera significado si un discípulo, en presencia de Jesús, hubiera orado al Padre que enviara a Su Hijo? — ¿Qué suscitara al Mesías cuando el Mesías estaba ya allí? ¿No es éste el espíritu del mundo, que no puede recibir al Espíritu, debido a que ni Le ve, ni Le conoce? Pero nosotros Le conocemos — o por lo menos debiéramos conocerlo. Bien, si sabemos que Él está aquí, ¿se trata de una cosa sin importancia el que nosotros seamos sujetos a Su operación en la iglesia? Es en vano decir, “reconozco la verdad de Su presencia;” y mucho peor, si no estoy sujeto a las Escrituras, que no nos dejan ninguna duda acerca de cómo actúa Él para la gloria de Cristo. Las meras palabras no son suficientes: Dios espera fidelidad de nuestra parte, sujeción a Su Palabra, y un reconocimiento práctico de la presencia del Espíritu Santo.
Nos reunimos, y puede que seamos muy pocos: ¿Con qué recursos contamos? Somos débiles e ignorantes, pero tenemos a Uno en medio de nosotros que conoce todas las cosas, y es la fuente de todo poder. ¿Estamos satisfechos con Él? ¿Podemos confiar en Él frente a peligros y dificultades? ¿Por qué es tan débil la iglesia? ¿Por qué hay una falta tan grande de poder y gozo, paz y consuelo entre los hijos de Dios? ¿Podemos asombrarnos de ello? De lo que más bien me asombro es de la misericordia y de la asombrosa paciencia de Dios, bendiciendo como lo hace a pesar de tanta incredulidad. ¿Creéis de veras que puede tratarse de una cosa de nula importancia para Dios? ¿Acaso no demanda Él mi adhesión sin vacilar a Su voluntad, mi apropiado reconocimiento de la presencia de Su Espíritu y de Su libre acción? ¿Y qué acerca de inclinaron ante el gran hecho actual, el hecho de que, en virtud de la redención, y en honor del Señor Jesús, el Espíritu Santo se halla aquí personalmente en la iglesia sobre la tierra? Esto pone al alma a prueba; en verdad, me parece a mí la mayor prueba para los cristianos. Cristo, naturalmente, sigue siendo la piedra de toque práctica para todo y para todas las personas; pero, con todo, si Él es conocido y si mi alma Le da valor como el camino, la verdad, y la vida, ¿Acaso no le es de Su incumbencia que mis caminos en la iglesia de Dios estén sobre la base que Él me ha dado — la fe en la presencia del Espíritu Santo? ¿No se trata acaso de la verdad que el mismo Dios presupone como el alma misma, la fuente de energía, de la iglesia?
Esto no toca, en el más mínimo grado, la obra de Dios mediante los individuos. Él envía a uno a que predique el evangelio a todo el mundo, suscita a otro a edificar a los hijos de Dios. Es otra rama de la verdad; y me refiero a ella ahora solamente para mostrar que, cuando luchamos por la inalienable obligación que la iglesia tiene que reconocer la presencia del Espíritu Santo, tal verdad no se interfiere en lo más mínimo con la acción individual del Espíritu Santo en el ministerio. Reconociendo esto en todo su valor, importancia e integridad, quisiera poner esta pregunta ante la conciencia de todos los que me oyen: ¿Dónde se halla una asamblea de los santos de Dios, que se reúna, y en la que Su Espíritu quede en perfecta libertad de acción a fin de que Él pueda emplear a quienes Él quiera como vasos de Su poder? ¿Hay aquí algunos cristianos que nunca se hallen de esta manera en la única asamblea que sanciona la Palabra de Dios? Si los hay, tan solo puedo decir, Sopesad estas palabras con oración, y preguntad a vuestra alma el qué de todo esto. ¡Vosotros, que sois miembros de la asamblea de Dios, y a pesar de ello no conocéis esta asamblea reunida conforme a las Escrituras, ni la acción del Espíritu Santo propia en ella! ¡Vosotros, miembros del cuerpo de Cristo, y a pesar de ello nunca se Le permite al Espíritu Santo que os utilice, a vosotros o a otros miembros de este cuerpo, para la gloria de Cristo y la edificación de vuestros hermanos! Si es así, ¿A qué se debe? ¿Por qué debierais seguir así?
Es de reconocerse que se hallan aquí unas cuestiones muy serias, y muchos obstáculos; y estoy cierto que debiéramos orar mucho por aquellos que se hallan así perturbados y abrumados. No vayamos a disfrazarles lo que cuesta en este mundo ser fieles al Señor y a la Palabra inerrante de Dios. No está bien en nadie (¡y que el Señor nos libre bien lejos de ello!) tomarse a la ligera o fríamente a aquellos que se hallan en medio de esta intensa prueba: puede que algunos de nosotros hayamos sentido su amargura. ¿Qué deseamos para los hijos de Dios? Nada menos que su liberación, sí, la liberación de cada uno de ellos. ¿No pertenecen al cuerpo todos los santos que descansan sobre la redención de Cristo? ¿No los ha puesto Dios como Le ha placido a Él en Su iglesia? Y nosotros, ¿qué es lo que estamos haciendo? ¿Nos estamos reuniendo juntos para mejorar la acción del Espíritu Santo en la Iglesia de Dios? Dios no quiera: más bien es para honrar al Señor en la certeza de que Él se halla en medio de nosotros. Nuestra única razón, si es que tenemos alguna razón divina en absoluto, para reunirnos en el nombre del Señor Jesús, es que ésta es Su propia voluntad y forma de hacer; es para complacerle. Y si se ha hecho teniendo que pagar un precio, Dios bendice esto en gran manera, y lo bendice también para la conformación del espíritu en la misma magnitud que el ejercicio de la fe: si no es así, hay entonces algo que no está bien con nuestras almas. Entonces, ¿me estoy aferrando, como centro de mi acción eclesial, a la presencia del Espíritu Santo? Si no, no tengo el centro de Dios para tal acción, y me hallo todavía bajo el dominio de la tradición en una u otra forma; continuando bien en lo que mi padre continuaba, o bien algo que va mejor con mi forma de pensar. Pero, ¿dónde está Dios en todo esto?
Se nos puede insultar, como todos bien sabemos, tratándonos de fanáticos y exclusivistas. ¿Acaso estos censores nuestros han sopesado lo que estas palabras significan? Yo llamo fanatismo a toda adhesión irrazonable, sin una base divina sólida, a la propia doctrina particular de uno, o a la propia práctica, en desafío a todos los demás. Dejad que pregunte, ¿se trata de fanatismo abandonar las asociaciones que uno más ama, debido a la Palabra de Dios, y a fin de hacer Su voluntad? ¿Es exclusivismo abandonar sectas, una y todas, a fin de reunirme siempre allí donde pueda encontrarme con santos conforme a la Palabra, y en dependencia del Espíritu Santo, reunido al nombre de Cristo? No estoy asumiendo esto para nadie que no reconozca las Escrituras como la verdad inmutable de Dios; pero os pregunto a vosotros que sí las reconocéis: ¿vais a permitiros el apartaron del terreno conocido como divino, sea cual fuera la prueba adentro, o la tentación afuera? Con frecuencia hay relaciones de otro tipo que crean dificultades. Los amigos pueden pediros que vayáis aquí o allá por lo menos una vez; y parece difícil rehusar, especialmente en tanto que ellos no comprenden la fuerza de una convicción divina, que ellos mismos no tienen. Es posible que tú les invites a venir contigo, y que declines ir con ellos. ¿No parece esto orgulloso y falto de fraternidad? Bien, puede que les parezca singular, pero debiera ser perfectamente llano para ti; puede que haya una verdadera humildad, y también amor, por mucho que la crasa ignorancia lo cuente como orgullo y falta de amabilidad. Imaginemos un clérigo piadoso, o un no conformista, que haga esta clara pregunta: “¿Cómo es que vosotros, que tenéis tanta libertad y gozo en recibir a cristianos en el nombre de Cristo, no venís conmigo a mi iglesia o capilla?” La respuesta es: “Bajo tus propios principios, como cristiano protestante, tú puedes venir aquí con una buena conciencia, sabiendo nosotros que el sencillo deseo sea el de estar sujeto al Señor y a Su Palabra, en la unidad de Su cuerpo, y en la libertad de Su Espíritu. De cierto que tú reconoces que no es pecado el reunirnos como nosotros lo hacemos, conforme a las Escrituras, y por ello tú puedes reunirte con nosotros. Pero yo, por mi parte, me hallo convencido de que es contra las Escrituras abandonar el terreno escritural para tomar el del Anglicanismo o el del no-conformismo, y por ello no se trata de falta de amor, sino de temor de pecar que me guarda de ir con vosotros, que no pretendéis estar reuniéndoos sobre la base de la asamblea de Dios”. Evidentemente sería un fanático, o algo peor, el que me demandara, o esperara de mí, que me uniera a él en contra de mi convicción positiva de que al hacerlo estaría pecando en contra de Dios. El pecado es el cumplimiento por parte del hombre de su propia voluntad, o de la voluntad de otro, que no sea la de Dios. Si uno me pide que me aparte de lo que conozco ser la voluntad de Dios, será, naturalmente, un pecado de mi parte al acceder. No se trata solamente de que una cosa sea en sí misma pecaminosa, sino que sería más especialmente un pecado en mí, debido a que yo sé, si otro lo ignora, que es una infidelidad a la operación del Espíritu en la iglesia.
No os conmováis, entonces, por los reproches, como tampoco por los argumentos halagadores. Porque no hay un verdadero amor, excepto en el contexto de la obediencia a Dios (1 Jn. 5:2, 3). Nunca os apartéis de lo que creéis ser Su voluntad. Puede que entraréis al principio poco familiarizados con la verdad, o con las solemnes responsabilidades que ella implica; quizás fue sobre esta razón que algunos os convirtierais aquí: Pero ahora, ¿qué de vosotros? ¿Habéis estado escudriñando la Palabra de Dios para descubrir Su mente y voluntad? ¿Veis que la presencia y acción del Espíritu Santo en la asamblea es la verdad de Dios? ¿No queda perfectamente claro y seguro que Dios ha enviado a Su Espíritu Santo, y que esta verdad tiene que ser reconocida y vivida por vosotros y por todos los cristianos? Esta verdad no la podéis negar; sabéis muy bien que es de Dios; puede que no le deis tanto valor como debierais (¿quién lo hace?) pero éste es ya otro tema. Quiera el Señor que todos nosotros le demos más y más valor.
Escudriñad las Escrituras, examinad la Palabra de Dios para vuestras propias almas; mediante esto obtendremos una verdadera inteligencia espiritual, pero esto solamente en obediencia, y no desearíamos que fuera de otra manera. La inteligencia que se consigue en desobediencia me parece peligrosa e indigna de confianza; aprender la verdad, paso a paso y viviéndola, es un camino más feliz y santo, y de fe más sencilla también. Al mismo tiempo que le damos valor a la inteligencia, tenemos que recordar que hay algo todavía más importante — la sencilla sujeción a la voluntad de Dios, incluso si parecemos carecer de inteligencia en cuanto a mucho de ella. “El principio de la sabiduría es el temor de Jehová”. Este pasaje no ha perdido vigencia; y creo que tal es el camino divino, y por lo tanto el mejor, como principio. Hay bendición en un crecimiento gradual en la verdad de Dios, sobre todo mirándole a Él a fin de ir andando en aquello que conocemos.
Ahora, ruego al Señor que las grandes verdades del “un cuerpo” y del “un Espíritu”, que hemos tenido ante nosotros, sean apremiadas en nuestros corazones por Su propio poder; de forma que nosotros que las conocemos podamos ser alentados y confirmados, y que aquellos que las desconocen puedan ser enseñados por Él mismo acerca de ellas.

3ª Conf. - La asamblea y el ministerio: 1 Corintios 14

Los dos temas que han de ocupar ahora nuestra atención pueden parecer a primera vista bastante divergentes; pero, en realidad, por mucho que parezcan divergentes, ambos surgen de Cristo. Los dos se hallan basados en Su obra, como un hecho cumplido; se derivan de Él en Su lugar actual exaltado a la diestra de Dios; están establecidos con el objeto expreso de magnificar al Señor Jesucristo, así como son llamados en una forma muy directa a estar bajo Su Señorío. Y este último punto es de una importancia inmensa. Porque, sea cual fuere el poder del Espíritu Santo en el ministerio, sean cuales fueran los privilegios de la asamblea, todavía el Señorío de Jesucristo es una verdad de carácter ciertamente elemental en la mente de Dios, pero de una importancia inmensa para la obra práctica del Espíritu de Dios, tanto en los miembros individuales, que son Sus siervos, como en la asamblea, el cuerpo del cual Él es la Cabeza. De ello podemos en el acto llegar a ver que, sean cuales fueren las diferentes líneas que bien el ministerio o la asamblea puedan tomar, con todo ello surgen ellas de una fuente común, y Dios tiene la intención de que ambas cosas se sujeten y sean el medio de exaltación del mismo Señor Jesucristo. Será mi ocupación esta noche la de dirigir nuestra atención al testimonio que tenemos en la Palabra de Dios en cuanto a estos dos temas, a fin de mostrar, hasta allí donde permita el tiempo, en qué difieren; en qué también los une un principio común; y por encima de todo el fin común que tienen, así como también la responsabilidad consiguiente del cristiano.
Primero de todo, en cuanto a la asamblea, podemos ser más breves, ya que ya hemos tenido ante nosotros el “un cuerpo”, así como el “un Espíritu”. Pero os puedo dirigir a unos cuantos pasajes que demuestran lo que acabo de adelantar, que la asamblea de Dios se halla basada sobre la obra acabada de Cristo, y Su exaltación a la gloria celestial.
Adelantemos que la palabra iglesia tiene el mismo significado que la palabra asamblea; por ello la palabra “asamblea” se utiliza a menudo, a fin de evitar malos entendidos. Pudieran suscitarse muchas cuestiones en cuanto al significado de la palabra “iglesia”: a duras penas es posible crear dificultades con la palabra “asamblea”. Y el hecho es que la iglesia es la asamblea. Asamblea es la palabra castellana adecuada, en lugar de “iglesia”, que ha venido a ser castellanizada, indudablemente, a partir de la palabra griega ecclesia que hallamos en el Nuevo Testamento, pero que con frecuencia sirve de vehículo a nociones no solamente imprecisas, sino incluso opuestas para mentes diferentes.
Ahora, en Los Hechos de los Apóstoles, comparado con Mateo 16, hallamos una clara luz. El Señor, en un punto muy crítico de Sus tratos con los discípulos, informa a Pedro más particularmente, pero de hecho a todos Sus seguidores, que Él iba a edificar Su asamblea. “Sobre esta roca”, dice Él, “edificaré Mi iglesia”. La razón de ello es que la incredulidad del pueblo judío quedaba completada, después de haberles dado la prueba divina más plena, tanto mediante milagros y señales, como en profecías cumplidas, y por encima de todo en el poder moral que siempre Le rodeaba — una corona de gloria más brillante que ningún milagro ni profecía. Pero cuando el Señor hubo agotado, por así decirlo, todos los medios que incluso Su bondad y sabiduría podían sugerir en dependencia a la voluntad de Dios el Padre, y cuando el resultado de Su paciente gracia fue que la incredulidad y el escarnio contra el verdadero Mesías se hicieron más y más patentes, haciéndose más mortífero el espíritu de hostilidad contra Él en su carácter, Él lleva todo a un punto de decisión preguntando quién decían los hombres que Él era. La respuesta mostró la total incertidumbre de Israel; que la única certidumbre era que los hombres, los mejores y los más sabios entre ellos, hablando humanamente, aquellos que Le habían visto más, estaban totalmente equivocados. Él apela entonces, no a un grande, sino a uno que tenía un corazón fiel — a Simón, el hijo de Jonás; y de sus labios sale la confesión por la cual el Señor mismo le pronunció bendito — bendito debido a que no era por sangre ni por carne, con su total debilidad y oposición a Dios. Era el Padre que estaba en el cielo quien había revelado a su alma esta gloriosa verdad, que debajo de aquella forma despreciada — aquel proscrito — el Nazareno era no solamente el Cristo, sino además el Hijo del Dios viviente. El Señor Jesucristo de inmediato acepta esta confesión y dice, con referencia especial a su última parte — que no era meramente el Mesías o Cristo, sino el Hijo del Dios viviente: “Sobre esta roca edificaré Mi iglesia”.
El Mesías, en vergüenza y humillación, era una piedra de tropiezo para Israel; pero el Hijo de Dios confesado era la roca sobre la que se edifica la iglesia. Esta era una confesión más plena y más profunda — y ciertamente nueva en toda su plenitud, y así tratada por el Señor. No solamente que, como sabemos, Cristo era el Hijo del Dios viviente desde toda la eternidad; sino que por vez primera unos labios humanos Le confesaban en este aspecto, y ello por un corazón enseñado por Dios el Padre. Entonces, el Señor Jesús, también por primera vez, intima que sobre esta confesión iba a ser edificada Su iglesia; y de inmediato les prohíbe proclamar que Él era el Cristo, mostrando que no se trataba ahora de una cuestión de ser recibido y de reinar como Mesías. Iba a ser rechazado, y a sufrir. De ahí, por Su rechazo de parte del pueblo, pero en base del reconocimiento de Su mayor gloria por parte del remanente representado por Pedro, tenemos Sus sufrimientos y muerte anunciados en el acto. Esto es lo que abrió la puerta para la nueva obra de Dios — la iglesia que iba a ser edificada sobre la confesión de Jesucristo “el Hijo del Dios viviente”.
Consiguientemente, pronto viene a continuación que el Señor muere en la cruz, y que es proclamado Hijo de Dios con poder por la resurrección de entre los muertos, y después glorificado, y, a su tiempo, enviando al Espíritu Santo del cielo. El segundo capítulo de Los Hechos de los Apóstoles, que muestra la presencia del Espíritu Santo, nos da por vez primera a la asamblea como un hecho existente en la tierra. Esto es digno de toda mención. El Señor, en Mateo 16, había hablado de Su asamblea como algo que tenía que ser todavía edificado: “Sobre esta roca edificaré Mi iglesia”. Pero ahora en Hechos 2 hallamos que la iglesia está en el proceso de ser edificada; como se dice al final del capítulo: “Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos”.
Esta es una lección muy importante, y llena de resultados de gran peso. Demuestra que la iglesia no significa meramente personas salvadas, o en proceso de ser salvadas. La salvación era una cosa que existía ya antes de la asamblea. El Señor tomó a los que tenían que ser salvos, y los introdujo en la iglesia. Si no hubiera habido asamblea en la que introducirlos, esto no hubiera anulado el hecho de que aquellos eran de los “que tenían que ser salvos”.
¿Cuál es el significado de “los que tenían que ser salvos”? Significa aquellos en Israel destinados a salvación — aquellos judíos a los que la gracia estaba contemplando y obrando con sus almas. En la inminente disolución del sistema judío Dios se reservaba para Sí mismo un remanente según la elección de la gracia. Siempre existió este remanente, que una época de decadencia y de ruina servía meramente para definir. Así, durante la época de la vida del Señor, los discípulos eran el remanente, o “aquellos que tenían que ser salvos”. Todos aquellos que iban pronto a confesar a Jesús como Mesías por el Espíritu Santo eran “aquellos que habían de ser salvos;” pero no había todavía tal cosa como la iglesia a la que ser añadidos. Ahora, en la época a la que se refiere Hechos 2, la asamblea o iglesia existía ya, a la cual ellos podían ser añadidos. Coincidiendo con la presencia del Espíritu Santo, tenemos a la iglesia; y esto concuerda con 1 Co. 12:13, donde se dice que “por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo;” esto es, la formación del cuerpo depende del bautismo del Espíritu. Hechos 1 muestra que el bautismo del Espíritu no había tenido lugar todavía; Hechos 2 muestra que ya había tenido lugar; e inmediatamente se hace evidente el hecho de que la iglesia estaba allí como una cosa que realmente se hallaba sobre la tierra, a la cual “los que habían de ser salvos” iban siendo añadidos por el Señor. Esto es, el Señor tenía ahora una casa sobre la tierra. Las piedras estaban allí antes — piedras vivas, pero estaban separadas; no había ninguna edificación de Dios en este sentido aquí abajo.
Ahora, el Señor actúa según Sus palabras: “Sobre esta roca edificaré Mi Iglesia”. Él reúne las piedras vivas; las construye en una sola casa — la casa de Dios, y esto no meramente por la fe, sino por el Espíritu Santo enviado del cielo. Sabemos que, antes de que fueran introducidos en la iglesia, había ciento veinte personas que son así expresamente mencionadas en Hechos 1. Ellos también eran de “los que habían de ser salvos”. Y no tengo duda alguna de que había un número considerablemente mayor de los que eran hermanos. Así, en 1 Co. 15:6 oímos hablar de “más de quinientos hermanos” que vieron al Señor después de Su resurrección. Por ello, queda evidente que había bastantes creyentes en la tierra de Israel. Los “ciento veinte” eran aquellos que, durante o después de la crucifixión, vivían en Jerusalén. Pero, fuera cual fuera la cantidad de los hermanos a lo largo y ancho de la tierra, o de personas en Jerusalén, no había aun tal cosa como “la iglesia”, la asamblea de Dios, hasta que el Espíritu Santo fue enviado a dar unidad — a formarlos en una corporación que ahora existe, sea que uno la contemple como casa de Dios, o como cuerpo de Cristo. Hay diferencias muy importantes relacionadas con estas facetas de la asamblea; pero siempre es la presencia del Espíritu Santo que la hace bien el cuerpo de Cristo, bien el templo de Dios. En 1 Corintios se habla de ella como constituida por el Espíritu Santo, presente y operando en ella; allí recibe también el nombre de cuerpo de Cristo, como vemos del pasaje de las Escrituras al que acabamos de remitirnos: “Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo”.
Es evidente que esto es extremadamente importante, debido a que lo que la gente piensa y habla acerca de la “iglesia invisible” — aunque las Escrituras nunca utilizan esta expresión — existía ya sustancialmente antes de “la iglesia” y, de hecho, fue a este estado invisible de cosas al que se estaba poniendo un punto final, cuando se formó la iglesia. En los tiempos del Antiguo Testamento, como todos sabemos, había una nación que Dios tenía en cuenta, y a la que llamaba Su pueblo, en medio de la cual había creyentes aislados, como es indudable que había otros creyentes entre los gentiles. Así, por ejemplo, tenemos a Job en los días remotos; y de vez en cuando, a través de las Escrituras, hallamos a uno u otro gentil que evidentemente manifestaban la posesión de la vida divina, y esperando al Redentor, afuera de los límites de Israel. Con todo esto, no había tal cosa como “la iglesia” — ninguna reunión de los creyentes esparcidos en uno, hasta la muerte de Cristo. Los hijos de Dios habían estado esparcidos, pero entonces fueron reunidos en uno. A partir de ahora los discípulos en Israel no estaban solamente destinados a la salvación, sino además reunidos en uno sobre la tierra. Ésta es la iglesia. La asamblea supone necesariamente una reunión de los santos en un solo cuerpo, separado del resto de la humanidad. No había un cuerpo así antes de ello. Por lo tanto, hablar de “la iglesia” en los tiempos del judaísmo, o en épocas anteriores, es un error redondo. La mezcla de creyentes con sus compatriotas no creyentes (esto es, lo que recibe el nombre de “iglesia invisible”) fue la cosa misma a la que el Señor estaba poniendo punto final — no iniciando — cuando Él “añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos”.
El error frecuente acerca de este asunto es que la suma de aquellos que son salvos compone la iglesia. Pero lo contrario es lo que se evidencia de este pasaje y de muchos otros. Hasta este tiempo, “los que habían de ser salvos” no se hallaban en la iglesia. Ahora el Señor los toma y añade, reuniéndolos, día a día, formando un cuerpo reunido. Así, es bien evidente que “la asamblea” es una cosa, y ser salvo es otra. Cierto que la salvación es cosa cierta de aquellos que están y pertenecen en la iglesia. El Señor no deja a “los que habían de ser salvos” en sus antiguas asociaciones, sino que gradualmente los edifica juntos en la iglesia. Pero las dos ideas son tan totalmente distintas que, a través de todo el Nuevo Testamento, existían ya antes aquellos que “habían de ser salvos”, y a pesar de ello no había ninguna “iglesia de Dios” en el sentido que estamos ahora deduciendo de las Escrituras. Es indudable que había la asamblea de Israel, y ésta recibe el nombre de “la congregación de Jehová” — la “asamblea”, si se quiere, de Jehová; pero se trataba meramente de la nación, de la masa entera del pueblo judío. Fue de esta nación que se tomó el primer núcleo de “la iglesia;” y, habiendo acabado de descender el Espíritu Santo sobre aquellos que estaban ya allí, el Señor toma a los otros que fueron convertidos en Pentecostés o después, y los añade al cuerpo existente — la iglesia ahora en curso de formación. Por ello, es evidente que el primer estado, el del pacto antiguo, que estaba ahora listo para desaparecer, se corresponde con lo que la gente quiere decir cuando habla de “una iglesia visible e invisible”. Llamarían ellos a la nación judía la iglesia visible, y “los que habían de ser salvos” en medio de ella, la iglesia invisible. Bien, que hablen así, si quieren; pero todo lo que afirmo ahora es que, por lo que respecta a lo que el Nuevo Testamento llama “la iglesia de Dios”, este tipo de pensamiento y de lenguaje queda condenado por las afirmaciones claras y positivas de la Palabra de Dios. No hablaría de una manera tan decidida si las Escrituras dejaran la más mínima sombra de duda sobre este punto. Pero si la Palabra de Dios es expresa, me parece que es algo criminal por parte del creyente hablar dudosamente. No solamente no está haciendo todo lo que debiera hacer, sino que está en realidad dando su apoyo al espíritu de incredulidad que hay en el mundo. Le debemos a nuestro Dios el ser firmes allí donde Su Palabra es llana; Le debemos el no admitir componendas, así como el serle obedientes. Si la Palabra de Dios es así de explicita, que ahora por primera vez tenemos a “la iglesia”, formada por el bautismo del Espíritu Santo concedido a los creyentes, y que aquellos que estaban destinados a salvación, “los que habían de ser salvos”, fueron sacados de Israel y añadidos a la asamblea, entonces digo yo que la iglesia, en el sentido que el Nuevo Testamento da a la palabra, nunca existió ni pudo existir antes — que empezó a existir allí y entonces que consiste de personas salvadas tomadas de los judíos primeramente, y después de los gentiles, como sabemos, pero siendo ambos llevados al solo cuerpo existente sobre la tierra. Aquel cuerpo es, y recibe el nombre de, la iglesia, o asamblea de Dios.
A su debido tiempo el Señor empezó a extender la obra. Así, en Hechos 8, hallamos a Samaria recibiendo el evangelio, y que el Espíritu Santo fue a continuación dado a los creyentes. Tenemos después al eunuco etíope llevado al conocimiento de Cristo. Después es convertido el gran Apóstol de los gentiles a fin de llegar a ser el testigo más apropiado de la gracia, así como de la iglesia — una con Cristo en el cielo: como ciertamente en Colosenses 1 Se muestra él no solamente como ministro del evangelio, sino del cuerpo de Cristo. Sólo que trata de ella como el cuerpo de Cristo.
También, de pasada, quisiera señalar que Hechos 9:31 Tiene su sentido dañado, por decir poco, en el texto griego común y en la versión castellana. “Entonces las iglesias tenían paz”, leemos, “por toda Judea, Galilea y Samaria; y eran edificadas, andando en el temor del Señor, y se acrecentaban, fortalecidas por el Espíritu Santo”. Pero las mejores copias y las versiones más antiguas dan “la iglesia”, no “las iglesias”. Admito plenamente que había iglesias en estos distritos; pero no hay nada peculiar en ello. Pero lo que el Espíritu Santo, estoy persuadido, escribió en este pasaje, es “la iglesia”. Ciertamente, las mentes quedaron confundidas bien tempranamente. La idea de la iglesia como una sociedad subsistiendo unida sobre la tierra queda fácilmente perdida de vista, particularmente cuando contemplamos distintos distritos y países, tales como Judea, Galilea y Samaria. La verdadera lectura de este pasaje nos devuelve en el acto a la unidad sustancial que pertenecía a la iglesia, o asamblea de Dios, aquí abajo. Pudiera haber tantas o cuantas asambleas a través de Judea, y Samaria, y Galilea, pero se trataba de la iglesia. Admito que oímos hablar a menudo de las iglesias de Judea, y de otros países, como por ejemplo de Galacia. Nadie pone en duda el hecho de muchas asambleas diferentes en estas tierras diferentes. Pero hay también otra verdad que no ha sido vista por la gran masa de los hijos de Dios — no solamente que Dios estableciera un cuerpo que no existía anteriormente, sino que allí donde pudieran existir asambleas, era todo ello la asamblea. No solamente constituyó Él la iglesia sobre la tierra, susceptible de crecimiento diario, sino que en tanto que extendía la obra, en tanto que Él formaba nuevas asambleas en este o en aquel distrito o país, era no obstante una y la misma iglesia fuera donde fuera que estuviera. Este pasaje, leído rectamente, aporta una poderosa prueba de ello; y ahora justamente añadiré que las mejores autoridades textuales no dejan duda alguna en mi mente acerca de ello. La palabra iglesias suplantó a la palabra iglesia en época ya muy temprana; y ello puede deberse a que muy tempranamente los copistas, como las otras personas, empezaran a perder de vista la unidad que Dios estaba estableciendo entre Sus hijos sobre la tierra. Es mucho más natural concebir simplemente distintas iglesias, que asimilar la preciosa verdad de la iglesia allí donde ésta se encuentre sobre la faz de la tierra. Esto puede haber conducido a asimilar la verdadera frase a otra frase, más familiar, especialmente cuando el sentido de la unidad decayera y desapareciera.
Del relato histórico en Los Hechos de los Apóstoles, pasemos a la instrucción que el resto del Nuevo Testamento ofrece con respecto a la asamblea. En primer lugar, el Señor, en Mateo 18, había establecido el espíritu en que tenía que actuar la asamblea en asuntos personales, empezando con uno de sus miembros. Él había mostrado allí que el espíritu legal está totalmente fuera de lugar. Les señaló de la forma más hermosa como Él mismo era el Hijo del hombre que vino “a buscar y a salvar lo que se había perdido” — no meramente que Él era el Pastor de Israel, reuniendo a Su propio pueblo, sino que Él había venido en búsqueda de los perdidos, en la gracia pura, simple y plena de Dios. Tomemos un caso que Él sabía podía suceder en la asamblea que Él iba a erigir — el caso de un hermano pecando contra otro: ¿Cuál tenía que ser la pauta? No la ley, ni la naturaleza, sino la gracia. La justicia del hombre diría: “El hombre que ha hecho lo malo tiene que venir, y humillarse”. “No”, dice la gracia, “ve a buscarle”. “¡Qué! ¿Buscar al hombre que me ha hecho este mal?” “Sí, es exactamente lo que el Señor ha hecho”. Esto es, el Señor pone Su gracia propia como la pauta, y la energía, y el poder que han de gobernar al individuo, y naturalmente también ser el aliento vital de la asamblea. Por ello, leemos así: “Si tu hermano peca contra ti, vé y repréndele estando tú y él solos”. Aquel que ha sido ofendido llega a ser en gracia la parte activa. Va, y ¿con qué propósito? Para decirle a su hermano en qué ha sido ofendido. ¡Qué llamamiento a la abnegación entregada del amor! Y si su hermano le oye, él ha “ganado a su hermano”. ¡Que alabanza, de parte del mismo Señor! Sería ciertamente una tristeza grande que el ofensor se extraviara todavía más. Así es que el amor, el amor divino, se reproduce en aquellos a los que el Señor no se avergüenza de llamar hermanos. Los llama a ser testigos, no del siervo por quien fue dada la ley, sino de Sí mismo, que estaba lleno de gracia y de verdad. Por ello, así, la gracia es una influencia enérgica que está a la obra; pero la verdad no se deja a un lado ni por un momento. Aun menos puede el cristiano entretener aquella soberbia de corazón que diría, “Bien, él ha actuado mal; yo estoy por encima de ello, y no lo tomaré en cuenta”. Esto constituiría un espíritu de duro olvido de Cristo y de Su gracia, así como de la indiferencia del mundo acerca del hermano de uno. Nada de ello es permitido en las palabras del Salvador. Otra vez, el principio legal, por correcto que sea en sí mismo, de tratar al hombre como el hombre se merezca, queda enteramente excluido. La gracia divina, tal como esta se ve en la persona y en la misión del Salvador de los perdidos, obra en el alma si seguimos Su voz. Bien sabemos cuán fácilmente esto pudiera dejarse en el olvido, y cómo el corazón pudiera empezar a razonar: “Debido a que él es mi hermano, es aún menos excusable — debiera tener más conocimiento”. Es indudable que hay razón en esto: Debiera haber tenido más conocimiento; pero si no ha sido así, uno puede por lo menos tener el sentimiento de cuál es su lugar y privilegio. “Ve y repréndele”, etc. Así, el Señor no establece una ley para que el culpable rehaga sus malos pasos, sino que llama al hombre que está en su derecho para que vaya, no en el espíritu de vindicación, sino en el de gracia, para ganar al que está equivocado; y si este último atiende a la llamada, el primero se ha ganado a su hermano. Si el ofensor rehúsa escuchar, el asunto tiene que ser expuesto delante de otros. “Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra”. Habría, por decirlo así, una acción combinada de la gracia actuando sobre el alma del ofensor, a fin de que éste no pueda resistirse más. Ya es bastante malo rechazar a uno: ¿Podrá rechazar a otro o a dos más? Bien, pero ¿qué pasa si rehúsa escucharlos a ellos, qué entonces? Toda la iglesia escucha y habla; todos los objetos y testigos de la gracia divina que se hallen en aquel lugar se ocupan atentamente del ofensor. ¿Puede rechazar a la iglesia? Si lo hace, “tenle por gentil y publicano”.
Hermanos, ¿qué sentencia hay que sea más terrible que la sentencia arrojada sobre el rechazo de la gracia y de la verdad? Y en ello se ve el triste error que se hace frecuentemente cuando se habla del amor, pero me temo que con poco aprecio de él. Tiene que haber un amor en actos y en verdad de Cristo mismo, para empezar y dedicarse a una obra como ésta. Pero observemos, la misma delicia en someterse a Cristo que puede hacer que uno persista en ir tras un ofensor personal de tal manera, no como cumpliendo con un deber, sino con un deseo ferviente de ganarle — este mismo espíritu de fe le considera, si se muestra refractario, como “gentil y publicano”. Puede que se trate realmente de una persona convertida; pero el que rechaza la gracia de Cristo brotando así conforme a la verdad no tiene que ser ya más considerado como un hermano. No importa que sea o no sea verdaderamente un hermano delante de Dios, él está rechazando al Señor, por así decirlo, en aquellos que le representan en la tierra en Su asamblea. “Tenle por gentil y publicano”.
Ésta es, así, la lección permanente y de peso que el Señor nos da antes de que la asamblea llegara a existir; pero no nos quedamos tan solo con estas preparaciones preliminares del Señor. En 1 Corintios, y más particularmente en el capítulo que hemos leído, aparece un relato muy completo de la manera en la que el Señor ordena la asamblea. Antes de llamar vuestra atención a ocuparse en ello, dejad que me refiera ante todo al capítulo 12, donde empieza el tema de las manifestaciones espirituales. Allí halláis al Espíritu Santo en operación activa. Se halla obrando en los varios miembros de la asamblea de Dios. Porque “hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo. Pero a cada uno le es dada manifestación del Espíritu para provecho. Porque a éste le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe por el mismo Espíritu; y a otro, dones de sanidades por el mismo Espíritu” — etc. Pero si tenemos aquí una actuación espiritual en la asamblea, observemos que el tema empieza con pruebas que deciden entre los espíritus que no son de Dios, y el Espíritu Santo. No se trata de establecer quiénes son cristianos y quiénes no, sino de discriminar entre lo que es del Espíritu Santo y lo que es de espíritus que se hallan opuestos a Él — los instrumentos del enemigo.
¿Y cuáles pueden ser estas pruebas? “Nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús; y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo”. Así, el Santo Espíritu de Dios nunca trataría a Cristo en Su propia Persona, o relación con Dios, como bajo maldición. Ésta es una prueba muy simple y solemne, y debiera ser sopesada por nosotros creo que puedo decir, amados hermanos, especialmente por nosotros. Porque en nuestros días se ha puesto en marcha un esfuerzo de lo más audaz por parte del diablo. ¿Acaso no ha habido hombres que se han atrevido a afirmar que el Señor Jesús, en Su propia relación con Dios como hombre sobre la tierra, se hallaba bajo la maldición de la ley quebrantada? ¿Que Él se hallaba bajo los efectos, entre Su propia alma y Dios, de la distancia entre el hombre y Dios? En el acto discernimos cuál es este espíritu. “Nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús”. Por otra parte, “Nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo”. Cuando hay un espíritu malo obrando, puede pronunciar muchas cosas que están muy bien; puede aparentar exaltar a Cristo y a Sus siervos, como vemos en los Evangelios y en Los Hechos de los Apóstoles; pero nunca reconoce a Jesús como Señor. Es la marca segura de un espíritu malo el rebajar a Jesús, al ponerle, de una u otra manera, bajo la maldición por Sí mismo. No estoy hablando ahora del hecho de que Él tomara aquel lugar, por gracia, en la cruz, sino en cuanto a Su propio lugar como hombre ante Dios, aparte de la expiación. La pretensión puede ser la de que así se incrementa Su simpatía hacia nosotros, o para magnificar Su triunfo ante las dificultades, y Su salida de ellas; pero nadie que hable por el Espíritu Santo dice que Jesús sea maldito. Tenemos entonces la contraprueba, que aquellos que reconocen el Señorío de Jesús le reconocen en el poder del Espíritu Santo. No se trata con esto de la salvación de las almas, sino de un medio de detectar qué forma de espíritu está en acción en la iglesia. Es la piedra de toque escritural para descubrir a aquellos que están bajo el poder de un mal espíritu, y de aquellos que hablan por el Espíritu Santo. Lo que es del Espíritu Santo exalta realmente a Cristo, y Le da Su lugar debido como Señor. El espíritu de error trata igual de ciertamente el rebajar a Su persona y frustrar Su obra.
El Espíritu Santo mantiene invariablemente dos cosas — la gloria de Cristo en cuanto a Su persona, y el Señorío de Cristo en cuanto a Su lugar: El uno apropiado para Su obra, el otro fluyendo de ella. Ahora, esto prepara en el acto el camino para la verdad importante y práctica que el gran objeto de la asamblea de Dios es el reconocimiento de Cristo como Señor. Por ello, no quedamos en el acto afrontando la siguiente cuestión: ¿Ha dado el Señor pautas a Su iglesia, o nos ha dejado a nosotros mismos? ¿Acaso no tenemos unos principios directores para la manera en que la asamblea de Dios se ha de conducir en este mundo?
¿Se halla la iglesia totalmente abandonada, por así decirlo, a sus instintos espirituales? ¿Tiene que ser moldeada por la época o país particular en que los santos puedan hallarse? Espero que nadie aquí presente concuerde con unos pensamientos tan meramente pertenecientes a la naturaleza como estos. ¡Qué! ¡La asamblea cristiana dependiente de una época o de un país! ¿Pueden los que así especulan o actúan creer realmente que la iglesia de Dios es después de todo una criatura del mundo; que Dios la ha dejado, como huérfana, para que sea una cosa aquí y otra allá? Instituciones de este tipo pudieran ser buenas o malas iglesias del hombre, pero ciertamente uno se queda sorprendido que puedan establecer ninguna pretensión de ser la iglesia de Dios. Es de la máxima importancia, entonces, que todos los creyentes, desde el más sencillo, tengan una comprensión de lo que está tan claro y patente en las Escrituras, y que se aferren a ello, que si hay algo que Dios aprecie en gran manera sobre la tierra, esto es Su iglesia; que si hay algo que Dios está celoso sobremanera en mantener en ella, es la gloria de Cristo; y que no es todavía en el mundo, sino en los hijos de Dios, que el mismo Dios está ahora activo por Su Espíritu, con el propósito de glorificar a Cristo. Pero, como es de costumbre en Sus caminos, todo lo que es establecido sobre la tierra es siempre probado primeramente aquí, y es después puesto en manos de Cristo, mediante Quien estos propósitos son llevados sin fallo alguno a la práctica. Hoy es el día de la prueba. Cuando vuelva Jesús, no habrá ya más prueba a este respecto. La iglesia entrará entonces en el lugar debido que le es reservado en el propósito de Dios. La hora de nuestra responsabilidad habrá llegado a su término. Pero ahora es el tiempo en el que los hijos de Dios son puestos a prueba.
Señalemos, además, que uno de los objetos de la Primera Epístola a los Corintios es el de mostrar que su iglesia era una iglesia de niños, una asamblea de personas ya no reunida aparte del mundo, y por ello con una gran ignorancia práctica. Les vemos asaltados por males que en estos días no constituirían normalmente una prueba entre los hijos de Dios. Evidentemente, había un estado muy bajo de pensamiento y sentimientos morales, y, en un caso por lo menos, una bajeza tan grande de conducta externa que ni se oía de tal cosa entre los gentiles. Parecería que el diablo se había tomado unos esfuerzos denodados para tomarse provecho de la feliz libertad de estos recientes cristianos. Se olvidaron totalmente acerca de la carne, al estar tan ocupados con el poder del Espíritu. No parecen haber reflexionado sobre los peligros de la carne. No andaban en juicio propio. Tenemos que recordar que ellos poseían pocas de las Escrituras del Nuevo Testamento todavía, y que el Apóstol no les había estado enseñando durante mucho tiempo. Naturalmente, después hubo una gran ganancia a través de su misma caída por la instrucción que el Espíritu Santo dio de ella a otros y, podemos tener la esperanza, a ellos mismos. Pero la epístola muestra con claridad que la infantil iglesia de Corinto tenía la responsabilidad de iglesia de Dios. Es la única a la que se dirigen expresamente estas palabras: “a la iglesia de Dios”. En esta época no había allí apóstoles ni parece tampoco que ancianos; pero tendré más adelante oportunidad de ocuparme más de este tema. No obstante, no había escasez de personas con dones; pero se debe señalar que el orden espiritual no se consigue mediante tales manifestaciones de poder, sino mediante la sujeción a Cristo como Señor. No es suficiente ser enriquecido en toda profecía y conocimiento. Pocas iglesias tenían dones más abundantes que la asamblea en Corinto. No obstante, se trataba de un espectáculo de lo más desordenado; y la razón era que estaban ejercitando estos poderes sin referencia a la voluntad del Señor ni a Su gloria, y, por ello, lo hacían para los propios fines de ellos. Se estaban complaciendo a sí mismos — exaltándose a sí mismos. En la exuberancia de su nuevo nacimiento, estaban dando rienda suelta a toda la energía espiritual que les había sido concedida, y la consecuencia es que hubo la necesidad especial de devolverles a los caminos de Dios.
Sea cual fuere el poder del Espíritu mediante y en los hombres sobre la tierra, debiera quedar siempre sometido a Cristo el Señor. Los corintios no comprendían esto, y se les tiene que recordar desde el mismo principio del capítulo 1 “los que [...] invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro”. Así, a todo lo largo de esta epístola encontraremos que se da un gran énfasis a que Él es Señor. Lo tenemos aquí en referencia a la concesión y al carácter de estos dones. Así, tenemos de nuevo en el capítulo 14 el ejercicio de estos dones regulado en la asamblea. La iglesia se reúne en un lugar; allí los santos se reúnen como asamblea de Dios. ¿Hablaban ellos en una lengua? Era en vano que argumentasen que fuera indudablemente el Espíritu de Dios el que les capacitara para hablar así. De nuevo tenemos que no se suscita ninguna cuestión en cuanto a la cualidad del tema pronunciado en la lengua desconocida: podía ser algo totalmente verdadero, sano, y bueno; pero el Señor proscribe todo aquello que no edifica a la asamblea. Como norma general, en ausencia de uno que pudiera interpretar, el ejercicio de estas lenguas queda prohibido en la asamblea.
Éste es un tema de una importancia máxima con respecto a la práctica de los dones en la asamblea. No importa cuán verdaderamente una persona posea un poder que le venga del Espíritu Santo, no tiene que usarlo siempre; y más aún, tiene que usarlo siempre en obediencia a Cristo. Se establecen unas ciertas normas a las que se tiene que someter. El Apóstol toma en particular la profecía, debido a que se trataba de la forma más elevada de actuar sobre la conciencia; así como al mencionar los varios dones, sitúa (cap. 12:28) a los diversos géneros de lenguas en último lugar. Así reprendió la vanidad de los corintios; porque lo que ellos tenían en más el Apóstol lo reduce al último lugar.
“A unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros, después los que sanan, los que ayudan, los que administran, los que tienen don de lenguas”. A continuación, después de la más maravillosa consideración del amor en el capítulo 13 (y ¡cuán necesaria en estos asuntos!) pasa al ejercicio debido de los dones en la asamblea en el capítulo 14. “Si, pues, toda la iglesia se reune en un solo lugar, y todos hablan en lenguas, y entran indoctos o incrédulos, ¿no dirán que estáis locos? Pero si todos profetizan, y entra algún incrédulo o indocto, por todos es convencido, por todos es juzgado; lo oculto de su corazón se hace manifiesto; y así, postrándose sobre el rostro, adorará a Dios, declarando que verdaderamente Dios está entre vosotros”. Obsérvese el peso del principio sobre el que insiste aquí el Apóstol. Dios ha formado la iglesia, la asamblea, como un testimonio a Cristo sobre la tierra — un testimonio de Su Señorío. La consecuencia de ello es que, todo aquello que fuera a dar un testimonio falso, o incluso vanaglorioso, todo aquello que impulsara a los hombres a decir, “Están locos”, queda prohibido, no importa lo verdaderamente que el poder, así mal utilizado, pudiera en sí mismo ser de Dios. El don de lenguas, por ejemplo, era evidentemente del Espíritu Santo, y no de la naturaleza; pero su utilización estaba sujeto a unas pautas divinas, como vemos aquí. Y esto tiene un amplio alcance: ciertamente, mantengo que éste es el gran criterio que cada cristiano tiene que aplicar tanto para su propia conducta como para juzgar la de otros. Pero, cuando hablamos de juzgar lo que otros hacen o dicen, ¿es acaso necesario añadir que nos conviene sopesarlo todo humildemente y en amor, completamente conscientes de que no estemos pensando en nosotros mismos, sino en la gloria del Señor? Pero si digo que estamos siempre obligados a pensar en la gloria del Señor; y que, por ello, no importa bajo cuáles circunstancias, no importa dónde, somos responsables de juzgar en sujeción a Él.
Contra lo que algunos puedan suponer, profetizar, aquí, evidentemente, no se refiere a predecir; ni tampoco, como otros dicen, a la mera predicación. Hay una buena cantidad de predicación que no constituye profecía. En realidad, se podría decir que la predicación del evangelio nunca es, considerándolo estrictamente, profecía; porque esto último es aquel carácter de enseñanza que deja a la conciencia desnuda ante la presencia de Dios, y que así acerca al hombre y a Dios, si puedo a aventurarme a expresarlo así. Así, esto es lo que el Apóstol contrasta con el ejercicio de una lengua. La lengua quedaba prohibida, si no había intérprete; y ello por la llana razón de que de otra manera la iglesia no sería edificada. El objeto de todo lo que allí se hace tiene que ser “para edificación”. Por ello, todo lo que no edifique no es adecuado para la asamblea de Dios, y no debiera ser permitido allí. Puede que la intención sea buena; puede ser, por lo que respecta a poder, del Espíritu Santo; pero todo lo que no sea inteligible, y que no posea el carácter de edificar a los santos de Dios, no es adecuado para la asamblea. Estas cosas pueden estar muy bien afuera de la asamblea; y además era su lugar adecuado, como testimonio a los incrédulos. Pero no tenían lugar en la asamblea, si su ejercicio no tendía a la instrucción, edificación, y consolación de la asamblea; y no podían ser para la edificación de la asamblea, a no ser que hubiera uno que tuviera el don de la interpretación de lenguas y que pudiera, así, darles la interpretación para la edificación de los santos de Dios en la gracia y verdad que vinieron por Jesucristo.
Ésta es, pues, la pauta por la que todo se ha de regir. “Si habla alguno en lengua extraña, sea esto por dos, o a los más tres, y por turno; y uno interprete. Y si no hay intérprete, calle en la iglesia, y hable para sí mismo y para Dios”. Pero supongamos que sois profetas; supongamos que podéis hablar para edificación de esta forma poderosa: “Los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen”. Aquí, el Apóstol toma el ejemplo de los profetas en contraste a las lenguas; porque todo lo que el profeta decía, lo decía con el propósito expreso de edificar. En tanto que así admite que están en la primera línea de importancia en los dones de edificación, se afirma con todo esta importante salvaguarda que no debían de hablar más de dos o tres en la misma ocasión. Es indudable que tenían que hablar uno después del otro; tenían que hablar en orden; sujetos mutuamente unos a otros, pero no más de dos o tres. ¿Y por qué así? Porque no se tendería a la misma edificación que constituía el gran objeto de la profecía; sería excederse, siendo más de lo que los santos podrían asimilar; y por ello estos son los límites que se definen. Queda concedido que los profetas constituyen el carácter más elevado de la instrucción cristiana; pero solamente tenían que hablar dos o tres, y los otros tenían que juzgar.
“Y si algo le fuere revelado a otro que estuviere sentado, calle el primero”. Pudiera haber entonces aquello que ya no existe más en la actualidad, como tampoco el hablar en lenguas: esto es, revelaciones. Esto se tiene que mantener cuidadosamente en mente. La verdad de Dios puede ser expuesta, de la forma más poderosa, haciendo el Espíritu Santo que actúe sobre la conciencia, a fin de que ahora, como entonces, se pueda introducir la más firme convicción, en un incrédulo que pueda entrar, de que Dios está ahí. No dudo que todo esto es perfectamente posible, y puede suceder ahora en cualquier momento; ¡Y quisiera Dios que así fuera siempre! Pero esto es algo totalmente distinto de una revelación. Dios puede utilizar la instrucción cristiana de un carácter poderoso, teniendo ésta su base en la Palabra escrita, como testimonio de Su propia presencia entre Sus hijos en la tierra. Pero no puede ahora esperarse ninguna nueva revelación. El Apóstol estaba instruyendo a estos santos antes de que el canon de las Escrituras quedara terminado. No toda la verdad de Dios estaba entonces registrada por escrito; y por ello me parece que es un hecho que, según el orden de Dios, hubieran podido entonces haber revelaciones positivas, en tanto que mucha parte de la palabra de Dios quedaba aun por escribir. En tanto que pretender en la actualidad la recepción de revelaciones constituiría una acusación contra la perfección de las Escrituras, y no tengo duda alguna de que ello demostraría pronto no ser nada más que el fraude o la necedad del hombre, y una trampa del diablo. Sea cual fuere el poder del Espíritu de Dios obrando en la actualidad, tiene que ser mediante el uso de la verdad ya revelada — verdad ya en las Escrituras. No se trata de algo añadido a lo que Dios ha dado, sino de la utilización poderosa, en manos del Espíritu de Dios, de aquello que ya ha sido entregado, permanentemente, para la ayuda de la iglesia en su peregrinaje a través de este mundo. Puede haber una recuperación de lo que ha quedado escondido debido a la infidelidad de los santos; pero está allí. Una nueva verdad, revelada ahora por vez primera, sería algo incompatible con las Escrituras como el libro completo de Dios.
Si tenemos ciertas cosas, incluso en este capítulo, que se refieren claramente a lo que estaba entonces en existencia y que ahora ya no, podría una persona sencilla, deseosa de comprender la Palabra de Dios, hacer la siguiente pregunta: “Por qué mantiene entonces que este capítulo tiene como misión la regulación de la asamblea en la actualidad? Está claro que no tiene ahora estas lenguas, y que no puede haber ninguna revelación de nuevas verdades. Si hay tales modificaciones, ¿por qué contiende que este capítulo constituye la regla permanente de Dios para Su asamblea?” La respuesta es bastante sencilla. De necesidad el Espíritu de Dios reguló lo que estaba allí ante Él; pero entonces el gran objetivo de toda la instrucción no lo constituyen los poderes milagrosos ni otras actuaciones transitorias, que tuvieron existencia evidentemente para el objeto especial del testimonio en los días tempranos del cristianismo. Ninguna de estas cosas forma el centro de estos capítulos. ¿Qué es lo que lo hace? LA PRESENCIA DEL ESPÍRITU SANTO. Es a este punto que tiene que ir toda consideración seria y argumentación sobria de este tema.
¿Tenemos todavía este uno y mismo Espíritu? ¿Podemos contar con Su presencia? ¿Creemos que se digna Él de actuar incluso en la actualidad en la asamblea? Muchos son los que, día tras día, dicen: “Creo en el Espíritu Santo;” pero, ¿prueban ellos su fe por sus obras? Quisiera preguntaros, y quisiera preguntarle a cada santo de Dios, ¿Crees en la presencia real del Espíritu Santo como una persona divina, que está con la iglesia, que está en los santos, que está ahí expresamente para dirigir a la asamblea conforme a la palabra del Señor, y para mantener el Señorío de Cristo ahí? Si tenemos al Espíritu Santo; si Él está en y con los santos todavía; si ésta es una verdad segura, y no depende para su prueba de ninguna parte particular de las Escrituras donde se hable de milagros ni de señales, sino que queda claramente establecida donde estos no tienen lugar alguno; si se ha prometido que Él estaría con nosotros para siempre, entonces pregunto, ¿cómo actúa Él? ¿Se atreverá la incredulidad a hacer del Espíritu nada mejor que un ídolo mudo? Permitidme que os haga una o dos preguntas: ¿Ha abandonado el Espíritu Santo la palabra del Señor como Su única norma de nuestra práctica, así como de nuestra fe? ¿O es que se trata de que hay hombres que introducen razones ingeniosamente preparadas para evitar sujetarse a esta Palabra? ¿Pero es posible que haya hijos de Dios que se puedan contentar con ningunas razones para desobedecer? ¡Ay!, no es ninguna falta de caridad hablar de esta manera. Ellos pueden dedicarse a citar de continuo, “Hágase todo para edificación”, y “hágase todo decentemente y con orden”. Pero, ¿reflexionan ellos alguna vez que ni siquiera los corintios habían violado de tal manera el orden de la asamblea de Dios, con sus exhibiciones inconvenientes, como lo hacen ellos de día en día mediante una rutina que ellos mismos se han montado (fija o no), que no se parece en nada a la forma, como tampoco incorpora al espíritu, del orden divino? Éste es, por un lado, el mismo capítulo que ellos citan, por una parte; por otra parte, se hallan los hechos positivos y llanos de su práctica religiosa habitual.
Tenemos a la iglesia de Dios ya no más sobre el terreno de la una asamblea — ya no más manteniéndose en un principio tan fundamental como el de la libertad del Espíritu allí para edificar mediante aquellos que Él quiera. Tenemos diferentes asociaciones religiosas establecidas, a menudo peculiares de diferentes países, y no correspondiéndose en ningún respecto ya sea con la asamblea ni con las asambleas en la Palabra de Dios. Si un hombre pertenecía a la iglesia de Dios en Jerusalén, pertenecía a la iglesia de Dios en Roma. Se trataba de una mera cuestión de localidad. Él era un miembro de la iglesia de Dios y, por ello, allí donde ésta pudiera hallarse, si se hallaba en un cierto lugar pertenecía a la iglesia de Dios en aquel lugar. Las Escrituras no reconocen la membresía en una iglesia, sino en la iglesia. Si la iglesia de Dios está en un lugar determinado, el cristiano, a no ser que sea excomulgado, tiene su lugar dentro de ella. Nunca se halla, insisto, en las Escrituras, nada acerca de la membresía en una iglesia; se trata siempre de la iglesia. Ésta es una diferencia de la máxima importancia, ya que indica cómo se ha desviado la cristiandad de la Palabra de Dios. Porque en nuestros días, si uno pertenece a esta iglesia, no por esta razón pertenece a aquella iglesia. En lugar de constituir la membresía de uno en la iglesia de Dios la base de que uno sea miembro de ella en todas partes, bien al contrario, tan grande es el cambio, que ahora el hecho de pertenecer a una iglesia constituye la mejor prueba posible de que no se pertenece a otra. Si uno pertenece a la iglesia de Escocia, no se tiene relación con la iglesia de Inglaterra; si se es un Bautista, no se pertenece al mismo tiempo a la sociedad Wesleyana, ni a ningún otro de los cuerpos no conformistas. Pero la Escritura no conoce nada de este tipo.
Así, la revolución de la cristiandad está consumada. Se ha introducido un estado de cosas enteramente contrario a la Palabra de Dios. Han surgido sociedades religiosas, enteramente independientes unas de otras. No estoy refiriéndome en particular ahora a lo que se llama comúnmente el sistema Independiente o Congregacional, aunque allí el principio es llevado aún de una manera más antagonista que en cualquier otra forma frente a la unidad de la asamblea tal como la Escritura nos la presenta. Pero tomemos una de estas sociedades, o todas ellas; son todas ellas más o menos independientes. Así sucede en el sistema nacional establecido, en un alto grado. Por el contrario, en la época de aquellos que pusieron los cimientos de la asamblea de Dios, aquel que pertenecía en absoluto a la iglesia, pertenecía naturalmente a ella allí donde vivía; pero si se desplazaba o viajaba de uno a todo lugar. Podría haber en ciertos casos duda en cuanto a su realidad; porque la sutileza, así como la violencia, arrojaban sus embates contra los primeros cristianos. Por ello, llevaban cartas de recomendación, o se les visitaba: esto es, justo el principio de lo que ahora está a disposición puede verse en las Escrituras. Así, en el caso de Saulo de Tarso, cuando Barnabé oyó las noticias de su notable conversión, no creyó como otros discípulos que se tratara de algo demasiado difícil para el Señor: sino que, siendo un hombre bueno y lleno del Espíritu Santo, está bien dispuesto a creer lo que la gracia podía hacer, y va y se encuentra con Saulo, que es así reconocido por la iglesia en Jerusalén. Así ahora, si un extraño pasa adelante, profesando ser creyente en el evangelio, le visitan personas en quienes todos pueden confiar; y así la iglesia, sobre el informe de ellos, acepta con plena consciencia y de todo corazón al confesor de Cristo.
Pero no quedamos confinados a ningún rígido canon, sea el que fuere. Hay luz divina en la Palabra de Dios para cada posible exigencia, y si no tenemos aquella luz, mejor que esperemos en el Señor, y veamos si la preciosa plenitud de las Escrituras no se puede aplicar, de una manera indudable, a la dificultad, por el poder del Espíritu, sin que presumamos añadir nada como una regla para afrontar el caso. No se quiere decir con ello que nunca vayan a haber perplejidades, y que no podamos sentir nuestra debilidad y falta de sabiduría. La humildad, la paciencia y la fe demostrarán antes de largo tiempo ser las mejores soluciones que todas las aplicaciones del arte humano. Dios ha tomado sobre Sí mismo el proveernos a través de Su Palabra; y el poder espiritual consiste en aplicar esta Palabra, por el Espíritu, sobre cada caso que venga ante nosotros.
El principal punto sobre el que no obstante insisto es éste que, según las Escrituras, el que viene a ser un miembro de la iglesia de Dios es un miembro de ella en todas partes. Puede que llevase cartas de recomendación a la asamblea a la que fuera. Pero, ¿por qué? Debido a que a través de todo el mundo se trataba de la iglesia de Dios. Ahora os pregunto, ¿debiéramos aceptar como asamblea de Dios nada sistemáticamente diferente del relato escritural que tenemos? ¿Debiéramos permitir otro principio contrario que gobernara sus servicios públicos? Si lo hacemos, ¿estamos realmente sujetos en ello a la Palabra de Dios? Podréis hablarme de los obstáculos que existen ahora para todo ello, y que os encontráis con tantas dificultades contra las cuales luchar. Todo esto se debe reconocer. Tan solo mantengámonos fieles en que aquí, como en todas las otras cuestiones, la voluntad de Dios es más importante que toda otra consideración. Si nos hallamos acreditando aquello que se opone a las Escrituras, lo que debemos hacer es dejar de hacer lo malo, y aprender a hacer lo bueno.
No es nuestro deber — ni mucho menos — formar una nueva iglesia, sino aferrarnos a aquella que es la más antigua de todas, y la única iglesia que es verdadera — la asamblea de Dios tal como esta se exhibe en las Escrituras. ¿Por qué dudáis? ¿No os satisface la iglesia de Dios? ¿Cuya iglesia, qué iglesia, preferís?
Pero alegaréis que han cambiado la época y las circunstancias, y ello de una manera total; y preguntaréis, con un aire triunfante, si acaso dos o tres cristianos reunidos aquí o allá pueden ser asamblea de Dios. Mi contestación a ello es: indudablemente que ha habido un triste cambio; pero la verdadera pregunta a hacerse es esta: ¿Ha cambiado la voluntad de Dios con respecto a Su asamblea? ¿Qué es lo correcto, aceptar el cambio del hombre, o volverse a la voluntad de Dios, incluso en el caso de que haya solamente dos o tres que se reúnen en sumisión a Su palabra? Si estoy con ellos, reunidos al nombre del Señor, reconociendo a los miembros de Su cuerpo, esperando en Dios para que Él obre mediante Su palabra y Espíritu, ¿no se halla Jesús en medio de nosotros? ¿Y dónde puede haber tanta consolación para nuestras almas? Espero demostrar, otra noche que nos reunamos, que esta es la expresa provisión del Señor para estos últimos días; pero, sea como fuere, todo lo que digo ahora es, que el principio de la asamblea de Dios, establecido por Dios en Su Palabra, es el de la libre acción del Espíritu entre los miembros reunidos de Cristo. No puede haber otro que Él apruebe. Bien estoy yo actuando conforme a ello, o no. Si estoy así tratando de ser fiel al Señor, bienaventurado soy, sea cual fuere mi tristeza por el estado de la iglesia. Si no lo soy, por lo menos debiera confesar mi falta de fe. La Palabra de Dios no nos deja con dudas de ningún tipo acerca de cuál es Su inmutable designio acerca de Su asamblea. El Espíritu Santo ha descendido para ser siempre el Guía de Su asamblea. Todo lo preciso es un espíritu de arrepentimiento y de fe. Hay obstáculos; hay lazos; se tiene que pagar un alto precio, en este mundo, para ser un seguidor del Señor Jesús. Pero, ¿soy de Él? ¿Tengo en algo Su amor? ¿Me es Él más valioso que cualquier otra cosa en este mundo? ¿Es una carga Su yugo? ¿Es dulce Su voluntad para mi alma? Con todo, digo, hay solamente un camino. Es en vano proclamar en voz alta nuestra buena disposición a ir con el Señor a la prisión o a la muerte. Puede que Él no nos vaya a pedir esto; pero Él sí demanda de cada cristiano que le sea fiel a Su propia gloria en la asamblea de Dios. No se trata de una cuestión de instituciones rivales pertenecientes a diferentes países, o a diferentes líderes; tampoco se trata de una cuestión de una escuela especial de doctrina, ni de un peculiar plan de disciplina y de gobierno. ¿Acaso los viejos hábitos, la tradición, el interés en esta vida, han de mantenerme apartado de la fidelidad a lo que Dios me muestra ser Su voluntad para Su asamblea?
Si veis cuál sea la voluntad de Dios, no dudéis otro día. No esperéis hasta que todo se aclare. No es fe, cuando Dios llama a alguien, que éste Le diga, “Muéstrame primero la tierra”. Apartaos de lo que sabéis que está mal; nunca sigáis en aquello que sabéis que es indudablemente contrario a la Palabra de Dios. “A aquel que tiene le será dado”, ¿Has renunciado a lo que sabes que no concuerda con la Palabra de Dios, sino que se opone a ella? No te aferres a nada, sino a la Palabra. Permite que te pregunte, por ejemplo, qué hiciste el último domingo. ¿Te hallabas, como cristiano, allí donde pudieras honradamente decir, “me hallaba en mi puesto en la asamblea de Dios?” ¿Fueron allí los varios miembros del cuerpo para reunirse esperando en la guía del Espíritu Santo, con una puerta abierta para este o aquel creyente, habiendo cada uno recibido su don, para ministrar el mismo unos a otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios? ¿O te reuniste con otros donde la pauta escritural hubiera sido considerada como un desorden? Si lo último, ¡quiera el Señor concederte que veas claramente que no te encuentras entonces dentro de Su voluntad ni de Su gloria en la asamblea! No digo que los tales son extraños a la gracia de Cristo, ni que están afuera de la obra del Espíritu Santo — lejos de mí el pensar tal cosa. Creo que Él bendice no solamente en asociaciones protestantes, sino incluso más allá de ellas. Creo que el Espíritu de Dios actúa, allí donde Él ve apropiado, para utilizar el nombre de Cristo, para el bien del creyente y del incrédulo. Por lo que a mí respecta, no dudo por un momento que Dios ha utilizado Su Palabra para la conversión y consuelo de almas entre los católicos romanos — sí, y de sacerdotes, monjes y monjas católicos romanos. Puede que en escasa medida, ya que evidentemente la oposición a la verdad es enorme, y ciertamente la apertura parece sumamente pequeña; pero en verdad así ha sucedido hasta nuestros propios días, y aún más clara y extensamente en el pasado.
Pero ya hay suficiente de esto. De lo que se trata no es si el Espíritu de Dios puede hacer que la verdad cause efecto en esta o aquella denominación. El principal tema que estamos tratando ahora es: ¿estamos dando honra a Cristo según la Palabra de Dios? ¿Estamos sujetos al Señor en la asamblea? ¿Estamos llevando a término Su voluntad hasta allí donde la conozcamos? Puede que fallemos al obrar — de cierto que todos fallamos. Cuando os reunís todos juntos, puede que algunos se hallen inquietos, otros que no hacen en absoluto lo que debieran; puede que oigáis a algunos que sería mejor que se callasen, y algunas veces veréis callados a aquellos que sería una bendición escuchar. Puede ser que estén cediendo a un sentido morboso de responsabilidad, y temor a la crítica, y muchas otras cosas que obstaculizan la expresión de lo que está en sus corazones. Todo esto bien puede ser así. Nadie niega la posibilidad ni el hecho de los fallos que existen. Pero, ¿cómo debilita esto en ningún sentido la verdad de Dios, ni el deber en el que se hallan Sus hijos?
Dejadme poner un ejemplo que entenderá todo creyente. El Espíritu Santo mora en ti, si eres cristiano; pero, ¿estás siempre obrando en el Espíritu? No. Y el Espíritu, ¿mora siempre? Ciertamente que sí. Tu eres siempre el templo de Dios; nunca puedes ser otra cosa, si eres miembro de Cristo; pero con todo esto podéis en ocasiones contristar al Espíritu Santo. No obstante, vuestra obligación nunca cesa. Así es con el Espíritu en la iglesia.
Que la asamblea se reúna. Supondremos que están convertidos, que han recibido el Espíritu Santo, y que realmente, como asamblea, esperan en Él para que sea el guía de ellos. Utilizo la expresión “como asamblea”, porque no se asume que cada miembro comprende la verdad acerca del Espíritu de Dios. Algunos de ellos pueden tener mucho desconocimiento. Puede ser más o menos una vergüenza de su parte, pero puede que existan tales casos, y de hecho los hay. Algunos santos habrán sido atraídos por instinto espiritual, que puedan haber recibido su instrucción en el no-conformismo o en las iglesias nacionales, y que se establecen en la asamblea con poco progreso en la comprensión. Estos pueden ser vehículos para la introducción de los efectos de la rutina en la que se habían criado espiritualmente, por así decirlo; y no es preciso decir que su experiencia no siempre les ayudará a ser siempre sumisos a la guía del Espíritu. No queda tampoco esto totalmente confinado a estos solamente; porque sabemos qué debilidades pueden hallarse entre aquellos que han sido alimentados con la verdad desde su infancia. El haber estado allí constándoles poco; no han conocido ningún sentimiento profundo de la ruina de la cristiandad. Sus almas no se han ejercitado enérgicamente. Les supongo convertidos, pero entrando en la verdad de la posición de la iglesia más bien mediante la instrucción paterna que mediante la pérdida de todo; y por ello hay la disposición a dar por sentado, sin ninguna convicción divina, que las cosas están bien. ¿Es acaso necesario señalar lo deseable que es que hubiera una inteligencia espiritual realmente ejercitada en cuanto a la operación del Espíritu Santo en la asamblea de Dios?
Pero entonces, teniendo en cuenta estos inconvenientes, y todo lo que se pudiera añadir, se mantiene el gran hecho, de que tan ciertamente como mora el Espíritu Santo en cada persona cristiana, igual de cierto es que Él mora en toda la asamblea — en la iglesia de Dios. Lo que tenemos que considerar es que, bien individualmente, o como asamblea, nos sometamos para ser conducidos por Él para la gloria de Cristo. En verdad, no puedo menos que juzgar como verdaderamente del antinomismo, en principio, que se descanse deliberadamente en que el ser cristianos es el asunto verdaderamente importante que si el Señor nos ha mostrado Su gracia, no es preciso tomarse demasiado en cuenta Su voluntad ni ninguna otra cosa. ¿Se ha llegado, entonces, a este punto, a que la gran masa del pueblo de Dios no solamente no conozca, sino que no le preocupe conocer, Su voluntad acerca de Su asamblea? ¿Os disgusta esta acusación? Entonces escudriñad y ved cuál sea vuestro deseo en cuanto a ello. ¿Es el de estar sujetos a Dios y a Su Palabra? ¿Puede haber una prueba más directa para mí, como cristiano, o una manera más evidente de probar mi lealtad a mi Señor, que en esta cosa misma? Si pertenezco a la asamblea de Dios, ¿no debiera renunciar yo a todo aquello que es incoherente con el relato y la normativa escritural de tal asamblea?
Además, dejad que os advierta a los que hayáis tomado tal posición, que pueden deslizarse hacia adentro principios erróneos, doctrinas falsas, malos caminos. Conocemos las tretas de Satanás; pero lo que algunos de nosotros podamos haber dicho antes de que estas fueran así manifestadas como tales, así podemos repetirlo con creciente énfasis ahora, que, así como el Espíritu de Dios es el Espíritu de verdad, asimismo es Él el Espíritu de santidad. Así, cuando la asamblea rehúsa inclinarse ante la Palabra de Dios, prefiriendo aceptar abiertamente la iniquidad antes de juzgarlo a causa de Cristo, ¿qué tiene que hacerse en este caso? Primero, naturalmente, se tiene que dar un testimonio pleno de ello, y advertencias, en privado y quizá en público, y una paciente espera en una lentitud y temor honestos, con el fin de rectificarlo todo. Pero supongamos que todo haya sido rechazado, y que la asamblea en algún lugar prefiera su propia comodidad o voluntad a la Palabra de Dios. ¿Qué entonces? El deber de separación es entonces todavía más perentorio que de las instituciones eclesiásticas ordinarias de la cristiandad; porque es un mayor pecado ante Dios que aquellos que han conocido la verdad de Dios, y que parecían estar andando en ella por la fe, abandonarla por la razón que sea. ¿No se debiera, entonces, separarse de los tales con una seriedad aun mayor y horror ante Dios, que como uno se separaría de las reuniones de aquellos que nunca han conocido el valor del nombre del Señor para la asamblea de Sus santos?
Al mismo tiempo, cuando se halla una asamblea — sea esta pequeña o grande — reunida, reconociendo su fe en la presencia del Espíritu Santo, no debiéramos ser prestos a acusarles de pecado. Ciertamente, tiene que haber más detenimiento en el juicio de una asamblea que en el de un individuo. ¿Vamos a suponer que nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, están necesariamente de acuerdo con los de Dios? Aquí hallamos la importancia suprema de esperar en el Señor. Pero con todo esto persiste el hecho de que, si el pecado público es cierto y evidente, y si se rechazan todas las advertencias, cuanto más tome la asamblea la postura de ser la asamblea de Dios, tanto más se tiene que lamentar su alejamiento de Él, y se le tiene que volver la espalda, debido a que se trata ahora, por lo menos, de una falsa profesión. Dios espera la verdad en Sus santos, pero la espera también de Su asamblea. Es el lugar en el que Él espera la manifestación de Su carácter ante los hombres, y no solamente donde Él lleva a cabo la edificación de Sus santos. En todas partes Él mantiene la gloria de Su Hijo. Admito todas las dificultades debido al surgimiento de los sistemas nacionales después de la gran apostasía romana, a partir de la extensión de los cuerpos no conformistas a continuación de ello, y debido a intentos más recientes de todo tipo. Pero permitidme que os apremie a todos los que me oís que no estamos defendiendo nada nuestro, sea que lo heredáramos de nuestros padres, ni una invención nuestra; no defendemos nada porque se trate de algo nuevo, ni porque se trate de algo viejo — ya tuviera la reciente edad de tres siglos, o los canosos cabellos de mil quinientos años. Volvemos al terreno que fue pecado nuestro — el pecado de la cristiandad — haber abandonado; volvemos a un camino que sabemos ser absolutamente bueno y verdadero, debido a que es el camino de Dios. Tomamos nuestro lugar sobre el único fundamento divino para la iglesia. No tenemos confianza en nosotros mismos, pero estamos ciertos que estamos en lo verdadero y en correcto al encomendarnos a Dios y a la palabra de Su gracia; y por ello podemos tener buen ánimo. Si el carácter de nuestras dificultades, peligros y pruebas nos demuestra cuánto precisamos de las Escrituras, aprendemos también como las Escrituras se aplican, siempre de una manera renovada y poderosa; y así nuestros corazones encuentran aliento para aferrarse más y más a Dios.
Me he ocupado hasta ahora de la asamblea, y ello en tanta extensión que no podré hablar mucho acerca del ministerio esta noche. Pero puedo ser breve, ya que tendremos ante nosotros en otra ocasión el tema de los Dones y de los Cargos. Permitidme entonces que haga unas cuantas observaciones llanas en cuanto al ministerio, antes de finalizar.
Hemos visto que la iglesia surge de Cristo resucitado y glorificado mediante el Espíritu Santo enviado del cielo para que anude y forme la asamblea sobre la tierra. Ésta es la única asamblea que Dios aprueba, y que por ello todo miembro de ella debiera aprobar, hasta que el Señor la saque de este mundo. Tenemos en el pasaje ya mencionado las palabras y operaciones del Espíritu de Dios en la asamblea. Vengo ahora a unos ciertos principios generales. Y, ante todo, así como la iglesia es una cosa divina, así lo es su ministerio. No surge éste ni del creyente ni de la iglesia, sino de Cristo, mediante el poder del Espíritu.
Ahora bien, esto despeja el camino totalmente. Es el Señor el que llama, no la iglesia; el Señor envía, no los santos; el Señor controla, no la asamblea. Hablo ahora del ministerio de la Palabra. Hay ciertos funcionarios que la iglesia elige o puede elegir: por ejemplo, la asamblea puede nombrar a las personas que vea adecuadas para tomar cargo de los fondos, y para distribuir sus recursos. La iglesia puede emplear a sus siervos, seleccionándolos según su mejor sabiduría; y el Señor reconoce esta elección. Así se hizo en la antigüedad, como leemos en Hechos 6, donde la multitud eligió, los apóstoles impusieron sus manos sobre aquellos elegidos para que tomaran cargo de las mesas. Así fue allí donde “las iglesias” (en 2 Co. 8) eligieron hermanos para que fueran sus mensajeros; y así, de nuevo, donde la iglesia de Filipos hizo a Epafrodito su mensajero para ministrar a las necesidades de Pablo (Fil. 2).
Pero nunca hallamos este tipo de selección allí donde se trata del ministerio de la Palabra. ¡Nunca! Al contrario, el mismo Señor contempló una vez a Su pobre, desalentado, y disperso pueblo, tuvo compasión de ellos, y les dijo a los discípulos que oraran al Señor de la mies, que envié obreros a Su mies (Mt. 9). El capítulo inmediatamente siguiente muestra que Él era el Señor de la mies, que consiguientemente los envía Él mismo. Después Él prepara a Sus discípulos para el carácter pleno de ministerio cristiano cuando Él los dejara. Así, en Mateo 25, donde aparece la parábola del Señor partiendo para un país lejano, tenemos la misma verdad — el Señor dando dones a Sus siervos. Bien, esto realmente decide el asunto. Porque la diferencia entre aquello que la Palabra de Dios reconoce, y aquello que se ve en la actualidad, recae en esto, que según las Escrituras el ministerio de la Palabra, en su llamamiento y en su ejercicio, es más verdaderamente divino que aquello que ahora tiene la cristiandad en su lugar. Así pues, se le daña su propia dignidad, especialmente la santa dependencia del hombre que es esencial para su debido ejercicio y, por encima de todo, para la gloria del Señor mismo. Si los predicadores son enviados por hombres, se trata de una usurpación de las prerrogativas del Señor, en detrimento de Sus siervos que se sometan a ello.
¿Cuál es el efecto del ministerio ejercido según las Escrituras? La libertad más perfecta para todo lo que da Dios para la bendición de las almas. Consiguientemente hallamos que la doctrina universal de las Epístolas confirma plenamente aquello que la historia muestra en Los Hechos de los Apóstoles. Pero tengo que referirme a ambas tan brevemente como pueda.
En 1 Co. 12:14 hemos visto que pertenece a la esencia de la iglesia, como asamblea de Dios, y el propósito de la presencia del Espíritu en ella: que Él tenga entera libertad para utilizar a aquel que Él quiera para la gloria del Señor y para la bendición de todos. La exhortación en 1 P. 4:10, 11, y la caución en Stg. 3:1 Suponen la misma apertura y su susceptibilidad a ser abusada. Esto puede ser suficiente para “los de adentro”.
Con respecto a “los de afuera”, la voluntad de Dios es igual de clara. Así, en Hechos 8 oímos de la persecución que cae sobre la iglesia, y que todos ellos fueron esparcidos (excepto los doce), y que fueron por todas partes predicando la Palabra. Ahora bien, no digo que se tratara necesariamente de una actividad ministerial. Naturalmente que algunos de ellos eran ministros de la Palabra, y que otros no lo eran; pero todos fueron por todas partes evangelizando. Lo que esto demuestra es que el Señor reconoce a todo y a cada cristiano que sale a anunciar las buenas nuevas. (Comparar Hch. 9:19-21).
Pero cuando vamos a los detalles, hallamos a Felipe en el mismo capítulo 8 predicando libremente. “Pero”, dirán algunos, “la iglesia lo había elegido”. Él no había sido elegido para que ministrara la Palabra. Al contrario, había sido elegido para poder dejar a los apóstoles que ministraran la Palabra, sin el embarazo que suponía servir a las mesas. Fue expresamente con el propósito de aliviar a los apóstoles del trabajo secular que fueron elegidos siete hombres por la multitud; la llamada de la iglesia fue a esto solamente. Fue el Señor el que había llamado a Felipe a predicar el Evangelio; y el Señor bendijo la Palabra, que se extendió a y más allá de Samaria. (Comparar Hch. 21:8 para ambos puntos).
En Hch. 9 vemos a un hombre en el camino de Damasco con una comisión del sumo sacerdote para perseguir a los judíos cristianos. Ésta fue la única comisión que Pablo recibiera del hombre — un mandato no precisamente para predicar el evangelio, sino para extinguirlo, si tal cosa fuera posible. Pero el Señor, en gracia soberana, no solamente convirtió a Saulo de Tarso, sino que lo envió, directamente de Sí mismo, como predicador y Apóstol, y maestro de los gentiles en fe y en verdad. Así, Pablo viene a ser el ejemplo sobresaliente del ministerio cristiano. Aparte de los hechos milagrosos, constituyó un ejemplo viviente de las palabras, “Nosotros también creemos, por lo cual también hablamos” (2 Co. 4).
Hallamos después de esto al Señor introduciendo a otros a la obra, más particularmente a Apolos, que era “varón elocuente, poderoso en las Escrituras”, pero tan falto de conocimiento al principio, que nada conocía más allá del bautismo de Juan (esto es, el testimonio que se había dado de Cristo cuando Él vivía sobre la tierra). Pero si estaba en ignorancia en cuanto a la iglesia y en cuanto a la verdad plena del cristianismo, era un hombre convertido. Naturalmente, había almas convertidas antes de la venida de Cristo. Es mera ignorancia el ver dificultad en tal afirmación. Apolos había recibido por el Espíritu el primer testimonio con respecto al Señor, pero no conocía la obra de Cristo. Esto le fue enseñado por un buen hombre y su mujer, que le ayudaron a llegar a una comprensión más plena de las Escrituras, y salió más poderoso que nunca en la verdad, sin haber ni indicios de una inauguración humana antes de que empezara a predicar. Pero, con todo, el Apóstol Pablo escribe con todo respeto acerca de Apolos, poniendo a este hombre no ordenado entre sí mismo y Pedro (1 Co. 3). De nuevo les dice, en el último capítulo de esta epístola, que él había pedido a Apolos que viniera, pero que “de ninguna manera tuvo voluntad de ir por ahora”. ¿No indica esto un estado muy diferente de cosas de lo que los hombres sueñan que era la autoridad apostólica, así como del estado que existe ahora? Lo que realmente ilustra es la forma en la que el Señor mantenía Su lugar. Un Apóstol inspirado da su consejo a Apolos, el cual no accede. Esto el mismo Pablo lo registra sin censura de ningún tipo; y, de hecho, las Escrituras no nos dicen quien tenía la razón: puede ser probable que fuera el gran Apóstol, pero en este punto se nos deja totalmente a oscuras. En todo caso el registro deja patente la importante verdad de que es el Señor quien permanece el Señor y Director absoluto de Sus siervos. Al hombre le gusta sentar reglas; pero el Señor, a quien ciertamente estamos ligados por encima de todo, ejercita los corazones de Sus siervos, y les da en esta palabra un principio director para todo tiempo. ¿Es cierto esto de tu alma y de la mía? ¿Somos en la práctica siervos del Señor — del Señor solamente? ¿O estamos sirviendo a una denominación como sus ministros? Si solo somos ministros nacionalistas o no conformistas, nada tengo que decir; pero si somos realmente ministros de Cristo, guardémonos. “Nadie puede servir a dos señores:” si hemos estado luchando por servir a Cristo y a la secta a la que servimos como funcionarios, ¿a quién tenemos que apegarnos? ¿Qué es lo que tenemos que abandonar?
Así, juntamente con la asamblea de Dios, hay el ministerio de la Palabra, confiado soberanamente a algunos de sus miembros, no a todos, pero ciertamente para el bien de todos. Que la asamblea respete a los siervos en su lugar, y que los siervos respeten a la asamblea en su lugar. Que nadie confunda nunca las dos cosas con la más desastrosa de las consecuencias: ninguna de las dos partes tiene que ser sacrificada. Indudablemente, es el lugar de un siervo predicar o enseñar en sujeción a Cristo; es asimismo el lugar de un siervo orientar, guiar, gobernar, según el don que tenga del Señor. Pero sea cual sea la mente del siervo, su juicio, u orientación, nada disuelve la responsabilidad directa de la asamblea hacia Cristo. El mismo Jesús es Señor del siervo, pero Él es también reconocido como el Señor por la asamblea de Dios.
Tomemos de nuevo el caso que se muestra en Hechos 13. Bernabé y Saulo salen a un viaje misionero, dirigidos por el Espíritu Santo, y tomando con ellos a Marcos. Pero Marcos resulta ser un siervo indiferente, y se vuelve pronto a su casa. Salen de nuevo (Hechos 15), pero Pablo insiste en ir sin Marcos. Bernabé, que estaba emparentado con Marcos, no quería dejarlo de lado, y discute con Pablo acerca de ello por bueno que fuera — y ello de una manera tan fuerte que lleva a una separación de estos dos devotos y estrechamente unidos siervos de Cristo. Después Pablo toma a Silas consigo, y son encomendados por los hermanos a la gracia de Dios. La iglesia, o los obreros, estaban ciertamente convencidos de que Pablo estaba en lo cierto. Nada se dice de Bernabé en este sentido; la historia, por lo que a él se refiere, finaliza. Pablo entra en una esfera grande y creciente, y Silas va con él, tomando, por así decirlo, el puesto de Bernabé. Aquí hallamos no solamente un siervo individual en la obra, sino la acción de dos o más en el servicio del Señor. Bernabé pudiera haber estado tan equivocado al elegir a Marcos como Pablo en lo cierto al elegir a Silas; pero el principio está claro. Es preciso el discernimiento espiritual en la elección de un colaborador. La asociación obligada con uno que no creamos competente o deseable no está, evidentemente, conforme con la voluntad del Señor.
Así, en Su servicio existe la asociación, pero ninguna esclavitud en cuanto a ella. Bernabé estaba libre de predicar la Palabra tanto como antes. Evidentemente, no había escasez de santos para dar la bienvenida a Bernabé, ni falta de pecadores a quienes predicar. Pero Pablo no quería que se le obligase a llevar a Marcos consigo, y elige a otro; y éste es un ejemplo importante para nosotros. ¡Cuán completamente nos provee la Escritura tanto en cuanto a cooperación como para rechazarla! El Señor Jesús mantiene Su lugar propio, no solamente en relación con la asamblea, estableciendo cómo esta tiene que ordenarse, sino también en relación con el ministerio, mostrando cómo la obra tiene que ser llevada a cabo sobre la tierra. La Palabra de Dios suple toda necesidad.
Pero hay algo más que todos nosotros necesitamos. ¿Qué es? Una fe sencilla en el Señor, en Su gracia, en Su Palabra. Donde esto no existe, las almas quedan expuestas a verse abatidas por las dificultades. Entonces, cuando ven que las cosas se ven diferentes a como cuando fueron atraídas por ellas, empiezan a dudar de todo. ¡Cuán diferente si hemos decidido tener que ver con el Señor! Asegurémonos bien que estamos sujetos a Él. Naturalmente, no estoy negando la sujeción moral a “hombres principales” en el temor del Señor; ésta puede ser una parte de nuestra sujeción a Él; pero lo que tenemos que dejar sentado es que, en todo tiempo, y bajo las circunstancias que fueren, tenemos que complacer al Señor. Él estará con nosotros; nuestras circunstancias pueden parecer críticas y muy duras; pero hallaremos bendición infinita para nuestras almas — y ciertamente es en tiempos de prueba que probarnos la solidez de la bendición. Tened la certeza de que, así como el Señor fue a través de la cruz a Su gloria celestial, así hallaremos Su cruz estampada en cada servicio; pero, entonces, se trata del Señor y se trata de Su cruz. Por ello, que nuestros corazones tomen aliento.
Las dos líneas de verdad aquí bosquejadas — la asamblea de Dios, y el ministerio de Cristo — las hallaréis establecidas en la Palabra de Dios. Ambas fluyen de Cristo, en lugar de tratarse de meras asociaciones voluntarias: y en cuanto a ambas estamos bajo una responsabilidad que no se puede rehuir. La iglesia se halla obligada a recibir a los ministros de Cristo, en lugar de tener el derecho a elegir.
De Cristo es de quien proviene el poder; es a Cristo que es inmediatamente responsable el siervo. Si un hombre es llamado a servir, que se goce en la verdad, pero que se incline también ante ella, de que tiene que servir al Señor Jesucristo. La consecuencia de llevar este servicio a cabo será que el mundo se desvanecerá; puede ser incluso que muchos de sus amigos cristianos le parezcan fríos. El ministerio de Cristo nunca ha sido designado para que obre en el sistema del mundo, como tampoco la asamblea de Dios; ambas cosas tienen como designio la exaltación del Señor Jesucristo, y constituir un ejercicio de fe para Sus santos y siervos. Y así tiene que seguir siendo. Más que esto, se ha dispuesto que en la iglesia y en el mundo sintamos las dificultades y las tristezas, así como los gozos, de la fe. No dudo del triunfo en Cristo; pero ciertamente que podemos contar con pruebas y tribulaciones en este mundo. Podemos hallar diferencias en cuanto al mundo. También algunas veces podrá haber fluctuaciones en la iglesia de Dios. Cada uno de los que ha servido a Cristo sabe algo de esto. Pero en cuanto a Aquel a Quien pertenece la iglesia, y a Quien servimos, Él permanece “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”. La cuestión es, ¿estamos dispuestos a seguirle?

4ª Conf. - La adoración, el partimiento del pan y la oración: Juan 4:10-24

La primera y más importante de las partes del tema que tenemos ahora ante nosotros es la adoración. Esto nos concierne más que ninguna otra cosa, debido a que es lo que toca más de cerca al mismo Dios; y éste, estoy convencido, es el verdadero criterio, así como el más seguro y el más saludable para nuestras almas. Es indudable que el partimiento del pan puede incluirse en la adoración, pero demanda una consideración por separado, al ser de una naturaleza compleja y teniendo un aspecto distintivo hacia los santos mismos; en tanto que la adoración, como tal, se dirige esencialmente hacia Dios. Así, parece acorde con su importancia darle un lugar propio, al proveer de una manera impresionante, y en un acto que ocupa a todos los corazones, aquello que expone ante nuestras almas la revelación más profunda y solemne de la santidad y gracia divinas en la muerte del Señor, en presencia de la cual todos hallan su nivel, todos reconocen lo que eran sin Su preciosa sangre, lo que ahora son en virtud de ella, y por encima de todo lo que Él es, Aquel que murió en expiación por ellos, a fin de que ellos Le puedan recordar — y ello para siempre — en una paz agradecida y en adoración.
El pasaje leído esta noche muestra no solamente que la adoración forma una parte bendita, elevada, y sumamente fructífera de la vida cristiana, sino que además el Señor mismo la pone en contraste con aquello que Dios había demandado en el pasado. Así como en ocasiones previas nos ayudó la consideración de los caminos de Dios en el pasado para ver más definidamente las nuevas revelaciones de Dios en el Nuevo Testamento, así veremos que sucede también en el tema de la adoración.
Primero de todo dejemos sentado que es necesario un cierto estado del alma para la adoración. Dios busca la adoración de Sus hijos, y se trata de un deber en el que todos ellos tienen un interés directo e inmediato; pero hay una base necesaria tanto por parte de Dios como de ellos, a fin de que pueda haber una adoración propiamente cristiana. Así era con respecto al un cuerpo, a la asamblea de Dios, y al don del Espíritu Santo. Si existe un dominio en el que la intrusión de la voluntad sea a la vez un pecado y una vergüenza, es cuando ésta se entromete en la adoración de Dios. Y con todo, ¿hay acaso algo que se haga más frecuentemente y con menos consciencia? ¿Hay acaso un acto en el que el hombre se exalte más a sí mismo, e ignore más olímpicamente el Espíritu de gracia? Que nadie suponga que estas palabras tienen una severidad exagerada. ¿Se puede hablar acaso demasiado intensamente en contra de una interferencia que engaña al mundo, que contamina a la iglesia, y que destruye la gloria moral de Cristo? Subido encima de una falsa base, o, mejor dicho, sin base alguna, el hombre está continuamente dedicado a deshonrar a Dios activamente, y esto frente a la más brillante de las manifestaciones que Él haya hecho o pueda hacer de Sí mismo; porque es en Su Hijo. Si en verdad Dios ha hablado y actuado de tal manera, entonces tenemos a Dios en una plena revelación; y tendríamos que tener a uno superior al Hijo de Dios a fin de hallar una revelación más brillante y más plena que la que tenemos en Cristo.
Ésta es pues la fuente de todas nuestras esperanzas y de toda nuestra bendición, y la base sobre la que procede la adoración cristiana. No obstante, aunque sea totalmente esencial para la adoración cristiana que haya una perfecta revelación de Dios en Cristo, esto, por infinito que sea, no es suficiente. Hay una necesidad por parte del hombre que tiene que ser suplida según la gloria divina. Dios no ha dejado de revelarse a Sí mismo plenamente; nada ha dejado sin hacer; nada ha hecho que no sea absolutamente perfecto; y todo ello es así de forma que no es preciso que haya dudas ni cuestiones acerca de ello.
Indudablemente hubo un desarrollo gradual de la mente, voluntad y gloria de Dios: de cierto creo que podríamos decir que Él no hubiera podido expresar todo lo que estaba en Su mente hasta que dio a Su Hijo. Pero ahora que el Hijo de Dios ha venido, podemos, como creyentes, decir sin presunción alguna — “Nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero”. De hecho, deberíamos estar dejando deliberadamente a un lado, o desobedeciendo maliciosamente, lo que Dios nos ha dado a fin de que Él pudiera ser conocido, si no dijéramos confiadamente: “conocemos”. ¿No es algo magnífico y grande en un mundo oscuro como éste que Dios prepare, incluso para Sus bebés, un lenguaje como “conocemos”? Sí, y Él quisiera que nosotros probáramos la verdad de esta palabra “conocemos”, no solamente acerca de nosotros, sino de Él mismo. Es una gran cosa tener un libro divino en el que podemos, conducidos por el Espíritu, mirar hacia atrás en el pasado, hacia adelante en el futuro, en el laberinto del presente, y decir, acerca de todo: “conocemos”. Es infinitamente más y mejor que podamos decir humilde y verdaderamente: “Nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en Su Hijo Jesucristo” (1 Juan 5).
No se trata aquí de cuanto la inteligencia pueda haberse desarrollado en el hijo de Dios. Existe el crecimiento en el conocimiento; pero juntamente con ello tenemos que defender también la gran bendición y verdad fundamental, que cada alma que Dios ha traído a Sí mismo tiene una unción del Santo y conoce todas las cosas. Ahora bien, la posesión de esta capacidad divina va mucho más allá que ninguna medida de diferencia que pueda haber en el desarrollo práctico. Naturalmente que existen tales diferencias, y existe así lugar para el ejercicio de una mente espiritual, e indudablemente el Espíritu de Dios actúa a través de la verdad sobre nosotros a fin de que podamos hacer progreso. Pero entonces podemos descansar confiados, al pensar en los hijos de Dios, que, estén donde estén, quizás en las circunstancias más irregulares, Dios les ha dado una nueva naturaleza, una naturaleza capaz, por el Espíritu, de comprender y apreciar y gozar de Él. Todo el tiempo pasado aquí abajo es o debiera ser tan solo la época de crecimiento. Es la escuela en la que tenemos que aprender la verdad en la práctica; pero, con todo, se trata de la aplicación y de la profundización en nuestras almas de aquello que ya tenemos en la gracia de Dios. “No os he escrito”, dice el Apóstol, “como si ignoraseis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira procede de la verdad” (1 Juan 2). Ésta es la porción de cada hijo de Dios.
Pero este mismo privilegio indica el gran punto esencial de parte del hombre a fin de ser un adorador. El hombre, como tal, a no ser que nazca de Dios, es incapaz de adorar a Dios no más capaz de ello que un caballo sea capaz de entender ciencia o filosofía. Niego enteramente y en principio que haya ninguna capacidad en el hombre, tal cual él es naturalmente, para adorar a Dios. Tiene que ser una nueva criatura en Cristo; precisa poseer de una nueva naturaleza que es de Dios, a fin de ser capaz de comprender o de adorar a Dios. No que el simple hecho de la vida eterna, que cada alma recibe al creer en el Hijo de Dios, sea lo único que califica para adorar; pero tampoco Dios la da sola. Él ha dado provisión de otros medios de la mayor importancia, y los ha concedido no solamente a algunos, sino a todos Sus hijos. No obstante, y es lamentable decirlo, en muchos casos puede obstaculizarse la patentización y el goce de esta gran gracia. Puede que sea a duras penas posible discernir bien la capacidad divina, bien el poder de adoración. Pero siempre tenemos título a contar con el Señor, con la infalible verdad de Su Palabra, y con la plenitud de Su gracia.
Si Dios ha dado una nueva vida a Sus hijos, y los ha reconciliado a Sí mismo mediante Aquel que ha llevado los pecados de ellos sobre Su propio cuerpo en la cruz, ¿para qué fin se ha llevado esta obra a término? Indudablemente que para Su propia gloria y debido a Su propio amor; pero constituye una parte de esta gloria y una respuesta a Su amor que Él llama a Sus hijos a la alabanza así como a Su servicio ahora. Y tenemos ante nosotros la consideración de este mismo tema la adoración cristiana, que demanda el don del Espíritu de Pentecostés tanto como puedan hacerlo la asamblea o el ministerio — una parte del homenaje de los hijos de Dios, y una vuelta de corazón que Dios demanda de todos los que son Suyos.
Así, el primer gran requisito para el hombre, a fin de adorar como cristiano, es que sea nacido de Dios como objeto de Su gracia en Cristo, y que reciba al Espíritu Santo para que more en él. El Señor enseña este principio en la respuesta que le da a la mujer de Samaria — “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú Le pedirías, y Él te daría agua viva”. Ahí tenemos, por así decirlo, el meollo de la adoración — “Si conocieras el don de Dios”. No se trata de la ley, aunque sea del mismo Dios, aunque ella ni la ley conocía como los que estaban bajo ella; porque los samaritanos eran un pueblo mestizo, gentiles en realidad, aunque parcialmente judíos en profesión y en forma. Pero incluso si la ley de Dios hubiera sido conocida en toda su plenitud, no distorsionada ni corrompida por el hombre, cierto es que no hubiera sido adecuada para la adoración cristiana. Pero la Palabra fue: “Si conocieras el don de Dios” — Su libre don; si conociera a Dios como Dador — que Él está actuando en base de Su libre plenitud y amor. Ésta es la primera verdad. Pero en siguiente lugar, “Si conocieras [...] quien es el que te dice: Dame de beber; tú Le pedirías, y Él te daría agua viva”.
Durante todo el tiempo que Dios dio Su aprobación a la ley como sistema, Él moró en espesas tinieblas; esto es, no se revelaba, sino que se escondía, por así decirlo. Pero cuando el Hijo unigénito declaró al Padre, Dios no ocupó ya más la posición de acreedor del hombre, que era necesariamente la forma en que la ley presentaba Su carácter. Naturalmente que este carácter era recto, y justo, y bueno, como el mandamiento mismo; y el hombre hubiera debido inclinarse y haber correspondido a Su demanda. Pero el hombre era un pecador; y el efecto de apremiar la demanda fue el de exponer con más claridad aun los pecados del hombre. Si la ley hubiera sido la imagen de Dios, como algunos teólogos ignorantes y perversos enseñan, el hombre se hallaría perdido y dejado a un lado sin remedio. Pero esto está lejos de ser verdad. La ley, aunque de Dios, ni es Dios ni un reflejo de Dios, sino solamente la medida moral de lo que el hombre pecador debe a Dios. Dios es luz; Dios es amor; y si el hombre se halla en lo más profundo de la necesidad, Él da libre y plenamente, como corresponde a Su naturaleza. Ciertamente, esto es lo que sale de Él, y lo que es Su deleite. “Mejor es dar que recibir”. Sería cosa extraña que Dios fuera defraudado de aquella que es la más bendita de las dos cosas. Según la ley Él hubiera debido ser un receptor, si el hombre no se hubiera arruinado. En el Evangelio Él es inequívocamente el Dador y, lo que es más, un Dador de lo mejor de lo Suyo a aquellos cuyo único merecimiento es la destrucción eterna.
Pero esto se hace solamente posible a través de la gloria y de la humillación del Hijo de Dios, descendiendo y sufriendo hasta lo indecible por los pecadores. Cuán hermosa y verdaderamente dice entonces el Señor: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú Le pedirías, y Él te daría agua viva”: en otras palabras, si ella hubiera conocido la gracia de Dios y la gloria de Aquel que hablaba libremente con ella, ella hubiera buscado y hallado todo lo que anhelaba. Poco sospechaba ella quién era Aquel hombre humilde a quien tenía solamente por un judío, aunque se asombrara de que un judío pudiera ser tan solícito y rebajarse ante una mujer samaritana. Bien poco se imaginaba ella que se hallaba ante el Señor Dios del cielo y de la tierra, el unigénito en el seno del Padre, si ella hubiera conocido algo de esto, Le hubiera pedido y Él le hubiera dado agua viva. Por esta agua “viva” se entiende al Espíritu Santo. Así tenemos, de una u otra manera, a toda la Trinidad mencionada de una u otra forma en este versículo. La propia gracia de Dios es el primer pensamiento, la fuente; tenemos a continuación la gloria de la Persona del Hijo, y Su presencia en humillación entre los hombres en la tierra; finalmente el Hijo da conforme a Su propia gloria agua viva — el Espíritu Santo — a las almas sedientas y necesitadas. ¿Es acaso necesario decir que nadie sino una persona supremamente divina podría impartir tal bendición?
Aquí tenemos, pues, el testimonio por parte de nuestro Señor Jesús de las bases necesarias para la adoración cristiana: ante todo, Dios revelado como Lo es en el Evangelio, en contraste con la ley — Dios en Su gracia; en segundo lugar, el Hijo descendiendo en perfecta bondad, y dispuesto a ser el deudor del hombre en lo menos a fin de que Él pudiera bendecirle en lo más mediante un amor que puede ganarse a los más descuidados y endurecidos. Y, en tercer lugar, el don del Espíritu Santo. ¡Qué no será la adoración cristiana en su verdadero carácter y objeto en la mente de Dios, si son necesarias todas estas cosas a fin de que pueda tener lugar! En su misma existencia supone de parte de Dios una revelación plena de lo que Él es en Su propia naturaleza y en Su gracia al hombre. Asume que el Hijo ha venido entre los hombres en amor para hacer efectiva esta revelación quitando los pecados mediante el sacrificio de Sí mismo. Supone también que el corazón, despertado a sus verdaderas necesidades, ha pedido y recibido del Señor agua viva, el Espíritu Santo, no solamente como el agente de la vida y de la renovación, sino como un manantial interior de refrigerio continúo saltando a vida eterna.
Consiguientemente, algo más adelante del capítulo tenemos una instrucción más desarrollada acerca de este tema, aunque hemos tenido el fundamento de ello en el versículo 10. La mujer, al serle tocada la conciencia, y al darse cuenta de que estaba en presencia de un profeta, aunque no reconociendo en Él al Mesías aún, puso ante Él sus dificultades religiosas para que les diera solución, teniendo la certeza de que Él traía la verdad de Dios — “me parece que Tú eres profeta”. Señalemos de pasada que la idea esencial de un profeta, tanto en el sentido del Antiguo como del Nuevo Testamento, es tal que lleva la conciencia directamente ante la presencia de Dios, para así tener Su luz derramada sobre el alma. Hubo muchos profetas que poco predijeron, pero no por ello eran menos profetas. Hallándose entonces en presencia de uno que podía anunciarle la verdad de Dios, ella desea tener respuesta a las cuestiones que había en su alma. Se dirigió a Él con aquello en lo que en toda época y en todas partes ha tenido y debe tener un interés máximo y sin rival. El mundo mismo, ciego y muerto, no luchará por nada más intensamente que por su religión. Había diferencias entonces como ahora. “Nuestros padres”, dijo ella, “adoraron en este monte; y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar”. El Señor le dice solemnemente: “Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre”. La reprende también: “Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos”. Es evidente que fueran las que fueran las esperanzas de salvación prometidas a los judíos, éstas se basaban en su fe en Cristo. Pero en tanto que Él vindica la posición (que no la condición) de los judíos, proclama también el amanecer de un día más radiante: “Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque también el Padre tales adoradores busca que Le adoren”. Él podía hablar así de clara y poderosamente debido a que Él era Él mismo el Hijo en el seno del Padre, y tenía título, en virtud de la gloria de Su Persona, a introducir una adoración apropiada a Su propio conocimiento íntimo y revelación perfecta del Padre.
Sigue a continuación el carácter pleno y distintivo de la adoración cristiana. Se da a conocer a Dios como un Padre llamando y adoptando hijos; más aún, que está buscando hijos. En esto es que sale la plenitud del amor divino del cielo y para el cielo. En Israel las personas tenían que buscar a Jehová, y ello mediante unos ritos y rígidas ceremonias cuidadosamente prescritas: tan solo de aquella manera podía el pueblo elegido en su adoración presentarse y aparecer ante Dios. A pesar del cuidado más estricto, nadie podía comparecer a Su misma presencia — ni siquiera el mismo sumo sacerdote; y si le hubiera sido posible a él aproximarse y quedarse cerca, no hubiera sido a Dios revelado como Padre. Dios no era más Padre a Aarón, o Finées, o Sadoc, que lo era al último miembro de la más oscura tribu de Israel. En aquel tiempo Dios no se manifestaba de esta manera. Pero ahora la hora estaba viniendo, y en principio había llegado, en que el Padre estaba buscando adoradores. El sistema judío había sido juzgado, y hallado falto, y estaba ahora sentenciado. Ante Dios el santuario terreno estaba ya caído, y Cristo era el verdadero templo. El Hijo de Dios había venido, y esto no podía por menos que cambiar todas las cosas — no solamente a enseñar, sino a cambiarlo todo. No es entonces para asombrarse que hubiera, en y mediante Su presencia, una nueva revelación, plena, de Dios, una declaración del nombre del Padre. Aquí Cristo da a conocer lo nuevo en este punto de vista; cómo tenía que desvanecerse la adoración terrena, no meramente en el monte Gerizim, sino incluso en Jerusalén; que se trataba a partir de ahora de una cuestión de adorar al Padre, y esto en espíritu y en verdad; porque, maravilloso es decirlo, ¡el Padre estaba buscando los tales que Le adoraran!
¡Qué verdad! ¡Dios el Padre saliendo en Su propio amor incausado, creador, en busca de adoradores! Naturalmente, Él estaba cumpliendo esta obra por Su Hijo, y en la energía del Espíritu Santo. Con todo, éste era el principio, en contraste directo con la naturaleza y el judaísmo — que el Padre buscara adoradores. No solamente se trataba de un carácter enteramente nuevo de adoración, apropiado a la nueva revelación de Dios, y demandándola, sino que necesariamente apagaba totalmente las antiguas lámparas del santuario todavía reconocido del judaísmo. No solamente quedaba condenada más que nunca la adoración falsa de Samaria, sino que el resplandor del cielo, ahora brillando libremente, eclipsó los débiles rayos que en Israel tenían la misión de hacer por lo menos que se pudieran apreciar las tinieblas, y mantener un testimonio a la luz que iba a venir. Lo que había sido reconocido y utilizado por parte de Dios temporalmente estaba ahora pasando a ser algo sin valor y un estorbo; y Dios, como sería de esperar, introdujo con toda justicia el inmenso cambio. Hasta este momento el hombre había estado bajo prueba. El judío, como muestra de hombre elegido y favorecido, estaba siendo probado: ¿Y cuál fue el resultado? La cruz y la vergüenza del Señor Jesucristo. Rechazaron y mataron a su propio Mesías, sabiendo bien poco que Él era Jehová, Dios sobre todo, bendito para siempre. En justicia, por ello, y después de un largo ejercicio de paciencia, los judíos fueron puestos a un lado. Tal fue el desarrollo moral de los caminos de Dios. No había nada arbitrario, como cada uno de los que creen lo que Dios declara en Su palabra con respecto al rechazo del Mesías por parte de Israel tiene que ver y sentir en el acto. En la vida y en el ministerio de Cristo hubo una manifestación de tal gracia y paciencia como jamás se había testificado, ni tan solo concebido, en la tierra. Pero ahora había llegado el fin para Dios. Los judíos, con su conducta, estaban deshaciendo los últimos lazos que un pueblo en la carne pudiera tener con Dios. Al rechazar a su Mesías se rechazaron a sí mismos. Pero cuando la cruz constituyó un hecho, y la redención fue consumada, cuando Jesús fue resucitado de los muertos, la gracia y la verdad que habían venido con Él brillaron en Su obra en la cruz, y la abundante redención, no prometida ahora, sino cumplida, fue dada a conocer por el Espíritu Santo. Consiguientemente, aquellos que creyeran se hallaban en la capacidad de adorar al Padre. No se trata meramente de que tuvieran fe en el Mesías, porque esta fe la tenían ya cuando Él estaba aquí. Pero ahora que tenían redención en Él por Su sangre, el perdón de los pecados; ahora que Cristo había dado a conocer a Dios mismo como Su Padre y el Padre de ellos, Su Dios y el Dios de ellos (y esto en el poder y en la presencia del Espíritu Santo enviado del cielo), podían aproximarse al lugar santísimo, y adorar en verdad al verdadero Dios; podían decir, no solamente mediante el Señor Jesús, sino con Él, “Abba, Padre”.
No solamente se necesitaba la vida espiritual y la redención, sino que también se precisaba del Espíritu Santo; y consiguientemente el Señor añade aquí que “Dios es Espíritu; y los que Le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que Le adoren”. Señalemos la diferencia del lenguaje. Cuando Él habla de Su Padre buscando adoradores, se trata de la pura gracia que surge libremente; se trata de Él que está buscando. No se trata meramente de que acepte la adoración de Su pueblo, sino de que busca adoradores. Pero recordemos que nuestro Padre es Dios. Es una cosa fácilmente olvidada, por extraño que resulte decirlo; pero esto surge de nuestra carnalidad, y no de nuestro privilegio que tenemos, en Su misericordia infinita, de cercanía a Él, que no debiera en ningún grado difuminar, sino incrementar y fortalecer nuestro sentido de Su majestad. “Dios es Espíritu”, dice Él; “y los que Le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que Le adoren”. Hay aquí una cierta necesidad moral, sin la cual no se puede pasar. La verdad es que Cristo crea, en tanto que la ley nunca lo hace. La ley mata; ¿qué otra cosa pudiera o debiera hacer a criaturas pecadoras? Sería una ley mala si nos dejara tranquilos. Si yo merezco morir como hombre culpable responsable ante Dios, entonces, digo yo, la ley es justa, santa, y buena en condenarme. Es el papel exclusivo del Salvador el de darme vida, y no esto meramente, sino de darme vida por Su muerte y resurrección, sin pecado, raíz o fruto, para que pueda estar yo en Él, poseído de una nueva naturaleza, totalmente liberada por gracia de la miseria, culpa, poder y juicio del hombre viejo.
Éste es el lugar para cada cristiano. Estos son los elementos sencillos, pero de la mayor bendición, de su vida y de su posición ante Dios; pero, ya que son inseparables del don del Espíritu Santo, así Él es absolutamente imprescindible para que podamos adorar a nuestro Dios y Padre; y es con éste y otros propósitos que nos es dado. Así, vemos el significado del agua viva. “El que bebiere del agua que Yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que Yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”. Es el Espíritu Santo dado por Cristo para que esté en el creyente; sin Él no puede existir el poder ni la capacidad de la adoración. Pero Él es dado, y la hora de la adoración cristiana ha llegado ya en el sentido más estricto.
Y vosotros que estáis aquí reunidos esta noche, ¿estáis dispuestos a reconocer, por cualquier consideración que sea, una adoración que no sea de este carácter? Vosotros especialmente, los jóvenes, y también, quizás, poco arraigados en la verdad de Dios, oíd bien. Podéis ser tentados, no solamente debido a una apetencia del mundo y de su adoración, sino que tenéis parientes, amigos, relaciones, que creen que es muy duro de vuestra parte que no os unáis a ellos. ¿En qué? ¿En adoración cristiana? En ello uníos a ellos totalmente. En todo lugar y en todo momento en que halléis adoración en espíritu y en verdad, no temáis tomar parte; buscadlo, sí, buscadlo intensamente. Más bien os preguntaría, ¿estaríais dispuestos a dejar de lado esta adoración por aquella que hace todo lo que puede para volver a la montaña de Samaria, ya que no puede llegar a Jerusalén; por un servicio religioso que es a la vez falso y formal; y un orden que mezcla algunos adoradores genuinos en una multitud de adoradores falsos? ¿Cuántos hay en la actualidad que, pretendiendo de palabra poseer una liturgia celestial, pasan en realidad rápidamente a través de ella con un evidente desinterés que demuestra que el sermón es todo lo que les interesa? Uno se imagina que se trata de personas que todo lo que quieren oír es el camino de salvación, en lugar de ser hijos de Dios, llamados y capacitados para adorar al Padre en espíritu y en verdad. Pero ésta es la miseria que proviene de estar en una posición que está atada a lo que ellos aprecian en la carne y en el mundo; posición en la que no se puede conocer ni se conoce la adoración al Padre según Su Palabra.
Admito que incluso tal cosa es mejor que pertenecer a otra clase de religionistas, nominalmente en la misma secta, que estando en ignorancia de la redención de Cristo, aguantan el discurso evangélico por mor de los servicios, cuya oscuridad les es deleitosa, debido a que se corresponde con la propia condición de ellos. La adoración carnal es apropiada a un estado carnal.
Mi acusación no estriba en que un hipócrita pueda estar entre los verdaderos — es indudable que estos se deslizan por todas partes. El punto principal en que insisto es en el error y pecado de abrazar al mundo en una adoración conjunta a Dios debido a un falso principio, que es sumamente común en la actualidad, y a los ojos de algunos de lo más deseable. Es evidente que no se trata de una adoración cristiana; pero a pesar de todo recibe este nombre; es aceptado y justificado como tal; y el rechazo del tal es popularmente presentado como el fruto de un espíritu censor y falto de amor, en lugar de ser considerado como lo que es, un deseo que surge del corazón de cumplir la voluntad del Señor. Adoración no la pueda haber, a no ser que se tome el terreno de la gracia: tiene que ser en el Espíritu, nada menos que la vida divina y el poder del Espíritu Santo obrando en el adorador.
Insisto, no debiera ser muy difícil discernir donde se halla la adoración cristiana. Se puede ver fácilmente dónde no está. ¿Cómo puede estar donde no hay un reconocimiento de la asamblea de los fieles en separación del mundo? ¿Dónde formularios humanos desplazan en buena medida la Palabra divina? ¿Dónde el Espíritu Santo no es aceptado para que obre según el orden establecido en las Escrituras? ¿Donde cualquiera puede hallarse en la membresía, y los inconversos pueden unirse o incluso conducir los más serios servicios? El efecto invariable es que como no se puede levantar al mundo a las alturas de la fe, los creyentes que lo mezclan todo indiscriminadamente tienen que descender al nivel del mundo. Por ello, pueden introducirse, gradualmente los hermosos edificios, las ceremonias imponentes, la música conmovedora, el sentimiento poético, allí donde la adoración cristiana es desconocida u olvidada. De ahí también la necesidad de un orden legal, porque parece temerario confiar en la gracia de Dios.
Se pueden tener adoradores cristianos en este estado de cosas; porque no quiero exagerar: pero no puede haber adoración cristiana. ¿Lo dudáis? Quizás porque nunca hayáis conocido realmente lo que es la adoración. Esto es en gran medida lo que sucede en la actualidad. Los pensamientos de los cristianos son sumamente vagos, informes, y oscuros, de manera que para muchos de ellos se pierde el significado mismo de la adoración. ¡Cuántos de ellos llaman al edificio en el que se van a reunir un lugar de adoración; y cuando van a escuchar algo, creen y dicen que van a adorar! ¿No demuestra todo esto que la misma idea de adoración es desconocida? Tampoco esto tiene por qué causar asombro. La verdad es que hay mucha predicación de Cristo en nuestros días, mucho que está calculado para despertar y también para ganar almas, pero, ¿dónde tenemos una plena exposición del Evangelio de la gracia de Dios? Que Cristo sea predicado es algo por lo que tenemos que dar gracias a Dios. Las almas son convertidas, y aprenden, hasta allí adonde llega el testimonio ortodoxo normal, lo que es totalmente cierto de sus pecados y del peligro en que se hallan; pero queremos que se proclame plenamente el evangelio de Dios — el evangelio tal como lo vemos expuesto en las epístolas — las gratas nuevas no solamente de que la obra de Cristo ha quitado el pecado, sino que el creyente se halla en una nueva vida y en una nueva relación con Dios, de la cual el Espíritu Santo es dado como el sello. Allí donde esto es un hecho conocido, la adoración es el fruto simplemente necesario; el corazón, puesto así en libertad por la gracia, sale a la presencia de Dios en acción de gracias y en alabanza.
Así, en el capítulo con el que empezamos, el creyente disfruta no solamente de una nueva vida que se le comunica, sino de un manantial de agua dentro de él, que salta a vida eterna. Así, mediante la energía del Espíritu Santo que nos es dada, poseemos, y ello de una manera consciente, una paz perfecta y imperturbada, y no podemos dejar de alentar el gozo de nuestras almas redimidas para la alabanza de nuestro Dios Salvador. De hecho, puede que esto no se halle entre los hijos de Dios; relativamente hablando solamente en unos pocos, debido a que, en general, allí donde hay una percepción de Cristo, ponen la ley en lugar del Espíritu Santo, y así caen en la incertidumbre que, invariablemente, allí donde exista la conciencia, brota de la ley así mal utilizada, en lugar de disfrutar de la luz, y del poder, y de la paz en Cristo y en Su redención, que constituye el fruto propio del testimonio del Espíritu Santo acerca de Cristo y del hecho de que Él mora en el creyente. Es solamente en este caso que se puede tener adoración cristiana. Pero no solamente esto: porque Dios es Espíritu, y la consecuencia de ello es que la adoración cristiana repudia la formalidad. “Dios es Espíritu; y los que Le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que Le adoren”. Ahí tenemos revelada la naturaleza de Dios, y de ahí se deduce la necesidad moral de adorarlo en espíritu y en verdad, no según una forma terrena o una voluntad humana.
Ésta es, pues, la fuente, la base, y el carácter de la adoración cristiana. Pero tenemos otro elemento adicional cuando proseguimos con las posteriores instrucciones del Nuevo Testamento. En 1 Co. 14 la hallamos relacionada con la asamblea. Aprendemos allí sobre qué principio, y por quién, se da adoración a Dios. Ésta es una importante adición a nuestro conocimiento de la voluntad de Dios. Nadie pretende ni por un momento que el evangelio no deba ser predicado, ni que los creyentes no deban ser instruidos en la verdad. Éstos son deberes claramente conformes con las Escrituras. En ellas tenemos una completa provisión para todo aquello que pueda ser necesario para el bien de la iglesia, y para el bienestar de las almas; tenemos a la vez el principio y el hecho de que todo servicio cristiano se halla establecido de la manera más clara en la Palabra de Dios. Entre todo ello no hay duda alguna acerca de la manera en que se deba llevar a cabo la adoración cristiana. Hemos visto que no hay nadie que pueda rendir a Dios una adoración aceptable salvo los cristianos: De ella queda claramente excluido el mundo, según las enseñanzas de las Escrituras. No se trata de cerrar la puerta, ni de excluir a nadie del lugar donde los fieles se reúnen; pero se hallan incapacitados para rendir una adoración propia y aceptable a Dios, debido a que ni tienen la nueva naturaleza, ni el Espíritu Santo, quien es el único poder para la adoración; tampoco conocen la redención, que es la base de la adoración, ni tampoco conocen al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo que, juntamente con el Hijo, es el objeto de la adoración. Así, desde todos los puntos de la vista, el mundo queda necesariamente afuera del palio de la adoración cristiana, y el haber introducido al mundo constituye una gran parte del pecado y de la ruina de la cristiandad.
De nuevo tenemos en 1 Co. 14 el puesto que la acción de gracias tiene en la adoración de Dios; y ello relacionado no solamente con el individuo, ni con una clase separada, sino con el orden y la operación de Dios en la asamblea. Por ello leemos (v. 15), “¿Qué, pues? Oraré con el espíritu, pero oraré también con el entendimiento; cantaré con el espíritu, pero cantaré también con el entendimiento”. Por importante que sea el canto, su fin no es evidentemente el dulce son que tiene: lo esencial, como se nos dice, es “cantar con el espíritu y también con el entendimiento”. ¡Qué prueba de que Dios busca el servicio inteligente de Su pueblo! Así, leemos en el versículo 16, “Porque si bendices sólo con el espíritu, el que ocupa lugar de simple oyente, ¿cómo dirá el Amén a tu acción de gracias? pues no sabe lo que has dicho”. Si en la adoración cristiana hubiera expresión en una lengua desconocida al dar gracias o al bendecir a Dios, se traspasarían las normas de edificación de la asamblea, debido a que se dejaría de lado a aquellos que no pudieran decir “Amén” de una manera inteligente. Este pasaje se utiliza también para mostrar que la acción de gracias y la bendición, así como el canto, y otros componentes de la adoración que nos son familiares, se hallaban desde el principio en la asamblea cristiana.
Pero precisamente ahí se halla la dificultad. Miremos a la derecha o a la izquierda — mirad a donde queráis: ¿dónde halláis la asamblea cristiana? ¿Dónde se halla la reunión de los hijos de Dios en el nombre del Señor Jesús dedicados a la acción de gracias y a la bendición, a la alabanza y al canto, como leemos aquí? Y, con todo, la asamblea de Dios, reunida como tal, es esencial para la adoración cristiana. Pudiera haber los mejores hombres elegidos para llevar el servicio, y también el orden de la alabanza y de la oración pudiera ser tan impecable como abiertas a la crítica son las liturgias existentes. ¿Pero qué entonces? ¿Sería esta la adoración de la familia de Dios? Si no, ¿cómo puede ser verdaderamente de carácter cristiano? Dios busca la adoración de Sus hijos en el Espíritu. ¿Dirá alguno que después de todo se trata solamente de la ligera diferencia de que sean varios los que tomen parte, en lugar de solamente uno? Pero, por grave que pudiera ser, tal diferencia no constituye el punto esencial, sino esto — que pueda haber una perfecta apertura para la acción del Espíritu mediante aquel por medio del cual Él se complazca en hablar. No se trata por tanto de una cuestión de que se trate de un hombre o de media docena. En algunas ocasiones el Espíritu Santo pudiera utilizar a uno o dos; en otras, a más de seis en varias formas. Lo que demanda la Escritura es que haya fe en la presencia del Espíritu, demostrada al reconocerle a Él Su debido derecho a emplear a tantos como Él quiera. No se trata, por tanto, de una mera cuestión de uno, ni de unos pocos, ni de muchos oradores para dar las gracias, o para bendecir, o para tomar parte en actos de adoración cristiana. La característica real y esencial es que el Espíritu Santo, hallándose Él presente, sea tenido en cuenta, y que se tenga en cuenta el empleo que Él haga de este o de aquel cristiano como Él quiera. En una asamblea en la que haya muchos hombres espirituales, sería sorprendente si tan solamente uno o dos de ellos tomaran una parte activa en la adoración del Señor. Con todo esto, sea que sean pocos o muchos los que hablen en un momento dado, el único modo por el que se hace aceptable la adoración es allí donde se reúne toda la asamblea en la libertad del Espíritu, con corazón y mentes unidos, en la ofrenda de sus alabanzas y acciones de gracia a Dios por medio del Señor Jesucristo. El Espíritu Santo, actuando en la asamblea mediante sus miembros, puede ver adecuado el emplear a uno o a doce para que proclamen las alabanzas apropiadas a Su intención, y ello conforme a la condición de la asamblea. Y ¿qué hay que pueda ser más dulce para todos, sea que sean así empleados o no como canales audibles de adoración, que el tener la consciencia de que el Espíritu Santo se digna de hecho en guiar en cada uno y en todos? El punto que tiene valor es que Él sea libre para dirigirlo todo para la gloria de Cristo.
Hay otra observación de tipo práctico que debe hacerse en cuanto a la adoración. Tenemos que guardarnos en contra de introducir en la asamblea nuestros propios pensamientos de la adoración que tenga que ofrecerse a Dios. Un individuo puede dar un himno que a él le guste para que sea cantado, y que puede que sea no solamente bello sino además verdadero y espiritual en sí mismo; pero puede que sea un fallo de su parte el darlo — un himno totalmente inadecuado para la ocasión en que él desea que se cante. De nuevo, puede que haya algunos afuera de la asamblea, conocidos o desconocidos que, por curiosidad, vengan a ver qué es la adoración. Y ¿vais vosotros acaso, temiendo que se asombren del silencio de vez en cuando, a leer un capítulo, o a proponer un himno bello? ¿Tengo acaso que mostrar que un acto así es indefendible, y que está por debajo del carácter de las personas que creen en la presencia del Espíritu Santo? Algunos podrán pensar que hay libertad para hacer esto o algo parecido, pero, ¿quién puso estos pensamientos en la mente? ¿Creéis que el Espíritu Santo se halla preocupado por lo que puedan decir o pensar los de afuera, ni por nada por el estilo? ¿No está al contrario lleno de Sus propios pensamientos sobre Cristo, y comunicándonoslos? Por ello, lo pertinente a hacer en tales circunstancias es quitar la mirada de sobre nosotros mismos y de aquellos dentro y afuera, dirigiéndola a Dios a fin de que Él, obrando por el Espíritu, nos pueda dar comunión con los pensamientos presentes del Espíritu de Dios sobre el Señor Jesucristo.
Cuando tal es el caso, ¡cuán simple es el brote de acción de gracias por Sus misericordias especiales a nosotros y a todos los santos! ¡Cuán fragante el sentido que Dios nos da de Su deleite en Cristo! ¡Qué alabanza de Su gracia! ¡Qué anticipaciones de Su gloria, y de Cristo mismo allí! Todos estos y más aún son solamente ingredientes; y predominarán de varias maneras en la forma que el Señor lo vea adecuado. Incluso un carácter inferior de adoración es, si está apropiado a un estado determinado, más agradable a Dios, a mi juicio, que cualquier línea elevada que no posea la energía presente del Espíritu de Dios conectada con ella.
Más acerca de las críticas: No puedo creer que la asamblea de Dios sea el sitio correcto para que nadie se ponga en pie y muestre en ella su superior sabiduría; por el contrario, ella es, por encima de todas las ocasiones, el lugar para que los más grandes muestren su pequeñez delante de Dios. Pueden surgir ocasiones y circunstancias en que un juicio de lo que se está dando no sea un error, sino un deber; pero la asamblea de Dios no es el lugar para un curso tal de acción. ¿Puedo tomarme la libertad de aplicar a esto lo que el Apóstol establece con respecto a otra innovación: “Si alguno quiere ser contencioso, nosotros no tenemos tal costumbre, ni las iglesias de Dios”? ¿Cómo, dónde, pudiera uno hallar una práctica así en la Palabra de Dios? Ni me confino aquí, ni en estas observaciones en general, a un texto limitado, sino que estoy hablando de todo el tenor, y esencia, y objeto de todo lo que nos es dado en las Escrituras. Consiguientemente, así como no hay autorización para ello, el resultado no puede ser otra cosa que pernicioso. ¿Qué otro efecto puede tener la crítica en la asamblea de Dios sino la siembra de discordia y de distracción allí donde debieran prevalecer la unidad y la concordia? Y a pesar de todo puede que sea una cosa que se hace demasiado a menudo; es en contra de ello que quisiera advertir fervientemente a mis oyentes. Todos somos propensos a cometer equivocaciones, y todos merecemos ocasionalmente el ser corregidos; pero, como norma general, los comentarios acerca de otro están fuera de lugar en la asamblea cristiana. Existe un tiempo y un lugar apropiados para cada verdadero deber; y nunca puede ser justo tratar de rectificar una equivocación mediante otra, por muy piadosa que sea la intención.
A continuación, con respecto al partimiento del pan, serán suficientes unos pocos pasajes. La Cena del Señor, no el bautismo, fue revelado por el Señor, como todos sabemos, al Apóstol Pablo, como se expone en la misma epístola (1 Co. 11), de la cual ya se ha citado mucho. Es una institución santa, íntimamente ligada con la unidad del cuerpo de Cristo, constituyendo la expresión exterior distintiva de ella, lo que fue precisamente misión especial del Apóstol Pablo el desarrollar. Él no había enviado a Pablo a bautizar, como él mismo dice, sino a predicar el evangelio. No hay la menor duda de que él bautizara, ni tampoco de que fuera perfectamente correcto de su parte que bautizara. Pero el bautismo, tan expresamente encomendado a los once, después de la resurrección del Señor, no constituye solamente una observancia iniciadora sencilla “un bautismo” — sino que es para cada individuo la confesión de la verdad fundamental de la muerte y resurrección de Cristo. El sujeto del bautismo se manifiesta como un creyente en Aquel que murió y resucitó; ya no se trata por tanto más de un judío, ni de un pagano, sino de un confesor de Cristo. La Cena del Señor, por otra parte, pertenece a la asamblea, y forma un objeto importante y conmovedor en la adoración de los santos de Dios. Es primariamente y estrictamente la señal permanente de nuestra sola base; constituye el testimonio de Su amor hasta la muerte, y de Su obra, en virtud de la cual podemos nosotros adorar. No es de asombrar entonces que tengamos al Apóstol Pablo mostrando el lugar solemne y bendito que la Cena del Señor tiene en las revelaciones que el Señor le concedió: “Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es Mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de Mí. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en Mi sangre, haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de Mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que Él venga”. Es evidente, a la luz de esta afirmación, el puesto importante y prominente que tiene la muerte del Señor en Su Cena. No se puede permitir por un momento que el gozo, ni el resplandor del favor de Dios en el cielo, ni la consiguiente comunión, ni las esperanzas de bendición eterna con Él, nos distraigan, o ensombrezcan la muerte del Señor. Pero también es cierto lo opuesto; porque cuanta más importancia central tenga la muerte del Señor ante el cristiano, todas estas cosas brillan no solamente más resplandecientemente, sino más dulce y conmovedoramente para el corazón. Y así es que el mismo hombre que fue el instrumento bendito de Dios para desarrollar en toda su extensión la verdad de los privilegios cristianos es el mismo que nos reúne alrededor de la muerte del Señor como aquello que atrae y llena de una manera preeminente los corazones de aquellos que aman Su nombre.
Está claro por Hechos 20:7 que los santos debieran partir el pan el primer día de la semana, no del mes o del trimestre. Pero se trata del día de la resurrección, no del día de Su muerte, como si se nos llamara en tal día al duelo por el muerto. Pero Él está resucitado, y por ello tomamos la Cena, con un gozo solemne y lleno de gratitud, en el día que nos habla de Su poder en resurrección. No puedo dejar de creer que el Espíritu Santo registra este día para nuestra instrucción, así como primariamente para el objeto que convocaba a los creyentes a la reunión. Es indudable que el Apóstol, yéndose después de una corta estancia, se dirigió a los que se habían reunido; pero ellos se habían reunido aquel día para partir el pan. ¿Hemos consentido a otros pensamientos o arreglos? ¿O actuamos como si creyéramos que el Espíritu Santo conoce y nos muestra la manera más buena, más verdadera, más santa y más feliz de complacer a Dios y de honrar a Cristo? La muerte del Señor mantiene constantemente ante el alma nuestra necesidad absoluta como habiendo sido una vez pecadores culpables, demostrado ello por la cruz; que nuestros pecados fueron totalmente borrados por Su sangre; la glorificación de Dios hasta, y por encima de, la muerte misma; la manifestación de una gracia absoluta, y con ello la justicia de Dios al justificarnos; la gloria perfecta del Salvador; — todas estas cosas, y una infinidad de otras, son traídas ante nosotros mediante estas palabras sencillas pero maravillosas: “La muerte del Señor”.
El tomar la Cena en recuerdo del Señor, y mostrar así Su muerte, es lo que nos reúne juntos en cuanto a nuestro deseo principal. No puede haber duda alguna acerca del significado de la Palabra de Dios, la cual lo registra para nuestro consuelo y edificación. Pero ¿cómo podríamos inferir que ésta es Su voluntad si consideráramos la práctica de los cristianos? Comparemos lo que hacen domingo tras domingo frente a las lecciones evidentes de las Escrituras, y la intención del Señor al revelarnos Su mente de esta manera, y digamos si en la mayor parte de las veces este memorial sencillo, conmovedor, no ha sido devaluado por los mismos verdaderos creyentes, y si su verdadero carácter no ha sido cambiado de forma universal en la cristiandad. No hablo de puntos de forma, sino de su principio — de una interferencia tal con respecto a su modo de celebración que difícilmente deja nada que sea conforme a la institución del Señor.
Librémonos de pensar que nada pueda ser de la misma importancia que el mostrar adecuadamente la muerte del Señor. La Cena del Señor demanda una importancia sobresaliente en la adoración de los santos. No que uno piense en el mero hecho de celebrarlo, con referencia al tiempo, en el momento central de la reunión. Ciertamente, es notable cómo el Espíritu Santo evita establecer leyes acerca de la Cena (y lo mismo es cierto acerca del cristianismo en general) circunstancia de la que los faltos de fe abusan, pero que da un alcance infinitamente mayor al espíritu de los afectos y de la obediencia cristiana. No obstante, podemos decir sin temor a errar que no se trata de una cuestión del instante en que tiene lugar el acto del partimiento del pan. La cosa de importancia suma es que la Cena del Señor sea el pensamiento que gobierne cuando los santos se reúnen para este propósito el día del Señor; que no las oraciones de muchos, ni las enseñanzas de nadie, le hagan sombra al gran objeto de la reunión. En el ministerio, por espiritual que éste sea, el hombre tiene su lugar; en la Cena, si es correctamente celebrada, solamente se exalta al humillado Señor. Pudiera haber ocasiones en que la conducción evidente del Espíritu lo adelanta, o lo pospone hasta adelantada la reunión, y así cualquier norma técnica con respecto a su limitación al inicio, en el momento central, o a su fin, sería una limitación humana sobre Aquel que es el único autorizado para decidirlo en cada ocasión.
Esta apertura puede parecer extraña a los que estén habituados a formas rígidas, incluso cuando no hay formularios rígidos, pero esta extrañeza aparente se debe más bien a su falta habitual de familiaridad con la verdadera presencia y conducción del Espíritu Santo en la asamblea. No obstante, allí donde queda abierta la puerta a la acción del Espíritu según las Escrituras, y allí donde la asamblea queda saturada de un sentido justo de lo que conviene, el Espíritu de Dios, de una u otra forma, según la verdad de las cosas que tenga a la vista, sabe cómo ajustar el momento adecuado así como también todas las otras cosas, y darnos el consuelo de Su guía, si tan solo el Señor es la confianza de nuestras almas.
Puede ser que algunas veces vais a la mesa del Señor y que salís decepcionados, debido a que no haya habido exposición de la Palabra, ni exhortación. ¿Es posible que se haya ido a recordar y a anunciar la muerte de Cristo, y que se salga de allí con un sentimiento de decepción? ¿Cómo puede ser esto así? ¿No es ésta la morbosa influencia del estado en que se halla la cristiandad? Es indudable que en el corazón natural hay aquello que sintoniza con lo que está ahora de moda, y que le gusta; y es fácil desear los apetitosos alimentos de Egipto, en tanto que el maná celestial es aborrecido como alimento ligero. Es indudable que hay dentro de nosotros mismos aquello que ayuda a lo que se halla afuera; pero es algo que es humillante y que aflige a mi propia mente que pueda parecer indispensable un discurso para adornar el partimiento del pan, y que haya un sentido de necesidad en una reunión en la que la muerte del Señor ha estado ante los corazones, ¡cuando se ha estado reunido alrededor del Señor a Su propio nombre con aquellos que Le aman! ¿Suponéis acaso que hay un servicio más aceptable para Dios mismo que el simple recuerdo de Cristo en Su propia Cena?
Pero, sea como sea que se valore esto, todo esto ha sido olvidado, llana y frecuentemente, y la Cena del Señor ha sido hecha, en muchos casos, no sola una cosa mucho más infrecuente de lo que la Escritura permite, sino que se ha manipulado su carácter propia, y se han dejado completamente a un lado los límites que el Señor mismo había establecido, de forma que la celebración ha llegado a ser cualquier cosa que los hombres quieran llamarle, excepto la Cena del Señor. Decid, si queréis, que se trata de un sacramento; pero podría dudarse que, si es así, se trate de la Cena del Señor. Los corintios acostumbraban a tomar una comida juntos el domingo; porque en aquellos tiempos los cristianos sentían fuertemente el carácter social del cristianismo, y es de lamentar que desde entonces se haya perdido tanto de vista. Después de la comida, celebraban la Cena del Señor. No obstante, el diablo consiguió introducir vergüenza y confusión entre los de Corinto mediante la licencia en esta fiesta; algunos de ellos se emborrachaban. Indudablemente, se trataba de una terrible deshonra para el nombre del Señor; pero difícilmente les conviene hablar duramente a aquellos que están prontos a pronunciar los más duros de los reproches. Tenemos que recordar que en aquella época acababan de salir del paganismo; y que acostumbraba a ser parte de la adoración de los falsos dioses el emborracharse en honor de ellos. Los gentiles no sentían la inmoralidad de ello de la manera que todo el mundo la conoce en la actualidad. No se creía que fuera una cosa impropia el excitarse así, y peor, en sus ritos religiosos y, ciertamente, en otras ocasiones. Es por ello probable que en esta iglesia acabada de nacer en Corinto no se contara una enormidad tal, como en la actualidad sabemos que es, que los cristianos se olvidaran hasta tal punto del Señor en el ágape. Lo que agravaba el pecado era que se mezclaba la Cena del Señor, entonces y allí, con el festín de amor. Tal conducta era subversiva del carácter de Su Cena. Comer y beber de esta manera era así comer juicio (1 Co. 11:29). Lo que había empezado en el Espíritu terminaba en la carne. Me refiero a esto meramente con el propósito de mostrar que, al introducir una forma de placer carnal en una asamblea tan santa, perdemos o destruimos su verdadera naturaleza y propósito.
Así, sin confinarnos a designar un cuerpo en particular, la práctica de designar a oficiales en particular, que tengan en exclusiva el derecho de administrar el pan y el vino a cada comunicante, es claramente contraria a la práctica de las Escrituras, y se opone patentemente a la evidente intención de Dios, tanto como la penosa conducta de los mismos corintios. Porque ¿qué es la Cena del Señor? ¿No se trata acaso de la fiesta de familia? Cuando uno perturba el orden entre los miembros de Su familia, o cuando se introducen aquellos que no pertenecen a Su familia, su carácter se ha perdido, ya no se trata más de la fiesta de familia. Asumamos entonces la suposición menos desfavorable de que se trate de una compañía cristiana, y de que se trate exclusivamente de cristianos. Suponiendo, además, que la administración, como dicen los hombres, de la Cena del Señor es confiada a un verdadero ministro de Cristo, o a todos los que son Sus ministros, como prerrogativa exclusiva de aquellos solamente que ministran — y con ello presento la forma más favorable que se pueda concebir para la noción popular — esto es, bajo cualquier circunstancia, una invención humana, no solamente sin la autoridad de Cristo, sino decididamente en contra de la doctrina y de los hechos registrados en las Escrituras. Admito plenamente el ministerio; pero la Cena del Señor no tiene relación alguna con ello. Hagamos una función necesaria de aquellos que tienen el gobierno el administrar el pan y el vino, y deja de tener siquiera un parecido exterior con la Cena del Señor. Viene a ser un sacramento, no Su Cena; una innovación manifiesta, un apartamiento decidido y completo de lo que el Señor ha dispuesto en Su Palabra. La idea misma de que una persona se ponga aparte y pretenda administrarla como un derecho altera y arruina la Cena del Señor. Aquella Cena, según las Escrituras, no deja lugar para la exhibición de la importancia humana en las pretensiones de un clericalismo; y menos que nunca cuando había apóstoles en la tierra. Bendecidos y honrados de parte de Dios como lo eran en la celebración de la Cena del Señor, ellos estaban allí en Su presencia como almas que habían sido salvadas del pecado y de su juicio mediante la muerte del Señor. En la reglamentación de las iglesias, en la elección de ancianos, en la designación de diáconos, tenían ellos su propio lugar de dignidad apostólica. La Palabra de Dios demuestra clara y plenamente que la administración de la cena por un ministro es un invento y una tradición de los hombres, totalmente carente del apoyo de las Escrituras.
Pero hay otro punto que a menudo perturba a algunas almas, y que pudiera acosar, incluso allí donde se parte el pan de una manera santa, sencilla, y escritural — el peligro de comer indignamente y de por ello incurrir en “juicio”. Permitidme que afronte esto en el acto mediante la certeza de que, aunque uno tiene que ser vigilante en contra de una participación descuidada, o indigna por alguna otra razón, no se trata aquí de condenación, que ciertamente perturbaría al creyente, desarraigándolo del consuelo del evangelio y de la línea general de la Palabra de Dios. Pero puede que algunos pregunten, ¿no es esto lo que dice la Palabra de Dios? No es de condenación de lo que aquí se trata. El Apóstol nos está mostrando en este pasaje lo esencial que es que vayamos a la mesa del Señor, a la cual estamos invitado cada día primero de la semana, para estar allí con corazones llenos del recuerdo agradecido del amor abnegado y sacrificado de Cristo, que murió en expiación por nuestros pecados a fin de que fuéramos salvados por Él. ¿Cuál es el resultado de un estado superficial y falto de atención en la Cena del Señor? Si tomamos el pan y el vino en aquella fiesta santa como comemos el alimento común que Dios provee para nosotros en nuestras propias casas, no discerniendo el cuerpo del Señor — en otras palabras, si comemos y bebemos indignamente, no es la Cena del Señor lo que estamos comiendo, sino más bien juicio para nosotros mismos. La mano del Señor estará sobre los tales, como el Apóstol muestra en el caso de los desordenados corintios; pero incluso en este grave caso, era expresamente un juicio temporal, a fin de que no fueran “condenados con el mundo”. Por otra parte, no hay excusas para ausentarse de la mesa del Señor. No hay forma de escapar a la mano del Señor, excepto por la propia humillación y la vindicación de Él mediante el juicio propio, y compareciendo entonces. La Cena del Señor no es más un dulce privilegio que un deber solemne para todos los Suyos, excepto para aquellos que se hallan bajo disciplina; y cuando pensamos del amor que Él nos ha mostrado en el sacrificio sin límites que Él ha hecho por nosotros — la liberación totalmente inmerecida que Él ha obrado por nosotros en Su propia humillación profunda y sufrimiento bajo la ira de Dios en la cruz, juntamente con todo el aliento lleno de gracia que Él nos ha traído para nuestra consolación, exhortación y apoyo en nuestro conflicto a través del mundo, no podemos sino considerar la agradecida conmemoración de la muerte del Señor como una obligación que no debiera ser dejada a un lado bajo ninguna circunstancia.
El fallo de otra persona no debiera mantenerme apartado a mí: si actuara justamente en una persona, debiera de impedir a todas. ¿Se tiene entonces que olvidar al Señor porque haya uno que merezca censura? Que el individuo que haya cometido la falta sea reprendido o que se trate con él de alguna otra forma según las Escrituras; pero mi lugar es el de “hacer esto en memoria de Cristo”. Además, tampoco me debiera mantener remiso el sentimiento de mi propia indignidad. “Pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan” — no que se mantenga aparte. El que se abstiene de la Cena del Señor está virtualmente diciendo que no es de Él.
Esto será suficiente en cuanto al partimiento del pan, por mucho que solamente se haya arañado el tema. Quedan por decir unas pocas palabras con respecto a la oración. Se comete muy frecuentemente un gran error con respecto a la oración. Algunas veces oímos hablar del “don de la oración;” pero ¿dónde lo hallamos? Mostradme un pasaje de las Escrituras en el que se hable del “don de la oración” en el sentido en que la gente utiliza comúnmente el término. ¿Cuál es el efecto? Que con frecuencia se obstaculiza a almas sencillas y modestas, que de otra manera se unirían de corazón a la oración en público. Pero no pueden considerarse dotados del “don de la oración”. Se atemorizan por lo que es solamente una mala manera de hablar — por lo que en realidad es, si ellos tan solo lo supieran, un error. La consecuencia que ellos sacan de ello es que se mantienen remisos, y se callan, cuando la reunión se beneficiaría en gran manera por su ayuda. ¿No hay algunos presentes aquí que bien saben que han tenido en muchas ocasiones el deseo de orar, y de expresar de esta manera la necesidad de la asamblea de Dios ante Él, pero que se han refrenado debido a que temían su carencia de un “don de oración”, y que pudieran ser incapaces de orar el suficiente rato, o de una forma aceptable a algunos a los que ellos han oído hablar insistentes acerca del “don de la oración”? ¿No es esto un hecho? Os apremio, queridos amigos, a que no escuchéis más sus voces, ni a vuestros propios pensamientos y sentimientos.
Examinad por vosotros mismos la Palabra de Dios, y hallaréis que el Apóstol establece (1 Ti. 2), incluso de manera perentoria, su deseo de que los hombres oren en todas partes.
Que se confíen al Señor sin duda alguna, y que recuerden al mismo tiempo que las Escrituras nunca señalan, en ningún caso, nada de un “don de oración”. Esto nos lleva a otro punto relacionado con el que acabo de tratar de exponer. Es en mi opinión una opinión perjudicial que aquellos que poseen un don ministerial deban ser considerados como las únicas personas apropiadas para levantar sus voces en la asamblea de Dios.

5ª Conf. - Los dones y los cargos locales: Efesios 4:7-11

Sentiría que mi tema esta noche era ciertamente seco y que prometía poco para el provecho de las almas, si tuviéramos que considerar solamente a los dones y a los cargos por ellos mismos. Es así que se consideran frecuentemente, y por ello este tema es propenso a llegar a ser no solamente una cuestión especulativa estéril para algunas almas, sino un lazo para otras — estéril para aquellos que, considerándolo desde adentro, creen que ellos por lo menos no tienen nada que ver con dones ni con cargos, y un lazo quizás con la misma frecuencia para aquellos que llegan a la conclusión de que es a ellos especialmente, si no exclusivamente, que les compete. La verdad es que estas funciones espirituales afectan de una forma intensa y material a la vez a Cristo y a la iglesia de Dios. Procedentes de Cristo, los dones fluyen del mismo depósito de la rica gracia en lo alto, de donde proceden todas las principales bendiciones características de la iglesia. Proceden de Él en lugares celestiales, y en ello es que hay la respuesta a gran parte de la aversión que algunos sienten a este tema, como si los dones ministeriales fueran tan solo un medio de dar importancia a los que los poseen. Difícilmente se puede pensar que tal giro sea otra cosa que una crasa perversión de lo que proviene de Cristo en el cielo. Cierto es que son de la más profunda de las importancias ante Dios, al dignarse Él a utilizarlos para la gloria de Su Hijo, y cierto es que la consideración de la luz que las Escrituras nos da acerca de este tema debiera ser preciosa para aquellos cuyo gozo y responsabilidad también es la de tener provecho de ello; y no en grado menor aquellos que tienen que vigilar de una manera personal y llena de celo cómo se utiliza el don de gracia de Cristo, no sea que se desvíe del objeto para el cual lo dio el Señor, para algún fin egoísta o mundano. Es evidente, creo yo, que la simple afirmación de la procedencia de los dones significa la eliminación de toda excusa para el engrandecimiento terreno, que en varias formas es la manera en que se utilizan los dones del Señor.
Pero se tiene que hacer además otra observación. No solamente surgen estos dones de Cristo de Él en el cielo, y que por ello tienen que rehusar, más que nunca, mezclarse con la vanidad de este mundo y con la soberbia del hombre (hablo, naturalmente, del don en sí mismo, y no de la perversión que la carne hace de él); sino que hay además otra faceta en estos dones, que para nosotros los creyentes en el Señor Jesús es de inmenso interés. Están estos dones esencialmente relacionados con el cristianismo, no en el lado contemplativo, sino en lo que es igualmente necesario, en su carácter activo y agresivo. Pero sea que se considere el origen o el carácter, todo se halla basado en una redención eterna que está ya consumada. Cuanto más se sopesan estas consideraciones, más evidente se hará la importancia que tienen; y tanto más, me parece, se verá que el tema de los dones de Cristo se hallan enteramente por encima del dominio terreno y estéril en el que por lo menos la teología quisiera consignarlos.
Además, ¿no se Le hace un tuerto a Dios y a Sus santos, cuando se considera que aquello que el Señor se ha dignado a darnos a conocer a Su Palabra — aquello que constituye, aplicado rectamente, una parte tan esencial de la bendición de la iglesia — como algo solamente secundario que puede tomarse o dejarse, a voluntad? De hecho, una indiferencia tal a Su verdad constituye un profundo deshonor que se Le hace a Él, y que invariablemente se corresponde con una pérdida para los santos que así dejan de lado Su voluntad. Tiene que ser evidente, si solo fuera por las Escrituras que acabamos de leer, que el Espíritu Santo no deja en absoluto el tema de los dones en un rincón oscuro — si es que hay los tales en las Escrituras — de donde podamos, si queremos, sacarlo de vez en cuando, y blandirlo para mejor provecho de nuestro partido. En la Epístola a los Efesios, donde el Espíritu Santo ha mostrado tanto las alturas como las profundidades de la bendición en Cristo y en la iglesia — en el mismo centro donde Él nos muestra también al mismo Señor en Su propia gloria a la diestra de Dios — allí es más que en otra parte del Nuevo Testamento que hallamos al Espíritu Santo dando una relación de los dones del Señor a la iglesia.
Pero obsérvese que digo aquí los “dones del Señor”, debido a que es así que se consideran aquí, en lugar de dones del Espíritu. Lo cierto es que es difícil hallar tal expresión en las Escrituras. Hay un pasaje que parece expresar esto en Heb. 2; pero se trata propiamente de “repartimientos del Espíritu”. Hallaréis también en 1 Co. 12 que la sabiduría, el conocimiento, y el resto, son atribuidos en su otorgamiento al “mismo Espíritu”. Pero con todo, en estas cosas no se considera al Espíritu Santo como el dador, excepto de una forma mediata. El Señor es el dador real y propio; el Espíritu de Dios es más bien el portador del don, ejerciendo su distribución y aplicándolo — el poder mediante el que actúa el Señor. Y es importante que veamos, de una forma práctica, que los dones que se utilizan para llamar afuera a la iglesia y para edificarla, y que constituyen la única base del ministerio, surgen solamente del mismo Cristo.
El ministerio se puede definir entonces como el ejercicio de un don, y es evidente entonces que estos dones de gracia están relacionados con el ministerio de la forma más estrecha. No puede haber ministerio de la Palabra (hablando apropiadamente) sin el don procedente de Cristo y aplicado por el Espíritu.
Pero contemplemos por un momento el desarrollo que el Espíritu Santo da a la verdad de que estos dones fluyen de Cristo. “Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo”. No se trata de una mera cuestión de unas cualidades que se posean; aún menos de un asunto de logros, aunque sea con el buen deseo de dar honra al Espíritu Santo. Se trata de algo nuevo que se da, la consecuencia positiva de la gracia; es el fruto del favor libre del Señor, que en estas cosas actúa según Su voluntad soberana y para la gloria de Dios.
“Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por lo cual dice: [Citando el Salmo 68] Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres”. Aunque el Señor Jesús era, en Su persona, siempre competente, con todo esto Le plugo, en el orden de los caminos de Dios, esperar para la gran obra que se tenía que hacer — y hacerla también, no meramente por lo que respectaba al hombre en misericordia divina hacia él, sino también en vista del enemigo que tenía que ser afrontado; se tenía que quebrantar el poder de aquel que había llevado cautivo a los hijos de Dios. Por ello se derrotó primero a los enemigos espirituales, y se representa así al Señor Jesús ascendiendo al cielo sobre la derrota, la derrota total ante Dios, de todo el invisible y una vez poderoso imperio del mal. Es sobre esta base que se erige el ministerio. El Señor Jesús asciende al cielo. Él mismo es quien ha afrontado y derrotado a los poderes de las tinieblas. Él llevó cautiva la cautividad; y con ello “dio dones a los hombres”. ¡Cuán del todo queda cerrada la puerta a la energía y ambición del hombre! ¡Con cuánto cuidado Dios — el único apto para enseñarnos acerca de este tema, y habiéndonos dado de hecho la perfecta verdad en Su Palabra revelada — nos muestra al Señor Jesús, desde el principio hasta el fin, como el único medio de bien para nosotros, y para la gloria del Dios el Padre por el Espíritu Santo! ¿Le consideráis solamente como Salvador y Señor? La verdad es que no hay ni tan solo una simiente de bendición de la iglesia, no hay ningún medio de actuar sobre nuestras propias almas ni sobre las de las demás, que no esté relacionado, hasta en lo último, con Cristo. Allí donde no hayamos aprendido esta relación vital todo inclusiva con Él, y allí donde lo que asuma ser ministerio, por ejemplo, no fluya únicamente de Él, se trata de algo que evidentemente no se ha de mantener, sino que al contrario nos hemos de librar de ello; un objeto no por el que se tenga que luchar como si fuera un premio, sino que, como sospechoso de contrabando, ha de ser traído a la luz de Dios, y allí ser juzgado en Su presencia. Porque, ¿de quién es el ministerio, si no es del Señor Cristo? ¿Y por quién estamos luchando, si no por los dones de Cristo?
El Señor entonces es ascendido al cielo, y de aquellas alturas de gloria y de bendición Él ha dado dones a los hombres, y el Espíritu Santo se pone de momento cuidadosamente a un lado, para ponernos en la misma presencia de la poderosa obra sobre cuyo terreno Cristo tomó allí Su asiento. “Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra?” ¡Qué gracia más inmensa la que hay en Él! ¡Qué amor tan infinito hacia nosotros, para bendecirnos — para bendecirnos eternamente! Él tenía, con el Padre y el Espíritu, un derecho co-igual divino a aquel sitio de majestad suprema. Solamente ellos son competentes para ocuparlo. Pero Él descendió primero a las partes más bajas de la tierra. Él tenía el lugar más superior, si puedo expresarme así, que Le pertenecía de una forma natural e intrínseca. Le pertenecía a Él como Hijo de Dios, que no tuvo el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse; sino que Le plugo hacerse carne; porque, como parte de los consejos de Dios, Le era necesario que fuera hombre. Sin la encarnación no hubiera habido solución a la ruina universal del hombre, ni al deshonor causado a Dios por el pecado; no hubiera podido haber la derrota de Satanás, ni una liberación adecuada y en justicia del hombre. Pero ahora Él desciende primero a las partes más profundas de la tierra. Toma sobre Sí la tristeza, la vergüenza, el dolor. El haber condescendido a llegar a ser hombre, y vivir como vivió rechazado y humillado sobre la tierra, hubiera sido mucho; pero ¿qué es esto frente a la cruz? Él descendió a lo más profundo, como consecuencia a esta humillación, Él es ahora un hombre exaltado a lo más alto, y ello como hombre. En Su muerte el rescató todo lo que estaba arruinado — y ciertamente podría añadir que mucho más que esto. Él vino “a pagar lo que no había tomado”. Dio una gloria nueva y mejor a Dios que la que jamás se hubiera pensado o profetizado a este respecto; porque no temo decir que, así como todos los tipos y sombras son solamente débiles heraldos de Su gloria, así no hay ni podía haber ninguna predicción que subiera a la altura de bendiciones que se halló en Cristo, ni un sondeo de las profundidades de Su gloria moral a la vista de Dios. Se precisaba de Él mismo para que saliera — se precisaba de Él mismo para que se pudieran conocer la suprema dignidad de Sus sufrimientos y de Su cruz. Antes de esto no podía haber una expresión suficiente de Su gloria. Fue por Su descenso a las partes más bajas de la tierra que Él ascendió — mediante este descenso total por parte de Él, que era tan ciertamente Dios como hombre, en la misma naturaleza que antes había dado tales frutos de vergüenza y de deshonra para Dios.
Pero, ¡qué cambio! La humanidad constituye una naturaleza en la que el Dios bendito podía deleitarse, al contemplarla en el Señor Jesús. Ahora, también, Él asciende; y esto no como descendió; porque, descendiendo simplemente como el Hijo de Dios para pasar a ser el Hijo del hombre, Él asciende, no solamente como Hijo de Dios, sino también como Hijo del hombre. Ciertamente, es especialmente en este carácter mismo de hombre que Le hallamos sentado ahora en los cielos. “Es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo”. Sobre este magnificente terreno, sea que uno contemple por una parte la humillación, o por la otra la exaltación — sobre este doble terreno de un peso de gloria, consecuencia de una humillación hasta más allá de toda consideración, se halla basado aquel ministerio que es conforme a Dios, constituyendo el simple ejercicio del don de Cristo. Y con todo, ¿se podría llegar a creer, si ya no se supiera que es así, que hay hombres, y también cristianos, que pueden contemplar una escena así sin conmoverse, a no ser que les mueva solamente el despecho a escarnecer y a vituperar? Pero así tiene que ser. Obrar de esta forma Le corresponde a Aquel a quien el mundo no Le conoció. No es de asombrarse por ello que no se reconozcan tampoco los dones de Su gracia. Todo aquello que pueda fundirse con la grandeza del mundo, todo aquello que pueda ser alterado para que quede apropiado a los gustos del mundo, el mundo puede admirarlo. Incluso puede que se adopte el cristianismo y el nombre de Cristo pervirtiéndolo, que duda cabe, y considerado solamente en forma parcial. Bien, ¡incluso los paganos estaban dispuestos a hacerlo! Hubo un emperador, como ya lo sabréis probablemente algunos de vosotros, que hubiera estado contento poniendo al Señor Jesús como un dios en el Panteón. Y lo mismo sucede en la actualidad. ¿No ha hecho la cristiandad algo parecido para triunfar? Ha adoptado esta y aquella institución; ha hecho de ellas unos medios para adornar la escena a la cual Dios “echó [...] fuera al hombre”, exiliado por Él y de Él debido al pecado.
Pero los que creemos tenemos ciertamente el derecho a mirar por encima de este mundo, y ver allí, más alto que los cielos, a nuestro Señor y Dueño. Y, ¿qué es lo que Él está haciendo allí? ¿Cuál es Su ocupación presente, según lo que nos muestra aquí el Espíritu Santo? Él está dando dones a los hombres. ¡Bendigámosle por esto! Él (Él mismo un hombre, porque es en esta condición que Él ha tomado este lugar) está dando dones a los hombres. Desde lo alto Él contempla alrededor de este mundo, y Su gracia hace que el hombre sea vaso de estos preciosos dones, que tienen no solamente el sabor de la Persona que está allí, y de la obra que ha hecho, sino también de la gloria de la cual Él los da. Son dones celestiales. No se conformarán, si se Le consulta a Él, al pensamiento ni a la medida del mundo, ni tienen por designio servir al mundo sino al Señor Jesús, aunque ciertamente a causa de Él sirviendo cada uno y a todos.
Tengamos cuidado entonces de que nos hallamos verdaderamente sujetos a Aquel en quien creemos. Y guardémonos del corazón malo de incredulidad, no sea que nos tomemos a la ligera algunas de Sus palabras. Recordemos cuán fácil es pretender dar honor a Su Palabra, para dejarla deslizar de nuestras manos, considerándola como algo perteneciente al pasado — sin duda mirando hacia atrás sobre ella con maravilla reverente, pero aun como sobre una cosa que ya está pasada. ¿Eso no es la Palabra viva de un Dios que vive para siempre jamás? ¿Vamos a tratar al Cabeza de la iglesia como si estuviera muerto? No, Él nunca ha estado muerto como Cabeza de la iglesia. ¡Cierto! Solamente tomó la posición de Cabeza como vivo otra vez después de la tumba, y así como dador de la vida; solamente la tomó ya resucitado y ascendido al cielo: ¡y a pesar de ello los hombres actúan como si el Cabeza de la iglesia fuera un Señor muerto y no viviente! Y si es así que Él vive, ¿para qué? ¿Es meramente como Sumo Sacerdote, según la Epístola a los Hebreos, para guiar a Su pueblo a través del desierto? Hay alguna tendencia entre los cristianos a pasar por alto el sacerdocio de Cristo; pero hay todavía un peligro mayor a que olviden a Cristo como el Cabeza viviente, que sigue siendo la cabecera de la bendición, siempre en amor fiel dando Sus dones al hombre. Es indudable que se suma todo como si se tratara aquí de una cosa dada — “Él dió”. y existe una razón muy interesante para una manera así de presentar Sus dones. Es evidente que el Señor no pondría Él mismo los dones de Su gracia en tal forma que interfirieran con la constante esperanza de la iglesia de Su retorno. Al contrario, Él quisiera fijar a la iglesia en la actitud de esperarle a Él del cielo. Por ello no se interpone ni siquiera el flujo del don ministerial de manera que pueda diferir el cumplimiento de la “esperanza bienaventurada” de época en época. En lo alto se halla el Cabeza de la iglesia, y como Cabeza es parte de Su obra conceder todos los dones necesarios a los hombres.
Aquí pues tenemos toda la escena de Su gracia sumada en uno: — el Señor dio dones a los hombres; “Y Él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros”. No tenemos un catálogo de todos los dones. No es en absoluto el estilo de las Escrituras ni del Señor el proveer una mera lista formal; porque la verdad no está escrita en la Palabra de Dios para satisfacer la curiosidad humana ni para formar un sistema de teología. Lo que se hace es infinitamente mejor. Nos ha dado lo que era conforme a Su sabiduría en cada parte particular de las Escrituras. Por ello, si comparamos lo que tenemos aquí con la primera Epístola a los Corintios, hallaremos diferencias notables. Hay algunos dones que se hallan aquí y no allí, y algunos que se hallan allí, y no aquí. Y no se trata de algo aleatorio, ni de una forma en que el Apóstol utilizara meramente su juicio ni decidiera las cosas según su propia forma de pensar. Nadie negará que su corazón y mente se hallaban profundamente ejercitados. ¡Dios no lo quiera! Pero podemos bendecir a Dios que hubiera una mente infinitamente sabia dirigiendo todas las cosas, y que había un criterio que sabía el final desde el comienzo. Consiguiente, hallaremos que el apóstol menciona estos dones según aquella inteligencia divina. De cierto que la razón de ello, hasta cierto grado, podrá aparecer en tanto que proseguimos.
En primer lugar, los dones (δόματα) aquí enumerados tienen como propósito la perfección de los santos, lo cual constituye el gran y principal objeto, derivando a la obra del ministerio, y a la edificación del cuerpo de Cristo, que está relacionada con aquel.
Ahora bien, es ahí que en el acto se puede discernir la clave, o razón divina para presentar aquí unos ciertos dones y no otros. Aquí no tenemos nada, por ejemplo, acerca de hablar en lenguas, ni tampoco tenemos ninguna mención de milagros. ¿Por qué? La razón me parece a mí clara y adecuada. Los dones para señales eran de la máxima importancia en su propio lugar, pero, ¿cómo podía una lengua o un milagro perfeccionar a un santo? Vemos, en la primera Epístola a los Corintios, que, en lugar de perfeccionarlos, en realidad vinieron a ser un lazo muy peligroso para los santos. Es indudable que los corintios eran carnales, y que por ello eran como niños que se divertían con un juguete nuevo — con lo que ciertamente era un motor de poder. Y sabemos qué peligro más grande es, precisamente en proporción con nuestra propia falta de espiritualidad. Tenemos la lección de gran solemnidad de que incluso los poderes más grandes y las manifestaciones más asombrosas del Espíritu Santo en el hombre no pueden dar espiritualidad, y no ministran a la edificación de los santos, necesariamente, en ninguna forma; pero, si hay una mente carnal, pasan a ser unos medios positivos para que el alma se exalte a sí misma, apartándose del Señor, perdiendo su equilibrio, y atrayendo el descrédito sobre aquello que lleva el nombre de Cristo sobre la tierra. No obstante, en esta epístola Dios se halla ocupado en Sus consejos de gracia en Cristo para la iglesia, empezando principalmente con los santos como tales. Él siempre toma la cuestión de los individuos antes de tratar con la iglesia. ¡Y cuán bendito y sabio es que sea así! No empieza con el cuerpo de Cristo, para acabar después con la perfección de los santos. Ésta sería probablemente nuestra forma de hacer, pero está muy lejos de ser la Suya. Él pone en primer lugar el perfeccionamiento de los santos, y nos muestra a continuación la obra del ministerio, y la edificación del cuerpo de Cristo. Así, la verdadera explicación del pasaje es que se trata del desarrollo del amor de Cristo hacia la iglesia. Su mirada se halla puesta sobre la bendición de las almas. Se trata de Cristo no solamente reuniendo, sino además edificando haciéndoles crecer en Él en todas las cosas. Por todo ello, les da los dones que están apropiados por la gracia para este fin. “Él constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas”.
Estos son los dos dones que el segundo capítulo de esta epístola exhibe en el fundamento mismo, podemos decir, de este nuevo edificio, la iglesia de Dios. Así, leemos en el versículo 20, “Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo”. Los evangelistas, ello es evidente, no constituyen el fundamento; ni tampoco los pastores ni los maestros; sino los profetas, así como los apóstoles. Y podemos comprender esto fácilmente. Podemos ver que, al estar Dios introduciendo en el mundo un sistema enteramente nuevo cuando Él estableció a Su Hijo a Su propia diestra — una nueva obra de Dios en la iglesia, así había una nueva palabra que tenía que acompañar a esta obra, mediante la cual Él actuaría sobre los santos a fin de darles el que crecieran al perfeccionamiento de Su voluntad y a la gloria de Su Hijo en esta cosa sin precedentes, la iglesia de Dios. Consiguientemente tenemos entonces el establecimiento de los fundamentos, y aquí no se trata solamente de Cristo. Naturalmente que Él es, en el mayor y más sublime de los sentidos, el fundamento — “Sobre esta roca edificaré Mi iglesia”: así es indudable la confesión de Su nombre, Su propia gloria como el Hijo del Dios viviente. Pero con todo, como medio no solamente de revelar la mente de Dios con respecto a la iglesia, sino particularmente de establecer con autoridad los límites de Su señorío en la tierra—la iglesia de Dios, se utilizaron de este modo los apóstoles y los profetas. Para distinguirlos, los primeros se caracterizaban por una autoridad en acción, los profetas por expresar, de acuerdo con Él, la mente de Dios y Su voluntad acerca de este gran misterio.
Es apenas digno de mención el hecho de que los profetas que aquí se mencionan no pertenecen al Antiguo Testamento. La frase “apóstoles y profetas” se limita estrictamente a aquellos que siguieron a Cristo. Si se hubiera dado el orden inverso profetas y apóstoles, hubiera podido existir una cierta sombra de base para tal idea; pero el Espíritu de Dios en Su sabiduría, se ha tomado el trabajo de excluir tal idea. La obra de que se habla es enteramente nueva. Los apóstoles y profetas parecen ser introducidos expresamente en este orden. Pero en el tercer capítulo el Espíritu Santo provee una razón decisiva. Está escrito en el versículo 5 que el misterio de Cristo, “[...] en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es revelado a Sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu:” de manera que tenemos aquí no solamente la más perfecta claridad acerca del mismo orden todavía preservado, sino la expresión positiva “ahora es revelado”: con ello quedan pues necesariamente excluidos los profetas del Antiguo Testamento. Estos profetas pertenecen al Nuevo Testamento, al igual que los apóstoles.
Pero más aún, permítaseme hacer la siguiente observación antes de seguir adelante, que este carácter del ministerio era totalmente nuevo. Cuando nuestro Señor estaba sobre la tierra, es indudable que había una acción más o menos preparatoria de ello. Envió primero a doce apóstoles; después envió a los setenta a que llevaran un mensaje final a Su pueblo. Todo esto era algo nuevo, desconocido en las edades anteriores. Carecía totalmente de precedente sobre la tierra — una actividad de amor que salía con bendición hacia otros. Dios mismo no lo había hecho; porque la palabra solemne de parte de un profeta, y la acción secreta de Su gracia antes de esto, son cosas demasiado distintas para poderse confundir con ello. ¿Quién había oído nada semejante, como el hecho de que un Hombre sobre la tierra estuviese reuniendo a Sí mismo primero a unos hombres, y después enviando de Sí mismo un mensaje de amor, las gratas nuevas (no todavía, naturalmente, con la plenitud que iba a impartirse después cuando estuviese consumada la gran obra de la redención, pero, en todo caso, eran las gratas nuevas) del Rey de parte de Dios, del reino de los cielos sobre la tierra? Esto es lo que el Señor hizo en la tierra: Envió a discípulos o apóstoles con el mensaje del reino. Y es indudable que era a los ojos del hombre una cosa extraña, y a los de la fe una cosa bendita, propia solamente de Aquel que tenía gracia divina, además de una autoridad divina, digna del Señor Jesús, y para Él reservada aquí abajo. Pero es notable que en Efesios 4 se deja completamente en silencio toda la parte terrena de la acción de nuestro Señor, y que los dones que aquí se mencionan se datan más allá de toda discusión con posterioridad a la ascensión del Señor, ya que se muestra como dependen de ella.
¿Quiero acaso negar con ello la inclusión de los apóstoles los doce, o hablando estrictamente los once, juntamente con el que fue elegido para suplir el lugar de aquel que fue cortado? En ninguna forma; pero, ello no obstante, su llamamiento y misión terrenos se pasan en silencio. Podemos comprender, todos nosotros, que el Señor como Mesías pudiera preparar una misión adecuada a Israel, no teniendo ninguna duda de que “los doce” tenían esto distintivamente como referencia de ellos; porque los doce apóstoles se corresponden naturalmente con las doce tribus. El que se hubieran de sentar en doce tronos, mencionados en relación con ellos en Mateo 20, confirma evidentemente esta postura. ¿Qué es lo que estorbaría a estos hombres para que después de ello vinieran a ser los vasos de un don celestial? Así, podemos reconocer en los apóstoles primeros una cierta doble relación. Había una relación con Israel que fue conferida por el Señor cuando Él estaba sobre la tierra en medio de Su pueblo, tratando con ellos; pero vino a ser el suyo un nuevo puesto cuando el Señor ascendió a lo alto.
Pero además de ello el Señor tuvo el cuidado de irrumpir sobre esta forma y este orden israelitas, y el apostolado del Apóstol Pablo viene de un evento de importancia cardinal en el desarrollo de los caminos de Dios, debido a que en él se abandonan todos los pensamientos acerca de Jerusalén, toda referencia a las tribus de Israel, y toma su lugar aquello que es claramente extraordinario en todas sus circunstancias, y celestial en fuente y carácter. Más particularmente, esto quedaba claro, que el Señor puso de manifiesto aquello que era realmente cierto con respecto a los otros, que ellos recibieron el día de Pentecostés el don apropiado del apostolado para la obra celestial que iban a tener encomendada además de su llamamiento y obra terrenal anterior. Aparte de los Doce, y alzándose en medio de ellos, se manifestó el Apóstol Pablo, viniendo a traer a la máxima importancia el principio de que su misión apostólica era algo celestial, total y exclusivamente de esta calidad por lo que a él respectaba. Por ello él fue la persona adecuada para decir, como fue evidentemente por el Espíritu Santo que lo dijo, “Aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así”. La gloria del Mesías sobre la tierra se desvanece ahora en la gloria más profunda y resplandeciente de Aquel que está ahora a la diestra de Dios. Es el mismo Cristo, el mismo Bendito, indudablemente, pero no se trata de la misma gloria; y más que esto, es una gloria mejor y más duradera. Es la gloria apropiada a la nueva obra de Dios en Su Iglesia, debido a que es la gloria de su Cabeza. “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en Él. Si Dios es glorificado en Él, Dios también Le glorificará en sí mismo, y en seguida Le glorificará”.
Así, siendo la iglesia un cuerpo celestial, y Cristo mismo su Cabeza, siendo en el sentido real y más pleno una persona celestial, el ministerio toma una forma celestial: y estos dones que fluyen de Él constituyen su primera expresión. Así, pues, tenemos la clara intimación en el pasaje ante nosotros de que estos dones de Cristo en lo alto son celestiales en su carácter y origen.
Otra cosa puede también mencionarse de pasada. Si tomamos la concesión de estos dones como datando de la ascensión de Cristo, ¿qué lugar queda para la mano del hombre? ¿Dónde podemos insertar aquel ceremonial preliminar sobre el que la tradición pone tanto énfasis? ¿Quién ordenó a los apóstoles para su obra celestial? ¿Quién impuso las manos sobre ellos, instalándolos con autoridad en aquel cargo tan elevado? Diréis que es indudable que el Señor los llamó cuando Él estaba aquí “en los días de Su carne”. Él sí los llamó para su misión en Israel; y cuando resucitado, pero todavía en la tierra, les dio el encargo de que discipularan a las naciones (Mt. 10, 28). Pero ¿qué manos humanas empleó Él al apartarlos para la obra celestial propia de ellos? ¿Acaso dirá algún creyente que se trató de una imperfección en el caso de ellos? ¿Acaso la nueva obra de Dios, basada sobre un Salvador muerto y resucitado, y llevada a cabo por el Espíritu Santo venido del cielo, careció de algo para su debido comienzo? Si no hay evidencias entonces de este rito de la imposición de manos, que algunos cuentan no solamente como una cosa deseable, sino esencial para todos los que ministran desde el grado más elevado hasta el más inferior, ¿a qué se debe esta extraña omisión? ¿Quién se atreverá a poner el régimen de Cristo en tela de juicio? ¿Acaso algunos zelotes de las “órdenes sagradas”, como hablan los hombres, afirmará o insinuará que el Señor no sabía mejor que ellos lo que le conviene a Su propia gloria en Sus principales ministros? Que los tales tengan precaución con sus teorías y su práctica, por si cualquiera de ellas les lleva a ser “jueces de malos pensamientos”.
En verdad, el Señor se tomó el cuidado, ahora que se trataba de una cuestión de un testimonio nuevo y celestial, no en absoluto de abolir aquel signo antiguo de bendición, sino de irrumpir y de no dejar excusa alguna para un orden terreno tan fácilmente abusado por el hombre. Por ello, como si con el propósito de manifestar de una manera aún más patente el inmenso cambio que se había introducido en el caso de aquel que se denomina enfáticamente “ministro de la iglesia” (Col. 1:24, 25), no aparece ninguna derivación procedente de los doce que eran antes que él. Por el contrario, de Su propia posición en la gloria celestial el Señor llama a uno que no estaba subiendo a Jerusalén, sino más bien saliendo de allí; uno que no tenía relación alguna con los apóstoles — al revés, un enemigo tal de ellos, que muchos dudaban acerca de él después que fuera detenido por la gracia soberana en medio de su odio sistemático en contra del cristianismo y de su persecución contra todo aquello que llevara el nombre de Jesús. ¡Qué prueba de que no solamente la conversión de Saulo de Tarso provino de la rica y pura misericordia de Dios, sino de que su apostolado procedía de la misma fuente y llevaba el mismo sello que la salvación que le había alcanzado! A partir de entonces él pasa a ser el símbolo característico, ya que fue el testigo más distintivo y abundante, de la gracia que no está ahora solamente salvando, sino eligiendo vasos y adecuándolos como instrumentos para la bendición activa de la humanidad, y en especial de la iglesia de Dios. Fue el Señor Jesucristo a la diestra de Dios llamando y enviando un Apóstol a la iglesia, un vaso escogido para Él, para que llevara Su nombre ante los gentiles y reyes y a los hijos de Israel, pero primeramente sacado de judíos y gentiles, y después enviado a ellos (Hch. 26:17).
Es indudable que el mismo principio abarcaba a los otros apóstoles: porque ellos fueron hechos en el día de Pentecostés dones de gracia, en el grado más elevado, para la iglesia por el Señor ahora ascendido, su Cabeza. Pero existe una luz clara y brillante en el caso de Pablo, que no nació meramente como “un abortivo”, comparado con todos aquellos que habían sido antes, sino que provee con los colores más intensos la indicación imposible de confundir de la mente y de la voluntad del Señor en cuanto al futuro.
Pero entonces se presentará la objeción de que después de todo existió un milagro en la conversación y en el llamamiento de Pablo, lo que hace que este caso no tenga una aplicación justa al ministerio ordinario. Fue un milagro de lo más significativo y asombroso, cuando el Señor en la gloria se manifestó a Sí mismo como el Jesús al que estaba persiguiendo en los miembros de Su cuerpo. A pesar de todo, ello reposó principalmente en el testimonio del Apóstol; y no faltaban los que, incluso en la iglesia de Dios y entre sus propios convertidos, pusieran en duda el apostolado de Pablo. Su llamamiento lejos de Jerusalén, su aislamiento de los otros apóstoles, la misma plenitud de la gracia manifestada a él, la estampa enfáticamente celestial imprimida en su conversión y testimonio, todo ello tendía a hacer que su caso fuera peculiar, irregular, e imposible de ajustar allí donde prevaleciera tanto el antiguo sistema terreno como para arrojar sospechas sobre cualquier manifestación de los caminos del Señor más allá o de forma diferente a lo del pasado. Personalmente un extraño al Señor durante Su manifestación aquí abajo, no había base para su candidatura, como en el caso de un José o de un Matías, sobre la base de haber estado en compañía de los doce desde el bautismo de Juan hasta la ascensión. No hubo en este caso ninguna decisión por suertes, ni ninguna inclusión formal con los doce. Él era un testigo de la resurrección de Cristo no menos que los demás, pero no era por ninguna contemplación de Él, después de Su pasión, sobre la tierra. Él había visto al Señor, pero en el cielo. El suyo era el evangelio de la gloria de Cristo no menos que de la gracia de Dios. ¡Así de cuidadosamente fue hecho el gran Apóstol el testigo de la no-sucesión, esto es, de un ministerio directamente del Señor e independiente del hombre! Es indudable que la expresión más elevada de este ministerio tuvo su expresión en Pablo, que desde entonces viene a ser el expositor más ejemplar de su fuente y carácter.
Permitidme que os haga otra pregunta. ¿Quién ordenó a los profetas del Nuevo Testamento? ¿Cuándo, cómo, y por quién fueron designados? ¿Quién ha oído jamás de que se impusieran manos sobre las cabezas de ellos? Investigad el Nuevo Testamento de cabo a rabo, si deseáis la mejor prueba de que tal noción carece de base alguna. Dejad que vaya al grano de inmediato, y que afirme además que ni los profetas ni ninguna de estas clases fue instalada por el hombre según esta manera. Aquí tenemos a los apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros: ¿Podéis mostrarme un solo caso dentro de estas clases donde un individuo fuera llamado por una autoridad humana? ¿Se niega con ello que existiera una forma de bendición como la de la imposición de manos en el Nuevo Testamento? Por mi parte, acepto el hecho no solamente en su aplicación apostólica a los enfermos y a aquellos que no habían recibido todavía el Espíritu, pero también en relación con nuestro tema. La cuestión es con respecto a su utilización escritural. Permítaseme preguntar, ¿Cuándo se impusieron las manos sobre alguien, excepto para conferir un don por el poder del Espíritu, o para encomendar a aquellos que ya tenían un don de la gracia de Dios en una obra especial, o para asignar formalmente a unos hombres al cargo de unos trabajos seculares? Es evidente, por ejemplo, que a Felipe, juntamente con sus seis compañeros, les fueron impuestas las manos; pero ¿fue ello para su obra de predicación del evangelio? Al contrario, él fue uno de los siete hombres elegidos “para servir a las mesas”, a fin de que los apóstoles no hubieran de ser distraídos de la oración y del ministerio de la Palabra. “Los siete” fueron así ordenados para ser empleados en el servicio externo de la iglesia. Aparte de esto, al Señor Le plació enviarle a proclamar la Palabra aquí y allá; naturalmente, como evangelista iría de un lado a otro, no tanto según el significado de la Palabra como debido a las exigencias de la obra.
Por ello, cuando se desató la persecución alrededor del asunto de Esteban y provocó la dispersión de los que se hallaban en Jerusalén, Felipe se encontró con una nueva obra que nada tenía que ver con sus deberes locales como uno de los siete. Su servicio diaconal le hubiera retenido en Jerusalén, para cuidar de los pobres, pues éste era el propósito para el que había sido ordenado; en tanto que su predicación de Cristo provenía de un don de este carácter, no de ninguna ordenación. De hecho, y hasta allí donde el Nuevo Testamento habla — y sobre ello habla plena y claramente — nadie fue jamás ordenado por ningún hombre para predicar el evangelio. Los apóstoles impusieron las manos sobre Felipe, como sobre los otros, después que fuera elegido por la multitud, y así es como fue designado para que estuviera al cargo de las mesas; porque las Escrituras, debido quizás a un cierto peculiar estado de cosas en Jerusalén, no da positivamente el título de “diácono” en este caso, aunque no se niega que sea en general apropiado, pues había algo similar en sus deberes.
Queda cierto, pues, que sea que consideremos a un apóstol, o a un profeta, o a un evangelista, o a un pastor o maestro, o a cualquiera de estos dos últimos, no hubo un ministerio tal instituido para la iglesia, tampoco existente antes, hasta después de la ascensión de nuestro Señor; y en ninguno de estos casos hubo imposición de manos como signo inicial o inaugural de estos ministros. Todos admitimos la imposición de manos en ciertos casos, ordinarios y excepcionales. La exageración del clericalismo no debiera estorbar al cristiano de ser totalmente justo al tratar acerca de esta y de otras cuestiones. No hay nada que vaya a eliminar las tradiciones prevalecientes con mayor prontitud y de manera tan concluyente como la investigación de las Escrituras y la sumisión a ellas. En ellas tenemos una instrucción clara y plena, cuyo efecto es el de refutar todo lo que tiende a exaltar al hombre y a rebajar a Cristo sea cual fuere el apoyo que los hombres pretendan sacar de la Palabra de Dios para fines egoístas. Es afuera de la luz de la inspiración que estos errores medran; dejemos entrar esta luz, y pronto se verá que el Espíritu Santo no está proveyendo para el honor mundano del hombre sobre la tierra, sino para la glorificación de Cristo en el cielo.
¿Cuál es, pues, el significado genuino y el alcance de Hechos 13? Durante mucho tiempo ha sido el pasaje favorito de prueba que los polémicos teológicos son propensos a citar en apoyo de la ordenación en general. Algunos insisten en que aquí se justifican “tres órdenes” de obispos, sacerdotes y diáconos; otros alegan que es decisivo para la paridad entre los ministros, sean presbiterianos o congregacionales. El episcopal señalará triunfantemente a Bernabé y a Pablo en el primer orden; a Simón, Lucio, y Manaén en el segundo; y a Marcos en el tercero (así como, después de la discusión con Bernabé, a Pablo, Silas, y Timoteo respectivamente).
Examinemos el pasaje, y cuanto más estrechamente lo hagamos, mejor seremos capaces de juzgar lo poco que contempla la idea, y lo intensamente que la condena, de ningún esquema de ordenación que los hombres quieran establecer sobre él.
En la iglesia que estaba en Antioquía había, se dice, “profetas y maestros: Bernabé, Simón el que se llamaba Niger, Lugio de Cierene, Manaén el que se había criado junto con Herodes el tetrarca, y Saulo”. Esto es, tenemos a estos cinco profetas y maestros, dedicados al ministerio del Señor con ayunos, hechos objeto de una importante comunicación del Espíritu Santo con respecto a dos de ellos. “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado”. Bernabé había estado dedicado activamente durante años a la obra del Señor; y así lo había estado Saulo de Tarso desde su conversión. No solo fue él apartado en el propósito providencial de Dios antes de su nacimiento, como vemos en Gálatas 1, sino que fue llamado por la gracia de Dios desde el momento en que fue arrojado del caballo en el camino de Damasco. Pero el Espíritu Santo le separa ahora para una misión especial. Es evidente que no se trata aquí de un anuncio del llamamiento ministerial ni de Bernabé ni de Saulo: los que dicen esto enfrentan Escritura contra Escritura. La parte anterior de los Hechos demuestra que Bernabé había sido bendecido durante largo tiempo en el ministerio de la Palabra dentro y fuera, y que Pablo en especial era atrevido y poderoso en la obra. El último, ciertamente, y desde el principio, expuso la filiación divina de Cristo de una forma que no hay pruebas que ningún otro lo hubiera hecho para entonces, como aprendemos de aquel mismo capítulo que nos relata su conversión. Por ello, la noción de que lo que tenemos en Hechos 13 es una ordenación es manifiestamente falsa.
Pero, ¿cómo es que los teólogos no se dan cuenta de que su determinación en ver aquí una ordenación destruye sus respectivos sistemas, así como que contradice otros pasajes de las Escrituras? ¿Quién fue el que ordenó a Pablo y a Bernabé, y a qué fueron ordenados? Estos últimos reciben el nombre de apóstoles en el capítulo siguiente (14:4); y por ello es evidente que la noción de que Pablo y Bernabé hubieran sido ordenados carece totalmente de fundamento, a no ser que aquellos a los que Dios ha dispuesto segundos y terceros en la iglesia puedan ordenar a los primeros (1 Co. 12:28). De nuevo, lo cierto es que no hay la más mínima razón para decir que Marcos era entonces un diácono. Les acompañaba como “ministro” (probablemente para conseguir alojamientos, invitar a la gente a que fuera a oír la Palabra, y a servirlos, en general, en su viaje misionero); pero, por lo que respecta a ser el capellán de ellos, se trata de un mero espejismo. ¡Juan Marcos, predicando a Pablo y a Bernabé! La verdad es que resultó ser una ayuda indiferente en la obra, ya que pronto se cansó y se volvió a casa con sus amigos. No obstante, esto es una digresión.
Pero está clarísimo que aquellos que transforman el relato en una ordenación de Pablo y de Bernabé implican la consecuencia de que se trata en realidad de que ¡la clase inferior confiere el rango ministerial más elevado sobre ellos! Si no eran apóstoles antes, nada tienen que alegar en apoyo de la dignidad ¡excepto la endeble base de que el acto de imposición de manos sobre ellos en Antioquía les confirió el apostolado! En este caso se trataba de que un rango igual, si no inferior, estaba otorgando un rango más elevado a aquellos por encima de sí mismos. Así, es evidente que esta noción carece totalmente de fundamento.
¿Acaso se insinúa que no había significado ni valor en la imposición de manos? Esto sería ciertamente tratar la Palabra de Dios de una forma injustificada. Era un acto solemne y precioso de comunión con aquellos siervos honorables de Cristo. Era un acto no solamente válido entonces, sino válido ahora. Pero no hay la pretensión de conferir nada en absoluto. El verdadero sentido de la transacción se expresa en el capítulo 14:26. Se dice allí que “De allí navegaron a Antioquía, desde donde habían sido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido”. Éste era el propósito de la imposición de manos por parte de sus compañeros en la obra en Antioquía; porque puede que no se haya tratado de los hermanos en general, sino solamente de aquellos dedicados a la obra, y deseo hacer todas las concesiones que sean, justas a aquellos que deseen sacar lo máximo de este pasaje. Pero el significado del pasaje no es ni más ni menos que una señal de bendición, o de comunión, con aquellos que salían a cumplir su nuevo encargo misionero. Es probable que se repitiera (ver Hch. 15:40).
La imposición de manos es de lo más antiguo que se registra en el Antiguo Testamento. Así, Génesis lo registra en el caso de un padre o abuelo imponiendo sus manos sobre los hijos; y así en el Nuevo Testamento tenemos su frecuente uso allí donde no había la pretensión de conferir ningún carácter ministerial. Era una señal de encomendación a Dios por parte de uno que estaba consciente de estar tan cerca de Dios que podía contar con Su bendición. El Señor toma niños pequeños, pone Sus manos sobre ellos, y los bendice; y así también con los enfermos cuando estaba curando a algunos. No se trataba en absoluto de orden eclesiástico en estos casos. Es indudable que había casos en los que se imponían las manos con el propósito de inaugurar un cargo.
Se piensa a menudo que se utilizaba el mismo rito en la institución de los ancianos, como en Hechos 14:22, 23, donde los apóstoles Bernabé y Pablo estuvieron “confirmando los ánimos de los discípulos, exhortándoles a que permaneciesen en la fe, y diciéndoles: Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios. Y constituyeron ancianos en cada iglesia, y habiendo orado con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían creído”. Pero se trata solamente de una asunción. No se dice exactamente ni aquí ni en ningún otro pasaje que se impusieron las manos sobre los presbíteros. Este silencio, si tal hubiera sido el hecho, es notable. Es probable que tal hubiera sido el caso; pero la Escritura nunca se toma el cuidado de registrarlo. Tenemos la afirmación de que hubo imposición de manos en el caso de los diáconos. Sabemos que el anciano era un personaje mucho más importante en la iglesia que un diácono. La gente puede razonar y especular; pero no me queda ninguna duda de que el Espíritu de Dios, sabiendo de antemano la superstición que iba a haber a la forma de imposición de manos, se tomó el cuidado de no relacionar las dos cosas, nunca, en una forma positiva. El pasaje que algunos conciben que lo hace está en la primera Epístola a Timoteo (5:22), donde Pablo le dice: “no impongas con ligereza las manos a ninguno”. Pero el objeto aquí es demasiado vago para llegar a ninguna conclusión, no siendo la conexión segura en modo alguno. No hay ninguna alusión expresa a los ancianos después de los versículos 17:19. Así, leemos en el versículo 21: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, y de Sus ángeles escogidos, que guardes estas cosas sin prejuicios, no haciendo nada con parcialidad”. ¿Cómo se puede suponer que se refiere aquí en particular a los ancianos? Se ve una descripción general del trabajo de Timoteo en los versículos 20, 21, después de lo cual viene la exhortación sobre la que tanto se ha erigido: “No impongas con ligereza las manos a ninguno, ni participes en pecados ajenos”. Es posible que los ancianos puedan estar incluidos en esta alusión al peligro de la presteza y del descuido en acreditar a un anciano, pero el lenguaje es tan inclusivo que también engloba, me parece, todos los casos que pudieran demandar la imposición de manos.
Pero supongamos que se refiriera ciertamente a los ancianos, y que se impusieran las manos sobre estos funcionarios así como sobre los diáconos, el hecho importante e innegable en las Escrituras es que los ancianos jamás fueron ordenados excepto por personas apropiadamente autorizadas, que tenían un encargo real del Señor para tal propósito. Ahora bien, pensarán algunos que esta es una concesión fatal para el libre reconocimiento y ejercicio de los dones. Puede que crean que es aún más extraño encontrar que aquellos que contienden por la amplitud de la acción del Espíritu Santo pongan el acento más fuerte sobre una comisión divina y una autoridad definida. Pero debemos tener la seguridad de que ambas cosas van juntas, allí donde se mantienen según Dios. Nadie se verá más tenaz en defensa de un orden piadoso que las mismas personas que argumentan más por los derechos del Espíritu Santo en la iglesia. Es mi afirmación que, en este mismo asunto de la ordenación, la cristiandad ha perdido de vista la mente y voluntad del Señor, y que, en ignorancia, pero no sin pecado, está defendiendo un orden suyo propio, que ante Dios constituye un mero desorden. Si son las Escrituras las que lo tienen que decidir, el plan común de ordenación para todos aquellos que ministran a aquellos afuera y dentro constituye una desviación del orden de Dios prescrito en Su Palabra.
Es indudable que en el caso de “los siete” (Hechos 6) hallamos una designación apostólica. El gran punto en este caso es que la congregación eligió, y los apóstoles designaron solemnemente. Pero no se trataba más que de la congregación eligiendo a personas adecuadas para tener cuidado de sus pobres, etc. Nada podría ser más apropiado. Muestra la condescendiente bondad de Dios hacia aquellos que daban de sus bienes y aquellos que los recibían. Si la iglesia contribuye, es conforme a Su voluntad que la iglesia tenga voz en la selección de aquellos en quienes tienen una justa confianza de que vayan a distribuir ante Dios no solamente con buena conciencia y sentimiento, sino también sabiamente. Así, se ve aquí un caso evidente del cuidado sabio y lleno de gracia de Dios. La multitud eligió a hombres que ellos consideraban como los más apropiados a la exigencia. Pero incluso aquí la mera elección de los creyentes no les dio por ello mismo el puesto; porque si bien todos los eligieron, solamente los apóstoles les señalaron sobre su cargo, a pesar de que era secular.
El principio es muy opuesto con respecto a los ancianos, y aún más con respecto a los dones ministeriales de Cristo. No tenemos ninguna expresión de que una congregación se eligiera ancianos — nunca en ningún pasaje de las Escrituras. Por el contrario, tenemos el hecho de que los apóstoles viajaban; y allí donde había asambleas ya formadas, en las que había personas que tenían unas ciertas calidades morales y espirituales que las señalaban ante su visión experimentada y espiritual como apropiados para ser ancianos, a estos escogían. Entre estos antecedentes, aquellos que desearan tal cargo tenían que ser personas irreprensibles y, si estaban casados, que tuvieran solamente una esposa. Había muchos individuos que habían sido llevados a la fe de Cristo, en aquellos tiempos, que tenían varias esposas. Esto era un escándolo, y que ciertamente se sentía más y más a medida que la verdad del cristianismo se esparcía. Esta instrucción mostraba lo que estaba en la mente de Dios. No se podía rechazar en justicia la confesión de un hombre que tenía dos o tres esposas, si se convertía, pero no podía esperar llegar a ser un anciano u obispo; no podría ser un representante local adecuado de la iglesia de Dios.
Nuevamente, tomemos el caso de un hombre cuyos hijos hubieran sido criados de una manera desordenada. Quizás este descuido puede haber tenido lugar antes de que fuera convertido; quizás después de la conversión puede haber mantenido la mala noción de dejar a los hijos a sí mismos con el argumento infiel de que Dios, si lo veía adecuado, los convertiría en una u otra ocasión. Tales errores se han cometido, y sus resultados han sido desastrosos. Sea cual fuere la causa de una casa desgobernada, su cabeza no podía ser obispo. No importa cuales sean sus dones espirituales, no podrían contrapesar esto; ningún hombre así podría ser encomendado con la supervisión de la asamblea de Dios. Para un cargo así no se trata tanto de una cuestión de dones como de peso moral. Un hombre pudiera ser un profeta, un maestro, un evangelista — su esposa o hijos desordenados no anularían sus dones; pero no debía ser hecho un anciano, a no ser que criara a sus hijos en piedad y seriedad, y que el mismo caminara irreprensiblemente entre aquellos de afuera.
Así el Señor demandaba estrictamente en tales cargos estas calificaciones morales además de una capacidad espiritual para su obra. Incluso si uno poseía todas estas cosas, no era un anciano porque las poseyese, a no ser que fuera debidamente autorizado. Tenía que ser ordenado; tenía que tener además de todas estas cosas una designación legítima. ¿Y en qué consistía? Es manifiesto que todo su valor gira alrededor de un poder designante válido. ¿En qué consistía esta autoridad competente? ¿Tenemos acaso que establecer una, o imaginarla? Tiene que ser de acuerdo con el Señor y Su Palabra. Ahora bien, las Escrituras no admiten ningún poder designante válido excepto un apóstol o un delegado que tuviera una especial comisión de parte de un apóstol con este propósito.
¿Dónde tenemos en la actualidad a un delegado así que pueda exhibir una comisión adecuada (esto es, apostólica) para la obra de la ordenación? Nadie ha visto nunca algo parecido, ni yo espero verlo. El hecho es que la Palabra de Dios no señala en ningún pasaje que hubiera continuidad de un poder ordenador. Demuestra de la forma más explícita que, después que el Señor hubiera establecido iglesias aquí y allá, cuando Él establecía funcionarios locales en cada iglesia, fue la designación o elección apostólica, y únicamente esto, lo que selló con Su aprobación. Las cualificaciones exigidas quedan claramente establecidas; pero queda igualmente claro que nadie sino un apóstol o un delegado apostólico tenía justificación en nombrar a los ancianos a su cargo, y no hay ni una palabra acerca de la perpetuación de este poder de designación después que los apóstoles abandonaran la tierra. Tenemos a un Apóstol escribiendo, no a la iglesia ni a las iglesias para que se eligieran ancianos, sino a uno que estaba especialmente encargado de llevar a cabo esta tarea. Pero ni a Tito se le da indicación alguna acerca de que otro continuara esta tarea; ni tan siquiera una insinuación de que el mismo Tito hubiera de proseguirla después de que el Apóstol muriera. Tampoco estaba autorizado Tito para designar donde él quisiera, sino que el Apóstol le asigna la esfera concreta de su comisión. Siendo un enviado especial del Apóstol, es indudable que Tito era un maestro y predicador. Pero aquí había una región definida donde él tenía el deber de ordenar ancianos en cada ciudad. Tito era responsable de hacer esto en Creta; pero nada se dice del establecimiento de ancianos en otros lugares ni en otras épocas ni acerca de su continuación permanente allí. Por el contrario — y esto sería una instrucción extraña para un diocesano — tenía que volver con toda diligencia a Nicópolis, donde estaba el Apóstol. No tenía que quedarse en Creta.
Es evidente que instrucciones como las dudas a Tito por parte del Apóstol no permiten justificación para la designación de ancianos en la actualidad. Tal cosa constituye puramente una asunción, en tanto que tal cosa depende de una autoridad válida. Tito fue comisionado apostólicamente y podía exhibir una carta inspirada con instrucciones dadas a él personalmente. ¿Quién en la actualidad puede hacer algo análogo? “Tiene que ser así” resulta una razón pobre para aquel que respeta la debida autoridad. Es fácil zanjar cuestiones en cierto modo allí donde se permite que esto se haga así; pero, queridos amigos, nosotros precisamos de la Palabra de Dios. Permitidme que demande una respuesta clara a esta pregunta: ¿Creéis que la Palabra es perfecta? ¿Dudáis acaso que el Señor, que se ocupa de Su propio orden en la iglesia, no previera todas las necesidades y dificultades? ¿Insinuaréis acaso que se Le olvidó algo a Él que tuviera un verdadero valor para nosotros? ¿Suponéis que Él omitió tener en cuenta la muerte de los apóstoles? Nada de esto. El Apóstol habla distintivamente de su muerte (y no es el único apóstol que lo hace). Habla de los tiempos peligrosos y de la importancia de las Escrituras después que él se hubiera ido; pero ni un pensamiento acerca de una línea de sucesores a señalar después, ni una sola insinuación acerca de pasar sus poderes en este caso. Vosotros que estáis encomendados a Dios y a la Palabra de Su gracia, y que tembláis a Su Palabra, ¿no os dice nada este silencio? Para mí es un hecho no más sorprendente a primera vista que crecientemente cargado de significado cuanto más se considera.
El papado, despreciando este hecho, asume lo contrario con razonamientos humanos, y se halla erigido sobre esta contradicción. No que se tengan que denunciar los sistemas en particular por su nombre, excepto para exhibir la verdad que muestra la voluntad del Señor y que demuestra lo malo por lo bueno. En verdad, todo sistema terreno, no importa cuán opuesto pueda, manifestarse a la Palabra de Dios, empieza añadiendo algo suyo a aquella Palabra. El poder de la ordenación no depende de los obispos, sino de los apóstoles y sus delegados. En el momento en que se permite a los hombres el principio del desarrollo después del cierre del canon de las Escrituras, en el momento en que se reviste de autoridad apostólica a un cuerpo de funcionarios que nunca fueron autorizados divinamente para la obra emprendida, uno se halla fuera del terreno de la fe en la Palabra de Dios y del respeto debido a ella. La práctica actual no tiene la más pequeña base en las Escrituras.
Además, se puede ir más allá con certeza, y afirmar no solamente que la ordenación, de la que tanto se habla, antes de predicar y de enseñar a Cristo, no es nada deseable en la forma presente en que se da entre los hombres, sino que se trata de una institución desordenada, un profundo deshonor al Señor que da Sus dones ministeriales por el Espíritu. En resumen, se trata de una burda y triste imitación de lo que se registra en la Palabra de Dios. Examinémoslo bien, y pronto hallaremos que ni se parece a lo que se describe en el pasaje en el que estamos ocupados. La Palabra de Dios permanece verdadera, segura, y llana: solamente allí y entonces hubo una comisión positiva personal, armada con una autoridad apostólica cierta, bien directa o indirecta; y esto es lo que se tendría que tener si se pretendiera ordenar ancianos como Tito lo hizo.
Permítaseme que apremie otra cuestión. ¿Cuál es el cursó más cristiano — hacer lo que siempre ha correspondido a un cristiano, o copiar a un delegado apostólico? ¿Qué actitud es la que más se recomienda a vuestra conciencia, a vuestro corazón, a vuestra fe? Supongamos que ahora tenemos en este lugar una asamblea de hijos de Dios. Ven ellos en la Palabra de Dios que, además de los privilegios y deberes comunes a todos los santos, había unos ciertos dones para el ministerio, y que había también unos ciertos cargos que precisaban de un apóstol o de su representante para designarlos. Naturalmente, les gustaría tener todo ello; pero ¿qué tienen que hacer? ¿Tienen que dejar a un lado lo que fue escrito a la asamblea en Corinto o a los santos en Éfeso, e imitar burdamente lo que no fue escrito a la iglesia, sino a Tito y a Timoteo? ¿No sería más humilde consultar la Palabra de Dios e inquirir de Él, a fin de aprender cuál es Su voluntad acerca de este asunto? ¿Qué es lo que vemos aquí? Que, con respecto a los dones de Cristo, estos jamás precisaron de la sanción de nadie aquí abajo antes de ser ejercidos; más aún, nunca admitieron una intervención humana. La única excepción es allí donde había un poder positivo del Espíritu Santo transmitido por la imposición de las manos del Apóstol. Admito totalmente que se trataba en estas circunstancias de una excepción. Timoteo fue designado por profecías dadas de antemano para la obra a la cual el Señor le había llamado (comparar Hch. 13:1, 2). Guiado por la profecía (1 Ti. 4:14; 2 Ti. 1:6), el Apóstol impone sus manos sobre Timoteo y le da un poder directo (χάρισμα) por el Espíritu Santo, apropiado al servicio especial que tenía que cumplir. Juntamente con el Apóstol, los ancianos que estaban en aquel lugar se unieron en la imposición de sus manos. Pero hay una diferencia en la expresión que emplea el Espíritu de Dios, la cual muestra que la comunicación del don dependió para su agencia efectiva no de los ancianos en forma alguna, sino del Apóstol solamente. La partícula de asociación (μϲτά) aparece cuando se habla del presbiterio, en tanto que la del medio instrumental (διά) cuando el Apóstol habla de sí mismo. Era un apóstol el que comunicaba este don. Nunca oímos hablar de ancianos comunicando tal don: no era una función episcopal, sino una prerrogativa apostólica, ya para comunicar poderes espirituales o para revestir con autoridad a hombres con un cargo. Por ello se admite que en el caso peculiar de Timoteo se produjo un efecto muy especial por la imposición de las manos del Apóstol; pero ¿quién puede hacer esto en la actualidad? Si hubiera esta pretensión (por mucho que uno pueda desear considerar, no con indiferencia, sino con paciencia procedente de Dios, la perversión prevaleciente y supersticiosa de un signo que es, en sí mismo, admirable cuando se aplica de una forma escritural), si ahora cualquier persona pretendiera comunicar un poder espiritual como un Apóstol, ¿se debiera dudar en llamarle impostor? Un curso equivocado al asumir los derechos de un soberano terrenal es o puede ser una traición. ¿Qué será pretender falsamente el comunicar el Espíritu Santo o un poder distintivo del Espíritu Santo en nombre del Señor?
Queridos amigos, es algo grave tratar así a la ligera con el Espíritu de Dios. Los hay en nuestros días cuya temeridad ignorante no teme arrogarse el derecho de comunicar el Espíritu Santo y el poder ministerial de esta manera; pero gracias a Dios, por otra parte se sabe que son fundamentalmente heréticos, de manera que su influencia sobre los fieles es de poca consideración. Pero tenemos también, ¡ay!, a los cuerpos Orientales y Occidentales de la cristiandad, que difícilmente son menos culpables. Pero entre los protestantes ordinarios, y especialmente entre personas de una respetabilidad cristiana normal, tales pretensiones se consideran con lástima u horror. Incluso allí donde los formularios como el de la Comunión Anglicana se acercan peligrosamente al precipicio, la excusa es que sus piadosos redactores no querían otra cosa que impartir una solemnidad adecuada y escritural a los varios cargos en la iglesia. Admito, no obstante, que la excusa es coja, y que es difícil decidir si sufren más en conciencia los que emplean estas formas tan serias eclesiásticamente sin creérselas, o si tienen un mayor daño en su fe aquellos que aceptan como divinas unas pretensiones que indudablemente tienen unas conexiones de lo más respetable y venerable, pero que no se hallan mejor basadas que las de una impostura moderna.
Pero la importante verdad que se tiene que ver en este asunto es que estos dones ministeriales fueron dados por el Señor sin ninguna otra forma adicional que el hecho de que Él los autorizaba y enviaba. Guardémonos de discutir Su voluntad y sabiduría. ¿Cómo tiene uno que juzgar de la posesión de un don? Indudablemente por su ejercicio debido, que halle una respuesta en la conciencia. Permítaseme preguntar: ¿cómo se conoce a un cristiano? Cuando la gente habla teóricamente, o discute polémicamente, siempre hay grandes y numerosas dificultades en el camino. Pero si uno fuera por razones prácticas a un clérigo piadoso o a un ministro disidente, él os podría dar amplias razones para juzgar cuáles son cristianos en lo que él llama su congregación. Escuchemos a muchos hombres sobre sus rodillas y, si se trata de un cristiano, hablará como un hijo a su Dios y Padre; pero escuchadle sobre sus pies, y quizás contradecirá, sin saberlo, lo que acaba de decir en oración, hasta que, con sus principios pervertidos, no pueda distinguir si Dios es o no es su Padre. ¡Qué feliz que existan tales momentos devocionales en los que la gente habla con una veracidad sencilla y cordial! Que hablen a Dios apartados de sus sistemas, y el verdadero carácter de ellos, e incluso su condición, se manifestará pronto, como norma general. Así, el hecho es que en la práctica los cristianos tienen poca dificultad en saber en la mayor parte de los casos quiénes están convertidos, y quiénes no. Puede que haya una cierta cantidad de almas dudosas, de las que no hay necesidad hablar ahora. Que un creyente sea enviado a un hombre enfermo, ¿acaso se queda sin saber que decir? ¿No trata él, tan pronto como sea posible, de saber si el enfermo tiene paz en Cristo, o si se halla en ansiedad acerca de su alma, o si se ha dado nunca cuenta de su condición perdida y culpable? Si el creyente no halla sentido de pecado, le advertirá solemnemente del juicio y pondrá la cruz ante aquella alma, implorándole que reciba a Cristo; o bien le exhortará a que descanse en Cristo debido a que está seguro de la fe de él.
Si, entonces, hay tan poca duda acerca de quiénes son y quiénes no son hijos de Dios, ¿creéis acaso que la posesión de un don es una cuestión tan oscura y dudosa? Puede que unos tengan más don que otros. Pero el don de la enseñanza implica el poder de exponer la Palabra de Dios y de aplicarla correctamente. Asimismo, tomemos el poder de la gobernación — porque existe la gobernación en la iglesia, y espero que ninguno de los aquí presentes se imagine que es algo que se ha desvanecido — aquel que tiene el poder de gobernación busca naturalmente ejercerlo según la Palabra de Dios. Las Escrituras no saben nada de obediencia ciega. La conciencia se ha de despertar, el corazón puesto en libertad y atraído a Cristo. Es a estos que se da la llamada al ministerio cristiano. No se trata de los ciegos guiando a los ciegos, ni de los que ven guiando a los ciegos, sino más bien de los que ven guiando a los que ven. Cristo da libertad además de vida, y esto en tanto que responsables para hacer la voluntad de Dios. Es así, por ello que, en conformidad a la intención de Dios, Sus hijos no hacen bien en recurrir a sistemas para escapar a dificultades; precisan de fe para ir a través de ellas con Dios. Que prueben sus dones, si ciertamente tienen dones de parte del Señor, mediante un verdadero poder. Puede que se afronten severas pruebas y dificultades en ciertas ocasiones. Incluso el mismo Pablo se las tuvo que ver con personas que dudaban de su apostolado, y ello dentro de la iglesia, y entre sus propios hijos en la fe. ¿Qué hombre de corazón recto debiera desalentarse si él es dejado de lado? Pero vino el tiempo en que el Señor vindicó a Su siervo, y cuando la obstinación y el orgullo que rechazaba un don divino fue puesto en una vergüenza total, si es que el corazón no fue restaurado a un agradecimiento humilde. El fallo principal que somos propensos a cometer es por la vía de la impaciencia; no dejamos al Señor espacio ni tiempo para obrar: y esta falta de paciente espera solamente difiere la solución deseada, debido a que hace que la dificultad se vaya agrandando.
Pero en cuanto al discernimiento de un don ministerial para la predicación o la enseñanza, es por lo general algo llano y sencillo. Si un hermano se levanta a hablar en la asamblea cristiana sin un don de parte de Dios, pronto lo hallará, y ello penosamente. Si se juzga a sí mismo, aprenderá mucho de su propia conciencia; pero puede que oiga bastante pronto de parte de otros aquello que le hará comprender que no tiene un don a juicio de sus hermanos. Pero ¿no es posible que allí donde haya un don actué el prejuicio, y que éste sea rechazado? Ciertamente, puede que así suceda durante un tiempo. Es posible que el orador piense demasiado sublimemente acerca de su don; es posible que se equivoque con respecto a su carácter, y con respecto a la escena y tiempo correctos de su ejercicio; quizás se halle demasiado exclusivamente ocupado con su línea de cosas, y que sea demasiado apremiante en afirmar su don. Todo esto puede suceder, a menudo sucede, y siempre crea una dificultad. Pero permanece la verdad que lo que es de Dios se aprueba a sí mismo más tarde o más temprano. Mi propia experiencia, hasta allí donde llega mi limitado campo de observación y de conocimiento, me inclina a pensar que los hijos de Dios se hallan propensos a ensalzar demasiado los dones, más que a tenerlos en poco. En el presente estado de la iglesia hay tan solo un pobre desarrollo de los dones, y esto se siente más y más en proporción a la inteligencia espiritual y a la verdadera posición. ¿Deseas conocer verdadera y plenamente cuál es tu lugar? Mira confiadamente al Señor y escudriña la Palabra de Su gracia. Son muchas las cosas que pueden ser un obstáculo y que pueden hacer que uno se retire: en parte el efecto de la educación, en parte la dificultad de hallar una forma honrada de ganarse la vida, especialmente si una persona determinada ha sido un predicador profesional. Si abandona (no la predicación, sino) la profesión como innovación no escritural, pierde prácticamente todo lo que tiene, incluso su pan, a no ser que tenga medios propios. Es por ello que las razones que hacen que muchos sigan donde están son enormes; las dificultades de salir en obediencia a la Palabra del Señor son incalculables. Solamente el poder de Dios puede cumplir el cambio y sostener el alma en paz y alabanza, “firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre”.
En tanto que podemos estar seguros de que la Palabra y el Espíritu de Dios nos dan claramente la verdadera posición del cristiano individual y de la asamblea cristiana, no debiéramos (creo yo, tal como están las cosas) esperar una gran variedad ni poder en los dones de la gracia del Señor. Cierto que Él puede obrar soberanamente, y ciertamente que debiéramos estar agradecidos por lo que se nos da. Es indudable también que se distribuyen dones en unos y otros lugares. Hay dones de Cristo en miembros y ministros de los sistemas nacionales, esto no lo pongo en duda; asimismo Sus dones están en las sociedades disidentes; ¿y hemos de suponer que no hay ninguno de Sus dones de gracia en el mismo Romanismo? Por mi parte, no puedo dudar que los haya. ¿Quién quisiera, quién pudiera, rechazar el testimonio de los hechos de que han habido en su seno personas — como por ejemplo Martin Boos, y de esto no hace mucho tiempo — que fueron utilizadas para la conversión de los pecadores y en cierto grado para ser de ayuda a los santos? ¿Y acaso tales hombres no son un don de Cristo a la iglesia — dones igual de verdaderos, a pesar de su posición falsa, como si estuvieran fuera de ella? El hecho de que sean romanistas — y sacerdotes romanos — no destruye Su gracia, sea lo que sea que nosotros podamos sentir acerca de la fidelidad de ellos. El hecho es que el Señor da según Su propia voluntad por el Espíritu Santo, y que debiéramos reconocer estos dones allí donde estén. Si un hombre es disidente, sea de los ministros o de la congregación, en cada caso estoy consciente de que se halla en una posición falsa. No se trata de un sentimiento de desagrado hacia la disidencia, sino de creer que sus fundamentos no son escriturales. Pido la paciencia de cualquier disidente que se pueda hallar aquí, en mi afirmación serena y solemne de que la disidencia es errónea en sus principios distintivos; una total contradicción del carácter mismo de la iglesia como un cuerpo; y con su elección y llamamiento popular minando el ministerio como institución permanente y divina que procede de la gracia del Salvador. La disidencia es un radicalismo religioso, que esencialmente se opone a la voluntad de Dios más quizás que ningún otro principio. Las pruebas son demasiado claras. La disidencia pone la elección del pueblo en lugar de la elección soberana del Señor Jesucristo, sea esta inmediata o mediata.
¿Pero cómo se asegura mejor la verdad en los cuerpos nacionales? ¡Mediante el patrocinio, sea este clerical o gubernamental! ¡Y la penosa apología de esta sistemática obstinación es que los hombres designados por el gobierno de aquel momento, o por el terrateniente, o por una facultad, o por una corporación, ha pasado por las ceremonias usuales! ¿Hay acaso el más mínimo parecido entre esta maquinaria mundana y el sistema divino de dones espirituales procedentes de Cristo expuesto en Efesios 4? Vero tan solo a Uno que haya ascendido a lo alto. ¿Estáis mirando a alguna otra persona? ¿A otro tipo de ascensión? ¿A otro cielo por los favores que ansiáis? Apelo a vosotros como cristianos. ¿Apreciáis la Palabra de Dios? ¿Abrazáis en vuestros corazones solamente a esta Palabra para la salvación de vuestras almas? ¿Confiáis en la misma Palabra y en el mismo Espíritu para que os conduzcan con respecto al ministerio y a los cargos eclesiales? ¿Qué temas pertenecen más simplemente al Señor? ¿Para qué Le necesitamos más? Como creyente ciertamente siento la necesidad de la Palabra de Dios para mi andar diario, sin importar cuáles sean mis circunstancias, o esfera, o deberes. ¿Y creéis, podéis creer, que la Palabra que vive y permanece para siempre no se ocupa de una cosa tan grave, delicada, y espiritualmente necesaria como el ministerio de la Palabra, o que, si habla acerca de ello, que no estáis obligados a oír e inclinaron ante ella?
La suma de lo que se ha dicho es entonces que estos dos grandes principios están revelados en las Escrituras y reconocidos por la iglesia primitiva: esto es, el Señor dando dones de Su propia gracia y que no demandan ninguna intervención humana; a continuación también un sistema de autoridad que si requería aquella intervención, como en la designación de ancianos por los apóstoles o personas comisionadas a hacer la obra de ellos en ciertos casos. Es evidente que no tenemos apóstoles viviendo actualmente sobre la tierra, ni a sus representantes, como Tito, comisionados por un apóstol a hacer una obra cuasi-apostólica. La consecuencia de ello es que, si estamos sujetos a la Palabra de Dios, ahora no se puede esperar, y no esperamos, que haya ancianos en su forma oficial precisa. Si alguien alega que los puede haber, bueno sería oír en qué se basa en las Escrituras. Lo que se ha expuesto es, a mi juicio, ampliamente suficiente para demostrar la falsedad de tal postura. No se puede tener a personas formal y apropiadamente designadas para este cargo, a no ser que se tenga un poder formal y apropiadamente autorizado por el Señor para designarlos. Pero no se tiene, no existe, este poder indispensablemente necesario para autorizar ancianos: este es vuestro punto fatalmente débil. Ni hay apóstoles ni hay funcionarios designados por los apóstoles para que actúen en su lugar; y por ello todo el sistema de designaciones se derrumba por carencia de una autoridad competente. ¿Se atreverán a decir vuestros ancianos que el ESPÍRITU SANTO les ha hecho obispos? No tenéis realmente a nadie, esto es, con título escritural para designar.
¿Qué entonces? ¿No hay acaso personas adecuadas para ser ancianos u obispos, si hubieran apóstoles para elegirlos? ¡Gracias a Dios, no son pocos los que hay! Difícilmente se puede contemplar una asamblea de Sus hijos sin oír de algunos hombres ancianos serios que van tras los que yerran, que advierten a los desordenados, que consuelan a los que se hallan desalentados, que orientan, exhortan, y guían las almas. ¿No son estos los hombres que pudieran ser ancianos, si existiera un poder para designarlos? ¿Y cuál es el deber de un cristiano, tal cómo están ahora las cosas, en el uso de aquello que permanece? No digo que se tengan que llamar ancianos, pero ciertamente estimarlos a causa de su obra, y amarlos y reconocerlos como aquellos que cuidan sobre el resto de sus hermanos en el Señor. Os pregunto esto solemnemente, hermanos, ¿reconocéis que haya alguno por encima de vosotros en el Señor? — ¿algún siervo viviente del Señor para seguir se ejemplo en Él? ¿Imagináis acaso que un reconocimiento tal vaya en contra de los principios de Dios? En lugar de ellos, dejad que os advierta en contra de entresacar ciertos textos favoritos de la Palabra de Dios a los cuales únicamente deis obediencia. Si lo hacéis así, estamos construyendo una secta, en lo que respecta a nosotros, no menos verdaderamente que nuestros vecinos. Por otra parte, guardaos de adoptar aquella invención humana — la sucesión apostólica — para escapar a los dilemas. Si bajo la ficción de la sucesión nos atrevemos a llamar apóstoles a hombres que no lo son, el Señor, a Su tiempo, no dejará de desafiar nuestra palabra o acción, y nos demandará quién nos dio título a dar nuestro apoyo a algo tan fuera de lugar. ¿Quién nos dio permiso para, sin Su Palabra, reconocer virtualmente a éste o aquél como un hombre apostólico, al acreditar sus pretensiones de ordenar? Es evidente que el hecho de ordenar ancianos es, por muy buena intención que se ponga en ello, una imitación de lo que hacían los apóstoles y, si no hay autorización para ello, no solamente carente de validez, sino una usurpación inconsciente de una autoridad que revertió y que ahora pertenece solamente al Señor Jesucristo. Así, en el presente estado de la iglesia, la diferencia entre una verdadera posición y una posición falsa no es en absoluto que una posea la verdadera ordenación y que la otra carezca de ella. En realidad, no hay ni un cuerpo sobre la tierra que la posea. ¿Reconocéis esta ausencia? ¿O está alguno tratando de cubrir el hecho humillante, bien que evidente, de que no posee el único poder para ordenar que las Escrituras autorizan? ¡Y con todo ello, se seguirá ordenando, aunque no se sea apóstol ni delegado apostólico! ¿Qué curso de acción es el más ordenado? ¿Hacer como hacéis algunos, o reconocer nuestra carencia actual, y comportarnos consecuentemente ante Dios y los hombres confesar que carecemos de apóstoles y de sus delegados y que, por tanto, no podemos tener presbíteros elegidos adecuadamente y designados formalmente? Hay, repito, hombres dotados de tales calificaciones que les harían elegibles, hasta allí donde nosotros podamos pretender decir, si existiera un poder ordenador competente. Y el principio general de las Escrituras (Ro. 12) es manifiestamente que aquel que tuviera el don de gobierno, o de presidir entre los santos, está llamado a hacerlo con solicitud (así como el que enseña, el que exhorta, y otros, son responsables de sus funciones respectivas), incluso si las circunstancias hacen impracticable la designación legítima a un cargo.
Pero la sujeción a la Palabra de Dios descubre rápidamente que en las Escrituras se provee para un estado de cosas sustancialmente análogo a nuestra propia condición defectiva. El Señor, en Su sabiduría, permitió que tales carencias fueran sentidas en la iglesia primitiva. Así, el Apóstol fue inspirado a escribir epístolas a iglesias en las que no había ancianos; como por ejemplo las epístolas a los Tesalonicenses y a los Corintios. Esta última era notoriamente una iglesia en desorden, y se hubiera podido pensar que los ancianos eran útiles en este caso. No obstante, no se oye ni una palabra, ni siquiera una insinuación, acerca de ancianos, desde el principio hasta el final. Si se hubiera tenido a los ancianos en medio de ellos, ¿no les hubiera llamado a cuentas el Apóstol a ellos, y les hubiera reprochado su falta de un cuidado piadoso y de diligencia en la supervisión? De esto no hallamos ni rastros. Además, sabemos que no era la práctica de los apóstoles constituir ancianos en una iglesia recién nacida. Allí donde Pablo y Bernabé elegían ancianos para los discípulos, se trataba de asambleas que habían existido probablemente durante años, y había así pasado un tiempo para que se desarrollaran las calificaciones espirituales. Pero en una nueva asamblea, donde los santos fueran relativamente jóvenes, se tenía que dejar pasar un cierto tiempo, de manera que se fueran manifestando aquellos que fueran competentes para tal obra. Consiguientemente, es más bien algo infrecuente leer de los apóstoles eligiendo u ordenando ancianos.
Por otra parte, en la primera epístola a los Tesalonicenses tenemos en el último capítulo una instrucción muy importante dada a los santos. Ellos, también, son un caso similar de una iglesia joven, y con todo se les ordena que reconocieran a los que trabajaban entre ellos. Por ello, todo esto puede existir allí donde no haya presbíteros. Así, en 1 Ts. 5:12, 13 el Apóstol escribe: “Os rogamos, hermanos, que reconozcáis a los que trabajan entre vosotros, y os presiden en el Señor, y os amonestan; y que los tengáis en mucha estima y amor por causa de su obra”. La presencia de ancianos no constituye un requisito a fin de tener y reconocer a aquellos que están sobre nosotros en el Señor. Hay mucho e importante para nosotros en este pasaje, porque no tenemos ancianos, lo mismo que sucedía con ellos. Creo que debiéramos llevar estas exhortaciones a nuestro corazón. Hay dentro y fuera no pocas almas mal instruidas que mantienen la noción de que, si no es por designación oficial, no pueden tener a nadie por encima de ellos en el Señor. Todo esto es un error. Es indudable que cuando un hombre era designado oficialmente, había una garantía definida ante la iglesia dada por un apóstol o por un varón apostólico; y mediante ello no era pequeño el peso que se daba a aquellos que eran así designados. Tal autorización tenía un valor muy grande y justo en la iglesia, y sería de consecuencia entre los desordenados. Pero no menos por ello supo Dios dar instrucción a las asambleas en las que no hubiera aún una supervisión oficial. ¡Cuán misericordioso para cuando, debido a la ausencia de los apóstoles, no podría haber ancianos! Pero se señalará que la asamblea de Corinto era abundante en dones, aunque no se ven ancianos en medio de ellos por parte alguna. Los Tesalonicenses no parecen haber poseído la misma variedad de poder externo, en tanto que otra vez no tengamos insinuación de ancianos u obispos. Pero en Corinto la casa de Estéfanas estaba dedicada regularmente (ετεαν) al servicio de los santos; y el Apóstol ruega a los hermanos que se sujeten a sí mismos a los tales, y a cada uno que ayudara y que trabajara. A los tesalonicenses ruega que reconozcan a aquellos que trabajaban en medio de ellos, que los presidían en el Señor, y que los exhortaban. Es evidente que esto no dependía de que fueran designados apostólicamente, lo que difícilmente pudiera haber sido en las circunstancias en que ellos estaban, al haber sido recientemente reunidos. Se halla basado sobre aquello que, después de todo, es intrínsecamente mejor, si tenemos que contentarnos con una sola de ambas bendiciones. Ciertamente, si viene a tratarse de una cuestión entre un poder espiritual real y un cargo externo, ningún cristiano debiera dudar entre ambos. Es indudable que lo mejor de todo es tener la combinación de poder y de cargo, cuando al Señor Le place dar ambas cosas; pero en aquellos tempranos días vemos que había individuos dedicados, a menudo y justamente, a la obra del Señor antes de que pudiera fijarse el sello de un apóstol, por así decirlo; y a los tales el Apóstol alienta y recomienda fervientemente al amor y estima de los santos antes, e independientemente, de aquel sello. ¡Qué bendición que podamos apoyarnos ahora en este principio!
Incluso en Corinto y Tesalónica, entonces, fueron suscitados de entre los santos aquellos que mostraban una capacidad espiritual para conducir y orientar a otros. Ésta era la obra de aquellos a los que una epístola demandaba sujeción, y a quienes otra epístola encomienda como “presidiendo en el Señor”. Hombres así no solamente trabajaban; debido a que algunos podían estar dedicados a la obra del Señor que pudieran no estar presidiendo en el Señor, sobre otros. Pero los que presidían manifestaban poder para afrontar dificultades en la iglesia, y para batallar contra aquello que constituía una trampa para las almas, y así conducir y alentar a los débiles y burlar los esfuerzos del enemigo. No se hallaban temerosos de confiar en el Señor en épocas de prueba y de peligro, y por ello el Señor los utilizaba, dándoles poder para discernir, y valor para actuar sobre lo que discernían. Esto era parte de lo que les adecuaba para tomar la conducción en el Señor. Había los tales en Tesalónica, así como en Corinto, y a pesar de ello no hay la más mínima intimación de que ellos estuvieran instalados formalmente como ancianos, sino por el contrario tenemos la evidencia más poderosa de que no se había constituido ancianos todavía en ninguno de ambos lugares. La práctica regular era la de designar ancianos después de un cierto tiempo; ciertamente, esto solo podía tener lugar cuando los apóstoles iban, o enviaban un delegado autorizado para elegir a personas adecuadas y para revestirlas con un título, ante la iglesia, que nadie sino los malos negarían. ¿Es acaso necesario señalar cómo Dios ha estado proveyendo con plena gracia a las necesidades de Sus hijos? Este tema pasará, a ocupar nuestra atención de una forma definida en la próxima ocasión que tenga de dirigirme a vosotros. Por lo tanto, me limitaré a atraer vuestra atención a Su sabiduría que llega a lo más recóndito para afrontar las dificultades de esta época, cuando no existe sobre la tierra una autoridad válida para ordenar como lo hacían los apóstoles. No se trata de que Sus hijos se hayan quedado sin ayuda; tienen al mismo Señor y al mismo Espíritu siempre presentes. Por ello no hay necesidad de ningún cambio ni de nuevas invenciones para afrontar las dificultades de nuestros días, sino de retornar con fe a aquello que era y es la voluntad del Señor; y esto con conocimiento del verdadero estado de la iglesia, y de los sentimientos que le son adecuados.
Hemos visto que, como norma, el Señor a solas dio estos dones de ministerio: depende de Su amor a Su iglesia, de Su fidelidad a los santos. ¿Es el Señor Jesús ni algo menos entrañable y verdadero en la actualidad que lo que lo fue en el día de Pentecostés? ¿Quién lo insinuaría? Tampoco puedo simpatizar con aquellos que miran nostálgicamente a los tiempos más tempranos, como si sólo ellos ofrecieran terreno para las almas fieles. Es indudable que un brillante halo de gracia llena la escena en la que el Espíritu Santo fue derramado sobre los hombres por primera vez con una sencillez y un poder que se llevó todo por delante; pero ¿quién fue el motor y de dónde vino la energía que produjo frutos tanto más maravillosos cuando pensamos en un suelo tan duro, terco, y frío? ¿No fue acaso el Señor actuando por Su propio nombre por el Espíritu Santo después que Él tomara Su lugar en gloria de resurrección y ascensión, para dar dones a los hombres? ¿No es acaso Su gracia tan capaz en estos tiempos peligrosos como demostró serlo Él cuando introdujo el misterio que había estado escondido desde la eternidad? ¿Tienen que ser perfeccionados los santos y se tiene que llevar a cabo la obra ministerial? ¿Precisa el cuerpo de Cristo de edificación? Entonces hay la plena certeza de que Sus dones no pueden faltar hasta que la obra se haya acabado y que todos hayan sido llevados a la unidad de la fe; y los muchos adversarios y las sutiles trampas y peligros en aumento solamente atraerán más y más el amor fiel del Señor de todo. Hay plenitud de bendición en Cristo para la iglesia, tanto ahora como entonces. ¡Ojalá que confiáramos más en Él para cada demanda!
¿Tenemos entonces que tener en menos la verdad o que dudar de Su gracia estableciendo alguna obra de nuestras manos, algún becerro de oro, como si no supiéramos qué Le ha sucedido a Aquel que ha ascendido? ¡Lejos esté esto de los hijos de Dios! Supongamos que os reunís como asamblea de Dios; no sabéis quien es el que va a hablar, exhortar, dar gracias, orar. Para la incredulidad esto no es sino confusión. Cierto es que no parece sabio si me olvido de quien está en el centro; no es cosa prometedora si no creo que el Señor está allí; pero si estoy seguro de que Él, que tiene todo el poder en el cielo y en la tierra, ama y sustenta a la iglesia, y de que el Espíritu Santo, divino como es Él, mora con y en nosotros, ¿qué tengo que temer? Si esta posición es buena para un santo, es buena para todos ellos. Naturalmente, se tiene que dar lugar a los casos excepcionales, como en el caso de personas que al ser culpables de pecado se demandaría su exclusión (inmoralidad, malas doctrinas, y cosas similares).
Pero entonces, si sé que éste es el terreno de la iglesia conforme a las Escrituras, y que no hubo otro desde que se asumió y actuó en consecuencia por parte de los santos apóstoles, la cuestión es ahora, ¿me hallo sobre este terreno? Si soy llamado a trabajar en la palabra o en la doctrina, el Señor me señala el camino. Él abre la puerta que nadie puede cerrar, que Él cierra, y nadie puede abrir. Él halla un camino para los más débiles de Sus peregrinos, y les da valor, y lo pone en claro si tienen que servirle. Nunca dudemos de Él.
Pero ¿no puede haber una cantidad de dones? Cuantos más, mejor. Si hay cinco, o diez hombres dotados en una asamblea, agradezcámoslo al Señor: hay sitio para todos. ¡Dios no quiera que autoricemos la novedad de que cada ministro tenga su propia pequeña congregación! ¿No es una degradación para aquellos que hablan de tal manera, y para aquellos de los que así se habla? Nadie se comporta de una manera adecuada además, ni siquiera sabe cómo comportarse — si no tiene consciencia en su alma de que los santos son “la congregación de Dios”. Pero es evidente que no se habla de la congregación de Dios, si se olvida el terreno divino de la iglesia: entonces se trata de “mi congregación”, o de “tu congregación”. Siempre hay sitio para el ejercicio de Sus dones, sean cuales sean, y por muchos que sean. Además, es algo extraño que se piense en esta época que se pudiera prescindir de alguno de ellos como superfluo.
La hora me advierte que se tiene que dar fin a este tema. Mi intención ha sido la de exponer y dar su fuerza a la distinción fundamental entre dones y cargos — lo primero, como hemos visto, fluyendo de Cristo en lo alto, lo segundo demandando una designación aquí abajo por parte de personas autorizadas ellas mismas por el Señor para este propósito. Con respecto a los dones, ellos siempre permanecen seguros tan ciertamente como que Cristo sigue siendo la cabeza y la fuente de ellos. En cuanto a la autorización formal, ya no es posible debido a que no se tiene un poder adecuadamente autorizado para designar. Todo lo que se puede hacer en cuanto a designaciones, si se quiere hacer algo, es establecer una imitación triste y más bien arrogante de los apóstoles y de sus delegados. Pero si realmente amáis al Señor y dais su valor al orden piadoso, ¿no es vuestro deber indispensable en el nombre del Señor reconocer todos Sus dones de una manera que nunca habéis hecho? Reconocedlos privada y públicamente en la obra que Él les ha asignado. Si el don es pequeño, reconoced en él al Señor tan cordialmente como si fuera un gran don; y si se trata de un gran don, reconocedlo tan humildemente y con tan pocos celos como un don pequeño. Por otra parte, no tratéis de imitar lo que los apóstoles hicieron; guardaos de pretender hacer lo que no debiera pensarse hacer a no ser que hubiera poder apostólico. Y en cuanto a la designación de diáconos o a la elección de ancianos, las Escrituras no nos dan autorización a no ser que hubiera una autoridad apostólica directa o delegada que no existe en la actualidad.
NOTA ACERCA DE HECHOS 14:23
Con esta nota se quiere ofrecer una evidencia clara y concluyente en contra de la noción de que los ancianos eran elegidos por los votos de las iglesias. La palabra χειροτονέω, si se considera etimológicamente, significa extender la mano; por ello se aplicaba a la elección, como decimos nosotros, a mano alzada, y, en general, a la elección, o designación sin referencia al modo en que se había hecho. Así, también, ψηϕίζομαμ se refiere en principio a un mero contaje con piedrecitas, y fue usado de las votaciones en esta forma; después en general para las votaciones, y por último para la simple resolución o decisión de la mente. Es el contexto, no la palabra misma, lo que muestra cómo se ha de entender. Hesiquio explica χειροτονείν por καθιστάν(cp. Tito 1:5), ψηϕίζειν ; como Suidas da χειροτονήσαντες por έκλεζάμενοι. Con todo esto concuerda la utilización hecha por Aristófanes, así como de Aesquines, Demóstenes, etc., tanto en el sentido estricto y literal como en el de elección y designación. Apiano, Dio Casio, Plutarco, Luciano, y Libanio ofrecen muchos ejemplos donde la palabra no significa otra cosa que elegir. Por esto, en estos queda totalmente excluida la idea de sufragio popular con o sin manos alzadas.
Pero se tienen que dar unos cuantos casos de escritores helenistas familiarizados con el Antiguo Testamento, y contemporáneos con los que fueron inspirados para escribir el Nuevo Testamento. Así, Filón (περί Ιωσήϕ) utiliza repetidamente X' de la designación de José como primer ministro por parte de Faraón, y de Moisés al puesto para el que fue elegido por Dios, y de nuevo en la selección que hizo de los hijos de Aarón para el sacerdocio. Así Josefo (Ant. VI. xiii. 9) habla de Saúl como “rey elegido por Dios”, viró To0 Oca). Kεxεlpotovnuέvov βασινέα y también (Ant. XIII. ii. 2) representa a Alejandro escribiendo a Jonatán en estos términos: χειροτονούμεν δέ σε σήμερον άρχιερέα τών Ιονδαίων.
“Te constituimos este día sumo sacerdote de los judíos”. Esto puede ser suficiente para demostrar como tenemos que considerar la afirmación del Dr. J. Owen (Works, vol. xv., págs. 495, 496, edición de Goold) de que “se dice que Pablo y Bernabé ordenan a los ancianos en las iglesias por la elección y sufragio de ellos; porque la palabra que aquí se utiliza no admite otro sentido, por mucho que en nuestra traducción esté expresada de una manera ambigua”. Ciertamente, Beza, Diodati, Martin, y otros se han puesto de este lado. No obstante, el Dr. G. Campbell, por presbiteriano que fuera, repudió esta versión del texto y (en su Prelim. Diss. x., Parte v. no. 7) pronunció que per suffragia en el latín de Beza “constituye una mera interpolación para que correspondiera con un propósito determinado”. Si no se está de acuerdo con una censura tan enérgica, la única alternativa es que la glosa surgió de una investigación inadecuada y de un fuerte prejuicio.
La verdad es que no es preciso salir del Nuevo Testamento para demostrar el error; porque aquí, como en todas partes, incluso cuando se aplica a la más rígida de las elecciones, nunca significa elegir por los votos de otros, que es lo que tendría que significar para sostener el sentido pretendido. Siempre que la palabra aparece técnicamente, la persona asociada no toma meramente los votos de los otros, ni preside como el moderador de la elección, sino que es él mismo el votante. Ahora, en este caso el sujeto en cuestión es, más allá de toda duda posible, no los discípulos sino Pablo y Bernabé. Si alguien votó alzando las manos, fueron solamente los apóstoles. Por ello, la versión autorizada dejó de lado, y con justicia, “por elección”, el sentido dado en algunas de las traducciones inglesas antiguas y extranjeras que habían sido demasiado influenciadas por la escuela ginebrina, e incluso por Erasmo.
El verdadero sentido es que los apóstoles eligieron ancianos para los discípulos en cada asamblea (no los discípulos para ellos mismos). Y esto queda enteramente confirmado por Hch. 10:41 y 2 Co. 8:19; en uno de cuyos pasajes se dice que Dios había elegido de antemano; en el otro que las iglesias son las electoras tan precisamente como aquí los apóstoles. Ni Dios ni las asambleas reunieron los votos de otros: tampoco lo hicieron Pablo ni Bernabé. Pero éste es el único testimonio que jamás se haya podido imaginar para favorecer directamente la elección popular de los ancianos; y hemos visto que la inferencia que se deriva es ciertamente ficticia. Para el asunto que tratamos, la utilización de la palabra en los asuntos políticos o civiles de Grecia no constituye ninguna evidencia.
Quizás sea innecesario añadir que X· no significa la imposición de manos, para lo cual las Escrituras proveen otra frase que nunca se confunde con la palabra en cuestión. Pero esta confusión pronto empezó a evidenciarse en autores eclesiásticos, que no infrecuentemente utilizan χειροτονίς donde debiéramos esperar χειροθεσία o ή έπίθεσίς τών χειρών κατ’ έκκλησίαν or πρεσβυτέ – ρους κατ’ έκκλησίας. Este error aparece en los llamados Canones Apostólicos, en Crisóstomo, y en escritores posteriores; y puede haber llevado a los traductores autorizados a que vertieran “ordenar”, en lugar de “elegir” o “designar”. El Obispo Bilson, en su “Perpetual Government of Christ's Church”, es culpable no solamente de esta confusión sino del extraño error de que “los ancianos” incluían a los “diáconos”. (Ver caps. 7 y 10). Pero en realidad la discordia de los comentaristas raya casi en lo increíble, a no ser que uno haya leído extensamente y haya demostrado el hecho por la experiencia. Así, Hammond intenta extraer de este versículo la designación de un solo obispo para cada iglesia o ciudad; en tanto que uno pudiera haber inferido (sin apelar a la prueba incontestable de lo contrario en Hch. 20:17, 28) que la pluralidad de los presbíteros con el distributivo singular estaba tan en contra de su postura como el lenguaje pudiera alegarlo, excepto por una expresa contradicción. Si la idea de Hammond hubiera sido la que se expresara allá, nada hubiera sido más fácil que escribir πρεσβύτερον. Por otra parte, si se puede confiar en un artículo de Elsley, Whitby se opone a este ultraepiscopalianismo con el argumento igualmente insostenible de que estos ancianos eran los que tenían dones milagrosos ya bien directamente de Dios (como en Hechos 2, 4, 9, 10, 11) o gracias a la mediación apostólica (como en Hechos 8), y que tomaron el cuidado, al principio, de las iglesias; no ministros fijos, sino con un rango justo inferior al de los apóstoles. ¿Se puede concebir una afirmación más endeble y carente de base?
La última muestra de estas especulaciones, y quizás la peor, la tomo de Inst. IV. iii. 15, 16, de Calvino, donde, según el autor, “Lucas relata que Bernabé y Pablo ordenaron ancianos por las iglesias; pero al mismo tiempo marca el plan o modo cuando dice que fue hecho por sufragio. Las palabras son χ· πρ. κ. έκκλ. (Hch. 14:23). Por ello seleccionaron ellos (creabant) a dos; pero todo el cuerpo, como era costumbre de los griegos en las elecciones, declaraba a manos alzadas cuál de los dos querían tener”. Pocas veces me ha tocado hallar una perversión tan transparente de los hechos y del lenguaje de la inspiración como la que exhibe este pasaje, cuya refutación ya se ha dado por anticipado. Se cita la nueva traducción por H. Beveridge con el propósito de eliminar las cábalas acerca de este punto; y se da el original en el pie de página para su verificación. No obstante, es consolador hallar que una versión tan errónea no estaba destinada a tener una vida prolongada; porque su autor la ahoga, aunque de forma remisa, en su comentario sobre el pasaje: — Presbyterium qui hic collectivum nomen esse putant, pro collegio presbyterorum positum, recte sentiunt meo judicio”. (Coment. In loco).
Pero el final del capítulo se halla aún más lleno de perplejidades y de error. “Por último, se tiene que observar que no se trataba de todo el pueblo, sino solamente de los pastores que impusieron las manos sobre los ministros, aunque es incierto que fueran varios los que siempre impusieran las manos, o no. Está claro que en el caso de los diáconos fue hecho por Pablo y Bernabé, y por otros pocos (Hch. 6:6; 13:3). Pero en otro lugar Pablo menciona que él mismo sin otros impuso las manos a Timoteo. 'Por lo cual te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos' (2 Ti. 1:6). Porque lo que se dice en la epístola acerca de la imposición de las manos del presbiterio no lo entiendo como si Pablo estuviera hablando de un colegio de ancianos. Por la expresión entiendo la ordenación misma [¡!]; como si él hubiera dicho: Actúa así, para que el don que recibiste por la imposición de manos, cuando te hice presbítero [¡ !], no vaya a ser en vano”. Que las manos apostólicas designaran a los siete que fueron elegidos por la multitud para el servicio de las mesas está claro. Pero las Escrituras mantienen silencio con respecto a si se practicaba la imposición de manos en el establecimiento de ancianos; y para mí tal silencio es admirablemente sabio, incluso si de hecho se imponían las manos, como provisión divina en contra de un abuso supersticioso. Pero, ¿qué se quiere decir con la referencia a Hechos 13:3, relacionada con la alegación de que Pablo y Bernabé, etc., impusieron sus manos sobre diáconos? En cuanto a la noción de que τού πρεσβυτερίυ (1 Ti. 4:14) significa no los ancianos como un cuerpo, sino la condición de anciano, y que por ello se tiene que dislocar en su sentido de su conexión evidente y necesaria con χειρών al final del versículo y ponerlo en aposición con χαρίσματος al principio, mantengo que la gramática no es más dura y sin precedentes que extraña la doctrina resultante de ello. La condición de anciano, en las Escrituras, no constituye un don sino un cargo local.
Las defensas modernas de este sistema no tienen más peso que las antiguas. Tengo ante mí ahora Presbyterianism Defended del Dr. Crawford, y Inquiry de Whitherow; pero no me parecen ni cándidas ni eficaces. La dificultad insuperable es que los presbíteros en las Escrituras no son nunca el poder ordenante, aun cuando pudieran ir asociados con un apóstol incluso en comunicar un don extraordinario a Timoteo, al cual nunca se le presenta como un anciano. Además, el ministro es tan diferente de los ancianos en el Presbiterianismo como lo es de los diáconos en el Congregacionalismo, y es un personaje de tanta importancia en ambos sistemas como desconocido en las Escrituras. Insisto, decir que los ancianos no son tan distintivamente laicos como el ministro es clerical, entre los presbiterianos, es una incoherencia con la notoria diferencia en el tratamiento que se le aplica, y en el salario. Ambos sistemas yerran al mantener que los detentadores del cargo eran elegidos por el pueblo; solamente lo eran aquellos cuyo deber era el de administrar lo material. Y si había una pluralidad de ancianos (que equivalen, son idénticos, a los obispos), había la apertura más plena a todos los dones del Señor, en lugar de esta invención del hombre, el ministro. Los ancianos nunca ordenaban a los ancianos, sino solamente lo hacían los apóstoles o sus delegados; y los hombres dotados de dones no precisaban de ordenación antes de ejercer su ministerio. Tampoco Hechos 15 se parece a un tribunal eclesiástico, esto es, una asamblea representativa de ministros y ancianos de todas las partes de la esfera de jurisdicción. Este pasaje nos muestra a los apóstoles con una autoridad universal de Cristo, y los ancianos de la iglesia en Jerusalén, con toda la iglesia uniéndose a la decisión. Por ello los decretos se entregaron para ser observados mucho más allá de las ciudades de Jerusalén y Antioquía, en total desacuerdo con el Presbiterianismo.

6ª Conf. - El recurso de los fieles en las ruinas actuales: 2 Timoteo 2:11-22

¡Cuántos elementos solemnes se hallan apiñados en el tema que tenemos ahora ante nuestra consideración! Es solemne contemplar la cristiandad y ver sus ruinas, ahora demasiado palpables para negarlas. Es solemne, por otra parte, pensar en la fiel bondad de Dios, que lo sabía de antemano, lo predijo en la inerrante palabra de Su gracia, y que nos ha mostrado que, si Él sentía el mal que estaba a punto de cubrir la escena de la profesión del nombre de Cristo sobre la tierra, Su amante sabiduría ha revelado un camino cierto — un camino que ni el ojo del buitre vio, pero que a pesar de todo Él hace que Su pueblo discierna, y mediante el cual Su pueblo puede tener la feliz certeza de que está agradando a Dios.
Para aquellos que por causa del Señor y de la verdad lamenten las actuales prácticas de la cristiandad, y rehúsan tener comunión con ellas, puede haber una cierta necesidad de dar unas pruebas tan evidentes como sea posible de aquellos males que son ahora abundantes, y de los cuales Dios advirtió de antemano cuando estaban solamente en embrión. Ciertamente, puede haber una cierta tentación a probar el mal, cuando sentimos de algún modo la necesidad de una justificación para el camino de separación a Dios. Pero tal tendencia es prontamente corregida, y el corazón recibe su tono debido y su actitud apropiada, cuando pensamos quién es después de todo el que se halla más afectado, y cuyo honor es el que tenemos que justificar. ¡Quiera el Señor librarnos de pensar en nosotros mismos! Es indigno de aquellos que pertenecen a Cristo. Que sean nuestra gloria la de justificarle a Él solo.
Será ahora mi ocupación la de mostrar, no que Él necesite nada de nosotros, no que Sus palabras luminosas necesiten de las pobres antorchas humanas para hacerlas más visibles, sino que el amor divino busca la bendición de cada uno, especialmente de aquellos que son relativamente jóvenes y precisados de información acerca de la verdad de Dios. Espero dar suficiente evidencia, por lo menos, para mostrar de la manera más llana cuál sea la voluntad del Señor; cuán fielmente Su Palabra trata con nosotros; cuán digno de confianza es Él mismo, y aquello que Él ha puesto en nuestras manos. Esto puede alentar a los más apocados de entre los hijos de Dios para que miren hacia arriba con confianza, siendo que el fin estaba tan claro para Él como el principio, y que para nosotros el único camino es el de Cristo, porque no puede haber dos. Él es el camino, y como hay solamente un Cristo, así solamente puede haber un camino que satisfaga al corazón y a la mente de Cristo para aquellos que Le aman.
¿Voy acaso a presentar razones de peso, como si se tuviera que justificar tal cosa? Será suficiente explicar lo que Él ha señalado. Para aquellos que Le conocen a Él habrá en ello la justificación completa y la razón más poderosa en el hecho de que se trate de Su camino para nosotros, aunque ciertamente Su bondad ha dado también pruebas seguras y abundantes en la profundidad necesaria.
Tendré más adelante la oportunidad, esta noche, de repasar brevemente el terreno sobre el que hemos pasado en ocasiones anteriores, y de mostrar como todo lo que es más precioso ha sido puesto a buen recaudo para los fieles. No que el Señor no se haya complacido en quitar mucho. No que debiéramos carecer de sentimientos acerca de nada que competa al poder del Señor y de Su gloria en la iglesia. Pero si afirmamos rectamente un puesto más elevado en aquello que conviene a Dios en sus caminos morales; si debiéramos sentir que lo que trae y mantiene ante nosotros la gracia de Cristo tiene que ser de un valor más profundo que ninguna exhibición de poder ante los hombres; con todo, por otra parte, queridos hermanos, sería un pecado ante el Señor si contempláramos con fría indiferencia la debilidad absoluta de nuestra época, y la deshonra que así se impone sobre el nombre de Jesús en la misma cristiandad. ¡Ay!, no hay ningún lugar entre los extraños afuera del Señor Jesús donde se cometan unas enormidades más atrevidas que las que se cometen en la misma escena donde los hombres se hallan bautizados a Su nombre. Cuando miramos hacia atrás a las épocas ya pasadas, a los tempranos días de la peregrinación de la iglesia sobre la tierra, y al poder del Espíritu Santo que se manifestaba entonces, quedo persuadido de que debiéramos sentir dolor por las heridas infligidas en casa de Sus amigos; debiéramos sentirnos doloridos de que el comportamiento de la iglesia fuera tal que el Señor no pudiera derramar honor sobre ella de forma manifiesta, sino que se viera obligado, por decirlo así, a dejarla desnuda, y a avergonzarla delante de los enemigos de Su nombre.
Reconozcamos todo esto, como también el dolor mucho más profundo de que las personas aprecien tan poco la verdad, y sientan tan poco por el honor de la persona del Señor en la cristiandad, para no hablar de la carencia casi universal de sentimiento incluso de lo que la iglesia es en sus formas más elementales y sencillas, y todavía más del total olvido de su brillante porción en identificación con el Salvador, y de lo que la iglesia espera en el día que ha de venir. Tened la certeza de que, si no sentimos así junto con el Señor en nuestra pequeña medida, no nos hallamos en una condición moral como para actuar sobre Su Palabra en cosas presentes. Es una lección de importancia no pequeña ver que el Señor no nos ha dado en las Escrituras aquello que admita una mera imitación. No es suficiente tomar, por ejemplo, las epístolas del Apóstol Pablo, y ponernos a la obra como si fuéramos competentes para poner en orden lo deficiente, y para ordenar ancianos aquí o allá. Una cosa es apoyarnos en la Palabra que Dios nos ha dado, y otra muy distinta asumir que podemos reinstaurar la iglesia, ahora que ha sido quebrantada y arruinada. Es recto sentir su estado bajo, pero que debiéramos reconstruir de nuevo lo que así ha caído demuestra, en el mismo pensamiento, que el corazón no está en sintonía con Cristo; que hay una falta de santa desconfianza en uno mismo; que hay una insensibilidad tal con respecto al verdadero estado de las cosas ahora que impide no solamente el restaurar autorizadamente la iglesia, sino también la humildad de la fe que confía en los verdaderos recursos de Cristo. Porque es un principio invariable de Dios que, cuando ha habido un apartamiento de Él, no importa bajo cuales circunstancias, o época, o pueblo — sea antes del diluvio o después — sea en Israel o en la iglesia — Dios insiste en que el primer paso en lo moralmente bueno sea llegar a sentir nuestra verdadera iniquidad a Sus ojos. Cuando éste es el caso, la presunción estará lo suficientemente alejada de nosotros, con lo que podremos tener beneficio de aquella maravillosa exhibición de poder, gracia y sabiduría divinas — ¡la iglesia de DIOS! Fue la obra de mayor envergadura, por decirlo así, que Dios jamás emprendiera sobre la tierra (a continuación de la Cruz, mediante la cual, tan solo, se hizo posible tal obra).
Dios no quiera que el pensar en lo que Él ha hecho comparáramos aquello que se mantiene solo — ¡solo por toda la eternidad! Pero si contemplamos todo lo que jamás se haya hecho sobre la tierra, o incluso sobre el cielo y la tierra, diré que la obra de Dios en Su iglesia — la iglesia de Dios — fue aún mayor. Y ahora, nosotros, pobres vasos agrietados que no podíamos guardar la bendición, nosotros, que por nuestra propia debilidad y falta de vigilancia hemos sido un blanco de las tretas de Satanás, y hemos dejado entrar a los ladrones y salteadores que han despojado la casa de Dios, ¿hemos de ser nosotros los que la volvamos a establecer? ¿Es éste el sentir de la fe humilde? Si para un hombre fuera malo el irse, si fue una cosa grave para Israel deshonrar la ley de Dios, ¿qué tiene que ser para la iglesia tener en poco a Dios el Espíritu Santo? Es la epístola de Cristo, la morada de Dios por el Espíritu, el objeto de Su amor más perfecto, aceptada en el Amado, en Cristo, hecha la justicia de Dios en Él. ¿Qué es pues para la iglesia el dejar en la práctica a un lado la gloria de Dios aquí abajo preferir la obra de sus propias manos a Su Palabra y Espíritu — para inclinarse una vez más a ídolos labrados por el arte y los manejos del hombre? ¡Ah! es más detestable que lo que las Escrituras o incluso la historia registra de las épocas y de los hombres infinitamente menos privilegiados.
No penséis que estoy exagerando lo que la cristiandad ha hecho o hace. Ni deseo extenderme en más de lo que sea absolutamente necesario sobre el penoso fracaso de aquello que porta el nombre de Cristo aquí abajo. Pero oigamos lo que dice la Palabra de Dios sobre este tema. ¿Quién admitiría el pensamiento de que Él habla demasiado fuerte acerca de aquello que Él vio desde el principio, y que nos advirtió que se estaba introduciendo al contemplar el futuro?
Empecemos con el Salvador mismo y veamos lo que Él indicó a Sus discípulos acerca de lo que se hallaría cuando Él vuelva de nuevo a la tierra, cuando Él convoque al hombre a dar cuenta de sí mismo. En Lucas 17 nos habla Él no de que el mundo iría cambiando gradualmente de un desierto a un Paraíso, no que los paganos dejarían sus dioses falsos ni los judíos abandonarían su odio contra el verdadero Mesías. Por el contrario, Él da a los discípulos la necesaria advertencia, que iba a ser como en los días de Noé, y como en los días de Lot. Eran estos tiempos de comodidad y de mundanalidad, cuando toda la humanidad se estaba revolucionando en contra de Dios; y con ello estas escenas proveían comparaciones para las escenas que tienen que estar presentes cuando el Señor aparezca del cielo a juzgar el mundo. “Como fue en los días de Noé, así también será en los días del Hijo del Hombre. Comían y bebían, se casaban y se daban en casamiento, hasta el día en que entró Noé en el arca, y vino el diluvio y los destruyó a todos”. La seguridad propia y el amor a la comodidad será sustancialmente el mismo cuando el Señor sea revelado como lo fue antes del diluvio. Entonces como en los días antiguos los hombres se hallarán ocupados en los asuntos ordinarios de la vida diaria. A pesar de la ley, a pesar del evangelio, de nuevo se ve y continuará aquel estado de violencia y de corrupción que atrajo el diluvio sobre la tierra, no menos culpable que totalmente despreocupada. Y Cristo mira hacia adelante al día de Su retorno: sin que le espere ningún previo milenio de santa gloria; sin que el mundo esté generalmente caracterizado por corazones felices y llenos de gozo; sino al contrario la misma condición moral, la misma indiferencia a la voluntad de Dios, y a Su gloria, que precedió al diluvio.
Después del diluvio, cuando empezaron las naciones y las lenguas, hubo otra escena más asombrosa y degradante, que el mismo libro de Génesis nos presenta; y ésta nos provee también su triste complemento a la escena de los días precisamente anteriores al retorno del Hijo del Hombre. “Asimismo como sucedió en los días de Lot; comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; mas el día en que Lot salió de Sodoma”, [palabras de lo más ominoso] “llovió del cielo fuego y azufre, y los destruyó a todos. Así será el día en que el Hijo del Hombre se manifieste”.
Si tomamos ahora las Epístolas, hallaremos que la luz arrojada por el Espíritu Santo no debilita en absoluto, sino que confirma, en todos los respectos, el testimonio del Señor Jesús; solamente que ahora tenemos al Espíritu Santo considerando naturalmente la cristiandad, en tanto que nuestro Señor hizo de los judíos Su punto de partida y centro.
Así tenemos en Romanos 11, sin extendernos acerca de este capítulo, que el Espíritu de Dios anticipa el fin de la cristiandad. “No te jactes contra las ramas; y si te jactas, sabe que no sustentas tú a la raíz, sino la raíz a ti”. Esta es la advertencia que se le da al profesante gentil. Los que son significados por las ramas naturales son los judíos. Ellos habían sido los depositarios de la promesa desde antiguo, y tenían por ello el lugar responsable de testimonio de Dios sobre la tierra. Así, ellos eran las ramas originales del olivo, la línea de la promesa y del testimonio en la tierra que se originó con Abraham. Pero los judíos quebrantaron la ley, siguieron en pos de los ídolos, rechazaron y dieron muerte al Mesías. Había un recurso en el evangelio; pero rechazaron el evangelio del cielo así como al Señor el Rey de ellos sobre la tierra. La consecuencia de ello es que las ramas naturales de olivo fueron desgajadas, y se injertaron las del olivo silvestre, o gentiles, en el viejo tronco de la profesión. Y ésta es la advertencia que se da: “Pues las ramas, dirás, fueron desgajadas para que yo fuese injertado”. ¿No ha sido éste exactamente el sentir de la cristiandad? Desprecio hacia los judíos, asombro ante la maldad de ellos, y una insensibilidad total hacia la propia condición. “Bien; por su incredulidad fueron desgajadas, pero tú por la fe estás en pie. No te ensoberbezcas, sino teme. Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará. Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios; la severidad ciertamente con los que cayeron, pero la bondad para contigo, si permaneces en esta bondad”.
Quisiera preguntar a cada persona que tenga el más pequeño temor de Dios, o incluso una familiaridad externa con Su Palabra. ¿Ha continuado la cristiandad en la bondad de Dios? ¿Hay algún protestante, algún católico romano, que lo crea? ¿Hay alguna persona, no importa dónde, no importa quién, hay una sola alma que se atreva a decir que la cristiandad, el gentil profesante, se ha mantenido en la bondad de Dios? El romanista no puede pensar que el cisma protestante siga en la bondad de Dios. El protestante está seguro de que el cuerpo romano es el fruto de un evidente apartamiento de Dios en superstición; y así podríamos pasar por todos los sistemas existentes. Cada uno de ellos podrá argumentar en pro de su propia asociación, pero ¿quién dirá que incluso la suya propia ha continuado fiel? Podrán creer que sus intenciones son buenas y que, si se llevaran a cabo, los resultados serían admirables; pero ¿quién dejará de reconocer que no ha sido llevado a cabo? ¿Que, por consiguiente, ninguna secta, ninguna porción, ni siquiera ningún fragmento, se ha mantenido en la bondad de Dios? Todos concuerdan en que, por lo que respecta a la masa de la profesión afuera de ellos, ella ha frustrado el testimonio de Dios. Por consiguiente, surge por todos lados el reconocimiento de las personas de que el gentil no ha continuado en ella. No que se sienta el fracaso como se debiera sentir; no que exista una confesión adecuada y un abandono ante Dios de nuestro común pecado. Allí donde el pecado es verdaderamente confesado ante Dios, no se persistirá en Él. Pero por lo menos existe un reconocimiento externo hasta un cierto punto ahora en la tierra, y que es plenamente suficiente para demostrar que la cristiandad no ha permanecido en la bondad de Dios. ¿Qué es lo que dice entonces la Palabra del Señor? “Tú también serás cortado”. El gentil será cortado por su infidelidad, con tanta certeza como lo fue el judío.
Esto, notémoslo, no se halla en ninguna porción profética de la Palabra de Dios que algunos pudieran creer ambigua, aunque no debiéramos ni por un momento admitir el pensamiento de que lo sea ningún pasaje de la Palabra de Dios. Pero aquí tenemos una epístola que cada cristiano admite como una de las más fundamentales y de mayor alcance, que expone el cristianismo a partir de sus elementos, y mediante la cual el Señor ha establecido a las almas en Su paz quizás más que con cualquier otra porción de Su Palabra; es en esta Epístola a los Romanos que tenemos el anuncio solemne de que los gentiles serán ciertamente cortados. No meramente una parte o la otra, sino que la profesión gentil se halla sentenciada por Dios, debido a que no ha permanecido en Su bondad; tan ciertamente como el judío está arrojado de su herencia, y ha sido hecho un refrán y un vituperio por toda la tierra, evidentemente llevando su sentencia estampada en su frente.
Examinar muchas de las epístolas me llevaría mucho más que mi tiempo. Será suficiente decir que, al irnos moviendo a través de ellas desde 2 Tesalonicenses, que fue una de las primeras escritas por Pablo, hasta las más posteriores, las Epístolas de Juan y de Judas, tenemos tan solo un testimonio creciente, que va creciendo más claro, urgente y terrible. Al ir creciendo la iniquidad, así las señales del juicio se hacían más evidentes. El Espíritu de Dios toca la trompeta con un sonido no incierto, y despierta a los fieles allí donde hay un oído para oír. La cristiandad estaba siendo gradualmente minada, e iba a transformarse, en no mucho tiempo, en el motor de la oposición a Dios — llegaría a ser la escena de las iniquidades más crasas, tomando para sí no solamente las abominaciones de los judíos, sino de los mismos paganos, y consagrando un sistema de idolatría bajo el nombre de Cristo y de Su madre, de santos y de ángeles, aún más espantoso y culpable que nada que se haya hallado jamás acá abajo. Porque el mismo hecho de orar a Pedro, a Pablo o a la Virgen demuestra que la luz del cristianismo tiene que haber sido conocida, antes de que acabara en una apostasía tan acongojante. ¿Cree alguno que la expresión apostasía es excesivamente dura? Permítaseme decir que la misma frase “la apostasía” es la expresión usada por el Espíritu santo en la Segunda Epístola a los Tesalonicenses, donde se nos dice que “Ya está en acción el misterio de la iniquidad. Solo que existe actualmente un poder que retiene”. Por consiguiente, no estallará repentinamente en toda su extensión; se mantenía refrenado para un cierto momento por la buena mano del Señor para los propósitos de Su propia gracia. Pero en el momento en que este refrenamiento desaparezca, entonces no habrá ya misterio, sino una iniquidad manifiesta. Ésta recibe el nombre de “la apostasía”. Ésta tiene que madurar, y se tiene que revelar “el hombre de pecado”.
Así tenemos de manera bien evidente una sucesión ininterrumpida de iniquidad. Esta es el panorama que tenemos descrito en las Escrituras: una sucesión de maldad que persiste aumentando siempre en intensidad y en volumen hasta el fin, cuando se quita el que al presente lo detiene, y estalla en un resultado aún más terrible no solamente “la apostasía”, sino “el hombre de pecado”. ¡Qué contraste con el Hombre de justicia, cuando el hombre se atreve a tomar el lugar de Dios en el templo de Dios!
Esto es entonces lo que la cristiandad es para el vigía cristiano. Naturalmente, no se ha cumplido en toda su fuerza, aunque no se niega que ha habido varias y también crecientes manifestaciones de iniquidad. Como nos lo dice el Apóstol Juan: “Así ahora han surgido muchos anticristos; por esto sabemos que es el último tiempo”. Esto es aún más notable debido a que muestra él que el Anticristo iba a venir, cuya gran prenda era que había entonces muchos anticristos. Por ello sabían que era el último tiempo. El Espíritu no iba a cerrar el volumen del Nuevo Testamento hasta que el peor de los males estuviera realmente allí, por lo menos en embrión; y al ser esto así, y así proclamado por la inspiración, ya no había necesidad de más. El Espíritu de Dios podía, por así decirlo, cerrar el sagrado rollo. Estaba completo. El misterio de iniquidad se muestra ya obrando, es predicho “el hombre de pecado”; el misterio de Cristo y de la iglesia ya no está escondido, sino revelado. La Escritura ha llegado a un abarcamiento total. Queda, no una nueva consideración de Cristo, por así decirlo, sino al revés el desarrollo de aquel Cristo que ya tenían, la exposición más entrable y apreciativa de la luz del amor de Dios que estaba en el Señor Jesucristo desde el principio. Éste es el antídoto a todo lo que Satanás pueda traer — a los muchos anticristos, y por último al Anticristo. Me refiero a esto a fin de dar un tipo de relación entre los diferentes estados — el surgimiento, el progreso, y la manifestación final de la iniquidad. Y mucho más es lo que el inicuo va a exaltarse en contra del Señor de la gloria. El último libro del Nuevo Testamento muestra el reino milenial sobre la tierra, introducido por la destrucción de la bestia y del falso profeta con toda la compañía de ellos, como Babilonia ya lo habrá sido anteriormente.
Así hemos contemplado con rapidez la sentencia que pende sobre la cristiandad, sin haber entrado en todas las pruebas. Éstas son evidentes en las epístolas generales y en particular en la epístola de Judas, donde se da una delineación de lo más enérgica en el límite de un solo versículo (11). Con un poder como solamente sabe comunicar el Espíritu Santo se bosquejan las sombras de Caín, de Balaam, y finalmente de la contradicción de Coré. ¿No hay nada aquí para la cristiandad? ¿No hay un sonido de un juicio seguro, aunque lejano aún? “¡Ay de ellos! porque han seguido el camino de Caín” — aquel hermano innatural, aquel pretendiente a la religión, que trajo su ofrenda al Señor, pero que dio muerte al inocente. ¿No hay un presagio en aquel que recibió el sueldo de la injusticia — en el hombre que, a pesar de sí mismo, profetizó cosas gloriosas de un pueblo al que no amaba, sino que hubiera vendido a la destrucción? ¿No hay acaso una lección solemne en la paga recibida por enseñar, pudiera ser, las cosas gloriosas de Dios, sin corazón para Su pueblo, y aún más, sin ningún cuidado o celo por Su Palabra, por Su voluntad, por Su gloria? Finalmente, en la terrible rebelión de Coré, “la contradicción de Coré”, en aquellos que tenían en ministerio del santuario, en los orgullosos levitas que codiciaron y se arrogaron para sí mismos el puesto de Moisés y de Aarón (el apóstol y el sumo sacerdote de la profesión judía), ¿no hay ahí una terrible advertencia? ¿Nunca habéis oído de hombres profesando ser los siervos de Cristo, y a pesar de ello pretendiendo ser estrictamente sacerdotes, oficial y exclusivamente—asumiendo ser los canales autorizados del perdón divino, con el poder sobre la tierra de absolver de culpabilidad delante de Dios? No hablo solamente de aquellos tales que pretenden ofrecer, en la oscuridad de su paganismo, un sacrificio tanto por los muertos como por los vivos. Con certeza, no es con amargura que uno piensa en cosas como estas, pero todos podemos quedarnos atónitos cuando contemplamos los hechos llevados a cabo en la cristiandad. Si se trata de una profecía, es una profecía cumplida.
Todo esto puede ser suficiente para mostrar cuán poco ha permanecido la cristiandad en la bondad de Dios. Los detalles son innecesarios. Los miembros más piadosos de las varias sociedades religiosas serían los primeros en confesar su propio fracaso. La controversia de Dios no es solamente con una, sino con todas, aunque es indudable que las más soberbias afrontarán un juicio peculiar. Es asimismo evidente que la Palabra de Dios no deja a la experiencia humana ni al discernimiento espiritual la inferencia de Sus pensamientos acerca de la cristiandad; Él los ha pronunciado por Sí mismo sobre ella. Por ello no constituye una presunción, sino al contrario la parte de la fe humilde, creer a Dios en esto. ¡Cuán bueno es Él así eliminando el temor a emitir un juicio tan firme! Porque ahora el que no lo pronuncia conforme al Señor o bien ignora la mente de Su Señor, o es infiel a Su voluntad. El que quiera defender o justificar a la cristiandad no teme, en la práctica, dar un mentís al Señor. Se ha mostrado lo suficiente de las Escrituras para mostrar que el hombre que pueda mirar a la cristiandad y vindicar lo que está a nuestro alrededor, o bien en ignorancia, o bien voluntariosamente, deja de lado toda la instrucción que nos ha dado el Espíritu Santo acerca de este tema. Indudablemente, esta afirmación es fuerte; pero es la bondad del Señor la que hace que el reconocimiento de ella sea un asunto de simpatía con Él y no de una pretensión orgullosa a una luz superior.
La Palabra de Dios está abierta a todos. Por ella nos hallamos atados a ver como Él ve. El Señor no admite excusas vanas de que nosotros no podemos juzgar. El Espíritu de Dios, que juzga y discierne todas las cosas, mora en cada cristiano. El que dice que no puede juzgar a la cristiandad está virtualmente negando que él sea un hombre espiritual; pero si juzgamos que la cristiandad ha caído en estos males predichos, uno tras otro, y que lo que estaba entonces solamente en embrión está ahora dando los frutos más amargos y perjudiciales, yo pregunto, ¿tenemos que participar nosotros en esto? ¿Tenemos que ser insensibles a nuestra propia parte en el pecado común? Si el Señor imparte en Su gracia la advertencia más firme, ¿tenemos que satisfacernos con la más endeble y profana de las apologías, que cuando el Señor venga lo enderezará todo? Sí, pero entonces será demasiado tarde para enderezar mi infidelidad consciente que deshonra a Cristo; será para mi vergüenza vivir hasta entonces de una forma indiferente a Su Palabra, descuidado de Su gloria, indiferente al Espíritu Santo, que es contristado por lo que he estado permitiendo en mi práctica. ¿Tengo que apartarme o no de aquello que Le insulta? Si conozco estas cosas, ¿tengo que contentarme sin hacerlas? El que así hace se pone a sí mismo en la más culpable de las posturas. ¿Conozco y siento la resistencia que la cristiandad Le hace, y que yo he hecho, al Espíritu de gracia? Entonces miremos hacia arriba en dependencia en el Señor, a fin de que no vayamos a hacerlo más, y que no vayamos a acomodarnos en un pretexto tan cojo y criminal como que el Señor vendrá a enderezar todas las cosas. ¿No va a venir acaso a juzgar todo mal camino? Indudable es que va a introducir el bien, y aun más que en los tiempos pasados. Es en vano, entonces, que trato de refugiarme bajo esta bendita verdad, que el Señor va a venir a extender el reino de Dios sobre la tierra. Ciertamente que Él va a hacerlo. Vendrá del cielo, y llenará la tierra con la paz y la bendición que Él trae consigo mismo, en lugar de hallarlas aquí abajo. A unos pocos corazones quebrantados hallará en este mundo — un remanente piadoso, clamando, como la viuda importuna en la ciudad mala donde gobernaba el juez que no temía ni a Dios ni a hombre. Tal, y peor, será el estado de cosas, y ¿hallará Él en medio de ello fe en la tierra? Sí, pero clamando en alarma. Y así Él limpiará el mundo con la espada vengadora, antes de establecer sobre él Su trono de justicia. Naturalmente, hablo ahora en forma figurada; pero el hecho es que habrá un juicio divino implacable; y, por ello, ¡qué ceguera la de endurecerse uno mismo yendo en pos del pecado con la excusa de que el Señor va a venir a enderezar el mundo y la iglesia!
Permitid que os diga además que el Señor no nos ha dejado a nuestros propios pensamientos, ni en lo bueno ni en lo malo. Él nos ha dado Su camino, y esto es lo que el corazón ansía tener — el recurso de los fieles en las ruinas de la cristiandad. ¿No sería ciertamente algo extraño que la Palabra de Dios no arrojara una luz cierta allí donde es tan precisa? ¿Podemos concebir tal cosa como el Señor dando Su visión del futuro en creciente oscuridad, sin un cuidado providente para Sus amados, débiles y temblorosos seguidores? Empezamos con el testimonio del Señor acerca del mal del hombre; veamos cómo Él asegura el bien de Su pueblo en medio de ello. Podemos bendecir al Señor por Mateo 18. Aunque está dando en este pasaje una instrucción con respecto al motor animador de la asamblea, que es la gracia, (así como la ley era el principio rector de la sinagoga), el Señor provee lo que sería profundamente necesario, si quedaban reducidos a un mero puñado, “Porque donde están dos o tres congregados en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (vers. 20). ¿Pudiera acaso concebirse un pensamiento más entrañable, o una sabiduría más evidente que el Señor cuidando así de los Suyos en un día oscuro? A esto podría llegar la numerosa grey aquella asamblea que una vez había sido tan admirable, con sus miles sobre los cuales había gran gracia. ¡Qué sabio preparar así los corazones de Sus siervos! ¡Cuán bien sabía y prevenía Él en contra de las ansiedades de Sus santos! Sabemos lo que los números son para el espíritu mundano, y cuán aptos somos para descansar sobre aquello que parece grande en la tierra. Pero nada hay que sea más subversivo del cristianismo. Aquel que no tiene corazón para los dos o tres tiene que ser solamente un peso muerto cuando se halla entre los diez miles. No puede haber duda alguna de que sería barrido corriente abajo por la corriente de multitudes felices; y que aquello que era así infiel a la mente de Cristo pudiera pasar inadvertido en la fuerte corriente y en el deleite recién surgido en el Salvador, como indudablemente fue el caso en aquel día resplandeciente cuando el Espíritu Santo descendió del cielo para ser el heraldo de la gloria del Señor, y para hacer de los creyentes en la tierra la morada de Dios. Podemos comprender que en Pentecostés la marea de gozo subió tan alto que cubrió todos estos elementos, por muy de cierto que tuvieran que aparecer más tarde.
Y fue pronto que sucedió, demasiado pronto, que sones de descontento se oyeron incluso en aquella bendita morada de Dios. ¡Ay!, el hombre estaba allí; no solamente Dios en Su bondad, sino también el hombre; y detrás estaba el adversario, listo para atraer deshonra al primero mediante el segundo.
La iglesia, como el hombre e Israel, tiene que ser probada sobre la tierra. ¿Cuál es el resultado declarado? Nunca se confió tal bendición a manos de los hombres; pero el hombre es tan infiel bajo el evangelio como rebelde fue bajo la ley. El Espíritu Santo queda tan dejado de lado como lo había sido el Hijo; y en el día cuando las realidades eternas han sido reveladas, el hombre se vuelve a las sombras del judaísmo, prefiriendo éstas antes que la verdad sustancial de Dios. Ésta es la historia de la cristiandad. Y el Señor, con todo ello extendiéndose ante Sus ojos presientes, consuela a Sus seguidores, fueran ellos tan pocos y tan débiles, con la seguridad de Su presencia allí donde Su nombre tiene el puesto central en su fe.
En la perspectiva del mal que venía, cuán lleno de gracia fue el Señor en pensar, pudiera ser, en algún ignorad pueblo — en algún barco solitario que navega a través del océano — en alguna isla relativamente desierta — en alguna ciudad vasta y poblada, ¡donde la misma soledad del discipulado se ve quizás con más consciencia que en ninguna otra parte! Sea donde sea, como sea que sea, en la época que sea, el Señor da Su propio peso de autoridad a los dos o tres reunidos a Su nombre. No se trata meramente de Su bendición — ¿Dónde no puede Él bendecir? Bendiciendo subió Él a lo alto, y nunca desde entonces — si se puede expresar de esta manera — ha bajado las manos que entonces levantó en bendición. No puede ser de otra forma hasta que venga en juicio. Su obra fue infinita. ¿Quién pudiera limitar el valor inmenso de Su sangre? ¿Quién pudiera decir que la redención, como el primer pacto, se ha envejecido, y que está próxima a desaparecer? ¿Podría acaso ninguna dificultad, peligro, o necesidad en la cristiandad hacer retirar aquella gracia, por así decirlo, hacia su fuente, o secar aquellos ríos de aguas vivas que debían recibir aquellos que creyeran? No puede ser así; pero hay más que esto en lo que estamos considerando. No hay solamente bendición, sino que hay también el peso de Su autoridad garantizado a la representación más pequeña de Su asamblea. Sabemos que los hombres esquivan la disciplina eclesial; y no se tiene uno que asombrar de ello cuando se está consciente de cómo fue transformada, bajo las más sublimes de las pretensiones, en el azote más abominable de tiranía que la tierra haya jamás contemplado. Por ello, uno no puede sorprenderse que cristianos que hayan escapado del peso de aquella mano de hierro huyeran en cierto sentido al oír la sola palabra. Pero tenemos que guardarnos de desconfiar de Aquel a quien debemos cada una de nuestras bendiciones debido a que Babilonia, la iglesia del mundo, haya pervertido Sus palabras. Pero si hubiera solamente dos o tres, debiera haber tanto celo como si hubiera tres mil en mantener pública y privadamente, colectiva e individualmente, las formas en coherencia con el carácter de Cristo. Esto no puede ser a no ser que haya una disciplina. La obligación de un andar puro en unión está incluida en la propia integridad y el ser de la asamblea de Dios. Ésta cesa de ser la iglesia de Dios, a no ser que haya la solemne práctica de aquellos que el Señor ha establecido. “Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como sois”. Ninguna ruina puede tocar ni por un momento esta responsabilidad. Por otra parte, el Señor toma cuidado en Su gracia de que la bendición siga brotando a pesar de los fracasos.
Pero hay más que la acción soberana de la gracia divina, allí donde la responsabilidad pueda haber sido poco sentida y la voluntad de Dios mal comprendida. El Señor vigila sobre aquellos reunidos a Su nombre, y está allí presente en medio de ellos, aunque ellos sean dos o tres. ¡Qué consolación cierta e inestimable! Concibamos por un momento a algún cristiano despertado a sentir que el lugar de un creyente no es el de ser un miembro meramente del sistema eclesiástico del país, o de unos puntos de vista particulares, sino que por el contrario la única cosa que va apropiada con Cristo y que se Le debe es que debiéramos renunciar — no podemos ser demasiado humildes, pero tampoco podemos ir nunca demasiado allá en renunciar — a cada uno de los lazos que no estén relacionados con Cristo. Donde podamos obedecer a Cristo en medio de aquellos que son Suyos — donde se Le reconoce la libertad al Espíritu Santo a obrar conforme a la Palabra de Dios — ahí se halla la iglesia de Dios, y en ninguna otra parte. La libertad del Espíritu es para exaltar a Cristo, y para esto solamente. Éste es un principio universal, verdadero de cada individuo, y verdadero de la asamblea. Sería algo miserable si la asamblea no fuera una escena de una verdadera y bendita libertad; pero ésta es tal que Dios pueda ser glorificado en Cristo Jesús. Habrá también la consciencia de aquello que es ofensivo precisamente en proporción al poder espiritual que está en la asamblea.
Que la compañía sea grande o pequeña no constituye ninguna diferencia esencial. El Espíritu Santo ha sido enviado para cuidar de los intereses del nombre de Cristo. Los dos o tres débiles e ignorantes reunidos a Su nombre saben por lo menos que son Suyos; y por ello no debieran pertenecer al hombre; no debieran por ello estar bajo ningún otro lazo; que las normas hechas por uno, o muchos, o todos — aunque pudieran ser las mejores que se pudieran promulgar — no tienen título alguno a atar a los cristianos, siendo que Dios ha proveído ya la única normativa perfecta no solamente de fe sino también de comunión eclesial, y que reconocer otra es deshonrar la Palabra de Dios y al Espíritu Santo que está allí para ponerla en vigor en Su poder. No se trata de si podemos hacerlo mejor que otros: Dios no quiera que sea esta nuestra actitud. Ciertamente que se trataría de presunción. Pero esto os pregunto seáis quienes seáis (y espero que, si sois cristianos, estaréis de acuerdo conmigo), ¿Qué es mejor, vuestras normas, o la Palabra de Dios? Si es Dios, y no tú, el más sabio, ¿Cómo es que has llegado a inventar estas normas? ¡Has llegado a pensar que la Palabra de Dios era deficiente, y que tenías que suplir la deficiencia! ¿Cuál es el resultado? Toma lo que está en marcha en el presente, y en cualquier sociedad que quieras. Los mismos diarios resuenan con el escándalo de lo que se está haciendo en el nombre de Cristo. ¿Qué es lo que consiguen vuestras normas? Ni vosotros ni los más sabios entre los hombres podéis erigir una normativa para todas las épocas; y ¿por qué debiera tal cosa intentarse? Dios ha dado Su propia normativa, y Sus hijos no precisamos de otra.
Tenemos ya la única norma divina y segura. Lo único de que se carece es de fe para darle su valor y para actuar conforme a ella. Cierto, las consecuencias de ello son serias. La fidelidad a Cristo cuesta mucho ahora, como siempre. ¿Pero no es un pensamiento solemne el que ahora, en este orgulloso siglo diecinueve después de que el Señor haya cumplido la redención, estamos solamente despertando, aquí y allí, para darnos cuenta de que la Palabra de Dios es mejor que la palabra de los hombres? ¡Que descubrimiento! Pero con todo es tan grande como humillante que se trate de algo nuevo — un descubrimiento que muchos de los hijos de Dios no han efectuado todavía. Todos admiten que la Palabra de Dios es infinitamente sabia para la salvación del alma. ¿Quién, pues, cuando se trata de unos temas de eternidad, confiaría su alma a doctrinas de hombres? Entonces se siente el valor de aquella palabra que revela al Salvador, y del bendito Espíritu que hace que sea preciosa la palabra en la revelación de Él. ¿Pero no es temerario delinear estas distinciones en la Palabra de Dios, y poner de lado aquello que habla de la iglesia, del ministerio, de la adoración, del partimiento del pan, y de la oración? ¿A qué se debe que los hombres se hayan de comportar en la práctica como si las palabras de Dios tuvieran menos decisión y autoridad en estos temas que los variables pensamientos de los hombres? ¿A qué se debe que los hombres piensan tan poco en ser guiados solamente por la Palabra de Dios? ¿A qué se debe que los creyentes recurran como una cosa normal a las normas eclesiásticas humanas? ¿A qué se debe que, por ejemplo, los mejores de ellos, cuando quieren un ministro de la Palabra, pasan en el acto a elegirle, sin una sola sílaba de las Escrituras para que tomen este paso? ¿Quién les dio licencia para hacerlo?
“Así tiene que ser; tenemos nuestro propio médico y nuestro propio abogado, y ¿por qué no nuestro propio ministro?” Es exactamente este espíritu mundano el que ha provocado este mal. ¿Por qué no se consulta a Dios en Su Palabra? ¿A qué se debe que en las Escrituras nunca haya una iglesia que se elija un ministro? Naturalmente, tiene que haber habido muchos que precisaran de una ayuda ministerial en aquellos días, como en la actualidad; y Dios, que sabía todo lo que es bueno, tiene que haber conocido también cada una de las necesidades. ¿A qué se debe entonces que nunca hubiera un hombre elegido por una congregación cristiana para predicar el evangelio o para enseñar a los santos — ni en un solo caso aislado en la Palabra de Dios? No pueden librarse de la dificultad. ¿Qué tienen que hacer? El hecho es que el principio de la disidencia queda quebrantado de entrada. No pueden pasar por el umbral. No pueden pasarse sin un ministro, y no pueden elegir a un ministro según las Escrituras. Miremos ahora, no al congregacionalismo, sino a los dos o tres reunidos al nombre de Cristo. Ellos precisan también de ayuda, estos pocos tan débiles; y ¿qué es lo que tienen que hacer? Ésta es la palabra de su Señor: “Porque donde están dos o tres congregados en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos”. Dios no quiera que desprecie yo las ventajas del ministerio; pero estar sencillamente sujetos al Señor, sea que Él envíe o no a uno, es el mejor camino a tomar. El hecho es que no estamos autorizados, por lo que no tenemos necesidad de elegir a ninguno; porque todo es nuestro ya, “Sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas”. Es de Dios el elegir y el dar. Él ha unido y hecho a Sus ministros parte y parcela de la iglesia. Ellos son miembros del cuerpo de Cristo. Ellos son Su don a la iglesia. Constituye ignorancia y un entrometimiento inicuo por parte de la iglesia el elegir. Además, en el mismo momento en que uno elige a uno para ser peculiarmente el ministro propio, por aquel mismo acto uno se defrauda de todo el resto. Se está saliendo del camino de Dios a fin de enriquecerse unos mismos a este respecto; pero por este mismo acto de urgencia egoísta, como sucede con todo otro apartamiento del camino de la fe, conlleva, como resultado necesario, el empobrecimiento más seguro. Supongamos entonces que la gente consigue su ministro; puede que sea solamente joven, y ellos puede que le quieran nutrido y alimentado en la verdad. A no ser que tenga todos los dones centrados en su propia persona, ellos quedan reducidos a su medida individual. Siguiendo, puede que otro sea un pastor, y que ame a los santos; pero que la congregación consista en su mayor parte de personas que precisen ser convertidas, en tanto que él no es un evangelista, sino un pastor, y quizás un maestro. ¡Qué evidente es que, si se ensaya así de una forma práctica, el hombre siempre provoca la ruina de la obra de Dios! El sistema parroquial en los cuerpos establecidos provoca tanto mal o más aún. Puede que parezca natural y prudente, pero la sabiduría humana en las cosas divinas es tan necia como fatal. ¿Qué otra cosa pudieran esperar aquellos que conocen a Dios y al hombre que un apartamiento de la rica provisión que el Señor ha dado?
Miremos ahora al otro lado. El Señor se halla allí. Los “dos o tres” no ven su camino de una manera exacta. Se hallan en presencia de una gran dificultad. Es posible que hayan oído el murmullo de alguna terrible doctrina, y no la comprenden, no estando versados en estos asuntos. ¿Qué, entonces? Esperan en el Señor — una cosa muy saludable para cada uno de nosotros — es de lo más saludable verse obligados a sentir que solamente el Señor tiene la salida. Pero Él ama y cuida de Sus santos. Él suscita y envía oportunamente a uno de Sus siervos. El mal latente es expuesto de una manera llana; y en el momento en que la luz de Dios, sea por el medio que fuere, cae sobre ello, la conciencia de los santos responde a la llamada del Señor, y repudian aquel mal de todo corazón.
Otra vez, tenemos a uno que ha caído en lo que parece un pequeño mal, pero lo suficientemente grande como para hacerle indiferente al Señor, a Su Palabra, a Su gracia. Rehúsa oír la advertencia de uno, después de más, y por último de la asamblea de Dios. “Tenle por gentil”. No es un gentil, sino que se supone que es un hermano. Pero ha de ser tratado como un gentil, porque desprecia a Cristo en la iglesia. Éste es de hecho el caso que aquí se supone (Mt. 18:20). Una tal decisión es una carga para el corazón, donde la voluntad propia obre entre los santos. Pero demuestra con claridad que no es la sabiduría ni la experiencia de ellos que les guía en lo recto, sino el Señor en medio de ellos; y Él promete Su presencia aunque se trate de dos o tres reunidos a Su nombre. Aquí, pues, tenemos una provisión clara y positiva para los fieles en los tiempos peores. Es difícilmente posible concebir de circunstancias en las que no pudiera haber “dos o tres”.
No obstante, estará bien añadir que el punto esencial es que se reúnan a Su nombre. No es una reunión tal a Cristo allí donde se permite una cerrazón, o sectarismo, como tampoco si se adopta el carácter más craso de dejar introducirse al mundo o de tolerar iniquidad. Si algunos de los “dos o tres” estuvieran tan felices juntos como para mirar con prevención a personas piadosas fuera de ellos, estarían con ello abandonando su puesto de privilegio, y se hallarían en un terreno falso. ¿Acaso el Señor considera de tal forma a Sus discípulos? ¿Los escrutiniza como si se tratara de carácteres dudosos, o los pone en cuarentena como si pudieran tener la plaga? Hablo de santos en los que no hay sospecha de mala doctrina, directa o indirecta, ni de un andar impío. El Señor les da la bienvenida, y así debiéramos nosotros. Su nombre no tiene el valor que Le corresponde allí donde no somos amplios a causa de Él.
Pero puede haber otro caso. Viene una persona de gran reputación en el mundo, que ha estado predicando y que es universalmente respetado; pero ¡ay! se traiciona por una falta de corazón y de conciencia en lo que toca a Cristo. A éste se le rechaza. Así el mismo nombre de Cristo, que es la garantía que tienen para dar la bienvenida al más débil que Le ama, es aquí exactamente el mismo poder para rehusar al más elevado que no ame a nuestro Señor Jesucristo en incorrupción. ¡Qué poder hay en aquel nombre para atraer y mantener juntos a corazones por otra parte ajenos, y con todo qué prueba más discriminativa para detectar y excluir a todo lo que no es de Dios! Si se trata de una cuestión de una verdad, el nombre del Señor es la única piedra de toque; si se trata de una cuestión de disciplina, aquel nombre es fortaleza para el corazón más débil; si se trata de una cuestión entre personas y principios, solamente allí se halla toda la sabiduría y el poder necesarios tanto individualmente como con respecto a la asamblea.
Pero examinemos ahora 2 Timoteo 2. Tenemos una figura dibujada allí por el Espíritu Santo acerca del cuerpo profesante, de la casa de Dios. La primera Epístola trata adecuadamente del orden y del buen gobierno en la casa de Dios. La segunda Epístola anticipa el influjo de males hasta tal extensión que la casa es mencionada meramente como comparación. Con todo, “el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello” — por una parte, “Conoce el Señor a los que son Suyos”, y por la otra, “Apártase de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo”. Tenemos así la soberanía del Señor, por un lado, así como por el otro la responsabilidad justa — dos grandes principios que nos confrontan por todos los lados. Sigue entonces una aplicación más detallada— “Pero en una casa grande, no solamente hay utensilios de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos son para usos honrosos, y otros para usos viles”. Algunos tomarían el lugar de conocer al Señor no reconociéndoles Él, y que no sentirían la incongruencia de Su nombre con la iniquidad. Timoteo tiene que hallarse preparado para el desarrollo del mal entre aquellos que confiesan a Cristo — no solamente “algunos para usos honrosos”, sino también otros para “usos viles”. “Si pues se purificare alguno de éstos, será un vaso para honra, santificado, útil al dueño, y preparado para toda buena obra”. La separación de la iniquidad constituye el principio invariable de Dios, modificado, claro está, en cuanto a la forma por el carácter especial de la dispensación. Así con Isaías, Jeremías, y los profetas en general. ¿Es acaso el cristianismo menos exigente? Al contrario, es ahora que se hace más urgente y absoluto. “Si pues se purificare alguno de éstos [de los vasos para deshonra] será vaso para honra”. Quitad al perverso (1 Co. 5); si esto ya no fuera más posible, tiene uno que purificarse de entre ellos. No hay nada que el hombre tema y sienta con mayor profundidad. Uno puede protestar, uno puede denunciar, y el mundo lo soportará en tanto que se ande dentro del grupo; pero “el que se aparte del mal, a sí mismo se hace presa”. Actuad en base de vuestras convicciones, y la cortesía más melosa se vuelve agria; vuestro deseo de agradar a Dios a toda costa será calificada de farisaico orgullo y de exclusivismo. No importa con cuanta gentileza y con cuanto amor uno se purifique a sí mismo de los vasos para deshonra; el dolor, la ofensa, queda allí, y nada hay que la pueda endulzar, por encima de todo a la vista de aquellos a quienes condena. Y se siente más aguadamente allí donde con más gracia se hace, siempre y cuando se haga de una forma completa; porque es evidente que el motivo con que se hace no es el de unos sentimientos heridos sino el deseo de hallarse totalmente sujetos a Cristo, con un corazón perfectamente feliz en aquello de lo que nada saben y que no podrían gozar.
Todo esto constituye una afrenta imperdonable a la vista del mundo. Añadamos a esto, que se afirma la separación en 2 Timoteo del mundo religioso o cristiano. “¡El mundo cristiano!” ¡Qué frase! ¡Qué contradicción! Como si pudiera haber la menor alianza posible entre el cristianismo, que es del cielo y de Cristo, con este mundo de afuera que Le crucificó. No es de asombrarse que en esta epístola leamos de tiempos peligrosos en los últimos días. Cuánto más peligro, entonces, después que hayan conocido la verdad, volviendo sustancialmente a las mismas condiciones de iniquidad que las que se hallaban en el mundo pagano antes que irrumpiera el cristianismo. Comparemos 2 Timoteo 3 con Romanos 1. ¡Qué semejanza más penosa! La diferencia es que algunas de las características más crasas del paganismo han sido reemplazadas por una iniquidad más sutil. La comparación es de lo más instructiva. En este estado de cosas la profesión cristiana es en verdad una casa grande; y, como en tal casa existe aquello que está destinado a los más bajos de los usos, no menos que lo que está para los mejores de los propósitos, así en aquella gran casa que lleva el nombre de Cristo — “el mundo cristiano”, si os place.
Y si, allí, ¿qué debiéramos hacer? Es una solemne pregunta para el creyente. No tiene él duda alguna acerca del mundo profano; pero el mundo que lleva el nombre de Cristo le constituye una dificultad. Al ver que la profesión cristiana se halla allí, ¿no estoy acaso ensalzándome a mí mismo, y condenando a lo excelente de la tierra? Pero se ha de considerar esto, ¿podemos nombrar alguna cosa mala en la tierra que no tuviera un buen nombre asociado con ella? No hablo ahora de un veneno tan fatal como el Socirúanismo, o cosas parecidas; pero tomemos el romanismo, o la iglesia griega, o incluso sectas conocidas como heréticas, y, a pesar de ello, por la malicia del enemigo y la sutileza con la que ha escondido su obra, algunos hijos de Dios han quedado atrapados allí. Queda pues bien evidente que, sea lo que fuere que buenos hombres puedan hacer aquí o allá, el único verdadero interrogante es en cuanto a la voluntad del Señor. No es una cuestión de que otros anden en tu luz, sino que tú no debes andar en sus tinieblas. Éste es el gran punto, no ocuparme de lo que otros hagan para prescribir lo que ellos tengan que hacer, sino que yo sienta mi propio pecado, así como el pecado común, y con todo ello resolver por gracia, cueste lo que cueste, hallarme allí donde pueda yo honrar y obedecer al Señor. ¿No es éste un deber claramente imperativo, un principio innegable de las Escrituras, que se recomienda a sí mismo a vuestra conciencia? Puede que no actuéis según ello; pero no podréis negar que es una cosa recta, y lo que debierais hacer.
Pero tienes relaciones y tienes dificultades. Quizás tengas una familia y amigos que no pudieras soportar herirlos; quizás tienes esperanzas para tus hijos, si no para ti mismo. ¿Puede un corazón purificado por la fe dejar así a un lado la Palabra del Señor? ¿Crees que Él no conoce tus necesidades y que no siente más que tú por tu familia? Sabes que el Señor te ama: ¿Acaso no puedes confiar en Él por un poco de pan? Tú, que estás confiando en Él para vida eterna y para el cielo, ¿no puedes confiar en Él para que tome cuidado de ti frente a estas pruebas y obstáculos de cada día? Quizás seas demasiado cómodo, demasiado ansioso acerca de lo que es respetable para ti y para tus hijos. Que el Señor trate contigo; estoy seguro de que no te hará daño alguno, sino que solamente hará aquello que sea de lo más lleno de amor y más entrañable para ti y los tuyos. Es imposible para ningún corazón estar más allá del amor y de la sabiduría del Señor, y de su cuidado considerado y generoso. Si realmente crees en Él, ¿por qué no te aferras a Su Palabra sin resquemores ni condiciones, y sales a Su llamado? ¿No sabes cual vaya a ser el siguiente paso que vayas a tener que tomar? Es suficiente con que sepas que estás ahora en contra de la Palabra de Dios. Es en vano hablar de amar, si no estás dispuesto a seguir Su Palabra. ¿Dices que no sabes que hayas de hacer después? El Señor no te pide que lo sepas: no es Su voluntad mostrarlo todo de golpe. Actúa sobre lo que ves en Su Palabra, y espera en el Señor para lo que seguirá; Él es digno de tu confianza, y te dará más cuando hayas dado el primer paso. Pero abandona para siempre aquello que se halla condenado en la Palabra de Dios. “Acordaos de la mujer de Lot”, y no miréis atrás, sino id adonde os señale Su Palabra, y hallaréis que “a cualquiera que tiene, a éste le será dado”. Y por lo que se refiere al camino, para el Señor tanto da que sea escabroso como suave, profundo o llano, grande o pequeño; puede que para ti haga mucha diferencia, pero las mayores dificultades llegan a ser tan solo el medio de demostrar qué Dios es el que hemos hallado.
Pero hay más en 2 Timoteo 2. No solamente te has de separar, o purificarte, de los vasos para deshonra, sino que la palabra que se da es también: “Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor”. No hay excusa alguna para adoptar una postura de aislamiento. Vuélvele la espalda a lo que sabes está opuesto a las Escrituras. ¿Tengo acaso que demostrar a cada cristiano que lo que no es escritural no es santo? ¿Tengo que insistir en que “al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado”? Si entonces se abandona lo que no tiene justificación en las Escrituras sino que está condenado por ellas, oíd esta Palabra de Dios: “Sigue la justicia, la fe, el amor y la paz”, no de una manera solitaria, sino “con los que de corazón limpio invocan al Señor”. ¡Qué consuelo, incluso si hay solamente dos o tres! ¿Tienes temor, debido a que hay solamente dos o tres? Dios puede actuar sobre cientos o miles:
Esto es un asunto en el que Él es soberano. Tú tienes que seguir el camino del Señor mediante Su Palabra, con un espíritu sumiso, pero no con tristeza, sino lleno de gozo y de agradecimiento, si hallas, aunque sean tan pocos, que invoquen al Señor de corazón limpio. En otras palabras, la fe tiene una autoridad divina para esperar compañía en su camino, aunque este camino pase ahora por las ruinas de la profesión cristiana. Y es un imperativo el apartarse de todo mal conocido, y no puede haber excusas válidas para rechazar el llamamiento de Dios, por lo que se indica el compañerismo al seguir en pos de la justicia, de la fe, del amor y de la paz, con aquellos que de puro corazón invoquen al Señor. ¡Que no nos alarmen ni los obstáculos ni los peligros, sino sabiendo que es el Señor el que ha pensado en nosotros de una forma tan llena de gracia, ¡podamos tú y yo y cada uno de los que aman aquel bendito nombre tener una confianza inquebrantable en Él! Él se dirige a los corazones doloridos en medio de la deshonra hecha a Su gracia y verdad, y se ha tomado el cuidado de señalar de la manera más clara el camino no solamente de separación, sino también el de asociación — el camino para apartarse del mal y de seguir lo bueno.
¡Qué claramente permanecen los grandes principios morales de Dios a pesar del desorden! ¡Cómo las operaciones de Su gracia sobreviven a toda la ruina! Así el principio de la asamblea de Dios permanece en, puede ser, solamente dos o tres reunidos al nombre del Señor. Los miles de cristianos que estén en un sistema nacional o en una secta disidente no podrían redimir este error fundamental; aunque haya miembros del cuerpo de Cristo en estos sistemas y sectas no obstante queda abandonado el principio de la asamblea de Dios por su misma constitución. Que salgan los “dos o tres” a la Palabra del Señor, haciendo de Su nombre el centro de ellos, y reconociendo al Espíritu de Dios como estando en ellos y con ellos para conducirlos según las Escrituras; estos, y solamente estos, están llevando a término Su mente en la real inteligencia del Espíritu Santo. No se trata de una cuestión de cantidades, sino de estar reunidos, pocos o muchos, al nombre del Señor.
Todos aquí saben lo que es la Cámara de los Comunes. Cien miembros de la Cámara pudieran pertenecer al Club del Servicio Unido, o al Ateneo, o a lo que queráis. Estos cien miembros pudieran discutir las medidas que en realidad están ante la Cámara en su propio Club; pero esto nunca haría que el Club fuera la Cámara; en cambio, en la verdadera posición de ellos con el presidente en medio, una cantidad mucho más pequeña constituiría la Cámara. Tenemos exactamente el mismo principio aquí. ¿Qué es lo que constituye a la asamblea de Dios? “Dos o tres” reunidos al nombre del Señor. Le ha placido a Él llevar el “quorum” hasta la cantidad tan baja como se describe, con el sello más evidente posible de Su aprobación y autoridad.
Supongamos por otra parte que diez mil cristianos se reúnen simplemente como cristianos — ¿es esto suficiente? Puedo concebir de una asamblea de cristianos profesantes, y reales; y a pesar de ello, no habría más razón para llamarles asamblea de Dios que considerar a cualquier cantidad de miembros en su club la Cámara de los Comunes. No es el hecho de ser cristianos lo que constituye la asamblea de Dios, sino el que estén reunidos al nombre del Señor. El punto práctico para nosotros es si estamos meramente reunidos al nombre de cristianos, o al nombre de Cristo. Si lo primero, se tiene que aceptar cualquier cosa mala a la que el enemigo consiga arrastrar a cristianos.
Porque si aquel hombre es cristiano, tengo que recibirle a pesar del mal que esté haciendo o permitiendo. ¡Pero no es así! La cuestión real es, ¿Está invocando al Señor de puro corazón? La exclusión de esta Palabra de Dios ha arruinado a la cristiandad para el incalculable daño de las almas, y ello nunca más que ahora, cuando los hombres ponen a los cristianos en la práctica en el lugar de Cristo, siendo la consecuencia de ello confusión y toda obra mala.
Si en lugar de ello el Señor tuviera Su lugar y fuera el centro al cual yo voy, tengo entonces en Su nombre un terreno y un punto de reunión al cual puedo llamar, con la humildad más íntegra, a todos los santos del mundo — sí, no puedo y no debiera descansar en mi espíritu en tanto que uno que le pertenece a Él esté afuera. ¡Qué! ¿incluso aquellos que están bajo disciplina, o que son evitados por causas graves? Sí, cada uno de ellos; no naturalmente para recibirlos con un pecado abierto sobre ellos, pero para desearlos a ellos mismos, habiendo sido juzgado y abandonado aquello que es contrario a Cristo.
¡Que el Señor nos haga firmes y que nos dé que sintamos que lo que nos conviene es el más humilde de los espíritus! ¿Cómo podemos vanagloriarnos de haber dejado de hacer el mal que nosotros mismos hemos hecho! ¡Ojalá que Le miremos a Él más y más! Aquel que nos ha sacado afuera nos ha hecho probar por nuestras propias dificultades el verdadero estado de la iglesia; pero Él ha vuelto para nuestro provecho nuestros propios errores, aunque de una manera humillante. Él ha utilizado la tormenta, por decirlo así, para eliminar el aire calinoso, y ha exhibido con más claridad que nunca el lugar central de Su propio nombre para nuestra reunión no menos que para nuestra salvación.
Así podemos dejar de lado todos los temores y ansiedades. Si el Señor es nuestro ayudador, ¿Para qué temer? ¿Qué hará el hombre? Además, por lo que se refiere a las acusaciones de sectarismo o de presunción, o de desorden, seria en realidad muy fácil mostrar que son verdaderamente culpables aquellos que son tan rápidos en suscitarlas y en diseminarlas. Sabemos que las Escrituras condenan todo tipo de asociación eclesial que no esté basada en, y que no esté gobernada por, el nombre de Cristo. No se trata de una mera cuestión de errores aquí o allá; se trata de si se trata de cristianos reunidos al nombre de Cristo. Tampoco se trata de una cuestión de cantidad de iniquidad, porque ¿qué maldad no se deslizó en Corinto debido a la ignorancia y a la falta de vigilancia? Es indudable que el rehusar juzgar una iniquidad conocida es algo fatal. Pero suponiendo la ausencia de cualquier mal craso, la verdadera cuestión es, ¿estamos allí dónde el Señor quisiera que estemos? Entonces, felices seremos si es así, aunque solamente seamos “dos y tres” de tal manera: si fuéramos diez millones en cualquier otro lugar, todo estaría mal, debido a que Cristo no es el centro reconocido y exclusivo, eclesiásticamente. Aquel que es el único objeto adecuado y con derecho para todos los santos sobre la tierra se digna de ser el centro de tan solo “dos o tres”, como Él dice, que estén “reunidos a Su nombre”.
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Traducción del inglés: Santiago Escuain