La Naturaleza Y La Unidad De La Iglesia De Cristo

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Juan 17:21 • Lucas 12:36
El escritor de estas páginas (espera que no sea el autor de ellas) desearía añadir cuanto pudiera suplirle Dios en ministrar al progreso de la iglesia a través de los ejercicios varios que prueban su fe. No puede dudar, el escritor, que mucha de la verdad moral en que se basan las siguientes consideraciones, se ha presentado a las mentes de creyentes, de estudiantes de la palabra divina; pero ha sentido en la poca comunión, aunque mucho trato, que los tales tienen entre sí, que la expresión de estos pensamientos pudiera, con la bendición de Dios, guiar la atención de los creyentes hacia la destinación real de la iglesia, y manifestar la misma más explícitamente a la iglesia por medio de la palabra divina; y en consecuencia, por la recepción de dichos pensamientos, definir su carácter y conducta; alcanzando, bajo la bendición de Dios, más conformidad de operación, establecer, fortalecer y afirmarla en sus propias esperanzas, y hacerla mostrar con más claridad y poder la gracia de Dios hacia el mundo; conducir a los creyentes a una confianza más evidente en las operaciones del Espíritu divino, y a esperar menos de las ideas de hombres y cooperaciones humanas, o de lo que al final será expuesto como intereses humanos. Mientras las miras y propósitos de creyentes son muy diversas en su naturaleza, y caen muy por debajo de aquello para lo cual Dios les ha juntado, y que Él propone como el objeto dominante de su fe y por consiguiente el motivo de su conducta, empero la división y el formar sectas son, aun en la misericordia de la providencia de Dios, el resultado inevitable, tanto cuando toma la forma de iglesia nacional o disidente.
Tomo por admitido aquí que las grandes verdades del evangelio son la fe profesada de las iglesias, como es el caso en todas las genuinas iglesias protestantes. Pues la consecuencia cabal de la recepción de las verdades evangélicas por fe, y su efecto en el hombre, es la purificación de los deseos en amor—una vida para Aquel quien murió para nosotros y resucitó—una vida de esperanza en Su gloria. Por lo tanto, pretender la unidad donde la vida de la iglesia falta enteramente a las consecuencias cabales de su fe, es pretender que el Espíritu de Dios consentiría en la inconsistencia moral del hombre degenerado, y que Dios estaría satisfecho de que Su iglesia se dejara caer de la altura de la gloria de su Cabeza sublime, sin aun testificar contra la deshonra que le es a Él. En verdad nunca ha sido así: por bastante tiempo juicios desde afuera señalaron Su desagrado mientras se iba hundiendo, y cuando estaba completamente hundida en la apostasía, Él levantó Sus testigos, aquellos que gemirían y clamarían por las abominaciones hechas en ella; y quienes, en mucha oscuridad en cuanto a entendimiento espiritual, testificaron contra la corrupción moral que había sumergido la iglesia; y quienes, en el reconocimiento de la redención efectuada por el Señor Jesús para librarles del presente siglo malo atestaron la apostasía de la iglesia profesante. Cuando le plugo a Dios elevar este testimonio al lugar de confirmación pública, mientras la verdad doctrinal (podemos creer) fue plenamente desarrollada para el establecimiento y edificación de la fe de los creyentes, de ninguna manera resultaba que la iglesia por consiguiente salió enteramente en espíritu y poder de la depresión, para asumir el carácter que tiene en el propósito de su Autor, y ser un testigo claro y adecuado de Sus pensamientos al mundo. En verdad, tal no fue el caso, aunque, como todos tenemos que reconocer con profunda gratitud, fue muy bendita la Reforma; sin embargo, fue en gran manera y manifiestamente mezclada con la intervención humana. Y aunque la presentación de la Palabra, como aquella en que el alma podía descansar, fue en gracia concedida, sin embargo, mucho del sistema antiguo aún quedaba en la constitución de las iglesias, y ésta en ninguna manera fue el resultado de la revelación de la mente de Cristo, por mantener la luz y la autoridad de la palabra. Esto dio al estado y la práctica de la iglesia (sea cual fuese el mérito de los individuos) un carácter que muchos discernieron estar lejos de aquello que es aceptable a Dios; y habiéndose establecido la autoridad de la palabra como la base de la Reforma, muchos intentaron seguirla, según creían, más perfectamente. De allí surgieron todas las ramas de Disidencia, en proporción a la mundanalidad o al desvío de Dios de parte del cuerpo reconocido públicamente como la Iglesia. Porque debe tenerse en cuenta que, desde el tiempo cuando el Papismo predominó sobre las naciones hasta tiempo reciente, entre aquellos que han tomado parte en el reavivamiento de religión, por lo general se ha llamado la Iglesia a aquello que ha sido reconocido como tal por los gobernantes de este mundo, y no por personas que habían sido libradas del poder de las tinieblas, y trasladados al reino del amado Hijo de Dios, que habían llegado a la “congregación (iglesia) de los primogénitos que están inscriptos en los cielos” (He. 12:23).
Estas observaciones son en alguna medida aplicables a todos los grandes cuerpos protestantes nacionales desde que el orden y la constitución exterior volvió en asunto de tanta prominencia, lo cual no fue el caso originalmente cuando se trataba de la liberación de Babilonia.
De todo esto ha surgido una consecuencia anómala y penosa; es decir, que la verdadera iglesia no tiene ninguna comunión manifiesta. Supongo que no hay ninguno entre sus miembros que no admitiría que puedan hallarse en todas las diferentes denominaciones individuas de la familia de Dios, que profesan la misma fe pura; pero ¿dónde está su vínculo de unión? No se trata de que profesantes inconversos están confundidos con el pueblo de Dios en su comunión, pero que el vínculo de su comunión no es la unidad del pueblo de Dios, sino realmente (de hecho) sus diferencias.
Los vínculos de unión nominal son en verdad conceptos que separan los hijos de Dios unos de los otros; de manera que, en vez de hallarse los incrédulos entremezclados con el pueblo de Dios (lo cual de sí es un estado imperfecto) éstos se hallan como individuos, entre los cuerpos de cristianos profesantes, unidos en comunión sobre bases diferentes; en ninguna manera de hecho como el pueblo de Dios. La verdad de esto, creo, no puede ser negada, y por cierto es un estado muy extraordinario para la iglesia de Dios. Pienso que la investigación de la historia de la iglesia (teniendo en mente cual es la verdadera iglesia de Dios) nos ayudaría a entender la razón de ello. Eso no es mi objeto presente, al escribir sencillamente sobre aquel principio de inquirir y corroborar que caracterizó a aquellos que temían a Jehová y hablaron cada uno a su compañero. Sin embargo, por cierto ha de ser un asunto práctico de gran importancia al juicio de aquellos que, porque aman a Jerusalén, les duele verla echada en el polvo—aquellos que esperan “la consolación de Israel.” En verdad, creo que habrá un surgir gradual del pueblo de Dios, por una separación del mundo, de la cual muchos de ellos quizás ahora poco piensan. El Señor estará con Su pueblo en la hora de su prueba, y les encubrirá secretamente en el tabernáculo de Su presencia; pero no es mi propósito seguir con presunción mis propios pensamientos al respecto. Podíamos mencionar que el pueblo de Dios ha hallado, desde el acrecentado derramamiento de Su Espíritu cierta clase de remedio para esta desunión (un remedio manifiestamente imperfecto, aunque no falso), en la Sociedad Bíblica, y en esfuerzos misioneros; que proporcionaron—aquella cierta unidad vaga en el común reconocimiento de la palabra, lo cual, si fuera investigado, mostraría tener parcialmente inherente en sí, aunque no reconocido en su poder, el germen de la verdadera unidad—éste una unidad de deseo y acción, que conducía en pensamiento hacia aquel reino, la falta de cuyo poder habiase experimentado. Y en esto hallaron algún alivio para ese sentimiento de falta, que las operaciones del Espíritu divino había producido en ellos.
El estado de cosas de que he hablado ha dado lugar a otros esfuerzos, ya sean las energías de conocimiento, o los deseos de vida espiritual, ejerciéndose, a menudo con peligro para el individuo, en esfuerzos desacertados (según es comprendido) para producir una separación o reunión de creyentes, por tomar una base de su separación enteramente diferente tanto de lo que se llama disidencia como de la iglesia Establecida (nacional). El espíritu y el deseo en que mucho de esto fue llevado a cabo era, sin duda, en muchos casos los anhelos sinceros de una mente impulsada por el Espíritu de Dios; pero a menudo ha sido defectuoso, por no esperar prácticamente en Su voluntad; y aunque sin duda proporcionando una parte del testimonio a lo que era la iglesia, que era conforme con la enfermedad de nuestra naturaleza y la posición actual de la iglesia, sin embargo, aun siendo de orden superior, ha fracasado por la razón mencionada, pues en efecto corrió delante del progreso general de los consejos divinos. Pero aquellas luchas del Espíritu en nosotros (pues creo que así son) ciertamente merecen la atención sincera del pueblo de Dios. Esta sensación dolorosa de nuestra enorme distancia de aquella demostración genuina del propósito de Dios en Su iglesia; este buscar ansiosamente Su poder y Su gloria, debe movernos a gratitud porque Él todavía trata así con nosotros, y lo debemos recibir como prenda de aquella fidelidad que hará que el pueblo de Dios, en el debido tiempo, resplandezca en la gloria del Señor. Debe conducirnos también a investigar asiduamente cual sea la mente de Cristo en cuanto a la senda de los creyentes en el tiempo presente; para que sea, aunque no exactamente según sus propios deseos, no obstante perfectamente de acuerdo con lo que es Su voluntad presente tocante a ellos. Sabemos que fue el propósito de Dios en Cristo reunir todas las cosas en el cielo y en la tierra; reconciliadas a Sí mismo en Él; y que la iglesia fuera, aunque inevitablemente imperfecta durante Su ausencia, con todo por la energía del Espíritu fuera el testigo de esto sobre la tierra, por el hecho de congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Creyentes saben que todos los que son nacidos del Espíritu tienen unidad esencial de mente, de modo que se conocen y aman unos a otros, como hermanos. Pero esto no es todo, aun si fuese llevado a cabo en la práctica, mas no lo es; habían de ser todos uno de tal manera que el mundo conociera que Jesús fue enviado de Dios; en esto todos tenemos que confesar nuestro triste fracaso. No intentaré aquí tanto proponer medidas para los hijos de Dios, sino más bien establecer sanos principios; porque me es evidente que cualquier movimiento debe surgir de la creciente influencia del Espíritu de Dios y de Su enseñanza invisible, pero podemos observar cuales son los impedimentos positivos, y en qué consistía esa unión.
En primer lugar, no es una unión formal de los cuerpos profesantes públicos, lo que es de desear; en verdad, es sorprendente que protestantes que reflexionan lo puedan desear; lejos de traer bien, siento que sería imposible que tal cuerpo fuera reconocido en manera alguna como la iglesia de Dios. Sería un duplicado de la unidad Romana. Nos sería perdida la vida de la iglesia y el poder de la Palabra, y la unidad de la vida espiritual sería completamente excluida. Sean cuales fueren los designios en las disposiciones de la Providencia, solamente podemos obrar sobre los principios de gracia; y verdadera unidad es la unidad del Espíritu, y es imprescindible que sea obrada por la operación del Espíritu. En la terrible oscuridad de la iglesia hasta ahora, la división pública ha sido un apoyo principal, no sólo de celo (como es admitido generalmente), sino también de la autoridad de la Palabra, la cual es el medio de la vida de la iglesia; y la Reforma no consistía en la institución de una forma pura de iglesias, como ha sido dicho comúnmente, sino en promulgar la Palabra, y el gran fundamento y piedra angular cristiano de: “Justificación por la fe,” en que creyentes puedan hallar la vida. Pero aún más, dada la exactitud del concepto expuesto acerca del estado de la iglesia, podemos tenerle por enemigo de la obra del Espíritu de Dios a aquel que procura los intereses de cualquier denominación especial; y afirmar que aquellos que creen en “el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo” deben guardarse cuidadosamente de tal espíritu, porque hace volver la iglesia a un estado ocasionado por la ignorancia y la falta de sujeción a la Palabra, convirtiendo en deber sus peores resultados anticristianos. Esto es una enfermedad mental de las más sutiles, si bien muy extendida: “él no nos sigue,” aun cuando son hombres verdaderamente cristianos. Que se ocupen los del pueblo de Dios en considerar si no están obstruyendo la manifestación de la iglesia por este espíritu. Considero que difícilmente haya una actividad pública de los hombres cristianos (de todos modos entre los de clases elevadas, o aquellos que son activos en las iglesias nominales), que no sea infectada con esto mismo; pero su tendencia es evidentemente hostil a los intereses espirituales del pueblo de Dios, y a la manifestación de la gloria de Cristo. Los cristianos poco se dan cuenta cuánto esto prevalece en sus mentes; cuánto buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús; ni cuánto esta tendencia deseca las fuentes de gracia y comunión espiritual; cuánto impide aquel orden con el cual se vincula la bendición—el juntarse en el nombre del Señor. Ninguna reunión, que no esté constituida para comprender todos los de la familia de Dios en base plena del reino del Hijo, puede hallar la plenitud de bendición, porque no la contempla—porque su fe no la comprende.
Donde dos o tres están reunidos en Su nombre, Su nombre está registrado allí para bendición; porque están reunidos en la plenitud del poder de los intereses invariables de aquel reino perdurable en que Le agradó al glorioso Jehová glorificarse a Sí mismo, y hacer conocer Su nombre y Su virtud salvadora en la Persona del Hijo, por el poder del Espíritu. En el nombre de Cristo, por lo tanto, entran (en la medida que sea de su fe) en los consejos íntegros de Dios, y son colaboradores bajo Dios. Así cualquier cosa que pidan está hecho, a fin de que el Padre sea glorificado en el Hijo. Pero el mismo fundamento sobre el cual descansan estas promesas es destruido, y su consistencia deshecha, por lazos de comunión constituidos no según el alcance de los propósitos de Dios en Cristo. No digo, por cierto, que no pueden hallar alguna pequeña medida de alimento espiritual; lo cual, aunque generalmente parcial en su carácter, puede ser adecuado para fortalecer su esperanza personal de vida eterna. Pero la gloria del Señor está muy cerca del alma creyente, y, en la medida en que la buscamos, será hallada la bendición personal. Bien me hace pensar (pues todos sin duda tienen alguna porción distinta de la forma de la iglesia) de aquellos quienes repartieron entre sí los vestidos del Salvador; mientras que aquella túnica interior, que no podía ser partida, que era inseparablemente una en su naturaleza, sobre ella echaron suertes, a ver de quién sería; pero mientras tanto el nombre de Aquel, la presencia del poder de cuya vida les uniría a todos en un orden adecuado, es dejado expuesto y deshonrado. En verdad, temo que estos vestidos hayan caído demasiado en las manos de los que no Le quieren, y que el Señor nunca más se vestirá de ellos, contemplados en su estado presente. En verdad, no podía ser cuando aparece en Su gloria. No lo digo en presunción ni en antipatía (pues el oprobio de ello es una carga penosa, un pensamiento humillante—sumamente desconsolador), pero aquel segundo templo, que había sido levantado por la misericordia de Dios después del largo cautiverio Babilónico, lo hemos aprendido a confiar demasiado diciendo “templo de Jehová, templo de Jehová es este.” Hemos sido altivos a causa del monte santo del Señor; lo hemos contemplado como adornado con piedras valiosas y dones; y hemos dejado de mirar al Señor del templo—casi hemos dejado de andar por la fe, o de tener comunión en la esperanza del regreso del mensajero del pacto para ser la gloria de esta casa postrera. El espíritu inmundo de la idolatría puede haber sido expurgado; sin embargo aún queda la importante pregunta: ¿Está la presencia eficaz del Espíritu del Señor allí, o está la casa meramente desocupada, barrida y adornada? Si en alguna medida hemos sido bendecidos, ¿no estamos desatendiendo a Aquel de quien lo recibimos, por soberbia, y complacencia en nosotros mismos, y buscando que sea para nuestra propia gloria, en lugar de rendirle la gloria a Él? Pasemos pues, hermanos amados del Señor—vosotros que Le amáis en sinceridad, y os gozaríais en Su voz—pasemos a la consideración de la exigencia práctica de nuestra situación presente. Pesemos Sus pensamientos tocante a nosotros. El Señor ha dado a conocer Su propósito en Él, y cómo estos propósitos son puestos por obra. Él nos ha dado a conocer el misterio de Su voluntad, según Su beneplácito, el cual había propuesto en Sí Mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra, en Él, en quien asimismo hemos recibido herencia—en uno y en Cristo (Ef. 1). En Él solo podemos hallar esta unidad; pero la Palabra bendita (¿quién puede ser bastante agradecido por ella?) nos informará aún más. En cuanto a sus miembros terrenales, se trata de congregar en uno, los hijos de Dios que están dispersos. ¿Y cómo es esto? En que un hombre moriría por ellos. Como declara nuestro Señor en vista del fruto de la aflicción de Su alma: “Yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir.” Es, pues, Cristo quien atraerá—atraerá a Sí Mismo (y nada que queda corto o que es menos que esto puede producir la unidad: “El que conmigo no recoge, desparrama”); y atraerá a Sí Mismo por ser levantado de la tierra.
En una palabra, Su muerte es el centro de la comunión hasta Su vuelta, y en esto descansa todo el poder de la verdad. Por lo tanto, el símbolo e instrumento visible de la unidad es el participar de la cena del Señor—“nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan.” ¿Y qué declara Pablo ser el verdadero intento y testimonio de aquel rito? Que todas las veces que comamos ese pan, y bebamos esa copa, la muerte del Señor anunciamos hasta que Él venga. Aquí pues se hallan el carácter y la vida de la iglesia—aquello a que es llamada, aquello en que la verdad de su existencia subsiste, y en que tan sólo hay verdadera unidad. Es la manifestación de la muerte del Señor; por cuya eficacia fueron juntados, la cual, asimismo es la semilla fructífera de la propia gloria del Señor; la cual, en verdad, es la reunión de Su cuerpo, “la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo”; y anunciándola en la seguridad de Su venida, “cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron.” De consiguiente, la esencia y la substancia de la unidad, que aparecerá en gloria a Su venida, es conformidad a Su muerte, por la cual toda esa gloria ha sido efectuada. Y en conclusión se hallará que conformidad a Su muerte será nuestra estructura para gloria con Él en Su manifestación; según el deseo que el apóstol expresa: “a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, en conformidad a su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos” (Fil. 3:10-11 JND). ¿Tenemos fe en estas cosas? ¿Cómo la mostraremos? Por actuar de acuerdo con las directivas de nuestro Señor, que son fundadas en Su divino conocimiento de los objetivos de la fe. ¿Qué es lo que dice a continuación de la declaración de nuestro Señor, en vista de Su gloria, que ésta ha de ser por Su muerte? “El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará. Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará.” El siervo es quien ha de ser honrado. Si deseamos ser siervos, es necesario que lo seamos en seguir a Aquel quien murió por nosotros. Y en seguirle a Él nuestra honra será estar con Él en Su gloria, y la gloria de Su Padre, y de los santos ángeles. Es motivo de profundo agradecimiento que, a pesar del esparcimiento de la iglesia, por haberse hecho de este mundo como un cuerpo, y su muy imperfecta recuperación por el descubrimiento de la libre esperanza de gloria, tienen los creyentes delante de sí un camino delineado en la Palabra; y que, si aún no nos es dado de ver la gloria de los hijos de Dios, la senda de esa gloria en el desierto nos fuera revelada. Tenemos la seguridad, en doctrina, que la muerte del Señor, en quien vino el libre don, es el único cimiento sobre el cual un alma es edificada para gloria eterna. En verdad es únicamente a los que creen esto que me dirijo. Nuestro deber como creyentes es ser testigos de lo que creemos. “Vosotros,” dice el Dios de los Judíos por medio del profeta Isaías, “sois mis testigos,” en su desafío a los dioses falsos; y como Cristo es el Testigo fiel y verdadero, así también debe ser la iglesia. “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 P. 2:9).
¿De qué pues ha de ser testigo la iglesia—en contra de la gloria idólatra del mundo? Aun de esa gloria adonde Cristo ha sido exaltado por su conformidad práctica a Su muerte; de su verdadera creencia en la cruz por ser ellos mismos crucificados al mundo, y el mundo a ellos. Unidad, la unidad de la iglesia, a la cual “el Señor añadía cada día  .  .  .  los que habían de ser salvos” (los salvados) fue cuando ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, y su ciudadanía (o ambiente de vida) estaba en los cielos; porque no podían ser divididos en esa común esperanza. Juntaba los corazones de los hombres inevitablemente. El Espíritu de Dios ha dejado registrado el hecho de que la división empezó acerca de los bienes de la iglesia, aun en su mejor uso, de parte de aquellos interesados en ellos; porque allí hubo la posibilidad de división, allí cabían intereses egoístas. ¿Estoy pidiendo que los creyentes corrijan a las iglesias? Les estoy rogando que se corrijan a sí mismos, por vivir a la altura, en alguna medida, de la esperanza de su vocación. Les ruego demostrar su fe en la muerte del Señor Jesús, y su gloriarse en la bendita certeza que han obtenido por medio de ella, por conformidad a esa muerte—que demuestren su fe en Su venida, y que la esperen prácticamente por una vida conforme a los deseos fijados en ella. Testifiquen contra la mundanalidad y ceguera de la iglesia; pero sean ellos consistentes en su propia conducta. “Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres” (Fil. 4:5).
Mientras prevalece el espíritu del mundo (cuánto prevalece bien pocos creyentes se dan cuenta, estoy convencido) no puede subsistir la unión espiritual. Bien pocos creyentes se dan cuenta en modo alguno hasta qué punto el espíritu que gradualmente abrió la puerta al dominio de la apostasía, todavía arroja su influencia perniciosa y destructiva sobre la iglesia profesante. Piensan, que habiendo sido librados de su dominio mundano, se hallan libres del espíritu práctico que lo hizo surgir; y porque Dios haya efectuado mucha liberación, por eso han de estar contentos. Nada podía ser testimonio de.mayor alejamiento de la mente del Espíritu de promesa, el cual, teniendo ante sí el premio del supremo llamamiento de Dios, siempre prosigue hacia él, siempre busca conformidad a la muerte, a fin de que pueda alcanzar la resurrección de entre los muertos. Espera el Señor, y, mirando a cara descubierta Su gloria, es transformado en la misma imagen de gloria en gloria. Pues, preguntémonos: ¿Está la iglesia de Dios como los creyentes desearían tenerla? ¿Creemos que la iglesia, como un cuerpo, está completamente alejada de Él? ¿Está recuperada de manera que Él estaría glorificado en ella en Su aparición? ¿Es la unión de los creyentes tal que Él la considere su característica peculiar? ¿No quedan impedimentos por quitar? ¿No hay un espíritu práctico de mundanalidad en desacuerdo esencial con los verdaderos fines del evangelio—la muerte y el regreso del Señor Jesús el Salvador? ¿Pueden los creyentes decir que obran sobre el precepto de que sea conocida su gentileza de todos los hombres?
Creo ciertamente que Dios está obrando, por medios y en manera poco conocidos; preparando el camino del Señor, y enderezando Sus sendas—haciendo por una combinación de providencia y testimonio la obra de Elías. Estoy persuadido que Él pondrá a vergüenza a los hombres precisamente en las cosas en que se han gloriado. Estoy persuadido que Él envilecerá la soberbia de toda gloria humana, “la altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y Jehová solo será exaltado en aquel día. Porque día de Jehová de los ejércitos vendrá sobre todo soberbio y altivo, sobre todo enaltecido, y será abatido; sobre todos los cedros del Líbano altos y erguidos, y sobre todas las encinas de Basán; sobre todos los montes altos, y sobre todos los collados elevados; sobre toda torre alta, y sobre todo muro fuerte; sobre todas las naves de Tarsis, y sobre todas las pinturas preciadas. La altivez del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y solo Jehová será exaltado en aquel día. Y quitará totalmente los ídolos. Y se meterán en las cavernas de las peñas y en las aberturas de la tierra, por la presencia temible de Jehová, y por el resplandor de su majestad, cuando él se levante para castigar la tierra” (Is. 2).
Pero hay una parte práctica que los creyentes deben desempeñar. Pueden poner su mano sobre muchas cosas en sí mismos que están en desacuerdo con el poder de aquel día—cosas que demuestran que su esperanza no está en Él—conformidad al mundo, que demuestra que la cruz no ha tenido su debida gloria en sus ojos. Que tengan estas consideraciones peso con ellos. No son sino indicaciones inconexas, pero ¿son el testimonio del Espíritu o no lo son? Sean probadas por la Palabra. Sea testificada a todos los hombres la poderosa doctrina de la cruz, y diríjase la vista del creyente hacia la venida del Señor. Pero no defraudemos nuestras almas de toda la gloria que acompaña esa esperanza, por poner nuestro corazón en cosas que demostrarán haber tenido su origen en este mundo, y que terminarán con él. ¿Soportarán Su venida?
Además, la unidad es la gloria de la iglesia; pero unidad para asegurar y promover nuestros intereses no es la unidad de la iglesia, sino confederación y una negación de la naturaleza y esperanza de la iglesia. La unidad, aquella que es de la iglesia, es la unidad del Espíritu, y por lo tanto sólo puede ser perfeccionada en personas espirituales. Es ciertamente el carácter esencial de la iglesia, y esto testifica fuertemente al creyente del estado actual de la iglesia. Pero, pregunto, si la iglesia profesante busca intereses mundanos, y si el Espíritu de Dios está entre nosotros, entonces ¿será Él el ministro de unidad en tales ocupaciones? Si las varias iglesias profesantes la buscan, cada una por sí misma, no hace falta contestar. Pero si se unen en buscar un interés común, no seamos engañados; no es nada mejor, si no es la obra del Señor. Hay dos cosas que tenemos que considerar. Primero, ¿los objetivos nuestros en nuestro trabajo, son exclusivamente los objetivos del Señor, y ningún otro? Si no lo han sido en cuerpos apartados unos de otros, no lo serán en cualquier unión de ellos juntos. Ponderen esto los del pueblo del Señor. Segundo, sea nuestra conducta el testigo de nuestros objetivos. Si no estamos viviendo en el poder del reino del Señor, ciertamente no estaremos acordes en buscar sus intentos. Penetre esto en nuestras mentes, mientras todos estamos pensando que cosa buena podamos hacer para heredar la vida eterna, de vender todo lo que tenemos, tomar nuestra cruz, y seguir a Cristo. ¿No toca esto muy de cerca los corazones de muchos? Tengamos pues bien presentes las siguientes verdades—que aquellas que se llaman comuniones son (en cuanto a la mente del Señor acerca de Su iglesia) desunión; y, de hecho, una repudiación de Cristo y la Palabra. “¿No sois carnales, y andáis como hombres?” ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso está dividido en cuanto a lo que toca nuestros corazones desobedientes? Les pregunto a los creyentes: Pues habiendo entre vosotros divisiones ¿no sois carnales, y andáis como hombres?
Y aun, no existe entre vosotros ninguna unidad profesada. En tanto que los hombres se jactan en ser Anglicanos, Presbiterianos, Bautistas, Independientes, o cualquier otra cosa, son anticristianos. ¿Cómo pues hemos de ser unidos? Contesto: tiene que ser la obra del Espíritu de Dios. ¿Seguís vosotros el testimonio de aquel Espíritu en la Palabra en cuánto sea aplicable prácticamente a vuestras conciencias, no sea que aquel día os llegue de improviso? “En aquello a que hemos llegado, sigamos una misma regla, sintamos una misma cosa;” “y si otra cosa (es decir: algo diferente) sentís, esto también os lo revelará Dios,” y nos mostrará el buen camino. Descansemos en esta promesa de Aquel que no puede mentir. Que los fuertes soporten las flaquezas de los débiles, y no se agraden a sí mismos. Iglesias profesantes (especialmente aquellas instituidas por el Estado) han pecado grandemente en insistir en cosas de poca importancia y así estorbar la unión de los creyentes; y esta imputación recae pesadamente sobre los que dirigen en las distintas iglesias. Ciertamente es necesario el orden; pero donde dicen: Estas cosas son insignificantes, y sin importancia en sí; por lo tanto vosotros tenéis que usarlas para agradarnos a nosotros, la palabra del Espíritu de Cristo dice: Son insignificantes; por lo tanto nosotros cederemos a vuestra debilidad, y no pondremos tropiezo a un hermano por quien Cristo murió. Pablo no hubiera comido carne jamás, si el hacerlo hubiese herido la conciencia de un hermano débil, aunque el hermano débil hubiese estado errado. ¿Y por qué se insiste en ellas? Porque dan alguna distinción y lugar en el mundo. Si fuesen deshechos el orgullo de autoridad y el orgullo de separación (ninguno de los cuales es del Espíritu de Cristo), y si fuese tomada la palabra del Señor como única guía, práctica, buscando los creyentes de obrar en conformidad con ella, nos evitaría mucho juicio, aunque quizás no encontraremos del todo la gloria del Señor, y más de un pobre creyente, a quien el Señor tiene en vista para bendición, hallaría consuelo y reposo. Empero a los tales digo: No temáis, sabéis a quien habéis creído, y si en verdad vienen juicios, muy amados hermanos, podáis levantar cabeza, “porque vuestra redención está cerca.” Pero en cuanto a las iglesias (si acaso el Señor tenga misericordia, pues apoyarlas en su estado presente Él no puede, como deben admitir), júzguense a sí mismas por la Palabra. Que quiten los creyentes los obstáculos a la gloria del Señor, que presentan sus discrepancias actuales, y por las cuales son juntados al mundo, y es falseado su discernimiento. Que hablen cada uno con su compañero, buscando Su voluntad en Su Palabra, y vean si no sigue una bendición; en todo caso la bendición les seguirá a ellos; encontrarán al Señor como aquellos quienes Le han esperado, y que pueden regocijarse sinceramente en Su salvación. Que empiecen por estudiar el capítulo doce de la epístola a los Romanos, si es que creen que son partícipes de la inefable redención consumada por la cruz.
Permítanme, en todo amor, hacer una pregunta a las iglesias profesantes. Muchas veces han profesado a los católicos romanos, y con verdad, su unidad en la fe doctrinal; ¿por qué pues no hay unidad real? Si ven error los unos en los otros, ¿no les conviene ser humillados los unos por los otros? Pues, en aquello a que se había llegado ¿por qué no seguir la misma regla, hablar la misma cosa; y si en algo ha habido diversidad de mente (en lugar de contender en base de ignorancia) por qué no esperar en oración, a fin de que esto también les revele Dios? Y aquellos entre ellos que aman al Señor, ¿no deben procurar de hallar una causa? Sin embargo, bien sé yo que, hasta que no sea expurgado de entre ellos el espíritu del mundo, no puede haber la unidad, ni pueden hallar los creyentes descanso seguro. Temo no sea con “espíritu de juicio y con espíritu de devastación.” Los hijos de Dios sólo pueden seguir una cosa—la gloria del nombre del Señor, y eso según el camino señalado en la Palabra; si la iglesia profesante es orgullosa de sí misma, y descuida esto, a aquéllos no les queda otro recurso, sino como también Él, para santificar al pueblo mediante Su propia sangre, “padeció fuera de la puerta” así ellos salgan “a él, fuera del campamento, llevando su vituperio.” Bueno sería ponderar cuidadosamente los capítulos dos y tres de Sofonías. ¿Qué es lo que está pasando en Inglaterra en este momento, un momento de ansiedad y conflicto de juicio entre sus hombres de política y pensadores? Hasta vemos las mismas iglesias usando la abogacía de aquellos que no son creyentes (lo digo sin desprecio para ellos), a fin de obtener una participación en, o guardar para sí mismas los beneficios temporales y los honores de aquel mundo del cual vino el Señor para redimirnos. ¿Es esto lo que conviene a Su pueblo peculiar? ¿Qué tengo que ver yo con estas cosas? Nada. Pero como hay hermanos enlazados tanto con el uno como el otro, cada uno que piensa en ello tiene que testificar con toda su fuerza, para que de una manera u otra pueda mantenerse libre de ello, a fin de que no sea avergonzado en el día de la venida del Señor. Y muchos en quienes han confiado los del pueblo de Dios, contando con ellos como entendidos, siguen la misma ruta; y los simples, como los que siguieron a Absalón, siguen en pos de ellos, no sabiendo por donde van.
Bien podemos creer lo que es esta abogacía. Pero qué sustituto miserable por el apoyarse sobre el Señor Jehová, el Salvador, para la prosperidad espiritual de Su propio pueblo, como siervos de ellos en oración y ministerio por amor a Su nombre: mientras que, como bien podríamos suponer, sus abogados los usan meramente como los instrumentos de sus propios propósitos partidarios. Pero tales alianzas no pueden prosperar. Pero ¿qué deben hacer el pueblo del Señor? Esperen en el Señor, y esperen según la enseñanza de Su Espíritu, y en conformidad a la imagen de Su Hijo, en poder de la vida del Espíritu. Salgan y sigan las huellas del rebaño, si es que desean saber dónde el buen Pastor apacienta Su rebaño al mediodía. Sean seguidores de quiénes, por medio de fe y paciencia, heredan las promesas, acordándose de la palabra: “Ata el testimonio, sella la ley entre mis discípulos. Esperaré, pues, a Jehová, el cual escondió su rostro de la casa de Jacob, y en él confiaré” (Is. 8:16-17). Y si el camino parece oscuro entre ellos acuérdense la palabra de Isaías: “¿Quién hay entre vosotros que teme a Jehová, y oye la voz de su siervo? El que anda en tinieblas y carece de luz, confíe en el nombre de Jehová, y apóyese en su Dios” (Is. 50:10).
Si otra vez me preguntan qué tengo yo que ver con ellos, únicamente puedo contestar, que tengo verdadera solicitud por ellos; por los Disidentes, a causa de su integridad de conciencia, y a menudo una comprensión profunda de la mente de Cristo; y por la iglesia, si fuera sólo por amor a la memoria de aquellos hombres, quienes, por mucho que fuesen exteriormente envueltos con lo que era ajeno a su propio espíritu y hayan dejado de librarse de ello, sin embargo parecen haber bebido interiormente del Espíritu de Aquel que les llamó, más profundamente que cualquiera desde los días de los apóstoles; hombres en cuya comunión me regocijo agradecido, a quienes me agrada honrar. ¿Pero no hay ninguno que recuerde el espíritu que les caracterizó? Nosotros tenemos muchas ventajas que ellos no tuvieron. Quiera Dios poner el poder de Su Espíritu en muchos para obrar la obra entre tanto se dice: Hoy: quiera Él quitar el espíritu de sueño de los que duermen, y conducir en Su propia senda—la senda angosta pero bendita que conduce a la vida—la senda en que pisó el Señor de la gloria—a aquellos quienes Él ha despertado, para que caminen en la luz del Señor.
Mas si alguno dijere: Si tú ves estas cosas ¿qué es lo que estás haciendo tú mismo? Solamente puedo reconocer hondamente las extrañas e infinitas deficiencias, y afligirme y lamentar sobre ellas; reconozco la debilidad de mi fe, pero sinceramente busco conducción. Y permitidme agregar; cuando tantos que debían guiar andan por su propio camino, los que hubieran seguido gustosamente son retardados y debilitados por temor de errar en alguna manera el camino derecho, e impiden su servicio, aunque sus almas sean salvadas. Pero repetiría solemnemente lo que dije antes—no hay posibilidad de hallar la unidad de la iglesia hasta que el objeto común de los que son miembros de ella es la gloria del Señor, quien es el Autor y Consumador de su fe: una gloria que ha de ser expuesta en su esplendor en Su venida, cuando la apariencia de este mundo pasará; y por lo tanto debemos conducirnos a la luz de esa gloria y entrar en ella en espíritu cuando somos plantados juntos en la semejanza de Su muerte. Porque la unidad, en la verdad de los hechos, sólo puede hallarse allí; salvo que el Espíritu de Dios que reúne a los Suyos, les reúna para fines que no son de Dios, y los consejos de Dios en Cristo queden en la nada. El Señor Mismo dijo: “Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Jn. 17).
¡Oh, si las iglesias pesaran esta palabra, y si consideraran si su estado presente no impide necesariamente que brillen en la gloria del Señor, o que cumplan aquel propósito para que fueron llamados! Y les pregunto ¿en algo buscan o desean esto? o ¿están contentos de sentarse y decir, que Su promesa se ha acabado perpetuamente? Ciertamente si no podemos decir: “Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti”; deberíamos decir: “Despiértate, despiértate, vístete de poder, oh brazo de Jehová; despiértate como en el tiempo antiguo, en los siglos pasados. ¿No eres tú el que cortó a Rahab, y el que hirió al dragón?” Ciertamente ojo no vio ni oído oyó lo que Él prepara para aquel que en Él espera. ¿Dará Él Su gloria a una división u otra? O ¿dónde hallará un lugar en que descanse Su gloria entre nosotros? O ¿Es que hallando vuestra vida en vuestras ocupaciones no os sentís afligidos? Sin embargo, ciertamente juntará Su pueblo y ellos serán avergonzados.
He traspasado mi propósito original en este artículo; si en algo he traspasado la medida del Espíritu de Jesucristo, con gratitud aceptaré reprensión y rogaré que Dios lo haga olvidar.
Dublín, 1828